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El oficial negro

[Cuento - Texto completo.]

Joseph Conrad

Hace un buen puñado de años había varios barcos cargando en el puerto de Londres. Me refiero a los años ochenta del siglo pasado, una época en la que aún había un buen número de magníficos barcos en los muelles, aunque no edificios tan espléndidos en sus calles.

Los barcos del muelle eran realmente magníficos. Estaban atados unos junto a otros y el Sapphire, el tercero desde el fondo, era tan bueno como el resto. Como es lógico, cada uno de los barcos que había en el muelle tenía su primer oficial. Igual que el resto de los barcos del puerto.

Los policías que estaban en las puertas los conocían a todos de vista, aunque no pudieran decir directamente a qué barco pertenecía cada hombre en concreto. En realidad lo oficiales de los barcos que permanecían durante aquellos años en el puerto de Londres eran como la mayoría de los oficiales de la marina mercante: hombres tranquilos, laboriosos, incondicionales y nada románticos que pertenecían a distintas clases sociales, pero con una profesión que acababa borrando todas las características personales, que, en cualquier caso, tampoco eran muy marcadas.

Aquello era algo que se cumplía en todos los casos, menos en el del oficial del Sapphire. A la policía no le cabía ni la menor duda: aquél en concreto tenía su presencia.

Cuando caminaba por la calle, llamaba la atención a mucha distancia, y cuando cruzaba el muelle dirigiéndose a su barco, tanto los estibadores como los trabajadores del puerto que estaban cargando mercancía y llevando carretillas con bultos se decían unos a otros:

—Por ahí viene el oficial negro.

Le daban aquel nombre porque eran hombres rudos y poco capaces de apreciar la distinción de aquel hombre. Llamarlo negro no eran más que la expresión superficial de su ignorancia.

El oficial del Sapphire, el señor Bunter, no era negro, evidentemente. No era ni más ni menos negro que cualquiera de nosotros, y desde luego tan blanco como cualquier otro primer oficial de un barco amarrado en el puerto de Londres. Tenía un tipo de piel de las que no se ponen morenas con facilidad, y yo sabía que el pobre muchacho había estado enfermo durante un mes ante de que le contratara el Sapphire.

De todo esto se podría inferir ya que a quien conocía yo era a Bunter. Y vaya si lo conocía. Es más, en aquella época compartía con él su secreto, ese de… No importa ahora. Regresando a la apariencia personal de Bunter, no fue más que un ignorante prejuicio aquel comentario del capataz de los estibadores cuando dijo en mi presencia: “Apuesto a que no es de por aquí”. Un hombre puede tener el pelo negro sin que por eso lo confundan con un hispano. Yo he conocido a un marinero del oeste, contramaestre de un buen barco, que tenía más aspecto de español que ningún español que haya conocido en el mar. Un español de libro.

Las autoridades nos aseguran que toda esta tierra será heredada al final por hombres con el pelo oscuro y los ojos marrones. Al parecer, la inmensa mayoría de la humanidad tiene el pelo oscuro en distinta graduación, pero basta encontrarse con uno para darse cuenta también de lo extraordinario que es un hombre con el pelo totalmente negro, negro como el ébano. El pelo de Bunter era totalmente negro, negro ala de cuervo. Y lo mismo le sucedía a su barba (recortada, pero aun así lo bastante larga); sus cejas eran espesas e hirsutas. Si a eso se le añadía unos ojos de un color azul acerado (el tipo de ojos que no habrían resultado raros en un hombre de pelo rubio, pero que en aquel marco sombrío producían un contraste muy asombroso), resultaba comprensible que Bunter fuese tan llamativo. Si no hubiese sido por lo parsimoniosos y lentos que eran sus movimientos uno habría podido llegar a creer que tenía un carácter ferozmente apasionado.

No hay duda de que ya no estaba en su primera juventud, pero si tiene algún sentido la expresión “encontrarse en la flor de la vida”, él la encarnaba a la perfección. Era también un hombre alto, quizá demasiado. Cierta ocasión, y mientras lo veía trabajar en popa, el capitán Ashton del velero Elsinore, que estaba amarrado junto al Sapphire, le comentó a su amigo:

—Johns tiene ahí a alguien para que lleve el barco por él.

El capitán Johns, patrón del Sapphire, llevaba años capitaneando barcos y era muy conocido, aunque no demasiado respetado. Cuando estaba con sus compañeros, solían ignorarlo o burlarse de él. La burla nacía, por lo general, por iniciativa del capitán Ashton, uno de los hombres más cínicos y bromistas que se conocía. Fue el capitán Ashton quien en cierta ocasión se permitió un chiste muy desagradable:

—Johns opina que habría que envenenar a todos los marineros que pasaran de cuarenta años… con excepción de los capitanes en activo.

Aquello sucedió en un restaurante de la City en el que solían reunirse algunos capitanes para comer. Estaban allí presentes el capitán Ashton, muy animado, con un gran chaleco blanco y una rosa amarilla en el ojal; el capitán Sellers, de chaqueta, con su rostro delgado y pálido, su pelo canoso peinado tras las orejas y su aire ascético y afable de hombre de letras, a pesar de la falta de gafas; el capitán Hell, un fanfarrón lobo de mar de dedos peludos vestido de sarga azul y con un negro sombrero de fieltro echado hacia atrás muy apartado de su frente rosada. También se encontraba allí otro capitán muy joven, con un pequeño bigote rubio y una mirada muy seria, que no abría la boca para nada, y que se limitaba a sonreír de cuando en cuando.

El capitán Johns alzó la mirada sorprendido, algo que, si se unía a las arrugas horizontales de su frente, no contribuía precisamente a darle un aspecto muy intelectual. Tampoco sumaba ningún punto a su favor la forma ligeramente puntiaguda de su cabeza calva.

Todo el mundo se puso a reír a carcajadas, y el capitán Johns se vio obligado finalmente a esbozar una sonrisa cínica y a intentar defenderse. Le parecían bien las bromas, pero en aquellos tiempos en los que los barcos, para dar beneficios, tenían que ser gobernados con mano firme tanto en el mar como en el puerto, el mar no era un lugar para viejos. Solo los jóvenes y los hombres que se encontraban en la flor de la vida cumplían con las condiciones de vigor y reflejos que eran necesarias. Bastaba con echar un vistazo a las grandes compañías: casi todas se quitaban de encima lo antes posible a quien manifestaba el menor signo de edad. Él, por su parte, no quería viejos en su barco.

