Casa digital del escritor Luis López Nieves


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El muñeco del capitán

[Cuento largo - Texto completo.]

D. H. Lawrence

—Hannele!

—Ja… a.

—Wo bist du?

—Hier.

—Wo dann?

Hannele no levantó la cabeza de su labor. Estaba sentada bajo la lámpara, en una silla baja, con un cesto lleno de trozos de seda multicolores al lado suyo y sostenía en sus manos un muñeco o maniquí al que estaba vistiendo. Estaba manipulando la rodilla del maniquí de forma que el pobre caballerete quedaba cabeza abajo con los brazos muy abiertos hacia los lados. No resultaba decoroso en absoluto, pues el muñeco representaba a un soldado escocés ataviado con el típico pantalón de cuadros.

Se escuchó un golpe en la puerta y la misma voz, de una mujer, llamando:

—Hannele?

—Ja… a!

—¿Estás ahí? ¿Estás sola? —preguntó la misma voz, en alemán.

—Sí, entra.

Hannele no parecía muy dispuesta a conversar. Dio la vuelta al muñeco mientras se abría la puerta y puso en orden su chaqueta. Por la puerta atisbó a una mujer de ojos negros con expresión de pícaro recato. Llevaba un elegante atuendo de calle: una gruesa esclavina y un pequeño sombrero negro encasquetado hasta las orejas.

—¡Completamente sola! —exclamó la recién llegada con asombro—. ¿Dónde está él, entonces?

—No lo sé —dijo Hannele.

—¿Y te sientas aquí sola para esperarle? ¡No me digas! ¡A eso le llamo yo valor! ¿No estás asustada? —Mitchka fue hasta donde se encontraba su amiga.

—¿Por qué habría de sentir miedo? —preguntó Hannele secamente.

—Tienes razón. ¿Qué estás haciendo, otro monigote? ¡Y de los buenos! ¡Ja, ja, ja! ¡Es él! No, no… ¡Esto ya es demasiado! ¡Es demasiado, Hannele! ¡Es él, idéntico a él! La única diferencia son los pantalones.

—También él lleva pantalones así —dijo Hannele sentando al muñeco sobre sus rodillas. Era una réplica perfecta de un oficial del ejército escocés hecha con bastante gracia y delicadeza, con una ligera y elegante elevación de hombros y unos ajustados pantalones de cuadros. La cara estaba muy bien modelada y constituía un retrato casi perfecto con aquella tez oscura, el bigote negro y bien cortado, los ojos grandes y oscuros y ese aspecto distante y retraído característico del oficial y del caballero.

Mitchka se inclinó hacia delante, estudiando al muñeco. Era una mujer atractiva, con la piel dorada de un tono cálido y oscuro, y unas cejas morenas encima de sus ojos color avellana.

—No —susurró para sí misma, como si no estuviera conforme—. Se trata de él. Salvo los pantalones, aunque de todas maneras son bonitos. ¿Tiene en realidad las piernas tan bonitas?

Hannele no contestó.

—Idéntico. Tan bien acabado como él. Igualmente completo. Así es él exactamente, cuidadoso hasta en el menor detalle. ¿Lo ha visto ya?

—No —dijo Hannele.

—¿Qué crees que dirá?

Mitchka se sobresaltó. Su rápido oído había captado un sonido en las escaleras de piedra. Un gesto de temor apareció en su rostro. Corrió hasta la puerta y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí.

—¿Quién es? —se la oyó preguntar ansiosamente al pie de la escalera. Le contestaron en alemán. Mitchka abrió de inmediato la puerta y corrió de nuevo junto a Hannele.

—Solo era Martin —dijo.

Permaneció de pie, esperando. Apareció un hombre en el umbral de la puerta, muy erguido y con actitud militar.

—¡Ah, condesa Hannele! —dijo con tono vivaz y preciso, sin moverse de donde estaba—. ¿Me permite entrar?

—Sí, entre usted —dijo Hannele.

El hombre entró en la habitación con paso rápido y castrense, se inclinó y besó la mano de la mujer que estaba cosiendo el muñeco. Luego, con mayor intimidad, rozó con los labios la mano de Mitchka.

Mitchka, entretanto, miraba de un lado a otro de la habitación. Era un ático muy amplio, con techos inclinados que se curvaban con un gracioso movimiento al llegar a las paredes. La tenue luz de la lámpara de lectura caía suavemente sobre las blancas e inmensas bóvedas del techo y sobre los variados objetos que se alineaban a lo largo de las paredes, creando un brillante círculo de color en el lugar donde estaba sentada Hannele con su ligero vestido rojo y el cesto lleno de retales.

Era una hermosa mujer de pelo rubio algo oscuro y una piel fina y bonita. Su rostro parecía radiante, con un cierto y rápido destello de vida al mirar al visitante. Era este un hombre apuesto, enteramente afeitado y de ojos muy azules y un poco separados entre sí. Uno podía ver la guerra en su cara.

Mitchka deambulaba alrededor de la habitación mirándolo todo, y diciendo:

—¡Qué bonito! ¡Pero qué bonito! ¡Qué buen gusto! ¡Un hombre con muy buen gusto! No necesitan mujeres, no. Mira aquí Martin, el capitán Hepburn ha arreglado este cuarto él solo. Aquí tienes al hombre, ¿lo ves?, simple pero elegante. No precisa de una mujer.

La habitación era realmente magnífica: espaciosa, de colores apagados, tenuemente iluminada. La caldeaba una inmensa chimenea de azulejos de color azul oscuro, y el mobiliario era escaso, apenas dos enormes armarios rústicos o roperos de madera pintada, y una amplia mesa de escritorio sobre la cual se veía lo necesario para escribir, algunos aparatos científicos y un cacto con bonitas flores carmesíes. Era, a pesar de todo, un alojamiento masculino. Sobre una bandeja pequeña había tabaco y también algunas pipas, y de una percha, algo más lejos, colgaban cinturones, chaquetas y abrigos militares. Dos armas descansaban sobre una repisa. También había allí dos telescopios, y uno de ellos estaba montado sobre un soporte cerca de la ventana. Varios aparatos astronómicos descansaban sobre la mesa.

—Y además observa las estrellas. Imagínatelo, es astrónomo y observa las estrellas. ¡Raros, muy raros son estos ingleses!

—Es escocés —dijo Hannele.

—Sí, escocés —apostilló Mitchka—. Pero ¿sabes?, me asusta estar con él. Está en un callejón sin salida. Nunca sé qué puedo esperar de él. ¿No te asusta a ti también, Hannele? ¡Es como una carretera cortada!

—¿Por qué habría de asustarme?

—¡Cómo eres! Tal vez no sepas cuándo deberías sentir miedo. ¿Y si llegara y nos encontrase aquí? No, no. Será mejor que nos marchemos. Vamos, Martin, salgamos de aquí. No quiero que el capitán Hepburn llegue y me encuentre en su habitación. ¡Ah, no!

Mitchka empujaba a Martin con mucho empeño hacia la puerta mientras él se reía de un modo extraño y bullicioso, rasgando los ojos.

—Oh, no. No quiero. No lo quiero —dijo Mitchka, probando de nuevo su inglés. Hablaba divertidamente—. Oh, no, señor capitán, no deseo que regrese usted. No quiero que me encuentre aquí al llegar usted. Oh, no, en absoluto. Me voy. Me voy, Hannele. Me voy, Hannele mía. ¿De veras te quedarás aquí para esperarle? Pero ¿cuándo llegará? ¿No lo sabes? Ay, querida, que poco me gusta esto. Yo no espero nunca en la habitación de un hombre. No, no… Nunca… Jamais… Jamais, voyez vous. ¡Ah, pobre Hannele! ¿Y además tiene mujer e hijos en Inglaterra? ¡Nunca! No, no, nunca le aguardaría.

Había llevado a Martin bulliciosamente hasta la puerta, se había puesto el abrigo y adoptado una actitud melindrosa y elegante, lista para salir a la calle, y decía adiós a Hannele con la mano mientras abría los ojos ampliamente, con gesto asustado. Por fin salió de la estancia. La condesa Hannele cogió de nuevo el muñeco y se puso a coserle uno de los zapatos. Era así como se ganaba la vida ahora: haciendo aquellos muñecos.

Estaba inquieta. Se oprimió el regazo con ambas manos, como si las tuviese cansadas de tanto doblarlas. Miró entonces el pequeño reloj del escritorio. Hacía rato que la hora de cenar había pasado. ¿Por qué no había llegado? Suspiró algo exasperada. Estaba ya cansada del muñeco.

Hizo a un lado el cesto de los retales y se dirigió a una de las ventanas. Fuera las estrellas parecían blancas y muy cercanas. Debajo se extendía la oscura aglomeración de los tejados de las viviendas. Un vapor luminoso escapaba por debajo de los tejados y se podía escuchar el eco difuso de los sonidos de la ciudad a lo lejos. La habitación parecía estar muy alta, remota, casi colgada del cielo.

Fue hasta el escritorio y miró la bandeja de las cartas, el lacre y la caja de sellos, tocando apenas aquellos objetos, moviéndolos un poco solo para crear algún contraste, sin advertir realmente lo que tocaba. Tomó entonces un lápiz y se puso a escribir su nombre con rígidos caracteres góticos: «Johanna zu Rassentlow». Lo escribió una y otra vez hasta que de pronto, amargamente, afilando la nariz con un solo gesto, escribió una sola vez el nombre de Alexander Hepburn.

Luego dejó caer el lápiz; había perdido el interés por escribir. Se dirigió hacia el enorme telescopio, muy cerca de una amplia ventana, permaneció unos minutos con los dedos posados sobre el visor cilíndrico, allí donde el frecuente uso lo hacía un poco más lustroso. Volvió a su silla, desanimada e inquieta. Acababa de coger el muñeco cuando escuchó los pasos de él en las escaleras. Levantó la cabeza y le vio entrar.

—¡Hola, estás ahí! —dijo el hombre con voz tranquila y cerrando la puerta tras de sí. Ella le dirigió una rápida ojeada sin moverse ni responder nada. El hombre se quitó el abrigo con un movimiento rápido y silencioso y fue a colgarlo en la percha. Hannele escuchó sus pasos y volvió a mirarle. Se parecía al muñeco: un hombre alto, esbelto y distinguido con aquel uniforme. Al volverse, sus ojos negros parecían muy abiertos. Su pelo moreno se estaba volviendo gris a la altura de las sienes: un primer aviso.

Hannele cosía. Sin decir palabra, el recién llegado deslizó la silla del escritorio sobre sus ruedas hasta situarse de modo que sus rodillas casi tocaran las de ella. Cruzó luego las piernas. Llevaba unos finos calcetines de cuadros. Sus tobillos eran delgados y elegantes y los zapatos marrones se ajustaban como si formasen parte de su propia anatomía. Durante un rato la observó mientras cosía. La luz caía sobre su pelo suave y delicado, repleto de mechones dorados que se alternaban con otros más apagados y oscuros. No levantó la cabeza.

En silencio, el hombre alargó su pequeña mano morena hacia el muñeco. Apareció un oscuro vello en los antebrazos.

Hannele le miró. Resultaba curiosa la frescura y luminosidad de su rostro en comparación con el del hombre.

—¿Quieres verlo? —preguntó ella hablando el inglés con toda naturalidad.

—Sí —dijo él.

Hannele cortó la hebra de algodón y le tendió el muñeco. El hombre estaba sentado con una pierna descansando sobre la otra, sujetando el muñeco con una mano mientras sus ojos negros sonreían con gesto inescrutable. Su cabello, peinado a la perfección hacia un costado, era brillante y muy moreno.

—Has conseguido un gran parecido —dijo al fin, con su voz divertida y melodiosa.

—¿Qué? —preguntó ella.

—Que has conseguido un gran parecido —repitió.

—No era mi intención.

—¿Que no era tu intención? —El hombre esbozó una amplia sonrisa. Tenía un modo peculiar de responder, como si solo estuviese atento a medias y pensase siempre en otra cosa.

—¿Te has retrasado bastante, no crees? —se animó a preguntar Hannele.

—Sí, bastante.

—¿Por qué razón?

—Bueno, a decir verdad, me quedé hablando con el coronel.

—¿Sobre mí?

—Sí, en efecto.

Ella palideció mientras le miraba, aunque hubiese sido imposible adivinar si había desasosiego en la frente de aquel hombre.

—¿Algo desagradable? —preguntó.

—Pues sí, más bien desagradable. No en lo que a ti respecta, claro, pero sí fue algo embarazoso para mí.

Ella le miraba, pero Hepburn no dijo nada más.

—¿De qué se trataba? —preguntó ella.

—Oh, bueno, nada que yo no esperara. Parece que saben demasiado sobre ti. Sobre ti y sobre mí, quiero decir. No se trata de que a alguien le importe realmente, claro; desde un punto de vista no oficial. El problema es que, aparentemente, se van a ver en la obligación de tener que notificarlo oficialmente.

—¿Por qué?

—Bueno, parece que mi mujer ha estado escribiendo al general en jefe. Es amigo de su familia y le conoce de toda la vida. Supongo que le han llegado rumores. De hecho, me consta que así es. Me lo dijo en una de sus cartas.

—¿Y qué le respondiste?

—Oh, le dije que estaba bien, que no había razón para inquietarse.

—¿No esperarías que eso acabara con sus preocupaciones, verdad?

—Pues no lo sé. ¿Por qué habría de preocuparse?

—Se me ocurre que bien pudiera tener sus razones —dijo Hannele—. Hace un año que no la ves. Y si es cierto que te adora…

—Oh, no creo que me adore. Simplemente le gusto, eso es todo.

—¿Crees que le importas tan poco como eso?

—No veo por qué no. Por supuesto, ella quiere sentirse segura en lo que a mí se refiere.

—Pero ahora no se siente segura.

—No del todo, de eso se trata. Ahí está el problema. El coronel me aconseja que vuelva a casa de permiso.

Permaneció sentado, mirando con ojos curiosos, brillantes y oscuros el muñeco que sostenía de uno de los brazos. Se parecía extraordinariamente a él, incluso en la nítida raya del pelo y en su particular modo de fijar los negros ojos.

—¿Por cuánto tiempo? —preguntó ella.

—No lo sé. Un mes —replicó él, primero vagamente, luego con más decisión.

—¡Un mes! —Le miró, y creyó notar cómo se esfumaba ante sus ojos—. ¿Irás? —añadió.

—No lo sé. No lo sé. —Hepburn seguía con la cabeza gacha. Parecía estar cavilando vagamente—. No lo sé —repitió—. No me siento capaz de tomar una decisión.

—¿Te gustaría ir?

Hepburn la miró levantando las cejas. El corazón de Hannele siempre se derretía cuando la miraba fijamente con aquella mirada oscura y perdida que parecía una segunda visión más que una mirada directa y humana. Nunca supo qué veía él al mirarla de aquel modo.

—No —dijo simplemente—. No quiero ir. No tengo el menor deseo de volver a Inglaterra.

—¿Por qué no?

—No podría decirlo. —Y de nuevo la miró, y una curiosa luz blanca pareció resplandecer en sus ojos al sonreír un poco con la boca—. Supongo que si existe una persona que sabe la respuesta, esa eres tú.

Una expresión contenta pero algo temerosa asomó en el rostro de Hannele.

—¿Quieres decir que no quieres dejarme? —dijo ella sin aliento.

—Sí. Supongo que es eso lo que quiero decir.

—Pero ¿no estás seguro?

—Sí lo estoy. Completamente seguro —dijo. La sonrisa no había abandonado su rostro. La extraña luz seguía brillando en su mirada.

—¿Seguro que no deseas dejarme? —tartamudeó, volviendo la vista a un costado.

—Sí, estoy completamente seguro de que no quiero dejarte —repitió. Tenía una rara y melodiosa voz escocesa; pero era la incomprensible sonrisa lo que convencía y atemorizaba a Hannele. Era casi la sonrisa de una gárgola, una sonrisa extraña y acechante, apenas cambiante.

Hannele estaba asustada y movió hacía a un lado la cabeza. Cuando volvió a mirarle, su rostro era como una máscara, con extrañas líneas marcadas muy profundamente, una piel oscura y brillante y una mirada rígida, como si hubiese sido grotescamente esculpida en alguna piedra brillante. El negro pelo de la apuesta y encantadoramente formada cabeza parecía no moverse en absoluto.

—¿Estás cansado? —preguntó ella.

—Sí, creo que sí. —La miró con sus negros ojos perdidos, y con su rostro de máscara. De pronto, como si creyera haber oído algo, desvió la mirada. Se puso en pie con una mano en el cinturón—. Me quitaré el cinturón y me cambiaré de chaqueta, si no te importa.

Atravesó la habitación desabrochándose el ancho cinturón marrón. La ropa le quedaba ajustada y llevaba con elegancia el uniforme caqui. Colgó el cinturón y volvió junto a ella llevando una túnica vieja y liviana que dejó sin abotonar. Tenía sus zapatillas en la mano. Al inclinarse para deshacer el nudo de sus zapatos, Hannele advirtió de nuevo cuán oscuros y vellosos eran sus antebrazos y cuán desnuda que parecía su mano. El pelo de su cabeza era negro, suave y perfecto al inclinarse, como un ceñido casco.

Se calzó las zapatillas, llevó los zapatos a una esquina y de nuevo se echó sobre la silla, estirándose satisfecho.

—Ah —dijo—, ahora me siento mejor. —La miró—. Bueno, ¿y tú cómo estás?

—¿Yo? —preguntó ella a su vez—. ¿Acaso importo yo algo? —Su acento tenía un deje de amargura.

—¿Que si importas? —repitió él sin advertirlo—. ¡Vaya pregunta! Por supuesto que importas; eres muy importante. ¿Vas a decirme que no es así? —Y sonriendo con su gesto característico, hizo pensar a Hannele en la inmutable tristeza de los monos, en aquellos simios chinos labrados en esteatita. El hombre puso su mano debajo de la barbilla de Hannele y dejó correr dulcemente un dedo por su mejilla. Ella se sonrojó.

—Pero no importo tanto como tú, ¿verdad? —preguntó desafiante.

—¡Tanto como yo! ¡Te juro que no se trata de mí! Yo no importo en absoluto ¡En absoluto! —El sonido extraño y perdido de su voz confundió a Hannele. ¿Qué quería decir en realidad?

—Y yo importo todavía menos —dijo ella amargamente.

—Oh, no, claro que no. Importas. Claro que importas. Importas mucho, te lo aseguro.

—¿Y tu mujer? —La pregunta llegó como un acto de rebeldía—. ¿Acaso no es importante tu mujer?

—¿Mi mujer? ¿Mi mujer? —Parecía como si dejara salir las palabras sin reparar en su significado—. Supongo que es importante dentro de su propia esfera.

—¿Qué esfera? —exclamó Hannele riendo.

—Pues la suya, claro. Su casa, su hogar y sus dos niños; esa es su esfera.

—¿Y tú? ¿En qué lugar del cuadro te colocas?

—De momento en ninguno —contestó.

—Pero ¿no es ese precisamente el problema? —dijo Hannele—. Si tienes una mujer y un hogar, lo cierto es que les perteneces a ellos, ¿no es así?

—Sí, supongo que es así siempre que yo lo quiera.

—Y sí lo quieres, ¿verdad? —le retó Hannele.

—No, no lo quiero.

—¿Entonces?

—En efecto. Admito hallarme ante un dilema.

—Pero ¿qué harás? —insistió ella.

—Pues no lo sé. No lo sé todavía. No he tomado ninguna decisión sobre qué voy a hacer.

—Pues ya es hora de que comiences a pensar en ello.

—En efecto. Lo sé. Lo sé.

Se levantó y comenzó a pasearse inquieto por la habitación. Tenía la misma expresión vacía en el rostro, y las manos en los bolsillos. Hannele permaneció sentada en el mismo lugar, sintiéndose impotente. No podía evitar estar enamorada de aquel hombre: de sus manos, de su cuerpo extraño y fascinador, de su intensa presencia. Amaba el modo en que él andaba, la manera en que movía las piernas al andar; amaba el moldeado de sus caderas, el modo de dejar caer ligeramente la cabeza, y la extraña y oscura inexpresividad de su frente, su capacidad para no pensar. Pero ahora su inquietud solo le hacía desdichada. Nada saldría de todo aquello, aunque hubiese sido ella quien le había llevado hasta allí.

El capitán sacó las manos de los bolsillos y volvió hacia ella como vuelve hacia el imán un trozo de metal. Se sentó de nuevo enfrente suyo y le tendió las manos mirándola fijamente.

—Dame tus manos —dijo dulcemente, con ese tono despreocupado, extraño y sugerente que volvía a Hannele incapaz de desobedecer—. Dámelas y déjame sentir que estamos juntos. Las palabras apenas significan nada. No son nada. Y todo cuanto pensamos y proyectamos tampoco importa ni conduce a ningún sitio. Deja que sienta que estamos juntos, no me importa nada más.

Habló a su manera lenta y melodiosa y estrechó las manos con las suyas. Ella luchaba por encontrar la manera de expresarse.

—Pero tendrás que ocuparte de todo esto, tendrás que tomar una decisión. Es preciso —insistió.

—Sí, supongo que tendré que hacerlo. Supongo que sí. Pero ahora que estamos juntos no quiero preocuparme. Olvidémoslo todo.

—¿Y cuando nos resulte imposible olvidar?

—No lo sé. Pero esta noche me parece que podríamos olvidarlo.

El suave, melodioso y vago sonido de su voz hacía que Hannele se sintiera indefensa. Le parecía que él nunca le respondía. Las palabras que usaba como réplica parecían salir de sus labios por mera necesidad de articular algo. Pero él nunca hablaba desde su fuero interno. Allí estaba, sí, mas era un silencio continuo y vacío ante ella.

Hannele libraba una batalla interior. Al posar él de nuevo la mano sobre su mejilla, suavemente, rozándola con la más extraordinaria suavidad, como la pata de un gatito roza a veces a uno, o el correr de una viviente brisa, entonces, de no haber sido por el prodigio de aquella caricia casi indiscernible de su mano, se hubiese puesto rígida, se hubiera apartado de él y le hubiera dicho que no quería ya saber nada más de todo aquello mientras se mostrase tan irresoluto y adoptase actitudes tan poco satisfactorias. Deseaba decirle todas estas cosas; pero en cuanto comenzaba, él le contestaba invariablemente con la misma voz suave y extraviada que parecía tejer una telaraña en torno a ella, hasta que Hannele ya no podía pensar ni actuar, ni aun sentir con claridad. Su alma protestaba con rebeldía; pero en cuanto él puso su delicada mano bajo su barbilla para levantarle la cabeza y le sonrió con aquella sonrisa de gárgola tan suya, entonces se dejó besar.

—¿En qué piensas esta noche? —preguntó él—. ¿En qué piensas?

—¿Qué te dijo exactamente el coronel? —respondió ella tratando de endurecer su mirada.

—¡Oh, eso! —contestó—. No importa. No tiene mayor importancia, en cualquier caso.

—¿Y qué es lo que no tiene importancia? —insistió Hannele. En aquel momento casi le odiaba.

—¿Qué es lo que no tiene importancia? Pues nada en realidad, al menos no para mí, fuera de esta habitación y de este momento. Nada de cuanto tiene lugar en el espacio y el tiempo son importantes.

—Sí, ¡este momento! —repitió ella con amargura—. Pero también existe el futuro. Necesito vivir en el futuro.

—¡El futuro! ¡El futuro! Cada día se consume un poco de futuro. Para mí, el futuro es como una gran maraña de negros hilos. Cada mañana uno se pone a desenmarañar un cabo suelto… y ese es su día. Y todas las noches se corta y se tira aquello que se desenredó, de forma que el montón sea un poco más pequeño: apenas habrá una hebra menos, o un día menos. Eso es lo que el futuro significa para mí.

—Entonces nada tiene importancia para ti. Tampoco yo la tengo. Como acabas de decir, apenas soy el final de un hilo inservible —repuso Hannele, oponiéndole resistencia.

—No, en eso te equivocas. Tú no representas el futuro para mí.

—¿Qué represento entonces? ¿El pasado?

—No, ninguna de esas cosas. Tú no eres nada. Del modo en que todo eso se desarrolla, no eres nada.

—Gracias —repuso ella con sarcasmo— por no ser nada.

Pero la actitud de Hepburn, para quien todo parecía irrelevante, la abrumaba. La besó sin apenas rozar sus labios y le tocó suavemente la garganta. La falta de significado de los actos de aquel hombre la fascinaba, dejándola indefensa. Era incapaz de encontrar sentido alguno a sus actos; ninguno en absoluto. Su boca, que tan extrañamente la besaba, y sus velludos antebrazos, y su pecho grácil y encantador, poblado de negro pelo, constituían para ella un misterio, como si un hombre de Marte hiciera el amor con ella. Se sentía torpe y hechizada, pero le gustaba aquel hechizo que la vinculaba a él, aunque al mismo tiempo se sintiese inclinada a rechazarlo.

 

La condesa Zu Rassentlow poseía un estudio en una de las calles más importantes de la ciudad. Era en verdad una refugiada, pues, hoy por hoy, se puede ser a la vez gran duque y pordiosero si uno es también un refugiado. Sin embargo, Hannele no era exactamente pobre. Junto a su amiga Mitchka, aprovechaba el alojamiento para confeccionar aquellos muñecos, y unos encantadores cojines bordados de lana multicolor además de otros objetos propios del arte femenino. Los muñecos eran bastante famosos, de manera que ninguna de las dos mujeres se moría de hambre.

Hannele no trabajaba demasiado en el estudio. Prefería la soledad de su propia habitación, otro bonito ático no tan amplio como el del capitán y que estaba bajo el mismo tejado. De todos modos, sí iba a menudo por las tardes, y si se presentaba algún cliente, le ofrecía una taza de té.

El muñeco Alexander no había sido pensado para venderse. Es imposible saber por qué Hannele lo llevó cierta tarde al estudio; pero así lo hizo, colocándolo de pie sobre un pequeño escritorio. Se trataba de un magnífico retrato, a pequeña escala, de un oficial que era al mismo tiempo un caballero, y el modelado de las facciones era capaz de cortar el aliento a cualquiera.

