El mono
[Cuento - Texto completo.]
Isak DinesenI
En algunos países luteranos del norte de Europa existen lugares que utilizan el nombre de conventos. Aunque no tienen carácter religioso, están regidos por una llamada priora.
Son lugares de retiro para solteras y viudas nobles, que los eligen para pasar el invierno de sus días de manera digna y confortable, y de acuerdo con las tradiciones de sus respectivas familias.
Muchas de estas instituciones son inmensamente ricas, propietarias de grandes extensiones de terreno, y durante siglos han recibido herencias a su favor. Un espíritu apacible parece reinar en estos establecimientos y guiar la existencia de las comunidades.
La priora de Closter Seven, bajo cuyo mandato llegó a su máximo esplendor el convento durante los años comprendidos entre 1818 y 1845, tenía un mono gris que le había regalado su primo el almirante Von Schreckenstein a su regreso de Zanzíbar, y había tomado mucha afición al animal.
Cuando estaba ante su mesa el mono solía subirse al respaldo de la silla en que estaba sentada, y seguir con ojos brillantes el movimiento de los naipes.
Otras veces el animal aparecía en las primeras horas de la mañana subido en el último peldaño de la escalera de la biblioteca. Sacaba frágiles folios de más de un siglo de antigüedad y los tiraba sobre el piso de mármol. En aquellos legajos había principalmente contratos de matrimonio.
En otra sociedad el mono no hubiera sido popular. Pero en el convento de Closter Seven recibía de la estimable población femenina que lo habitaba un sinfín de mimos y caricias de todo género.
Había también loros, cacatúas, perros y gatos traídos de todas las partes del mundo, una cabra blanca de Angora y un corzo joven de ojos purpúreos. También había una tortuga, a la que calculaban más de cien años.
Las ancianas del convento mostraban una indulgencia especial para los caprichos del favorito de la priora.
De vez en cuando, particularmente en el otoño, cuando las nueces estaban maduras en los setos que había a lo largo de los caminos y en los frondosos bosques que rodeaban el convento, sucedía que el mono de la priora sentía la llamada de una vida más libre y desaparecía por espacio de algunas semanas para regresar por su propio instinto cuando llegaban las heladas.
Los niños de las aldeas pertenecientes a Closter Seven seguían al mono cuando corría por los caminos o permanecía sentado en algún árbol, desde donde les observaba atentamente. Pero cuando llegaban junto a él y comenzaban a tirotearle con castañas el animal movía los ojos y les enseñaba los dientes afilados, trepando rápidamente por las ramas de los árboles para desaparecer en el espeso bosque.
Era opinión general que la priora, durante los días en que el mono estaba fuera del recinto, se tornaba silenciosa y melancólica, víctima de una inquietud particular que llegaba a quitarle las ganas de actuar en los asuntos de la casa en que de ordinario desplegaba gran vigor.
Entre aquellas ancianas el mono era conocido como el Geheimrat de la priora y gozaban cuando lo veían de nuevo en su salón, un poco frío y abandonado durante la permanencia del simio en el bosque.
Un apacible día de octubre llegó inesperadamente el joven sobrino y ahijado de la priora, lugarteniente de la Guardia Real.
Ella se había preocupado siempre de toda su familia, pero este joven era el favorito entre todos, agradable muchacho de veintidós años, cabello negro y ojos azules. A pesar de su corta edad estaba ya bien situado en la vida. Hijo predilecto de su madre, rica heredera, el joven había hecho una brillante carrera y tenía amigos en todas las partes del mundo.
Sin embargo, a su llegada al convento no parecía iluminado por una buena estrella. Llegó, como se ha dicho, con precipitación temeraria, sin ser anunciada su visita, y las ancianas con las que intercambió algunas palabras mientras esperaba ser recibido por su tía notaron que estaba pálido y tenía aspecto de estar cansado, como bajo el influjo de alguna perturbación grave.
Aquellas mujeres sospecharon que tendría razones para estar como estaba. Aunque Closter Seven era su pequeño mundo, y se movían dentro de una atmósfera de paz e inmutabilidad, las noticias del mundo exterior llegaban al convento con sorprendente rapidez. Todas y cada una de aquellas mujeres tenían fuera sus corresponsales vigilantes y celosos.
Las enclaustradas sabían que durante el último mes se habían cernido nubes de naturaleza siniestra sobre el círculo de amigos a que el joven pertenecía.
Una asociación de la capital dirigida por el capellán de la corte, bajo pretexto de indignación moral, había alzado su voz contra tales jóvenes y nadie podía imaginar lo que resultaría de todo aquello.
Los del convento no intervinieron en estos acontecimientos, excepto el bibliotecario, que era teólogo y persona docta, que había tenido suficientes arrestos para dar su opinión sobre el particular. No eran los discursos de los jóvenes estrafalarios y atrevidos lo que indignaba y sublevaba a las ancianas, ni el temor de posibles trastornos, sino algo más sustancial y definitivo que les calaba hondo en el corazón. Para todas había sido siempre artículo de fe que la amabilidad y encanto de la mujer, representada por ellas en su esfera, debía constituir la más alta inspiración y el más sublime galardón de la vida. En sus casos tal vez el mundo hubiera tendido lazos con objeto de adquirir tal galardón a precio inferior del dado por ellas, o habrían sido víctimas de algún malentendido; como quiera que fuere, el dogma seguía manteniéndose firme.
Oír semejantes disputas significaba para ellas lo que para un avaro significaría la noticia de que el oro había dejado de tener valor absoluto. Para un reducido número de ancianas solteras y orgullosas las nuevas concepciones resultaban muy duras. Lo mismo hubiese sucedido a un general anciano que, cumpliendo escrupulosamente órdenes de la superioridad, se hubiera mantenido a la defensiva, y le dijesen luego que mejor habría sido lanzarse a la ofensiva.
Incluso con peligro de inquietud aquellas ancianas gustaban de oír hablar sobre esta herejía, sedientas de emociones del corazón. Quizá como si las plantas de flores en los alféizares del convento hubieran clamado pidiendo la intervención de la autoridad en una supuesta cuestión relacionada con algún tema de floricultura.
Dieron al joven la bienvenida que hubiesen dado a uno de los niños perseguidos por Herodes. Cuando subió la ancha escalera que conducía a las habitaciones de la priora, aquellas mujeres evitaron mirarse unas a otras.
La priora recibió a su sobrino en el espacioso salón de visitas. Sus tres altas ventanas asomaban, tras las densas cortinas con guirnaldas bordadas en punto de cruz, al césped del jardín otoñal. De las paredes tapizadas de damasco colgaban los retratos de sus padres, muertos hacía tiempo. En la mirada se les notaba gravedad militar y gracia juvenil. Habían sido los verdaderos amigos y protectores del joven. En esta ocasión su mirada delató su desconcierto y preocupación.
Por unos momentos le pareció que en aquella habitación había un olor extraño e inquietante mezclado con el del incienso. El joven lugarteniente pensó en los peligros catastróficos que corría su existencia. Una vez acomodado en aquel ambiente para él tan conocido, no quiso o no se atrevió a perder el tiempo. Tenía algo muy importante que confiar a su tía, principal móvil que le había llevado a Closter Seven, y no podía distraer ni un momento.
Después de besar cariñosamente la mano de su tía y dedicar un tiempo mínimo a interesarse por su salud y por la del mono y comunicarle las nuevas que sabía de toda la familia de la ciudad, entró de lleno en el asunto que le había llevado al convento.
—Tía Cathinka —comenzó diciendo—, he venido a visitarte… He acudido a ti, porque siempre has sido muy buena y generosa conmigo.
Hizo una breve pausa. Tragó la saliva que le llenaba la boca y trató de dominarse a sí mismo y a su corazón rebelde. Por último dijo a la priora con tono solemne:
—Querida tía: quiero casarme. Confío en recibir de ti consejo y ayuda.
II
El joven sabía muy bien que en circunstancias ordinarias nada podría haber dicho a su tía que le agradara más.
Camino de convento había atravesado los bosques y pequeñas aldeas que pertenecían al convento, recorrido los campos donde se alimentaban los gansos al cuidado de chicos y chicas. Durante todo el trayecto había estado imaginando cómo se desarrollaría la entrevista. Conociendo la gran debilidad que la anciana tenía por las frases latinas, pensaba que no sería extraño que oyera de sus labios frases como ésta: Et tu, Brute, o un decidido Discite justitiam moniti, et non temnere divos. O tal vez: Ad sanitatem gradus est novisse morbum, que sería la mejor señal.
Después de unos momentos miró a la cara de la anciana. Su sillón destacaba en el claroscuro de encajes. Desde la sombra los ojos de su tía se encontraban con los suyos y se vio obligado a bajar la mirada. Este juego mudo se repitió dos veces más.
—Mon cher enfant —le dijo con voz dulce y apacible en la que podía notarse un insignificante temblor—. Desde hace mucho tiempo he deseado con toda mi alma que llegara este momento. Toda la ayuda que una anciana alejada del mundo pueda darte, querido Boris, ten la seguridad de que se te dará.
Boris la miró con ojos sonrientes. Después de una semana de terribles agitaciones, de una sucesión interminable de escenas violentas y desagradables provocadas por el amor y los celos de su madre, se sentía como salvado en una ciudad inundada. Tan pronto pudo hablar, dijo:
—Eres tú, tía Cathinka, la que has de decidir.
Hubo un corto silencio. Boris confiaba en que la dulzura que proporciona el poder para decidir pondría en juego la generosidad de aquella anciana.
Los ojos fijos en él le miraban amablemente. Con aquella mirada se había adueñado del joven como si le tuviera abrazado y metido dentro del corazón. Se llevó el pañuelo a los labios. Boris conocía muy bien este gesto, peculiar en su tía cuando estaba conmovida. Tenía la seguridad de que le ayudaría, pero sabía también que tendría que oírle alguna reprensión primero. Con voz lenta y reposada como una sibila, la anciana dijo al sobrino:
—¿Tú sabes qué es lo que se compra caro, se ofrece barato y todos lo rehúsan? La experiencia de los ancianos… Si los hijos de Adán y de Eva hubieran hecho uso de la experiencia que les legaron sus padres, el mundo habría sido sensiblemente distinto. Yo quiero darte mi experiencia en una píldora endulzada con el azúcar de la poesía, para que la puedas tragar y asimilar mejor: «De todos los caminos de la vida, solamente uno, el del deber, conduce a la felicidad». No olvides esto, hijo mío, que es importantísimo.
Boris estuvo meditando unos instantes antes de responder:
—Tía Cathinka, ¿cómo puede haber un solo camino para la felicidad? Sé que ese es el pensamiento de la gente buena, pero debo recordarte, querida tía, que el lema de nuestra familia es distinto: «Busca un camino o invéntalo». No creo que encuentres ningún libro de cocina que no dé por lo menos tres o cuatro fórmulas para asar un pollo.
La anciana intervino con su energía peculiar:
—El doctor Sass, que fue párroco de Closter Seven en el siglo XVII, sostenía que el Paraíso, hasta el momento de la caída solo tenía dos dimensiones como un telón de fondo, y que fue el demonio quien inventó la tercera dimensión. La manzana era una esfera y el pecado de nuestros primeros padres fue intentar ponerse a la altura de Dios. Por mi parte prefiero mucho más el arte de la pintura que el de la escultura.
Boris escuchaba a su tía sin contradecirla. Era cierto que sus gustos diferían notoriamente, pero en aquellos momentos ella tenía la razón. Siempre se había felicitado por su talento y su buena suerte, pero últimamente había considerado esta suerte como dudosa. Esto obedecía a que parecía perseguirle el destino de conseguir todo lo que quería pero cuando ya no lo necesitaba.
La priora le miró de arriba abajo un buen rato antes de recitar con voz dulce y melodiosa:
Recta es la línea del deber,
Curva la línea de la belleza.
Sigue la línea recta, y verás
Cómo la línea curva te sigue siempre.
El joven recapacitó sobre el contenido de aquellos versos un largo rato. Luego les sirvieron vino y frutas. Bebió dos vasos y se reanimó.
Sin mirar a su tía podía seguir fielmente los pensamientos que daban vueltas en la imaginación de la anciana. La urgencia dramática de una acción inmediata que hubiera atemorizado a otra persona de su edad, no le intranquilizó lo más mínimo. Tenía entre sus antecesores grandes guerreros que habían sabido preparar y ganar batallas.
Abrió la puerta y entró en la estancia un antiguo criado de la priora portando una bandeja de plata con una carta que presentó a la anciana. La cogió ésta con mano temblorosa, como si temiera alguna noticia desagradable. Leyéndola se sonrojó levemente.
—Está bien, Johann —dijo.
Estuvo unos momentos sumida en sus pensamientos. Volvió hacia el joven sus ojos negros. Con la animación y entusiasmo de una persona que habla de una entrañable afición, dijo:
—Has atravesado mi nueva plantación de abetos. ¿Qué te ha parecido?
