Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

El niño

[Cuento - Texto completo.]

Guy de Maupassant

Después de haber jurado durante mucho tiempo que no se casaría nunca, de repente Jacques Bourdillère había cambiado de idea. Esto había ocurrido bruscamente, un verano, en un balneario. Una mañana, estando tumbado en la arena, entretenido observando a las mujeres que salían del agua, un pequeño pie le había llamado la atención por su gracia y delicadeza.

Levantando la vista hacia arriba, toda su figura le sedujo.

De esta persona solamente veía los tobillos y la cabeza surgiendo de un albornoz de franela blanco, cuidadosamente cerrado.

Se decía de él que era sensual y un vividor.

Fue entonces, únicamente por la gracia de la silueta, por lo que quedó cautivado al principio; luego fue atraído por el encanto de un dulce carácter de muchacha inocente y bondadoso, tierno como las mejillas y los labios.

Presentado a la familia, gustó y pronto se enamoró locamente. Cuando veía de lejos a Berthe Sannis, en la gran playa de fina arena, se estremecía hasta la médula. A su lado se volvía mudo, incapaz de decir algo e incluso de pensar, con una especie de agitación en el corazón, de zumbido en el oído, de turbación en el alma. Así pues, ¿era esto amor? No lo sabía, no entendía nada, pero permanecía en todo caso decidido a convertir a esa niña en su esposa.

Los padres de ella dudaron durante mucho tiempo por culpa de su mala reputación. Se decía que tenía una amante, una ex amante, una antigua y fuerte relación, una de esas cadenas que se creen rotas y que todavía se mantienen. Aparte de esto, amaba, durante periodos más o menos largos, a todas las mujeres que estaban a su alcance.

Luego sentó la cabeza, sin consentir siquiera el volver a ver una sola vez a aquella con la que había vivido. Un amigo pagó la pensión de esa mujer, garantizó sus existencia. Jacques se hizo cargo pero no quiso oír hablar de ella, pretendiendo desde ese instante ignorar incluso su nombre. Ella escribió cartas que él no abrió. Cada semana reconocía la letra desmañada de la abandonada. Y cada semana crecía hacia ella una ira más grande y rompía bruscamente el sobre y el papel, sin abrirlo, sin leer una sola frase, sabiendo de antemano los reproches y las quejas contenidas dentro.

Como nadie creía en su perseverancia, hicieron durar la prueba todo el invierno, y fue en primavera cuando su petición fue aceptada.

La boda tuvo lugar en París a primeros de mayo; se decidió que no harían el típico viaje de novios.

Después de una pequeña fiesta, una juerga de jóvenes primos que no se prolongaría más allá de las once, para no eternizar el cansancio de esta jornada de celebraciones, los recién casados debían pasar su primera noche en común en la casa familiar, para partir solos, al día siguiente por la mañana, hacia la playa, entrañable en sus corazones, donde se habían conocido y amado.

Lo noche había llegado, se bailaba en el gran salón.

Se habían retirado los dos a un saloncito japonés tapizado de sedas resplandecientes, poco iluminadas por los lánguidos rayos de un gran farol de color colgado en el techo como un huevo enorme.

La ventana entreabierta dejaba pasar a veces el aire del exterior, caricias de aire que les rozaba la cara, ya que la noche era cálida y tranquila, plena de los olores de la primavera.

No hablaban, se cogían las manos, apretándolas a veces con todas sus fuerzas. Ella permanecía con la mirada perdida, un poco desorientada por ese gran cambio en su vida, pero sonriendo emocionada a punto de llorar, a menudo también a punto de desfallecer de felicidad, creyendo el mundo cambiado por lo que le sucedía, preocupada sin saber por qué y sintiendo todo su cuerpo, toda su alma, invadidos por una indefinible y deliciosa lasitud. Él la miraba obstinadamente, sonriendo con una sonrisa fija. Quería hablar, no encontraba nada que decir y se quedaba ahí, poniendo todo su ardor al apretarle las manos.

De vez en cuando murmuraba un “Berthe” y en cada ocasión ella levantaba la mirada con un movimiento suave y tierno. Se contemplaban un segundo, luego ella volvía la mirada al suelo, penetrada y fascinada por la mirada de él.