Y lo cierto era que el capitán Johns no era el único que pensaba de aquella manera. En aquella época había muchos marineros, que no tenían más cosas en su contra que sus propias canas, que gastaban las suelas de su último par de botas por las aceras de la City a la desesperada búsqueda de un destino.

El capitán Johns añadió, con una especie de malhumorada inocencia, que había un gran paso entre tener esa opinión y ponerse de verdad a envenenar a nadie.

Aquello podría haber zanjado la cuestión, pero el capitán Ashton no estaba dispuesto a quedarse sin chiste tan pronto.

—Oh, claro que sí. Lo único que ha dicho en realidad es que no son útiles. ¿Y qué se puede hacer con los hombres que ya no son útiles? Me parece que tiene usted buen corazón, Johns. Estoy convencido de que, si lo piensa un poco más despacio, acabará encontrando la forma de hacerlo, al menos de una manera indolora.

El capitán Sellers arrugó la mueca.

—Haga que se conviertan en sus fantasmas —añadió irónicamente.

Ante la mención de los fantasmas el capitán Johns dio un salto desconcertado a su manera desmañada y furtiva.

El capitán Ashton guiñó un ojo.

—Sí, si lo hace tal vez tenga la oportunidad de comunicarse con el mundo de los espíritus. Estoy convencido de que a los espíritus de los marineros les da por aparecer en los barcos. Seguro que alguno se pasa para saludar a su viejo capitán.

El capitán Sellers añadió mordaz:

—No le dé esas esperanzas, eso sería cruel. No verá nada. Johns, ya sabe usted que nadie ha visto nunca un fantasma.

Ante aquella provocación ya intolerable, el capitán Johns dejó a un lado su reserva. Sin dudar ni un solo instante, y con toda la pasión de un creyente en plena iluminación, citó una montaña de casos que se podía atestiguar. No faltaban libros y libros llenos de ejemplos. Solo se podían rechazar las apariciones sobrenaturales desde la más completa ignorancia. Incluso había un periódico especializado que todos los meses hablaba de nuevos episodios. El profesor Cranks veía fantasmas a diario. Y el profesor Cranks no era cualquier persona: se trataba de uno de los científicos vivos más importantes. Y estaba también aquel hombre del periódico —¿cómo se llamaba?—, que recibía visitas de una chica fantasma. Había publicado en el periódico los mensajes que ella le había dado. ¡Que alguien se atreviera a decir después de aquellas cosas que los fantasmas no existían!

—Pero ¡por favor! Si hasta los han fotografiado… ¿Qué mayor prueba que ésa hace falta?

El capitán Johns estaba completamente indignado. Los labios del capitán Bell se curvaron en una mueca irónica y el capitán Ashton cambió de actitud.

—Les pido por favor que no continuemos por ahí. Y ya que nos hemos puesto, Johns, ¿quién es ese pirata con melenas al que ha tomado por oficial? Nadie en el puerto lo había visto hasta ahora.

El capitán Johns se tranquilizó con aquel cambio de tema y respondió sencillamente que Willy, el estanquero de la calle Frenchurch, se lo había enviado.

Según he oído, tanto Willy, como su comercio, como el edificio completo de la calle Frenchurch ya no existen, pero en su momento, y siempre con un gesto de preocupación en su desteñido rostro, Willy se encargaba de proveer de tabaco a muchos barcos que zarpaban desde el puerto de Londres con dirección hacia el sur. Había ciertas horas del día en las que el local estaba repleto de capitanes. Se sentaban en los barriles de tabaco y charlaban apoyados en el mostrador.

Cuántos jóvenes habían recibido su primer empujón en aquel lugar. Muchos hombres habían conseguido el destino que necesitaban solo con dejarse caer por allí a comprar cuatros peniques de Bird’s en el momento justo. Hasta el mismo ayudante de Willy, un muchacho pelirrojo e indiferente de aspecto frágil, era capaz de proporcionar por encima del mostrador, junto al paquete de cigarrillos, alguna importante información, en susurros y sin apenas mover los labios.

—El Bellona, en el muelle sur. Necesitan un segundo oficial, si se da prisa puede que llegue a tiempo.

¡Y salían corriendo!

 

 

—De modo que fue Willy quien se lo envió —dijo el capitán Ashton—. Es un hombre muy particular. Si le pusieran una faja roja en la cintura y un pañuelo en la cabeza, tendría exactamente el mismo aspecto que uno de esos bucaneros que ponían a los hombres a caminar sobre un tablón y secuestraban a las mujeres. Ten cuidado Johns, no vaya a ser que te corte el cuello y se largue con el Sapphire. ¿En qué barco estaba sirviendo antes?

El capitán Johns alzó su mirada crédula, frunció el ceño y dijo con tranquilidad que el hombre había conocido días mejores. Su nombre era Bunter.

—Estuvo al mando de un barco de Liverpool, el Samaria, hace algunos años. Lo perdió en el Índico y por eso le suspendieron la licencia durante un año. Desde entonces no había sido capaz de encontrar otro despacho y se había dedicado al comercio del Atlántico.

—Por esa razón nadie lo conoce en el puerto —concluyó el capitán Ashton, mientras se levantaban todos de la mesa.

Después de la comida, el capitán Johns fue dando un paseo hasta el muelle. Era pequeño de estatura y ligeramente cojo. Tenía un aspecto que no provocaba el amor de la humanidad, pero con su armador había sido un poco distinto. Su fama era la de ser un comandante molesto, meticuloso en las cosas pequeñas, siempre generando agravios de algún tipo y siempre gruñendo. No era sencillo discutir con él y que la cosa acabara en nada; se quedaba siempre maldiciendo y murmurando cosas espantosas, era un hombre capaz de amargarle la vida a cualquier oficial si le cogía manía.

Aquella misma noche subí a bordo para echarle un vistazo a ese Bunter y lo compadecí ante las expectativas de viaje que se abrían para él. Estaba desanimado. Supongo que cuando un hombre tiene un secreto en su corazón, lo normal es que vaya perdiendo poco a poco su optimismo. Había también otras razones por las que no era sencillo esperar de Bunter el espíritu más festivo del mundo. Había estado muy enfermo últimamente, y además… Pero eso lo contaré más adelante.

El capitán Johns había estado a bordo aquella tarde estudiándolo todo y evitando a su primer oficial hasta tal punto que Bunter se había acabado irritando profundamente.

—¿Qué pretende demostrar? —se preguntó con desesperación—. Era como si sospechara de robo o tratara de descubrir en qué bolsillo lo había escondido, como si alguien le hubiese dicho que yo tenía rabo y hubiese estado intentando averiguar cómo había conseguido esconderlo. No me gusta nada que se me acerquen por detrás tantas veces seguidas en una sola tarde y que, cuando me doy la vuelta, aparten la mirada en el acto por encima de mi hombro. ¿Qué es eso? ¿Un nuevo juego al escondite? Pues la verdad es que no me hace ni la más mínima gracia, ya no soy ningún muchacho.

Yo le dije que si alguien le hubiese dicho al capitán Johns que él (Bunter) tenía rabo, el capitán se las habría arreglado de alguna manera para acabar creyéndose la historia. Era receloso y crédulo hasta un punto realmente absurdo. Era capaz de creerse cualquier cuento estúpido y de sospechar de cualquier hombre hasta por las razones más inverosímiles, y de seguir dándole vueltas y vueltas en su cabeza durante meses en medio de la perplejidad más total para acabar casi siempre llegando a la conclusión más mezquina posible y tomando al respecto las peores medidas de todas. Tenía un talento natural para comportarse de ese modo.

Bunter me contó que aquel hombre mezquino había arrastrado por todo el barco sus pequeñas piernas patizambas llevándolo con él para quejarse de un montón de tonterías. Se arrastraba por los muelles como un endiablado insecto, como una cucaracha, aunque con menos energía.

Eso fue al menos lo que me contó el disgustado Bunter. A continuación, y con su maravillosa justicia habitual algo oscurecida por el brillo de sus negrísimas cejas, añadió:

—Y por si fuera poco, ese hombre está loco. Hubo un rato en el que intentó ser sociable conmigo y no se le ocurrió otra cosa más que abrir unos ojos como platos y preguntarme si yo creía en la “comunicación más allá de la muerte”. La comunicación… Al principio sencillamente no sabía ni qué responder. “Un asunto de primera importancia, señor Bunter”, me dijo, “yo le he dedicado muchas horas de mi vida a su estudio”.

Si Johns hubiese vivido en tierra, lo más probable es que hubiese acabado siendo víctima de todos aquellos médiums fraudulentos. Lo habría sido incluso sin vivir en tierra, solo con pasar temporadas en ella entre travesía y travesía. Por suerte para él, cuando estaba en Inglaterra vivía muy apartado, en Leytonstone, con una hermana soltera diez años mayor que él, una marimacho tremenda que le doblaba en tamaño y a la que temía tanto que no podía parar de temblar cada vez que la veía. Se comentaba que lo intimidaba en todo en general, pero sobre todo en lo que tenía que ver con aquellas cuestiones espiritistas, un tema sobre el que también ella tenía su particular punto de vista.

Para ella aquellas cuestiones eran sencillamente algo diabólico. Se comentaba que en cierta ocasión ella había llegado a afirmar que, con la ayuda de Dios, se encargaría de impedir que “ese imbécil” acabara entregándole su alma al Maligno. De lo que no había duda era de que la aspiración secreta de Johns era establecer contacto personal con los espíritus de los muertos… si su hermana se lo permitía. Pero lo cierto es que hasta la fecha se había mantenido firme. Me comentaron en cierta ocasión que cuando se encontraba en Londres estaba obligado a rendir cuentas de hasta el último penique con el que salía de casa por la mañana, y de lo que hacía cada hora del día. La cartilla del banco, además, era ella quien la tenía.

A Bunter (que había sido un joven disperso, pero tenía buenos contactos, antepasados y hasta un panteón familiar en algunos condados de los alrededores de Londres) todo aquello le indignaba, seguramente porque pensaba en sus propios difuntos. Sus brillantes ojos refulgían con furia en aquel rostro de barba negra. Me impresionaba mucho porque en aquel sosegado desprecio se intuía una gran pasión oscura.

—¡Qué desfachatez la de ese hombre! Querer entablar relaciones con… ¡Qué mezquindad! Es una intromisión totalmente intolerable… Entablar… Pero ¿de qué se trata? ¿De un nuevo tipo de esnobismo o qué?

Me reí abiertamente ante aquella original manera de entender el espiritismo… o como quiera que se llame la moda fantasmal. El propio Bunter se vio obligado a sonreír, pero la austeridad de su sonrisa no tardó en desvanecerse. Cuando un hombre se encontraba en una trágica situación como la suya no se podía esperar de él… en fin, que estaba realmente preocupado. A pesar de todo, se encontraba dispuesto y preparado para enfrentarse a cualquier sucia maniobra en el transcurso de la travesía. Ante tipos como Johns, un hombre nunca podía tener demasiadas consideraciones, y el infortunio, al fin y al cabo, no es más que el infortunio; también acaba siempre en algún punto. Aun así, soportar los mezquinos, absurdos y siniestros relatos de fantasmas de Johns durante todo un viaje a Calcuta, y todo el viaje de vuelta, no era precisamente una perspectiva agradable. El espiritismo era de hecho un asunto muy grave para considerarlo desde aquella óptica. ¡Algo casi terrible, se podría decir!

¡Pobre chico! En realidad ni siquiera tuvimos mucho tiempo de pensar en el asunto antes de que… Y no tuve tiempo para consolarlo; yo mismo estaba consternado.

A Bunter todavía le faltaba otro disgusto más aquel día. Un confuso inspector del puerto subió a bordo con cualquier pretexto, pero movido, en realidad, se dio cuenta Bunter, por una inoportuna curiosidad; inoportuna para el propio Bunter, como es lógico. Se estuvo andando por las ramas durante un buen rato, y finalmente dijo:

—No puedo para de pensar en el asunto. Yo le he visto antes a usted, señor oficial. Tal vez si me dijera su nombre…

Bunter (como suele ocurrirle a todos aquellos cuyas vidas tienen un misterio) se alarmó al instante. Era más que probable que aquel hombre lo hubiese conocido en alguna situación anterior. Le pareció una mala suerte no tener mejor memoria. El mismo Bunter no podía esperar acordarse de todos los sinvergüenzas con los que se había cruzado. Bunter se irguió con insolencia poniendo un gesto impresionantemente severo y tenebroso como la noche.

—Mi nombre es Bunter, señor. ¿Ayuda eso a iluminar su inquisitiva mente? Por mi parte no le pregunto el suyo porque no siento ningún deseo de saberlo. No lo necesito, señor. Un hombre que tiene la valentía de decirme a la cara que no está seguro de haberme visto antes, o es un imprudente o es un gusano. Sí, eso he dicho: un gusano que se arrastra por el suelo.

Muy valiente por parte de Bunter. Aquélla era precisamente la actitud que era necesario adoptar. Fue empujando con tranquilidad al intruso fuera del barco como si cada una de sus palabras fuera un pequeño empujón, pero resultaba también sorprendente la insolencia de aquel Paul Pry. Ante la furia de Bunter, como es lógico, no le quedó más remedio que abandonar el barco, y lo hizo escondiéndose tras una empalagosa sonrisa que disimulaba su retirada, pero en cuanto llegó al muelle se dio media vuelta y se quedó mirando fijamente el barco. Se quedó allí plantado como un poste de amarre sin moverse un milímetro, con aquellos estúpidos ojos que pestañeaban menos que las ventanas de un camarote.

¿Qué podía hacer Bunter? Como es lógico, yo me sentía violento por él, pero no podía ir y meter la cabeza en el cajón del pan. Lo que hizo fue situarse él en la jarcia de mesana y devolverle la mirada sin pestañear, tal y como hacía el otro. Permanecieron así durante un buen rato, y aunque no sé cuál de los dos se mareó primero, lo que sí sé es que el del muelle, como no disponía de la ventaja de algo en lo que poder sujetarse, se cansó primero, agitó el brazo y se marchó dejando el combate en ese punto.

Bunter me aseguró que se alegraba de que el Sapphire —“esa joyita de barco” como lo llamaba con cinismo— fuera a zarpar al día siguiente. Con lo del puerto ya había tenido bastante. Yo entendí perfectamente su impaciencia. Se había acorazado a sí mismo contra cualquier preocupación que le deparase la travesía, aunque ahora empezaba a ser evidente que no estaba preparado para la extraordinaria experiencia que le esperaba, y precisamente en el océano Índico: la misma parte del mundo en la que el pobre muchacho había perdido su barco y agotado su suerte —de forma definitiva, al parecer— al mismo tiempo.

En cuanto a lo que se refería a sus remordimientos respecto a cierto episodio vergonzoso de su vida… En fin, estoy convencido de que cualquier hombre con una naturaleza tan extraordinaria como la de Bunter tenía que sufrir mucho. Aun así, entre nosotros, y sin ningún deseo de ser cínico, no se puede negar que, junto a la parte más noble de nosotros mismos, el miedo a ser descubiertos tiene un peso innegable en el conjunto general del remordimiento. No le llegué a decir eso a Bunter, pero como el chico no paraba de insistir, le acabé diciendo que hasta en los armarios más ilustres se encontraban de cuando en cuando esqueletos, y que en lo que se refería a su culpa en particular, no la llevaba escrita en la cara hasta el punto de que el mundo pudiese verla, por lo que no había necesidad de que se angustiara tanto por aquel asunto. Y aparte, en doce días estarían en alta mar.

Me contestó que esa idea lo consolaba, y se fue a pasar en compañía de su esposa su última noche en muchos meses. A pesar de sus muchas locuras, no se podía decir que Bunter se hubiese equivocado en su matrimonio. Se había casado con toda una dama, una verdadera dama. Era además una mujer adorable. En lo que se refería a su valor yo, que conocía bien todo por lo que habían tenido que pasar, no podía dejar de admirarla sinceramente. Tenía un coraje real y duradero, había aguantado día tras día, y todos los días, como solo una mujer es capaz de hacerlo cuando está hecha de la mejor pasta, la pasta de las inquebrantables, se podría decir.

El oficial negro se lamentaba de aquella separación mucho más que de todas las previas separaciones en sus años de mala suerte, pero ella era de la pasta de las inquebrantables, y en su rostro se podía ver menos inquietud que en la del oficial de pelo negro y aspecto de bucanero —aunque majestuoso— del Sapphire. Puede que fuera porque su conciencia estaba también más tranquila que la de su marido. Como es lógico, la vida de este último no tenía secretos para ella, pero la conciencia de una mujer tiene más recursos para encontrar excusas válidas y razonables. Depende también, en gran medida, de la persona que las necesita.

Habían acordado entre ambos que ella no iría al muelle para despedirlo. “Me maravilla que todavía te agrade mirarme”, dijo el delicado esposo y ella no se rio.

Bunter era un hombre muy sensible, y al final la dejó bruscamente. Subió a bordo con tiempo de sobra, y produjo la misma impresión de siempre con su deteriorado sombrero de paja mientras sacaba al Sapphire del muelle. El hombre del río fue muy educado con aquel majestuoso primer oficial.

—La soga de Manila para el cabo de remolque, señor… Bunter. Gracias… Señor Bunter, por favor…

El práctico que dejó aquella “joyita de barco” enderezándose suavemente hacia el canal comentó a algunos de sus amigos que en aquel viaje el Sapphire tenía como primer oficial a un hombre que era claramente demasiado bueno para el viejo Johns.

—Se llama Bunter y me pregunto de dónde habrá salido, porque jamás lo había visto en ninguno de los barcos que yo he pilotado en todos estos años. Es de ese tipo de hombres que uno no puede olvidar, no se podría. Y además es buen marino, y muy concienzudo. ¡Esta vez el viejo Johns no se podrá enfadar tan fácilmente! A no ser que ese viejo estúpido le coja miedo… porque no parece el tipo de hombre que deja que te aproveches de él sin hacerte saber antes lo que él piensa de ti. Y básicamente eso es lo que el viejo Johns lleva a bordo.

Como en realidad éste va a ser el relato de una experiencia espiritista que, aunque no recayó precisamente sobre el capitán Johns, sí lo hizo en su barco, no tiene mucho interés que nos demoremos más en el asunto de la partida. Se trataba de una travesía ordinaria, y también la tripulación era una tripulación corriente. La tranquila y resuelta manera de trabajar del oficial negro había dado un tono formal a la vida del barco. Hasta cuando el viento era huracanado se podía decir que todo marchaba con relativa normalidad.

Hubo tan solo un fuerte vendaval que durante unas horas mantuvo la actividad un poco más agitada. Se produjo frente a la costa africana y tras doblar el cabo de Buena Esperanza. Justo a aquella altura el barco se vio azotado por un fuerte oleaje que no tuvo mayor consecuencia, pero que produjo un estrépito considerable y rompió muchas cosas en la despensa y en los camarotes. Llegados a aquel punto el señor Bunter ya era muy respetado a bordo, pero el océano Antártico lo trató como a un verdadero trapo. Abrió la puerta de su cabina como un vulgar ladrón y se llevó con él varias cosas muy útiles dejándole el resto totalmente empapado.

Un poco más tarde aquel mismo día, el océano Antártico zarandeó al Sapphire de una manera tan violenta que los cajones que estaban sobre la litera del señor Bunter salieron disparados y con ellos todo su contenido. Como es lógico, tendrían que haber estado cerrados, así que el señor Bunter no pudo reprocharle a nadie más que a sí mismo lo que había ocurrido. Tendría que haberlos cerrado con llave antes de subir a cubierta.

Su enfado, aun así, fue grande. El camarero que pasaba la fregona de un lado a otro intentando secar la cabina inundada lo oyó gritar “¡Maldita sea!” con tono quejumbroso. En medio de su trabajo, el camarero sintió cierta simpatía ante las desgracias del oficial.

El capitán Johns, por su parte, se alegró en secreto cuando le informaron de los daños. Tal y como el práctico había intuido, tenía miedo de su primer oficial y exactamente por la misma razón por la que el práctico había imaginado.

Al capitán Johns le habría encantado tener a aquel oficial negro a su merced de una forma o de otra, pero el hombre tenía un comportamiento tan literalmente irreprochable y cercano a la perfección como se le podía pedir. De aquel modo el capitán Johns rumiaba su mal humor al mismo tiempo que se felicitaba por la eficiencia de su primer oficial.

Cuando estaba a su lado, siempre hacía grandes alardes de sociabilidad amparado en la creencia de que cuanto más amigo se es de alguien, más fácil es sorprenderlo en algún tropiezo, y también porque necesitaba que alguien escuchara sus historias sobre manifestaciones, fantasmas y toda la parafernalia. Estaba acostumbrado a hacerlo y recitaba sus historias de fantasmas con voz monótona, casi aburrida, dándoles de ese modo un particular estilo personal.

—Me agrada poder charlar con mis oficiales —solía decir—. Hay capitanes que apenas se atreven a abrir la boca en toda la travesía por miedo a perder su dignidad. ¡Que es lo único, al fin, que un hombre posee, esa pequeña posición!

Su simpatía casi era más de temer durante la segunda guardia, porque su naturaleza era la de esos hombres que se van animando a medida que se aproxima el atardecer y el oficial de servicio ya no tenía excusas para abandonar el puente. El capitán Johns aparecía de pronto, se acercaba con sigilo hasta el pobre Bunter y se paseaba arriba y abajo dejando caer algún comentario espiritista del tipo:

—Los fantasmas, tanto los masculinos como los femeninos, son extraordinariamente refinados, ¿no lo cree?

A lo cual Bunter, manteniendo la cabeza erguida, respondía entre dientes:

—No lo sé.

—¡Ah! No lo sabrá porque no quiere. Me parece usted el hombre más cerril y cargado de prejuicios que he conocido en toda mi vida, señor Bunter. Ya le dije que podía disponer de todos los libros de mi biblioteca cuando quisiera, lo único que tiene que hacer es pasarse por mi camarote y elegir el libro que le apetezca.

Si Bunter respondía que salía de las guardias demasiado cansado como para ponerse a leer, el capitán Johns sonreía sarcásticamente y respondía que resultaba evidente que algunas personas necesitaban dormir más que otras para hacer bien su trabajo. Si el señor Bunter no podía mantenerse bien despierto durante las guardias nocturnas, eso era otra cosa.

—Aunque tengo entendido que el otro día le pidió prestada una novela al segundo oficial… una porquería llena de mentiras —suspiró el capitán Johns—, me temo que el problema es que no es usted un hombre muy espiritual que digamos, señor Bunter.

A veces se presentaba en cubierta en mitad de la noche con su camisón de dormir, su andar patizambo y un aspecto de lo más excéntrico. Ante aquella visión, el acosado Bunter se retorcía las manos y sentía cómo se le perlaba la frente de sudor. Permanecía unos minutos soñoliento junto a la bitácora rascándose de una manera de lo más desagradable, y a continuación retomaba el único tema de conversación que conocía.

Discutía por ejemplo sobre el enorme progreso moral que cabía esperar de la humanidad si se establecían unas relaciones generalizadas y fluidas con los espíritus de los difuntos. Los espíritus, opinaba el capitán Johns, accederían tranquilamente a asociarse con los vivos si no hubiera por parte de estos últimos una incredulidad tan insultante. Él mismo no quería tener nada que ver con gente que no creyera en su —la del capitán Johns— existencia.

Siguió respirando con fuerza junto a la bitácora y rascándose los omoplatos, para añadir después con voz pastosa y adormecida:

—¡La incredulidad, señor mío, es la peor lacra de nuestro tiempo!

Era la incredulidad la que rechazaba las pruebas del profesor Cranks y del periodista. Era capaz de resistirse hasta ante las mismas fotografías.

Y es que el capitán Johns estaba absolutamente convencido de que había espíritus que habían sido fotografiados. Había leído algo sobre ese asunto en la prensa. La idea de que se hubiese podido conseguir algo así había producido un tremendo impacto en su persona porque no tenía una mente crítica. Más tarde Bunter diría que no podía haber en este mundo nada más extraño que aquel hombrecito vestido con aquel camisón de dormir tres tallas más grande, arrastrando los pies excitado bajo la luz de la luna, junto al timón y levantando el puño frente a un mar en calma.

—¡Fotografías! ¡Fotografías! —repetía una y otra vez con un tono tan agudo como una bisagra oxidada.

Hasta el mismo timonel que estaba a sus espaldas se sentía incómodo ante una actuación como aquélla, incapaz de comprender a qué venía “el escándalo que estaba organizando el viejo con el oficial al lado”.

Johns se tranquilizaba unos instantes para volver a la carga inmediatamente:

—Hay algo que no puede mentir, y eso es la emulsión de una placa, no señor.

No había nada que pudiera ser más cómico que la absoluta convicción de aquel ridículo hombrecillo, su tono dogmático. Bunter se paseaba por la popa de un lado a otro, balanceándose como un péndulo lento y majestuoso. No dijo ni una palabra, pero el hombre, como ya he dicho, no se andaba con juegos en lo tocante a asuntos de conciencia, y tener que escuchar aquellas estúpidas historias sobre fantasmas, añadido a sus propias preocupaciones, lo estaba volviendo literalmente loco. Él mismo se daba cuenta de que había situaciones en las que se encontraba literalmente al borde de la locura, pues no podía evitar deleitarse con delirantes imágenes mentales en las que agarraba al capitán Johns del pescuezo y lo tiraba por la borda; ese tipo de cosas que cualquier marinero en su sano juicio solo piensa en hacerle a un gato o a un animal. Se lo imaginaba flotando sobre el mar como una diminuta mancha oscura alejándose por la popa en medio de aquel océano iluminado por la luna.

No creo que ni siquiera en los peores momentos Bunter llegara a pensar seriamente en ahogar al capitán Johns. Supongo que todo lo que su desordenada imaginación ansiaba era que acabara cuanto antes toda aquella fantasmagórica charla de su patrón.

Fuera como fuera, se trataba de una peligrosa indulgencia consigo mismo. No hace falta más que imaginarse aquel barco en el océano Índico, en medio de una clara noche tropical con las velas hinchadas, el vigía de cubierta en otro lugar, y en la popa, iluminado por la luz de la luna, el oficial solemne caminando arriba y abajo con pasos medidos y acompasados, guardando un terrible silencio, y a su lado aquella otra figura grotesca vestida de franela rayada con su irritante cháchara sobre “comunicaciones personales más allá de la tumba”.

Solo con pensar en el asunto se me ponen los pelos de punta. Y es que a veces hasta las locuras del capitán Johns podían parecer disfrazadas de un extraño utilitarismo. ¡Qué útil sería que los espíritus de los difuntos pudieran ser deliberadamente inclinados a tomarse un interés más activo en la vida de los vivos! ¡Qué gran ayuda resultaría, por ejemplo, para la policía, por poner un caso concreto, en la investigación de los crímenes! Fuera como fuera, es seguro que se reduciría el número de asesinatos, afirmaba con gesto astuto. A continuación se dejaba llevar por un desaliento grotesco.

¿Es que acaso tenía sentido alguno intentar comunicarse con gente que carecía por completo de fe y que lo más probable es que despreciara la información que se le ofrecía? Hasta los espíritus tenían sus sentimientos. En realidad se podría decir que en cierto modo eran todo sentimiento, pero le maravillaba la tolerancia que las víctimas mostraban hacia sus asesinos. Se trataba del tipo de aparición de la que ningún culpable se atrevería a burlarse nunca. Y hasta puede que los asesinos a los que no habían descubierto —creyeran o no— se sintieran perseguidos de pronto. Desde luego no se vanagloriarían de lo que habían hecho, ¿no?

—En cuanto a mí —añadía como si se tratara de una reivindicación malvada—, si alguien me asesinara, no permitiría que se olvidara. Haría que se consumiese… Lo aterrorizaría hasta la muerte.

Para el oficial negro la imagen de su patrón aterrorizando a alguien hasta la muerte era tan ridícula que, a pesar de estar tan poco dispuesto a la alegría, no pudo evitar que de pronto se le escapara una carcajada. Y fue aquella risa, la única señal de su interlocutor durante su largo y apasionado discurso, la que ofendió al capitán Johns.

—¿Me puede explicar la razón de esa risa tan presuntuosa, señor Bunter? —gruñó—. Le aseguro que muchas presencias sobrenaturales han acabado con el ánimo bien plantado de hombres mucho mejores que usted. ¿Es que no me concede que tenga bastante alma para hacer de fantasma?

Puede que fuera ese tono seco y desagradable el que provocara que finalmente Bunter se detuviera en seco y diera media vuelta.

—No me sorprendería —continuó el fanático del espiritismo— que fuese usted una de esas personas que no se preocupan por los hombres más de lo que se preocuparían por las bestias. Le veo a usted capaz hasta de negarle la condición de alma inmortal a su propio padre.

Bunter, aburrido ya en ese punto más allá de toda razón, e irritado por sus propios dilemas personales, perdió el control de sí mismo.

Avanzó hacia el capitán Johns, se inclinó un poco para mirarlo fijamente a la cara, y dijo en tono bajo, pero muy claro:

—No tiene usted ni idea de lo que es capaz de hacer un hombre como yo.

El capitán Johns echó la mirada hacia atrás, demasiado asombrado como para moverse. Bunter continuó con sus paseos y, durante un buen rato, los únicos sonidos que interrumpieron el silencio fueron el compás de sus pasos y el suave golpear del agua contra el casco del barco. A continuación el capitán Johns se aclaró la garganta, huyó hacia la escalerilla para mayor seguridad y se armó de valor para cobijarse bajo un acto de autoridad.

—Ice el puño de escota de estribor de la vela mayor y deje las vergas igualadas, señor Bunter, ¿no ve que tenemos el viento amurado a babor?

Bunter contestó de inmediato:

—Sí, señor.

En realidad no había ninguna necesidad de tocar las vergas y el viento era favorable. Mientras ejecutaba la orden, el capitán Johns estaba en la escalerilla murmurando para sí, aunque lo bastante alto como para que lo pudiera escuchar el timonel:

—Ahí va recorriendo la popa, como si se creyera un almirante, y ni siquiera se da cuenta de que había que orientar las vergas…

A continuación, descendió lentamente por la escalerilla y desapareció. Cuando llegó al último escalón se detuvo y pensó: “No es más que un desagradable canalla con todo ese aire de caballero. No quiero más oficiales que se crean caballeros”.

Dos noches después de aquel episodio, estaba dormido tranquilamente en su litera cuando, de pronto, escuchó un fuerte golpe justo sobre la cabeza (la señal convenida de que se le requería en cubierta) y saltó de la cama despejándose en el acto.

—¿Qué sucede? —murmuró mientras acudía descalzo al exterior. Cuando pasó junto a la cabina, le echó un vistazo al reloj. Era la mitad de la guardia. “¿Qué demonios querrá ahora de mí ese oficial?”, pensó.

Cuando llegó a lo alto de la escalerilla, comprobó que la noche era tranquila, que brillaba la luna y que había una brisa fuerte y regular. Se dio la vuelta con aprensión. Exceptuando al timonel, no había nadie en cubierta, de modo que se dirigió directamente a él.

—Le he avisado yo, señor. He tenido que dejar un segundo el timón para avisarle. Creo que le ocurre algo malo al primer oficial.

—¿Adónde ha ido? —preguntó bruscamente el capitán.

El hombre estaba claramente nervioso y contestó:

—La última vez que lo vi fue cuando se cayó por la portilla de la escalerilla de popa.

—¿Que se ha caído por la escalerilla? ¿Cómo ha podido ocurrir eso? ¿Cómo se ha podido caer?

—No lo sé, señor. Estaba caminando por babor, y justo cuando se dio la vuelta hacia mí para regresar hacia popa…

—¿Usted lo vio? —preguntó el capitán.

—Sí, justo en ese momento lo estaba mirando. Y también escuché el golpe… Fue tremendo, como si se hubiese caído un palo mayor, como si algo lo golpeara.

El capitán Johns se empezó a sentir cada vez más alarmado e inquieto.

—¿Cómo puede ser? ¿Dices que alguien lo golpeó? ¿Qué es lo que has visto?

—Nada, señor, ¡que Dios me ayude! No había nada que ver. Dio un pequeño grito, extendió las manos hacia delante y se cayó… No pude escuchar nada más, lo único que hice fue soltar el timón para ir a avisarle.

—¡Tiene usted miedo! —dijo el capitán Johns.

—¡Lo tengo, señor, sin duda!

El capitán Johns permaneció observándolo un rato. El silencio del barco a medida que surcaba las aguas parecía contener en su interior una especie de misterio. Él mismo dudó si convenía ir en busca de su oficial en medio de las sombras de la cubierta principal, tan tranquila y silenciosa.

Lo que hizo al final fue asomarse al extremo de la cubierta de la popa y avisar a los hombres que estaban de guardia. Cuando aparecieron frente a él los adormilados marineros les gritó con furia:

—¿A la escalerilla de popa? ¿Está ahí el primer oficial?

Con exclamaciones de sorpresa le informaron al instante de que lo habían visto. Uno de ellos llegó a gritar presa del pánico:

—¡Está muerto!

Tumbaron al señor Bunter en su litera y cuando encendieron la lámpara del camarote daba efectivamente la impresión de que estaba muerto, pero era evidente que respiraba aún. Despertaron al camarero y llamaron al segundo oficial al que enviaron a cubierta para que se hiciera cargo del barco. El capitán Johns se dedicó durante más de una hora a tratar de que el herido recuperara la consciencia. Al final el señor Bunter volvió a abrir los ojos, pero no pudo hablar. Parecía estar aturdido e inerte. El camarero le vendó la herida que se había hecho en la cabeza mientras el capitán Johns sostenía una luz en alto. Le tuvieron que cortar una buena cantidad de pelo negro al señor Bunter para poder vendarle bien. Cuando hubieron terminado, y después de observar al paciente durante un rato, los dos hombres salieron de la cabina.

—Ha debido de ser el ron, camarero —dijo el capitán Johns cuando salieron al pasillo.

—Sí señor.

—Un hombre sereno no se cae como un saco de patatas por la escalerilla. Este barco es más seguro que una iglesia.

—Sí, señor, le habrá dado algún tipo de ataque, no me puedo imaginar qué le ha pasado si no.

—Bueno, yo sí. No tiene mucha pinta ni de sufrir ataques ni de marearse fácilmente, vamos, que está en la flor de su juventud. Yo no habría elegido un oficial así si lo hubiese sabido. ¿Le parece que tal vez pueda tener una reserva privada de licor? ¿No lo cree? En ocasiones me ha dado la sensación de que se comportaba de una manera extraña. Y he observado también que tampoco come demasiado.

—Si tenía una botella de ron o dos en su camarote, eso debió de ser hace tiempo, porque lo vi tirar por la borda unos cristales rotos después de la última galerna que tuvimos, aunque eso puede muy bien no significar nada. Sea como sea, no se puede decir que el señor Bunter sea un bebedor.

—No —admitió pensativo el capitán. El camarero cerró la puerta de la despensa y aprovechó para intentar escabullirse por el pasillo pensando si le daría tiempo a dormir una hora más antes de que empezase su turno.

El capitán Johns negó con la cabeza.

—Aquí hay algún tipo de misterio.

—Ha sido providencial que no se partiera la cabeza como un huevo contra las britas de amarre, señor. Los hombres me han dicho que se ha librado por los pelos.

Y después de decir aquello, el camarero se esfumó con habilidad.

El capitán Johns se pasó el resto de la noche y todo el día siguiente entre su propia cabina y la del oficial.

Cuando se encontraba en su camarote se sentaba con las manos con las palmas abiertas sobre las rodillas, los labios fruncidos y las arrugas de la frente marcadas. De cuando en cuando levantaba lentamente un brazo, como con cautela, y se rascaba la cabeza calva. Durante aquellos días se acostumbró a ir al camarote del oficial y a pasar largos períodos de tiempo con la mano en los labios contemplando a aquel hombre semiinconsciente.

Pasaron tres días sin que el señor Bunter dijera una sola palabra. Miraba a la gente con cordura aparente, pero no parecía escuchar ninguna de las preguntas que se le hacían. Le cortaron el pelo un poco más y le envolvieron la cabeza con paños húmedos. Comió un poco y se procuró que estuviera lo más cómodo que fuera posible. Durante la comida del tercer día el segundo oficial se dirigió al capitán refiriéndose al accidente:

—Esas chapas de metal medio redondeadas que hay en la escalerilla de popa son realmente peligrosas…

—¿Usted cree? —respondió amargamente el capitán Johns—. Hace falta algo más que una pequeña chapa para que un hombre en buena forma se derrumbe de esa manera, como si fuera un buey.

Al segundo oficial le impresionó el comentario. Y además no le faltaba algo de razón.

—¡Y más aún con buen tiempo y todo seco, y el barco más firme y seguro que una iglesia! —añadió ásperamente el capitán.

Como el capitán Johns respondía a todo con una extremada brusquedad, el segundo oficial no volvió a abrir la boca en toda la comida. El capitán Johns se sentía mortificado por aquel inocente comentario porque las chapas metálicas se habían realizado precisamente por sugerencia suya durante una travesía anterior, para mejorar el aspecto de la escalerilla de popa.

Durante el cuarto día Bunter pareció mejorar sensiblemente. Todavía estaba muy débil pero ya escuchaba y comprendía lo que le decían, y hasta fue capaz de articular unas palabras con tono quejumbroso.

El capitán Johns le observó con atención al entrar y sin demasiada simpatía.

—En fin, ¿podría explicarnos cómo fue su accidente, señor Bunter?

Bunter inclinó ligeramente la cabeza vendada y miró fijamente al capitán Johns como si tomara nota para recordar cada uno de sus rasgos; la frente amplia, la mirada crédula, la estúpida boca torcida. Lo hizo durante tanto tiempo que el capitán Johns acabó inquietándose y miró hacia la puerta por encima del hombro.

—No fue ningún accidente —dijo Bunter con un tono de voz de lo más particular.

—Espero que no esté sugiriendo con eso que es usted epiléptico —dijo el capitán Johns—. ¿Qué le parecería a usted haber firmado el contrato como primer oficial teniendo esa enfermedad?

Bunter respondió con una mirada siniestra y el capitán arrastró ligeramente los pies.

—En ese caso, ¿cómo piensa usted que se cayó?

Bunter se incorporó un poco, miró fijamente a los ojos al capitán Johns y dijo con un claro susurro:

—¡Tenía… usted… razón!

Se tumbó y cerró los ojos. El capitán Johns no pudo sacarle ni una palabra más y, como el camarero estaba entrando en la habitación, se marchó.

Pero esa misma noche el capitán Johns abrió la puerta con cuidado y volvió a entrar en el camarote del oficial. Ya no podía esperar ni un minuto más. La impaciencia contenida, la enorme excitación que traslucía aquel furtivo y mezquino hombrecillo no le pasaron desapercibidas al primer oficial, que todavía estaba despierto en su litera en una terrible postración, perfectamente inmóvil.

—Supongo que vendrá a regodearse —dijo Bunter sin moverse, aunque claramente a la defensiva.

—¡Dios bendito! —exclamó el capitán Johns sobresaltado y adoptando una actitud formal—. ¡Aquí hay algo que decir!

—De acuerdo, regodéese. Entre usted y sus fantasmas han conseguido acabar con un hombre vivo.

Bunter dijo aquellas palabras sin emoción, en voz muy baja, apenas sin expresión.

—¿Me está diciendo —murmuró el capitán Johns casi temeroso— que esa noche tuvo usted una experiencia sobrenatural? ¿Vio usted una aparición a bordo de este barco?

Si no hubiese estado tapado por tantas vendas y algodones, lo más probable es que hubiesen sido visibles en el rostro del capitán Bunter toda su vergüenza y su malestar. Sus cejas de ébano parecían más siniestras que nunca entre toda aquella ropa blanca, y se juntaron con esfuerzo para decir:

—Sí, la tuve.

Su mirada era tan desdichada que solo eso habría sido suficiente para despertar la compasión de cualquier otra persona que no fuera el capitán Johns, pero aquel hombre estaba ahogado de satisfacción. También estaba un poco asustado. Observaba a aquel incrédulo postrado en su lecho y ni por asomo se acercaba a adivinar la profunda humillación y la angustia que sentía. Por lo general, era poco dado a calibrar el sufrimiento ajeno. En aquella ocasión, además, le podía el ansia de saber lo que había sucedido. Fijó la mirada en aquella cabeza cubierta de vendas y le preguntó con un ligero temblor en la voz:

—¿Y eso fue… lo que le derribó?

—¡Vamos! ¿Me considera acaso un hombre al que pueda derribar un fantasma? —protestó Bunter con energía—. ¿No se acuerda de lo que usted mismo dijo la otra noche? Hombres mejores que yo… ¡Ja! Tendría que pasarse mucho tiempo buscando para mejorar al hombre que tiene como primer oficial en este barco.

El capitán Johns lo señaló solemnemente con el dedo.

—Estaba usted muerto de miedo —dijo—, lo que sucedió fue eso: que estaba usted muerto de miedo. Vamos, si hasta el timonel estaba asustado, y eso que ni siquiera llegó a ver nada. Usted ha sido castigado por su incredulidad, señor Bunter, estaba muerto de miedo.

—Supongamos que lo estaba —dijo Bunter—, ¿sabe usted lo que he visto? ¿Se puede hacer una idea del tipo de fantasma que se aparece a alguien como yo? ¿Le parece a usted que fue una visita de señoritas, un fantasma del tipo “sírvame otra taza de té, por favor”, como los que se aparecen ante el profesor Cranks y ese periodista del que siempre está hablando? No. Yo puedo decirle cómo era. Cada hombre tiene sus fantasmas, y no se puede ni imaginar…

Bunter se detuvo un instante sin aliento y el capitán Johns aprovechó para comentar con un brillo de satisfacción en la mirada:

—Siempre he pensado que usted era uno de esos hombres que están preparados para cualquier cosa. