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El negro de Pedro el Grande

[Novela corta - Texto completo.]

Alexandr Puchkin

I

Estoy en París,
he comenzado a vivir, no solo a respirar.
Dmítriyev, Diario de un viajero

 

Entre los jóvenes enviados por Pedro el Grande a países extraños con el fin de adquirir conocimientos, imprescindibles para un estado modernizado, figuraba su ahijado, el negro Ibrahim. Estudió en una escuela militar de París, se licenció como capitán de artillería distinguiéndose en la guerra de España y regresó gravemente herido a París. El emperador, aun en medio de su vasta tarea, no dejaba de interesarse por su favorito. Siempre eran halagüeños los informes que recibía sobre su conducta y sus éxitos. Tan complacido estaba Pedro, que más de una vez lo llamó para que regresara a Rusia, pero Ibrahim no tenía prisa. Se excusaba poniendo diversos pretextos, la herida unas veces, el deseo de perfeccionar sus conocimientos o la falta de dinero, otras; y Pedro, indulgente con sus demandas, le pedía que cuidara la salud, le agradecía su celo por los estudios y, aunque extremadamente cuidadoso con sus propios gastos, no escatimaba para él su tesoro, añadiendo a las monedas de oro consejos paternales y exhortaciones a la prudencia.

Según atestiguan todas las notas históricas, nada podía compararse con la alegre frivolidad, la locura y el lujo de los franceses de aquella época. Los últimos años del reinado de Luis XIV, marcados por la estricta devoción de la corte, la seriedad y la decencia, no habían dejado ni rastro. El duque de Orleans, que combinaba muchas cualidades brillantes con vicios de toda clase, no poseía desgraciadamente ni sombra de hipocresía. Las orgías del Palais Royal no eran un secreto para París; su ejemplo era contagioso. Por aquella época apareció Law; la codicia por el dinero se unía a las ansias de placer y de dispersión; las propiedades desaparecían; la moral se extinguía; los franceses reían y hacían sus cuentas, mientras el estado se desintegraba acompañado por los estribillos juguetones de los vaudevilles satíricos.

Entretanto la sociedad presentaba un cuadro de lo más interesante. La educación y la necesidad de divertirse habían acercado los diversos estados. La riqueza, la cortesía, la fama y el talento, la misma rareza, todo cuanto daba alimento a la curiosidad y prometía diversión se aceptaba con la misma benevolencia. La literatura, la ciencia y la filosofía abandonaban sus silenciosos despachos y aparecían en el círculo del gran mundo para servir a la moda dirigiendo sus gustos. Las mujeres reinaban, pero ya no exigían adoración. La amabilidad superficial había sustituido al profundo respeto. Las travesuras del duque de Richelieu, el Alcibíades de la nueva Atenas, pertenecen a la historia y dan idea de las costumbre de la época.

 

Tiempos afortunados, marcados por la licencia
en que la locura, agitando su cascabel,
con paso ligero recorre toda Francia,
cuando ningún mortal se digna a ser devoto,
cuando se hace de todo menos penitencia.

 

La aparición de Ibrahim, su aspecto, su cultura y su natural inteligencia despertaron en París la atención general. Todas las damas deseaban ver en su casa a le Nègre du czar y lo acosaban disputándoselo entre ellas; el regente lo había invitado varias veces a sus alegres reuniones; Ibrahim asistía a las cenas animadas por la juventud de Arouet y la vejez de Chaulieu o por la conversación de Montesquieu y Fontenelle; no dejó pasar ni un baile, ni una fiesta, ni un estreno y se entregaba al torbellino general con todo el ardor de sus años y de su raza. Pero la idea de cambiar esta dispersión, estas brillantes diversiones, por la dura sencillez de la corte de Petersburgo no era lo único que horrorizaba a Ibrahim. Otros lazos más fuertes lo unían a París. El joven africano amaba.

La condesa D., que ya había pasado su primera juventud, era todavía famosa por su belleza. A los diecisiete años, cuando salió del convento, la casaron con un hombre del que no tuvo tiempo de enamorarse y quien, posteriormente, nunca se preocupó de ello. Las habladurías le atribuían amantes, pero según las condescendientes leyes de la sociedad gozaba de buen nombre al no podérsele reprochar ninguna aventura ridícula o escandalosa. Su casa estaba muy de moda. Allí se reunía la mejor sociedad parisina. A Ibrahim se la presentó el joven Merville, que estaba considerado como su último amante, cosa que intentaba dar a entender por todos los medios.

La condesa recibió a Ibrahim cortésmente, pero sin ninguna atención especial; él se sintió halagado. Generalmente al joven negro lo miraban como a un milagro, lo rodeaban, lo abrumaban con saludos y preguntas, y esta curiosidad, aunque encubierta por un aire de benevolencia, ofendía su amor propio. La dulce atención de las mujeres, que es casi el único fin de nuestros esfuerzos, no solo no alegraba su corazón sino que lo llenaba de indignación y amargura. Sentía que para ellas era una especie de animal raro, una criatura especial, extraña, casualmente trasladada a un mundo que no tenía nada que ver con él. Llegaba incluso a envidiar a los hombres que nadie notaba, considerando su insignificancia como una bendición.

La idea de que no fue creado por la naturaleza para compartir una pasión le había librado de la suficiencia y las pretensiones del amor propio, lo cual confería un raro encanto a su trato con las mujeres. Su conversación era sencilla y grave; gustó a la condesa D., harta de las eternas bromas y finas insinuaciones del ingenio francés. Ibrahim la visitaba con frecuencia. Poco a poco ella fue acostumbrándose al aspecto del joven negro, e incluso empezó a encontrar algo grato en el cabello crespo, cuyo color oscuro destacaba entre las pelucas empolvadas de su salón (Ibrahim tenía una herida en la cabeza y llevaba una venda). Tenía veintisiete años; era alto y esbelto, y más de una hermosa dama se lo quedaba mirando con un sentimiento más halagüeño que la simple curiosidad; pero Ibrahim, que era precavido, o no lo notaba o no veía otra cosa que coquetería. Cuando su mirada se encontraba con la de la condesa, la desconfianza desaparecía. Los ojos de la condesa expresaban una bondad tan encantadora, su trato era tan sencillo y espontáneo, que era imposible sospechar en ella ni una sombra de coquetería o de burla.

Aunque el amor no se le pasaba por la cabeza, sentía la necesidad de ver a la condesa todos los días. Buscaba el encuentro con ella donde fuera y cada vez que ocurría, le parecía siempre una inesperada bendición del cielo. La condesa adivinó sus sentimientos antes que él mismo. Digan lo que digan, el amor sin esperanzas ni exigencias afecta al corazón femenino mucho más que las estrategias de la seducción. En presencia de Ibrahim la condesa seguía todos sus movimientos, escuchaba atentamente todas sus palabras; sin él, se quedaba pensativa y volvía a su habitual distracción… Merville fue el primero en fijarse en esta inclinación recíproca y en felicitar a Ibrahim. Nada enciende tanto el amor como el comentario alentador de un extraño. El amor es ciego y, al no confiar en sí mismo, se agarra apresuradamente a cualquier asidero. Las palabras de Merville despertaron a Ibrahim. Hasta entonces la posibilidad de poseer a la mujer amada no se le había pasado por la imaginación; la esperanza iluminó de pronto su alma; se enamoró localmente. En vano la condesa, asustada por el frenesí de su pasión, intentó contraponer exhortaciones de amistad y consejos de buen sentido; ella misma era cada vez más débil. Las imprudentes recompensas se iban sucediendo con rapidez. Y finalmente, arrastrada por la intensidad de la pasión que ella misma había inspirado, languideciendo bajo sus efectos, se entregó al maravillado Ibrahim…

Nada escapa a la mirada de la sociedad observadora. El nuevo amor de la condesa pronto fue conocido por todos. Algunas damas se sorprendieron de su elección, otras, en cambio, la encontraban muy natural. Unas se reían, otras veían en ello una imprudencia imperdonable de la condesa. En su primer arrebato de pasión, Ibrahim y la condesa no se daban cuenta de nada, pero pronto las bromas ambiguas de los hombres y las observaciones mordaces de las mujeres empezaron a alcanzarlos. Hasta entonces, la actitud seria y fría de Ibrahim lo había protegido de tales ataques; ahora, los soportaba impacientemente y no sabía cómo responder a ellos. La condesa, acostumbraba al respeto de la sociedad, perdía la serenidad al verse objeto de maledicencias y burlas. Unas veces se quejaba llorando a Ibrahim, y otras le lanzaba amargos reproches o le rogaba que no intentara defenderla para evitar cualquier escándalo innecesario que pudiera llevarla a la ruina.

Una nueva circunstancia vino a complicar aún más su situación. Se manifestó la consecuencia de un amor imprudente. Consejos, consuelos y sugerencias, todo fue agotado y rechazado. La condesa preveía el inevitable final y lo esperaba con horror.

Cuando se conoció el estado de la condesa, arreciaron los rumores. Las damas sensibles se llevaban las manos a la cabeza; los hombres hacían apuestas sobre el hijo: ¿sería blanco o negro? Los epigramas llovieron sobre su marido, el único en París que no sabía ni sospechaba nada.