No encontraban ningún pensamiento que intercambiar. Se les dejaba a solas, pero a veces una pareja de bailarines les echaba un vistazo furtivo al pasar, como si fuese un testigo discreto y confidente de un misterio.

Una puerta se abrió, entró un criado llevando en la bandeja una carta urgente que un comisionado acababa de traer.

Jacques cogió ese papel temblando, embargado por un temor vago y repentino. El miedo misterioso de desdichas bruscas. Miró durante mucho tiempo el sobre del que no reconocía en absoluto la letra, sin atreverse a abrirlo, deseando con locura no leer, no saber, guardarla en el bolsillo y decirse a sí mismo: “¡Hasta mañana!, mañana estaré lejos! ¡Poco importa!” Pero en una esquina del sobre dos palabras subrayadas: “MUY URGENTE”, lo detenían y espantaban. Preguntó:

-¿Me permite, querida?.

Rompió la hoja pegada y leyó. Leyó el papel, palideciendo horriblemente; la recorrió de un tirón y luego, lentamente, como si deletreara. Cuando levantó la cabeza, todo su rostro estaba descompuesto. Balbuceó:

-Mi querida niña, es… es mi mejor amigo, a quien le ocurre una grande, muy grande desgracia. Me necesita ahora mismo, enseguida, para un asunto de vida o muerte. ¿Me permite usted ausentarme veinte minutos?, ¡vuelvo enseguida!

Ella tartamudeó, temblorosa, estupefacta:

-Vaya, amigo mío -no siendo todavía suficientemente su esposa para interrogarlo, para exigir saber. Y él desapareció.

Ella se quedó sola escuchando bailar en el salón de al lado.

Él había cogido un sombrero, el primero que encontró, un abrigo al azar, y bajó la escalera corriendo.

Antes de salir a la calle se detuvo debajo de la farola del vestíbulo y volvió a leer la carta una vez mas.

He aquí lo que decía:

“Señor: la señorita Ravet, su ex amante al parecer, acaba de dar a luz a un niño y pretende que es suyo. La madre se va a morir e implora su visita.

Me tomo la libertad de escribirle para preguntarle si puede concederle una última entrevista a esta mujer que parece ser tan desgraciada y digna de lástima.

Un servidor.

Dr. Bonnard”

Cuando entró en la habitación de la moribunda, ella ya agonizaba.

Al principio no la reconoció.

El medico y dos enfermeras la cuidaban, y por todas partes en el suelo estaban esparcidos unos cubos llenos de hielo y trapos empapados en sangre. El agua esparcida inundaba el parqué. Dos velas ardían encima del mueble, detrás de la cama. En una pequeña cuna de mimbre, el niño chillaba y ante cada chillido la madre, torturada, intentaba un movimiento, temblando de frío bajo las compresas heladas.

Ella sangraba, sangraba, herida de muerte, extenuada por ese nacimiento. Toda su vida se desvanecía: a pesar del hielo y las curas, la invencible hemorragia continuaba y precipitaba su última hora de vida.

Reconoció a Jacques y quiso levantar los brazos; no pudo, de tan débil que estaba, pero en sus mejillas lívidas las lágrimas empezaron a resbalar.

Él se desplomó de rodillas cerca de la cama, cogió una mano que pendía y la besó frenéticamente; luego poco a poco se acercó, muy cerca del delgado rostro que se estremecía a su contacto. Una de las enfermeras, de pie con un candelabro en la mano, los iluminaba, y el médico, habiéndose alejado, los miraba desde el fondo de la habitación. Entonces con una voz lejana, jadeando, dijo ella:

-Cariño, me voy a morir. Prométeme que te quedarás hasta el final. ¡Oh! Ahora no me dejes, ¡no me dejes en el último instante!

La besó en la frente, en el pelo, sollozando. Él murmuró:

-Estate tranquila, voy a quedarme.

Pasaron unos minutos hasta que pudo volver a hablar, de tan atormentada y desfallecida que estaba. Continuó:

-Es tuyo. El niño. Te lo juro ante Dios, te lo juro por mi alma, te lo juro en mi lecho de muerte. Sólo te he amado a ti. Prométeme que no abandonarás al niño.