Las plantaciones y la conservación de los bosques figuraban entre las cosas más importantes de su vida. Durante algún tiempo la conversación versó sobre árboles.
—No hay nada para la salud —dijo— como el aire de los bosques. Nunca he podido pasar una noche tranquila en la ciudad. Vivir en el campo y dormir con la certidumbre de que me rodean muchas millas de bosques, constituye para mí una de las mayores delicias que pueda encontrar en esta vida.
A Boris le gustaba la vida del bosque. Había estado mucho tiempo, siendo todavía niño, en Closter Seven. Ahora notaba una clara diferencia, después de haber estado en la ciudad tantos años. Su tía trataba de elogiar aquella vida tranquila con el propósito de conseguir que el sobrino la visitara con más frecuencia.
—Y ¿quién, querido —dijo en súbito cambio de tema y clara benevolencia—, ahora que hemos venido a hablar de ello, podría ser mejor esposa para ti que nuestra gran amiga la pequeña y dulce Athena Hopbailehus?
Nada hubiera resultado más extraño para Boris que la noticia que acababa de darle su tía. Sorprendido por ello estuvo unos momentos sin contestar. La frase sonó para él a inconcebible. Nunca había oído hablar de Athena como criatura pequeña y dulce. La recordaba por lo menos una pulgada más alta que él.
Pero el hecho de que la priora hablara de ella como de amiga de casa le inquietó aún más. Sabía que tanto su tía como su madre, que entre paréntesis sea dicho raramente coincidían en juicios y opiniones, se unieron en este caso para mantenerle alejado de Athena.
Cuando reflexionó sobre esta inexplicable e inesperada actitud de su anciana tía, y sobre el efecto que podría producirse en su destino, comprendió que la idea no le desagradaba. El género burlesco había privado siempre en él y resultaría una extravagancia de primer orden llevar a la ciudad una esposa como Athena. Miró a su tía con cara de auténtico niño bueno:
—Tengo fe absoluta en tu juicio, tía Cathinka.
La priora habló muy despacio, sin mirarle, como si no quisiera correr el riesgo de mezclar alguna impresión exterior con las suyas propias.
—No perderemos el tiempo, Boris. Ésa ha sido siempre mi costumbre después de tomar una resolución. Ve a ponerte tu uniforme, y mientras tanto escribiré una carta al conde. Le diré que me has hecho esta confidencia y me has encargado de llevar a cabo tan ardiente deseo de tu corazón.
Luego añadió:
—Le diré también que depende de esto la felicidad de toda tu vida, y que tu querida madre muestra por tus deseos la mejor simpatía. Por lo que a ti respecta, deberás estar listo para partir dentro de media hora.
Cuando Boris se levantó dirigió a su tía estas palabras:
—¿Y crees, tía Cathinka, que Athena estará conforme?
Tenía Boris la particularidad de sentir pena por los problemas de los demás. Al ver en el jardín dos de las ancianas que como un rito daban el paseo de la tarde, sintió pena de ellas.
—Athena —seguía diciendo la priora mientras el sobrino se distraía— nunca ha recibido una proposición matrimonial. Dudo que en el año último haya visto otro hombre que al pastor Rosenquist jugando al ajedrez con su padre. Además, ella ha oído en repetidas ocasiones hablar del brillante matrimonio que supondría casarse contigo, si tú quisieras.
Después de otra pausa añadió:
—Si Athena, querido Boris, no desea casarse contigo, soy yo quien lo deseo y en paz.
Las últimas palabras de la priora quedaron acentuadas con una sonrisa enérgica y dulce al mismo tiempo. Boris le besó la mano en señal de agradecimiento. De súbito se apoderó de él una sensación de fortaleza y astucia terribles, como si tocara una corriente eléctrica. Por su imaginación pasaron muchas ideas y pensamientos confusos. Para sí, pensó: «Las mujeres, cuando tienen suficiente edad para tratar cuestiones de mujeres con independencia, son las criaturas más poderosas del mundo».
III
Boris salió de Closter Seven en el landó de la priora. Llevaba la carta junto al corazón y su aspecto era el del héroe ideal del romancero.
Las noticias de su marcha se habían extendido misteriosamente por el convento, como un incienso que llegara derechamente a los corazones de las ancianas.
Dos o tres estaban sentadas al sol en la explanada para verle partir, y una particular amiga suya, solterona corpulenta, empalidecida por haber estado durante cincuenta años privada de razón, le esperaba de pie junto al coche para entregarle tres ramos de flores cuidadosamente seleccionadas en su pequeño jardín.
La partida de Boris recordaba a la anciana otra que hizo treinta años atrás el joven a quien amaba con toda su alma, que luego moriría en Jena.
Una suave melancolía velaba siempre sus ojos, y su dama solía decir de ella: «La condesa Anastasia lleva una pesada cruz. El amor perdido para siempre es una tortura perenne…».
Aquella partida sin retorno de su amado la había mantenido con un constante gesto de dolor en su cara pequeña y redonda de niña con ojos azules.
Como si creyese de pronto que volvía a vivir los años lejanos entregó a Boris sus flores con la misma ilusión que si fuera aquel que había desaparecido tan trágica y misteriosamente; como si aquellos tres ramos simbolizaran tres hijas que de haber nacido serían ya mujeres casaderas.
Boris había dejado al criado en el convento. Sabía que estaba enamorado de una de las doncellas de la señora, y en aquellos momentos le pareció que debía mostrar cierta simpatía por los amores como el suyo.
Quería estar solo. La soledad representó siempre para él un motivo de placer, aunque nunca había tenido oportunidad de disfrutar de ella. Tanto era así, que no recordaba los últimos momentos en que había podido estar a solas. Cuando no estaba rodeado de personas que cambiaban y confundían el curso de sus pensamientos, fueron esas mismas personas las que le dejaron motivos suficientes y cuestiones con que cansarse el cerebro.
—Ahora —pensó contento— podré ocuparme libremente de las cosas que más me agraden, sin interferencias de nadie.
La carretera de Closter Seven a Hopballehus subía un desnivel de más de quinientos pies, rodeando un pinar inmenso. De vez en cuando aparecía una explanada sin árboles, desde donde se divisaban las grandes extensiones de tierra que quedaban allá abajo. Al resplandor del sol de la tarde, los troncos de los pinos tomaban un color rojo y el paisaje distante, color azul y oro.
Boris recordaba lo que el jardinero del convento le decía cuando todavía era niño: «Una vez vi una manada de unicornios salir del espeso bosque a pastar en las laderas. Vi también yeguas de color blanco sonrosadas por el sol, pateando nerviosas la hierba, olfateando la cercanía del viejo semental».
El aire estaba impregnado de olor a pino y a setas venenosas.
Recordaba que una tarde del mes de mayo, no hacía todavía seis meses, se había sentido dentro del alegre corazón de la primavera, como ahora se sentía caer en el triste corazón del otoño.
En compañía de un amigo suyo había recorrido durante tres meses distintos puntos de la comarca y visitado lugares donde nadie les había reconocido. Viajaban en caravana con un pequeño teatro de marionetas. En las aldeas habían representado ellos mismos algunas comedias. Aquellas noches de primavera el aire estaba lleno de olores dulces y suaves, los ruiseñores mezclaban sus cantos con los de los demás pájaros, la luna alumbraba desde lo alto del firmamento azul y despejado. Llegaron muy cansados a una alquería, en un campo llano y verde. Les dieron para dormir una cama grande, en una habitación que tenía por único adorno un reloj y un espejo.
Cuando el reloj dio las doce se abrió la puerta de la habitación y entraron tres muchachas muy jóvenes, cada una con su luz en la mano. La noche era tan clara que la luz de sus lámparas quedaba anulada por la de la luna, que entraba por la ventana. Era evidente que aquellas tres jóvenes no tenían noticia de los dos viajeros que reposaban en la cama. Los huéspedes las observaron en silencio, escondidos. Las muchachas, sin mirarse una a otra, sin pronunciar palabra, se acercaron al espejo y estuvieron contemplándose un buen rato. Luego apagaron las lámparas y con el mismo silencio solemne con que habían entrado se dirigieron a la puerta de la habitación y desaparecieron. Lo último visto por Boris y su amigo fueron los largos cabellos de las muchachas, sueltos sobre los hombros.
Fuera se oía el canto del ruiseñor en unos arbustos, a corta distancia de la ventana.
Los jóvenes recordaron que era la noche de Walpurgis, y pensaron que habían presenciado una escena de brujería.
Hacía mucho tiempo que no recorría aquel trayecto. La última vez que recordaba haberlo hecho había sido un día que en compañía de su tía fueron a devolver una visita al anciano conde. Todavía reconocía las curvas de la carretera. Esto le dio pie para reflexionar sobre el cambio de las cosas.
Pasaba por su imaginación, como en cinta cinematográfica, la sucesión ininterrumpida de los días, de las estaciones y de los años. Todo estaba sujeto a continuas mutaciones, y esto le hizo pensar un buen espacio de tiempo. Recordó con tristeza a los jóvenes que habían sobresalido en la historia por su belleza, su vigor, su don de mando, su corazón o su perfidia.
Pensaba en los jóvenes faraones paseando victoriosos y aclamados a orillas del Nilo; en los sabios de China, con sus vestiduras de seda, leyendo los libros de la sabiduría. Todo aquello era para él muy triste.
Una vuelta de la carretera y una perspectiva abierta entre los pinares le permitieron ver el edificio de Hopballehus, aún a una buena distancia.
El arquitecto de dos siglos atrás había tenido un gran acierto en la construcción de un palacio de proporciones tan adecuadas con la grandeza y majestuosidad de la naturaleza circundante.
«Para una persona que esté ahora allí —pensó— el landó y los caballos, y yo mismo, parecemos una cosa insignificante, como una mancha minúscula en la carretera».
La vista de la casa le volvió a sus pensamientos. Era un lugar fantástico sobre una meseta, con miles de paseos y avenidas a su alrededor, largas filas de estatuas y de fuentes, todo de estilo barroco. Pero solitario y abandonado, amenazando ruina. Parecía una especie de Olimpo, pero más olímpico si se tenía en cuenta la ruina y desolación que pesaba sobre todo.
La existencia en aquel inmenso edificio del conde y su hija tenía, sin duda, algo de olímpico. Allí vivían los dos, pero el empleo que hicieran de las veinticuatro horas del día era un misterio para todos.
El anciano conde, que en sus buenos tiempos fue un excelente y acreditado diplomático, científico y poeta, había estado absorbido muchos años por un pleito que había heredado de su padre y de su abuelo. Si lo ganaba, volverían a él las inmensas riquezas y estados que en tiempos pertenecieron a su familia; pero todos sabían que no podía ganarlo y que le estaba llevando a la ruina.
Vivía bajo el influjo de aquellas preocupaciones que, como nubes, oscurecían sus movimientos.
Boris pensaba en qué conocimiento del mundo podría tener la hija. Desde luego, dinero sabía muy bien que no tenía. Tampoco creía que tuviera relaciones sociales, y le extrañaría saber que hubiera oído hablar de amor.
«Dios sabe —se decía— si esta mujer se habrá mirado alguna vez a un espejo».
El coche se deslizaba ya por la explanada. Había lugares en que las hojas cubrían las balaustradas y llegaban hasta las rodillas de los corzos en la estatua de Diana. Los árboles estaban pelados; solamente quedaban arriba algunas hojas solitarias. Siguiendo la curva el landó entró en la avenida principal y llegó hasta la casa.
Los rayos del sol poniente parecían haberse rezagado en las insensibles moles de piedra. Boris bajó del landó frente a las escaleras de piedra. Junto a su corazón llevaba la carta que escribiera su tía, y la acariciaba poniendo en ella todo el cariño y afecto de su alma. La casa aparentaba estar totalmente abandonada. Nada se movía dentro ni fuera del imponente edificio.
A Boris le parecía estar acercándose a una catedral.
Por su imaginación pasó este pensamiento: «Y ahora, ¿qué cosas agradables o desagradables van a suceder?».
IV
En este momento las grandes puertas se abrieron de par en par y apareció el anciano conde, erecto como Sansón encolerizado a punto de derribar el templo de los filisteos.
Siempre había tenido una figura impresionante: corto de piernas y con el torso de un gigante; su enorme cabeza, rodeada por una melena de cabello gris e indómito, como de un león.
Pero aquella tarde el aspecto de su rostro y los movimientos de su cuerpo reflejaban a las claras que el anciano estaba bajo los efectos de alguna emoción tremenda.
Durante breves momentos permaneció inmóvil mirando con atención y tratando de reconocer a su visitante, como un gorila ante su guarida, dispuesto para la defensa o para el ataque; luego bajó las escaleras, encaminando sus pasos hacia el joven.
Boris estaba perplejo y confundido en aquellos momentos. No sabía cuáles serían las reacciones del conde, y su corazón estaba envuelto en dudas.