Se acercaba la hora de la verdad. El estado de la condesa era terrible. Ibrahim iba a verla todos los días. Veía cómo poco a poco la iban abandonando las fuerzas morales y físicas. Su llanto y su horror se repetían a cada instante. Al fin, sintió los primeros dolores. Precipitadamente se tomaron medidas. Encontraron la manera de alejar al conde. Llegó el médico. Dos días antes habían convencido a una pobre mujer para que entregara a su hijo recién nacido a gente extraña; una persona de confianza fue a buscarlo. Ibrahim se encontraba en un gabinete junto al dormitorio donde yacía la pobre condesa. Sin atreverse a respirar oía sus lamentos ahogados, el susurro de la criada y las órdenes del médico. El tormento fue largo. Cada gemido le partía el alma; cada silencio lo llenaba de terror… de pronto oyó el grito débil del niño y, sin poder contener su alegría, corrió al cuarto de la condesa; un niño negro estaba a los pies de su cama. Ibrahim se acercó a él. El corazón le latía con fuerza. Bendijo al niño con mano temblorosa. La condesa le sonrió débilmente y le tendió una mano desmayada, pero el médico, temiendo una gran emoción para la enferma, alejó a Ibrahim de su cama. Metieron al recién nacido en una cesta cubierta y lo sacaron de la casa por una escalera oculta. Trajeron al otro niño y lo colocaron en una cuna en la habitación de la parturienta. Ibrahim se marchó algo más tranquilo. Esperaban al conde. Volvió tarde, se enteró del feliz alumbramiento de su esposa y se quedó muy contento. Con esto quedaban defraudadas las esperanzas del público, que, habiendo anticipado una historia sabrosa, tuvo que contentarse con la sola maledicencia.

Todo volvió a la normalidad. Pero Ibrahim sentía que su destino iba a cambiar, que tarde o temprano el conde D. se enteraría. En ese caso, pasara lo que pasara, la condesa estaban perdida. Ibrahim amaba con pasión y era correspondido; pero la condesa era caprichosa y frívola. Él no era su primer amor, y los sentimientos más tiernos podían ser sustituidos en su corazón por el odio y el desdén. Ibrahim veía acercarse ya el momento de su frialdad; hasta entonces no había conocido los celos, aunque los presintiera con horror; entonces, imaginando que el sufrimiento de la separación sería menos doloroso, empezó a prepararse para romper la desdichada unión, abandonar París y dirigirse a Rusia, donde desde hacía mucho lo estaban llamando Pedro y un oscuro sentimiento de su propio deber.

 

II

 

Transcurrían los días y los meses y el enamorado Ibrahim no se decidía a abandonar a la mujer que había seducido. La condesa se encariñaba cada vez más con él. Su hijo se criaba en una provincia lejana. Las habladurías de la gente empezaron a calmarse y los amantes disfrutaban de una mayor tranquilidad, acordándose en silencio de la tormenta que acababa de pasar y procurando no pensar en el futuro.

Un día Ibrahim asistió a una recepción del duque de Orleans. El duque, al pasar junto a él, se detuvo y le entregó una carta, ordenándole que la leyera en un momento de paz. La carta era de Pedro I. El soberano, adivinando la verdadera razón de su ausencia, escribía al duque para decirle que no tenía intención de forzar a Ibrahim a nada y que dejaba en sus manos la decisión de regresar o no a Rusia; pero que en cualquier caso no abandonaría a su protegido. La carta emocionó profundamente a Ibrahim. En aquel momento se decidió su destino. Al día siguiente comunicaba al regente su propósito de partir inmediatamente para Rusia.

—Piense en lo que va a hacer —dijo el duque—. Rusia no es su patria; no creo que tenga ocasión de volver a ver su cálida tierra, pero su larga estancia en Francia lo ha hecho igualmente ajeno al clima y al modo de vida de la Rusia medio salvaje. Usted no ha nacido súbdito de Pedro. Créame: aproveche su magnánimo permiso. Quédese en Francia, por la que ya ha derramado sangre, y tenga por seguro que tampoco aquí sus méritos y talentos quedarán sin una digna recompensa.

Ibrahim expresó su sincero agradecimiento al duque pero permaneció firme en su decisión.

—Lo lamento —repuso el duque—, aunque creo que tiene usted razón. —Y prometiéndole aceptar su dimisión, escribió al zar dándole cuenta de todo.

Pronto Ibrahim estuvo preparado para la marcha. La tarde en víspera de su viaje la pasó en casa de la condesa D., como de costumbre. Ella no sabía nada, e Ibrahim no tuvo el valor suficiente para decírselo. La condesa parecía tranquila y contenta. Lo llamó varias veces y le gastaba bromas al verlo ensimismado. Todos los invitados se marcharon después de la cena. Quedaron solos en el salón la condesa, su marido e Ibrahim. El desdichado Ibrahim habría dado cualquier cosa por quedarse a solas con ella; pero el conde D. se había instalado junto al fuego tan plácidamente que no se podía ni pensar en hacerlo abandonar la habitación. Los tres estaban callados. “Bonne nuit”, dijo, por fin, la condesa. A Ibrahim se le encogió el corazón y sintió de pronto todos los horrores de la separación. Estaba inmóvil. “Bonne nuit, messieurs”, repitió la condesa. Ibrahim seguía sin poder moverse… Solo cuando ya se le nubló la vista y la cabeza empezaba a darle vueltas consiguió, a duras penas, salir de la habitación. Al llegar a casa, casi sin sentido, escribió la siguiente carta:

 

Me voy, querida Leonora, te dejo para siempre. Te escribo esta carta porque no tengo fuerzas para decírtelo de otra manera.

Mi felicidad no podía durar. He disfrutado de la dicha en contra del destino y de la naturaleza. Dejarías de amarme un día, el encanto desaparecería. Esta idea me ha perseguido siempre, incluso en aquellos momentos en que parecía olvidarlo todo cuando, a tus pies, me emborrachaba de tu apasionada abnegación, de tu ternura infinita… La frívola sociedad en realidad persigue aquello que dice tolerar: su fría ironía tarde o temprano te habría vencido, habría doblegado la pasión de tu alma y habrías terminado por avergonzarte… ¿Qué sería de mí entonces? ¡No! Es preferible la muerte, es mejor abandonarte sin esperar ese terrible instante…

Tu paz es para mí lo más valioso; no podías disfrutarla mientras todas las miradas estaban dirigidas hacia nosotros. Recuerda todo cuanto has tenido que soportar: todos los insultos a tu amor propio, todo el sufrimiento del temor; recuerda el terrible nacimiento de nuestro hijo. Piensa: ¿puedo yo seguir sometiéndote a todas esas emociones y peligros? ¿De qué vale intentar unir el destino de un ser tan delicado, tan hermoso, con la vida llena de calamidades de un negro, lastimosa criatura que a duras penas ha merecido llamarse hombre?

Adiós, Leonora, adiós, mi querida y única amiga. Al abandonarte dejo las primeras y las últimas alegrías de mi vida. No tengo patria ni amigos. Marcho a la triste Rusia, donde disfrutaré de un total aislamiento. Las severas ocupaciones a las que me he de entregar de ahora en adelante distraerán al menos, si no consiguen ahogar, los dolorosos recuerdos de los días de felicidad y placer… Adiós, Leonora, me arranco de esta carta como si fuera de tus brazos; adiós, sé feliz y algún día piensa en el pobre negro, en tu fiel

Ibrahim

 

Aquella misma noche partió para Rusia.

El viaje no le resultó tan penoso como esperaba. Su imaginación venció a la realidad. Cuanto más se alejaba de París, más cerca y más vivamente veía todas aquellas cosas que abandonaba para siempre.

Sin darse cuenta se encontró en la frontera rusa. Empezaba el otoño, pero los cocheros, a pesar del mal estado del camino, lo llevaban con la velocidad del viento, y al decimoséptimo día de su viaje llegaba a Krásnoye Seló, por donde entonces pasaba el camino principal.

Quedaban veintiocho verstas hasta Petersburgo. Mientras disponían el carruaje entró en la isba de los cocheros. En un rincón vio a un hombre alto, vestido con un caftán verde, con una pipa de barro en la boca y que, apoyado en la mesa, leía periódicos de Hamburgo. Al oír que había entrado alguien levantó la cabeza.

—¡Vaya! ¡Ibrahim! —gritó levantándose del banco—. ¡Hola, ahijado!

Ibrahim, al reconocer a Pedro, en un arrebato de alegría corrió hacia él, pero se detuvo respetuosamente. El soberano se acercó, lo abrazó y le dio un beso en la cabeza.

—Estaba avisado de tu llegada —dijo Pedro— y he venido a tu encuentro. Llevo esperándote desde el día de ayer.

Ibrahim no encontraba palabras para expresar su agradecimiento.

—Di que tu carruaje nos siga —continuó el soberano— y súbete al mío, iremos a casa.

Acercaron el carruaje del zar; ambos se sentaron juntos y emprendieron la marcha. Al cabo de hora y media llegaban a Petersburgo. Ibrahim miraba con curiosidad la capital recién nacida, que se levantaba sobre los pantanos por capricho de la autocracia. Diques descubiertos, canales sin malecón, puentes de madera por doquier mostraban la reciente victoria de la voluntad humana sobre la resistencia de las fuerzas naturales. Las casas parecían construidas con prisas. La ciudad nada tenía de magnífico, salvo el Neva que todavía no estaba embellecido con el marco de granito, pero sí cubierto ya de barcos militares y mercantes. El coche del soberano se detuvo ante el palacio del entonces llamado Jardín del Zar. En la puerta recibió a Pedro una mujer de unos treinta y cinco años, muy hermosa, vestida según la última moda de París. Pedro le dio un beso en la boca y, cogiendo a Ibrahim de la mano, dijo:

—Kátenka ¿reconoces a mi ahijado? Espero que lo trates con el mismo cariño de antes.