Intentaba coger otra vez en sus brazos ese cuerpo destrozado, vacío de sangre. Al fin balbució, enloquecido por los remordimientos y el dolor:

-Te lo juro, lo educaré y lo amaré. No lo abandonaré.

Entonces ella intentó besar a Jacques. Incapaz de levantar la cabeza extenuada, tendía sus labios pálidos pidiendo un beso. Acercó su boca para recoger esta lamentable y suplicante caricia.

Un poco más calmada, murmuró en voz baja:

-Tráelo que yo vea si lo quieres.

Fue a buscar al niño.

Lo posó despacio en la cama, entre ellos, y el pequeño ser dejó de llorar. Ella murmuró:

-No te muevas.

Se quedó ahí sujetando esa mano sacudida por escalofríos de agonía, como había sostenido antes otra mano crispada de escalofríos de amor. De vez en cuando miraba el reloj, de un vistazo furtivo, vigilando la aguja que pasaba de la medianoche, luego de la una, de las dos.

El médico se había retirado. Las dos enfermeras, después de haber merodeado algún tiempo con paso discreto por la habitación, dormitaban ahora en unas sillas.

El niño dormía, y la madre, con los ojos cerrados, parecía descansar también.

De pronto, mientras el día macilento se filtraba a través de las cortinas cerradas, ella tendió los brazos con un movimiento tan brusco y tan violento que estuvo a punto de tirar el niño al suelo. Una especie de estertor resbaló por su garganta, luego permaneció boca arriba, inmóvil, muerta.

Las enfermeras, que acudieron rápidamente, declararon:

-¡Se acabó!

Miró por última vez a esa mujer que había amado, luego al reloj que marcaba las cuatro, y desapareció olvidando su abrigo, con el niño en sus brazos.

Después de que la hubiese dejado sola, su joven esposa esperó, al principio bastante tranquila, en el pequeño saloncito japonés. Luego, viendo que no regresaba, volvió al salón, con un aspecto indiferente y tranquilo, pero terriblemente preocupada. Su madre, al verla sola, le había preguntado:

-¿Dónde está tu marido?

Ella había contestado:

-En su habitación. Ahora viene.

Al cabo de una hora, como todo el mundo le preguntaba, confesó lo de la carta, lo del rostro turbado de Jacques y su temor de una desgracia.

Siguieron esperando. Algunos invitados se marcharon; sólo la familia más cercana permaneció. A las doce de la noche acostaron a la novia, muy sacudida por los sollozos. Su madre y dos de sus tías, sentadas al lado de la cama, la escuchaban llorar, mudas y desoladas.

El padre había ido a la comisaría a buscar información.

A las cinco de la madrugada se escuchó un ruido en el pasillo. Una puerta se abrió y se cerró despacio, luego un pequeño grito, parecido a un maullido, recorrió la casa silenciosa.

Todas las mujeres se levantaron de golpe y Berthe, envuelta en una bata, se lanzó, la primera, a pesar de su madre y sus tías.

Jacques, de pie en medio de la habitación, lívido, jadeante, sostenía un bebé en los brazos.

Las cuatro mujeres lo miraron estupefactas, pero Berthe, de repente más atrevida, el corazón atenazado por la angustia, corrió hacia él.

-¿Qué pasa? Dígame qué pasa.

Él parecía enloquecido. Respondió con voz entrecortada:

-Pasa… pasa que… que tengo un hijo y que la madre acaba de morir…

Y sostenía al niño en sus brazos, al crío que chillaba.

Berthe, sin decir una palabra, cogió al niño, lo besó, lo apretó contra ella. Luego, mirando a su marido con los ojos llenos de lágrimas:

-La madre ha muerto, ¿dice usted?

Él respondió:

-Sí, ahora mismo, en mis brazos. Había roto con ella en el verano; yo no sabía nada; fue el médico quién me hizo ir.

Entonces Berthe respondió:

-Y bien, educaremos a este pequeño.

FIN


1882




Más Cuentos de Guy de Maupassant