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El niño de San Antonio

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Entre varias personas de entendimiento que no tenían ni el mal gusto y la mala ventura de ser impíos, ni la fanfarronería de ser intolerantes, suscitóse la atractiva e inagotable cuestión de lo sobrenatural, viniendo a discutirse el milagro, por qué era tan frecuente antaño y hoy escasea de tal modo. Hubo quien se limitó a decir «escasez»; pero no faltó quien resueltamente pronunciase la palabra «desaparición».

Los que defendían la persistencia del milagro protestaron en nombre de las maravillas que se realizan en Lourdes los días de procesión solemne: los paralíticos curados instantáneamente al sumergirse en aquellas aguas, estremecidas, como las de la piscina probática, por el aleteo del ángel que desciende a infundirles virtud; en nombre de las llagas de Luisa Lateau -adornada por la virtud del Cielo con cinco sangrientas señales-. A esto respondieron los escépticos que las llagas de Luisa Lateau eran un fenómeno patológico ya explicado por la ciencia, y que las curaciones de Lourdes se originaban de una impresión puramente subjetiva, un sacudimiento moral que repercute en el organismo, caso comparable a los felices resultados que obtienen algunos médicos empleando el hipnotismo para combatir males que no hallan remedio en la botica. Entonces, uno de los presentes, Tristán de Cárdenas, que había guardado silencio durante la discusión, tomó la palabra, y todo el mundo calló para oírle, pues su voz era armoniosa y vibrante, y su palabra, nunca vulgar, chispeaba a veces elocuencia fogosa.

-Si ustedes creen en Dios -dijo con su habitual energía-, no comprendo cómo le regatean la omnipotencia. No niego que hay ocasiones en que esta omnipotencia se manifiesta de un modo más evidente en el orden sensible, en lo físico; pero en el orden metafísico no concibo manifestación más clara de la que diariamente, con la razón, no cesamos de percibir. ¿Suponen ustedes que no hay «milagros»? Lo que no hay es «naturaleza». Si aquí cupiese una disertación filosófica, me comprometo a probar esta que parece paradoja, siendo una verdad de Perogrullo. El milagro es inmanente. El universo es un milagro espantoso de puro grande y de puro incomprensible. No lo vemos porque formamos parte de él. Jesús dijo a una santa que suspiraba por hallarle: «Difícil es que me encuentres si no me buscas en ti misma, en tu propio corazón.»

-Bien -arguyeron interrumpiéndole-: todo eso será muy cierto, pero nos quedamos lo mismo que estábamos en cuanto a explicar por qué antes abundaban los milagros en el orden sensible y ahora no se ve uno para un remedio.

-Verán ustedes cómo lo explico -dijo Tristán-. Estoy conforme: en otro tiempo, Dios se manifestaba en todo su esplendor a las multitudes. Cuando separaba las aguas del mar Rojo al paso del pueblo hebreo y las juntaba contra Faraón; cuando echaba un clavo a la rueda del carro solar y sacaba aguas vivas de la peña; cuando convertía en rosas los panes y en corderos a los leones del circo; entonces, ¡quién lo duda!, las naciones y las razas se convertían en tropel y el milagro dirigía la marcha de la Historia. Ha sucedido con esto de la manifestación divina lo que con la poesía, que al principio fue épica y colectiva, y ahora ya no puede ser más que lírica e individual. Créanme ustedes: ahora hay milagros lo mismo que en la Edad Antigua, sólo que son milagros líricos, para una sola persona, y el que los siente no los cuenta, porque, dada la incredulidad general, teme que se mofen y le tengan por mentecato. Para proclamar un milagro se necesita hoy ser más valiente que el Cid. ¿Bajan ustedes los ojos? Seguro estoy de que cada cual de ustedes tiene su milagro oculto; cada cual ha percibido el calor de la zarza que ardía en el monte Horeb… ¿A que ninguno me desmiente? Lo que pasa es que nos lo guardamos… Secretum meum mihi… Créanlo ustedes: si no fuese por el miedo, saldrían aquí cosas notables. Y si no fuese por la inconsecuencia propia del hombre, y por alguno de los tres enemigos del alma, en particular… nos meteríamos en la Trapa.

