Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

El misterio de iniquidad

[Cuento - Texto completo.]

Miguel de Unamuno

(o sea, los Pérez y los López)

 

Juan pertenecía a la familia Pérez, rica y liberal desde los tiempos de Álvarez Mendizábal. Desde muy niño había oído hablar de los carlistas con encono mal contenido. Se los imaginaba bichos raros, y tenía de ellos una idea del mismo género a que pertenece la vulgar del judío. Gente taciturna, de cara torcida, afeitada o con grandes barbas negras y alborotadas, largos chaquetones negros, parcos de palabras y tomadores de rapé. Se reunían de noche en las lonjas húmedas, entre los sacos fantásticos de un almacén lleno de ratas, para tramar allí cosas horribles.

Con los años cambiaron de forma en su magín estos fantasmas, y se los imaginó gente taimada, que en paz prepara a la sordina guerras y que sólo se surte de las tiendas de los suyos.

Cuando se hizo hombre se disiparon de su mente estas disparatadas brumas matinales, y vio en ellos gente de una opinión opinable, puesto que es opinada, fanáticos que, so capa de religión, etc. Es excusado enjaretar aquí la letanía de sandeces salpicada de epítetos podridos que es de rigor entre anticarlistas.

En la familia Pérez había vieja inquina contra la familia carlista López. Un Pérez y un López habían sido consocios en un tiempo; hubo entre ellos algo de eso, cuyo recuerdo se entierra en las familias; este algo engendró chismes, y la sucesión continua de pequeñas injurias diarias, saludos negados, murmuraciones, miradas procaces, chinchorrerías, en fin, engendraron un odio duro.

La familia Pérez, aunque liberal, era tan piadosa como la familia López. Oían misa al día, comulgaban al mes, figuraban en varias congregaciones, gastaban escapularios. Eran irreprochables.

Nuestro Juan Pérez se había nutrido de estos sentimientos, a los que añadía alguna instrucción, ni mucha ni muy variada. Su afición mayor eran las matemáticas.

Así estaban las cosas cuando empezó a sonar en este mundo el famosísimo aforismo «el liberalismo es pecado», frase portentosa. ¡Pecado! La elección de esta palabra es una obra maestra, pues cualquier otra que se empleara: error, herejía, impiedad, crimen, o dicen más o menos, y así, o no llegan al blanco o pasan de él.

Nuestro Pérez tomo esto a poca cosa, como un ardid indigno salido de las lonjas húmedas donde se reunían los fantasmas del chaquetón. Un artículo que la casualidad llevó a sus manos le abrió el apetito. Leyó el áureo libro del eximio Sardá, se aficionó a los artículos del Hermano Mayor, a las cartas del Martillo de protestantes y liberales y empezó a preocuparse de esta doctrina nefanda que bajo el nombre de liberalismo infiltra en la sociedad como veneno sus miasmas deletéreos. Lo nefando y deletéreo, sobre todo, le producía cosquillas en las sienes.

Estudió la lucha entre mestizos y puros, y se sabía de pe a pa las decisiones del Índice y los viajes de don Celestino. Se dedicó a leer los periódicos puros, y con fruición de espíritu anémico tragaba artículos inacabables, siempre sobre lo mismo, siempre en el mismo estilo y con los epítetos consagrados siempre. Aguzó su espíritu en las argucias imperceptibles, en los juegos malabares de distincionzuelas y en los pequeños logogrifos de conceptillos.

A todo esto llegó la encíclica Libertas y con ella las briosas predicaciones en contra de ese conjunto de todas las herejías y la campaña contra los liberales, imitadores de Lucifer, suyo es aquel grito: «¡No serviré!».

Muchas veces, al anochecer, en la iglesia, quedaba sentado en un banco, meditando. Poco a poco sus ideas perdían los contornos, hasta que se convertían en una nube, y entonces, al oír dar al reloj las nueve, salía de la quietud del templo al bullicio de la calle.

Empezó a sentir desazón en su alma. Una noche volvía del sermón a su casa y le zumbaba en la cabeza el famoso aforismo. No podía entrar con que él fuera más pecador que un adúltero o un asesino, y la cosa estaba bien clara, porque pecar contra la fe, directamente contra Dios, no dándole crédito, es peor que pecar por carambola; la soberbia es más satánica que la ira o la lujuria. Aquella noche no pudo pegar ojo; resudando dio mil vueltas en la cama, se levantó a beber agua del jarro de la jofaina, cerraba los ojos con violencia, proponiéndose contar hasta 150; ni por ésas; nada: siempre en el campo oscuro bailando la sentencia. Así hubiera pasado toda la noche si a eso de las cuatro, con la fatiga, que venció al insomnio, no hubiera iluminado su mente esta idea de paz: salvo los casos de ignorancia y de buena fe. Se durmió diciendo: Dios me perdona, porque no sé lo que me pienso.