—¡Esto…! —exclamó Mitchka—. ¡Esto es genial! ¡Un chef d’oeuvre! Es tu obra maestra, Hannele. Realmente maravilloso. ¡Y hermoso, un hombre muy hermoso! Diría que es incluso demasiado real. No comprendo cómo te has atrevido. Siempre he pensado que eras bondadosa, Hannele, mucho más de lo que yo lo soy. Pero ahora me asustas. Temo que en el fondo seas una persona perversa. Me asusta pensar que eres perversa. Aber nein. ¿No irás a dejarlo aquí, verdad?

—¿Por qué no? —replicó Hannele con sarcasmo.

Mitchka abrió mucho sus ojos oscuros, demostrando a un mismo tiempo su asombro, su reproche y su temor.

—¡No debes hacerlo! —contestó.

—¿Por qué no?

—No debes hacerlo, Hannele. Amas a ese hombre.

—¿Y qué tiene eso que ver?

—No puedes dejar ese muñeco ahí, de pie.

—¿Por qué no puedo dejarlo donde está?

—Realmente eres una mujer perversa. Du bist wirklich bös. ¡Piensa un poco! Se trata de un oficial inglés.

—Eso no le transforma en intocable.

—Te expulsarán de la ciudad. Te deportarán.

—Que lo hagan.

—No, mujer, ¿qué harías en tal caso? Sería horrible tener que marchar a Berlín o a Munich y empezar de nuevo. Aquí todo ha salido a pedir de boca.

—No me importa —dijo Hannele.

Mitchka miró a su amiga y no dijo nada más. Estaba enfadada. Después de un breve espacio de tiempo se volvió y pronunció un ultimátum:

—Cuando no estés, meteré ese muñeco en uno de los cajones de la cómoda. No se lo enseñaré a nadie. A nadie. Y he de decirte que me asusta verlo ahí. Me asusta de veras. No tienes ningún derecho a meterme en problemas y debes comprenderlo, no soy yo quien mira a los oficiales ingleses. No me gustan, son demasiado fríos y están demasiado bien acabados para mi gusto. Nunca me crearé problemas a causa de un oficial inglés.

—No temas —dijo Hannele—. No te acarrearán problemas. Saben muy bien todo lo que hacemos. Por todas partes tienen sus espías. No te sucederá nada.

—Pero si te expulsan de aquí y tengo que quedarme yo con el estudio…

De nada sirvieron todos los argumentos. Hannele, a pesar de todo, permaneció obstinadamente aferrada a sus puntos de vista.

Una soleada tarde llamaron a la puerta. Se trataba de una pequeña señora vestida de blanco que, a pesar de sus muchas arrugas, conservaba buena parte de su belleza.

—Buenas tardes —dijo con el tono algo remilgado de las clases medias inglesas—. Me preguntaba si podría ver los objetos de su estudio.

—Oh, claro —repuso Mitchka—. Entre usted, por favor.

La mujer entró haciendo gala de su atavío y mostrando su marchita belleza. No debía de ser demasiado vieja: acaso no sobrepasara los cincuenta. Resultaba extraño que su rostro estuviese tan arrugado, pues su cuerpo era bastante esbelto, sus ojos brillantes y mostraba unos bonitos dientes al reír. Cuidaba mucho su ropa. Vestía un conjunto blanco de seda tejida y de punto grueso, un amplio tapabocas de armiño cuyas patas solo podían verse en los extremos y un sombrero negro sobre el cual iban prendidas unas plumas verdes que parecían de águila. Llevaba una buena cantidad de joyas y dos ajorcas ajustadas por encima de sus guantes de blanca cabritilla, como pudieron observar al llevarse ella las manos a su peinado mientras miraba en torno con cierta complacencia.

—Tienen ustedes un estudio encantador… encantador… perfectamente delicioso. No podría imaginar nada más delicioso.

Mitchka hizo una irónica reverencia y, en su particular y estridente inglés, dijo:

—Oh, sí. También a nosotras nos gusta mucho.

Hannele, quien se había ocultado detrás de un biombo, se acercó silenciosamente hacia ambas.

—Oh, ¿cómo está usted? —dijo la visitante con una sonrisa—. Había oído que eran ustedes dos. Ahora díganme: ¿quién es quién? Usted es… —Y sonriendo con simpática expresión dirigió uno de sus blancos dedos hacia Mitchka.

—Annamaria von Prielau-Carolath —dijo Mitchka esbozando una ligera reverencia.

—¡Oh! —El blanco dedito se movió hacia Hannele—. De modo que usted es…

—Johanna zu Rassentlow —dijo Hannele sonriendo.

—¡Ah, claro! ¡La condesa Von Rassentlow! Y ella es la baronesa Von… Von… Bueno, nunca lo recordaría aunque me lo dijesen, pues soy desastrosa para los nombres. Me limitaré a llamarle a usted condesa y a usted baronesa. Eso será suficiente para alguien tan tonta como yo, ¿no les parece? Ahora quisiera ver qué tienen por aquí, si me lo permiten. Quisiera comprar algún regalito para llevarlo a Inglaterra conmigo. Supongo que no tendré que pagar un dineral en la aduana, ¿verdad?

—Oh, no —dijo Mitchka—. Estas cosas no pagan impuestos. Juguetes, sabe usted… Hay un… —Su inglés le hacía tartamudear, de modo que se volvió hacia Hannele.

—No cobran impuestos de aduana sobre los juguetes y, en cuanto a los bordados, ni siquiera los advierten —aclaró Hannele.

—Oh, estupendo. Entonces me parece bien —dijo la visitante—. Espero poder comprar algo realmente bonito. Veo por allá un jersey adorable, realmente delicioso; pero me temo que es demasiado vistoso para mí. Ay, ya no soy todo lo joven que fui.

Desplegó una simpática sonrisa mostrando sus bonitos dientes, mientras las viejas perlas que llevaba en las orejas se movían de un lado al otro.

—He oído hablar mucho de sus muñecos. Me han dicho que son simplemente preciosos. Verdaderas obras de arte. ¿Podría ver alguno, por favor?

—Claro —exclamó Mitchka. Era aquella su respuesta invariable a aquella pregunta, y constituía la piedra de toque de todo su inglés.

Nunca había más de dos o tres muñecos en la tienda. Esta vez solo quedaban dos por vender, aparte del famoso capitán escondido en un cajón de la cómoda.

—¡Absolutamente maravillosos! ¡Encantadores! —murmuró la pequeña dama con artístico brío—. Son verdaderamente deliciosos. Es asombroso lo bien que hace usted estas cosas, condesa. Porque es usted quien los confecciona, ¿no es así? ¿O ambas trabajan juntas?

Hannele le explicó cómo trabajaban, e inspección y rapsodia fueron juntas. Era evidente que la pequeña mujer era una compradora cauta. Observaba cada cosa con extremo cuidado y pensaba dos veces antes de hablar. Le atraían los muñecos, pero los hallaba caros. En caso de comprar alguno, quizá se arrepintiera.

—En realidad, quisiera elegir entre una mayor selección —dijo con tono anhelante—. Siento que quizá encuentre alguno que simplemente me enamore. Por supuesto que estos son maravillosos… realmente maravillosos, y valen cada penique si se considera el trabajo que exigen. Y luego está el sentido artístico, naturalmente. Pero tengo el presentimiento de que si hubieran tenido ustedes uno o dos más habría encontrado aquel sin el cual no podría vivir. Ya saben ustedes cómo son estas cosas Una es tan tonta a veces… ¿Cómo es aquello que decía Goethe…? Dor wo du nicht bist… Mi alemán no está siquiera en sus inicios, de modo que tendrán que excusarme. Pero viene a decir que siempre se siente que la felicidad está en otra parte, no donde nos encontramos. ¿No es siempre así? Bueno, resulta cierto tan a menudo… tan a menudo… Aunque no siempre, a Dios gracias. —Sonrió casi para sí misma, frunció la boca y prosiguió—: Eso es lo que siento yo por los muñecos. Si solo hubiera por aquí uno o dos más… ¿No les queda ninguno?

Miró a Hannele de forma encantadora.

—Sí —repuso Hannele—. Hay otro. Pero se trata de un encargo. No está a la venta.

—Oh, ¿cree que podría verlo? Estoy segura de que será delicioso. Me muero por verlo. Ya sabe usted lo que es la curiosidad de una mujer. —Soltó de nuevo su risa tintineante—. Mucho me temo que soy toda una mujer, para desgracia mía. Una sería mucho más firme si llevara dentro algo de hombre, ¿no les parece? Y mucho más sufrida. Pero me temo que soy por completo una mujer.

La mujer suspiró y permaneció en silencio.

Hannele fue silenciosamente hasta la cómoda, sacó al capitán de uno de los cajones y se lo tendió a la visitante. La mujer, al verlo, pareció asustarse. Sus ojos se tornaron redondos e infantiles y su rostro tomó un matiz amarillento. Sus alhajas tintinearon nerviosamente mientras su dueña tartamudeaba:

—Pero este… este… ¡No puede ser este! —Y rió de manera un poco histérica.

Se dio la vuelta, como si se dispusiera a huir.

—¿Les importa que me siente? —dijo—. Creo que estar de pie…

Se dejó caer en una silla apartando un poco la cabeza. Agarraba con fuerza el muñeco. Sus deditos blancos y cargados de anillos lo tenían asido por la cintura.

—Como usted ya sabe… —se apresuró a decir Mitchka, que estaba aterrorizada—. Como usted ya sabe, se trata del retrato de uno de nuestros ingleses, un caballero. Es una reproducción al natural.

—Un retrato —agregó Hannele con vivacidad.

—Me hago cargo —murmuró distraída la visitante—. Estoy segura de que lo es. De hecho, no tengo duda de que se trata de un retrato muy bueno.

Buscó entre sus cosas hasta dar con una cadenilla, de la cual extrajo unos menudos impertinentes de oro que colocó ante sus ojos a modo de pantalla. Por detrás de la pantalla inspeccionó la imagen que sostenía en la mano.

—Sin embargo —dijo—, ningún oficial inglés, o mejor dicho escocés, lleva ya los pantalones de cuadros tan ceñidos… A menos que se trate de un baile de disfraces.

Su voz era vaga y distante.

—No, ya no los llevan así —concedió Hannele—. Pero este es el traje típico. Yo creo que son bastante elegantes, ¿no le parece?

—Pues no lo sé. Depende.

La mujercilla rió y todo su cuerpo se sacudió un poco.

—Sí, claro —apostilló Hannele—. Se necesitan piernas bien formadas.

—Como supongo ha de tenerlas el original —dijo la dama.

—Oh, sí —repuso Hannele—. Creo que tiene unas piernas muy bonitas.

—¡Cómo no! A juzgar por su retrato, como usted le llama. ¿Puedo preguntarle el nombre de ese caballero? ¿O sería una indiscreción por mi parte?

—Es el capitán Hepburn —contestó Hannele.

—Por supuesto que sí. Le reconocí de inmediato. Hace varios años que le conozco.

—Oh, por favor —dijo Mitchka apresuradamente—. En ese caso no vaya usted a decirle que lo ha visto. ¡Se lo pido por favor! No diga esto a nadie.

La visitante le dirigió una leve y desleída sonrisa.

—¿Por qué no? —preguntó—. De todos modos no se lo podría decir de inmediato. Según creo se halla fuera por el momento. ¿No sabrán acaso cuándo estará de vuelta?

—Mañana, creo —replicó Hannele.

—¡Mañana!

—Pero por favor —le rogó Mitchka, que estaba encantadora con su actitud desolada—, no vaya usted a decir a nadie que ha visto este muñeco.

—¿Debo prometérselo? —dijo la mujercilla sonriendo lánguidamente—. Muy bien, pues. No le diré que lo he visto. Y ahora creo que debo marcharme. Sí, cogeré el cubrecojines, gracias. Dígame de nuevo cuál es el precio, por favor.

 

Hannele estuvo inquieta durante toda la tarde. Hepburn había estado fuera los últimos tres días cumpliendo una misión. Regresaba aquella noche y debería haber llegado a tiempo para la cena. Pero no se había presentado y su habitación estaba cerrada y a oscuras. Había oído a la criada encender la chimenea unas horas antes. Ahora la habitación estaba vacía, cerrada con llave, como lo había estado los últimos tres días.

Hannele estaba preocupada, pues parecía haberse olvidado de él durante los tres días en que había estado ausente. Parecía haber desaparecido de su vida por completo. Apenas si podía recordarle. Se asombró al constatar lo insignificante que se había vuelto a sus ojos en ese lapso.

Pero ahora deseaba volver a verle, para averiguar si era así en realidad. Algo le decía que estaba a punto de llegar. Sentía que ejercía ya cierta influencia sobre ella. Pero ¿de qué se trataba exactamente? ¿Era él un hombre real? ¿Por qué había hecho ella aquel muñeco? ¿Y por qué era tan importante el muñeco si él no significaba nada? ¿Por qué se lo había enseñado aquella tarde a aquella graciosa mujercita? ¿Por qué era tan tonta como para meterse en un lío en un lugar como aquel, donde tan desagradables podían resultar? Y en resumidas cuentas, ¿por qué estaba ella metida en aquel lío? Todo era demasiado irreal; particularmente él era irreal, tan irreal como un personaje de ensueño del que ni siquiera se ha oído hablar en la vida cotidiana. En la vida real sus amigos alemanes eran tangibles. Martin era tangible para ella, y los hombres alemanes lo eran también. Pero este ni siquiera estaba allí. No existía realmente. En realidad, se trataba de una nulidad; y sin saber cómo, se había complicado la vida con él.

¿Era posible? ¿Era posible que se hubiese enredado tanto con algo que no era nada en absoluto? Ahora que él se encontraba ausente, ni siquiera era capaz de imaginárselo. Había volado fuera de su imaginación, e incluso cuando miraba al muñeco no podía ver otra cosa que un monigote inanimado; y también había comprometido su vida por culpa de aquel muñeco, ahora, cuando resultaba tan arriesgado para ella comprometerse.

Sus amigos alemanes —sus hombres alemanes— eran hombre, seres reales. Pero aquel oficial inglés no era, como se dice, ni carne ni pescado; ni ave ni arenque ahumado. Era solamente una presencia hipotética. Sentía que, si no volviese nunca, sería como si hubiese leído un cuento bastante curioso pero falso, un tour de force que le encendía la imaginación falsamente.

A pesar de todo, se sentía inquieta. Alimentaba la acechante sospecha de que bien podría existir otra cosa. Así que no dejaba de observar el rellano, de vagar por él por si escuchaba algo que le dijera que el capitán había vuelto.

Escuchó un sonido. Sí, allí estaba su lento paso en las escaleras, y el lento y vago ronroneo de su voz. En el instante en que la escuchó fue de nuevo asaltada por el miedo. Sabía que allí había algo. Sintió de inmediato la realidad de su presencia, y la irrealidad de sus amigos alemanes. Desde el momento en que llegó a sus oídos la peculiar y lenta y melodiosa voz extranjera, todo pareció transformarse, y Martin y Otto y Albrecht y el resto de sus amigos alemanes parecieron palidecer y esfumarse, como si fuese posible ver a través de ellos; como cosas inmateriales.

Aquello era a lo que tenía que enfrentarse, aquella transformación de un ser en otro. Cuando estaba presente, le parecía terriblemente real; y en cuanto se ausentaba, era algo absolutamente vago, y sus propios compatriotas, los hombres de su propia raza, le resultaban la única realidad.

Venía hablando. ¿A quién hablaba? Escuchaba el eco de los pasos en el hueco de la escalera de piedra, lentos, como si estuviera cansado, y las voces parecían también pausadas, entremezclándose confusamente. El tono lento y suave de su voz, y luego unos rápidos y peculiares acentos —sí— de una voz femenina. No se trataba de una de las criadas puesto que se expresaba en inglés. Escuchó atentamente. El rápido y silencioso sonido de una voz de mujer, ligeramente triste al mismo tiempo, una mujer que hablaba con rapidez y que trataba de no elevar el tono, como si estuviese hablando para sí misma. Los tensos oídos de Hannele captaron lo que estaba diciendo:

—Sí, la baronesa me resultó una criatura absolutamente preciosa, completamente encantadora; pero con un aspecto tan español… ¿Recuerdas, Alec, cuando estábamos en Málaga? Yo siempre pensé que te fascinaban con sus mantillas. Con una mantilla se la vería fabulosa. Solo que acaso sea demasiado franca e impulsiva la pobre criatura. Le falta la reserva de las españolas. ¡Pobre criatura! Siento lástima por ella. Por ambas, en realidad. Ha de ser muy duro verse obligada a hacer esas cosas para vivir cuando estás acostumbrada a que te lo den todo hecho simplemente por ser tú y por tu título aristocrático. Debe de ser muy desagradable para las dos; pobrecillas. Baronesa, condesa… suena un poco ridículo cuando usas esos apelativos para comprarles bordados de lana. Pero supongo que las pobrecillas no pueden evitarlo. Mejor sería que dejasen sus títulos a un lado.

—Bueno, la verdad es que lo harían si la gente les dejase. Son los ingleses y los americanos quienes encuentran más fácil decir baronesa o condesa que fräulein von Prielau-Carolath, o lo que sea.

—Podrían decirles simplemente fräulein, como llamamos nosotros a nuestras gobernantas; o mejor como solíamos hacerlo cuando teníamos gobernantas alemanas —se oyó decir a la mujer.

—Sí, podríamos —repuso la otra voz.

—Después de todo, ¿de qué te sirve un título si te es preciso vender muñecos y tapetes de lana? Por otra parte, nada del otro mundo.

—Oh, claro. Claro, sí. A mi modo de ver los títulos nobiliarios son en cierto modo una equivocación. Pero siempre los han tenido —sonó la voz musical del hombre, con su tono cantarín de infinita indiferencia. Sonaba como un hombre que habla en sueños.

Hannele atisbó un verde penacho de plumas de grulla que viraba abajo, por las escaleras, y se apresuró a retirarse.

 

Fuera, sobre el tejado, existía una pequeña plataforma donde él solía colocar su telescopio para contemplar las estrellas y la luna, cuando era posible ver la luna. No era muy sólida, apenas el borde del tejado al otro lado de la ventana al final del pasillo superior, o más bien del rellano superior, puesto que se trataba tan solo del espacio que separaba los dos áticos. Hannele tenía el ático de la parte trasera y Hepburn la habitación que el lector ya conoce, además de un pequeño dormitorio que apenas era un trastero. Antes de su llegada, Hannele estaba sola bajo el tejado. Las habitaciones que él ocupaba ahora eran entonces el trastero y la lavandería, el lugar donde la ropa se secaba. Pero él había manifestado sus preferencias por vivir en lo alto a causa de las estrellas, y aquel era el lugar que le agradaba.

Hannele le oyó aquella noche ir de acá para allá, deambulando por la habitación. Le oyó también en el borde del tejado. No podía dormir. La molestaba. La luna se había elevado, grande y refulgente, en el cielo. Oyó las campanas de la catedral marcar pausadamente las dos: dos grandes gotas sonoras en medio de la lívida noche. Y de nuevo, desde la parte exterior del tejado, le oyó aclararse la garganta. Luego maulló un gato.

Se levantó, se envolvió en un batín oscuro y caminó por el rellano hasta la ventana del final del pasillo. Fuera el cielo estaba bañado por la luz de la luna. Hepburn estaba inclinado como un gran gato sobre el anteojo de su telescopio, sentado sobre un taburete y con las rodillas muy separadas. Permaneció en esa postura, completamente inmóvil, como una escultura de plomo colocada sobre el tejado. La luz de la luna se reflejaba con brillo de grafito sobre la enorme pendiente de pizarras negras. Hannele permaneció quieta en la ventana, observando, mientras él continuaba atento y estático frente al tubo del telescopio.

Golpeó suavemente el cristal de la ventana y él se volvió, como un felino que escruta en la penumbra con sus ojos nocturnos y dilatados. Acercó entonces su mano y empujó la ventana para abrirla.

—Hola —dijo silenciosamente—. ¿No podías dormir?

—¿No estás cansado? —contestó Hannele un poco enfadada.

—No. Estoy tan despierto como pueda estarlo. ¡Mira qué luna tenemos esta noche! Es sorprendente. ¿No quieres acercarte y echar un vistazo?

—No, gracias —contestó presurosa. Le asustaba la idea.

El capitán volvió a su posición anterior, y de nuevo miró por el aparato.

—Sorprendente —murmuró. Hannele esperó un poco, hechizada ella también por la gran luna de octubre y por el cielo tachonado de resplandecientes lucecitas blancas y verdes. Parecía que fuese de día. ¡Y allí estaba él, acechante y sobre el tejado como si fuese un enorme gato! Era exactamente como si contemplase el día en otro planeta.

Al fin se volvió hacia ella. Su rostro brillaba un poco y sus pupilas estaban dilatadas como las de un gato nocturno.

—¿Sabes que he tenido visita? —dijo.

—Sí.

—Mi mujer.

—¡Tu mujer! —Hannele levantó la mirada con verdadero asombro. Había pensado que quizá se tratase de alguna conocida, su tía seguramente, o incluso alguna hermana mayor—. ¡Pero si es mucho mayor que tú! —añadió.

—Ocho años —dijo él—. Yo tengo cuarenta y uno.

Se produjo un silencio.

—Sí —agregó el capitán en tono reflexivo—. Llegó por sorpresa, ayer, y se encontró con que yo no estaba en la ciudad. Se aloja en el hotel. En el Vier Jahreszeiten.

Durante unos segundos ninguno dijo nada.

—¿No vas a quedarte con ella? —preguntó Hannele.

—Sí, probablemente me reúna con ella mañana.

Hubo una pausa aún más dilatada.

—¿Y por qué no esta noche? —preguntó Hannele.

—Bueno, preferí dejarlo para mañana. Suponía la molestia de cambiar de cuarto en el hotel, y ya era tarde, y además yo estaba hecho un asco después del viaje.

—Pero ¿te irás mañana con ella?

—Sí, mañana. Una semana, o algo así. Después no estoy seguro de lo que pueda suceder.

Se produjo una pausa muy larga. Hepburn seguía sentado en su taburete del tejado, mirando la nada con los ojos abiertos, muy negros y vacíos. Ella permanecía un poco más abajo, en el hueco de la ventana, reflexionando.

—¿Deseas irte al hotel con ella? —inquirió al fin Hannele.

—Bueno, no particularmente. Tampoco me importa demasiado, a decir verdad. Somos muy buenos amigos. De hecho hemos sido amigos durante dieciocho años, y han pasado diecisiete desde que nos casamos. Es una mujer muy simpática, no quiero herir sus sentimientos. No me gustaría causarle daño alguno, ¿comprendes? Por el contrario, deseo para ella lo mejor de este mundo.

Parecía no percatarse del completo asombro con que Hannele escuchaba sus palabras.

—Pero… —tartamudeó—. ¿No esperará que hagas el amor con ella?

—Oh, claro que lo espera. Puedes apostar a que sí. Es una mujer, al fin y al cabo.

—¿Y tú…? —La pregunta contenía una peligrosa insinuación.

—No me importa realmente, ya sabes, si es solo por un corto período de tiempo. Estoy acostumbrado a ella. Siempre le he tenido afecto, y si con ello le proporciono placer… bueno, que así sea. Quiero que obtenga todo el placer que la vida pueda darle.

—¿Y tú? ¡Estoy hablando de ti! ¿Es que no sientes nada?

El asombro de Hannele estaba alcanzando el nivel de la incredulidad. Empezó a pensar que el hombre estaba inventándoselo todo. Todo era completamente distinto desde el punto de vista de Hannele. Quedarse sentado tan tranquilo mientras hacía aquellas afirmaciones con toda la buena fe… No, era imposible.

—No creo que yo cuente para nada —dijo él ingenuamente.

Hannele desvió la mirada. Si aquello no era mentir se trataba entonces de un imbécil, o algo todavía peor. De momento no tenía nada que decir. Le parecía que Hepburn era algo así como un fenómeno psíquico, como un saltamontes, un renacuajo o una amonita; no podía considerarse desde un punto de vista humano. No, simplemente no era humano. ¡Y a ella la había seducido! Fue tan solo la sorpresa y la pura curiosidad lo que la llevó a plantearle una nueva pregunta.

—¿De modo que tú nunca cuentas? —inquirió, y había un toque de burla en su voz, de risa incluso. Él no pareció ofenderse.

—Muy raramente —dijo—. Cuento en muy pocas ocasiones. Así es la vida, al menos para mí. Uno importa tan, tan poco…

A Hannele, el asombro le hacía sentirse casi al borde del desmayo. ¡Y se llamaba hombre a sí mismo!

—Pero si tan poco importas, ¿por qué razón haces las cosas?

—Oh, es preciso. Por otra parte, ¿por qué no? ¿Por qué no hacer cosas, incluso si uno mismo apenas significa nada? Mira la luna. A ella no le importa en absoluto que yo exista o no, de modo que, ¿por qué tiene que interesarme a mí?

Tras una vacía pausa llena de incredulidad, Hannele dijo:

—Podría morirme de risa. Todo me parece completamente ridículo. No, soy incapaz de creerme todo esto.

—Tal vez es un punto de vista razonable —repuso él.

Hubo un silencio largo y embarazoso, aunque era difícil saber la causa de aquel embarazo.

—Entonces ¿yo no significo nada para ti, nada en absoluto? —terminó diciendo Hannele.

—Yo no he dicho eso.

—Nada significa nada para ti —dijo ella desafiante.

—Yo no he dicho eso.

—Ya se trate de tu mujer, o de mí, o de la luna: toute la même chose.

—No… no… Esa no es la mejor manera de considerarlo.

Ella le miró con tanta estupefacción que creyó que algo explotaría en su interior si escuchaba una palabra más. ¿Acaso era aquel un hombre? ¿Qué era en realidad? Estaba más allá de su entendimiento, eso era todo.

—Bueno, adiós —dijo—. Espero que te diviertas en el hotel Vier Jahreszeiten.

Y le dejó sentado en el tejado.

«Supongo», se dijo, «que esto es lo que se llama amor à l’anglaise. Pero es más de lo que yo puedo soportar.»