Yekaterina lo miró con sus ojos negros y penetrantes y le alargó la mano con benevolencia. Dos jóvenes bellas, altas, esbeltas y frescas como rosas, que estaban detrás de ella, se acercaron a Pedro respetuosamente.

—Liza —dijo a una de ellas—, ¿te acuerdas del muchacho negro que robaba manzanas para ti en mi jardín de Oranienbaum? Aquí está, te lo presento.

La gran duquesa se echó a reír ruborizándose. Pasaron al comedor. La mesa estaba puesta en espera del soberano. Pedro se sentó a comer acompañado de toda la familia e invitó a Ibrahim a que hiciera lo mismo. Durante la comida hablaron de cuestiones diversas, el soberano le preguntó por la guerra de España, por los asuntos internos de Francia y por el regente, a quien apreciaba a pesar de censurarle muchas cosas. Ibrahim se distinguía por una inteligencia precisa y observadora. Pedro quedó muy complacido con sus respuestas; recordó algunos rasgos de la infancia de Ibrahim, evocándolos con tanta bondad y tan buen humor, que nadie hubiera podido reconocer en este cariñoso y hospitalario anfitrión al héroe de Poltava, al poderoso y temible transformador de Rusia.

Después de comer el soberano, siguiendo la costumbre rusa, se retiró a reposar. Ibrahim se quedó con la emperatriz y las duquesas. Procuró satisfacer la curiosidad de las damas describiendo la vida de París, las fiestas y las modas caprichosas. Entretanto, algunas de las personas allegadas al soberano se reunieron en el palacio. Ibrahim reconoció al magnífico príncipe Ménshikov quien, al ver al negro hablando con Yekaterina, lo miró altanero de reojo; al príncipe Yakov Dolgoruky, el implacable consejero de Pedro; al sabio Bruce, que tenía entre el pueblo la reputación de un Fausto ruso; al joven Raguzinsky, antiguo amigo suyo, y a algunos otros que llegaban para despachar con el soberano o a la espera de sus órdenes.

El zar salió al cabo de dos horas.

—Vamos a ver —le dijo a Ibrahim— si no has olvidado tu antigua tarea. Coge la pizarra y sígueme.

Pedro se encerró para atender los asuntos de estado en la tornería. Trabajó por turno con Bruce, con el príncipe Dolgoruky y con el general de policía de Vière y además le dictó a Ibrahim varios ukaz y disposiciones. Ibrahim no dejaba de admirar la rapidez y la claridad de su inteligencia, la firmeza y la flexibilidad de su atención y la diversidad de sus ocupaciones. Al acabar el trabajo, Pedro sacó una libreta para asegurarse de que todo lo que tenía dispuesto para el día se había cumplido. Luego, al salir de la tornería, le dijo a Ibrahim:

—Ya es tarde, supongo que estarás cansado: quédate a dormir aquí como en los viejos tiempos. Te despertaré mañana.

Ibrahim, al quedarse solo, tardó en recobrarse. Estaba en Petersburgo; había vuelto a ver al gran hombre junto al cual, sin conocer aún su valía, había pasado su infancia. Casi con remordimientos se confesaba en el fondo de su alma que por primera vez desde la separación, la condesa D. no había constituido su único pensamiento durante todo el día. Pensaba que la nueva vida que le esperaba, llena de actividad y de ocupaciones constantes, podía reanimar su alma cansada por las pasiones, el ocio y una secreta melancolía. La idea de ser el colaborador del gran hombre y de actuar con éste sobre el destino de un gran pueblo despertó en él por primera vez el sentimiento de una noble ambición. En este estado de ánimo se acostó en el catre que le habían preparado; una vez más su ensoñación habitual lo transportó al lejano París, a los brazos de la dulce condesa.

 

III

 

Al día siguiente, Pedro, cumpliendo su promesa, despertó a Ibrahim y lo felicitó por su nombramiento como capitán-lugarteniente de la compañía de bombarderos del regimiento Preobrazhensky, de la cual era capitán él mismo. Los cortesanos rodearon a Ibrahim, procurando, cada uno de ellos a su manera, colmar de atenciones al nuevo favorito. El arrogante príncipe Ménshikov le estrechó la mano amistosamente. Sheremétev se interesó por sus amigos parisinos y Golovín lo invitó a comer. Todos los demás siguieron el ejemplo de este último, con lo que Ibrahim recibió invitaciones para un mes por lo menos.

Los días de Ibrahim eran uniformes pero, por estar llenos de actividad, no conocía el aburrimiento. Con el paso de los días se fue sintiendo cada vez más unido al soberano y conociendo mejor su elevado espíritu. La más interesante de las ciencias resulta de seguir los pensamientos de un hombre. Ibrahim vio cómo Pedro discutía con Buturlin y Dolgoruky en el Senado, cómo analizaba las cuestiones importantes de la legislación, lo presenciaba afirmando la grandeza marítima de Rusia en el colegio del almirantazgo, lo vio con Feofán, Gavriil Buzhinsky y Kopievich, lo observaba leyendo traducciones de publicistas en los ratos libres, o visitando la fábrica de un mercader, el taller de un artesano o el despacho de un hombre de ciencias. A Ibrahim Rusia le parecía un enorme taller en el que solamente las máquinas se movían, y donde cada obrero, sometido a un orden preciso, cumplía con dedicación su tarea. Él mismo se consideraba obligado a trabajar ante su propia máquina y procuraba añorar lo menos posible las diversiones de la vida parisina. Más difícil le resultaba alejar otro recuerdo, el recuerdo querido: a menudo pensaba en la condesa D., imaginándose su justa indignación, sus lágrimas y su tristeza… pero, a veces, un terrible pensamiento le oprimía el pecho: el gran mundo disoluto, una nueva relación, otro afortunado… y entonces se estremecía, los celos hacían hervir su sangre africana, y a punto estaba de dejar correr lágrimas calientes por su rostro negro.

Una mañana estaba sentado en su despacho, rodeado de documentos, cuando de pronto oyó una voz fuerte que lo saludaba en francés; Ibrahim se volvió con viveza y reconoció al joven Korsakov, a quien había dejado en París en el torbellino del gran mundo, que lo estrechó en sus brazos con alegres exclamaciones.

—Acabo de llegar —dijo Korsakov— y he venido a verte inmediatamente. Todos nuestros conocidos de París te mandan saludos y lamentan tu ausencia; la condesa D. me ha mandado decirte que vuelvas cuanto antes, aquí tienes su carta.

Ibrahim, temblando, cogió la carta y se quedó mirando la letra del sobre que tan bien conocía, sin atreverse a dar crédito a sus ojos.

—Cuánto me alegro —continuó Korsakov— de que no hayas muerto de aburrimiento en este bárbaro Petersburgo. ¿Qué se hace aquí? ¿A qué se dedica la gente? ¿Quién es tu sastre? ¿Tenéis ópera al menos?

Ibrahim le contestó distraído que el soberano estaría seguramente trabajando en los astilleros. Korsakov se echó a reír.

—Veo que no es el momento —dijo—, otro día hablaremos de todo; ahora voy a presentarme ante el soberano. —Con estas palabras giró sobre una pierna y salió corriendo de la habitación.

Al quedarse solo Ibrahim se apresuró en abrir la carta. La condesa se quejaba tiernamente, reprochándole su fingimiento y falta de confianza. “Me dices —escribía— que mi paz es para ti lo más precioso de este mundo. ¡Ibrahim! Si esto fuera cierto, ¿podrías haberme sometido al estado que me causó la inesperada noticia de tu marcha? Temías que te retuviera; pero puedes estar seguro de que habría sabido sacrificar mi amor por tu bienestar y por aquello que tú hubieras considerado tu deber”. La condesa concluía la carta con apasionadas declaraciones de amor y le suplicaba que le escribiera aunque solo fuera de tarde en tarde, si no había ninguna esperanza de volver a verse alguna vez.

Ibrahim releyó la carta veinte veces, besando arrebatadamente las líneas que tenían para él un valor inapreciable. Ardía en deseos de saber algo de la condesa, y ya se preparaba para marchar al almirantazgo donde esperaba encontrar a Korsakov, cuando se abrió la puerta y éste apareció de nuevo. Se había presentado ante el soberano y, como de costumbre, parecía muy satisfecho de sí mismo.

—Entre nous —le dijo a Ibrahim— el soberano es un hombre rarísimo; imagínate, me lo he encontrado vestido con una camiseta de hilo, subido al mástil de un barco nuevo, donde me he tenido que encaramar con todos mis despachos. Me sostenía en una escalera de cuerda, sin tener lugar suficiente para hacer una reverencia apropiada al caso, y me azoré completamente, cosa que no me había ocurrido en mi vida. El soberano, después de leer los papeles, me miró de pies a cabeza, y seguramente, el buen gusto y la elegancia de mi traje lo sorprendieron agradablemente; al menos me sonrió y me invitó a la asamblea de esta tarde. Pero en Petersburgo soy un verdadero extranjero, en seis años de ausencia he olvidado todas las costumbres de aquí; hazme el favor de ser mi mentor, ven a buscarme y preséntame.

Ibrahim se lo prometió apresurándose a llevar la conversación al tema que más le interesaba:

—¿Y cómo está la condesa D.?

—¿La condesa? Bueno, como era de esperar, tu marcha la afectó mucho al principio, pero luego se fue consolando poco a poco y ya tiene un nuevo amante. ¿Sabes quién es? El marqués R., el larguirucho. Pero ¿por qué desorbitas así esos ojos de negro que tienes? ¿Acaso no sabes que la pena prolongada no está en la naturaleza humana y menos en la femenina? Piénsatelo bien, que yo voy a ver si descanso del viaje; no te olvides de venir a buscarme.

¿Qué sentimientos llenaron el alma de Ibrahim? ¿Los celos? ¿La furia? ¿La desesperación? No era nada de eso, sino una profunda y opresiva tristeza. Se decía a sí mismo una y otra vez: ya lo había previsto, esto tenía que suceder. Luego abrió la carta de la condesa, la volvió a leer y, cabizbajo, se echó a llorar amargamente. Lloró durante largo rato. Las lágrimas le aliviaron el corazón. Al mirar el reloj se dio cuenta de que ya era hora de salir. Le hubiera gustado faltar, pero su presencia en la asamblea se debía a su posición, y el soberano exigía la asistencia de todas las personas próximas a él. Se vistió y fue a buscar a Korsakov.

Encontró a Korsakov en bata, leyendo un libro en francés.

—¡Qué pronto! —le dijo a Ibrahim.

—Perdóname —le contestó Ibrahim—, pero ya son las cinco y media y vamos a llegar tarde. Vístete cuanto antes y nos vamos.

Korsakov se levantó de un salto y llamó con fuerza; los criados llegaron corriendo y Korsakov empezó a vestirse apresuradamente. Su ayuda de cámara francés le trajo unos zapatos con tacones rojos, un pantalón de terciopelo azul celeste y un caftán rosa cubierto de lentejuelas; en la antecámara empolvaron rápidamente la peluca y se la trajeron. Korsakov hundió en la peluca su pequeña cabeza de pelo corto, reclamó la espada y los guantes, dio unas diez vueltas delante del espejo y anunció a Ibrahim que estaba listo. Los lacayos les dieron unos abrigos de piel de oso, y partieron hacia el Palacio de Invierno.

Korsakov atosigó a Ibrahim a preguntas: ¿quién era la mujer más bella de Petersburgo?, ¿quién era el que mejor bailaba?, ¿qué baile estaba de moda? Ibrahim, de mala gana, satisfacía su curiosidad. Mientras tanto se estaban acercando al palacio. Una multitud de largos trineos, viejos carromatos y carrozas doradas se encontraba ya en el prado. Junto a la puerta se agolpaban los cocheros con librea y bigotes, recaderos con brillantes oropeles, plumas y mazos, húsares, pajes, lacayos patosos, cargados con abrigos de pieles y manguitos de sus señores: toda una corte imprescindible para los boyardos de aquellos tiempos. Al ver a Ibrahim todos murmuraban: “El negro, el negro del zar”. Éste hizo pasar rápidamente a Korsakov a través del grupo multicolor de criados. El lacayo de palacio les abrió las puertas de par en par y entraron en la sala. Korsakov se quedó pasmado… En una gran habitación, iluminada con velas de sebo, que daban una luz tenue entre nubes de humo de tabaco, altos dignatarios con cintas azules que les cruzaban los hombros, embajadores, mercaderes extranjeros, oficiales de la guardia con uniformes verdes, técnicos navales con chaquetillas y pantalones a rayas, formaban una multitud que recorría la sala de punta a punta con el acompañamiento incesante de música de viento. Las damas ocupaban los asientos distribuidos a lo largo de las paredes. Las jóvenes brillaban con todo el lujo de la moda. Sus vestidos relucían de oro y plata; de los amplios miriñaques surgían, como tallos, sus estrechas cinturas; refulgían los diamantes en los pendientes, entre los tirabuzones y junto al cuello. En medio de la animación, volvían la cabeza, esperando a los caballeros y el comienzo del baile. Las damas de más edad intentaban combinar con astucia las nuevas modas de vestir con las de antaño, ya mal vistas: las cofias parecían gorritos de cibelina de la zarina Natalia Kirílovna, y los vestidos y las mantillas no eran sino un extraño recuerdo de los sarafán y los chalecos forrados. Se diría que asistían a estas nuevas reuniones con más sorpresa que deleite, ocupadas en mirar de reojo, molestas, a las mujeres e hijas de los capitanes de buques holandeses vestidas con faldas de algodón y blusas rojas, que hacían punto, hablaban entre sí y se reían como si estuvieran en casa. Korsakov no conseguía salir de su asombro. Se les acercó un criado llevando una bandeja con cerveza y vasos.

—Que diable est-ce que tout cela? —preguntó quedamente Korsakov a Ibrahim.

Ibrahim no pudo contener una sonrisa. La emperatriz y sus hijas, deslumbrantes de belleza y elegancia, se paseaban entre los invitados dándoles conversación amablemente. El soberano estaba en otra habitación. Korsakov, que quería hacerse ver, consiguió a duras penas llegar hasta él a través de la multitud que no cesaba en su trasiego. En la otra habitación casi todos eran extranjeros que, con aire de importancia fumaban sus pipas de barro y vaciaban jarras, de barro también. En las mesas había botellas de vino y de cerveza, sacos de cuero con tabaco, vasos de ponche y tablas de ajedrez. En una de ellas Pedro jugaba a las damas con un inglés ancho de hombros que era capitán de buque. Se hacían constantes saludos con salvas de humo de sus pipas. Korsakov, por más vueltas que daba alrededor del soberano, no conseguía que éste reparara en él, desconcertado como estaba por una jugada inesperada de su adversario. En ese momento un grueso señor, con un grueso ramo de flores en el pecho, entró en la habitación haciendo alharacas para anunciar con voz tronante que el baile había comenzado; desapareció inmediatamente, seguido por numerosos invitados, entre los que iba Korsakov.

El inesperado espectáculo lo dejó atónito. Distribuidos a lo largo de toda la sala de baile y al son de una música bien lamentable, las damas y los caballeros se enfrentaban cara a cara en dos filas; los caballeros se inclinaban en una profunda reverencia a la que las damas respondían con otra, aún más profunda, primero al frente, luego hacia la derecha y hacia la izquierda, otra vez de frente, después a la derecha y así sucesivamente. Korsakov se mordía los labios y desorbitaba los ojos contemplando este enrevesado pasatiempo. Las reverencias duraron cerca de media hora. Cuando por fin cesaron, el señor grueso del ramo de flores, tras anunciar que los bailes ceremoniales habían terminado, ordenó a la orquesta que tocara un minué. Korsakov se alegró y se preparó para brillar. Entre las jóvenes invitadas había una que le había gustado especialmente. Tenía unos dieciséis años, su traje denotaba riqueza, aunque también un gusto refinado, y estaba sentada junto a un hombre de edad de aire serio y severo. Korsakov se acercó a ella volando y le rogó que le hiciera el honor de bailar con él. La bella joven lo miró confundida dando la impresión de que no sabía qué responder. El hombre que se encontraba a su lado frunció el ceño todavía más. Korsakov se quedó esperando la respuesta de la dama hasta que el señor del ramo se le acercó, lo llevó al centro de la sala y le dijo con aire importante:

—Señor mío, sois culpable; en primer lugar, por haberos acercado a esta joven sin haber hecho las tres reverencias debidas; y segundo, por haberos arrogado la libertad de elegirla, cuando en el minué este derecho pertenece a la dama y no al caballero; por lo cual vais a ser castigado duramente; tendréis que beberos la copa de la gran águila. Korsakov estaba cada vez más sorprendido. En un instante lo rodearon todos los invitados, exigiendo ruidosamente el cumplimiento de la ley. Pedro, al oír los gritos y las risotadas, salió de la otra habitación, pues era muy aficionado a asistir a este tipo de castigos. La multitud le abrió paso y se colocó en el círculo donde se encontraban el condenado y el maestro de la asamblea con una enorme copa llena de malvasía. Intentaba en vano convencer al delincuente para que se sometiera a la ley voluntariamente.

—¡Ajá! —exclamó Pedro al ver a Korsakov—, te han pescado; pues haz el favor, mesié, de bebértelo sin pestañear.

No había nada que hacer. El pobre petimetre se tomó la copa entera sin respirar y se la devolvió al maestro.

—Escucha, Korsakov —le dijo Pedro—, llevas pantalón de terciopelo, que ni siquiera yo uso, aun siendo mucho más rico que tú. Eso es un derroche, a ver si voy a tener que reñirte.

Después de escuchar la reprimenda, Korsakov quiso salirse del círculo, pero se tambaleó y estuvo a punto de caerse para gran júbilo del soberano y de toda la alegre concurrencia. Este episodio no solo no perturbó la unidad y el entretenimiento de la fiesta, sino que la animó todavía más. Los caballeros empezaron a arrastrar los pies y a hacer reverencias mientras que las damas se aplicaban en hacer aún más reverencias y en taconear con más ahínco sin prestar ya ninguna atención al ritmo. Korsakov no podía participar en la alegría general. La dama que había elegido se acercó a Ibrahim, obedeciendo las órdenes de su padre, Gavrila Afanásievich, y bajando sus ojos azules le dio la mano tímidamente. Ibrahim bailó con ella el minué y la devolvió después al lugar donde había estado sentada; luego buscó a Korsakov, lo sacó de la sala, le ayudó a meterse en el coche y lo llevó a su casa. Por el camino Korsakov balbucía cosas ininteligibles: “¡Maldita asamblea…!, ¡maldita copa de la gran águila!”; pero, sin enterarse siquiera de que habían llegado a su casa y de que lo habían desnudado y metido en la cama; se durmió profundamente. A la mañana siguiente se despertó con dolor de cabeza recordando confusamente el sonido de los pies arrastrándose por el suelo, las reverencias, el humo del tabaco, al señor del ramo de flores y la copa de la gran águila.

 

IV

 

Lentas eran las comidas de nuestros antepasados,
lento el círculo que describían
los cálices y las copas de plata
llenos de cerveza hirviente y vino.
Ruslán y Liudmila

 

Ahora quisiera que mi benévolo lector conociese a Gavrila Afanásievich Rzhevsky. Pertenecía a una antigua familia de boyardos y poseía grandes extensiones de tierra, era muy hospitalario, muy aficionado a la caza con halcón y tenía una servidumbre numerosa. En una palabra, era un verdadero señor ruso, según su propia expresión, no aguantaba nada que tuviera el más leve tufo alemán y procuraba conservar en la vida diaria todas las viejas costumbres que tanto amaba.

Su hija tenía diecisiete años. Se quedó sin madre siendo aún una niña. Fue educada a la antigua usanza, es decir, rodeada de amas, nodrizas, amigas y doncellas, bordaba con oro y no sabía leer ni escribir. Su padre, a pesar de la aversión que tenía a todo lo foráneo, no pudo oponerse a su deseo de aprender bailes alemanes de un oficial sueco prisionero que vivía en su casa. Este respetable maestro de baile tenía unos cincuenta años, su pierna derecha había recibido varias balas en Narva, por lo que no servía demasiado para minués y courantes, pero la izquierda marcaba los pasos más complicados con un arte y una facilidad asombrosas. La alumna hacía honor a sus esfuerzos. Natalia Gavrílovna tenía fama en las asambleas de ser la que mejor bailaba, lo cual fue, en parte, la razón de la falta de Korsakov. Éste al día siguiente fue a ver a Gavrila Afanásievich para pedirle excusas, pero la desenvoltura y la presunción del joven petimetre no agradaron al orgulloso boyardo, que le puso el gracioso mote de “mono francés”.

Era un día de fiesta; Gavrila Afanásievich esperaba a varios parientes y amigos. En la antigua sala estaban disponiendo una larga mesa. Los invitados llegaban con sus mujeres y sus hijas, liberadas por fin de su reclusión doméstica por un decreto del soberano y su propio ejemplo. Natalia Gavrílovna se acercaba a los invitados con una bandeja de plata llena de tacitas de oro, y cada cual tomaba la suya, lamentando que el beso que antaño se solía recibir en esa circunstancia hubiera dejado de ser costumbre. Todos se dirigieron a la mesa. En el lugar principal, junto al anfitrión, se sentó su suegro, el príncipe Boris Alekséevich Lykov, un boyardo de setenta años; luego los demás invitados fueron sentándose respetando la antigüedad de cada familia, haciendo con ello un homenaje a los tiempos felices del orden de precedencia; los hombres se colocaron a un lado de la mesa y las mujeres al otro; a un extremo ocuparon sus lugares habituales: el ama de llaves, vestida con una antigua chambra y cofia; la enana, una mujer diminuta de treinta años, estirada y llena de arrugas, y el prisionero sueco, vestido con un desgastado uniforme azul. La mesa, completamente abarrotada de platos, estaba rodeada por numerosos criados que iban y venían sin parar y de entre los que se distinguía el mayordomo por su mirada severa, su enorme barriga y una majestuosa inmovilidad. Los primeros minutos de la comida se dedicaron exclusivamente a hacer los honores a las creaciones de nuestra antigua cocina; solamente el sonido de los platos y de las ocupadísimas cucharas rompían el silencio general. Al fin el dueño de la casa, viendo que había llegado el momento de distraer a los invitados con una amable conversación, se volvió y preguntó:

—¿Y dónde está Yekímovna? Que la llamen.

Varios criados echaron a correr, pero en aquel mismo instante entró en la habitación una vieja cantando y bailando, con la cara empolvada y muy pintada, adornada con flores y oropeles, ataviada con un vestido de algodón y con el cuello y el pecho descubiertos. Su aparición causó el deleite general.

—Hola, Yekímovna —dijo el príncipe Lykov—, ¿cómo estás?

—Sana y salva, compadre: bailando y cantando, esperando novio.

—¿Dónde estabas, tontaina? —preguntó el dueño de la casa.

—Arreglándome, compadre, para los queridos huéspedes, para la fiesta de Dios, según la voluntad del zar y la orden del boyardo, a la manera alemana, para que todo el mundo se ría.

Al oír estas palabras los invitados empezaron a reírse a carcajadas y la tonta ocupó su sitio, detrás de la silla del dueño de la casa.

—Pues la tonta, entre tanta tontería, dice muchas veces la verdad —dijo Tatiana Afanásievna, la hermana mayor del anfitrión, a la que éste respetaba profundamente—. La verdad es que los trajes de ahora son de risa. Si ya vosotros, señores, os habéis afeitado las barbas y os habéis puesto unos caftanes cortitos, ¡qué decir de los trapos de las mujeres! Qué pena del sarafán, las cintas de las chicas y de la cofia. Miras a las mujeres de ahora y da pena verlas, pena y risa: el pelo tan cardado que parece fieltro y encima, grasiento y cubierto de harina francesa, la tripita tan ceñida que parece que se va a romper, las enaguas tan estiradas sobre los aros, que se tienen que meter en el carromato de costado y agacharse al pasar por una puerta. No pueden estar ni de pie ni sentadas, no pueden ni respirar, unas verdaderas mártires, pobrecitas.

—¡Ay, Tatiana Afanásievna! —dijo Kirila Petróvich T., que había sido jefe militar de Riazan, donde consiguió adquirir tres mil siervos y una mujer, ambas cosas a duras penas—. Por mí, que la mujer se vista como quiera, de espantapájaros o de princesa china, solo pido que no se encargue vestidos todos los meses y tire los anteriores completamente nuevos. Antes las nietas recibían como dote el sarafán de sus abuelas, pero los trajes de ahora los lleva la señora un día, y al siguiente la doncella. ¿Qué va a ser esto? La ruina para la nobleza rusa, ¡estamos buenos! —y diciendo esto miró a su María Ilyínishna, a la que evidentemente no le gustaban ni las loas a los tiempos antiguos ni el vituperio de los modernos. Las otras damas callaban aunque compartían su disgusto, porque en aquellos tiempos la modestia estaba considerada una virtud imprescindible para una mujer joven.

—¿Y quién tiene la culpa? —dijo Gavrila Afanásievich, llenando una jarra de kvas—. ¿No seremos nosotros mismos? Las mujeres hacen el tonto, pero nosotros lo consentimos.

—¿Y qué le vamos a hacer si no está en nuestras manos impedirlo? —repuso Kirila Petróvich—. A uno le gustaría encerrar a su mujer en un castillo pero la reclaman para la asamblea con tambores; si el marido coge el látigo, la mujer se agarra a los trajes. ¡Ay, estas asambleas!, son un castigo de Dios por nuestros pecados.

María Ilyínishna no podía quedarse impasible; le picaba la lengua; por fin no pudo aguantarse más y, dirigiéndose a su marido con una sonrisa agria, le preguntó qué veía de malo en las asambleas.

—Pues lo malo de las asambleas —dijo el esposo acalorado— es que desde que empezaron, los maridos ya no pueden con sus mujeres. Las mujeres han olvidado las palabras apostólicas: sométete a tu marido; ya no piensan en la casa sino en los trapos; ya no piensan en complacer a sus maridos, sino en cómo hacer para que se fijen en ellas los oficiales botarates. ¿Le parece decente, señora, que la mujer o la hija de un boyardo ruso esté junto con alemanes tabaqueros y sus sirvientas? ¿Dónde se ha visto eso de bailar hasta la noche y hablar con hombres jóvenes? ¡Si por lo menos fueran parientes, pero son desconocidos!

—Diría algo, pero prefiero callarme —dijo Gavrila Afanásievich frunciendo el entrecejo—. Tengo que confesar que las asambleas tampoco son de mi agrado: si te descuidas, te cruzas con un borracho, o te emborrachan a ti mismo y haces el ridículo. Tienes que estar ojo avizor para que algún jovenzuelo de ésos no haga alguna travesura con tu hija; y la juventud de ahora está tan dejada de la mano de Dios que es una vergüenza. El otro día, sin ir más lejos, el hijo del difunto Yevgraf Serguéevich Korsakov armó tal escándalo en la asamblea con mi Natasha que me sacó los colores. Al día siguiente veo que entra un coche en mi patio. ¿Quién será?, pensé, ¿no será el príncipe Aleksandr Danílovich? ¡Qué va, era Iván Yevgráfovich! Y no fue capaz de pararse en la verja y llegar hasta la casa andando, nada de eso, viene volando, haciendo reverencias y hablando por los codos. Por cierto, que la tonta de Yekímovna lo imita tan bien que te hace morir de risa; anda, tonta, haz de mono extranjero.

La tonta Yekímovna agarró la tapadera de una fuente, se la metió bajo el brazo como si fuera un sombrero y se puso a hacer visajes arrastrando los pies y haciendo reverencias, mientras decía: “Musié… mamuasel… asamblea… pardon”. Los invitados mostraron de nuevo su deleite con una larga carcajada general.

—¡El mismo Korsakov! —dijo el anciano príncipe Lykov secándose las lágrimas de risa, después de que la calma se hubiera restablecido poco a poco—. ¿Y para qué vamos a fingir? No es el primero ni el último que vuelve del extranjero a la santa Rusia hecho un bufón. ¿Qué les enseñan allí a nuestros hijos? A hacer reverencias, a hablar en Dios sabe qué lengua, a no respetar a los mayores y a hacer la corte a mujeres casadas. De todos los jóvenes educados en países extranjeros (que Dios me perdone) el que más se parece a una persona es el negro del zar.

—Claro que sí —dijo Gavrila Afanásievich—, es un hombre serio y decente, no como ese otro… ¿Quién acaba de entrar al patio en coche? ¿No será otra vez ese mono extranjero? ¿A qué esperáis, brutos? —continuó dirigiéndose a los criados—. Id corriendo y decidle que no estoy y que en adelante no se le ocurra…

—Barba vieja, ¿estás soñando? —lo interrumpió la tonta Yekímovna—. ¿O estás ciego? Es el trineo real, ha llegado el zar.

Gavrila Afanásievich se levantó apresuradamente de la mesa; todos corrieron hacia las ventanas y vieron efectivamente al soberano que subía las escaleras apoyándose en el hombro de su ordenanza. Se armó un gran revuelo. El dueño de la casa se precipitó al encuentro de Pedro; los criados echaron a correr como locos, los invitados se asustaron y muchos de ellos pensaron incluso en marcharse a sus casas cuanto antes. De pronto, se oyó en la antesala la voz fuerte de Pedro, se hizo el silencio y entró el zar acompañado por el anfitrión, que estaba completamente aturdido por la alegría.

—Buenos días, señores —dijo Pedro con expresión animada. Todos hicieron una profunda reverencia. La rápida mirada del zar descubrió entre la gente a la joven hija del dueño. La llamó y Natalia Gavrílovna se acercó a él con bastante decisión, aunque ruborizándose no solo hasta las orejas, sino hasta los mismos hombros—. Estás cada día más hermosa —le dijo el zar y le dio un beso en el pelo según su costumbre. Luego se volvió hacia los invitados—. Os he interrumpido, estabais comiendo. Por favor, sentaos a la mesa, y tú, Gavrila Afanásievich, tráeme vodka de anís.

El anfitrión corrió hacia el majestuoso mayordomo, le arrebató la bandeja, llenó él mismo la copa de oro y se la dio al zar con una profunda inclinación. Pedro bebió el vodka, comió un bizcocho seco y volvió a pedir a los invitados que continuaran la comida. Todos ocuparon sus antiguos puestos, menos la enana y el ama de llaves, que no se atrevieron a permanecer en la mesa honrada con la presencia del zar. Pedro se sentó junto al dueño de la casa y pidió sopa. El ordenanza del soberano le dio una cuchara de madera con incrustaciones de marfil y un tenedor y un cuchillo con mango de hueso verde, ya que Pedro nunca utilizaba cubiertos que no fueran los suyos. La comida, que hasta aquel momento había estado animada por la locuacidad y por una alegría ruidosa, continuó en un tono forzado y silencioso. El anfitrión no comía nada de tanto respeto y satisfacción que sentía, también los invitados estaban cohibidos y escuchaban con arrobamiento cómo hablaba el soberano en alemán de la campaña de 1701 con el prisionero sueco. La tonta Yekímovna, a quien el zar hizo varias preguntas, le contestaba con una especie de frialdad tímida, que, dicho sea de paso, no confirmaba en modo alguno su natural tontería. Al fin terminó la comida. El soberano se levantó y todos los invitados le imitaron.

—Gavrila Afanásievich —le dijo al dueño—, quiero hablar contigo a solas —y cogiéndolo del brazo se lo llevó a la sala cerrando la puerta con llave. Los invitados se quedaron en el comedor comentando en voz baja esta inesperada visita y, por temor a ser indiscretos, se fueron yendo, sin haberle dado las gracias al anfitrión por su hospitalidad. Su suegro, su hija y su hermana los acompañaban a la puerta tratando de no hacer ruido; luego se quedaron solos en el comedor esperando a que saliera el zar.

 

V

 

Al cabo de media hora se abrió la puerta y salió Pedro. A la triple reverencia del príncipe Lykov, de Tatiana Afanásievna y de Natasha respondió con una solemne inclinación de cabeza y se dirigió directamente a la antesala. El dueño de la casa le dio su pelliza roja, lo acompañó hasta el trineo y en la misma puerta se volvió a agradecerle el honor que le había concedido. Pedro se marchó.

Al volver al comedor Gavrila Afanásievich parecía muy preocupado. Ordenó malhumorado a los sirvientes que recogieran la mesa cuanto antes, mandó a Natasha a su habitación y, diciendo a su hermana y a su suegro que tenía que hablar con ellos, los condujo al dormitorio en que solía reposar después de comer. El viejo príncipe se tumbó en la cama de roble, Tatiana Afanásievna se sentó en una antigua butaca forrada de damasco apoyando los pies en una banqueta; Gavrila Afanásievich cerró todas las puertas con llave, se sentó en la cama a los pies del príncipe Lykov y empezó a media voz la siguiente conversación:

—La visita del soberano no era casual, ¿a que no sabéis de qué tuvo a bien hablar conmigo?

—¿Cómo quieres que lo sepamos, hermano? —dijo Tatiana Afanásievna.

—¿No te habrá encomendado gobernar alguna provincia? —dijo el suegro—. Ya era hora. ¿O te manda a una embajada? ¿Por qué no? También envían a las cortes de otros soberanos a personas de familias de abolengo, no solo a los diáconos.

—No —contestó su yerno con aire sombrío—. Soy un hombre chapado a la antigua y ya no nos necesita para el servicio, aunque bien pudiera ser que un noble ruso ortodoxo valiera más que todos estos vendedores de empanadillas y musulmanes; pero esto es otra cuestión.

—Entonces ¿de qué estuvo hablando contigo tanto tiempo? —preguntó Tatiana Afanásievna—. ¿No habrá pasado algo malo? ¡Dios nos salve!

—No es que fuera malo, pero me ha dado mucho que pensar.

—¿Qué es, hermano? ¿Qué ha pasado?

—Se trata de Natasha; el zar ha buscado un novio para ella.

—¡Alabado sea Dios! —dijo Tatiana Afanásievna santiguándose—. La muchacha está ya en edad de casarse, el novio será como el padrino, será un honor; lo que hace falta es que sean felices. ¿Y quién es el novio?

—¿Quién? —suspiró Gavrila Afanásievich—. Ése es el asunto.

—¿Quién es? —preguntó el príncipe Lykov que estaba empezando a dormitar.

—A ver si lo adivináis —dijo Gavrila Afanásievich.

—¿Cómo quieres que lo adivinemos, hermano? —repuso la vieja—. No habrá pocos novios en la corte: cualquiera se sentiría afortunado casándose con Natasha. ¿No es Dolgoruky?

—No, no es Dolgoruky.

—Tanto mejor, es demasiado arrogante. ¿Shein, Troyekurov?

—Ninguno de los dos.

—Menos mal, tampoco me gustan, muy ligeros de cascos y demasiado llenos de espíritu alemán. ¿Entonces, Miloslavsky?

—Tampoco es él.

—Más vale así, es rico pero tonto. ¿Quién más? ¿Yeletsky? ¿Lvov? ¿Tampoco? ¿No será Raguzinsky? Tú dirás quién es, no se me ocurre. ¿Con quién quiere el zar que se case Natasha?

—Con el negro Ibrahim.

La vieja, boquiabierta, se llevó las manos a la cabeza. El príncipe Lykov levantó la suya de la almohada y repitió sorprendido:

—El negro Ibrahim.

—Hermano, querido —dijo Tatiana Afanásievna con voz lacrimosa—, no le busques la ruina a tu única hija, no entregues a nuestra Natasha en las garras de ese demonio negro.

—Pero ¿cómo se le puede negar algo al soberano —repuso Gavrila Afanásievich— que nos promete su protección a todos, a mí y a toda la familia?

—¡Cómo! —exclamó el viejo príncipe, al que ya se le había pasado el sueño—. ¡Casar a Natasha, mi nieta, con un negro comprado!

—No es de una familia cualquiera —dijo Gavrila Afanásievich—, es hijo de un sultán negro. Los musulmanes lo cogieron prisionero y lo vendieron en Constantinopla, allí lo salvó nuestro embajador y se lo regaló al zar. El hermano mayor del negro vino a Rusia con un gran rescate y…

—Vamos, Gavrila Afanásievich —lo interrumpió la vieja—, ya conocemos el cuento de Bova Korolévich y Yeruslán Lasarévich. Más vale que nos digas qué le contestaste al zar.

—Le dije que suyo era el poder y que nosotros, sus siervos, le obedeceríamos en todo.

En ese momento se oyó un ruido al otro lado de la puerta. Gavrila Afanásievich fue a abrirla, pero al sentir una resistencia dio un fuerte empujón; la puerta se abrió y vieron a Natasha que yacía desmayada sobre el suelo ensangrentado.

Cuando el zar se encerró con su padre, a Natasha le dio un vuelco el corazón. Tuvo el presentimiento de que se trataba de ella y, en cuanto su padre la mandó a su habitación diciendo que tenía que hablar con su tía y su abuelo, no pudo resistir la tentación de la curiosidad femenina, penetró hasta la puerta del dormitorio a través de las habitaciones interiores y no dejó pasar ni una palabra de la terrible conversación. Al escuchar las últimas palabras de su padre, la desdichada joven perdió el sentido y, al caerse, su cabeza golpeó contra un baúl de hierro forjado donde guardaban su ajuar.

Acudieron los criados; levantaron a Natasha, la llevaron a la alcoba y la tumbaron en la cama. Al poco tiempo volvió en sí, abrió los ojos, pero no reconoció ni a su padre ni a su tía. Tenía fiebre y en su delirio hablaba del negro del zar y de la boda; de pronto gritó con voz penetrante y quejumbrosa: “Valerián, querido Valerián, vida mía, sálvame, aquí vienen!…”. Tatiana Afanásievna miró inquieta a su hermano, éste se puso pálido, se mordió los labios y salió de la habitación sin decir una palabra. Volvió a reunirse con el viejo príncipe que se había quedado abajo sin poder subir las escaleras.

—¿Cómo está Natasha? —preguntó.

—Mal —contestó el disgustado padre—, peor de lo que pensaba; está llamando a Valerián en su delirio.

—¿Quién es ese Valerián? —preguntó el viejo, preocupado—. ¿No será aquel huérfano, hijo de streletsy, que se crió en tu casa?

—El mismo —contestó Gavrila Afanásievich—. Para mi desgracia su padre me salvó la vida en tiempos de la rebelión y el diablo me hizo acoger en mi casa al maldito lobezno. Hace dos años lo inscribí en el regimiento siguiendo sus ruegos, pero en la despedida Natasha se echó a llorar, mientras él parecía haberse vuelto de piedra. Me pareció sospechoso y se lo dije a mi hermana. Desde entonces Natasha no ha vuelto a nombrarlo y no hemos sabido nada más de él. Pensé que lo había olvidado pero veo que no es así. Está decidido: se casará con el negro.

El príncipe Lykov no discutía: habría sido inútil. Se marchó a su casa; Tatiana Afanásievna se quedó junto a la cama de Natasha; Gavrila Afanásievich mandó llamar al médico y se encerró en su habitación y la casa se volvió silenciosa y triste.

La inesperada noticia del casamiento sorprendió a Ibrahim no menos que a Gavrila Afanásievich. Ocurrió de la siguiente manera: un día Pedro, cuando trabajaba con Ibrahim, le dijo:

—He notado que estás triste; dime francamente, ¿qué es lo que te falta? —Ibrahim aseguró al soberano que estaba contento con su suerte y que no deseaba nada mejor—. Bien —dijo el soberano—. Si estás triste sin razón alguna, sé cómo alegrarte.

Cuando acabaron de trabajar Pedro preguntó a Ibrahim:

—¿Te gusta la joven con la que bailaste el minué en la última asamblea?

—Es una joven encantadora y además parece discreta y buena.

—Voy a hacer que la conozcas mejor. ¿Quieres casarte con ella?

—¿Yo?…

—Mira, Ibrahim, eres un hombre solitario, no tienes familia, eres un extraño para todos menos para mí. Si yo me muriese hoy, ¿qué sería de ti mañana, mi pobre negro? Tienes que buscar un lugar antes de que sea tarde; encontrar el apoyo de nuevas relaciones, emparentarte con los boyardos rusos.

—Soberano, me siento afortunado por la protección y los favores de su majestad. Lo único que pido es que el Señor no quiera que yo sobreviva a mi zar y benefactor; pero, en el caso de que yo quisiera casarme, ¿aceptarían la joven y sus familiares? Mi aspecto físico…

—¡Tu aspecto físico! ¡Qué tontería! ¿Quién podría decir que no eres un joven apuesto? Una joven debe someterse a la voluntad de sus padres, y ya veremos qué dice el viejo Gavrila Rzhevsky cuando vea que soy yo tu padrino.

Con estas palabras el soberano mandó llamar a su cochero y dejó a Ibrahim sumido en una profunda reflexión.

“Casarme —pensaba el africano—, ¿por qué no? ¿Acaso es mi destino pasar mi vida en soledad y no conocer los mejores placeres y las obligaciones más sagradas del hombre, solamente porque he nacido bajo el decimoquinto paralelo? No puedo esperar ser amado, pero esto es un argumento digno de un niño; ¿acaso se puede creer en el amor?, ¿acaso existe en un corazón femenino y frívolo? Renunciando a las dulces ilusiones he encontrado otras más sustanciosas. El soberano está en lo cierto: he de asegurar mi futuro. La boda con la joven Rzhévskaya me ligará a la arrogante nobleza rusa con lo que dejaré de ser un advenedizo en mi nueva patria. No exigiré amor de mi mujer; me contentaré con su lealtad y ganaré su amistad con mi constante ternura, confianza y condescendencia”.

Ibrahim, como siempre, quiso seguir trabajando pero tenía la imaginación demasiado ocupada. Dejó los papeles y fue a dar un paseo por las orillas del Neva. De repente oyó la voz de Pedro; se volvió y vio al soberano que se había bajado del trineo y lo seguía con aire complacido.

—Todo está arreglado —dijo Pedro cogiéndolo del brazo—. He pedido su mano en tu nombre. Ve a ver mañana a tu suegro; pero no te olvides de regalar su orgullo de boyardo: deja el trineo en la verja, cruza el patio a pie, háblale de sus méritos y de su linaje, y estará loco contigo. Y ahora —continuó agitando el bastón—, llévame a casa de ese bribón de Danílich, con quien tengo que tratar de sus nuevos desmanes.

Ibrahim agradeció sinceramente a Pedro su preocupación paterna, lo acompañó hasta el magnífico palacio del príncipe Ménshikov y regresó a su casa.

 

VI

 

El candil proyectaba una luz tenue sobre el altar acristalado, haciendo brillar los marcos de plata y oro de los iconos de la familia. La luz temblorosa iluminaba débilmente las cortinas que ocultaban la cama y la mesilla llena de frascos con etiquetas. Junto a la estufa estaba una sirvienta sentada ante una rueca; el leve sonido del huso era lo único que alteraba el silencio de la habitación.

—¿Quién hay aquí? —dijo una voz débil. La sirvienta se levantó en seguida, se acercó a la cama y apartó la cortina cuidadosamente.

—¿Va a amanecer pronto? —preguntó Natasha.

—Ya es mediodía —contestó la sirvienta.

—Ay, Dios mío, ¿por qué está todo tan oscuro?

—Están cerradas las ventanas, señorita.

—Tráeme la ropa en seguida.

—No puede ser, señorita, el médico no lo permite.

—¿Es que estoy enferma? ¿Desde cuándo?

—Han hecho dos semanas.

—¿Será posible? Me parece que me he acostado ayer…

Natasha se quedó callada; intentaba reunir las ideas dispersas. Le había ocurrido algo, pero ¿qué era?, no lo recordaba. La sirvienta seguía delante de ella esperando órdenes. En ese instante se oyó un ruido sordo abajo.

—¿Qué pasa? —preguntó la enferma.

—Los señores han terminado de comer —contestó la sirvienta—, se levantan de la mesa. Ahora vendrá Tatiana Afanásievna.

Natasha pareció alegrarse; agitó una mano débil. La sirvienta cerró la cortina y volvió a sentarse junto a la rueca.

A los pocos minutos apareció una cabeza con una cofia blanca y ancha adornada con cintas oscuras, que preguntó a media voz:

—¿Cómo está Natasha?

—Buenos días, tía —dijo la enferma con voz mortecina; Tatiana Afanásievna se acercó a ella presurosamente.

—La señorita ha vuelto en sí —dijo la sirvienta acercando un sillón con cuidado.

La vieja, llorando, besó la cara pálida y lánguida de su sobrina y se sentó a su lado. Seguidamente entró el médico alemán con un caftán negro y una peluca de sabio, tomó el pulso a Natasha y anunció, primero en latín y luego en ruso, que estaba fuera de peligro. Tras pedir papel y un tintero, escribió una nueva receta y se marchó; la vieja se levantó, volvió a besar a Natasha y bajó inmediatamente a darle la buena noticia a Gavrila Afanásievich.

En la sala, el negro del zar, sentado, de uniforme y con sable, con el sombrero en la mano, hablaba respetuosamente con Gavrila Afanásievich. Korsakov, arrellanado en un sofá de plumas, los escuchaba distraído mientras hacía rabiar al galgo favorito del dueño; pronto se aburrió y se acercó al espejo, refugio habitual de su ociosidad, y allí vio reflejada a Tatiana Afanásievna, que hacía señas desde la puerta a su hermano, sin que éste la viera.

—Lo están llamando, Gavrila Afanásievich —dijo Korsakov volviéndose hacia él e interrumpiendo a Ibrahim. Gavrila Afanásievich fue inmediatamente al encuentro de su hermana y cerró la puerta al salir de la habitación.

—Me admira tu paciencia —dijo Korsakov a Ibrahim—. Llevas una hora entera escuchando pamplinas sobre la antigüedad de la familia de los Rzhevsky y de los Lykov, y encima añades tus propias consideraciones morales. En tu lugar j’aurais planté là al viejo embustero y a toda su familia, incluyendo también a Natalia Gavrílovna que está haciendo dengues, fingiéndose enferma, une petite santé… Dime la verdad, ¿es posible que estés enamorado de esta pequeña mijaurée? Escucha, Ibrahim, hazme caso aunque sea por una vez; te juro que soy más razonable de lo que parezco. Olvídate de esta idea absurda. No te cases. Tengo la impresión de que tu novia no tiene ninguna inclinación especial por ti. ¿Qué cosas no pasarán en la vida? Yo, por ejemplo, que no se puede decir que sea feo, he tenido a veces la ocasión de burlar maridos que no eran peores que yo, te lo juro. Tú mismo… ¿recuerdas a nuestro amigo de París, el conde D.? No se puede confiar en la fidelidad de las mujeres; dichoso aquel que pueda contemplarlo con indiferencia, ¡pero tú!, con tu carácter apasionado, pensativo y sospechoso, con la nariz aplastada, los labios hinchados y ese cabello tan duro, ¿cómo se te ocurre lanzarte en los peligros del matrimonio?

—Gracias por tu consejo de amigo —lo interrumpió fríamente Ibrahim—, pero recuerda el proverbio: no te metas a cuidar niños ajenos.

—Ándate con ojo, Ibrahim —se rió Korsakov—, no vaya a ser que tengas que cumplir ese proverbio en la realidad, en su sentido literal.

En la otra habitación la conversación se hacía por momentos más acalorada.

—Esto va a terminar con ella —decía la vieja—. No podrá soportar su aspecto.

—Piénsalo por ti misma —repuso su hermano tercamente—. Llevamos dos semanas recibiéndole en casa como novio de Natasha y todavía no ha visto a la novia. Llegará a pensar que su enfermedad es una simple invención y que estamos haciendo tiempo para quitárnoslo de encima. Además, ¿qué va a decir el zar? Ha mandado tres veces a preguntar por la salud de Natasha. Digas lo que digas, no pienso ponerme a mal con él.

—¡Dios mío de mi vida! —exclamó Tatiana Afanásievna—, ¿qué va a ser de la pobre niña? Por lo menos déjame que vaya a prepararla para la visita.

Gavrila Afanásievich accedió y volvió a la sala.

—Gracias a Dios —dijo a Ibrahim— ya está fuera de peligro. Natasha está mucho mejor; si no me diera reparo dejar aquí solo a nuestro querido invitado Iván Yevgráfovich, te llevaría arriba para que vieras a tu novia.

Korsakov felicitó a Gavrila Afanásievich, le rogó que no se preocupara asegurando que tenía que marcharse y salió corriendo a la antesala, sin permitir al anfitrión que le acompañara hasta la puerta.

Entretanto, Tatiana Afanásievna había subido apresuradamente para preparar a la enferma ante la visita del temible huésped. Al entrar en la alcoba se sentó jadeante junto a la cama, tomó a Natasha de la mano pero, antes de que pudiera decir una sola palabra, la puerta se abrió. Natasha preguntó quién había llegado. La anciana se quedó sin habla. Gavrila Afanásievich corrió la cortina, miró fríamente a la enferma y preguntó cómo se sentía. La enferma quiso sonreírle, pero no pudo. La mirada severa de su padre la sorprendió y la llenó de inquietud. En aquel momento tuvo la sensación de que había alguien a la cabecera de su cama. Haciendo un esfuerzo levantó la cabeza y reconoció de inmediato al negro del zar. Entonces recordó todo y se imaginó su horroroso futuro; pero el profundo agotamiento no dejó entrever ninguna conmoción aparente. Natasha reclinó la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos… su corazón latía dolorosamente. Tatiana Afanásievna hizo una señal a su hermano indicándole que la enferma quería dormir, y todos salieron de la habitación sin hacer ruido, menos la sirvienta, que volvió a sentarse junto a la rueca.

La pobre joven abrió los ojos y viendo que ya no había nadie junto a su cama, llamó a la sirvienta y la mandó a buscar a la enana. En un instante una minúscula vieja, redonda como una bola, rodó hacia su cama. La Golondrina (así llamaban a la enana), con toda la fuerza de sus diminutas piernas, había seguido a Gavrila Afanásievich y a Ibrahim corriendo escaleras arriba y se había quedado detrás de la puerta fiel a la curiosidad, tan propia del bello sexo. Al verla, Natasha mandó fuera a la sirvienta y la enana se sentó en una banqueta a los pies de su cama.

Nunca un cuerpo tan pequeño había contenido tanta energía vital. Intervenía en todo, lo sabía todo, intercedía por todos. Gracias a su hábil y astuta inteligencia se había ganado el cariño de sus señores y el odio de toda la casa, en la que disponía a su voluntad. Gavrila Afanásievich hacía caso de sus acusaciones, quejas y mezquinas solicitudes; Tatiana Afanásievna le pedía su opinión a cada instante y se guiaba por sus consejos; y Natasha sentía por ella un cariño sin límites y le confiaba todos sus pensamientos, todas las vicisitudes de su corazón de dieciséis años.

—¿Sabes, Golondrina? —le dijo—. Mi padre me casa con el negro.

La enana suspiró profundamente y su cara arrugada se arrugó todavía más.

—¿Crees que no hay esperanza? —siguió Natasha—. ¿Crees que mi padre no se apiadará de mí?

La enana sacudió la cofia.

—¿Ni siquiera me van a ayudar el abuelo y la tía?

—No, señorita. Mientras estabas enferma el negro los ha hechizado a todos. El señor está loco por él, el príncipe no habla de otra cosa, y Tatiana Afanásievna dice que es una pena que sea negro porque no podíamos soñar en un novio mejor.

—¡Dios mío! —gimió la pobre Natasha.

—No tengas pena, hermosura —dijo la enana, besándole la mano débil—. Aunque estés casada con el negro, seguirás siendo libre. Ya no es como antes; los maridos no encierran a sus mujeres; y el negro, dicen, es muy rico; no te faltará de nada y vivirás como se te antoje…

—¡Pobre Valerián! —dijo Natasha, pero con una voz tan desmayada que la enana solo pudo adivinar las palabras sin haberlas oído.

—Eso digo, señorita —pronunció bajando misteriosamente la voz—, si pensaras menos en el huérfano ese, no lo habrías nombrado cuando tuviste fiebre y tu padre no estaría enfadado.

—¿Qué? —dijo Natasha asustada—. ¡He hablado de él, papá lo ha oído y está enfadado!

—Eso es lo malo —contestó la enana—, ahora si le pides que no te case con el negro pensará que es por culpa de Valerián. No hay nada que hacer: obedece la voluntad paterna, y sea lo que Dios quiera.

Natasha no dijo ni una palabra más. La idea de que su padre conocía el secreto de su corazón le hizo una impresión enorme. Le quedaba una única esperanza: morir antes de que se celebrara la odiada boda. Esta idea la tranquilizó. Su alma débil y triste se entregó a su destino.

 

VII

 

En la casa de Gavrila Afanásievich y junto a la entrada se encontraba una pequeña habitación con un ventanuco. Dentro había una cama sencilla cubierta con una manta de franela y, delante de ella, una mesa de pino con una vela de sebo encendida y una partitura abierta. En la pared estaba colgado un viejo uniforme azul y un sombrero de tres picos, de la edad del uniforme; encima del sombrero tres clavos sujetaban un cuadro popular, pintado en madera, que representaba a Carlos XII montado a caballo. En esta humilde estancia sonaba la música de una flauta. Era el maestro de baile prisionero, su habitante solitario, que, vestido con un gorro y una bata de seda, amenizaba el aburrimiento de una tarde de invierno tocando antiguas marchas suecas, recuerdos de los alegres tiempos de su juventud. Después de haber dedicado dos horas a este ejercicio, el sueco desarmó la flauta, la guardó en la caja y empezó a desnudarse.

En ese momento la cerradura de su puerta se levantó y un apuesto joven de gran estatura, vestido de uniforme, entró en la habitación.

El sueco, sorprendido, se levantó de un salto.

—Ya no te acuerdas de mí —dijo el joven visitante con una voz llena de emoción—, ya no recuerdas al muchacho al que enseñabas maniobras suecas de fusil, con el que por poco armas un incendio en esta habitación al disparar un cañón de juguete…

Gustav Adámych lo miraba fijamente.

—¡Eh! —exclamó al fin dándole un abrazo—. Hola, ¿cuándo has llegado? Siéntate, pillo, y hablamos.

*FIN*


“Арап Петра Великого”,
Северные цветы
, 1829


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