Juan Pérez recobró aparente calma, considerándose caso de ignorancia o de buena fe.

Pero… veámoslo: la ignorancia vencible, ¿no es pecado? Empezó a buscar en su alma si era el caso de ignorancia o de buena fe, o era todo ello argucias del enemigo malo. ¡Cuesta tanto crucificar al hombre viejo! Dale que le das, le volvieron los insomnios.

Así estaba el pobre. Volvió a leer el áureo libro del eximio Sardá, la encíclica Libertas, y empezó a estudiar lo que la maestra de la gente entiende por liberalismo en sus varios grados y matices, y por liberales, imitadores, etcétera. Una tarde, a la hora en que se acuesta el sol en cama de oro, y cuando volvía Juan Pérez de paseo por una estrada, mordiendo un brote de zarzamora, se le ocurrió preguntarse: «¿Soy yo, acaso, liberal, imitador, etcétera?». Y descubrió sin asombro, como cosa olvidada de puro sabida, que nunca había sido liberal. Recobró calma; no era liberal, pero tampoco carlista. ¡Carcunda como los López! ¡Jamás! ¡Los del chaquetón! Debajo de sus ideas yacían siempre los espectros de su infancia.

No era liberal, pero le quedaba el nombre. ¡Qué cosa tan terrible es el nombre! Es el pulpo de la inteligencia. A sus padres les llamaron liberales y se llamaron ellos a sí mismo liberales. ¡Perder el apellido porque otros lo hayan difamado! El nombre se aferraba a él, porque Satanás sabe que la piel es lo último que se deja, y que por la piel se pierden muchos. Mi liberal cerró los ojos y oídos al terrible nombre, a la palabra misteriosa, que es lo que fue en principio.

En la vida interior de Juan Pérez vino otro período de prueba. ¿Basta, en el siglo de la lucha, verla como mero espectador? ¿Basta desertar de las banderas de Belial? La timidez, ¿no es pecado?

El resultado fue que Juan Pérez se hizo tradicionalista; carlista, no; adjuró en todos sus grados y matices la secta deletérea que jamás había profesado, y se apartó de los liberales, imitadores de Lucifer, suyo es aquel grito: «¡No serviré!». Estudió los errores nefandos que constituyen este abominable compendio de todas las herejías, y aborreció, sobre todo, los infames contubernios de los hijos de la luz con los de las tinieblas; le picó un prurito de ergotista curiosidad por conocer el bien y el mal, y leyó obras de liberales para conocer de cerca el cáncer de nuestra sociedad.

Refresquemos la sequedad de este relato.

Carmencita era una buena muchacha, celebrada por todas las viejas y con los bolsillos sonantes, condiciones que explican por qué Juan Pérez y un López, convencidos ambos de que no está bien que el hombre esté solo y que no es bueno quemarse, la persiguieran con buen fin. Este López, de carlista se había hecho íntegro, íntegro de cabeza, leal de sangre, porque toda otra distinción no pasa de válvula de seguridad en un cerebro henchido de verdad absoluta.

No se sabe cómo fue que López quitó el partido a Pérez y casó con la chica de los cuartos. Juan Pérez pasó malos días y peores noches; pero al cabo bendijo los inescrutables designios de la Divina Providencia, y en nada disminuyó su amistad para con López, a quien había sacrificado rencorcillos de familia en aras de la comunidad de doctrinas.

Juan Pérez, cuando se había creído liberal, maldito si sabía lo que es el liberalismo; pero ya purificado estaba al dedillo de los pestilentes errores de la nefanda secta y había leído a los corifeos de la impiedad y a algunos alemanes traducidos. El enemigo malo, a las veces, le tentaba: el conocimiento del mal le daba vértigos y oía como canto de sirena engañadora el silbo maléfico de la serpiente infernal.