 

—¿Quiere usted venir a tomar el té conmigo? ¡Diga que sí! Venga ahora mismo. ¿No le parece que hace un frío espantoso? Sí… bueno… entre usted aquí y nos tomaremos una buena taza de té caliente en nuestro pequeño cuarto de estar. El tiempo cambia tan bruscamente que, en verdad, uno necesita un pequeño reconfortante. ¿O tal vez a usted no le apetezca el té?

—Oh, sí. Me acostumbré a tomarlo en Inglaterra —dijo Hannele.

—¡No me diga! ¿Estuvo usted mucho tiempo allí?

—Oh, sí.

Las dos mujeres se habían encontrado en la Domplatz. La señora Hepburn se parecía extraordinariamente a uno de los muñecos de Hannele, con aquella cómica esclavina de pieles, tan corta, y aquella falda de color verde oscuro y aquella especie de sombrero más bien velloso. Hannele parecía casi gigantesca a su lado.

—Y ahora entrará usted y tomaremos juntas el té, ¿verdad que sí? Oh, acepte, por favor. No importa si es o no de rigueur. Yo estoy siempre encantada con lo que hago. Me temo que de vez en cuando eso le proporciona algunas sorpresas desagradables a mi marido; pero eso no podemos evitarlo. No puedo aceptar que nadie me dicte leyes. —Se rió a su simpática manera—. Así que entre usted ahora y veamos si tienen también pastelillos calientes. Me encanta comer un pastelillo caliente con el té cuando hace frío. Espero que a usted también le guste; siempre que los haya, quiero decir. Aún no lo sabemos. —Dejó escapar su risita tintineante—. Mi marido podría estar en casa o no. Pero eso no representa ninguna diferencia para nosotras, ¿verdad que no? Mire, están dando las cuatro y media. En Inglaterra siempre tomamos el té a esta hora. Mi marido adora su té; no creo que nunca haya llegado con cinco minutos de retraso. Siempre ha acudido a la llamada en los últimos doce meses, a la hora exacta y sin fallar un solo día. A mi marido no le preocupa en absoluto si la cena se retrasa un poco. En cambio se pone… bueno, se pone de mal humor si ha de esperar por su té de las cuatro y media. —Volvió a soltar su risita sonora—. Aunque no debería decir todo esto. Es la esencia de la bondad y de la paciencia. No creo haberle visto nunca hacer algo poco amable, o decir algo poco generoso para con los demás. Pero dudo que hoy se encuentre en casa.

Sin embargo, estaba en casa. Permanecía de pie, con las piernas separadas y las manos en los bolsillos de los pantalones, en el pequeño cuarto de estar situado en el piso superior del hotel. Levantó las cejas muy ligeramente al ver entrar a Hannele.

—¡Ah, condesa Hannele, de modo que mi mujer ha conseguido traerla consigo! Muy bien, muy bien. Deje que la ayude a quitarse el abrigo.

—¿Has pedido ya el té, querido? —preguntó la señora Hepburn.

—Eee… sí. He dicho que lo trajeran en cuanto te vieran llegar.

—Bien, sí. ¿Querrías volver a llamar y pedirlo para tres, querido?

—Sí, claro, claro.

Llamó, y se quedó a la espera sin sacar las manos de los bolsillos.

—Bueno —dijo la señora Hepburn, sosteniendo la tetera mientras su pulsera tintineaba y relumbraban sus enormes anillos de brillantes y sus grandes pendientes de perlas arracimadas bailaban junto a sus marchitas mejillas—. ¿No es encantadora la condesa Zu… condesa Zu…?

—Rassentlow —dijo él—. Pero creo que la mayor parte de sus amigas la llaman condesa Hannele. Así la llamamos siempre entre nosotros. «La tienda de la condesa Hannele», decimos.

—¡La tienda de la condesa Hannele! ¿No es encantador? Encuentro tan romántico el simple sonido de su nombre… ¿Le gusta la nata?

—Gracias —dijo Hannele.

La reunión se desarrolló dentro de una nube de animada charla, mientras la señora Hepburn maniobraba con la tetera, encendía el infiernillo, lo soplaba para apagarlo y escrutaba por encima del vapor sin llegar a saber a ciencia cierta si había o no más té en la tetera.

—En casa siempre sé (iba decir que ni siquiera me equivoco de una cucharada) cuánto té queda en la tetera. Pero esta… No sé de qué estará hecha. No es plata, eso lo sé. Y resulta tan pesada que ya me ha engañado varias veces. Mi marido es un hombre muy tragón, realmente. Le gusta tomarse al menos tres tazas, y hasta cuatro si se las ofrecen, ¡o cinco! Si, querido, hay todo el té que quieras hoy. Podrás tomarte incluso cinco tazas, si no te importa que las dos últimas sean algo flojas. Deje que llene su taza, condesa Hannele. Creo que tiene usted un nombre encantador.

—Hay una obra de teatro llamada Hannele—, ¿no es así? —dijo el señor Hepburn.

Una vez hubo bebido él sus cinco tazas y su esposa hubo colocado su cigarrillo en el extremo de una blanca boquilla muy larga y delgada, de la que chupaba a distancia como una pequeña mujer china, hubo un ligero respiro en la conversación.

—Alec, querido —dijo la señora Hepburn—, ¿no olvidarás llevar el mensaje que te he dado para la señora Rackham? Tengo miedo de que se te olvide.

—No, cariño, no lo olvidaré… Eh… ¿preferirías que lo llevara ahora mismo?

Hannele advirtió que con frecuencia vacilaba al hablar, recurriendo a repetidos «eh» cuando se dirigía a su mujer. Pero resultaba evidente que los dos eran muy buenos amigos

—Si quisieras hacerlo, querido, me sentiría muy satisfecha. Pero no pretendo meterte prisa en lo más mínimo.

—Oh, lo llevaré ahora mismo.

Y se marchó. La señora Hepburn se dedicó a entretener a su invitada.

—Es tan encantador conmigo… —dijo la mujercilla—. Realmente maravilloso. Y siempre ha sido igual, invariablemente. Si un día cometiera un pequeño desliz, bueno, usted ya me entiende, no podría tomármelo a la tremenda.

—No —dijo Hannele, a quien le parecía como si sus oídos se dilataran por la sorpresa.

—Es la guerra, nada más que la guerra. Produce un terrible efecto de deterioro sobre los hombres.

—¿De qué manera? —preguntó Hannele.

—Bueno, moralmente. Es difícil hallar a un hombre que sea el mismo después de la guerra. Degeneran de un modo realmente horrible.

—¿Lo cree usted así?

—Así lo creo, en efecto. Pero ¿acaso no sucede lo mismo con los soldados y los oficiales alemanes?

—Sí, supongo que sí.

—Y yo estoy segura, a juzgar por lo que he oído. Pero, por supuesto, es a las mujeres a quienes es preciso censurar por encima de todo. ¡Pobres de nosotras, las mujeres! Me temo que somos una raza culpable, aunque nunca he lapidado a nadie. Yo misma conozco lo que es sufrir tentaciones. No puedo librarme de los hombres, es mi naturaleza. Siento la necesidad de coquetear un poco, y cuando era más joven, bueno, le aseguro a usted que no se me escapaba uno solo. Y me he chamuscado muchas veces, se lo aseguro; pero nunca llegué a quemarme del todo. A mi marido nunca le importó gran cosa todo esto: siempre supo que yo estaba a salvo, realmente. Oh, claro, siempre le he sido fiel. Pero, aun así, he estado alguna vez muy cerca de la llama. —Y soltó su simpática risita.

Hannele se llevó ambas manos a los oídos para asegurarse de que seguían en su lugar.

—Por supuesto que durante la guerra fue terrible. Sé de cierto hospital en el que resultaba absolutamente imposible que una chica permaneciese en su cargo si actuaba decentemente. Las jefas de enfermeras y las hermanas simplemente las echaban. No querían tenerla allí si no era una de ellas. Y ya sabe usted qué significa esto. Exactamente como el convento del relato de Balzac. Ya sabe a cuál me refiero, estoy segura.

De nuevo su risa tintineó alegremente.

—Sin embargo, ¿qué se ha de esperar cuando no hay bastantes hombres disponibles? Mire usted, yo tenía una amiga en Irlanda. Ella y su esposo constituían la pareja ideal, verdaderamente la pareja ideal. Verdaderos camaradas de juegos, que es lo más que puede decirse, claro. Pues bien, al llegar la guerra él fue nombrado mayor. Ella se quedó esperándole, pobrecilla, confiada en que, en cuanto volviera de permiso, pasarían unos días maravillosos. Ella es como yo, y tiene la suerte de contar con algunos ingresos propios, no una gran fortuna, pero en fin… Bien, ¿qué era lo que estaba diciendo? Ah, sí, ella esperaba ansiosa el momento en que él volviera a casa, de permiso, para pasar unos días maravillosos junto a él. Edificaba castillos en el aire la pobrecita, como solemos hacer nosotras las mujeres, pobres desafortunadas. Me parece que nunca nos curaremos de eso. —Volvió a reír un poco—. El hecho es que no hubo nada de eso. Nada de nada.

La señorita Hepburn levantó su mano llena de alhajas con un gesto de protesta. Resultaba curioso: sus manos eran hermosas y blancas, y su cuello y su pecho, que ahora podían verse gracias al vestido que llevaba, eran también bellos, suaves y claros, por debajo del revoltijo de rápidos fulgores que despedían las cadenitas y las joyas multicolores. ¿Por qué su rostro le había jugado la mala pasada de arrugarse por entero? De todas formas, así era.

—Nada de eso —repitió la damita—. Regresó bastante cambiado. Según me dijo, apenas reconocía en él al mismo hombre. Déjeme contarle un pequeño incidente. Solo es una menudencia, pero significativa. El hombre volvía a su casa (esto sucedía a poco de verse libre del ejército), volvía desde Londres y le dijo a ella que fuese a recibirle al barco, informándole del horario y de todo lo demás. Pues bien, ella fue, la pobrecilla, y él no se presentó. Por mucho que esperó, no obtuvo ni una sola explicación. Nada. Ella no sabía si ir al día siguiente a esperar el barco a la misma hora. No obstante decidió que no lo haría. Naturalmente, al día siguiente llegó él. En cuanto entró en la casa, le dijo: «¿Por qué no fuiste a esperarme al barco?». «Vaya —dijo ella—, fui ayer y tú no llegaste.» «Y entonces, ¿por qué no volviste hoy?» ¿Qué le parece a usted? ¡Y habían sido dos verdaderos camaradas! ¿No le parece descorazonador? «Bueno —dijo ella defendiéndose—, ¿y por qué no llegaste ayer como estaba previsto?» «Oh —contestó él—, en la ciudad conocí a una mujer que me gustó. Me pidió que pasara con ella la noche y yo accedí.» ¿Qué me dice usted de eso? ¿Puede concebir algo semejante?

—No —repuso Hannele—. A eso lo llamo yo brutalidad innecesaria.

—¡Exactamente! ¡Es horrendo decir algo así! ¡Qué brutalidad! Bueno, ya lo ve: así es ahora el mundo. Doy gracias al cielo de que mi marido no sea así. No digo que sea perfecto pero, haga lo que haga, nunca sería desagradable ni podría mostrarse tan brutal. Simplemente no podría. Nunca me mentiría, de eso estoy segura. Pero en cuanto a esa cruel brutalidad, no, gracias al cielo, de eso no tiene ni una pizca. Si alguno de los dos es débil, esa soy yo. —De nuevo apareció su risita—. Lo cierto es que ha sido perfecto para mí. Perfecto. Rarísimamente pronuncia una palabra airada. Con decirle a usted que en la noche de bodas se puso de rodillas para prometerme que, con la ayuda de Dios, haría que mi vida fuese siempre feliz… Y he de decir que, en la medida de lo posible, ha mantenido su palabra. Esa ha sido su única meta en la vida: hacerme feliz.

La damita movió la cabeza, dirigiendo su mirada refulgente y pensativa hacia la ventana. Era la heroína de una novela romántica. Hannele podía imaginarla de esa manera, desempeñando el papel principal en el romance de su propia vida. Se trata de una inclinación tan femenina que ninguna mujer se toma a mal que la obliguen a presenciarla.

—Me parece que en mí hay más de mujer que de madre —declaró la pequeña heroína—. Adoro a mis dos hijos. El chico está en Winchester, y mi pequeña se educa en un convento de Bretaña. Oh, los dos son absolutamente maravillosos. Pero es mi hombre quien primero ocupa mi mente. Creo que soy algo anticuada, pero no me importa. Puedo reconocer los atractivos de los demás hombres. ¡Vaya si puedo! Había una exquisita criatura… un ingeniero muy inteligente… y eso no era todo… Pero no importa.

La pequeña heroína olfateó como si flotara un perfume en el aire, juntó sus enjoyadas manos y siguió diciendo:

—En cualquier caso, sé qué es volar muy cerca de la llama. Yo, por mi parte, soy irlandesa, ¿sabe?, y las irlandesas no podemos remediarlo. Ah, por nada del mundo sería inglesa. Es ese pequeño toque de imaginación, ya me entiende… —Volvió a reírse juguetonamente—. Y eso es lo que me permite comprender a mi marido incluso cuando, quizá, no debiera hacerlo. Cuando estaba en casa, conmigo, nunca albergó un solo pensamiento, ni un solo pensamiento referente a otra mujer. A decir verdad, a veces conseguía que yo misma me sintiese algo culpable. ¡En fin! No creo que jamás haya pensado en otra mujer como en alguien de carne y hueso después de conocerme a mí. Puedo asegurárselo. Agradable, cortés, simpático; pero ninguna otra mujer de carne y hueso. Eran simplemente eso, mujeres, personas que estaban de visita, ese tipo de cosas. Yo solía asombrarme cuando se presentaba alguna criatura absolutamente adorable, alguien de quien yo misma me hubiese enamorado en un instante; y él, él se mostraba encantador, delicioso, y por supuesto era capaz de apreciar sus atractivos; pero no representaba para él más que, digamos, un jarrón con claveles o un viejo encaje de punto di Milano. No de carne y hueso. Bueno, tal vez una puede llegar a sentirse demasiado segura. Quizá necesitamos un poco la sal de los celos. Creo que es así, y no he tenido ni un solo momento de celos en diecisiete años. De modo que, realmente, en cuanto supe que alguna cosilla estaba sucediendo por aquí, casi sentí placer. Para empezar, me sentí exonerada de mis propios pecadillos. Y pensé que quizá eso le volvía un poco más humano. Porque, después de todo, es humano enamorarse cuando se está largo tiempo lejos de casa y en compañía de una hermosa mujer, si uno es a su vez un hombre atractivo.

Hannele permanecía sentada con los ojos muy abiertos, absolutamente estupefacta, afinando el oído en espera de nuevas revelaciones.

—Por supuesto —dijo, sabiendo que se esperaba que dijese algo.

—Sí, por supuesto —dijo la señora Hepburn observándola con atención—. Así que pensé que lo mejor era venir y ver cuán lejos habían llegado las cosas. Solo tenía alguna sospecha. No sabía su nombre, nada. Solo el indicio de que era alemana, una aristócrata refugiada, y que él solía visitarla en su estudio.

La mujercilla miró a Hannele con intensidad y dejó escapar una risita corta a la vez que se apretaba nerviosamente los dedos. Hannele la miraba con la mente en blanco, verdaderamente aturdida.

—Naturalmente —siguió diciendo la señora Hepburn—, aquello bastaba. Era una pista bastante significativa. Me temo que mis intenciones cuando fui a su tienda no eran tan inocentes como debieron serlo. Deseaba ver algo más que los muñecos. Y cuando usted me enseñó «su» muñeco, lo comprendí todo. Por supuesto, después de aquello no quedaba ni una sombra de duda. Y vi de inmediato que estaba enamorada de él, pobrecilla. Estaba tan agitada, tan lejos de saber quién era yo… Y fue usted tan poco amable al mostrarme el muñeco… Por supuesto, no podía saber a quién se lo mostraba. Pero para ella, pobrecita, fue una prueba terrible. Pude ver cómo sufría. Y debo decir que es muy hermosa; muy, muy bonita, con su piel dorada y sus ojos color ámbar rojizo y su precioso porte. ¡Y qué temperamento tan ingenuo e impulsivo! Lo descubre todo en apenas un minuto. Y luego su voz profunda, «¡Oh, sí!, ¡oh, por favor!», igual que una chiquilla. Y tan aristocrática, con ese giro de cabeza, y con su vestido, tan sencillo y elegante. Oh, es verdaderamente encantadora, y también el tipo que siempre supe que atraería a mi marido si no me tuviese a mí. He pensado en ello muchas veces, muchas veces. Cuando una mujer es mayor que su marido, piensa en estas cosas; especialmente si él tiene también sus aspectos atractivos. Cuando he soñado con la mujer que él habría amado de no tenerme a mí, tenía siempre aspecto de española. Y la baronesa tiene un aspecto extraordinariamente español. Ha de contar con algún noble antepasado español. ¿No lo cree usted así?

—Oh, sí —dijo Hannele—. Hubo muchos españoles en Austria, durante varios períodos imperiales.

—Con Carlos V, exacto, exacto. Eso debe de ser. Y a ello se debe que posea toda la belleza española, y todo el carácter alemán. Por supuesto que, a mi modo de ver, eché en falta la reserve, la altivez. Pero, de todos modos, resulta encantadora, y estoy segura de que nunca podría llegar a odiarla. No lo conseguiría por mucho que lo intentase. Y no me propongo intentarlo. Sí reconozco, en cambio, que podría resultar verdaderamente peligroso para mi marido si la frecuentase con mucha asiduidad. ¿No está usted de acuerdo conmigo?

—Oh, pero en realidad no existe nada entre ambos —tartamudeó Hannele—, de veras.

—Bien —dijo la pequeña mujer ladeando significativamente la cabeza—, no me gustaría que hubiese algo más.

Entonces, por unos instantes, se produjo una pausa completa. Ambas mujeres estaban reflexionando. Hannele se preguntaba si aquella mujer se estaría riendo de ella.

—Sea como sea —continuó la señora Hepburn—, la chispa está ahí, y no permitiré que el fuego se extienda. Por mi parte proyecto mostrarme muy, muy cuidadosa, con el fin de no avivar la llama. Lo último en lo que pienso es en hacer una escena a mi marido. Creo que eso sería fatal.

—Sí —comentó Hannele aprovechando la pausa que siguió.

—Me moveré con mucha cautela. ¿Piensa usted que no hay nada serio entre la baronesa y mi marido?

—No, no. Estoy segura de que no hay nada —exclamó Hannele con voz convencida. Casi estaba ofendida por haber sido pasada por alto tan completamente en las sospechas de su interlocutora.

—¡Ummm… mmm…! —zumbó la mujercita mientras asentía sabiamente con la cabeza—. No estoy tan segura. No estoy tan segura de que las cosas no hayan llegado ya demasiado lejos.

—¡Oh, no! —exclamó Hannele mostrando su irritada protesta.

—Bueno, de todos modos no permitiré que vayan más allá.

Hubo un silencio absoluto por unos instantes.

—Hay algo más de lo que usted dice. Hay algo más de lo que usted dice —rumió la señora Hepburn—. Para empezar, le conozco. Sé que hay algo que le inquieta y también que ese algo no ha dejado su mente ni un solo minuto. Cuando le dije que había estado en el estudio y le mostré la funda de cojín, sé que se sintió culpable. A mí no se me engaña con facilidad. Creo que todos los irlandeses tenemos un sexto sentido. Por supuesto, no le he desafiado. Ni siquiera mencioné el muñeco. Y ya que lo he mencionado, ¿quién les encargó ese muñeco? ¿Le importaría decírmelo?

—No, no fue ningún encargo —confesó Hannele.

—¡Ah! ¡Eso pensaba yo! ¡Eso pensaba! —exclamó la señora Hepburn levantando un dedo—. Al menos sabía que ninguna persona fuera del círculo podía haberlo encargado. Claro que lo sabía.

Sonrió para sí misma.

—Por eso —siguió diciendo— tuve el tino de no decir una palabra sobre el asunto. No creo en eso de exponer a la luz las heridas, sino en la conveniencia de cubrirlas con delicadeza y dejarlas que sanen. Lo que sí le dije fue que me parecía una criatura encantadora.

La señora Hepburn miraba a Hannele con ojos radiantes.

—Sí —dijo Hannele.

—Y él fue muy vago en su respuesta. «Sí, no está mal», me contestó. Y yo me dije: «¡Ajá!, chico, no vas a engañarme con tu “no está mal”. Ella es bastante mejor que eso». Y se lo dije, claro, porque me interesaba hacerle saber que tenía mis sospechas.

—¿Y cree usted que él lo sabía?

—Por supuesto que sí. Por supuesto. «Es demasiado peligroso», dije yo entonces, «estar en una ciudad donde hay tantos hombres extraños, ya estén casados o no». Y él se volvió hacia mí y, ¡ay!, se traicionó de modo evidente. «¿Por qué?», me preguntó, pero con un tono muy distante y altivo. Entonces me dije: «Ya es hora, amiguito, de que te trasladen fuera de la zona de peligro». Pero le respondí: «Sin duda alguien tendrá por fuerza que enamorarse de ella». «En absoluto», me dijo, «en todo caso se guardará para un compatriota suyo». «¡No me digas!», le contesté, «¡con su gracioso y balbuciente inglés! Me maravilla que esas dos muchachas hayan obtenido el permiso para permanecer en la ciudad». Y él se volvió hacia mí de nuevo. «¡Por Dios bendito!», dijo, «¿quisieras que las expulsaran tan solo porque son bonitas a la vista, cuando no tienen otro lugar al que ir ni otro modo con el que ganarse la vida?». Le aseguro a usted que ni una sola vez desde que le conozco me había plantando cara de manera tan imperiosa. Ni una sola vez desde que estamos casados. Así que únicamente le dije, muy despacio: «Yo quisiera proteger a nuestros soldados». Y él no dijo nada más, aunque volvió a mirarme por debajo de las cejas antes de dejar la habitación.

Hubo otro silencio. Hannele esperó con las manos descansando en su regazo; la señora Hepburn reflexionaba con las manos en el suyo. Su rostro estaba amarillento y sumamente arrugado.

—Bien, entonces —dijo, volviendo súbitamente a la vida—, ¿qué podemos hacer? Quiero decir, ¿qué se debe hacer en estos casos? Usted es la amiga más cercana de la baronesa, y yo no quiero causarle el menor daño, ninguno en absoluto.

—Sí, ¿qué podemos hacer? —repitió Hannele.

—Hace ya tiempo que insto a mi marido para que se dé de baja en el ejército, y sé que él podría conseguirlo en tres meses. Pero, como tantos otros hombres, carece de unos ingresos propios y no quiere sentirse dependiente. ¡Qué perfecto sinsentido! Así que dice que prefiere permanecer en el ejército. Nunca antes le había visto contradecir mis deseos.

—Pero es mejor para un hombre que sea independiente —dijo Hannele.

—Ya lo sé. Pero lo mejor para él es hallarse en casa. Yo podría conseguirle un puesto en uno de los observatorios. Podría dedicarse a trabajos de meteorología.

Hannele rehusó seguir dando respuestas.

—Por supuesto —insistió la señora Hepburn— que si va a quedarse aquí sería mucho mejor que la baronesa dejara la ciudad.

—Estoy segura de que nunca lo hará por su propia voluntad —dijo Hannele.

—Yo también estoy segura. Pero se podría hacerle ver que sería mucho más sensato por su parte irse por las buenas.

—¿Por qué?

—Pues porque las autoridades británicas podrían expulsarla en cualquier momento.

—¿Y por qué harían algo así?

—Creo que las mujeres que constituyen una amenaza para nuestros hombres deberían ser evacuadas.

—Pero ella no es ninguna amenaza para sus hombres.

—Bueno, yo tengo mi propia opinión sobre el asunto.

La conversación llegó definitivamente a un punto muerto.

—Temo haberla retenido demasiado con mi charla —dijo la señora Hepburn—. Pero quería hacer que las cosas fuesen lo más sencillas posibles. Como le he dicho antes, soy incapaz de sentir ningún rencor hacia ella, pero comprenderá usted que no puedo permitir que las cosas sigan su curso. Solo el cielo sabe adónde podrían llegar. Por supuesto que si puedo convencer a mi marido para que renuncie al ejército y vuelva conmigo a Inglaterra… De todos modos ya se verá. Estoy segura de ser la última persona en este mundo capaz de albergar malos sentimientos.

El tono en que ella se expresó implicaba una abierta amenaza.

Hannele se levantó de la silla.

—¡Ah, una cosa más! —dijo su anfitriona tomando un pequeño pañuelo de encaje y tocándose delicadamente la nariz con él—. ¿Cree usted —se sonó— que podría obtener el muñeco? Aquel muñeco, ya sabe usted…

—¿El muñeco?

—Sí, el de mi marido. —La mujercilla se frotó la nariz con el pañuelo.

—El precio son tres guineas —dijo Hannele.

—¡Vaya! —El tono de la señora Hepburn era ahora muy frío—. Pensaba que no estaba en venta.

Hannele se puso el abrigo.

—Me lo enviará, ¿no es así? Si es usted tan amable…

—Primero he de consultarlo con mi amiga.

—Naturalmente. Pero estoy segura de que será buena y me lo enviará. Es algo un poco… indiscreto. ¿No le parece?

—No —dijo Hannele—. No más que un cuadro de un retrato.

—¿No? —dijo la mujercilla fríamente—. Bueno, incluso si se tratase de un cuadro de un retrato creo que me gustaría que fuese de mi propiedad. Ese muñeco…

Hannele esperó, pero no hubo conclusión.

—Sea como sea —afirmó—, el precio son tres guineas, o su equivalente en marcos.

—Muy bien —dijo la señora Hepburn—. Tendrá usted sus tres guineas cuando yo tenga el muñeco.