«Dios mío —pensaba mientras el anciano bajaba las escaleras—. Tal vez este hombre lo sepa todo y sus intenciones sean las de matarme».
Echó una mirada a la cara del conde y la creyó expresiva de un triunfo salvaje; sus ojos ardían como ascuas, y en ellos pretendió leer Boris una satisfacción infinita.
Pronto sintió el abrazo del anciano, y su cuerpo que temblaba contra el suyo.
Había conocido al joven desde su infancia, y Boris recordaba que había sido siempre muy querido por él.
—Boris —gritó—, Boris, hijo mío. Bienvenido, bienvenido seas a esta casa y en este día.
A continuación añadió:
—¿Lo sabías ya?
—Lo sabía —dijo Boris.
—He ganado el pleito. He ganado en Polonia. Lariki, Lipnika, parnov Grabovo son ya mías, como lo fueron de mis antepasados.
Boris le estuvo mirando unos segundos. Luego dijo lentamente, haciendo ver con sus palabras que le embargaba una profunda emoción:
—Me alegro y le felicito de todo corazón. Si he de decirle verdad, esta noticia es para mí tan extraordinaria como inesperada.
El conde le dio las gracias y le mostró la carta de su abogado, terminada de recibir, que aún tenía en la mano. Mientras hablaba con el joven lo hacía, al principio, lentamente, buscando las palabras, como hombre sin hábito de la conversación, pero a medida que hablaba iba recobrando su antigua voz y la forma peculiar de expresarse con que en tiempos pasados había encantado a tantas personas.
—Tú no puedes sentir por las criaturas una pasión tan grande que devore tu corazón y tu alma. Tal vez no puedas sentirla tampoco por ninguna cosa que no sea capaz de amarte a cambio. Solo aquellos jefes que han amado a sus ejércitos, señores que han amado a sus tierras, pueden hablar de pasión. Dios mío, yo he tenido sobre mí el peso de toda la tierra de Hopballehus.
Dio un gran suspiro.
—Pero esto es la felicidad.
Boris comprendió que no era el pensamiento de haber recuperado sus riquezas lo que embargaba el alma de aquel anciano, sino el triunfo del bien sobre el mal, de la verdad sobre la mentira. En su rostro parecía estar concentrada toda la rectitud y justicia del universo.
Comenzó a explicar el juicio minuciosamente, sin quitar la mano que tenía puesta sobre el hombro de Boris, y éste se dio pronto cuenta de que le había dado la bienvenida cordial un buen amigo a quien debía escuchar.
—Pasa, pasa, Boris —le dijo—. Beberemos los dos juntos una copa del vino que yo he guardado para este gran día. Está aquí nuestro pastor, a quien mandé llamar para que me hiciera compañía, ya que no sabía nada de tu venida a esta casa.
En el recibimiento, ricamente adornado de mármoles negros, había un rincón con sillas y una mesa cubierta con libros y papeles del conde.
Presidiendo, había un cuadro ennegrecido por el tiempo, retrato ecuestre de un antiguo señor de la casa. El jinete apuntaba con un rollo de papeles a un campo de batalla dibujado a distancia bajo el vientre del caballo.
El pastor Rosenquist, un hombre bajo de mejillas sonrosadas, que durante muchos años había sido director espiritual de la familia y a quien Boris conocía muy bien, estaba sentado en una de las sillas, sumido, aparentemente, en pensamientos profundos. Los acontecimientos del día habían perturbado las teorías del pastor, cosa que para él constituía un desastre mayor que si se hubiera quemado la rectoría. Durante toda su vida había sufrido las consecuencias de la pobreza y de los infortunios, y con el transcurso del tiempo se había resignado a vivir bajo un sistema de contabilidad espiritual, según el cual las aflicciones terrenas representaban una inversión segura y eficaz para el otro mundo. Su valor y méritos personales los había dejado aparte, teniéndolos en poca estima, y todos sus esfuerzos los había dedicado a contabilizar los reveses de fortuna del conde. Muchas veces le había alentado con el pensamiento de que era un favorito del Señor y que sus tesoros se estaban acumulando en la Nueva Jerusalén.
Ahora estaba inquieto y no sabía en qué pensar. Buscó consuelo en el libro de Job. Toda la cuestión estaba, a su juicio, en la clase de dádivas que, según el Eclesiastés, destruyen el corazón, y su pensamiento especulaba con el convencimiento de que podía separarse de aquel hombre que estaba, con haber ganado el pleito, en mal camino para acrecentar sus tesoros en el Cielo.
Después que abrió una botella el anciano dijo con emoción, mirando a sus invitados:
—Ahora quisiera que mi padre y mi abuelo estuvieran aquí con nosotros, sentados junto a esta mesa, bebiendo de este vino. Algunas veces, durante mis largas horas de insomnio, he sentido como si ellos estuvieran en vela conmigo desde sus tumbas.
Todavía de pie, levantó su vaso.
—Pero me hace feliz que sea precisamente el hijo de Abunde —era éste el nombre de la madre de Boris— quien se siente y beba conmigo esta noche.
Acarició con ternura la mejilla de Boris, y su rostro mostró una bondad y una cordialidad que había estado desterrada de sus facciones durante muchos años; el muchacho agradeció entrañablemente aquel gesto del viejo conde para con él.
Se volvió al pastor y le dijo:
—Y también me alegra la compañía de nuestro buen pastor, que tantas lágrimas de simpatía ha derramado en esta casa.
La manera de expresarse del anciano aumentó la intranquilidad del pastor. Le parecía que solamente un corazón frívolo y mundano podía moverse con tanta facilidad en un ambiente totalmente nuevo, olvidando tan deprisa el antiguo. Educado en un sistema de exámenes y de oposiciones, no estaba preparado para comprender a una raza criada sobre las leyes del azar y de la guerra, adaptada a lo imprevisto y acostumbrada a lo inesperado; una raza para la que el estar seguro de algo no significaba lo más importante de las cosas.
De nuevo vinieron a su mente palabras de la Sagrada Escritura:
—Sí, sí —dijo sonriente—. El agua se cambió en vino en una ocasión. Pero sabéis que nuestros aldeanos dicen: «Los hijos engendrados por el vino terminan malamente». Por este motivo debemos tener recelos de que nuestras esperanzas sean engendradas por el vino. Aunque esto —añadió en seguida—, naturalmente, no es aplicable a los hijos de las bodas de Caná a que me estaba refiriendo.
—En Lariki —dijo el conde—, hay colgada del techo una trompa de caza pendiente de una cadena de hierro. El abuelo de mi abuelo era un hombre de fuerza hercúlea. Por las tardes, cuando llegaba a la puerta, acostumbraba a coger la corneta desde el suelo sin ayuda de nadie. Me he dado cuenta tarde de que pude hacer lo mismo. Luego añadió, pensativo:
—Tal vez Athena pueda hacerlo…
De nuevo llenó los vasos. Luego preguntó a Boris, admirando su uniforme como si su llegada hubiera sido una hazaña:
—¿A qué se debe tu venida a esta casa? ¿Qué te trae a Hopballehus?
Boris sentía la franqueza del anciano reflejada en su propio corazón, como el firmamento se refleja en el océano.
—He venido aquí —dijo— para pedir la mano de Athena.
El anciano le dirigió una larga mirada.
—¿Para pedir la mano de Athena? —exclamó—. ¿Has venido para pedir la mano de Athena?
Estuvo un rato en silencio, conmovido. Luego dijo:
—Los caminos de Dios son extraños y sus designios, inexcrutables.
El pastor Rosenquist estaba nervioso, como si estuviera poniendo en orden cuentas y cálculos meticulosos.
Cuando el conde habló de nuevo parecía cambiado. El alcohol le había hecho efecto y daba la sensación de haber recogido en sus manos las fuerzas todas de su naturaleza. Su equilibrio le había dado fama cuando siendo diplomático en París tuvo un duelo a pistola en el entreacto de su primera tragedia, La Ondina, el día del estreno.
—Boris, hijo mío —dijo—. Tú has venido a cambiar mi corazón. Había vivido con la mirada en el pasado, en espera de esta victoria. Es éste el primer momento que dedico al futuro. Veo que debo bajar del monte para caminar por el llano. Tus palabras me han abierto una gran perspectiva. ¿Qué voy a ser ahora? ¿Patriarca de Hopballehus dedicado a coronar doncellas virtuosas en la aldea? ¿Abuelo ocupado en plantar manzanos? Ave, Hopballehus, Naturi te salutem!
Boris se acordó de la carta de la priora y explicó al anciano por qué se había detenido en Closter Seven. El conde preguntó por la salud de la anciana priora, y ávido de toda clase de papeles y documentos se puso las gafas y quedó absorto leyendo la carta. Boris apuró su copa lleno de satisfacción y felicidad.
Durante la última semana había llegado a dudar de si la vida le depararía alguna cosa agradable. Su recibimiento y acogida en la casa del conde fue una muestra inequívoca de que la suerte estaba ahora de su lado.
Cuando el conde hubo terminado de leer, bajó la carta hasta sus rodillas entre las manos.
Estuvo en silencio durante un largo rato.
Al fin dijo, con palabra solemne y lenta:
—Hijo mío, te doy mi bendición y mi consentimiento. Te doy mi consentimiento y mi bendición, considerándote primero como hijo de tu padre y de tu madre y, en segundo lugar, como el joven que ha amado y perseverado durante tanto tiempo a pesar de todo y de todos. En tercer lugar, Boris, tengo la sensación, y es muy difícil que yo me equivoque, de que has sido enviado aquí por unas manos más fuertes que las de tu firme voluntad.
Una larga pausa en silencio siguió a las palabras del conde. El pastor estudiaba con cuidado los acontecimientos, sin atreverse a emitir juicio alguno sobre el particular. Boris estaba emocionado y esta sublime emoción le impedía hablar.
—Te entrego con Athena la llave de todo mi mundo. Athena —repetía, como si recibiera una alegría especial al pronunciar el nombre de su hija— es como una trompa de caza en mitad de una selva.
Como si algún triste recuerdo de su juventud hubiera venido de pronto a él, añadió casi en un susurro:
—Dieu, que le son du cor est triste au fond du bois.
V
Mientras duró la conversación, fuera se había levantado un fuerte viento, a pesar de que el día había estado sereno y apacible.
La tempestad había llegado con la oscuridad como un animal durante la noche. Silbaba el viento contra las paredes y aleros de la casa y hacía volar las hojas secas caídas en el suelo.
Se oyó a Athena cruzar la explanada y alcanzar corriendo la escalera.
El anciano tenía sus ojos fijos en la cara de Boris. Como si le alarmara algo que él mismo no comprendiese, dijo al joven:
—No le hables esta noche de eso. Tienes que comprender: nuestro amigo el pastor, Athena y yo hemos pasado muchas tardes juntos en este mismo lugar. Hoy también deseamos estar los tres juntos para recordar el pasado y pensar en el futuro risueño que se nos avecina. Deja este asunto a mi cuidado. Yo le hablaré oportunamente. Y tú, querido hijo, vuelve a Hopballehus mañana por la mañana.
A Boris no le parecieron mal las palabras del viejo conde. Cuando el anciano terminó de hablar, entró su hija, todavía con la capa sobre los hombros.
Athena era una muchacha fuerte. Tenía dieciocho años y medía seis pies. Sus proporciones eran hercúleas, y se veía en seguida que podría muy bien levantar un saco de trigo.
A los cuarenta años estaría ya enorme, pero era demasiado joven para estar gorda.
Bajo el cabello, su noble frente lucía blanca como la leche; más abajo, su cara aparecía cubierta de pecas igual que una muñeca. Era muy rubia y muy blanca de piel. Sus ojos claros tenían un cerco oscuro alrededor del iris, como los ojos de las leonas o las águilas; por otra parte, su semblante era pacífico, y su cara redonda tenía la expresión de reserva que suele ser habitual en las personas torpes de oído.
Athena había vivido y se había criado en un ambiente donde se quemaba constantemente incienso en homenaje a la hermosura femenina.
Parpadeó un poco por efecto de la luz y por la inesperada presencia del forastero. Verdaderamente, Boris, con su uniforme blanco de gala, su cuello alto dorado, sus rizos que formaban como un halo a su cabeza, era como un meteoro extraño en la sala en penumbra.
Segura de sí misma permaneció de pie (sobre un solo pie, según era su costumbre habitual) y preguntó a Boris por su tía y las ancianas de Closter Seven. Athena conocía poca gente, pero por aquellas ancianas que la habían aconsejado en tantas ocasiones y le habían dispensado su cariño, sentía, como Boris sabía bien, la misma admiración y respeto que siente un niño por los volatineros vestidos con brillantes ropajes de lentejuelas, trotamundos de feria en feria.
Sin embargo, las ancianas estaban disgustadas por las maneras poco románticas de la joven.
