Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

El músico envidioso

[Cuento - Texto completo.]

Dino Buzzati

Una noche en la que el envidioso compositor Augusto Gorgia, en la cima de la gloria y de la edad, se paseaba solo por su barrio, oyó tocar el piano en una casa.

Gorgia se detuvo. Era una música moderna, pero muy diferente de la que componían él o sus colegas; nunca había oído nada parecido. De buenas a primeras, no se podía distinguir si se trababa de una música clásica o ligera: por cierta trivialidad, recordaba algunas canciones populares, pero, al mismo tiempo, contenía un amargo desprecio y casi parecía bromear, aunque en el fondo se advirtiera que había sido escrita con una convicción apasionada. Sin embargo, lo que más impresionó a Gorgia fue el lenguaje de esa música, un lenguaje a menudo estridente y arrogante, y libre de las viejas leyes armónicas, pero que, pese a todo, conseguía ser absolutamente claro. Aquella música se caracterizaba también por su entusiasmo, por su juvenil levedad, sin rastro alguno de cansancio. Pero el piano calló enseguida y Gorgia continuó paseando por la calle en espera de volverlo a oír de nuevo.

“¡Bah!, debe de ser alguna obra americana”, se dijo. “En ese país, en cuestión de música, inventan los más infernales engendros”. Y volvió para su casa. Sin embargo, aquella noche, y durante todo el día siguiente, le quedó cierta desazón en el ánimo; como cuando, cazando por el bosque, uno tropieza contra una roca o un tronco y, en el momento no hace caso, pero después, por la noche, le duele la herida y no consigue recordar dónde ni cómo se la hizo. Y debe pasar más de una semana para que la cicatriz desaparezca.

Pasado algún tiempo, al volver un día a su casa sobre las seis de la tarde, Gorgia oyó, nada más abrir la puerta de la calle, la radio encendida en la sala e, inmediatamente, con la rapidez del experto, reconoció el sonido. Esta vez se trataba de una música para piano y orquesta, pero era idéntica a la pieza que había oído aquella noche, con el mismo acento atlético y soberbio, y siempre con el mismo ritmo extraño y esa autoridad casi ultrajante, ese ardor que parecía el galope de un caballo enormemente ansioso por llegar.

Antes de que Gorgia hubiera cerrado la puerta, la música cesó. Su mujer salió a su encuentro desde la sala con una precipitación insólita.

—Hola, querido —dijo—, no te esperaba tan temprano.

¿Por qué tenía esa expresión tan azorada? ¿Tenía algo que ocultar?

—¿Qué ocurre? —le preguntó, perplejo.

—¿Cómo que qué ocurre? ¿Qué tendría que ocurrir? —María se repuso enseguida.

—No lo sé. Me has saludado de un modo… Dime una cosa, ¿qué estaban transmitiendo por la radio?

—¡Ah, si crees que estaba escuchando!…

—Entonces ¿por qué la has apagado nada más entrar yo?

—¿Qué es esto?, ¿un interrogatorio? —contestó ella riendo—. Si quieres que te diga la verdad, la he apagado mientras salía a recibirte. Estaba allí, en mi habitación, y me la había dejado encendida.

—Transmitían una música —dijo Gorgia pensativo—, una música muy peculiar… —y se dirigió hacia la sala.

—¡No sé como no estás harto de música…! ¡De la mañana a la noche siempre música…! ¡Nunca tienes bastante! ¡Deja en paz esa radio! —dijo, viendo que él se disponía a encenderla.

Entonces Gorgia se volvió a observarla: parecía inquieta, como si temiera algo. Para molestarla, giró el interruptor y el cuadrante se iluminó. Del aparato salió el habitual zumbido y luego una voz: “… mos transmitido un programa de música de cámara. El próximo concierto les será ofrecido por la empresa Tremel…”.

—¿Ya estás contento? —dijo María, que parecía reanimada.

Esa misma noche, al salir después de cenar con su amigo Giacomelli, Gorgia compró una revista de radio y buscó en ella el programa de aquel día.

A las dieciséis cuarenta y cinco, leyó, concierto de música de cámara dirigido por el maestro Sergio Anfossi. Obras de Hindemith, Kunz, Meissen, Ribbenz, Rossi y Stravinski. No, la música que él había oído no era de Stravinski, de eso estaba seguro. En la revista, los nombres estaban colocados en orden alfabético, pero evidentemente las piezas no habían sido tocadas en ese orden en el concierto. Y tampoco era una pieza de Hindemith ni de Meissen, Gorgia los conocía muy bien. ¿De Ribbenz, entonces? No: Max Ribbenz, su antiguo compañero de Conservatorio, había hecho sus pinitos, diez años antes, con una gran cantata polifónica, un trabajo honesto, pero académico; pero luego había dejado de componer. Después de un largo silencio, había reaparecido recientemente, consiguiendo colocar una obra suya en el Teatro Estatal. Justo en esos días debía ser representada, pero teniendo en cuenta aquel lejano precedente, no era difícil prever el resultado. Así pues, tampoco de Ribbenz. Quedaban Kunz y Rossi. Pero ¿quiénes eran? Gorgia nunca los había oído nombrar.