 

Hannele emprendió preocupada el camino a casa. Un hombre nunca sería algo tan abyecto como su esposa le hacía parecer, hablando de «mi marido». De todos modos, si una mujer desea rescatar a su esposo de las garras de otra mujer, invítela únicamente a tomar el té y a charlar con toda sinceridad de «mi marido, ya sabe». Todo hombre ha hecho el ridículo espantosamente con una mujer alguna que otra vez. Ninguna mujer olvida jamás; y la mayoría de ellas montaría un espectáculo de verdadero patetismo frente a la otra mujer. Por ejemplo, la imagen de Alec postrado a sus pies en la noche de bodas, jurando dedicar su vida a hacerla siempre feliz; esta imagen era algo que aparecía una y otra vez en la mente de Hannele en cuanto pensaba en su querido capitán, y con desastrosas consecuencias para este. Claro que, si el gesto lo hubiese realizado ante los propios pies de Hannele, ella lo hubiese considerado prácticamente natural, casi una parte necesaria del espectáculo del amor. ¡Pero ante los pies de aquella mujercilla! ¿Qué llevaría puesto aquella noche? ¡Su noche de bodas! Hannele deseó con todas sus fuerzas que fuera una horrible camisola de seda salpicada de frágiles florecillas. ¡Imaginen a la pequeña dama! Tal vez con una capa de tocador muy chic, de punto di Milano, y unas braguitas de aquella seda floreada, ¡y su hombre tal vez con tirantes! Oh, cielo misericordioso, sálvanos de las indiscreciones ajenas. No, asegurémonos de que fue un apropiado vestido de noche, veinte años atrás, con un corte muy bajo y una larga cola en la parte posterior y arrastrándose un poco; y una pequeña elevación de plumas sobre un elegante peinado. Y todas aquellas joyas, perlas naturalmente, y él con la chaqueta del esmóquin y el chaleco blanco, probablemente en una habitación de un hotel de Lugano o de Biarritz. ¿Y ella? ¿Estaría de pie con la manita posada sobre el hombro de él, o estaría sentada sobre la cama del dormitorio? ¡Oh, horrendo pensamiento! Y sin embargo, aquella escena era casi inevitable. Hannele nunca se había casado, pero se había aproximado lo suficiente a la comprensión del evento como para saber que una escena como aquella era prácticamente inevitable. Una parte indispensable de cualquier luna de miel. ¡De rodillas, con los talones hacia arriba!

¡Y qué negro y ordenado debía de estar su cabello entonces! Sin canas en las sienes. Un novio verdaderamente guapo. Acaso llevara una rosa blanca en la solapa. Podía verle arrodillado, enfundado en sus pantalones negros y con su cuello de camisa. Y podía ver su cabeza inclinada, y podía escuchar su voz plañidera y musical diciendo: «Con la ayuda de Dios, haré que tu vida sea siempre feliz. Viviré para eso, y para nada más». Y entonces la pequeña mujer debió de haber tenido los ojos bañados en lágrimas, y debió de haberle dicho, soberbiamente: «Gracias, querido. Estoy segura de ello».

¡Ay! ¡Ay! Los maridos deberían ser solo para sus mujeres; y las mujeres para sus propios maridos. Y ningún extraño debería tener papel alguno en aquellos terribles fragmentos de la puesta en escena conyugal. No, se dijo Hannele, aquella escena era verdadera. Había tenido lugar. ¡Y ella había estado enamorada del protagonista de aquella escena! ¡Del devoto esposo de aquella damita! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¿Cómo había sido posible? De rodillas, ¡de rodillas y con los talones hacia arriba!

¿Acaso soy una perfecta imbécil?, pensó para sí misma. ¿Soy tan solo una mentecata, jadeando de amor por él? ¿Cómo pude? ¿Cómo pude? ¡La mera manera en que le dijo: «Sí, querida»! ¡La manera en que hace todo lo que dice ella! ¡La manera en que va de acá para allá con las manos en los bolsillos! ¡La manera de escabullirse en cuanto ella así lo desea porque quiere hablarme! Y él sabe que su esposa quiere hablarme. Y hasta sabe lo que quizá me diga, a pesar de lo cual se apresura a cumplir el encargo sin plantear pregunta alguna, como un criado. «Haré exactamente lo que tú quieras, querida.» Debía de haberle repetido esas palabras una y otra vez. Y cumplirlas, además. Llevar a cabo todos sus juramentos y promesas.

¡Ay! ¡Ay! Hannele se retorcía las manos al pensar en sí misma mezclándose con él. Y le había parecido tan varonil… Parecía haber tanta silenciosa pasión masculina en él. Y sin embargo… ¡aquella pequeña mujer! «Mi marido ha sido siempre tan dulce conmigo…» ¡Qué me dices! Y de rodillas, para más señas. Y sus «Sí, querida. Claro que sí, claro». No es que tuviese miedo de la pequeña mujercita, no, simplemente se había comprometido con ella, como se hubiese comprometido a ir a la cárcel, o al paraíso.

¿Había estado soñando al enamorarse de él? Oh, deseaba tanto no haberlo estado. Deseaba no haberse entregado nunca a él. ¡A él! ¡Entregarse a él! ¡Y con tanta vileza! Pendiente de sus palabras y de sus movimientos, mirándole como a un césar; eso le había parecido a ella, un césar mudo, un Germanicus, un… ya no sabía qué.

¿Cómo había ocurrido todo? ¿Qué era lo que la había seducido? ¿Era solo su buen aspecto? No, en realidad no. Era el tipo de apariencia que a ella nunca le había interesado. Debía de ser dueño de algún hechizo. Debía de ser encantador. Sí, tenía encanto, y este había obrado.

Pero hacía ya unos días que no obraba en ella aquel encanto, ni una sola vez desde la tarde en que llegó su mujer. Desde entonces le había parecido… bastante repulsivo. Bastante repulsivo, estúpido, un idiota; una persona simple y bastante vulgar. Eso era lo que él le parecía cuando el hechizo no funcionaba. Un individuo limitado y bastante inferior. Y en un mundo de Schiebers y de especuladores, de personas pretenciosas y vulgares, aquello era la peor cosa posible. ¡Un individuo limitado, inferior, ligeramente pretencioso! ¡El marido de aquella mujercita! Y, ¡cielos!, estaba Hannele tan profundamente comprometida con él. Sin embargo, él no había hablado a solas con ella desde la llegada de su mujer. Probablemente ya nunca más hablaría con ella en privado. Prometió no hacerlo nunca más. Lo terrible era el pasado, aquello que había habido entre él y ella. Se estremeció al pensarlo. ¡El marido de aquella mujercita!

¡Sin duda habría de existir algo que explicara todo aquello! Encanto, únicamente encanto. Él era dueño de eso. ¡Pero en cuanto el encanto dejó de obrar…! En aquel momento había desaparecido por completo para Hannele, tanto que sentía un gusto a sal en la boca. ¿Hasta qué punto había llegado todo?

¿En qué consistía su encanto, después de todo? ¿Cómo había podido afectarla? Empezó a pensar de nuevo en él, pasando revista a los mejores momentos: su presencia, cuando estaban solos allá arriba, en el espacioso ático tan cerca de las estrellas; ¡su habitación!; las enormes paredes encaladas; el ligero aroma del tabaco; el silencio, la sensación de tener cerca las estrellas; el telescopio; el cacto de hermosas flores carmesíes. Y, por encima de todo, el extraño, insidioso y remoto silencio de su presencia, que también era agradable para ella. La curiosa manera en que volvía la cabeza para escuchar —¿para escuchar qué?—, como si acabase de oír algo en las estrellas. La extraña mirada, como el destino, en sus abiertos y prácticamente fijos ojos oscuros. La hermosa línea de su frente, que siempre parecía ocultar cierta turbación inquieta. ¡La lenta elegancia de sus piernas rectas y hermosas, la exquisitez de su oscuro y grácil pecho! Ah, podía sentir el hechizo invadiéndola de nuevo. Podía sentir la serpiente mordiéndola en el corazón. Podía sentir de nuevo las flechas del deseo volando hacia ella.

Pero entonces… Y volvió de sus pensamientos para regresar hasta aquella pequeña merienda en el Vier Jahreszeiten. Recordó sus palabras: «Sí, querida. Claro que sí, claro». Y evocó la expresión estúpida e inferior de su rostro. Y aquel deje servil con que se apresuró a abandonar la habitación para cumplir el deseo de su mujer.

Y de nuevo se desvaneció el hechizo, como baja el resplandor del crepúsculo sobre la ciudad ardiente, dejando tan solo un sórdido agujero industrial. ¡Hasta ahí el hechizo!

Hasta ahí el hechizo. Sería mejor que hubiese permanecido fiel a su tipo de hombre, Martin por ejemplo, que era un caballero y un temerario soldado, un alma enigmática y un hombre de agradable conversación. Solo que no tenía ninguna magia. ¿Magia? La mera palabra la sobrecogía. ¿Magia? Engaño. Engaño, en eso acababa todo. ¡Magia!

Pero no nos precipitemos demasiado. Sí, allí había habido magia realmente, en aquellas tardes en el ático de altos techos. —¿Había habido? Sí, sí. Tenía que admitirlo. Había habido magia. Sí, había habido magia en su presencia y en su contacto… en el marido de aquella pequeña damita…—. Y de nuevo apareció en ella aquel sentimiento de desagrado.

Así que volvió a empezar, tratando de aferrarse a la cola de aquella magia suya demasiado evanescente. Pero se deslizaba rápidamente hacia la desilusión. No importaba. Si alguna vez había existido seguiría existiendo todavía; y en tal caso merecería la pena conservarla. Pueden llamarlo una ilusión, si quieren; pero una ilusión que supone una experiencia real merece la pena. Tal vez esta desilusión era una ilusión mayor que la propia ilusión. Acaso toda aquella desilusión de la damita y del marido de la damita era aún más falsa que la ilusión y la magia de aquellas pocas noches. Probablemente la larga desilusión de la vida es más falsa que los breves momentos de verdadera ilusión. Después de todo, la delicada oscuridad de su pecho, el misterio que parecía acompañarle cuando deambulaba despacio por su habitación, después de ponerse la túnica… No, no. Si podía retener la ilusión de su encanto, enviaría al diablo todas sus desilusiones. No, era mejor vivir hechizada por su encanto; dejar que el hechizo la poseyese. Eso era lo que ansiaba. Lo que realmente debía combatir era la vulgaridad de la desilusión. La vulgaridad de la pequeña damita; la vulgaridad del marido de aquella mujercita; la vulgaridad de la escasa franqueza del hombre; su «Sí, querida. Claro que sí, claro». Aquello era contra lo que ella debía luchar. Él se había mostrado vulgar y repulsivo. Pero estaba también la extraña figura que se sentaba a solas, por la noche, a mirar las estrellas. La encantadora flor roja del cacto; el misterio que crecía en él cuando atravesaba la habitación después de ponerse la túnica; el atractivo y la tristeza, su silencio al inclinarse para desanudar sus botas. ¡Y su extraña sonrisa de gárgola, tan fija, cuando le acariciaba la barbilla con la mano! La vida entera es una decisión. ¿Y si escogía el encanto, la magia, la ilusión, el hechizo? Mejor la muerte que aquello otro, el marido de la pequeña damita. Cuando todo estaba hecho y dicho, ¿era él más el marido de aquella mujer que el extraño césar de delicado pecho que ella había conocido? ¿Cuál de ellos era?

No, no iba a enviarle el muñeco. La pequeña damita jamás tendría aquel muñeco.

¡Qué muñeca fabricaría de ella misma! ¡Cielos, qué marchita alhaja!

 

El capitán Hepburn aún visitaba ocasionalmente la casa para recoger su correo. La criada depositaba su correspondencia en un lugar de la entrada con el fin de que no tuviera que subir las escaleras.

Entre sus cartas —o mejor dicho, junto a las otras cartas, pues su correspondencia era bastante escasa— encontró un día un sobre con un escudo. Dentro del sobre había dos cartas:

 

 

Estimado capitán Hepburn:

He recibido la carta adjunta de la señora Hepburn. No es mi intención que ella tenga el muñeco que constituye su retrato, de modo que no contestaré a su carta. Tampoco alcanzo a comprender por qué trataría de que se nos expulsara de la ciudad. Me habló el otro día después de tomar el té y, según parece, está convencida de que Mitchka es su amante. Yo no dije nada en absoluto, aparte de asegurarle que no era cierto. En cuanto a mí, ella no debe temerme. No deseo complicarle a usted la vida, pero debía saber cómo estaban las cosas.

 

Johana Z. R.

 

La otra carta estaba escrita en el pesado papel de su esposa que tan bien conocía el capitán, con la no menos familiar y extensa escritura «aristocrática».

 

 

Mi querida condesa:

Me pregunto si se ha producido algún error, o algún malentendido. Hace cuatro días me dijo usted que el muñeco del que hablamos me sería enviado, pero hasta ahora no he tenido noticias suyas. Pensé en visitarla a usted en su tienda, pero creí mejor no molestar a la baronesa. Le quedaría muy agradecida si pudiese enviármelo de inmediato, pues no me sentiré tranquila mientras no se encuentre en mi posesión. Puede usted confiar en que le enviaré un cheque como contrapartida.

Un viejo amigo de la familia, el general Barlow, vino a visitarme ayer y mantuvimos una muy interesante conversación sobre nuestros tommies y sobre la debida protección de la moral en esta ciudad. Según parece, poseemos pleno derecho de enviar fuera a cualquier persona o personas consideradas indeseables, con un aviso de veinticuatro horas. Naturalmente, esto se haría con la máxima discreción a fin de causar el menor escándalo posible.

Hágame llegar el muñeco mañana. Tal vez quiera usted facilitarme, asimismo, algún indicio sobre sus intenciones de futuro.

Con los mejores deseos de quien solo desea ser su amiga. Atentamente suya,

 

Evangeline Hepburn

 

Y entonces sucedió algo espantoso. Realmente trágico. Hannele lo leyó en el periódico de la tarde, el Abendblatt. Mitchka llegó corriendo con el diario a las diez de la noche, precisamente cuando Hannele iba a meterse en la cama.

La señora Hepburn se había caído de la ventana de su dormitorio, desde la tercera planta del hotel, yendo a dar contra el pavimento. Había muerto. Estaba vistiéndose para la cena. Aparentemente, había mandado lavar una pequeña camisola por la mañana y la había puesto a secar sobre el alféizar de la ventana. Debía de haberse subido a una silla para recuperarla cuando se precipitó al vacío. Su esposo, que se hallaba en esos momentos en la habitación contigua, escuchó un breve y extraño sonido, como una exclamación ahogada, y entró en el dormitorio para averiguar qué ocurría. No pudo encontrar a su esposa. La ventana estaba abierta con la silla junto a la misma. Miró en torno y pensó que habría salido un momento, así que volvió al cuarto vecino, donde se estaba afeitando. En eso estaba cuando una de las criadas entró corriendo. Al mirar por la ventana hacia la calle, el capitán perdió el conocimiento, y también se habría despeñado si la mujer no le hubiese atraído a tiempo hacia el interior.

 

Al día siguiente el capitán volvió a presentarse en el ático. Hannele no lo supo hasta muy tarde aquella noche, cuando golpeó su puerta con los nudillos. Reconoció de inmediato su modo de llamar.

—¿Querrías venir a charlar conmigo? —le preguntó.

Hannele esperó unos momentos antes de responder. Tal vez fuera la sorpresa la que le hizo consentir. La sorpresa y la curiosidad.

—Sí, iré dentro de un minuto —respondió cerrándole la puerta en las narices.

Lo encontró sentado en su habitación, muy quieto y sin fumar siquiera. No se puso en pie, se limitó a echarle una ojeada, sonriéndole débilmente. Ella pensó que su rostro era diferente, más expresivo. Sin embargo, la luz era tan tenue que no hubiese podido decirlo con seguridad. Tomó asiento a cierta distancia de él.

—Supongo que ya te has enterado —dijo él.

—Sí.

Tras una larga pausa volvió a hablar el capitán.

—Sí. Me parece imposible que haya sucedido. Pero aun así ha sucedido.

Los oídos de Hannele se mantenían atentos. Pero ella los aguzaba como si no fuese capaz de captar todo el sentido de su voz.

—Algo terrible —afirmó Hannele—. Realmente terrible.

—Sí.

—¿Crees que se cayó accidentalmente? —preguntó.

—Así debió de ser. La criada acababa de dejar la habitación y, según dice, parecía tan feliz como siempre. Supongo que al esforzarse por alcanzar la ropa por encima del alféizar perdió de pronto el conocimiento. No entiendo por qué no me llamó. No podía siquiera asomarse desde una ventana alta. Se ponía enferma en cuanto había un espacio bajo sus pies. Solía decir que ni siquiera era capaz de contemplar la luna, porque le parecía como si fuese a caer desde una altura terrible. Nunca se atrevió a dedicarle nada más que un simple vistazo. Supongo que siempre pensaba en el horrible espacio que tendría debajo suyo, si estuviese en la luna.

Hannele no escuchaba sus palabras, sino su voz. Había algo ligeramente mecánico en todo lo que decía, aunque es lo que siempre sucede con las personas que han sufrido un shock.

—Debe de haber sido algo terrible para ti —dijo.

—Oh, claro. En aquel momento fue algo espantoso. Espantoso. Sentía el golpe dentro de mí, ya sabes.

—Espantoso —repitió ella.

—Sin embargo —dijo—, ahora me siento muy extraño. Me siento feliz. Me siento feliz por ella, si puedes comprender eso. Me parece que ha logrado escapar de una gran tensión. Siento que es libre ahora, por primera vez en su vida. Era un alma delicada, y también original, pero era como un hada, condenada a vivir en casas y a sentarse sobre sillones y demás, ¿comprendes? No era su naturaleza.

—¿No? —preguntó Hannele, que permanecía en su lugar sintiéndose vacía y asombrada.

—Siempre pensé que había nacido en la época equivocada, o en el planeta equivocado. Como alguna especie de criatura delicada que uno saca de la selva tropical apenas nacida, y a la que uno enseña desde el principio a hacer algunos trucos. Ya sabes lo que quiero decir. Toda su vida la pasó representando los trucos propios del vivir, y he de decir que era un monito muy listo. A menudo me sorprendía. Pero su pobre alma, algo así como un alma de hada, de esas extrañas criaturas irlandesas, permaneció siempre enclaustrada, sepultada. Allí estaba, sepultada, mientras ella llevaba a cabo todas las artimañas de la vida, aquellas por las que has de pasar si te toca vivir hoy en día.

—Pero… —tartamudeó Hannele— ¿qué habría hecho ella si hubiese sido libre?

—¿No te das cuenta? No hay nada en el mundo que ella pudiese hacer. Piensa en su forma de hablar, por ejemplo. Nunca debió hablar inglés. Ignoro qué lenguaje debería haber hablado, pues si consideras la lengua de los irlandeses, verás que se limitan a aprenderlo del inglés. Piensan en inglés, y luego ponen encima unas cuantas palabras irlandesas. Pero el inglés no fue nunca su idioma. Brotaba de sus labios, por así decirlo; y no tenía otra lengua. Como un estornino al que se enseñan unas palabras desde el principio y luego solo puede gritar esos sonidos, ¿entiendes? Ni siquiera pueden emplear sus propios silbidos para salvar la vida. No podrían hacerlo, la han perdido. Su modo natural de expresarse está fuera de su alcance; y solo puede ser artificial.

Se produjo una larga pausa.

—¿Habría sido entonces maravillosa, si hubiese sido capaz de hablar en algún idioma desconocido? —preguntó Hannele, celosa.

—No he dicho que hubiese sido maravillosa. De hecho, tendemos a pensar que un estornino que es capaz de hablar es mucho más bello que un estornino ordinario. Yo no lo creo así, pero mucha gente sí. Y ella hubiese sido como un estornino. Hubiera poseído su propio lenguaje, y sus propios gestos. Pero a la pobrecilla le tocó adecuarse siempre, parlotear y revolotear dentro de su jaula. Y nunca supo que estaba en una jaula, no más de lo que sabemos nosotros que habitamos nuestra piel.

—Sin embargo —dijo Hannele en tono de burla—, ¿cómo sabes que no te has inventado todo ese cuento solo para consolarte a ti mismo?

—Oh, hace mucho tiempo que lo pienso.

—Aun así —soltó ella abruptamente—, te lo podrías haber inventado todo, como una forma de consuelo para… para… para tu vida.

—Sí, es posible. Aun así no lo creo. Se trataba de sus ojos. ¿Alguna vez prestaste atención a sus ojos? Yo los observaba a menudo mientras ella parloteaba y las frases brotaban a borbotones de sus labios. Sus ojos eran tan claros, tan brillantes y diferentes…; como los de un niño que está escuchando algo y sabe que va a asustarse. Siempre estaba escuchando y esperando algo más. Te diré qué. Era exactamente igual a aquella hada de la canción escocesa que se enamora de un mortal y se sienta junto al camino real, aterrada, esperando que llegue, escuchando a las garzas y a los zarapitos. —Solo en estos tiempos atraviesan los camiones las carreteras—. La pobre criatura es atropellada, se queda inconsciente y, cuando vuelve en sí, luego de haber sido llevada a nuestro mundo, se ve obligada a hablar nuestra lengua y a conducirse como nosotros. No puede recordar nada más, así que sigue y sigue hasta que sufre de pronto un nuevo accidente, volviendo así a su propio mundo.

Hannele nada dijo, y tampoco él.

—¿Tú la amabas, entonces? —preguntó ella al fin.

—Sí, pero a mi manera. Cuando era niño atrapé un pájaro, una curruca, y lo puse dentro de una jaula. Estaba enamorado de aquel pajarillo. Todo el tojo y el brezo, y la roca, y el aroma caliente de la flor amarilla del tojo, y el cielo que parece no tener fin, todo cuanto me enloquecía con el ardor propio de un niño, creía verlo yo en aquella curruca pequeñita y batiente. Picoteaba sus semillas como si en realidad no supiera qué otra cosa hacer, y a veces miraba en torno y comenzaba a cantar. Pero apenas unos días más tarde ladeó la cabeza y se murió. Sí, murió. Nunca había vuelto a experimentar aquella sensación, la que tuve con aquel pajarillo cuando era un muchacho, hasta que la vi. Entonces volví a experimentarla. Tuve de nuevo esa misma sensación. Lo supe, supe muy pronto que moriría. Picotearía sus semillas y miraría alrededor desde su jaula, pero no tardaría en morir. Duraría más tiempo pero moriría en su jaula, como la curruca.

—Pero a ella le gustaba su jaula; adoraba sus vestidos y sus joyas. Debió de haber amado sus muebles y su casa y todo lo demás con verdadero frenesí.

—Así es, así es; pero al modo de un niño que se divierte con sus juguetes. Solo eran para ella enormes y maravillosos juguetes. Es cierto que nunca se alejaba de ellos, que nunca se olvidó de todas esas cosas, de sus baratijas y de sus pieles y de sus muebles. Nunca se alejó de ellos ni un solo minuto. Y todo lo que había en su cabeza estaba mezclado con ellos.

—¡Es espantoso! —exclamó Hannele.

—Sí, era espantoso —contestó él.

—Espantoso —repitió Hannele.

—Mucho. ¡Mucho! Y empeoró con el tiempo, como también ocurrió con su modo de hablar. Al final era como si borboteara. Sin embargo, sus ojos nunca llegaron a perder su brillo, ni tampoco su apariencia de hada. Solo que a menudo veía miedo en ellos. Miedo a todo, incluso a todas aquellas cosas con que solía rodearse. Al igual que la curruca, miraba lo que estaba fuera de la jaula, con la misma brillantez e idéntica agudeza, pero ignorando que era una jaula lo que había entre ella y el exterior. Pensaba que la barrera estaba dentro suyo, que vivir así, encerrada, formaba parte de su propia naturaleza. Lo mismo pensaba mi esposa. Y ambas murieron.

—Lo que no puedo ver —dijo Hannele— es lo que ella hubiese hecho de hallarse fuera de su jaula. ¿Qué otra vida podría haber llevado fuera de sus bibelots, sus muebles y su charla?

—Ninguna. Fuera de eso no hay vida posible para los seres humanos.

—Entonces no hay nada —dijo Hannele.

—Así es. En gran medida, no hay nada.

—Gracias —dijo Hannele.

Hubo otra larga pausa.

—Tal vez sea yo el culpable. A lo mejor debí haber hecho algo; pero no sabía qué hacer. Juro por mi vida que no sabía qué hacer excepto intentar hacerla feliz. Tenía suficiente dinero, y a mí no me importaba si quería compartirlo conmigo. Me bastaba con mi jardín y con la astronomía. Ha sido un inmenso alivio para mí observar la luna. Es maravilloso. En lugar de mirar dentro de la jaula, como hacía cuando poseía al pajarillo, o contemplarla a ella, miro directamente hacia fuera, hacia la libertad… hacia la libertad.

—¿Te refieres a la luna?

—Sí, a la luna.

—¿Y es esa tu libertad?

—Allí es donde he encontrado la mayor sensación de libertad.

—Bueno, no voy a tener celos de la luna —terminó por decir Hannele.

—¿Por qué habrías de tenerlos? No es algo de lo que se pueda estar celosa.

Poco después ella le dio las buenas noches, y le dejó solo.

 

En aquella coyuntura, lo único que el capitán sabía era que un hacha había seccionado los ligamentos y las venas que lo vinculaban a las personas que quería, y que solo le quedaban los sangrantes extremos de todas sus vitales relaciones humanas. Ignoraba por qué debía ser así. ¿Cómo conocer los porqués y los cuándos de los propios cambios pasionales?

Solo sabía que así era. La corriente emocional que había entre él y toda la gente que conocía y quería estaba rota, y tenía plena conciencia de aquella grieta, de la hendidura que se había abierto entre él y el resto de los hombres, la grieta que se extendía ahora frente a ellos, separándolos. No se podía culpar a nadie ni a nada. Tampoco podía reprochárselo a los demás ni tampoco a sí mismo. Lo sucedido se había ido preparando a lo largo de mucho tiempo. Y ahora, de pronto, la hendidura. Había habido un largo y lento enfriamiento, y luego aquella ruptura, súbita y silenciosa.