Boris pensaba, mientras hablaba con ella: «Si se casa conmigo será susceptible y se impresionará con mi modo de entender la vida».
El anciano no apartó la mirada de Boris y su hija cuando ambos estuvieron hablando. Le complacía la voz de Boris, dulce y agradable como una canción. Athena pidió a Boris que dijera a la priora que había visto a su mono, pocas noches antes, en la explanada de Hopballehus, sobre el zócalo de la estatua de Venus, en el mismo lugar de un pequeño Cupido ahora roto.
Hablando del mono le preguntó si no le parecía curioso que el abogado de su padre en Polonia tuviera un mono de la misma raza que el de la priora, traído también de Zanzíbar.
El conde comenzó a hablar de los ídolos de Wenden, de cuyo país era originaria su familia, entre los que la diosa del amor tenía cara de mujer hermosa, con espalda de mono. El anciano conde lo comentó con estas palabras:
—¿Cómo llegaron los monos al conocimiento de estas tribus salvajes nórdicas? ¿Es posible que hace mil años vivieran monos en las sombrías selvas de pinos de la fría región de Wenden?
El pastor Rosenquist intervino inmediatamente para contestar:
—No. Eso no es posible. Aquellas regiones son y han sido siempre muy frías. No es posible que en aquellos bosques pudieran vivir monos. Son animales muy sensibles a los efectos del clima. Pero se me está ocurriendo una idea, que tal vez venga a explicar en parte las razones por las que aquella gente tenía conocimiento de los simios. Existen ciertos símbolos comunes entre los paganos. Sería interesante un estudio a fondo de este tema. Tal vez esté ligado a la idea del pecado original.
—Pero ¿cómo sabían —arguyo Athena—, ante la diosa del amor, cuál era el pecho y cuál la espalda?
Boris se despidió. El anciano conde parecía estar apesadumbrado porque Boris se marchaba. Le parecía que estaba portándose con demasiada severidad. Lamentó el mal tiempo que hacía en Hopbalehus, sostuvo unos momentos entre la suya la mano de Boris, y Jijo a Athena que le acompañara hasta el coche.
Por otro lado, el pastor Rosenquist se sentía complacido con la niarcha de una persona que tenía aspecto de ángel sin serlo.
Athena acompañó a Boris hasta la explanada. Su capa, agitada por el viento, proyectaba sobre el piso de grava extrañas sombras, como grandes alas.
Boris sentía verdadera pena por abandonar Hopballehus. Aquel lugar le recordaba los años de su infancia y lo encontraba todo infinitamente mejor que la vida monótona que hacía en el convento. Estuvo en silencio junto a Athena. En el cielo despejado se veían algunas estrellas. Boris preguntó a Athena:
—¿Has pensado alguna vez en las cacerías de osos? No se permite a los niños tomar parte en ellas. Una vez estuve en una de esas cacerías presididas por el conde, tu padre. Murieron dos perros en lucha terrible y peligrosa. Nunca podré olvidar cuando la bestia herida de muerte huía entre los pinos y los helechos, su mirada furiosa fija en sus perseguidores, hasta que finalmente cayó al suelo en un charco de sangre.
Athena contestó, con los ojos en las estrellas:
—Sí, he oído hablar de esas cacerías. La que más me ha llamado la atención es la de la osa que los aldeanos llamaban «Emperatriz Catalina». Devoró a cinco hombres.
—¿Eres aún revolucionaria, Athena? —preguntó Boris—. En cierta ocasión querías cortar la cabeza de todos los tiranos.
El color pálido de la cara de Athena se acentuó.
—Sí… He leído la historia de la Revolución francesa. Me gustaría ver dónde estuvo instalada la guillotina.
Luego recitó unos versos, dando el énfasis conveniente a cada palabra:
O Corse a’cheveux plats, que la France était belle au
grand soleil de Messidor…
Boris no pronunció ninguna palabra, ni hizo comentario alguno cuando Athena terminó su recitado.
Cuando Boris salió de Hopballehus soplaba un fuerte viento. La luna corría por el firmamento entre nubes débiles, y el aire era frío, casi helado. Los faroles del landó iluminaban los árboles, y las sombras se movían a lo largo de la carretera. Una rama seca cayó abatida por el viento enfrente de los asustadizos caballos.
Su pensamiento volvió a los tres que estarían en Hopballehus, y no pudo menos de soltar una carcajada.
A medida que se iba alejando veía en el fondo del valle las luces que se movían como jugando con él; aparecían entre los árboles, y luego desaparecían. Un numeroso grupo de luces apareció de pronto: las de Closter Seven.
Súbitamente tuvo la idea de que algo no iba bien. Extraños poderes parecían ejercer influencia sobre él aquella noche. La sensación era tan fuerte, tan clara, tan distinta, como si una mano helada pasara sobre su piel. Su cabello se erizó. Durante unos minutos estuvo afectado por un temor extraordinario.
En tan extraña turbación de la noche y de la vida de las cosas muertas a su alrededor se sintió, con su landó y sus caballos negros, absurdamente pequeño e inseguro.
Cuando entró en la gran avenida que conducía a Closter Seven vio, a la luz de los faroles, el brillo de dos ojos vivos y penetrantes, que desaparecieron de repente, dejando detrás una pequeña sombra que corrió por la carretera a ocultarse en la espesura del arbolado del convento.
Al llegar supo que la priora se había acostado ya. Le fue servida la cena en el comedor particular de su tía, que había sido decorado de nuevo últimamente. Antes, las paredes estaban blanqueadas, tal vez desde hacía más de cien años. Ahora habían sido empapeladas con dibujos representando escenas orientales. Una joven bailaba bajo una palmera golpeando un tambor, mientras los hombres, con turbantes rojos y azules y largas barbas, la contemplaban. Un mandarín presidía un tribunal de justicia bajo un dosel dorado; y una partida de caza precedida por galgos negros cruzaba una pared.
La priora había hecho desaparecer los candelabros antiguos, sustituyéndolos por lámparas de porcelana azul decoradas con claveles rojos.
En aquella habitación cenó Boris solo. Echó una mirada por la ventana. El viento seguía silbando en el exterior, pero la noche desagradable quedaría oculta bajo las cortinas.
VI
La tía y el sobrino desayunaron juntos. De vez en cuando contemplaban sobre el samovar de plata sus caras curiosamente deformadas. También veían un pequeño sol, pues el día que siguió a la noche de la tormenta apareció claro y sereno.
El viento se había marchado a otras regiones, dejando los jardines de Closter Seven completamente desnudos.
Boris contó a su tía los acontecimientos de Hopballehus, y ella escuchó con gran contento y profundo interés las noticias de los éxitos de su antiguo amigo, y apenas si pudo refrenar su imaginación desbocada tras las glorias futuras del muchacho.
—Creo, querido —dijo—, que ahora Athena deberá viajar y ver algo del mundo. Cuando yo tenía su edad, papá me llevó a Roma y París, y tuve ocasión de conocer y de saludar a muchas celebridades. Es sin duda motivo de placer para un padre anciano poder acompañar a una hija a esos lugares y enseñarle algo de la vida…
—Así es —dijo Boris mientras se servía más café—. Ayer me dijo que quería visitar París.
—Naturalmente —dijo la priora—. La chica no ha tenido un sombrero de París en su vida… En Lariki hay espléndidas ocasiones para la cacería. Abundan los osos y los jabalíes. Me imagino a mi querido sobrino practicando este bello deporte. En Lipnika la bodega está provista de un Tokay que regaló la propia emperatriz María Teresa a uno de los antiguos señores. Athena lo servirá con generosa mano.
Mientras los dos hablaban sobre las posibilidades de un futuro feliz, el anciano Johann entró con dos cartas que habían llegado al mismo tiempo, si bien una de ellas, dirigida a la priora, venía por correo, y la otra, dirigida a Boris, a manos de un lacayo de Hopballehus.
Boris, al levantar la vista, tras haber leído algunas líneas, observó la sonrisa que se dibujaba en la cara de la anciana.
«Estoy seguro —pensó Boris— de que esa sonrisa va a desaparecer tan pronto como se entere del contenido de esta carta».
La carta del conde decía lo siguiente:
Te escribo, mi querido Boris, para participarte que Athena se niega rotundamente a acceder a tu petición. Cojo mi pluma sumido en una pena profunda. Me han dado ganas de cubrir mi cabeza con cenizas, siguiendo el ejemplo de los antiguos.
Tengo que decirte que mi hija ha rechazado tu uniforme, ese mismo que la noche última me pareció el que coronaría las mercedes que el destino está enviando a mi casa. Seguramente no siente repugnancia particular por esta alianza, pero me ha dicho que nunca se casará y que le resulta imposible pensar sobre esta cuestión.
En cierto modo, es justo que sea yo quien escriba esta carta, ya que la culpa es mía y la responsabilidad pesa sobre mí.
Yo que he tenido en mis manos esta vida joven, he hecho de su juventud la antesala de mi sepulcro. Sus años de fuerza y lozanía serán para mí jornadas que me llevarán a la sepultura. A mí y a mi descendencia… Paso a paso, a medida que he ido decayendo, su hombro ha sido mi apoyo y nunca me ha fallado.
Los aldeanos de nuestra provincia dicen en un adagio que ningún niño nacido de legítimo matrimonio puede mirar al sol cara a cara, y solo los bastardos pueden hacerlo. ¡Ah! ¡Hasta qué punto es mi pobre Athena mi hija legítima, la legítima hija de mi raza y de su destino! Tanta es la distancia que le separa de poder mirar al sol, que no tiene miedo a la oscuridad y sus ojos se lastiman con la luz. He hecho de mi joven paloma un pájaro de la noche.
Ella ha sido para mí al mismo tiempo hijo e hija, y en mi imaginación la he visto muchas veces vistiendo las antiguas armas de Hopballehus. Ahora me he dado cuenta, demasiado tarde, que no las estaba usando como san Jorge contra los dragones, sino como Azrael, ángel de la muerte de nuestra casa.
Verdaderamente se ha encerrado dentro de sus ideas y creo que en toda su vida no cambiará de opinión.
Nunca he faltado contra el pasado, y ahora me estoy dando cuenta de que he pecado contra el futuro. Sobre la tumba donde descansará en su día Athena colocaré coronas de flores por aquellas generaciones que no han nacido ni nacerán, y en cuya cara he contemplado, querido hijo, a tus descendientes. Al pedirte perdón lo pediré también a la energía, el talento y la belleza de los laureles y los mirtos perdidos… Las cenizas que yo derramo sobre mi cabeza serán las suyas…
Boris entregó la carta a la priora sin pronunciar palabra. Luego apoyó la barbilla en la mano, observando las reacciones de su tía. Se puso tan pálida y demacrada que temió que fuera a desfallecer. De pronto le subieron al rostro colores como llamas, tal como si alguien la hubiera golpeado con un látigo.
Se sabe que el rey Salomón encerró a los demonios más destacados en botellas, las selló y las envió a los abismos del mar. Allí, en las profundidades de las aguas, su furia se hizo impotente.
«Cosa parecida —pensó Boris— podría ocurrir con la lucha sorda en el pecho de la anciana, sellado también con la cera salomónica Je la educación».
Probablemente la vista le falló y el damasco rojo del salón se tornó negro para sus ojos, pues dejó la carta antes de terminar su lectura.
Con voz ronca y apenas perceptible dijo:
—¿Qué es esto?
Hizo un gesto despectivo, levantó la mano derecha y movió en el aire su dedo índice tembloroso. Luego exclamó:
—¡No se casará contigo!
Boris repitió, tratando de llevar algún consuelo a su tía:
—No se casará, tía.
La priora hizo una mueca de desprecio y a continuación dijo:
—¿No? ¿Es acaso Diana? ¿No habrás hecho un poco el papel de Acteón, mi pobre Boris? Además, todo lo que le has ofrecido, posición, influencia, un futuro risueño y feliz, todo esto, ¿no significa nada para ella? ¿Qué es lo que piensa ser, cuáles son sus aspiraciones?
Miró a la carta, que en su aturdimiento había puesto al revés.
—¿Acaso piensa ser figura de piedra sobre un sarcófago y estar siempre en la oscuridad y el silencio? Aquí tenemos una virgen fanática en plein dixneuvième siècle. Vraiment tu n’as pas de la chance!
Luego concluyó:
—Aquí no hay ningún horror vaccui.
—La ley del horror vaccui —intervino Boris atemorizado, con el buen deseo de distraerla—, no surte efectos más que hasta los treinta y dos pies.
—¿Hasta cuánto? —preguntó la priora.
—Treinta y dos pies.