El demonio le tentaba, y cuanto más se hundía su imaginación en el ergotismo laberíntico, su inteligencia, corrompida por el pecado original, más se levantaba en alas de la soberbia. Satanás le levantaba ofreciéndole un mundo nuevo de ideas nuevas si rendido le adoraba. Empezaba a empacharse de la dulce virtud de humillarse ante la letra y a desconocer que Dios escogió lo necio y lo flaco del mundo para avergonzar a los sabios y a los fuertes. Hay que añadir que por este tiempo Juan Pérez se dedicaba a la gimnasia y bebía los vientos por una muchacha casquivana y pobre.

Llegó el estallido. Sucedió que un día de primavera, en cierta reunión, departían amigablemente, entre otros varios, nuestro Pérez y López, acerca de una carta de Martillo, y comentaban el tiroteo entre íntegros y leales. Repetían por centésima vez el mismo chiste, escrudriñaban la cuarta intención de cosas sin la primera, repetían argumentos que siempre con los mismos collares se leen empotrados en seis o siete columnas de prosa prensada, cuando trabaron discusión Juan Pérez y Pedro López sobre el mayor o menor grado de matiz de liberalismo de sus opiniones respecto a un punto concreto.

Es de saber que en este desdichado siglo de las luces y de los derechos del hombre, el virus pestilente del liberalismo lo inficiona todo de tal manera con sus miasmas deletéreos, que circula hasta en las raíces del integrismo más puro. Es uno de los mayores tormentos del hombre puro examinar despacio cada idea que se le ocurra antes de manifestarla y ponerla en cuarentena hasta ver qué grado y matiz de liberalismo puede tener. ¡Oh siglo infeliz!

Llegó la discusión del Pérez y el López a agriarse a punto que intervenían los amigos, temiendo un mal remate. Pérez ardía, tenía la cara roja, el corazón palpitante, se sofocaba, y la sangre, inficionada del pecado original, le traía los espectros de su niñez, la imagen esfumada de los chaquetones negros en las lonjas húmedas, el rencor heredado y mamado, frases de sus padres que no entendió al oírlas; miradas de los López, miserias de vecindad con vaho de patio, narraciones de hazañas de cristinos, los ojos de buey de Carmencita que le miraban, y se le removía el légamo del corazón que Dios le había endurecido, se le dislocaba el cerebro, y sobre todo este nubarrón confuso, que como viento de tempestad arrastraba la cólera, veía brillar la fatal sentencia. Sintió un nudo en la garganta y ganas de estrangular a López cuando oyó que éste le gritaba:

-¡Quítese usted de ahí, so liberal!

Juan Pérez estalló:

-¡Sí, sí y sí! ¡Liberal, y a mucha honra! Liberal fui, soy y seré; liberal en todos sus grados y matices, imitador de Lucifer, cuyo es aquel grito: «¡No serviré!». ¡No, no serviré, y si es pecado… que lo sea!

No sabía lo que se decía; pero ni en el delirio de la cólera olvidó la fraseología.

Salió soplando, y aquella noche se le repitieron los insomnios.

Había roto la cáscara, descendía la pendiente, le faltó la gracia eficaz y empezó en su espíritu un trabajo de demolición. Había probado el fruto y acabó por ser liberal a ciencia y conciencia. ¡Mala cosa es ser sabio en opinión propia! Se debe esperar más del necio. ¡Ay de los que son sabios a sus propios ojos!

La doctrina rompió la ignorancia; el conocimiento del pecado trajo horror a él, y la sangre liberal, pecado original de los Pérez desde los tiempos de Álvarez Mendizábal, entronizó la carne sobre el espíritu. No conoció el pecado sino por la ley; no hubiera conocido el liberalismo si la ley no le dijera: el liberalismo es pecado. El pecado, tomando ocasión de mandamiento, renovó en él la rebeldía de la sangre, porque sin la ley el pecado estaba muerto. Juan Pérez vivió sin ley en algún tiempo; mas cuando vino el mandamiento revivió el pecado; el mandamiento que da la vida le dio muerte, porque el pecado, con ocasión del mandamiento, le engañó y mató. La ley es espiritual, pero nosotros somos carnales.

El misterio de iniquidad se había cumplido: la sangre y Álvarez Mendizábal la habían consumado. ¡Y aún habrá quien se obstine en negar que el liberalismo es pecado y pecado de los mayores, y los liberales imitadores, etc.! ¡Miserable y corrompida carne de Adán!

¿Quién nos librará de este cuerpo de muerte?

*FIN*


El espejo de la muerte, 1913


Más Cuentos de Miguel de Unamuno