—¿Qué buscas? —le preguntó Giacomelli, al verlo tan absorto.

—Nada. Hoy he oído una música por la radio y me gustaría saber de quién es. Era una música extraña. Pero aquí no lo dicen.

—¿Qué tipo de música?

—No sabría contestarte. Me atrevería a decir que una música muy impertinente.

—Vamos, vamos, ¡olvídalo! —bromeó Giacomelli, sabiendo lo susceptible que era—. Sabes tan bien como yo que todavía no ha nacido el músico que te supere.

—Al contrario —dijo Gorgia adivinando la ironía—. ¡Me sentiría feliz! Yo esperaba que alguien, por fin… —le vino una idea molesta—. A propósito, ¿no es mañana el estreno de la obra de Ribbenz?

Giacomelli tardó un poco en responder.

—No, no —dijo indiferente—, creo que la han aplazado…

—¿Tú irás?

—Pues no, es superior a mis fuerzas.

Esta frase hizo recuperar a Gorgia el buen humor.

—Pobre Ribbenz —exclamó—, me alegro mucho por él. Al menos tendrá esa satisfacción…

A la noche siguiente, Gorgia trataba desganadamente de tocar el piano en casa, cuando de pronto le pareció oír un murmullo al otro lado de la puerta cerrada. Lleno de sospechas, se acercó a espiar.

En la sala contigua, su mujer y Giacomelli estaban confabulando en voz baja.

—Pero antes o después se enterará —decía el hombre.

—Cuanto más tarde, mejor —repuso María—. Todavía no sospecha nada…

—Mejor así… Pero ¿y los periódicos? No se le puede impedir que lea los periódicos.

En ese momento Gorgia abrió bruscamente la puerta.

Como ladrones cogidos in fraganti, los dos se levantaron rápidamente. Estaban pálidos.

—Decidme —preguntó Gorgia—, ¿quién es el que no debe leer los periódicos?

—Pues… —dijo Giacomelli— estaba hablando de un primo mío detenido por apropiación indebida. Su padre, que es mi tío, no sabe nada.

Gorgia respiró. Menos mal. Tuvo incluso un sentimiento de vergüenza por aquella irrupción un poco indiscreta. A fuerza de sospechar de todo uno acababa por amargarse la existencia. Pero después, mientras Giacomelli continuaba contando su historia, volvió a sentir el mismo malestar confuso: ¿sería verdad la historia del primo? ¿No se la habría inventado Giacomelli para salir del paso? ¿Por qué, si no, hablaban en voz baja?

Estaba alerta, como el enfermo a quien los médicos y sus parientes ocultan un diagnóstico irrevocable. Barrunta la mentira, pero los otros son mucho más astutos que él y, cuando intenta satisfacer su curiosidad, se salen por la tangente. No consiguen tranquilizarlo, pero al menos le evitan la horrible verdad.

Incluso fuera de casa le parecía sorprender indicios sospechosos, como por ejemplo, ciertas miradas ambiguas de sus colegas, o cómo enmudecían al verlo acercarse, o el embarazo, a la hora de hablar con él, de ciertas personas por lo general bastante locuaces. Gorgia se controlaba, no obstante, preguntándose si tal desconfianza no sería un signo de neurastenia: al envejecer, ciertos hombres ven enemigos por todas partes. Y, por otra parte, ¿qué había de temer? Era famoso y respetado, y tenía una buena posición económica. Los teatros, las sociedades de conciertos, se disputaban sus composiciones. De salud no podía estar mejor. Nunca había hecho daño a nadie. ¿Y entonces? ¿Qué peligro podía amenazarlo? Pero razonar así no le bastaba.

La inquietud volvió a asaltarlo al día siguiente, después de cenar. Ya eran casi las diez. Al hojear el periódico, vio que la nueva obra de Ribbenz se representaba esa misma noche. Pero ¿cómo? ¿No le había dicho Giacomelli que el estreno se había aplazado? ¿Y por qué nadie le había avisado? ¿Cómo se explicaba que la dirección del teatro no le hubiera mandado las entradas como de costumbre?