Se encogió de hombros. Volvió sus ojos hacia él, tiró de la carta que había recibido por correo y estaba medio metida en su bolsillo de seda y la echó al suelo. A continuación habló lentamente:
—Ella no tiene nada ni tú le darás nada. Con toda mi modestia, creo que estáis en paz. Yo misma, después de darte mi bendición no tengo nada que hacer. Esto estaba ya entre las normas de mis antepasados: «Donde no hay nada le Seigneur a perdu son droit». Y tú, Boris, debes volver a la corte, a la reina y su capellán…
Estas palabras impresionaron más a la anciana que al sobrino. Quedó sumida en un profundo silencio. Boris comenzaba a sentirse molesto y deseaba acabar la conversación. Pronto se dio cuenta de que lo que su tía quería era verle sufrir. Era su condición. Cuando se encontraba feliz y a gusto deseaba que todas las personas a su alrededor estuvieran también tranquilas y dichosas. Ahora, torturada, precisaba rodearse de gente también dolorida y triste. Tenía aliados en todas las circunstancias. Boris no se había dado cuenta total de lo que significaba para él la negativa de Athena. Si la anciana machacara sobre este asunto lo único que conseguiría sería echar de nuevo sobre el joven todas las preocupaciones de la semana pasada.
La priora se levantó de súbito, y se acercó a la ventana como si fuera a arrojarse por ella.
En medio de su pena, Boris no podía apartar su pensamiento de las otras dos personas que con Athena formaban la trinidad en Hopballehus.
Tal vez Athena estuviera paseando por los pinares de Hopballehus, con rostro tan descompuesto como la anciana que estaba con él en Closter Seven. En su mente se vio vestido con el uniforme blanco, como una marioneta cuyos hilos fuesen tirados alternativamente por la anciana y la joven. ¿A qué se debía que las cosas significaran tanto para ellas? ¿Qué clase de fuerzas tenían para preferir la muerte a la rendición?
Muy probablemente, él mismo tenía tantos deseos de este matrimonio como nadie, pero aún no había crispado sus manos ni perdido su facultad de hablar. La priora volvió de la ventana y se acercó a él. Estaba totalmente cambiada y en ella no se veían ya sino los restos de una rabia ya pasada.
Parecía venir a coronar a su sobrino. Parecía hasta más ligera en sus movimientos, como si hubiese arrojado por la ventana algún peso y flotara graciosamente una pulgada por encima del suelo.
—Querido Boris —dijo—. Athena todavía tiene corazón. Debe ver a su antiguo compañero de juego de la infancia, darle una oportunidad de hablar y contestarle por su propia boca y por sus propias palabras. Todo esto se lo diré en una carta que enviaré inmediatamente. La hija de Hopballehus tiene sentido del deber. Vendrá.
—¿Adonde? —preguntó Boris.
—Aquí —dijo la priora.
—¿Cuándo? —preguntó Boris mirando despreocupadamente a los lados.
—Esta tarde, a la hora de la cena —dijo su tía.
Reía la priora con sonrisa afable, menuda y juguetona, y su boca parecía cada vez más pequeña, como una rosa en capullo.
—Athena —dijo— no abandonará Closter Seven mañana, sin…
Hizo una pausa corta. Miró a la derecha y a la izquierda y luego dijo:
—Sin ser nuestra.
Boris la miró. Su cara era fresca como la de una muchacha.
—Mi querido hijo —exclamó presa de pasión profunda y noble—. Nada ni nadie podrá interponerse en el camino de tu felicidad.
VII
Esta cena marcó un hito y dio origen a muchos comentarios. Fue servida en el comedor de la priora. Grupos de hombres orientales y danzarinas contemplaron el banquete desde las paredes.
La mesa estaba adornada gustosamente con camelias del naranjal. Sobre el mantel blanco como la nieve y entre los finísimos vasos de cristal destacaban las antiguas copas de color verde que despedían delicadas sombras como el espíritu de un pinar.
La priora vestía túnica de tafetán gris con encajes originales; tocaba su cabeza con un sombrero de encaje blanco, y sus pendientes, diamantes y broches sobresalían con brillo singular.
«La heroica fortaleza de alma —pensó Boris— de las mujeres entradas en años para aparecer hermosas y atrayentes equivale a la fortaleza del hombre recto que trabaja con toda su voluntad aun después de perdida toda esperanza de recompensa por su trabajo».
Los platos fueron exquisitos. Entre ellos, las famosas carpas de Closter Seven, cocinadas y servidas de forma que constituía una especialidad secreta del convento.
El anciano Johann servía vinos en abundancia, y antes de que hubieran llegado al mazapán y la fruta los convidados, una anciana, una doncella y un amante rechazado, tenían todos unas copas de más.
Athena estaba borracha en el recto sentido de la palabra. Había bebido poco vino en su vida y nunca había probado el champán, y con la abundancia de bebidas que la priora había ordenado servir la joven no fue capaz de sostenerse sobre sus piernas. Tenía detrás una larga fila de antepasados que en sus tiempos habían soportado todo el peso de las mesas de roble de la provincia, y ahora vinieron en ayuda de aquel vástago de la raza.
El vino se le subió a la cabeza. Sus mejillas adquirieron un color sonrosado, sus ojos se tornaron alegres y se soltaron las fuerzas de su naturaleza. En su ánimo penetró una sensación de invencibilidad, como un joven capitán entre el fuego enemigo, lleno de valor y moral.
Boris, que sabía beber más y mejor, y que hasta el final permaneció sobrio, estaba borracho de modo más bien espiritual.
Lo más profundamente arraigado en la naturaleza del joven era su pasión por los escenarios en todas sus formas. Su madre tuvo la misma pasión y hubo de sostener duras luchas con sus padres, en Rusia, por su incontenible deseo de dedicarse al teatro. Su hijo no tenía necesidad de luchar ni discutir con nadie. Para él no constituían una necesidad las tablas y luces del proscenio, porque llevaba dentro de sí, en su corazón, el teatro mismo.
Cuando era todavía niño representó en teatros de aficionados diversos papeles de señoras; al famoso director de escena Paccazina se le caían las lágrimas viéndole interpretar el papel de Antígona. El teatro era su vida. Cuando no podía actuar en los escenarios estaba desconcertado y molesto. Solo cuando interpretaba algún papel se encontraba contento. No eludía representar papeles trágicos, y estaba siempre dispuesto a intervenir en alguna obra sentimental si alguien se lo pedía.
Había algo en su forma de pensar que molestaba a su madre, a pesar de sus antiguas simpatías y afición al teatro. Tenía sospechas bien fundadas de que su hijo renunciaría en cualquier momento a la brillante carrera de oficial.
«Le conozco muy bien —pensaba— y sé que está dispuesto a abandonarlo todo por el teatro. He pensado incluso que este hijo llegará a representar papeles trágicos en la vida real, si abandona su brillante carrera».
En muchas ocasiones quiso gritarle: «¡Oh!, hijo mío. Estimas en muy poco a la impopularidad, el exilio y la muerte…».
Esta noche Paccazina se hubiera deleitado con él. Nunca había actuado mejor. Aparte de la gratitud y reconocimiento a su madrina, se propuso actuar lo mejor que le fuera posible. Se colocó su disfraz con sumo cuidado, cambiando su uniforme por un traje negro que consideró más apropiado a su papel. Siempre había preferido el de amante desgraciado al de amante feliz. El vino le ayudó como le ayudaron sus compañeros de representación, incluyendo al viejo Johann que mostraba un discreto aire de felicidad. Ya estaba en las tablas, el telón se había alzado, todo momento era precioso, no necesitaba apuntador.
Cuando vio a Athena sintió complacencia por su jeune premèire de la noche. Ahora que estaban juntos sobre el escenario, la leyó como un libro.
Comprendió perfectamente la honda impresión que causara en el ánimo de la muchacha su proposición. No la había halagado en absoluto, y probablemente en el momento que su padre le confió el motivo de la visita de Boris se pondría airada y rabiosa. El hecho de que algún ser humano penetrara en el orgulloso aislamiento de su vida la conmocionó. Él estaba de acuerdo con ella sobre esto. Habiendo vivido toda su vida con gentes que nunca estaban solas, se hizo sensible al ambiente de soledad de Athena.
A veces le había acontecido estar por la noche completamente solo, soñando, no en cosas o personas familiares y conocidas, sino en escenas y gentes de su propia creación. Luego acariciaría el recuerdo de aquellas noches y aquellos sueños.
Lo que en este momento aturdía y preocupaba a la joven era que el enemigo se estaba acercando a ella de manera suave y que el ofensor estaba pidiendo consuelo. Cuando Boris se percató de los sentimientos que bullían en la mente de Athena, acentuó más la suavidad y la tristeza de su comportamiento.
Era a esto a lo que temía Athena, por creer que en ello había una extraña e irresistible atracción.
«Es dudoso —pensó Boris— que haya venido esta noche a Closter Seven por móvil alguno, a no ser por temor. Pero ¿de qué o por qué va a estar atemorizada? ¿Acaso será por buscar la felicidad de mi tía y yo?».
La súplica que hacía Athena era la siguiente:
—Líbrame, Señor, de tener éxitos en la corte, de ser una novia feliz y de ser madre de una familia numerosa.
Boris, como actor trágico de alto nivel, le aplaudió.
Por la cara de la priora, Boris comprendió que sobre la muchacha estaba impreso algún peligro desconocido. Anteriormente la anciana había sido su amiga, aunque amiga severa. La mayoría de las cosas que la muchacha había dicho o hecho habían caído mal en el convento, y ella se había dado cuenta de que la anciana priora en forma benevolente había querido ganarla para su causa. Esta noche los ojos de la anciana se posaban sobre ella con dulce contento. Athena recibió sonrisas tan dulces y halagadoras como caricias.
Esta clase de incienso ofrecido a ella individualmente era tan desconocida para Athena como el champán que por primera vez vio sobre la mesa, y como ahora se veía rodeada de todos sentía dificultad al respirar en el comedor confortable de Closter Seven, y llegó a tener dudas de que la puerta que había detrás de ella estuviera abierta para en un momento huir a los montes de Hopballehus.
Boris, que sabía mucho, levantó sus pestañas, suaves como hojas de mimosa, y fijó la vista en su rostro. ¿No le había llamado su propio padre pájaro nocturno? ¿No había dicho que sus ojos se lastimaban con la luz?
Ahora iba él mismo, lentamente, caminando de espaldas a ella. Llevaba una especie de candelabro que lanzaba destellos sobre su sombra. Parpadeó un poco ante la luz, pero siguió.
La priora estaba embriagada de gozo y alegría interna y secreta, misterio para los dos convidados de aquella noche.
Johann iba retirando los platos de la mesa. Los lujosos adornos de las paredes, de estilo oriental, parecían reflejar sobre todo el amplio salón una luz y un resplandor extraños.
Hubo momentos en que nadie se atrevió a hablar. El silencio era ininterrumpido. Unicamente se oía el ruido de la vajilla, al ser retirada de la mesa por Johann.
La cena había terminado.
La anciana miraba a Boris y a la hija de su vecino de Hopballehus.
De vez en cuando pasaba su pañuelo de encajes, pequeño y delicadamente perfumado, por su boca o por sus ojos.
VIII
—Mi bisabuela —dijo la priora en el curso de la conversación— fue, durante su segundo matrimonio, embajadora en París, donde vivió veinte años durante la Regencia. Escribió en sus memorias que durante la Navidad de 1727 la Sagrada Familia vino a París y permaneció allí doce horas. Todo el establo de Belén fue trasladado misteriosamente; hasta el pesebre y los cacharros en que san José preparaba bebida para la Santísima Virgen fueron trasladados al jardín de un pequeño convento, llamado del Espíritu Santo. También fueron transportados el buey y el asno, juntamente con la paja y el suelo. Cuando las monjas transmitieron la noticia del milagro a la Corte de Versalles, las autoridades prohibieron su difusión. El regente fue con gran pompa, con todas sus joyas en compañía de su hija la duquesa de Berry, del cardenal Dubois y de un número muy reducido de señoras y caballeros de la corte, a rendir homenaje a la Madre de Dios y a su santo Esposo.
La narración de la priora atrajo poderosamente la atención de los dos jóvenes:
—Mi bisabuela fue autorizada, debido a la estima en que se le tenía en la corte, a unirse a la comitiva como única extranjera, y conservó hasta los últimos momentos de su vida el manto de brocado y el vestido de cola que vistió en aquella ocasión.
»El regente quedó profundamente conmovido ante aquellas nuevas. A la vista de la Santísima Virgen entró en un éxtasis extraño. La belleza de la Madre de Dios era sin igual, sin parecido alguno con esas bellezas terrenas que despiertan bajos deseos. Nunca el duque de Orleans se había impresionado tan profundamente; quedó ensimismado, como aturdido, sin saber qué hacer. En medio de su aturdimiento tuvo la osadía de rogar a la Santísima Virgen que acudiera a una cena que se organizaría en su honor en casa de los Berry, donde se serviría una comida y un vino como nunca se habían visto hasta entonces. Añadió que haría asistir a la cena al conde de Noircy y a madame de Parabére.
