El misterio inicial de mi vida
[Cuento - Texto completo.]
Miguel de UnamunoNunca lograré olvidar, ni aunque lo quisiera, lo que podría llamar con toda propiedad el horizonte terrestre de mi historia íntima, de la biografía de mi alma. Todo lo anterior a este recuerdo, todo lo de más allá de él, es para mí como un remoto velaje que allende ese horizonte forma el fondo insondable, infinito, de mi vida pasada. De este recuerdo arranca mi conciencia y hasta me atrevo a decir que toda la vida de mi espíritu no ha sido más que un desarrollo de él. De mi padre no me acuerdo sino con relación a este suceso inicial de mis confesiones; mi padre no es para mí más que el actor de ese suceso. Que fue, sin duda, el desenlace, el término de una tragedia, pero que para mí no es más que el arranque de otra. Ni luego me atreví nunca, por lo que diré, a inquirir de mi madre el sentido de aquella terrible escena. Era a la caída de la tarde, lo recuerdo como si fuese hoy, y yo me hallaba con mi madre, en el comedor de casa, ella contemplando la puesta del sol y yo dibujando monos en una pizarra. Mi padre encerrado en su gabinete trabajaba como de costumbre. Y su trabajo era escribir, nunca he podido luego saber qué y para qué. Creo recordar que al levantar la vista de mis dibujos vi como dos perlas rojas en los ojos de mi madre, que eran los arreboles del ocaso; el sol se acostaba desangrándose como en una mortaja en las nubes que ceñían a la lejana sierra reflejados en sendas lágrimas vergonzosas y furtivas. De pronto, mi madre sacudió la cabeza -aún me parece ver la palpitación de su rubia cabellera sobre el celaje del ocaso- y exclamó con voz como de agonizante: “¿Qué? ¿Qué es?” Había sonado un tiro en el gabinete. Se levantó mi madre, fue a la puerta del gabinete y la halló cerrada con llave por dentro. Entonces empezó a sacudirla y golpearla llamando con voz rebosante de congoja: “¡Pedro! ¡Pedro! ¡Pedro!” A sus voces acudió el viejo criado y, aunque aterrados, con sus voces quebraron el silencio que nos llegaba del gabinete, empezaron mi madre y él a sacudir la puerta hasta que esta cedió. Precipitáronse dentro y yo me aventuré tras ellos. Mi padre yacía en su sillón, blanco y rojo, blanco de cera el rostro y enrojecido por un corrillo de sangre que le brotaba de la sien. En el suelo una pistola. Sobre la mesa de trabajo, el escritorio, un pliegue que se apresuró a recoger y guardar mi madre. La que al ver aquello luego de murmurar para sí: “¡Era de temer!”, se embozó en un terrible silencio. Lo primero que hizo fue buscarme con los ojos, no ya solo enjutos de lágrimas sino secos y opacos, y en cuanto me vio me tomó de la mano, me llevó a lo que había sido mi padre, me dijo: “Bésale por última vez” y me sacó del gabinete. Y recuerdo que al besarle fue mi mayor cuidado que no me manchara aquel hilo de sangre y que sentí en los labios una frialdad que nunca se me ha ido de ellos del todo después. No vi en todo el día siguiente a mi madre, pues me dejaron con las criadas. Pero al otro, apenas me levanté de la cama, me cogió ella, me apechugó, me apretó tanto que casi me quitaba el respiro, arrimó su boca seca a mi frente, luego a mis ojos, y así me tuvo, no sé cuánto tiempo -me pareció muchísimo, tanto como toda mi vida hasta entonces-, sin hacer el menor ruido. Pues no solo no hablaba ni sollozaba, sino que ni la oía respirar. Diríase que estaba tan muerta como el que fue mi padre. Y no me atreví a preguntarle nada. Aquella inmuerte estaba, y ha seguido desde entonces estando, entre mi madre y yo como un secreto sagrado. Aquella muerte voluntaria, y sobre todo la razón de ella ¿por qué se ha matado?, empezó a ser, sin que en un principio me diese yo cuenta de ello, el misterio inicial de mi vida. En torno de aquella visión se fueron organizando todas las subsiguientes visiones de mi experiencia. Ni mi madre tenía para mí sentido íntimo sino ligada a aquel suceso, a aquel tiro que rompe un silencio de ocaso y aquel hilo de sangre sobre un rostro marmóreo.
FIN