La situación se concentraba, principalmente, en el hecho de que no quería siquiera ver a Hannele. Ni siquiera deseaba pensar en ella. Tampoco le apetecía encontrarse con otras personas o pensar en nadie. Se apartaba de sus amigos y conocidos con un sentimiento de repugnancia, evitando en lo posible sus expresiones de pesar. Le causaba un disgusto instantáneo que alguien pretendiese compartir con él sus emociones. No estaba dispuesto a intercambiar sentimientos ni emociones con nadie, fueran de la clase que fuesen. Únicamente quería que le dejasen solo, aunque tuviera que moverse entre la gente.

Así que se marchó a Inglaterra de permiso con el fin de poner orden en sus asuntos y poder ver a sus hijos. Deseaba para ellos todo el bien que pudiera depararles el mundo, todo menos cualquier vinculación emocional con él. Decidió sacar de una vez a la niña del convento e inscribirla en un alegre colegio inglés. El chico, por el contrario, estaba bien donde estaba.

El capitán contaba ahora con unos ingresos suficientes como para gozar de independencia, aunque no le alcanzaban para mantener la casa de su mujer, de modo que se dispuso a venderla junto con la mayor parte de las cosas que había en ella. También resolvió dejar el ejército en cuanto pudiera verse libre. Y pensó que vagaría por ahí hasta encontrar algo que realmente le gustara.

Así pasó el invierno, sin volver a Alemania. Se desvinculó del ejército. Fue ocupándose poco a poco de sus asuntos. No eran de demasiada importancia. Y en todo ese tiempo, no escribió a Hannele ni una sola vez. No podía superar la incomodidad que le causaba el hecho de que la gente insistiera en compartir sus emociones. No podía soportar las emociones de ellos, ni tampoco le interesaban sus actividades. Los demás podían sentir y pensar cuanto les viniese en gana, y emprender sus múltiples actividades y hacerlo con dedicación. Incluso se alegraba de que se enfrentaran a sus confusiones variopintas. Pero en el momento en que se le acercaban para desplegar sobre él sus sentimientos, o para mezclarle en sus actividades, le invadía una irremediable repugnancia y, hasta que conseguía liberarse, se sentía enfermo, incluso físicamente.

No era aquel el estado de ánimo más propicio para un amante. Ni siquiera podía pensar en Hannele. En cuanto al resto, no necesitaba pensar en ello. Estaba honda, profundamente contento de que su mujer estuviese muerta. Ya no necesitaba sentir piedad por nadie, ahora que la pobrecilla había escapado para seguir su propio camino hacia el vacío, como un pájaro que vuela.

 

Un hombre, empero, no termina su vida a los cuarenta años. Aunque sí puede haber dejado atrás un período importante de ella.

Alexander Hepburn no era hombre para vivir solo. Algún sabio ha llegado a decir que todas nuestras tribulaciones vienen del hecho de no poder estar solos. Todo eso está muy bien. Todos debiéramos ser capaces de vivir solos, de lo contrario solo seremos víctimas. Pero cuando ya hemos logrado ser capaces de estar solos, comprendemos que lo único que podemos hacer es comenzar una nueva relación con otra persona, o incluso con la misma. Sostener que los seres humanos pueden aislarse por completo, como los postes telegráficos, no tiene sentido.

Eso era lo que estaba sucediendo a nuestro querido capitán. Había metido todas sus aflicciones dentro de una especie de poste telegráfico aislado, lo que era absolutamente indispensable, pero entonces empezó a brotar en él un nuevo anhelo, un anhelo por… ¿por qué? ¿Por el amor?

Era un asunto que se cuidó muy bien de preservar para sí mismo. A decir verdad, las bonitas muchachas de dieciocho o veinte años le atraían mucho: tan frescas, tan impulsivas, contemplándole como si fuese algo maravilloso. ¡Ah, si pudiera casarse con dos o tres de ellas en lugar de tener que limitarse a una!

¡El amor! Cuando un hombre carece de ambiciones particulares, su mente vuelve permanentemente hacia atrás, como la aguja hacia un polo imantado. Aquella fastidiosa palabra, el amor, significaba tantas cosas… Significaba lo que él había sentido por su esposa. Él la había amado, pero se sobrecogía ante el pensamiento de tener que volver a pasar por un amor semejante. Significaba también los sentimientos que le inspiraban las jóvenes y bonitas criaturas que conocía aquí y allá, niñas frescas e impulsivas dispuestas a entregar sus corazones por entero. Oh, sí, podría enamorarse de media docena de ellas. Pero sabía que era mejor abstenerse.

Al fin escribió una carta a Hannele. No obtuvo respuesta. Envió entonces una carta a Mitchka, pero obtuvo el mismo resultado. Pidió luego informes por escrito y no obtuvo información, solo que las dos mujeres se habían ido a Munich.

De momento dejó las cosas como estaban. Para él, Hannele no representaba exactamente un amor color de rosa. Se trataba más bien de un destino bastante duro. No había llegado a adorarla. No había llegado a sentir ni un poquito de adoración por ella. A decir verdad, ni toda la belleza y virtudes de las mujeres ni todo el oro de las Indias le habrían tentado jamás a volver al negocio de las adoraciones. Una vez se había arrodillado, jurando con temblorosa voz que trataría de hacer feliz a la persona adorada. Pero ahora… nunca, nunca más.

La tentación era ahora muy diferente: podría ocurrir que le adoraran. Una de aquellas muchachas lozanas le habría adorado como si fuese un dios. Había algo muy seductor en aquel pensamiento. Algo muy, muy atrayente. ¡Convertirse en Dios Todopoderoso en su propia casa, con una encantadora niña que te adora, mientras irradias esplendor como un ser glorioso! ¿Quién no estaría tentado de ello, cumplidos los cuarenta años? En estas cosas ocupaba su tiempo.

Pero de pronto, al final, tomó el tren para Munich. Al llegar allí encontró una ciudad horrorosamente incómoda, muy groseros y desagradables a los bávaros, y no le fue posible dar con las señas de las dos mujeres, ni siquiera en el café Stephanie. Deambuló un tiempo por la ciudad.

Un día, oh cielos, vio su muñeco en un escaparate. Se trataba de una pequeña tienda de arte. Se detuvo, un poco hechizado, a mirar lo que tenía ante sí.

—Vaya, si esto no es obra del diablo… —dijo—. ¡Verse uno mismo en un escaparate!

Estaba tan disgustado que no quiso siquiera entrar en la tienda. Después, durante toda la semana siguiente, pasó a diario por aquella calle mirándose a sí mismo en el escaparate. Sí, allí estaba él, con una mano en el bolsillo; y el muñeco tenía también una mano en el bolsillo. Allí estaba, de pie, con el ala del sombrero sobre los ojos; y la figura llevaba a su vez la gorra inclinada hacia delante. Gracias a Dios, se cubría ahora con un sombrero de paisano. Pero allí estaba, con la cabeza un poco hacia delante, contemplándose con sus ojos fijos y oscuros. Era de veras un hombre en miniatura, aquel muñeco que le dejaba estupefacto. Cuanto más lo observaba más le sorprendía; y tanto más lo odiaba. Pero le fascinaba, y no dejaba de ir a verlo una y otra vez.

Siempre estaba allí. Un pequeño individuo solitario, holgazaneando con la mano en el bolsillo y sin nada que hacer entre el bric-à-brac y los bibelots. Pobre diablo, tan ridículamente plantado en el mundo. Y aun así se las arreglaba para no perder nada de su masculinidad. Era un pequeño diablo masculino con todo su desamparo, con su aspecto de aislamiento, de no pertenecer a nadie, pero aun así tieso y varonil con sus pantalones ajustados. ¡En menuda situación se encontraba! Estar ahí, dando la espalda a un pequeño y esmaltado gabinete japonés, con unos cuantos trastos viejos a su derecha y, a la izquierda, un pesado tintero de bronce sobre una bandeja mientras, como telón de fondo, colgaban unas cintas de un encaje no demasiado fino. Pobre diablo. Parecía una sátira deliberada.

Y un día, de pronto, desapareció. Quedaban el gabinete, las tiras de encaje y la bandeja con el pesado tintero, pero ya no estaba allí el pequeño caballerete. De inmediato, el capitán entró en la tienda.

—¿Ha vendido usted el muñeco, aquel soldado desconocido? —dijo sin saber a ciencia cierta qué preguntaba.

El muñeco había sido vendido.

—¿Sabe usted quién lo compró?

La dependienta le miró con frialdad, y respondió que no lo sabía.

—Conocí a la señora que lo hizo. A decir verdad, ese muñeco soy yo —dijo.

La chica le miraba ahora con súbito interés.

—¿No cree usted que se me parecía? —preguntó.

—Tal vez.

La muchacha sonrió.

—Era yo. Y la señora que lo confeccionó era amiga mía. ¿Conoce usted su nombre?

—Sí.

Gräfin Zu Rassentlow —exclamó él con los ojos radiantes.

—Oh, sí. Sus muñecos son famosos.

—¿Sabe usted dónde está ella? ¿Acaso se encuentra en Munich?

—Eso no lo sé.

—¿Podría usted averiguarlo?

—No lo sé. Podría preguntarlo.

—O la baronesa Von Prielau-Carolath.

—La baronesa ha muerto.

—¡Muerta!

—Le dispararon durante unos disturbios en Salzburgo. Dicen que fue uno de sus amantes.

—¿Cómo sabe usted eso?

—Por los periódicos.

—¡Muerta! ¿Será posible? Pobre Hannele.

Hubo una pausa.

—Bueno —dijo él por fin—, si puede usted averiguar esa dirección… Vendré de nuevo otro día.

Se volvió desde la puerta.

—A propósito, ¿le importaría decirme por cuánto vendió usted el muñeco?

La chica vaciló. No estaba precisamente ansiosa por revelar ningún detalle de sus transacciones. Pero al final, a regañadientes, terminó por decir:

—Quinientos marcos.

—Qué barato —dijo él—. Buenos días. Volveré otro día, entonces.

 

Un poco más adelante tuvo otro indicio. Fue en la columna de cotilleos del Muenchener Neue Zeitung, bajo el título de «Comentarios de los estudios artísticos». Decía así:

 

La última pintura de Theodor Worpswede es un bodegón que incluye un gracioso grupo de objetos: un muñeco, dos girasoles en un vaso de cristal y un huevo escalfado sobre una tostada. El contraste entre los tres elementos es sumamente divertido e instructivo, y se trata tal vez de uno de los trabajos más interesantes de Worpswede. El muñeco, por cierto, es una de las creaciones de nuestra prolífica condesa Hannele. Se trata de la imagen de un oficial inglés, o más bien escocés, vestido con sus tradicionales pantalones de cuadros, los cuales, ceñidos a las piernas de los vivaces galos, tanto sorprendieron al gran Julio César y a sus legiones. A nosotros, por supuesto, ya no nos escandalizan, sino que nos llenan de admiración por el genio creador de nuestra querida condesa. El muñeco es en sí una obra maestra, y ha posibilitado el nacimiento de otra en el bodegón de Theodor Worpswede. Hemos oído, por cierto, el rumor de que la condesa Zu Rassentlow se ha comprometido. Al parecer, Herr Regierungsrat von Poldi, natural de Kaprun, ese incomparable sitio de veraneo en el Tirol, es el afortunado…

 

El capitán compró el bodegón. La nueva versión de sí mismo, junto al huevo escalfado y los girasoles, era bastante aterradora. Hizo sus maletas y se dirigió a Austria, a Kaprun, llevando el cuadro consigo, y sostuvo una verdadera batalla para poder salir de Alemania en compañía de aquel condenado chisme, y otra más para introducirlo en Austria. Exhausto y furioso, llegó por fin a Salzburgo, incapaz de ver la belleza en ningún sitio. Al día siguiente estaba en Kaprun.

Antes de la guerra había sido un balneario elegante y a la moda: un pequeño lago encantador en medio de los Alpes, una vieja ciudad tirolesa junto a la orilla con verdes laderas enfrente suyo y un glaciar un poco más allá. Era todavía muy concurrido y en cierto modo elegante, aunque —¡ay!— de una elegancia forzada, desesperada y en bancarrota. Las tiendas estaban casi vacías.

El capitán se sintió algo aturdido. Se hallaba en un hotel lleno de judíos ricos de mala calaña, es decir ricos, y se preguntaba qué iba a suceder después. El lugar era maravilloso, aunque no así la vida que se llevaba en él.

 

El tal Herr Regierungsrat no era un hombre agradable a primera vista. Se acercaba a la cincuentena y se había convertido en un hombre robusto y bastante disoluto, como les ocurre con frecuencia a los hombres de su clase y de su raza. Llevaba, además, uno de esos horribles abrigos largos que llegan hasta el suelo y que son en realidad el pariente pobre de nuestros largos gabanes. Se podría describirlos como una especie de abrigo familiar. Ondeaba sobre él mientras andaba, confiriéndole el aspecto de un miembro de la baja clase media.

Pero no era así. Naturalmente, siendo un funcionario de la derrotada Austria, se manifestaba republicano. Pero por su naturaleza era monárquico, más aún, imperialista, como todos los verdaderos austríacos. Y él era un verdadero austríaco; y como tal, resultaba más fino y sutil de lo que aparentaba. Cuando uno se acostumbraba un poco a él, su rostro rotundo, con aquella nariz delicada y aquella boca siempre fruncida con algo de amargura, llegaba a tener cierto parecido con los bustos de algunos de los últimos emperadores romanos. Y cuando uno se encontraba en su compañía, se acababa por advertir que, más allá de su holgada apariencia burguesa, había en él algo del grand geste. No podía evitarlo. Había algo dramático y negligente en su alma. Era robusto, bastante autoritario y parecía maleducado sin serlo en realidad, solo un poco amargado e indiferente a cuanto le rodeaba. A primera vista resultaba vulgar y parvenu. No tardaba uno en comprender que pertenecía a un antiguo y gran imperio que había caído en una especie de acre epicureismo. No había nada pequeño en él, ni tampoco ruindad o auténtica grosería. Era un conversador empedernido, e implacable con la audiencia.

Precisamente, a Hannele le había atraído su conversación. Daba comienzo en cuanto aparecía la cena y continuaba, llevando consigo botella y vaso, al salir a la terraza de la casa de verano, y allí, frente al lago, seguía y seguía hasta la medianoche. Las noches de verano eran serenas y cálidas, el lago se extendía profundo y repleto, y la vieja ciudad parpadeaba un poco más allá. Se sentía en el aire, muy ligeramente, el aroma de la nieve del glaciar, oculto por la noche. A veces, desde un bote provisto de una linterna, llegaba el sonido de una guitarra. Las flores de la clemátide estaban negras como sus hojas, y ambas colgaban de la terraza.

Resultaba hermoso encontrarse allí, en el corazón del Tirol. Los hoteles destellaban de luces, pues la luz eléctrica era todavía muy barata. La noche parecía poseer plenitud y belleza. Sin embargo, por alguna extraña razón, todo tenía un aspecto terrible y devastado, como si la vida del espíritu estuviese desangrándose sin parar.

Herr Regierungsrat hablaba y hablaba con toda la ingeniosa volubilidad del más versátil de los austríacos. Era en verdad muy ingenioso, muy humano también, y con un toque de salado cinismo que recordaba realmente a un viejo romano del Imperio. Ese estoicismo sutil, su epicureismo carente de sentimentalismo y esa especie de atrevida desesperanza de la que hacía alarde fascinaban a las mujeres. Particularmente a Hannele. Hablaba y hablaba sobre su trabajo antes de la guerra, cuando ocupaba un alto cargo y pertenecía a la clase gobernante; sobre sus experiencias durante la contienda y sobre la desesperanza del presente. Y en todos los casos mostraba algo de grandeza, una despreocupación fundada en la indiferencia y una desesperación que no dejaba de burlarse de sí misma. La vieja Austria había fascinado siempre a Hannele. Representada por la ocurrente y ácida indiferencia de Herr Regierungsrat, se había visto de inmediato seducida por él.

Él, como es natural, se volvió instintivamente hacia ella, hablándole a su manera rápido e incesante, interrumpiéndose tan solo para reír o para beber. A ella le gustaba su acento austríaco, su animada despreocupación, su satírica indiferencia hacia los modelos aceptados de corrección. Oh, sí, allí estaba el grand geste que todavía perduraba.

El hombre volvió su amplio pecho hacia ella e hizo un rápido gesto con su mano carnosa pero bien formada, dejando escapar abruptamente otra sutil historia algo indecorosa, frunciendo los labios y volviendo a vaciar su copa de nuevo. Luego miró su casi olvidado cigarro y de inmediato siguió con su perorata.

Había algo casi juvenil e impulsivo en él: el modo en que se dirigía a Hannele, y también la curiosa forma en que parecía ofrecerle su amplio pecho. Parecía casi eterno, sentado allí, en su butaca, con las rodillas muy separadas. Era como si nunca más fuese a incorporarse, quedándose para siempre donde estaba, y sin parar de hablar. Parecía como si no tuviese piernas, a no ser que fuera para sentarse, como si el acto de ponerse sobre sus pies, y andar, no hubiese sido cosa natural en él.

Sin embargo, terminó por ponerse en pie y besó su mano con el sublime gesto que ni Francia ni Alemania consiguieron jamás adquirir. Había descuido, profunda indiferencia hacia las normas de los demás, y también una súbita rigidez al inclinarse para besar la mano de Hannele. Ella, naturalmente, se sentía como una reina exiliada.

Tal vez resulte más peligroso sentirse una reina en el exilio que una reina in situ. Se había enamorado de él, de aquel voluminoso, robusto y disoluto viudo cincuentón que tenía dos hijos. No poseía dinero, a excepción de algunas monedas austríacas que nada valían fuera del país. Ni siquiera podía dirigirse a Alemania. Allí estaba, clavado en aquella hondonada en medio del Tirol.

Pero, siendo un verdadero romano de la decadencia, todavía mantenía una ambición: año a año, y sin alboroto alguno, había coleccionado material para escribir una historia muy detallada y completa de su distrito, el Chiemgau y el Pinzgau. Hannele descubrió que su caudal de información sobre la materia era inextinguible y, dado que su inteligencia era tan delicada y humana, y la amplitud de sus miras parecía tan vasta, experimentaba cierta reverencia hacia él. Él quería escribir aquella historia, y ella deseaba ayudarle.

Por supuesto, tal y como estaban las cosas, jamás podría dedicarse a escribir. Era Regierungsrat, es decir, la más insignificante autoridad municipal de aquella ciudad y de todo el distrito circundante. El Amthaus era un gran edificio antiguo donde las jóvenes damas con tacones coqueteaban entre las pilas de papeles con jóvenes caballeros de pantalones tiroleses, y que ocasionalmente se separaban para adoptar una actitud agradable e interesante, y escribir una o dos palabras, tras lo cual volvían a reunirse para salir revoloteando en busca de una diversión un poco más interesante. Era extraordinario constatar cómo muchachos y muchachas de buen aspecto, en una edad especialmente apropiada para dedicarse al amor, eran los encargados de administrar los asuntos de gobierno de aquel departamento. Herr Regierungsrat navegaba por aquellas despachos, entrando y saliendo de las viejas y enormes estancias, con los amplios faldones de su chaqueta agitándose como alas a su paso y removiendo papeles, y el rostro de viejo romano, del color del vino, sonriendo mientras reinaba en sus ojos un deje amargo. Y, por supuesto, comenzaba por soltar alguna frase cínica, «así Hungría hubiese cruzado la frontera austríaca», o «el cólera asolase Viena».

Cuando andaba lo hacía ágilmente y con brío, con el largo abrigo volando en torno a él. Así atravesaba la ciudad, saludando a alguien a cada acometida, sonriendo, aunque siempre con una altiva reserva. Oh, sí, había en él cierta hauteur salada que infundía confianza en la gente; y hablaba animadamente el dialecto del lugar.

Hannele pensaba que le gustaría casarse con él. Le gustaría estar cerca de él y que llegase a escribir el libro que proyectaba. Quería que él la hiciese sentir como una reina en el exilio. Nunca nadie le había besado la mano como él lo hacía, con aquella repentina quietud y con su extraño y caballeresco abandono. ¡Cómo se abandonaría entonces a ella! De manera terrible y prodigiosa, y quizá hasta un poco horrible. Su esposa, con la que se había casado muy tarde, había muerto tras siete años de matrimonio. Hannele podía entenderlo: uno u otro debía morir.

Se comprometieron; pero algo hacía vacilar a Hannele ante la perspectiva de la boda. Estar en Austria era como hallarse en un navío zozobrante que necesariamente se hundiría al cabo de cierto espacio no muy largo de tiempo. Y casarse con el Herr Regierungsrat era como hacerlo con el capitán de un barco condenado. La fatalidad formaba parte de la atracción.

Pero, aun así, vacilaba. Iban pasando las semanas de aquel verano. Los extraños llegaban en gran cantidad e inundaban la ciudad, comiéndose la comida como si fuesen una legión de langostas. La gente ya no contaba los billetes: se hacían valer por el peso. Los campesinos los acumulaban en los rincones de sus chozas y los ratones hacían agujeros en ellos. Nadie sabía de dónde vendría el próximo aprovisionamiento, aunque lo cierto era que siempre llegaba. El lago estaba repleto de bañistas. Al llegar, el capitán vio con asombro a la multitud de rollizos y fuertes muchachos que se bañaban durante todo el día, exponiendo, como también las mujeres, sus magníficas carnes rubias. No era de extrañar que los romanos se detuvieran maravillados ante los enormes miembros claros de la salvaje Germania.

La vida era, en verdad, como un delirio. Los hoteles cobraban mil quinientas coronas por día; las mujeres, jóvenes o viejas, desfilaban con sus trajes regionales, unos floreados vestidos de algodón con vistosos y caros delantales de seda; los hombres llevaban el típico traje tirolés, con las rodillas al aire y sus chaquetas cortas. En ellos, lo adecuado era usar calzas de cuero y una chaqueta de lino azul lo más vieja posible; y si uno llevaba un agujero en lo alto de sus calzas, mucho mejor.

Todo era muy físico. Magníficos miembros y cuerpos desnudos, y en las calles, en los hoteles y por todas partes, los blancos brazos descubiertos de las mujeres y los desnudos, poderosos y morenos muslos y rodillas de los hombres. Por todas partes reinaba la carne, y el infinito anhelo de la carne. Incluso en los campesinos que remaban en el lago, manteniéndose de pie e impulsando con un movimiento pausado y grave, más propio de gondoleros, el único remo curvado, encontraba uno la misma ansia infinita de carnal apetito.

 

Era ya agosto cuando Alexander encontró a Hannele. Estaba paseando, protegiéndose bajo una sombrilla de quimón, y llevaba un vestido azul de algodón estampado, con pequeñas rosas de color rojo y un delantal de seda roja. No llevaba sombrero, sus suaves brazos iban desnudos y sus piernas estaban enfundadas en unas medias blancas por debajo de una falda corta. El Herr Regierungsrat iba a su lado, voluminoso, ágil, riéndose con sus nuevas ocurrencias.

Alexander, que llevaba un traje liviano y un sombrero de panamá, acababa de dejar la orilla y estaba introduciéndose veinte mil coronas en un bolsillo del pantalón. La vio venir desde el Amtsgericht con el Herr Regierungsrat a su lado, a través del espacio soleado. Se estaba riendo, y no se percató de su presencia.

No le vio hasta que él, quitándose el sombrero, fue a saludarla. Lo que ella vio entonces fue una cabeza morena, lacia y brillante. Palideció. Simplemente aquella cabeza morena, tan lacia y brillante —y el hermoso día azul de Austria— pareció nublarse ante sus ojos.

—¿Cómo está usted, condesa? Tenía la esperanza de encontrarla.

Escuchó de nuevo su lenta voz, su tono vago y melancólico, y se oprimió el pecho con la mano que empuñaba el mango del parasol. La había olvidado; había olvidado aquella voz peculiar y pausada. Y ahora parecía un sonido que rompía el silencio de la noche. Ah, qué difícil era contemplar cómo el mundo se abría de pronto ante sus ojos, para mostrarle la oscuridad de su interior. Deseó que él no la hubiese encontrado.

Le presentó a Herr Regierungsrat, que estuvo rígido y frío. Hannele preguntó al capitán dónde se hospedaba. Luego, no sabiendo qué más decir, le preguntó:

—¿Vendrá usted a tomar el té?

Ella se alojaba en una villa al otro lado del lago. Sí, iría a tomar el té.

Lo hizo. Contrató un bote y a un hombre para que le llevaran a través del lago. La casa no estaba muy lejos. Allí estaba la villa, con sus balcones marrones, uno encima del otro, los vivos geranios rojos y blancos que parpadeaban por doquier y los árboles de clemátides carmesíes que, en una esquina, doblaban sus ramas hasta el suelo. Todas las ventanas estaban abiertas, pero no se veía a nadie por allí. En el jardincillo que había junto al agua había altos rosales de aspecto lacio, sujetos a los árboles de hojas oscuras que crecían detrás. Bajo la sombra de un gran sauce se veía una blanca mesa con sus sillas, algunos asientos de jardín y, justo detrás, una hamaca con cojines balanceándose. Pero no había nadie a la vista. Un pequeño puente servía de amarradero y, al fondo del terreno, se alzaba un refugio para botes bastante amplio.

El capitán no estaba seguro de que el refugio perteneciera a la villa. Se oían voces, gritos y risas en el agua; los bañistas estaban nadando. Un chico alto y desnudo, con un gorrito rojo sobre la cabeza y un pequeño taparrabos del mismo color sujeto a sus gráciles caderas, estaba de pie en uno de los peldaños del refugio y llamaba a tres mujeres que nadaban cerca. Una mujer morena, con un sombrero blanco, nadó hasta el pie de los escalones y cogió al muchacho de un tobillo. El muchacho reía, gritaba y protestaba mientras, como respuesta, empujaba con el pie a la mujer, golpeándola en el pecho.

—Nein, nein, Hardu! —gritó la bañista cuando el chico se puso a hacerle cosquillas con los dedos del pie—. Hardu!, Hardu!, Hör’ auf! ¡Déjame! —Y cayó con estrépito sobre el agua. Él se reía con el tono grave y poderoso del muchacho a quien le acaba de cambiar la voz.

—Was macht er dann? —preguntó una voz desde el agua—. ¿Qué está haciendo?