»La duquesa de Berry estaba en aquel tiempo en lenguas de la gente por culpa de su padre, el regente. Se postró a los pies de la Santísima Virgen y oró con profundos sollozos de arrepentimiento: «Virgen dulcísima, perdóname. Sé que es un pecado imperdonable, pero ten en cuenta la corrupción en que está sumida la corte».
Fascinada por la belleza divina del Niño, secó cuidadosamente sus lágrimas y pidió permiso para poder tocarle. «Como fresas y crema —exclamó—, como fresas purísimas y divinas».
»El cardenal Dubois oró ante san José con todo recogimiento. Sabía que este santo sería siempre oído.
»El regente se inclinó hacia mi bisabuela y entre lágrimas le gritó: «He pedido cosas imposibles y creo que hasta absurdas. Sé que ella no asistirá a la invitación que le he hecho».
»Devoto, se postró con toda humildad a los pies de la Santísima Virgen y oró de nuevo: «¡Oh!, Señora. Vos que sois dechado de perfección y belleza, que sois la recopilación de todas las virtudes, decidme qué he de hacer para salvarme».
»Así acababan las memorias de mi bisabuela.
Hablaron sobre viajes y la priora les entretuvo con historias agradables de sus años jóvenes. Estaba muy alegre. Su cara aparecía fresca bajo el encaje de su sombrero. De vez en cuando hacía un gesto que le era peculiar. Consistía en arañarse la cara con el dedo meñique.
Miró a Athena con aire de complacencia y dijo:
—Eres feliz, mi pequeña amiga. Para ti el mundo es como una novia y cada descubrimiento particular significa una sorpresa y un deleite. Nosotras, que hemos celebrado ya nuestras bodas de oro con la vida, somos más prudentes.
—Me gustaría —intervino Athena— ir a la India, donde el rey de Ava está luchando con el general inglés Amhurst. Según me ha contado el pastor Rosenquist, tiene en su ejército tigres adiestrados para luchar contra el enemigo.
Excitada derramó el vaso y el vino manchó el mantel.
Boris no quería hablar del pastor Rosenquist. Creía ver en él un antagonista. Le agradaba mucho más hablar de otras personas. Así, deseoso de cambiar el tema de la conversación, dijo:
—Me gustaría ir a una isla abandonada, para vivir allí alejado de la gente. No hay nada por lo que sienta más vehemente deseo que por el mar. La pasión del hombre por el mar —siguió con los ojos puestos en Athena— no es egoísta. No puede cultivarlo, no puede beber sus aguas, muere en él. A pesar de todo, alejado del mar se siente que el alma desfallece, como una medusa en tierra seca.
La priora cambió su rostro amable para decir:
—¡Al mar! ¡Ir al mar! ¡Nunca jamás!
El disgusto hizo subir la sangre a sus mejillas, que se enrojecieron mientras los ojos le brillaban. Boris se impresionó por la aversión de todas las mujeres hacia las cosas náuticas. Cuando era niño tuvo la tentación de ser marinero.
«No hay cosa —pensó— que enfurezca más a una mujer que un tema sobre el mar. Desde el momento en que llega a su nariz el olor del agua salada, lo maldicen y se encolerizan. Tal vez el procedimiento para que la mujer se mantenga en orden y observe todos los preceptos de la moral sea la pintura marítima, como si fueran recuerdos del infierno. No temen el fuego, al que consideran como un aliado. Pero hablarles del mar es como hablarles del demonio. Cuando llegue la era del mandato de la mujer y la tierra se haga inhabitable para el hombre, éste tendrá que acudir al mar en busca de paz, sabiendo que las mujeres no le seguirán en modo alguno».
Les fue servido un budín al que la priora añadió unos clavos de especia.
—Da olor y gusto muy agradables. La fragancia del clavo crece increíblemente, lo mismo bajo el sol del mediodía que cuando la brisa de la tarde se extiende por toda la tierra. Probadlo. Es incienso para el estómago.
Athena, en consonancia con las costumbres de la provincia, preguntó a la anciana priora:
—¿De dónde viene ahora la brisa, mi señora tía?
—De Zanzíbar —repuso la priora.
Una tierna melancolía pareció apoderarse de ella, mientras se hundía en profundos pensamientos. Boris, entretanto, estuvo mirando a Athena y dejó que una fantasía se apoderara de su ánimo. Pensó que debía tener un esqueleto hermoso. Yacería alguna vez en la tierra como una pieza de encaje sin igual, obra de arte en marfil, y dentro de cien años sería descubierta para trastornar la cabeza de los arqueólogos. Cada hueso estaba en su lugar, finamente modulado como las cuerdas de un violín.
Menos frívolo que el libertino antiguo y tradicional, Boris pensó y creyó que con ella sería muy feliz, y que debía enamorarse ciegamente. Luego la imaginó cabalgando en un hermoso corcel blanco, o luciendo largos vestidos por los salones y las galerías de la corte, tocando su cabeza con la tiara familiar que ahora estaba en Polonia.
La priora dijo:
—El rey de Ava tenía en la ciudad de Yandabu, según me han contado, una casa de fieras. Como en todo su país no encontraba más que elefantes de la India, el sultán de Zanzíbar le obsequió con un elefante africano, más grande que las bestias indias. Realmente, animales maravillosos. Son los que dominan a su antojo en las extensas mesetas del África Oriental. Los comerciantes en marfil que venden sus enormes colmillos cuentan anécdotas de su fortaleza y ferocidad. Los elefantes de Yandabu y los hombres encargados de su cuidado estaban aterrados del elefante del sultán, como África asusta siempre a Asia, y al final consiguieron del rey que le encerrara solo en una jaula de gruesos barrotes dentro de la casa de fieras.
»Desde entonces, en las noches de luna, toda la ciudad de Yandabu se agolpaba para ver las formas descomunales de África. Los nativos de Yandabu llegaron a creer que las sombras de estos enormes elefantes podían profundizar hasta el fondo del océano y volver de nuevo a la superficie. Nadie se atrevía a salir fuera de la ciudad después de caer la noche, aunque sabían muy bien que nadie podría romper la jaula del elefante cautivo.
»Los corazones de los animales en jaulas —afirmó la priora— se ablandan y desmenuzan como si la sombra de los barrotes fuera una parrilla. ¡Oh! ¡Los corazones ablandados y desmenuzados de los animales metidos en jaulas!
Hubo un corto silencio. Luego con risita fingida que se adivinaba en su tono de voz, añadió:
—Pero les está bien merecido a esa clase de elefantes. En su país ejercen una tiranía cruel y despiadada. Los demás animales tienen que ceder siempre y retirarse a su paso.
—Y ¿qué sucedió con el elefante del sultán? —preguntó Athena.
—Murió —respondió la anciana mordiéndose los labios.
—¿En la jaula?
—Sí, en la jaula.
Athena se recostó sobre la mesa con las manos cruzadas adoptando exactamente la misma actitud del anciano después de leer la carta de la priora. Miró alrededor de la habitación. Su cara tenía un color marfileño. Estaba terminando la sobremesa y los tres tenían casi vacíos sus vasos de champán. Con aire sumiso y cansado dijo:
—Con vuestro permiso, querida tía, me iría a dormir. Estoy muy cansada.
—¿Qué? —dijo la priora—. No tienes derecho a privarnos del placer de tu compañía, mi nuez moscada. Soy yo la que me retiro ahora mismo. Deseo que vosotros dos, como dos viejos amigos, charléis un rato juntos y a solas esta noche. Seguramente prometiste a Boris eso mismo.
—Sí, pero mejor será dejarlo para mañana por la mañana, porque ahora creo que he bebido demasiado. Mi mano no se mantiene quieta cuando la pongo sobre la mesa y yo misma me encuentro notablemente excitada. El vino, el tema de las conversaciones, o las dos cosas al mismo tiempo, han hecho que yo me encuentre en este estado de nerviosismo y cansancio.
La priora miró fijamente a la muchacha. Boris pensó que tal vez su tía no debería haber hablado de las jaulas, que había dado su primer faux pas.
Athena miró ahora a Boris. Éste notó en seguida que había conseguido un ligero éxito. Adivinó en su mirada que Athena sentía pena de apartarse de él.
Probablemente también ella se diera cuenta de que aquello suponía una retirada de la batalla; lo sentía, pero en aquellas circunstancias consideró mejor moverse. Boris sintió su mirada en el pecho como una condecoración recibida antes de la batalla. No era una condecoración definitiva, pero en esta campaña no podía esperar más.
La muchacha dio a la priora las buenas noches, hizo un saludo reverente y salió. La priora se volvió a su sobrino con agitación y le dijo:
—No dejes que se marche. Sigue detrás de ella. Cógela. No pierdas el tiempo…
—Dejémosla que se vaya sola —dijo Boris—. Esa muchacha ha dicho la verdad.
La doble rebelión de los jóvenes cuyas vidas estaba tratando de arreglar y unir, parecía que haría perder a la priora el juicio. Boris y ella permanecieron juntos en el comedor unos cinco minutos más.
Cuando Boris pensó más tarde sobre aquello, le pareció que todo se había realizado como en una especie de pantomima.
La priora estaba quieta, con la mirada en el joven sobrino. Boris no sabía si la primera reacción de su tía sería matarle o estrecharle cariñosamente entre sus brazos. Pero no sucedió ninguna de las dos cosas.
Cuando pasaron unos minutos buscó en su bolsillo, sacó la carta que había recibido por la mañana y se la entregó a Boris para que la leyera. Ésta fue la última sacudida mortal sobre el joven.
Había sido escrita por una amiga de la priora, primera dama de honor de la reina. Con profundo dolor y compasión para la anciana priora, daba cuenta de las últimas novedades de la capital. El nombre de Boris había sido llevado y traído de sitio malo a sitio peor. Particularmente, señalado por el capellán de la corte como uno de los más destacados corruptores de la juventud.
Era evidente que en tales momentos el joven estaba al borde del abismo, y que si no llevaba a efecto su matrimonio se vería en la precisión de desertar o de desaparecer.
Estuvo unos momentos pensativo sin saber qué decidir. Su rostro estaba pálido por el dolor. Sus sentimientos se levantaban airados contra el hecho de haber sido transportado de su papel de artista durante la cena con su tía, a la realidad que detestaba de todo corazón.
Cuando levantó la vista para devolver la carta a su tía, vio que estaba de pie junto a él. Levantó una mano manteniendo el codo pegado a su cuerpo, y señaló hacía la puerta.
—Tía Cathinka —dijo Boris—. Tal vez no sepas o no quieras saber que hay un límite en la fuerza de voluntad de un hombre.
La anciana no habló. Estuvo unos momentos mirándole fijamente. Luego extendió su mano pequeña, delicada y seca y tocó suavemente la cabeza de Boris. Pasados unos minutos se dirigió a un mueble y cogió una botella y un vaso pequeño. Llenó éste cuidadosamente, lo ofreció e hizo dos o tres movimientos de aprobación con la cabeza. Él lo apuró con una manifiesta desesperación.
El vaso había sido llenado con un licor de color de ámbar. Tenía un gusto acre y rancio. Acres y rancios eran también los ojos de color de ámbar de la mujer que le miraba desde el borde del vaso.
Después que Boris bebió, la anciana dibujó en su rostro una sonrisa. Habló Boris, muy extrañado. No pudo luego comprender el significado de las palabras de su tía:
—Ayúdale ahora, buen Faru.
Cuando Boris abandonó la habitación, la priora cerró la puerta tras él.
IX
«Tal vez —pensó Boris— el camino de las lágrimas sea ahora el más corto y seguro para conmover su orgulloso corazón».
Recordó los cuentos de antiguas cuadrillas de verdugos en el siglo XII de Europa. Llevaban consigo todos los atributos de la profesión: las temibles empulgaderas, instrumento que servía para dar martirio apretando los dedos pulgares; los látigos, cadenas y tenazas. Se decía que estas gentes tenían una extraña facilidad de llorar cuando querían.
«Sí —decía Boris para sí—. Pero yo no he colgado ni desollado, ni quemado a nadie para lograr eso. Tendré, como todos los hombres, algún instinto malo más o menos desarrollado, pero soy solo una persona demasiado joven, tal vez un aprendiz de verdugo, y no he alcanzado todavía la virtud de llorar en el momento que quiera».
Caminó por el pasillo blanco que conducía a la habitación de Athena. A mano izquierda había una fila interminable de retratos antiguos, y a mano derecha los altos ventanales. El piso era de losas de mármol blanco y negro; todo tenía para él un hondo sentido de seriedad a la luz de aquella noche.
El silencio era absoluto. A sus oídos llegaba el ruido de sus propios pasos, fatal para otros y para él mismo.
Se acercó a mirar por una de aquellas ventanas. La luna estaba clara y fría en lo alto del firmamento, y los árboles del parque y las praderas aparecían envueltos en una neblina plateada.
Allí fuera tenía todo el universo azul, lleno de cosas grandes y entre las que no era menos la tierra navegando por el espacio.