No sabiendo qué oponer a argumentos tan especiosos, apretamos a Tristán de Cárdenas para que nos contase su milagro, mas no pudimos conseguirlo, se negó resueltamente, declarando que era el mayor de los cobardes y temía nuestras burlas. Sin embargo, cuando se disolvió la tertulia y quedamos solos en el gabinete, a mi primera insinuación, Tristán entornó los ojos como el que quiere recordar, y habló así:

-Al empezar mi historia, temo que lo que a mí me pareció prodigio no le parezca a usted sino un suceso casual o insignificante… Es lo que antes decíamos: los milagros, hoy día, son internos o individuales. Yo experimenté ciertas impresiones que se me figuraron causadas por la intervención directa, en mi vida, de un poder superior a todos los poderes de la tierra; si usted no comparte mi fe, respétela al menos, ya que abro mi corazón tan lealmente.

Bien sabe usted que yo tuve un niño; pero no sabrá tal vez que soy… es decir, ¡que era!, un padre amantísimo, un padrazo de ésos que viven pendientes de la salud de la criatura, que se baban al oír sus gracias y se pasan el día con ella en brazos, prestándose a sus caprichos y dejándose arrancar el bigote. Además de este cariño instintivo y natural, yo creía firmemente que mi inocente hijo era símbolo de mi ángel custodio, y que su presencia santificaba mi casa y mi espíritu. Mis pasiones y mis flaquezas las ofrecía al pie de la cuna como al pie de un altar. Se me antojaba que si yo era bueno, Dios me conservaría mi hijo. ¿Ha leído usted los poemas indios? En ellos, a cada paso, salen a relucir unos ascetas que, por la virtud de sus mortificaciones, llegan a adquirir tan sobrehumano vigor, que se imponen a los dioses mismos. La idea me agrada, y es, en el fondo, la que expresa el Evangelio al decir que el «reino de los Cielos sufre violencia». La bondad es una poderosa energía; yo me revestí de bondad, a fin de evitar una prueba que creía no tener ánimo para resistir.

La prueba vino. La criatura cayó enferma, de una de esas fiebrecillas que al pronto no alarman, pero que, día tras día, consumen. Figúrese usted mis vigilias, mis terrores, mi calvario. Es decir, creo que no habiendo pasado por tales amarguras, ni concebirse pueden. Desesperando de los remedios humanos, miré hacia arriba y no atreviéndome a presentarme a Dios sin intercesor, abrumé a ruegos y colmé de ofertas a San Antonio de Padua, al amigo de las mujeres y de los niños, al «santo» por antonomasia, de quien yo había sido devoto siempre.

El santo no me oyó… ¡Ah! ¿Usted creía que el milagro había consistido en sanar al enfermito? ¡Bah! Milagros de ésos los hace el santo diariamente… ¿No ve usted a cada paso que un chico se echa fuera de una ventana y no se cae; que otro empuja un quinqué de petróleo, lo vuelca y no se abrasa; que éste rueda cien escaleras y no se hace ni un chichón; que aquél se mete entre las ruedas de un coche y no saca ni un rasguño? ¿No oye usted decir a las madres que sus hijos «viven de milagro»?

El mío murió. Me puse como un insensato; sí, creo que estuve fuera de juicio bastante tiempo. Me entró no «misantropía», sino otra cosa más rara: «misoteísmo», mala voluntad contra Dios y sus santos. No dejé de creer, pero sí de amar. Casi diría que aborrecí. Mis delirios, mis rabiosos pecados de aquella época, fueron otras tantas blasfemias en acción. Cesé de practicar; olvidé las oraciones; no pisé en un año los templos.

El día del aniversario de mi pequeño, a la misma hora en que había volado su blanca almita, como yo vagase sin rumbo por las calles de Madrid, me detuve a la puerta de una iglesia donde no recordaba haber estado jamás. Encontrábame tan triste, tan solo, tan anegado en las aguas del dolor, que, sin reflexionar lo que hacía, entré. Era el punto de la caída de la tarde, y lo primero que divisé en un altar lateral fue la efigie de San Antonio de Padua. Sentí como un golpe, y me acerqué vivamente colérico a pedirle cuentas al santo, a preguntarle por qué me había quitado a mi hijo, mi gloria. De pronto me quedé mudo de sorpresa. Usted habrá reparado, sin duda, en que a San Antonio de Padua siempre lo representan los escultores con el Niño en brazos. Pues bien, por primera vez en mi vida, veía un San Antonio sin niño… y mientras los ojos de la efigie parecían fijarse en los míos severamente, noté que su mano, alzando el dedo índice señalaba al cielo.

-Pero eso ¿lo imaginó usted, o lo vio en realidad? -pregunté cuando a Tristán se le calmó algo la emoción.

-¡Imaginarlo! La efigie existe, y puede usted cerciorarse cuando quiera.

-Pues, en efecto, no conocía efigies de San Antonio sin el Niño -murmuré como si hablase conmigo mismo.



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