Era una chica de piel morena que nadaba rápidamente, y cuyos grandes ojos miraban divertidos desde la superficie del agua.

—Jetzt Hardu hör’ auf. Nein. Jetzt ruhig! ¡Dejad eso ahora! Y quedaos quietos.

La mujer del pelo moreno estaba escalando, a plena luz del sol, los peldaños de madera del refugio mientras el agua refulgía sobre su bien contorneada espalda y sus caderas de elástica piel, que despedían reflejos casi azulados. El muchacho, por su parte, intentaba hacerla caer de nuevo al agua sirviéndose de su pie. A pesar de todo, consiguió llegar arriba y se sentó al sol, sobre uno de los peldaños, jadeando un poco. Era morena y bastante atractiva, con un cuerpo maduro y muy armonioso, y unas piernas fuertes y elegantes.

Una criada vestida de blanco y negro apareció en el jardín con una bandeja.

—Kaffee, gnädige Frau!

Le respondió desde el agua una voz clara.

—Hannele! Hannele! Kaffee! —gritó la mujer que estaba sentada sobre los escalones del refugio.

—Tante Hannele! Kaffee! —exclamó la chica de ojos oscuros, dándose la vuelta en el agua y nadando en dirección a la casa.

—Kaffee! Kaffee! —chilló el muchacho, muy ansioso.

—Ja… a! Ich kom…mm —cantó la voz de Hannele desde el agua.

La muchacha de los ojos oscuros, con el pelo sujeto con un pañuelo de seda, había alcanzado los escalones y subía por ellos. Vestida con un bañador ceñido y de color oscuro, parecía un pez joven y delgado. Los tres se quedaron de pie en lo alto de la escalera, la mujer mayor con un brazo sobre los esbeltos hombros del muchacho y el otro sobre los hombros de la chica joven. Los tres empezaron a cantar:

—Hannele! Hannele! Hannele! Wir warten auf dich.

El hombre del bote había dejado de remar y este se movía lentamente, empujado por la corriente. La familia se quedó en silencio debido a la intromisión. La mujer atractiva se dio la vuelta y recogió del suelo su albornoz de un azul no demasiado intenso que casaba muy bien con su cara. Lo hizo pasar por encima de ella, como si fuese la capa de un cantante de ópera. El muchacho miraba hacia el bote.

El capitán observaba a Hannele. Estaba nadando hacia la casa con un blanco pañuelo atado a su cabello sedoso y castaño. Podía ver sus blancos hombros y sus no menos blancas piernas moviéndose por debajo del agua transparente. De vez en cuando algunos peces saltaban alrededor del bote.

Los tres que estaban en lo alto de la escalera permanecieron en silencio mientras observaban con fastidio el bote que les había interrumpido. El remero volvió la cabeza para mirarlos. El capitán, que estaba justo enfrente de ellos, miraba a Hannele. Nadó muy lentamente pero con seguridad hasta la base de la escalinata, se agarró a la barandilla e, impulsándose hacia arriba, salió pausadamente del agua. Sus piernas eran largas, de un blanco brillante, y se veían opulentas por debajo de la nívea piel de los muslos, adornada por pequeñas venas azules hasta la rotunda y cremosa suavidad de sus bien moldeadas caderas.

Ach! Schön! Schön! ’S war Schön! Das Wasser ist gut! —se oía su voz que casi cantaba mientras recuperaba el aliento—. ¡Está magnífica!

—Heiss! —dijo la mujer que estaba arriba—. Zu warm. Demasiado caliente.

El muchacho se apartó para dejar pasar a Hannele, que se irguió, mirando en torno, al llegar a lo alto de la escalinata, jadeando un poco mientras llevaba sus manos al nudo que sostenía el pañuelo de cabeza. Sus piernas eran maravillosamente blancas.

—Kuck’ die Leut die da bleiben —dijo en voz baja la mujer del batín azul—. Mira a esos hombres.

—Ja! —repuso Hannele con indiferencia. Luego siguió la mirada del resto del grupo.

Se sobresaltó, presa del miedo, y miró alrededor como si se dispusiese a salir corriendo; volvió a mirar al bote y se encontró con los ojos del capitán, que se quitó el sombrero.

Hannele gritó con voz fuerte y atemorizada:

—¡Oh, pero… yo pensaba que vendrías mañana!

—No… hoy —respondió el capitán tranquilamente desde el agua.

—¡Hoy! ¿Estás seguro?

—Completamente. Pero lo dejaremos para mañana, si así lo prefieres.

—¡Hoy! ¡Hoy! —repitió ella muy confusa—. ¡No! ¡Espera un minuto!

Fue corriendo hasta el refugio.

—Was ist es? —preguntó la mujer morena siguiendo a Hannele—. ¿Qué ocurre?

—Un amigo, una visita: el capitán Hepburn —dijo Hannele.

El barquero dio unos golpes de remo para alcanzar el punto de desembarco. La mujer morena, envuelta en su albornoz azul como si este fuese un abrigo para la ópera, fue andando orgullosamente y con indiferencia hasta el extremo del jardín y subió por las escaleras que llevaban al primer balcón. Hannele, con unas sandalias sueltas, chapoteando sobre el piso mientras se envolvía en un viejo batín amarillo, se acercó entonces hasta el embarcadero. Estrecharon sus manos.

—Lo siento mucho. Ha sido muy tonto por mi parte, pero estaba segura de que era mañana —dijo Hannele.

—No, era hoy. Pero me hubiese gustado compartir el error y no haber venido hoy.

—No, no. No importa. No te importa esperar un poco, ¿verdad? No debes enfadarte conmigo por haberme comportado tan estúpidamente.

Hannele se marchó. Las sandalias producían secos chasquidos al dar contra sus talones desnudos. La chica de grandes ojos también se adentró en la casa y luego lo hizo el muchacho, haciendo alarde de sang-froid. Se convertiría sin duda en un hombre guapo y distinguido; y lo sabía.

 

Hepburn y Hannele iban a realizar una pequeña excursión al glaciar que estaba allí, siempre a la vista, riendo fríamente contra el cielo. El tiempo había sido muy caluroso, pero aquella mañana había algunas nubes sueltas en el cielo. El capitán remó por el lago apenas despuntado el día. Hannele subió a la pequeña embarcación y volvieron a la ciudad. El viento encrespaba ligeramente el agua y el bote se balanceaba de un lado a otro. El glaciar, metido en un repliegue de la montaña escarpada, parecía yerto y colérico; pero el sol de la mañana era muy agradable y el viento soplaba suavemente con un ligero aroma al heno recién segado de las tierras bajas de una de las vertientes del lago. Más allá había una roca gris y desnuda, como un muro montañoso, pura roca tocada aquí y allá por tenues y delgadas capas de nieve. El día anterior había llovido sobre el lago. El sol estaba a punto de aparecer por detrás del Breitsteinhorn, y el cielo, con las nubes flotando en medio del resplandor amarillento, era de nuevo alegre y maravilloso. Pero algunos nubarrones oscuros parecían brotar del valle Pinzgau. Una vez atravesado el lago todo era sombra, pues el agua ya no reflejaba el cielo de la mañana.

Era aquel un día festivo, de vacaciones. Ya a una hora tan temprana, tres jóvenes montañeses se bañaban muy cerca de las estribaciones del Badeanstalt. Eran unos muchachos hermosos, vigorosos, con fuertes piernas que se agitaban jugando en el agua fresca de la mañana. Parecían divertirse mucho. Sin embargo, a Hepburn le parecía que un ala negra e inmensa se extendía por el cielo sobre aquellas montañas, como una condena. Y los tres jóvenes lozanos y desnudos retozaban y nadaban en las sombras.

El de Hepburn fue el primer bote que paró en el embarcadero del hotel. Lo organizó todo muy rápidamente y se dirigieron a la pequeña ciudad. Todo estaba envuelto en la penumbra a pesar de que la luz del cielo, cortada por las nubes, brillaba en lo alto. Pero las sombras se posaban oscuras, yertas y pesadas sobre la ciudad negra y blanca, como un sedimento.

Todas las tiendas estaban cerradas, pero los campesinos de las colinas se paseaban ya, vestidos con sus trajes de fiesta. Los hombres con sus cortos pantalones de cuero, como los calzones de un futbolista, dejando ver sus rodillas atezadas y calzando grandes botas. Sus cortas chaquetas eran, por delante, de color verde, al igual que sus sombreros, en cuya parte trasera llevaban una altiva cola de gamuza. Parecían vagar como almas en pena, con aquella cola altanera que llevaban en la cinta del sombrero, una cola retadora y fanfarrona como los gamos con el rabo erecto de la montaña, aunque oculta por la mirada perdida del rostro de aquellos hombres que holgazaneaban con las manos en los bolsillos delanteros de los pantalones. También algunas mujeres se movían por allí, campesinas con graciosos sombreritos negros con un espeso forro dorado visible bajo el ala, y grandes cintas negras de brocado cayéndoles hasta el extremo de las faldas desde el arco situado por detrás del ala de los sombreros. Aquellas mujeres de gruesos y oscuros vestidos, que llevaban corpiños ceñidos y faldas negras y muy amplias, sobre las cuales reposaban los brillantes u oscuros delantales, iban y venían a grandes zancadas, con el pesado andar de las mujeres montañesas, un movimiento a la vez ágil y pesado. Esperaban a que se iniciase el día en la ciudad.

Hepburn llevaba una mochila a la espalda con la comida del día. Todavía faltaba el pan. Encontraron abierta la puerta de la panadería y compraron una hogaza caliente, blanquísima y pura que les costó setenta coronas. Para Hepburn era un misterio de dónde procedía ese pan exquisito en aquella tierra perdida.

En la pequeña plaza del reloj había varios grupos de personas, un gran autobús y un automóvil capaz de llevar hasta unas ocho personas. Hepburn había pagado sus buenas setecientas coronas por los dos billetes. Hannele se envolvió la cabeza con un fino pañuelo y se puso el grueso abrigo que había llevado consigo. Ella y Hepburn tomaron asiento junto al pálido chófer y, a las siete en punto, el coche se puso en marcha y salió de la ciudad, pasando por el bonito Schloss o casona tirolesa, de color blanco y negro, con sus pequeñas torrecillas negras y puntiagudas, dejando atrás la estación y tomando la ruta que seguía el borde del lago, bajo los árboles. El camino no era bueno, pese a lo cual el vehículo iba a gran velocidad, dejando atrás enseguida el extremo del lago donde crecían las cañas y enfilando hacia la boca del valle, allí donde las montañas se abrían formando dos hendiduras. Hacía frío en el coche. Hepburn se abotonó el abrigo hasta el cuello y se encasquetó el sombrero hasta las orejas. El pañuelo de Hannele flotaba al viento. Iba sentada sin decir palabra, muy quieta, con la cara afilada y mirando hacia delante. El río atravesaba el profundo valle de Pinzgau, rugiendo con furia, un río glaciar y de agua helada y transparente. El coche lo atravesó sirviéndose de un puente hecho con troncos, precipitándose hacia las grandes laderas que se veían enfrente. Y después llegó una súbita e inmensa curva, un desvío brusco bajo la gigantesca pared montañosa; y enseguida una rápida sacudida hacia delante, por debajo de los perales de la carretera superado ya el inmenso castillo en ruinas que tan majestuosamente contemplaba la boca del valle y el espumoso río, adelante, apresurándose bajo los enormes tejados de las casas campesinas de una aldea de amplios balcones, balanceándose de nuevo para tomar otra boca del valle, allí donde se agrupaba otro poblado de casas blancas y negras sobre la loma, con una iglesia blanca de negro campanario y un castillo blanco con torres negras; y los racimos de amplias casas del Tirol. Había grandeza aun en las mansiones campesinas, con sus amplios pasajes donde anidan las golondrinas y donde uno podría construir por entero una casa de campo inglesa.

Y así el automóvil se precipitó por aquel nuevo y estrecho valle, más salvaje y siniestro. Una manada de potros semisalvajes, preciosos animales de pelo rojizo, rodeaba el coche, y una gran yegua de enormes flancos se echó a correr por el camino delante del vehículo, con los cascos refulgiendo frente al coche, mientras los potros relinchaban por detrás. Pero no, ella no podía apartarse de la ruta, cabalgaba y cabalgaba seguida por el coche. Hasta que por fin se desvió bruscamente, por entre los delgados alisos que se levantaban junto al lecho del río.

—Cuando no es una vaca es un caballo —dijo el conductor, que era delgado, silencioso y con aspecto de ratón. Llevaba orejeras para protegerse del frío.

Pero la espléndida yegua se lanzaba ya relinchando hacia sus pequeños. Hannele se había asustado.

El automóvil siguió su camino a través de la vega, a lo largo de un desnudo pedazo de piedra blanca. Delante se veía la oscura montaña sembrada de pinos. A la derecha estaba el río lleno de piedras, furioso como un león y rojo en aquella parte, y más allá la ladera. Pero de momento, el camino serpenteaba a través de la asombrosa vega de aquel valle salvaje. Tuvieron que franquear verjas y fue Hepburn quien saltó para abrirlas como si fuese un joven lacayo. Los pesados judíos de mala calaña, sentados en la parte de atrás, ni siquiera se movieron de sus asientos.

Al llegar a una casa situada sobre una loma el chófer hizo sonar su claxon, y unos niños salieron gritando «¡Papá, papá!», y después una mujer con un cesto. Unas pocas palabras del hombre con cara de ratón, quien sonrió con sus ojos azules de manera cálida y varonil, y enseguida el coche siguió su camino. El comportamiento del hombre había cambiado por completo al ver a su familia. Ni siquiera había dado las gracias a Hepburn por haber abierto las puertas. Odiaba y casi despreciaba a su cargamento humano de clase media. Hondo, muy hondo es el odio de clase, y su abismo comienza ya a devorar todos los sentimientos humanos. Así, rígido, flaco, silencioso, capaz y neutral hacia sus pasajeros, seguía conduciendo el pequeño chófer de orejas cubiertas, mientras se le enfriaba la nariz.

El coche giró de repente entre los árboles y hacia el barranco. El río tronaba al fondo del abismo. Había pinos puntiagudos alrededor. El aire estaba oscuro y frío, privado del sol para siempre. El automóvil siguió adelante, a través de aquella oscuridad, al pie de las paredes rocosas y de los abetos.

Entonces se detuvo de pronto. Había un inmenso autobús enfrente, gris y de monótono aspecto. Los turistas y viajeros de la noche anterior volvían del glaciar. El autobús parecía una gran roca. El coche lo bordeó con sumo cuidado, inclinándose sobre el borde rocoso debajo de la pared.

Y así, después de un rato en aquel valle de fúnebres sombras, serpenteando hacia arriba por las rampas, con el coche escalando maravillosamente, luchando por pasar entre árboles y rocas, llegaron al final. Era una gigantesca hostería u hotel turístico de madera parda, y era allí donde terminaba la carretera, en una pequeña llanura rodeada de altísimos árboles. Un poco más adelante había un garaje y un puente encima del rugiente río; y siempre la oscuridad de los árboles sobre las cabezas, e inmediatamente después el insalvable despeñadero rocoso.

Hannele se quitó su grueso abrigo. El cielo se veía azul por encima de la penumbra. Intentaron cruzar por el puente que resonaba hueco, por encima del loco e interminable torrente de agua helada hasta la cima de la colina más cercana y a través de los oscuros árboles; pero un hombrecillo desde una especie de garita reclamaba cincuenta o sesenta coronas aparentemente por cuidar del camino: un tipo de peaje.

Los otros turistas iban llegando y algunos se detenían a beber algo. El segundo autobús no había llegado todavía. Hannele y Hepburn fueron los primeros en subir lentamente por el oscuro sendero bordeado de árboles. La vegetación que colgaba de las rocas estaba aún cubierta de rocío. Se veían unas pocas frambuesas salvajes y también algún racimo de arándanos y algunas moras aquí y allá; y algún que otro racimo de frutos todavía verdes. Los centenares de turistas que iban y venían por el sendero no habían dejado gran cosa por recoger. Algunas campánulas de montaña que parecían hechas de agua azul colgaban frías, brillando en medio de la sombra. A veces, alguna de ellas, azulada y brillante, se erguía solitaria inclinando su cabeza, rígida y tensa. También había alguna que otra enorme y húmeda margarita.

Los dos subieron lentamente por el escarpado borde del camino. El valle no era más que una hendidura abierta en la cruda masa montañosa, con árboles oscuros creciendo como el cabello en aquella secreta y desnuda región de la tierra. En el fondo de la grieta corría eternamente el agua, turbulenta e insaciable. El cielo parecía una afilada cuña abriéndose paso por la hendidura y aquella agua eterna y feroz era como el acerado filo de aquella cuña, una terrible hoja que mordía la intensidad de la roca. ¿Quién hubiera pensado que el suave cielo de luz y la suave espuma del agua hubiesen podido acometer y penetrar la tierra fuerte y oscura? Sin embargo, así era. Hannele y Hepburn, afanándose por el empinado borde que colgaba a medio camino sobre el abismo, miraban hacia atrás una y otra vez, hacia los marrones troncos y los tejados de piedra del hotel que ahora, allí abajo, parecían un conjunto de húmedos pedruscos. Miraron luego a los turistas que se afanaban por la senda detrás de ellos y por fin hacia abajo, al agua rugiente como una bestia de presa. Y luego, según subían hacia lo alto, miraron también hacia arriba, a las lívidas y desnudas paredes rocosas que caían desde el borde del cielo en un horroroso y escarpado viraje descendente.

En lo más profundo de su corazón, Hepburn odiaba todo aquello. Lo detestaba, le asqueaba, le parecía casi obscena aquella rampa de roca pálida y desnuda, inconcebiblemente grande y maciza y que se precipitaba hacia aquel abismo donde los matorrales crecían en la sombra como el cabello, y el agua rugía. Arriba había delgadas franjas de nieve.

Ambos siguieron subiendo despacio por la eterna ladera del valle, sudando por el esfuerzo. A veces, el sol, ahora ya alto, daba de lleno sobre su lado del barranco. Algunos turistas bajaban en fila: dos chicas con los brazos desnudos, sin sombrero y calzadas con unos enormes zapatos; hombres con grandes mochilas a la espalda y algún edelweiss prendido en sus sombreros, que respondían al saludo con un «Bergheil». El capitán, sin embargo, únicamente les daba los buenos días. No aguantaba aquel asunto del Bergheil, y la nube de turistas que proliferaba en aquellas horribles montañas casi le provocaba náuseas.

Por otra parte, Hannele y él no formaban una pareja muy bien avenida. Existía entre ambos una silenciosa hostilidad. Ella odiaba el esfuerzo de escalar, pero el aire puro, el frío de ese mismo aire, el salvaje sonido del agua y aquellas horribles paredes de blanca roca la conmovían y la excitaban, llevándola hacia otro tipo de salvajismo. Y él, oscuro, bastante esbelto y felino, con algo de la suavidad física de una raza de delicados pies, odiaba enfrentarse al esfuerzo de subir por la roca y detestaba el sonido del agua, que le causaba cierto miedo, y el aire fuerte que le azotaba el pecho como una víbora.

—¡Maravilloso! ¡Maravilloso! —exclamó ella aspirando grandes bocanadas en su espléndido pecho.

—Sí. Y horrible. Detestable —repuso él, como si quisiese esconderse de todo e intentase mantener una cierta invisibilidad.

Hannele se volvió hacia él rápidamente. En su voz sonaba el alto y estridente eco de la montaña.

—Si no te gusta —dijo con algo de sarcasmo—, ¿por qué has venido?

—Tenía que intentarlo —respondió.

—Y si no te gusta, ¿por qué razón quieres estropeármelo?

—Detesto este lugar —contestó Hepburn.

Seguían subiendo hacia las alturas, cada vez más cerca de la luz, del espacio abierto bañado por la luz del sol. La grieta del valle se hundía por debajo de ellos. Enfrente solo tenían el corte de la roca desnuda, inclinándose desde el cielo puro. Podían ver en la lejanía desde cierto ángulo: el lago que descansaba, remoto y pequeño, las paredes de las otras rocas como una cortina de piedra, apagadas y disminuidas hasta confundirse con el horizonte; y el cielo cuajado de nubes y de una intermitente luz azul.

—¡Es magnífico, magnífico, encontrarse aquí arriba! —le dijo ella aspirando con fuerza.

—Sí —contestó él—. En verdad es magnífico. Pero también profundamente detestable. Me gusta vivir al nivel del mar. No sirvo para escalar montañas.

—Evidentemente no —dijo ella.

—Bergbeil! —gritó un muchacho con la cabeza y el pecho descubiertos, magníficas botas de clavos, una mochila y un equipo de montaña, y todo el bronceado del viento y del sol de las montañas en la piel y en su descolorido pelo. Hepburn encontró repelente a aquel muchacho con su pesada mochila, sus gruesos y arrugados calcetines y sus asquerosas botas de clavos.

—Guten tag —respondió con frialdad.

Grüss Gott —dijo Hannele.

El joven Tannhäuser, el joven Sigfrido o simplemente el joven Balder maravilloso siguió descendiendo a grandes zancadas por la roca, marchando presto y balanceándose con su equipo de montaña. Inmediatamente después apareció una chica con el cabello al viento y la camisa entreabierta, andando también a grandes zancadas con sus pantalones de pana, las medias gastadas y arrugadas, unas gruesas botas, una mochila y un equipo de montaña. Pasó a su lado sin saludarles. Nuestra pareja se detuvo enfadada y en silencio, y la vio descender por la ladera de la montaña.

 

Pues bien, todo tiene su fin, hasta la más larga excursión a la cumbre de las montañas. Después de mucho sudar, de esforzarse y enfadarse, Hepburn y Hannele aparecieron, sobre un risco redondeado que señalaba el punto donde el camino se apartaba de la enorme y terrible hendidura del valle, adentrándose en más altas regiones. Llegaron a un llano, saliendo de entre los árboles como quien deja tras de sí algo muy penoso y alcanzando una loma rocosa y con algunas hierbas.

—¡Gracias al cielo! —exclamó Hannele.

Rodearon la loma con dificultad y vieron entonces ante ellos algo que siempre, siempre, resulta maravilloso: uno de esos estrechos valles elevados y desnudos donde se mecen las primeras aguas. Un valle plano, poco profundo y absolutamente desolado, tan vasto como un gran cuenco bajo el cielo, con pendientes rocosas y declives de piedra gris y un precipicio alrededor, y un zigzag de nevadas lenguas y algunas masas de hielo descendiendo de lo alto; y ríos y riachuelos que corrían desde diversos puntos, hacia más abajo de las lenguas de hielo y nieve, las aguas precipitándose hacia abajo con un recién liberado frenesí, formando corrientes, cascadas y saltos de agua, en busca del amplio y poco profundo lecho del valle, sembrado de rocas y de innumerables piedras, y totalmente desprovisto de árboles, ni siquiera un simple matorral.

Solo había, naturalmente, dos hoteles o restaurantes. No eran más que unas edificaciones bajas, dispersas y de aspecto campesino, perdidas entre los peñascos y con piedras en los tejados, de manera que parecían formar parte del lecho del valle. Allí estaba el valle, salpicado de rocas y piedras redondas, y con aquellas dos casas, entretejido todo ello por innumerables torrentes de aguas nuevas y un ronco río rodeado de piedras y que corría por el desierto. El estrecho sendero serpenteaba por la desolada planicie. Pasaba primero ante una de las casas y luego ante la otra, cruzaba una corriente y luego otra, hasta llegar a la lejana cara de piedra, más arriba, de la que parecía colgar el glaciar como si fuese una gran lengua.

—¡Ah, es estupendo! —dijo Hepburn como para sí mismo.

Hannele le dirigió una rápida ojeada y apreció la extraña y vacía mirada de esfinge con la que él observaba cuanto le rodeaba. Sus ojos negros estaban muy fijos y se le veía tan inmóvil como si se enfrentase eternamente a las alturas.

Hannele se estremeció con un sentimiento de triunfo. Se sentía abrumada.

—Es maravilloso —dijo.

—Maravilloso, sí, y así lo será siempre —añadió el capitán.

—Ah, pero en invierno…

La expresión del rostro de Hepburn cambió al volverse hacia ella.

—En invierno no podrías llegar hasta aquí —dijo.

Siguieron caminando. En lo alto de la pendiente pacía el ganado. Les llegaba el aislado ton-ton-ton de las campanas de las vacas, confundiéndose con el lento resonar del hielo al derretirse en el aire inerte. Aquel sonido siempre evocaba en él una primigenia y casi irremediable melancolía. Le hacía sentirse navré. Miró alrededor. No había un solo árbol ni un matorral, solo enormes rocas grises y pálidos peñascos desperdigados por allí en lugar de árboles y matas; aunque, eso sí, colgando de un lado como una barba oscura y bien poblada, estaban las rosas de los Alpes.

—En mayo —dijo el capitán—, aquella parte debe de estar toda cubierta de rosas.

—¡He de volver entonces! ¡He de volver! —exclamó Hannele.

Había turistas desperdigados a lo largo del camino, y también dos minúsculos carros tirados por sedosas mulas de largas orejas. Aquellos vehículos llegaban hasta abajo, hasta donde estaban los automóviles, y subían provisiones destinadas al hotel del glaciar, pues aún había otro gran hotel un poco más allá.

Hepburn se sentía feliz en aquel valle elevado, la primera cuna de piedra para las aguas primitivas. Le gustaba ver los grandes colmillos de hielo y nieve incrustados en la roca, como si hubiesen mordido la carne de la tierra. Y en las puntas de los colmillos, la rugiente agua proclamaba su nacimiento precipitándose hacia abajo.

Bajo las rocas, junto al césped del sendero, crecían muchas flores: hermosas campánulas, grandes, frías y oscuras, casi negras, asemejándose al color negro y morado del hielo; pequeños penachos de diminutas campanitas azul pálido, como si alguna rana encantada hubiese estado soplando burbujas de helada espuma; el báculo de obispo de las más duras, grandes y peludas flores de montaña; y un buen número de estrellas de pálida lavanda, moteadas con el color de la tierra; y también acónitos amarillos, lugares repletos de acónitos oscuros y amarillos. Aquel profundo y terrible azul, casi negro, de los extraños y ricos acónitos obligaba a Hepburn a mirarlos y mirarlos una y otra vez. ¿Cómo había podido llegar el hielo a aquella intensa oscuridad púrpura y azulada? ¿Y hasta aquel veneno real, aquella opulenta risa de serpiente de los acónitos?