«¡Oh, mundo! —pensó—. ¡Oh, universo inmenso y oculto para la investigación actual del hombre! ¡Oh, Dios todopoderoso, que has dotado al género humano de estas portentosas maravillas, en las que es posible ver tu obra, fuera del alcance de la mente humana!».
Boris permaneció algún tiempo mirando fijamente las estrellas. La quietud de la noche, la pálida luz de la luna y su mente enfebrecida le llevaron al recuerdo de estos versos, que hacía ya muchos años había aprendido y tenía casi olvidados:
Atena, mi amada sublime, por invitación de Apolo
Vengo aquí a tu lado.
Con mucha experiencia y muy probado en muchas cosas.
Como una casa habitada por desconocidos, extrañamente cambiado.
De esa forma he viajado hasta muy lejos, por la tierra y por el mar…
Había llegado a la puerta de la habitación de Athena. Volvió el tirador y entró. De todos los recuerdos que Boris conservaría luego de esta noche, la imagen de la luz y colores del pasillo iluminando la habitación sería el que más duraría en su memoria.
La habitación destinada a los huéspedes de la priora era grande y cuadrada. Estaban bajadas las persianas. En la sombra resplandecía el carmesí de la rica colcha que cubría la cama. Había en el centro de la estancia dos grandes lámparas en globos color de rosa, solícitamente encendidas por la doncella de la priora.
El piso tenía una alfombra color de vino y con rosas bordadas. Toda la habitación estaba llena de olor de incienso y de flores. Un gran ramo adornaba la mesilla junto a la cama.
Boris miró confundido de un lado a otro. De súbito tuvo una idea con la que comparó su estado actual. En tiempos había tenido gran afición a las corridas de toros, reliquia de una de las primeras visitas que hizo a Madrid.
Le era muy familiar la imagen del toro saliendo a la luz deslumbrante del ruedo desde la oscuridad del chiquero.
De esta forma pensaba que había sido lanzado él desde el pasillo dentro de aquella atmósfera y aquel ambiente color rojo. La sangre se le amontonaba en el cerebro. Apenas se daba cuenta del lugar en que se encontraba.
Con respiración desfallecida se preguntó si no sería todo debido a los efectos de alguna poción que le hubiese dado la priora. Ahora mismo no sabía si Athena era el caballo que sería arrastrado fuera del ruedo corneado por el toro, o el matador que tendría a su cargo aniquilar a la fiera bestia.
De cualquier forma, sabía que en aquel ruedo no encontraría nadie que saliera en su ayuda. Athena estaba de pie en medio de la habitación. Se había cambiado de ropas. Parecía un marinero joven dispuesto a baldear su barco.
Se volvió y le miró fijamente, sin hablar.
Boris temía que no pudiera contenerse sin soltar grandes carcajadas. Esta facilidad suya para reír le había ocasionado muchos fracasos en situaciones tiernas. Pero en estos momentos no corría semejante riesgo. Tenía tanto respeto y formalidad ante la muchacha como era de desear.
Cuando Boris se calmó y se dio cuenta plena del lugar en que se encontraba, se acercó a Athena, la cogió por una de sus muñecas y la atrajo hacia sí. Sus respiraciones se habían encontrado y los dos enseñaban los dientes, en una especie de sonrisa o de reto.
—Athena —dijo—. Te he amado durante toda mi vida. Sabes muy bien que sin ti, sin tu amor, desapareceré y no quedará de mí vestigio alguno. Ayúdame a levantarme, sácame del abismo. Ten compasión de mí.
Por unos momentos los ojos claros de la muchacha le miraron aturdidos. Luego se empinó como una serpiente preparada para el ataque. El hecho de que no intentara gritar en demanda de socorro obedecía a que ella tenía un conocimiento más claro de la situación y sospechaba que no tenía amigos en la casa que pudieran acudir en su defensa. O tal vez su pecho joven abrigara un claro deseo de combate y de lucha.
Sin dejar pasar un momento, fue ella la primera. Su puño rápido y vigoroso le hirió en la boca, alcanzando dos dientes. El dolor, el olor y el gusto de sangre le obligaron a retroceder unos pasos. Esto dio ánimos a Athena, que se dirigió a él dispuesta a golpearle nuevamente. Boris reaccionó y los dos se unieron en abrazo de vida o muerte.
Al mismo tiempo el corazón de Boris adquirió un entusiasmo incontenible, y cantó en voz alta como un pajarillo que lograra subirse a lo más alto de un árbol para una vez allí deshacerse en trinos melodiosos.
Nada más feliz podía haberle acontecido. No sabía cómo resolver aquel conflicto, pero confiaba. Así como la costa va quedando atrás, lejos del barco que se dirige a alta mar, de la misma manera todas las preocupaciones que rodeaban la vida de Boris se iban alejando. Su existencia le había dado muy pocas oportunidades para enfurecerse.
Su alma sonreía y se regocijaba como la de aquellos antiguos teutones para los que la codicia de la ira y del enojo constituían la más Jta voluptuosidad, y quienes la mayor gracia y favor que pedían y esperaban conseguir en su paraíso era la capacidad de poder ser matados una vez por día.
Nunca había luchado con ningún otro joven como lo hizo con ella ahora. Todos los cazadores saben que hay diferencia entre la cacería del jabalí y la del búfalo, por peligrosos que puedan ser, y la cacería de los carnívoros, los cuales si viene al caso se comerán a uno de su especie al final de la contienda.
Boris, en una visita que hizo a sus familiares rusos, vio a un caballo ser devorado por una partida de lobos. Ninguno de los elefantes furiosos y salvajes que describió la priora despertaron en el joven un sentimiento de horror tan profundo como el que le produjo la escena de los lobos comiéndose al caballo.
Le llenaba totalmente el amor antiguo y salvaje. El que no se consigue con simpatía sino se inspira en el contraste y en la adversidad. Una de las lámparas perdió el equilibrio y cayó al suelo haciéndose añicos. Entonces la lucha se estabilizó. Cesaron de perseguirse y estuvieron agarrados, inclinándose hasta que encontraron su punto de apoyo. El nivel y el equilibrio del uno dependía en tal manera del otro que nadie podría claramente conocer dónde comenzaba y dónde terminaba el del adversario.
El aliento de Athena sobre la cara de Boris era fragante como una manzana. La sangre seguía acudiendo a su boca. La joven no tenía esa inspiración o instinto tan femenino de arañar o morder. Como una osa joven, fiaba en su fortaleza y en su peso. Contra los intentos de Boris para hacerle doblar las rodillas, permaneció recta y erguida como un árbol. En un rápido movimiento llegó con sus manos a la garganta del joven. Él la estaba aguantando con coraje. Su actitud era la de un guerrero mientras toma un juramento solemne y vital. No había conocido nunca el poder de sus manos y de sus puños. Jadeante, con la boca llena de sangre, veía que toda la habitación le daba vueltas. Frente a él se movían manchas rojas y negras.
En estos momentos inició un supremo esfuerzo para conseguir el triunfo final. Atrajo la cabeza de la joven con la mano que tenía detrás de su nuca, y apretó la boca contra la suya. Sus dientes tocaron con los de la joven.
Instantáneamente sintió en todo su cuerpo el efecto terrible qUe su beso produjo en la muchacha. Nunca había sido besada ni había oído nada sobre el beso. La impresión que le hizo obligó a la sangre a subir a su rostro como si el joven Boris le hubiera propinado un violento puñetazo. Su cuerpo quedó rígido. Entonces toda la fuerza que había desplegado durante la lucha comenzó a ceder, como cede y se retira una ola cuando choca con el bañista.
Sus ojos apagados, su cara marchita y pálida como de una muerta, produjo a Boris una impresión deprimente. La joven cayó al suelo tan de improviso que también él cayó con ella, como un náufrago atado a un peso.
Lleno de temor se incorporó pensando que estaba muerta. Cuando se dio cuenta de que vivía, su espíritu sintió consuelo y alivio. La levantó con dificultad y la llevó como pudo hasta la cama. Ella estaba como la estatua de piedra de algún caballero caído en la lucha.
Su cara conservaba la impresión de un disgusto horrible. Boris, inmóvil y aturdido, la observó unos segundos. No sabía que su cara tenía la misma expresión que la de Athena. La presencia allí mismo en carne y hueso del capellán de la corte no le hubiera conmovido tanto. Su espíritu estaba tan abatido como el de ella. Ya no quedaba en él señal o efecto alguno del vino, ni de la poción de amor que le pudiera haber dado a beber la priora. Tal vez la poción estuviera calculada solamente para realizar un gran esfuerzo. Se limpió la boca ensangrentada y abandonó la habitación.
Ya dentro de la suya, esperaba oír los gritos de socorro que Athena lanzaría al despertar, llorando por su inocencia perdida. Se reía en la oscuridad y le pareció oír en la casa el eco de una risa lejana y penetrante.
X
A la mañana siguiente la priora mandó llamar a Boris. Estaba asustado cuando la vio. Se preguntaba qué clase de pesadillas había sufrido su anciana tía durante la noche para haberla dejado privada de su habitual vigor y energía.
«Si todo esto —pensó Boris— va a seguir adelante, mucho me temo que se consuma entera. Pero probablemente tenga yo peor aspecto que ella».
En efecto, a pesar del evidente ánimo deprimido de la priora, se forzaba por aparentar alegría por haber logrado, según ella pensaba, dominar a su sobrino.
Le pidió que se sentara, y luego, fingiendo voz de circunstancias, le dijo:
—También he mandado llamar a Athena.
Boris estaba contento de que no le hubiera hecho ninguna pregunta. Tenía la boca hinchada y le dolía cuando intentaba hablar. Mientras esperaba pasó por su imaginación el recuerdo del vizconde de Valmont que amó de passion les mines de lendemain.
«¿Estas circunstancias extraordinarias habrían puesto en los ojos de aquel antiguo conquistador un cierto encanto adicional, o por el contrario, habría considerado el valor romántico de esta situación como despreciable?».
La llegada de Athena puso fin a sus reflexiones.
Vestía la misma ropa con que Boris la vio en Hopballehus, y todo daba a entender que estaba preparada para la marcha. Verdaderamente daba la sensación de haber dado ya la espalda a Closter Seven y estar fuera de allí.
Su mirada conmovió intensamente al joven. Parecía seguir igual a como la había imaginado él la noche anterior. En realidad tenía sobre sus hombros la cabeza de una muerta. Sus ojos hundidos en negras cavidades despedían un fulgor pálido. Había abandonado su costumbre habitual de sostenerse sobre un solo pie; indudablemente se había dado cuenta de que en aquellas circunstancias requería el apoyo de los dos para mantenerse firme y en equilibrio.
Examinada detenidamente por la priora, que reflejaba en las facciones de su rostro una agudeza y perspicacia extraordinarias, le pareció que tal vez fuera una acusada que terminaran de sacar de algún calabozo o de los potros del tormento.
Boris pensó si sería mejor contar a su tía las cosas tal y como habían acontecido, y asegurarle que no le había hecho daño alguno ni sería probable que jamás se lo hiciera; en efecto, ella había salido de su prueba de fortaleza con todos los honores. Pero creyó que no sería conveniente.
«Si se prepara uno mismo —consideró— para levantar un gran peso y resulta engañado por un cartón pintado, los brazos quedan descoyuntados. Pero yo admiro y pondero en todo su justo valor su armazón y me considero entre las últimas personas que deseen que esto le acontezca a ella. Mejor es que levante el peso».
Como el artista que al pasar su obra por el crisol la encuentra falta de metales, y recoge el oro y la plata de sus propios tesoros, juntamente con los tesoros y alhajas de sus mujeres, para acrecentar su obra, así Boris había arrojado todo su ser, cuerpo y alma, en los fatales crisoles de su naturaleza. Era ella la que podía pensar de todo esto como le pluguiera.
La priora miró primero a uno y luego a otro. Pasado un breve período de observación en silencio habló a la muchacha; su voz tenía un acentuado matiz de dureza y melancolía:
—He sido informada por Boris de todo cuanto sucedió anoche en esta casa. No le puedo perdonar este hecho atrevido e innoble. Tales procedimientos son horribles y repugnantes. Pero sé que estaba bebido, y que también un arrepentimiento a tiempo hecho con sinceridad atenúa y hasta hace desaparecer la culpabilidad del crimen. Pero tengo que preguntarte una cosa, Athena: ¿cómo es posible que tú, una muchacha de tu sangre y de tu formación, haya llegado a hacer lo que has hecho? Tú, que debías conocer mejor tu propia naturaleza y debilidad, nunca deberías haber venido aquí.
Athena con la mirada fija en la anciana priora, contestó:
—No, no, mi señora tía. Yo vine aquí porque vos me invitasteis, y porque me dijisteis que era mi obligación venir, obedeciendo vuestras órdenes. Ahora voy a marcharme de esta casa, y si no creéis preciso volveros a acordar de mí, podéis hacerlo. Yo me atrevo a deciros que tal vez no necesite tampoco de vuestro recuerdo.