—María, María —llamó soliviantado—. ¿Tú sabías que el estreno de Ribbenz es esta noche?

María acudió inquieta.

—¿Yo, yo? Sí, pero creía…

—¿Qué creías?… ¿Y las invitaciones? ¿Cómo es posible que no me hayan mandado las invitaciones?

—Sí, sí. ¿No has visto el sobre? Te lo dejé encima de la cómoda.

—¿Y por qué no me dijiste nada?

—Pensaba que no te interesaría… Decías que jamás irías… A mí no me pescan, decías… Y después se me fue de la cabeza, te lo confieso…

Gorgia estaba fuera de sí.

—No comprendo… no comprendo —repetía— y son ya las diez y cinco… ahora ya no me da tiempo… ese idiota de Giacomelli… (la sospecha que lo atormentaba desde hacía algún tiempo, por fin se había concretado: por un motivo que él no conseguía comprender, en la obra de Ribbenz debía de haber algo nefasto. Volvió a mirar el periódico, como si no se lo creyera). Ah, pero la retransmiten por la radio… ese placer no me lo quita nadie.

—Lo siento, Augusto, pero la radio no funciona… —dijo María con voz afligida.

—¿Que no funciona? ¿Y desde cuándo no funciona?

—Desde esta tarde. A las cinco, cuando he ido a encenderla, ha sonado un “clic” por dentro y ya no se ha vuelto a oír nada. Debe de haberse fundido un fusible.

—¡Precisamente esta noche! ¡Parece que os habéis puesto todos de acuerdo para…!

—¿Para qué nos hemos puesto de acuerdo? —lloriqueaba María—. ¿Y yo qué culpa tengo?

—Bueno, me voy. Encontraré una radio que funcione en alguna parte…

—No, Augusto… está lloviendo… y tú estás resfriado… ya es tarde… tendrás tiempo de sobra para escuchar esa maldita obra…

Pero Gorgia ya había cogido su paraguas y se encontraba en la calle.

Estuvo vagabundeando hasta que se sintió atraído por las luces blancas de un café. En el local no había casi nadie. Sin embargo, al fondo, en el salón de té, se veía un grupito de gente. Y de allí salía una música. Qué extraño, pensó Gorgia. Tanto interés por la radio solo lo había los domingos, cuando retransmitían algún partido. Después le entró la duda: ¿no estarían escuchando la obra de Ribbenz? Pero era absurdo. Entre la gente que escuchaba inmóvil había varias personas fuera de toda sospecha: dos jóvenes con chándal, por ejemplo, una mujer de vida alegre y un camarero con chaqueta blanca…

De pronto, Gorgia fue presa de una sensación oscura, como si desde hacía muchos días, o mejor, desde hacía meses y años, hubiera sabido que iba a encontrarse allí, en aquel local y no en otro, a aquella hora exacta. Y a medida que el ritmo y las notas de la música se le revelaban mientras avanzaba hacia ella, el hombre sintió una punzada en el corazón.

Era una música totalmente nueva para él, pero al mismo tiempo la tenía hundida en su cerebro como una úlcera. Era la extraña música que había oído por la calle y después en su casa aquella noche. Pero ahora era todavía más libre y orgullosa, y más preñada de una vulgaridad salvaje. Ni siquiera los ignorantes, los mecánicos, las mujerzuelas y los camareros, podían resistirse a ella. Los esclavos y los derrotados se quedaban ante ella con la boca abierta. ¡El genio! Y ese genio se llamaba Ribbenz; sus amigos y su mujer, compadeciéndose de él, habían hecho todo lo posible para que no se enterara de nada. Era el genio que la humanidad esperaba desde hacía al menos medio siglo, y no era él, Gorgia, sino otro de su misma edad, hasta ahora desconocido y despreciado. ¡Cómo le repugnaba aquella música! ¡Cómo le hubiera gustado desenmascararla, demostrar su falsedad, cubrirla de risas y de invectivas! Sin embargo, surcaba las olas del silencio como un acorazado victorioso; y pronto conquistaría el mundo.

Un camarero le tomó de un brazo.

—Perdone, señor, ¿se siente mal?

Gorgia, en efecto, se tambaleaba.

—No, no, gracias…

Y sin tomar nada salió de allí, bajo la lluvia, desesperado. “¡Virgen Santa!”, murmuraba para sí, consciente de que para él toda alegría había acabado. Ni siquiera podía ofrecer ese dolor suyo a Dios, porque, ante esta clase de dolores, Dios se indigna.

*FIN*


“Il musicista invidioso”,
Corriere della Sera, 1951


Más Cuentos de Dino Buzzati