 

Se sentaron a almorzar junto a uno de los poderosos torrentes, bajo una roca bañada por el sol, con flores de tomillo y olorosa menta. Eran cerca de las once de la mañana. Una abejita entraba y salía de las flores olorosas. El agua caía con todo el vigor y la velocidad del agua libre sobre las rocas. El capitán rellenó una taza para Hannele con el agua helada y brillante, y ella la mezcló con el rojo vino de Hungría.

Más abajo, en el camino, los turistas se alejaban como peregrinos; se les veía muy pequeños en el cerrado extremo del valle, subiendo por el camino de roca que ascendía como una escalera. Se podía distinguirlos por sus movimientos y, en el lecho del valle, parecía que rodasen como pequeñas piedras. Una mula muy elegante iba acercándose hacia ellos, siguiendo a una mujer de mediana edad vestida de lana y a un hombre alto con pantalones bombacho y aspecto intelectual. La mula tiraba de un pequeño carro muy divertido, una silla muy parecida a las redondas sillas de oficina, tapizada de terciopelo rojo y a la que habían colocado dos ruedas. El terciopelo había mudado de color y se veía ahora naranja y dorado como un envejecido zumo de frutas. Era un hermoso color. El mulero, un hombrecillo de aspecto harapiento, acompañaba muy nervioso el paso del animal.

—Ach —exclamó Hannele—. Me recuerda los tiempos antes de la guerra. Es casi tan apacible como entonces.

—Excepto que la silla es demasiado andrajosa y que todos ellos se sienten excepcionales —observó él.

En aquella parte alta del valle faltaba una sensación de paz. El correr de las aguas era semejante al ruido de las armas y todos los turistas parecían poseídos por una especie de frenesí; el frenesí por sentirse felices o por estar excitados por algo. Aquel sentimiento desolaba el corazón.

Estaban sentados al sol y debajo de la roca, con las flores de montaña perfumando el aire tocado por la nieve. Comían huevos con salchichas y queso, y bebían el vino de Hungría, muy rojo y brillante. Era todo encantador, casi como antes de la guerra. Tenían casi la misma sensación de eternas vacaciones, como si el mundo hubiese sido creado para que el hombre pasara en él unas continuas vacaciones; aunque tampoco del todo. Las cosas nunca serían ya exactamente iguales. El mundo no ha sido creado para que el hombre disfrute de un indefinido asueto.

Mientras Alexander guardaba de nuevo el pan en su mochila, exclamó:

—¡Oh, mira eso!

Volvió ella los ojos y vio que el capitán sacaba de su mochila un paquete plano, envuelto en papel. Se trataba evidentemente de un dibujo.

—¡Una pintura! —exclamó Hannele.

El capitán desenvolvió el paquete y lo tendió a Hannele. Se trataba de la Still-leben de Theodor Worpswede, pintada sobre madera aunque no demasiado grande.

Hannele, al mirarla, palideció.

—Es buena —dijo en tono ambiguo.

—Bastante —repuso él.

—En especial el huevo escalfado.

—Sí, el huevo parece real.

—¿Dónde lo encontraste?

—Oh, lo encontré en el taller del propio artista.

Y le contó cómo lo había localizado.

—¡Qué extraordinario! —exclamó Hannele—. Pero ¿por qué compraste el cuadro?

—No lo sé en realidad.

—¿Te gustó?

—No, no fue exactamente eso.

—No podrás colgarlo nunca.

—No, nunca —contestó.

—¿Crees que vale la pena como obra de arte?

—Creo que es una pintura bastante inteligente. Me desagrada su espíritu, por supuesto. Soy demasiado ortodoxo para que lo apruebe.

—No, no —dijo ella vacilante—. En realidad es bastante horrible. Por eso me pregunto qué te llevó a comprarlo.

—A lo mejor quise evitar que pudiese comprarlo otra persona.

—¿Tanto te importa, entonces? —preguntó Hannele.

—No, al menos no gran cosa. No me gustó que vendieras el muñeco.

—Necesitaba el dinero —dijo ella muy tranquila.

—Ya veo.

Hubo una pausa.

—Y sentí que tú me habías vendido a mí —dijo ella serena pero ferozmente.

—¿Cuándo?

—Al presentarse tu mujer. Y cuando desapareciste.

De nuevo hubo una pausa: la que él se tomó antes de responder.

—Te escribí —dijo.

—¿Cuándo?

—Oh, en marzo, me parece.

—Ah, sí. Recibí esa carta.

El tono de Hannele era igualmente sereno pero cada vez más despiadado.

Hubo una pausa que, por una vez, perteneció a ambos. Luego ella se puso en pie.

—Quisiera que nos marcháramos. A este paso no llegaremos nunca al glaciar.

El capitán volvió a envolver el cuadro, lo colocó otra vez en la mochila y ambos se pusieron en camino. Hannele se inclinaba de vez en cuando para recoger las estrellas de lavanda que crecían a la vera del sendero. Cuando pasaban ante el segundo de los hoteles del valle, vieron al hombre y a su esposa sentados fuera junto a una mesita, comiendo pan y queso mientras la mula y la silla de terciopelo descansaban sobre la hierba. Cruzaron por un bosquecillo de dulcamaras púrpura situado a la izquierda, y por algunas cabañas para el ganado, muy largas y que, con las piedras puestas sobre los tejados, parecía que se hubiesen originado allí mismo, como las piedras del paraje entre la hierba. Unos cerdos negros gruñían en aquel lugar desértico y salvaje.

Así fueron llegando por el tortuoso camino hasta la boca del valle, y vieron ante ellos la escarpada pendiente y, en lo alto, como vapor o espuma que goteara de los colmillos de alguna bestia, las cascadas que se abrían paso por los profundos dientes de hielo. Uno de los extremos del glaciar parecía un gran manto de piel azul y blanca deslizándose por la ladera de roca.

Donde el valle volvía a cerrarse las flores eran sumamente hermosas, en especial las grandes, oscuras y heladas campánulas que se balanceaban al menor estímulo, pero que colgaban oscuras y con la ritual inmovilidad de las flores de alta montaña. Luego el sendero torcía para internarse en la larga pendiente del acantilado, por donde subía como si fuese una escalera. Lentamente, lentamente, los dos fueron escalando. De nuevo podían ver el valle debajo de ellos. La mula con la silla venía detrás a paso bastante rápido. La señora iba sentada mirando hacia atrás, muy tiesa y envuelta en unas mantas. Su alto y rubio marido, de mediana edad, ataviado con sus anchos pantalones, caminaba detrás con la cabeza descubierta.

Alexander y Hannele subían con gran lentitud por el camino sesgado, bajo el goteante frente de la roca donde las flores blancas y venosas de la hierba del Parnaso aún crecían, rectas y tintineantes, entre las sombras, como agua que se hubiese transformado en blanca carne de flor. Arriba vieron el borde resbaladizo del glaciar, como una tremenda garra azulada; y por encima de la línea del cielo se elevaban las nubes grises, oscuras como el negro y helado humo de una caldera de hielo.

—Va a llover —dijo Alexander.

—No mucho —repuso Hannele secamente.

—Espero que no.

Hannele no quería apresurarse por la empinada pendiente sesgada, insistiendo en detenerse y contemplar el paisaje. Las oscuras nubes de hielo negro se solidificaron y la lluvia comenzó a volar en el aire frío. La mula pasó por delante de la pareja, con la dama sentada cómodamente de espaldas al animal, adornada con un sombrero que llevaba una pluma de faisán en la cinta, mientras su Tannhäuser buscaba su capa oscura.

Alexander llevaba su abrigo, pero Hannele no tenía nada más que un ligero jersey largo parecido al que las mujeres llevan cuando están en casa. Por encima de la hueca cumbre llegaba una lluvia fría y acerada. Empezaron a subir más rápidamente. Detrás venía ahora otra mula y un anciano pequeñito que iba corriendo. Llevaba un pequeño carro que parecía más bien una carretilla, donde iban grandes cestos cargados de coles, guisantes, zanahorias y trozos de carne destinados al hotel.

—Wird es viel sein? —preguntó Alexander a aquel pequeño gnomo—. ¿Durará mucho?

—Was meint der Herr? —contestó el interpelado—. ¿Qué es lo que dice el caballero?

—Der Regen, wird er lang dauern? —insistió Hepburn—. ¿Durará mucho esta lluvia?

Nein, nein. Dies ist kein langer Regen.

La mula se quedó quieta y el hombrecillo hubo de esperar a que hiciese allí mismo sus necesidades, tras lo cual reiniciaron el camino. Alexander y Hannele fueron los últimos en alcanzar el declive. En el aire olía a lluvia, fría como el acero, y también a los calientes excrementos de la mula. Alexander vio cómo la lluvia golpeaba los hombros y la falda azul de Hannele.

—Es una lástima que hayas dejado tu abrigo allá abajo —le dijo.

—¿De qué sirve decir eso ahora? —contestó ella, pálida y enfadada.

—Cierto —dijo él mientras sus ojos relucían y se oscurecía su frente—. ¿De qué sirve sugerir cualquier cosa?

Ella se volvió bajo la lluvia para mirarle. Estaban muy cerca de la cima de la pendiente del acantilado, con la garra del glaciar colgando casi invisiblemente sobre ellos, y las aguas corriendo ruidosas por el fondo del abismo. Los dos se miraban directamente.

—¿Cuándo me has sugerido tú algo? —preguntó con el rostro desnudo como la propia lluvia, con una expresión helada y furiosa—. ¿Cuándo me has sugerido algo?

—¿Cuándo te has mostrado tú abierta a una sugerencia? —replicó él. Tenía el rostro oscuro y sus ojos brillaban curiosamente.

—¿Yo? ¿Yo? ¡Ja! ¿Acaso no esperé que me sugirieras algo? ¡Y todo cuanto haces es venir aquí con un dibujo para reprocharme que haya vendido tu muñeco! ¡Cuánto me alegro de haberlo vendido! No era más que una efigie inútil, un estúpido rostro contemplativo. ¿Qué podía hacer sino venderlo? ¿Para qué te imaginas que debí conservarlo?

—¿Por qué has venido conmigo a este lugar, entonces?

—¿Que por qué he venido contigo a este lugar? —replico Hannele—. He venido a ver las montañas, que son maravillosas y me dan fuerzas; y también para ver el glaciar. ¿Crees que he venido a verte a ti? ¿Por qué iba a hacer tal cosa? Podría haberte visto en el hotel o en cualquier otra parte.

—Viniste a ver el glaciar y las montañas conmigo.

—¿Sí? Pues en tal caso he cometido una equivocación. Solo sirves para encontrar inconvenientes a las cosas, incluidas las montañas de Dios.

Una oscura llama apareció de pronto en el rostro del capitán.

—Sí —dijo—. Las odio. Las odio. Odio su nieve y su afectación.

—¡Afectación! —dijo ella riendo—. Incluso las montañas son afectadas para ti, ¿no es así?

—En efecto. No soporto su elevación y su majestuosidad. Odio la altura. Detesto a las personas que brincan en la cumbre de las montañas y se sienten eufóricas. Quisiera dejarlas a todas allí arriba, sobre sus cumbres montañosas, masticando hielo para llenar sus estómagos. No les dejaría descender de nuevo, no lo haría. Detesto todo esto, te digo. Lo odio.

Hannele contemplaba asombrada su rostro oscuro, brillante e inútil. Le pareció una sombría llama ardiendo a plena luz del día y en medio de las heladas lluvias: superfluo e inútil.

—Debes de estar algo chiflado para hablar así de las montañas —dijo con soberbia—. Son mucho más grandes que tú.

—¡No! —gritó él—. ¡No! ¡No lo son!

—¿Cómo? —exclamó ella soltando una sonora risa—. ¿Que no son más grandes que tú? Sí que eres extraordinario.

—No son mayores que yo —gritó—. No más que tú si te subes a una escalera. No son mayores que yo. Son mucho menos que yo.

—¡Oh, oh! —dijo ella con gesto asombrado y burlón—. Las montañas son menos que tú.

—¡Sí! ¡Menos!

De pronto, mientras ella le miraba, pareció tornarse más silencioso y distante. Había perdido la expresión de su rostro y parecía hallarse muy lejos de ella, más allá de alguna línea fronteriza. En medio de su indignado asombro, ella empezó a considerarlo con admiración y con cierta fascinación. ¿A qué país pertenecía aquel hombre? ¿A qué oscura, diferente atmósfera?

—Tú debes de sufrir de megalomanía —le dijo. Y dijo lo que pensaba. Pero él se limitó a mirarla con sus ojos sombríos, altivos, peligrosos.

Siguieron su camino en silencio mientras arreciaba la lluvia. Alexander estaba henchido de un silencio apasionado e imperioso, una curiosa y oscura fuerza que había suplantado a sus pensamientos. Y ella, que siempre estaba cavilando, pensaba ahora: «¿Estará loco? ¿Qué pretende decir? ¿Será un demente? Me acosa para conseguir algo. ¿Qué pretende conseguir? ¿Acaso quiere que le ame?».

Se detuvo ante esta última pregunta. Decidió que lo que él buscaba era que ella le amase. La idea halagaba su vanidad y su orgullo, y mitigaba su cólera contra él. Se sintió mucho más apaciguada.

¡Pero vaya manera de pretender salirse con la suya! Quería que ella le amase, de eso no le cabía ninguna duda. Siempre había sido así, desde el principio, solo que por entonces aún no se había decidido. Después de que muriese su mujer se había marchado con el fin de verlo todo un poco más claro. Y ahora estaba resuelto. Quería que ella le amase. Y estaba ofendido, mortalmente ofendido, porque ella había vendido su muñeco.

Tal fue la conclusión a la que llegó Hannele; y le gustaba su conclusión. La halagaba, le hacía sentir cierta calidez hacia él mientras ambos avanzaban bajo la lluvia. Esta, por cierto, estaba ya amainando. La espuma de la cóncava cumbre a la cual estaban acercándose se reducía considerablemente. Pronto podrían ver de nuevo la garra del glaciar colgando un poco más allá. La lluvia estaba a punto de desaparecer. Y no estaban ya lejos del hotel, ni del tercer nivel del Lammerboden.

Alexander deseaba su amor. De nuevo Hannele se sintió radiante y triunfal en su interior, sin importarle ya la lluvia que le caía sobre los hombros. Quería que le amara. Sí, no había otra interpretación posible. Él no quería amarla a ella. No. Quería que ella le amase a él.

Aunque después, por supuesto, y como mujer que era, dio el amor de él por descontado. Tantos hombres se habían mostrado bien dispuestos a amarla… Y este —para su asombro, para su indignación y casi para su secreta satisfacción— simplemente insistía en que era ella la que debía amarle a él. Pues bien, le pagaría con su misma moneda. Se trataba solo de eso: sencillamente insistía en que ella tenía que enamorarse de él. Lo que él sintiese no importaba. Ella debía amarle a él. Por fuerza. De eso se trataba. Dentro de su alma silenciosa, oscura y autoritaria quería obligarla, quería tener poder sobre ella. Quería obligarla a que le amase con el fin de ejercer su poder sobre ella. Pretendía dominarla físicamente, sexualmente y también en su interior.

¿Y ella? Ella tenía absoluta confianza en que no se dejaría dominar. Le amaría, probablemente le amaría; de hecho, aún más probablemente, ya le amaba. Pero no toleraría de ningún modo que él la dominase. No. Él tendría que postrarse de rodillas ante ella si quería su amor. Y entonces ella se lo otorgaría. Porque le amaba, en realidad; pero nunca aceptaría el señorío prepotente de un pequeño amo de ojos negros.

Tal fue la triunfal conclusión a la que llegó. Mientras tanto, la lluvia casi había cesado, habían alcanzado prácticamente el nivel de la cumbre hacia la cual trepaban por el sendero y él caminaba con aquel silencioso retraimiento que hacía que ella le observase, pues no estaba segura de qué sentía él, de qué estaba pensando o aun de qué era él. Constituía un enigma para ella, permanentemente incomprensible en sus sentimientos e incluso en lo que decía. No encontraba sentido ni ninguna lógica en lo que él decía y sentía. No hubiese podido prever nunca cuál sería su próximo estado de ánimo, y esto le hacía sentirse incómoda y vigilante; y al mismo tiempo acaparaba su atención. Poseía algo de la fascinación que siempre tiene lo incomprensible. Su peculiar e inescrutable rostro… no se trataba simplemente de una máscara carente de significado, puesto que media hora antes lo había visto derretirse con una pasión completamente incomprensible y, a su modo de ver, bastante estúpida, una pasión extraña, sombría, incoherente, afirmando con aquella oscura y curiosa ferocidad que él era más grande que las montañas. ¡Locura! Locura y megalomanía.

Pero, ya que él mostraba a tal punto sus cartas, Hannele le perdonaba, y hasta se sentía complacida a su lado. Y aquella extraña pasión suya, que despedía incomprensibles destellos, era más bien fascinante para ella. Solo sentía un poco de lástima por él. De todos modos, no estaba dispuesta a ser dominada. No aceptaría entregarse a él y a su oscura pasión. Eso nunca. Sería un amor en igualdad de condiciones o nada sería. Estaba preparada para un amor así. Solo esperaba que él se lo ofreciese.

 

El hotel era un enjambre de turistas. Alexander y Hannele estaban sentados en el restaurante tomando café y leche caliente y mirando a las camareras con sus vestidos sin mangas de algodón y sus delantales, a los chicos rubios con cuellos de doncella y enormes botas, y a los judíos de mala calaña e incorrecta apariencia. Aquellos judíos eran todos muy austríacos, vestidos a la tirolesa aunque el atuendo no les cuadrase en absoluto, y pretendían asumir los gestos y tonos de la Austria aristocrática a fin de que la gente que no les escuchara con atención o que no les mirara dos veces creyera que eran en realidad aristócratas austríacos. Eran, ciertamente, los señores de los Alpes, o al menos, aquel verano, los amos y señores de los hoteles alpinos, fueran cuales fuesen los prejuicios. Judíos de mala calaña. Y sin embargo, incluso ellos transmitían un saludable soplo de cordura, de desilusión y falta de sentimentalismo a aquella agitada atmósfera «Bergheil». La presencia burlona de aquellos seres de ojos negros parecía decir a los jóvenes montañeses con cuello de doncella: «no despleguéis demasiado las alas del espíritu, queridos míos».

La lluvia había cesado. Había una brizna de luz solar en el cielo gris. Alexander dejó su mochila y los dos salieron al aire libre. Ante ellos estaba el último nivel de la escalada: el Lammerboden. Era un hueco entre dos picos bastante imponente, un último valle poco profundo y de una milla de largo. En uno de sus extremos, el enorme y estático fluir del glaciar caía proveniente de la rasa cumbre helada. El hielo era opaco, de color gris, derretido en su superficie por obra del caluroso verano; parecía un gigantesco diluvio detenido, que terminaba en un muro de hielo moteado de piedra sobre el lecho de pétreos escombros. El pequeño valle era un truculento desierto de piedras y trozos de roca con un río que lo atravesaba por el centro. A la izquierda se elevaba la roca gris, pero también llegaba allí el glaciar, que enviaba hasta el suelo sus grandes garras de hielo. Era como un gran oso polar de espesa pelambre tendido sobre las cumbres y que de vez en cuando lanzaba terribles zarpazos de hielo contra el valle; como un descomunal oso de los cielos pescando desde arriba en los sólidos huecos de la tierra. Hepburn estaba sencillamente embargado por el miedo. También Hannele se asustó, pero al mismo tiempo le inspiraba cierta sensación de éxtasis. Algunas de las colosales zarpas heladas que se quedaban entre las rocas tenían un vívido color azul, un azul aterrador, venenoso, como el cristalino sulfato de cobre. La mayor parte del hielo era de un sombrío y semitransparente verde agrisado.

Se pusieron a andar por el desolado lecho de piedra, debajo de las rocas y por encima del agua, dirigiéndose al glaciar principal. Las flores eran todavía más hermosas en aquel último tramo, particularmente las enormes campánulas de color negro metálico, que uno podría confundir con grietas abiertas en el hielo. Y las hierbas del Parnaso se mantenían erguidas, como grandes copas de venas blancas, ofreciéndose, abiertas y desnudas, al aire yerto.

Por detrás de la gran cumbre helada y plana que interrumpía la vista al final del valle, una pálida neblina gris, como de lana y parecida a una nube, ascendía exhalando una inmensa aura de color plomizo sobre el cielo y ocultando la cima del glaciar. Había gente a lo largo de todo el valle, extrañamente insignificante, abriéndose paso por el gris desorden de piedras y rocas, como si fuesen insectos. Hannele y Alexander caminaban con rapidez por la fatigosa pista.

—¿Ahora estás contento de haber venido? —preguntó ella mirándole con expresión de triunfo.

—Muy satisfecho, en efecto.

Sus ojos estaban dilatados por la excitación, dejando entrever más una tortura o un acto de misticismo que a aquel éxtasis del «Bergheil». La curiosa vibración de su espíritu excitado daba a la escena un aspecto extraño e incluso terrible a los ojos de Hannele. También ella temblaba. Aquello le seguía pareciendo algo que encerraba la llave de todo el encanto y el éxtasis de aquel enorme y silencioso glaciar. Le parecía estar viendo una gran bestia.

Al acercarse vieron el muro de hielo. Era el final del glaciar, cubierto de una profunda capa de hielo incrustada de piedras y escombros. Desde abajo, entre piedras secretas, brotaba el agua. Cuando llegaron todavía más cerca vieron que el gran monstruo estaba cubierto de sudor; líneas y meandros corrían por sus laderas de hielo puro y transparente. Allí estaba el glaciar, terminando abruptamente en el muro de hielo al pie del cual se encontraban. Muy cerca, el hielo era puro pero acuoso, con toda su superficie pudriéndose por efecto del cálido estío. Era hoscamente translúcido y de un acuoso color azul agrisado con reflejos verdes. Pero cerca de la tierra de nuevo se tornaba brillante, despidiendo rayos verdosos como el jade y azulados como si fuese un delicado y pálido zafiro. En las pequeñas cavernas de un poco más arriba las húmedas paredes goteaban eternamente.

Alexander quería seguir escalando hasta la cima del glaciar. Ese era su único deseo, plantarse sobre la cumbre. De modo que, bajo el muro húmedo y transparente, se afanaron por llegar hasta arriba, sorteando las rocas y siguiendo el sendero de hielo. Había algunas personas delante de ellos —simples turistas diurnos—, bastante indecisas sobre la conveniencia de aventurarse más lejos, pues la vertiente helada subía de manera muy abrupta y resultaba resbaladiza tan expuesta al sol y sudorosa. De todas formas, seguía siendo una espalda encorvada, y era posible subir y subir gateando hasta llegar al primer nivel, que semejaba la parte superior de una inmensa zarpa.

Había allí un pequeño grupo de gente, frente a la adusta, pura y empapada cuesta de hielo. Estaban bastante asustados, lo que era perfectamente natural. Sin embargo humanos al fin y al cabo, todos querían superar sus propios miedos. Era extraño que el hielo se viese tan puro, con aquella apariencia carnosa. No era brillante, su superficie era suave como una epidermis suave y profunda. Pero era todo hielo puro, hasta las insondables profundidades.

Alexander, después de una pequeña vacilación, se puso a probar el hielo atentamente. Estaba asustado. Además, carecía de bastón y sus zapatos tenían la suela lisa. Pero le dominaba el deseo de plantarse sobre la misma cumbre del glaciar, así que, muy despacio, un poco tembloroso, comenzó a dar los primeros pasos por la homogénea pendiente. El hielo era blando en la superficie. Podía hincar en él los talones y obtener de tal modo un pequeño punto de apoyo. Así, tambaleándose de un lado a otro, consiguió avanzar unos cuantos metros por la desnuda pendiente de hielo.

Inmediatamente, los jóvenes y un hombre gordo que estaban abajo comenzaron a trepar a su vez. Con ellos iban también dos muchachas. Durante un rato, sin embargo, Alexander, gateando con dedicación, lideró la expedición. La pendiente se iba haciendo más y más abrupta, más redondeada, de manera que resultaba difícil erguirse, fuera cual fuese el procedimiento escogido para escalar. Algunas veces resbalaba, y quedaba colgado de la blanda masa de hielo, quemándose los dedos. Lo intentó luego despojándose de su abrigo y colocando su cuerpo sobre él. Consiguió más tarde apresurar el paso agachándose y formando una garra con sus manos, avanzando ridículamente a cuatro patas.

Hannele le miraba desde abajo, observando aquella ridícula exhibición, asustada y divertida, aunque el temor fuera su sentimiento dominante. No dejaba de llamarle, para diversión de los austríacos que se habían quedado con ella.

—¡Vuelve! ¡Vuelve, por favor!

Pero en cuanto él consiguió ponerse en pie de nuevo, se limitó a saludar a Hannele con la mano, un poco enojado al verla allí abajo como un punto azul. Los demás, provistos de bastones y botas de clavos, habían cobrado ánimos y gateaban como cangrejos, dejando atrás a nuestro héroe.

Había alcanzado una grieta abierta en el hielo. Se sentó cerca del borde y miró hacia abajo. El hielo claro y puro se derretía, asumiendo primero un color pálido y luego otro más azul, parecido al sulfato de cobre, en lo más profundo de la hendidura. No se parecía al cristal, sino que se fundía como se funde una perla de borato en la llama intensa, profundo, perversamente azul en las profundidades de la grieta.

Miró hacia arriba. Aún no había recorrido la mitad de la cuesta, de manera que siguió subiendo, prendido al enorme cuerpo de suave hielo, a gatas e inclinándose hacia delante, recurriendo a veces a su abrigo, las más de las veces hincando los talones de costado. Hannele, desde abajo, seguía gritándole para que volviese. Otros dos chicos jóvenes se encontraban ya al mismo nivel que Alexander.

Siguió esforzándose hasta llegar aproximadamente al borde. Allí se detuvo a mirar el hielo. Una enorme cavidad de hielo bajaba desde arriba. Era grandioso, todo un mundo, un terrible lugar con colinas, valles y laderas, todas ellas inmóviles y heladas. Arriba, a lo lejos, la gran nube de neblina gris se hacía cada vez más grande. Y casi al alcance de la mano había largas y colosales grietas, unas al lado de otras, como branquias en el hielo. Parecía como si el hielo respirase a través de ellas. Se podía ver una sucesión de tremendos abismos allá abajo, despidiendo aquel azul ácido e intenso, más azul a medida que las grietas se hacían más profundas. Las crestas de aquellas branquias abiertas se amontonaban sobre las grietas, formando grupos de un pálido celeste. Parecía que el hielo respirase por allí.

La magnificencia, el terror, la amargura de aquel espectáculo. Nunca una cálida hoja que fuera a abrirse; ni un solo gesto de vida; un mundo de hielo sin vida y autosuficiente.

Se dio la vuelta para bajar a pesar de que los jóvenes seguían adelante. Al mirar hacia abajo, a la gran masa transparente y desnuda que describía una peligrosa curva, se asustó. Si resbalaba, sin duda se deslizaría por toda la pendiente y se rompería algunos huesos. Incluso cuando se sentaba, debía aferrarse al hielo por medio de sus uñas, pues si empezaba a deslizarse ya no podría detenerse; resbalaría sobre sus pantalones, cada vez más precipitadamente, hasta llegar a tierra Dios sabe en qué estado.

Hannele seguía observándole desde abajo. Alexander sintió miedo al verse sentado, colgando de un saliente de hielo y sin saber cómo bajarse de él. Encima de sí vio las grandes branquias azules perfilándose contra el cielo; debajo, dos grietas azules, y luego las últimas zarpas de hielo sobre las piedras. Allí estaba Hannele, y las dos o tres personas que prefirieron no aventurarse más allá.

Sin embargo, advirtió que hincando los talones de costado con fuerza suficiente podría mantenerse de pie por inclinada que fuese la pendiente, de modo que comenzó a bajar en zigzag, usando ese procedimiento.

En eso estaba cuando apareció un guía de negra barba, con toda la parafernalia de cuerdas, bastón y botas de clavos. Acompañado de un caballero, se puso a subir por el hielo. Con aquellos clavos brillantes como dientes en las botas, todo resultaba muy fácil. El bastón servía de asidero.

Hannele, enferma por la espera y muy alarmada, había preferido emprender el camino de vuelta. Alexander corrió tras ella, contento de estar ya fuera del hielo pero al mismo tiempo eufórico y excitado. Al volverse, vio al guía y al hombre en el hielo, observando el tiempo y aquel magnífico mundo helado. También ellos optaron por darse la vuelta. El día no era seguro.

 

Reflexionando y bastante excitados, desandaron el camino por el desierto de roca y a través del torrente, para dirigirse de nuevo al hotel. El sol, por un momento, brilló con intensidad y él se sintió feliz, a pesar de que las yemas de los dedos le sangraban un poco por efecto del hielo.

—Pero un día —dijo Hannele—, me encantaría subir hasta arriba con un guía, hasta lo más alto del glaciar.

—No —repuso él—. He ido lo suficientemente lejos. Prefiero este mundo en el que crecen las coles en la tierra. En los glaciares no puede crecer nada.

—Dicen que hay moscas de glaciares que únicamente existen allí —contestó Hannele.

—Bueno, por cuanto he visto el hielo no parecía comestible. Ni siquiera para una mosca.

—Nunca se sabe —dijo ella riendo—. Sin embargo, te sientes satisfecho de haber estado allí, ¿no es así?

—Muy satisfecho. Ahora ya no necesito volver.

—Pero ¿realmente te pareció tan maravilloso?

—Maravilloso. Y en mi opinión, terrible, además.

 

Comieron carne de venado con espinacas en el hotel, y emprendieron luego el descenso. Ambos se sentían más felices. Hannele recogió algunas flores y las envolvió en su pañuelo para que no muriesen. Y de nuevo se sentaron junto al arroyo para beber un poco de vino.

Pero la nube de vapor seguía creciendo espesa por detrás del glaciar. Hannele estaba inquieta. Quería bajar, así que se apresuraron. Muchos otros turistas se dirigían hacia abajo a toda prisa. La lluvia comenzó a caer, un puñado de gotas grandes y frías despedidas desde más allá del glaciar. Hannele y él, sin tomarse un descanso, fueron descendiendo sin mayor esfuerzo por la abrupta vertiente hasta llegar al valle oscuro y encaminarse hacia el lugar de donde debía salir de vuelta el automóvil.

Allí bebieron té, bastante cansados pero al mismo tiempo satisfechos. El gran hotel restaurante era espantoso, y parecía un poco sórdido, de modo que volvieron a salir a la luz del temprano crepúsculo y se sentaron a mirar a los turistas, a los demás viajeros y a los hombres que les acompañaban en el auto. Había tres judíos de Viena. Una niña llevaba un enorme perro lanudo, blanco, tan grande como un ternero, tan blanco, ridículo y lanudo como un juguete. Los hombres, como es natural, lo palmeaban y acariciaban con expresión admirativa, en la forma en que lo hacen siempre los hombres, en la vida y en las novelas. Y la niña, sosteniendo la correa, posaba y se inclinaba hacia atrás copiando los gestos de las heroínas de las portadas de los libros. Decía que aquel monstruo blanco y frío era, en realidad, un perro de las estepas siberianas. Alexander se preguntaba de qué podría servir semejante mostrenco en la estepa siberiana. Los tres judíos, por su parte, pretendían ser unos elegantes austríacos salidos de las novelas populares.

—¿Crees que te casarás con Herr Regierungsrat? —preguntó Alexander.

Ella se volvió, abriendo mucho los ojos.

—Eso parece, ¿no crees?

—En efecto —dijo él.

Hannele miraba el perro lanudo de la niña, que por supuesto se apresuró a acercarse moviendo cariñosamente sus patas traseras en dirección a ella. Siguió mirándolo fijamente, pero no lo tocó.

—¿Qué te hace preguntarme algo así? —dijo.

—No podría decirlo. Pero, en todo caso, no me has respondido. ¿Te propones realmente casarte con Herr Regierungsrat? ¿Has tomado ya una resolución definitiva al respecto?

Ella le miró de nuevo.

—Pero antes de responder —dijo—, ¿no debería yo saber por qué me haces la pregunta?

—Es probable que ya sepas por qué.

—Te aseguro que no es así.

Alexander permaneció en silencio un momento. El inmenso perro lanoso estaba parado justo enfrente suyo y respiraba pesadamente, con la lengua fuera. El capitán se limitó a mirarlo sin prestar demasiada atención.

—Bien —dijo por fin—, si no fueras a casarte con el Herr Regierungsrat te sugeriría que te casaras conmigo.

Ella miró a lo lejos, hacia el garaje del automóvil, con una ligera mirada de diversión, tal vez de placer, o acaso consciente de lo ridículo de la situación; o quizá se trataba de todo a la vez. Había también cierta timidez.

—Pero ¿por qué? —dijo.

—¿Cómo que por qué?

—¿Por qué sugieres que debería casarme contigo?

—¿Por qué? —contestó él con su característica manera de arrastrar las palabras—. ¿Por qué? Vaya, ¿y con qué propósito suele un hombre pedir a una mujer que se case con él?

—¡Con qué propósito! —repitió ella un poco altivamente.

—Por qué motivo, entonces —corrigió él.

Hannele permaneció en silencio unos instantes. Su rostro era inexpresivo y parecía un poco entumecido; las manos descansaban muy quietas sobre su regazo. Miraba más allá de él, al otro lado del camino.

—Normalmente solo existe una razón —contestó, con la voz bastante apagada.

—¿Ah, sí? —preguntó él con curiosidad— ¿Y cuál dirías tú que es?

Hannele vaciló. Al final dijo, algo rígidamente:

—Porque la ama de verdad, supongo. Esa me parece a mí la única razón para que un hombre pida a una mujer que se case con él.

Le siguió un absoluto silencio que ella no intentó romper. Alexander sabía que tenía que responder, pero por alguna razón no quería pronunciar las palabras que obviamente deberían venir a continuación.

—Dejando a un lado la cuestión de si tú me amas o si te amo yo a ti… —comenzó a decir.

—Definitivamente, yo no voy a dejar eso a un lado —gritó ella.

—Y yo no estoy dispuesto a considerarlo —dijo él, con la misma obstinación.

Ella se volvió hacia él mirándole de lleno, con asombro, ira y cierta sensación de ridículo en su rostro.

—Realmente creo que debes de estar loco —dijo.

—Dudo que creas eso —contestó—. No es más que una forma de represalia, nada más. Ceo que comprendes perfectamente mi punto de vista.

—¡Tu punto de vista! —dijo—. ¡Tu punto de vista! Oh, ¿de modo que detrás de tu verborrea hay un punto de vista?

—Exactamente.

Ella guardó silencio, indignada, durante un rato. Luego dijo con enfado:

—Te aseguro que no alcanzo a verlo. En realidad no veo ninguna clase de punto de vista. Solo veo impertinencia.

—Muy bien —repuso él—. La cuestión es saber si tú y yo nos casaríamos basándonos en el amor.

—¡Ya lo creo! ¡Casarnos! ¡Casarnos nosotros! No creo que esa sea la cuestión en absoluto.

Alexander cogió la mochila que estaba debajo del asiento, entre sus pies, y sacó de ella la famosa pintura.

—Cuando se suponía que estábamos enamorados el uno del otro —dijo—, tú hiciste este muñeco, ¿no es así?

Se quedó mirando el odioso cuadro.

—Nunca, ni por un momento, me engañé con la idea de que tú me querías realmente —dijo ella amargamente.

—Mira las cosas desde el otro lado, y pregúntate si tú me amabas o no.

—¿Cómo podría haberte querido si era incapaz de creer en tu amor por mí?

Alexander volvió a colocar la pintura entre sus rodillas.

—Todo esto del amor —dijo— es algo sumamente confuso, y muy complicado.

—¡Complicado! En «tu» caso. Para mí el amor es algo bastante simple.

—¿Ah, sí? ¿Lo es? ¿Y fue simplemente el amor lo que te hizo hacer aquel muñeco con mi cara?

—¿Por qué no iba a hacer un muñeco con tu cara? ¿Te causé algún daño con ello? ¿Y acaso no eras tú mismo un muñeco, por los cielos? No eras nada más que un muñeco. ¿Qué daño te causó, entonces?

—Sí que lo hizo. El mayor de los daños posibles —contestó él.

Hannele se volvió hacia él con los ojos abiertos por la ira y la sorpresa.

—¿Cuál? ¿Dime cuál? ¿Puedes decirme cuál fue el daño?

—No, no puedo —contestó volviendo a levantar la pintura y sosteniéndola ante sí. Hannele apartó la cabeza del cuadro como un gato que se aparta de un cigarrillo encendido—. Cuando lo miro, cuando miro esto, sé que no hay amor entre tú y yo.

—Entonces ¿por qué me hablas de esta manera tan vergonzosa? —Hannele le miraba con lágrimas de ira y de mortificación en los ojos—. Quieres cobrarte tu pequeña venganza, me imagino, por haber hecho ese muñeco.

—Será eso —concedió él—, al menos en pequeña medida.

—Y eso es todo. ¡Solo se trata de eso! —gritó Hannele—. Esa es la única y verdadera razón de que hayas vuelto por mí, para esta insignificante venganza. Bien, ahora ya la tienes. Pero no vuelvas a dirigirme la palabra, por favor. Veré si puedo regresar a casa en el autobús.

Se levantó y se marchó. La vio buscando al conductor del autobús y luego entrando en la zona del garaje. Y la vio salir de nuevo, después de un rato, y coger el camino del río. Él se sentó frente al hotel. No le quedaba otra cosa que hacer.

Los turistas que habían llegado en el gran autobús comenzaban ahora a juntarse. Y el inmenso vehículo no tardó en aparecer, y se detuvo, alto como una casa, delante de la puerta del hotel. Los pasajeros comenzaron a acomodarse en sus asientos. Los dos hombres del perro blanco se marchaban, pero la chica y su perro se quedaban atrás. Hepburn se preguntaba si Hannele habría conseguido un cambio de asientos. Lo dudaba, porque sabía que el autobús iba lleno.

Por otra parte, el billete estaba en su bolsillo.

Los pasajeros se apiñaron y el conductor se puso a recoger los billetes. Por fin, el gran autobús emprendió el camino de vuelta. La explanada donde terminaba el camino principal estaba vacía. Hasta la mujer del perro blanco había desaparecido. Pronto aparecería el automóvil; el Luxus, como le llamaban. Hepburn permaneció en su asiento, a la espera. Caía la tarde y empezaba a hacer frío. Los árboles tenían un aspecto lúgubre.

Por fin apareció Hannele, andando de mala gana.

—Creo que tienes mi billete —dijo.

—Sí, lo tengo.

—¿Querrías dármelo, por favor?

Se lo dio. Ella vaciló un momento y enseguida se alejó.

Ahí estaba por fin el sonido del automóvil. Con un ronroneo triunfal el Luxus apareció ante sus ojos, saliendo del garaje para detenerse ante la puerta del hotel. También Hannele acudió presurosa. Se fue directamente a una de las portezuelas traseras del vehículo, aunque ella y Hepburn tenían su asientos delante, al lado del conductor. Ya había puesto su pie sobre el pescante de la puerta trasera, cuando se asustó. El pequeño conductor de rostro afilado —no había revisor— se acercaba al coche. La miró con ojo metálico y agudo de mecánico.

—¿Volverán en este coche todas las personas que vinieron en él? —preguntó, encogiéndose.

—Jawohl.

—¿Va completo este automóvil?

—Jawohl.

—¿No hay ningún sitio vacío?

—Nein.

Hannele retrocedió desanimada. El conductor era absolutamente lacónico.

Seis de los pasajeros ya estaban allí, y cuatro de ellos ya estaban sentados. Hepburn se sentó tranquilamente junto a la puerta del hotel mientras Hannele permanecía en el camino, al lado del automóvil. El pequeño conductor, con una inmensa bufanda de lana en torno a la garganta, iba de acá para allá buscando a los dos pasajeros que faltaban. Era evidente que faltaban dos pasajeros. No, no podía encontrarlos. Y de nuevo salía al trote, silencioso, como una comadreja persiguiendo a dos conejos. Por fin, cuando todos comenzaban ya a enfadarse, los descubrió y los condujo rápidamente hasta el vehículo.

Hannele tuvo que ocupar ahora su sitio, y Hepburn el suyo, a su lado. El conductor recogió los dos billetes y subió al vehículo pasando por encima de los dos. Con un vengativo chirriar de neumáticos, el coche se deslizó por el borde del barranco. Terminaba otro asqueroso viaje, y otro infernal día de fiesta.

—Creo —dijo Hepburn— que yo también podría acabar de decir lo que tenía que decir.

—¿Qué? —exclamó Hannele, aturdida por el viento que entraba en el automóvil.

—Será mejor que termine de explicarte lo que tenía que decir —gritó él, perdiendo casi el aliento.

—Termina, entonces —chilló Hannele, con las puntas de su pañuelo llameando tras ella.

—Cuando murió mi mujer —dijo él elevando la voz—, supe que no podría amar de nuevo.

—¡Oooh…! —exclamó ella con ironía.

—De hecho —gritó el capitán—, comprendí que, en lo que a mí se refiere, el amor era un error.

—¿Qué era un error? —gritó Hannele.

—El amor —bramó él.

—¡El amor! —vociferó Hannele—. ¿Un error? —Su tono era desdeñoso.

—Solo en lo que a mí se refiere —dijo él gritando.

—Oh, solo para ti… —dijo ella con un ataque de risa.

El automóvil viró bruscamente y Hannele se fue contra el conductor. Enseguida recuperó su posición. Viró de nuevo y se precipitó sobre Alexander. Se irguió furiosamente. Ahora el camino era recto y parecía también más tranquilo.

—Comprendí —dijo él— que siempre había cometido un error en lo referente al amor.

—Debió de ser toda una empresa para ti.

—Sí, me temo que así fue. En realidad, yo nunca lo deseé. Pero pensaba que sí. Y es ahí donde me equivocaba.

—¿A quién llegaste a amar, incluso aunque fuera una dura empresa? —preguntó ella.

—Para empezar, a mi madre: y eso fue un error. Después a mi hermana: otro error. Luego a una chica que conocía de toda la vida: otro. Después a mi esposa: y este fue mi más tremendo error. Y luego cometí la equivocación de enamorarme de ti.

—La dura empresa de enamorarte de mí, querrás decir —gritó ella—. Pero, en realidad, nunca la acometiste como es debido. Nunca acometiste realmente la tarea de amarme.

—No del todo, ¿verdad?

Y se quedó quieto, sintiéndose enfadado por no haber hecho las cosas debidamente.

—No —continuó—. No del todo. Por eso volví en busca de ti. No quiero amarte. No quiero un matrimonio basado en el amor.

—¿Sobre qué base, entonces?

—Creo que lo sabes sin necesidad de que lo describa con palabras.

—Te aseguro que no lo sé. Eres demasiado misterioso —le repuso ella.

Hablar en un automóvil que corre con rapidez es algo que sacude los nervios. Los dos hicieron una pausa, para descansar, y también en espera de que llegase un trecho de la carretera menos accidentado.

—No es fácil describir estas cosas —dijo él al fin—; pero ya he probado el matrimonio basado en el amor, y he de decir que a la larga resultó espantoso. Y creo que, para mí, siempre será así, sea cual sea la mujer que elija.

—Debe de haber algo en ti que no funciona bien —dijo Hannele.

—En lo que al amor se refiere, sí. Sin embargo, todavía deseo casarme. Quiero casarme. Quiero una mujer que me honre y me obedezca.

—Si eres muy razonable y no abusas de tus órdenes —le dijo Hannele—, y te muestras muy cuidadoso al impartirlas…

—De hecho, quiero una especie de paciente Griselda. Quiero que se me honre y se me obedezca. No deseo amor.

—Cómo se las arregló Griselda para honrar al tonto que tenía por marido, incluso si le obedecía, es más de lo que yo puedo saber —dijo Hannele—. Me gustaría saber qué pensaba realmente de él. Supongo que lo que cualquier mujer piensa de un marido tan torpe e imperioso.

—Bueno —dijo él—, eso no va conmigo.

Estuvieron callados hasta que el automóvil llegó a la estación. Allí descendieron y se pusieron a caminar junto al lago, bajo los árboles.

—Sentémonos en un banco —le dijo él— y acabemos de una vez.

Hannele, quien se encontraba realmente ansiosa por escuchar lo que él tenía que decir y que, como toda mujer, se sentía cautivada por un hombre que empezaba a descubrir sus más íntimos secretos —no importaba cuánto se reiría luego de ellos—, se sentó a su lado. Era una tarde gris que comenzaba ya a volverse oscura. Las luces parpadeaban al otro lado del lago. El hotel, allá lejos, mostraba su hilera de luces. Unas pequeñas embarcaciones se acercaban lentamente a la orilla. Era un atardecer pesado y gris, con ese peculiar toque de melancolía con el que habitualmente se pone fin a los días festivos.

—Honra y obediencia, además de los sentimientos físicos adecuados —dijo Alexander—. Eso es para mí el matrimonio. Nada más.

—Pero ¿qué son los sentimientos físicos adecuados sino amor? —preguntó Hannele.

—No. Las mujeres quieren que uno las adore, que se enamore de ellas. Y eso es lo que yo no haré. No lo haré de nuevo aunque viva como un monje el resto de mis días. Ni te adoraré ni me verás enamorado de ti.

—No tendrás la oportunidad, gracias. ¿Y a qué llamas tú sentimientos físicos adecuados si no estás enamorado? Creo que lo que tú quieres es repugnante.

—Si una mujer me honra, si me honra desde el fondo mismo de su naturaleza y a causa de ello me obedece, mi deseo por ella será mucho más profundo que si sintiera amor por ella; o si la adorase.

—Se trata de lo mismo. Si amas, entonces habrá de todo. El lote completo: honor, obediencia y cuanto quieras. Y si el amor falta, falta todo.

—Eso no es cierto —replicó él—. Una mujer puede amarte, puede adorarte, y aun así no te honraría ni tampoco te obedecería. La más amante y adoradora mujer puede hoy en día poner en ridículo a su marido, tal como tú hiciste conmigo.

—¡Ah, ese eterno muñeco! —suspiró ella—. ¿Qué es lo que te hace tenerlo siempre en mente?

—Lo ignoro, pero así es. No fue algo malicioso, lo sé; era halagador, si prefieres. Pero lo llevo clavado como una espina. Como una espina. Y anda por ahí, por el mundo, en Alemania o en alguna otra parte. Y tú podrás decir cuanto quieras, pero cualquier mujer, cualquier mujer puede hoy, ame o no a su marido, hacer de él un muñeco. Y el muñeco sería su héroe. Solo su muñeco. Nadie más. Mi mujer podría haber actuado así. Así lo hizo, al menos en su cabeza. Y fui su muñeco bastante tiempo. La oí hablar de mí a otras mujeres, y su muñeco era bastante más necio que el que tú hiciste. Pero es lo mismo: si una mujer te quiere hará de ti un muñeco. No parará hasta hacer de ti su muñeco personal. Y una vez que lo consiga estará satisfecha. Eso es lo que significa el amor. Por eso no deseo el amor. Y yo tampoco amaré. No tendré a nadie que me quiera; lo consideraría un insulto. Siento que he sido insultado durante cuarenta años, por el amor y por las mujeres que me han amado. Nadie me amará. Y yo tampoco lo haré. Se me honrará y obedecerá, o no tendré nada.

—En tal caso, lo más probable es que te quedes sin nada —dijo Hannele con tono sarcástico—. Porque puedo asegurarte que yo solo tengo amor para ofrecer.

—Pues guárdatelo.

Hannele soltó una breve carcajada.

—¿Y tú? —exclamó—. ¡Tú! Supón que eres honrado y obedecido. Supongo que todo lo que te quedará por hacer será sentarte callado como un sultán.

—Oh, no. Tengo muchas cosas que hacer. Y con mujer o sin ella, me propongo comenzar a hacerlas.

—¿Por ejemplo?

—Nada demasiado apasionante. Me iré al África oriental para unirme a un individuo que se está rompiendo el cuello para no perder el control de sus tres mil acres de tierra. Y cuando haya llevado a cabo unos cuantos experimentos más, y ciertas observaciones, y esté en posesión de todos los datos necesarios, escribiré un libro sobre la luna. Con mujer o sin ella, eso es lo que haré.

—¿Y la mujer? Suponiendo que consigas alguna pobrecilla.

—Vendrá conmigo y allí nos estableceremos.

—Y entretanto se dedicará a honrarte, a obedecerte y a cuidar de la casa, para que tú vayas por ahí durante el día y puedas contemplar la luna al llegar la noche.

Alexander no respondió. Estaba mirando hacia la lejanía, más allá del lago.

—¿Qué harás tú por la desdichada mientras ella se afana en la tarea de honrarte y obedecerte y hacer las espantosas tareas de la casa allí en África? Porque sin duda será algo horroroso. Horroroso.

—Bueno —dijo él hablando lentamente—. Será mi esposa, y yo la trataré como tal. Si en la ceremonia se dice «amarse y respetarse», bueno, pues en ese sentido lo haré yo.

—¡Oh! —exclamó Hannele—. ¿Quieres decir que la amarás? ¿Que realmente amarás a la desdichada?

—No en ese sentido, no. No la adoraré ni me enamoraré de ella. Pero será mi esposa, y yo la amaré y la respetaré como tal.

—Simplemente porque es tu esposa, no porque sea ella misma. Lúgubre destino para cualquier miserable mujer —dijo Hannele.

—Yo no lo creo así. Opino que es el más alto de los destinos.

—¿Ser tu esposa?

—Ser esposa. Y ser amada y respetada como esposa, no como una mujer que coquetea.

—¡Ser amada y respetada tan solo porque es tu mujer! No, gracias. Todo cuanto puedo admirar en tu plan es su presunción e impudicia.

—Muy bien, pues. Así quedan las cosas —dijo él, poniéndose en pie.

También ella se incorporó, y ambos fueron hasta donde se hallaba amarrado el bote.

Remó él un rato en silencio, al cabo del cual dijo:

—Me marcharé mañana.

Ella no contestó. Sentada en la barca, veía aproximarse las luces de la villa. Entonces dijo:

—Iré a África contigo. Pero no prometo honrarte y obedecerte.

—Entonces nada —contestó él calladamente.

El bote se acercaba al pequeño embarcadero. Los amigos de Hannele la saludaban desde el balcón.

—¡Hola! —exclamó ella—. Ja! Da bin ich. Ja’s war wunderschön.

Y dirigiéndose a él agregó:

—¿Entrarás?

—No —respondió—, me iré de inmediato.

En la villa, todos bajaban corriendo las escaleras para ir al encuentro de Hannele.

—Pero ¿no me aceptas aunque yo te quiera? —le preguntó.

—Has de prometer lo otro —dijo él—. Forma parte de la ceremonia.

Hat’s geregnet? Wie war das Wetter? Warst du auf dem Gletscher? —gritaron las voces desde el jardín.

Nein, kein Regen. Wunderschön! Ja, er war ganz auf dem Gletscher —respondió Hannele. Y agregó, sotto voce, hacia Alex:

—No seas estúpido. Ven adentro.

—No. No quiero entrar.

—¿Quieres marcharte mañana? Vete, si quieres. Pero, de todos modos, no lo diré antes de que tenga lugar la ceremonia No sería preciso, ¿verdad?

Saltó del bote a la plataforma del embarcadero.

—¡Ah! —dijo volviéndose—. Dame el cuadro, ¿quieres? Quisiera quemarlo.

Alexander se lo tendió.

—Y ven mañana, ¿lo harás?

—Sí, por la mañana.

Y, remando, se perdió rápidamente en la oscuridad.

*FIN*


“The Captain’s Doll”,
Seven Arts, 1917


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