—¡Oh, no! —dijo la priora malhumorada—. No puedes hacer tal cosa. Es para mí terrible y de una tremenda responsabilidad que haya sucedido esto precisamente dentro de las paredes de Closter Seven. Me conoces muy poco si crees que no voy a dar a esto una justa reparación. ¿Es que crees que voy a tener tan en poco aprecio la amistad de tu padre? Hasta que no haya sido expiado y reparado debidamente este delito, no partirás.
Athena guardó silencio, como aprobando las palabras de la priora. Luego, con ánimo resuelto y atrevido hizo esta pregunta:
—Pero ¿cómo va a ser reparado?
—Debes dar muchas gracias al Todopoderoso, hija, de que Boris tiene todavía un alto sentido del deber. Se casará contigo ahora mismo.
Con estas palabras disparó a su sobrino una mirada dura e inteligente, que le dejó aturdido como si le hubiera golpeado.
—Sí. Pero yo no me casaré con él —repuso Athena inmediatamente.
La cara de la priora brillaba con resplandor muy vivo. Con voz aguda y penetrante preguntó a la muchacha:
—¿Cómo es posible que rehúses un ofrecimiento honroso, que cuenta además con la plena autorización y bendición de tu padre, y que ocultaría el pecado cometido anoche?
—No creo que importe que haya sido cometido de noche o de día.
—¿Y si tienes un niño? —gritó la priora.
—¿Qué?
La priora venció su pasión manifiesta con una admirable fuerza Je voluntad.
—Te compadezco al mismo tiempo que te condeno. Dime, joven desafortunada, ¿qué va a ser de ti si tienes un niño?
Athena se encontraba ante una situación muy difícil; su mundo se tambaleaba evidentemente. Estaba como el soldado en una posición bajo un fuerte fuego enemigo. A pesar de todo se mantenía firme y resuelta:
—¿Qué? ¿Cómo puedo yo tener un niño por lo ocurrido la noche pasada?
La anciana la miró duramente.
Después de unos momentos dijo a Athena, mostrando en sus palabras una afabilidad que le era muy característica cuando las circunstancias le exigían una labor de persuasión.
—Athena, hija mía, siento tener que hablarte en estos términos, pero las circunstancias me lo exigen, y creo que nada de lo que voy a decirte va en perjuicio tuyo. Tú sabes mi amor hacia ti; sabes la entrañable amistad que me une con tu querido padre; sabes que nuestra vecindad siempre fue afable y buena. Hija mía, me creo en la obligación de advertirte que es preciso destruir en ti los últimos restos de inocencia que aún puedan morar en tu alma. Hija mía…, es muy probable que tengas un hijo…
Nadie se atrevió a hablar cuando terminó la priora su disertación. Los tres se miraron mutuamente, y los tres retiraron rápidamente las miradas como presas de alguna sensación extraña.
La priora esperaba con avidez alguna palabra de los labios de Athena. Llegó a pensar que su victoria estaba asegurada. Athena, por fin, respondió con estas palabras inesperadas:
—Si tengo un niño mi padre le enseñará astronomía.
Boris apoyó los codos sobre la mesa y ocultó la cara entre las manos. No pudo contener una sonrisa y trató de disimularla de forma que no lo notara su tía. Sabía muy bien que aquella doncella seguía siendo virgen. Tal vez una buena parte de su palidez y de su inmovilidad se debiera a los efectos perniciosos que el vino había ejercido sobre ella. Solo Dios sabía si estas muestras y estos extraños signos externos no obedecían o formaban parte de su poder interior. Llevaba consigo la cualidad de arrastrar hasta dentro de su propio ser haciéndolo una misma cosa con ella todo lo que caía dentro del círculo de su conocimiento.
«Ésta es —pensaba— una de las notas características de los mártires y de los héroes. Fue esto tal vez lo que precipitó a Nerón hasta los bordes de la locura. Las torturas, la hoguera, los leones, se convirtieron en cosa propia, y por dicha razón significaban para él una manifestación de belleza. No obstante dejaban a un lado como cosa insignificante y despreciable al verdugo. A pesar de los esfuerzos que éste hacía por complacerle, era como si no existiera».
Cuando la anciana y el joven creían que el cerco se estrechaba alrededor de la muchacha, ésta se disponía sin más demora a abandonar Closter Seven. Se parecía a Sansón cuando levantó sobre sus hombros las puertas de Gazi con pilares y goznes y las trasladó a lo más alto de la colina que hay antes del Hebrón.
«Si realmente estuviera interesada por mí —se preguntaba—, ¿no me llevaría a Hopballehus con ella con verdadera ilusión y cariño? Pero no… Creo que todos los ardides que mi tía está poniendo en juego para conseguir sus propósitos conducirán a nada. Será imposible vencer la voluntad y determinación férrea de esta muchacha».
Boris pensaba que esta mescolanza de ideas obedecía al exceso de vino ingerido la pasada noche, y a las excitaciones y sobresaltos de que había sido objeto. Ordinariamente no obraba de esta forma ni se mezclaban en su mente tantas cosas dispares:
Oh, Palas, salvación de mi casa, he aquí que me habían despojado
De toda patria, y tú me has dado aquí un nuevo hogar.
Y ahora se dirá en toda la Hélade:
—Mira, el hombre vuelve a ser un argivo,
Y habita de nuevo en las propiedades paternas.
La priora, con calma mortal, hizo las siguientes preguntas:
—¿Y qué me dices del honor de tu casa? ¿Quién, antes que tú, de entre las hijas de Hopballehus, ha criado bastardos? Hija querida, tranquilízate y razona breves minutos sobre estas palabras. Por tus venas corre sangre noble y tengo la certeza plena de que cuando lo pienses un poco me darás la razón y te convencerás de que solo busco salvaguardar tu honor y proporcionarte la felicidad.
Estas palabras hicieron que la sangre se agolpase en las mejillas de Athena. Dio un paso hacia la anciana y gritó con el rugido de una leona. Se sentía orgullosa de ser hija de una raza altiva y dominante, y las palabras de la priora la habían ofendido.
—Mi hijo, un bastardo… ¿Será posible que mi hijo sea eso?
—No seas ignorante, Athena —repuso la anciana—. A menos que Boris se case contigo, ¿qué va a ser tu hijo sino un bastardo?
A pesar del denuedo que en todo momento demostraba la anciana priora, en aquellos momentos, probablemente pasó por su imaginación que la muchacha si le venía en gana podría aplastarla entre sus manos. Dirigió un rápida mirada a Boris como pidiéndole que interviniera en la discusión sobre el niño, pero el joven no se sentía animado a inmiscuirse en aquel asunto que le resultaba por demás molesto y angustioso.
Athena no se movió. Por unos momentos se mantuvo inmóvil como una estatua. Al final replicó estas palabras:
—Ahora regresaré a Hopballehus, hablaré con mi padre y le pediré su consejo sobre todo lo que ha ocurrido.
—No —repitió nuevamente la priora—, eso no lo consentiré yo nunca. Si dices a tu padre lo que has hecho, su corazón se partirá de pena. Nunca permitiré esto. Además, ¿quién sabe si Boris estará dispuesto a casarse contigo cuando regreses de nuevo? ¿Quién puede asegurar que mi sobrino no cambie de parecer cuando te ausentes? No, Athena, tienes que casarte con Boris inmediatamente y nunca dirás a tu padre lo que ha sucedido. Prométeme que cumplirás estas dos cosas y entonces podrás marcharte.
—Bien —dijo Athena—. Nunca diré a mi padre lo que ha sucedido, y en cuanto a Boris os prometo que me casaré con él. Pero, señora tía, cuando estemos casados, en la primera ocasión que se me depare, le mataré. Estuve muy cerca de haberle matado anoche; él podrá explicarlo. Os prometo estas tres cosas. Y me marcharé…
Una larga pausa siguió a las palabras de Athena. Los tres tenían tema sobrado para entretenerse con sus propios pensamientos sin necesidad de hablar. En medio de este silencio se oyó una llamada en el cristal de la ventana. Boris ya había oído anteriormente durante el curso de la conversación estos golpes, pero no les había prestado atención alguna. Ahora se repitieron por tres o cuatro veces.
Llegó a preocuparse por esto, cuando vio el extraordinario efecto que el ruido de los golpes en la ventana producía en su tía. Lo mismo que su sobrino, había estado demasiado absorbida en la conversación para poder escuchar. Pero cuando se produjo el silencio y las Uamadas se repitieron, la anciana fijó su atención en la ventana y quedó visiblemente afectada. Su rostro se tornó pálido como el de un cadáver. Sus brazos y sus piernas se movieron con pequeñas sacudidas; sus ojos recorrieron las paredes de arriba abajo como una rata encerrada en una jaula buscando un lugar por donde escapar.
Boris se acercó a la ventana para averiguar la causa que tan hondamente conmovía a su tía. No concebía que mujer tan valiente y arriesgada pudiera aterrorizarse de aquella manera por cosa baladí. Sobre el antepecho de piedra de la ventana estaba el mono agazapado, con la cara pegada al cristal.
Cuando se disponía a abrir la ventana para que el animal entrara en la habitación la anciana gritó en el paroxismo del horror:
—¡No! ¡No!
Los golpes a la ventana continuaban. El mono tenía en la mano algo con lo que golpeaba contra el cristal. La priora se levantó de la silla en que estaba sentada. Al ponerse en pie estuvo a punto de caer, pero una vez que encontró estabilidad para sus piernas estuvo lista para correr.
El cristal de la ventana cayó hecho añicos contra el suelo de la habitación e inmediatamente el mono saltó dentro.
La priora, sin mirar a su alrededor, como escapando de un fuego abrasador que se extendía furiosamente, recogió la parte delantera de la túnica con las dos manos y corrió precipitándose hacia la puerta. Al encontrarla cerrada, con ligereza sorprendente y extraña subió por el marco y se agarró a la cornisa temblando, mientras sus dientes rechinaban. Pero el mono la siguió. Con la misma rapidez con que ella había subido a la cornisa, el animal trepó detrás y extendió sus torpes manos para coger a la anciana. Por todos los medios trató de huir de las garras del animal. Con las dos manos sosteniendo la túnica, ciega por el temor, seguía avanzando a lo largo de la cornisa. Pero el animal, más ágil y rápido, la seguía de cerca. Saltó sobre ella y de un manotazo echó abajo su sombrero de encaje.
Boris y la muchacha miraban estupefactos la escena. El rostro de la priora estaba totalmente transfigurado, más ajado, de un color más oscuro y las arrugas más pronunciadas.
Hubo unos momentos de lucha desigual. Boris hizo un movimiento para lanzarse en defensa de su tía. Pero en aquellos momentos, en medio de la habitación de damasco rojo, en plena luz del día, se realizó y consumó un cambio, auténtica metamorfosis.
La anciana con la que habían estado conversando minutos antes cayó al suelo encogida y con los cabellos revueltos, totalmente desfigurada. En su lugar, un mono estaba ahora agazapado, gimiendo, totalmente abatido, tratando de encontrar refugio en un rincón de la habitación. Y en el lugar donde el mono había estado, surgió con la respiración agitada por el esfuerzo, con su cara sonrosada y plácida, la verdadera priora de Closter Seven.
El mono se ocultaba en los rincones oscuros de la habitación, y durante unos momentos continuó gimiendo y quejándose. Seguidamente dio un salto ligero y gracioso sobre un pedestal que sostenía la cabeza de mármol del filósofo Manuel Kant. Desde allí observó con sus ojos brillantes el comportamiento de las tres personas en la habitación.
I La priora cogió su pañuelo y lo llevó a sus ojos. Durante unos pocos minutos no halló palabras, pero su porte era tan sereno, honorable y dulce como nunca recordaron haberlo visto los dos jóvenes.
Habían seguido el curso de los acontecimientos paralizados por la sorpresa. No les era posible hablar, moverse ni mirarse uno a otro. Ahora, como fuera de un terrible tornado que hubiera tenido su centro en la habitación, estaban de nuevo volviendo a la calma. Iba cediendo la sorpresa y el temor y volvieron sus rostros para mirarse mutuamente.
Por esta vez los ojos luminosos de Athena se fijaron directamente en Boris. Le parecía como un ser fuera de ella misma; en su limpia mirada podía aún adivinarse el recuerdo de la lucha. Estaba dictando una ley que no podría nunca ser quebrantada:
—Desde ahora se trazará para siempre una línea infranqueable: de un lado tú y yo, que hemos estado presentes y somos testigos de los acontecimientos de los últimos minutos, y de otro lado el resto del mundo, que no ha estado presente.
La priora apartó el pañuelo de su cara y con movimiento suave se sentó en su alto sillón.
Miré al joven y a la muchacha y les dirigió estas palabras:
—Hijos míos, Discite justitiam, et non temnere divos.
*FIN*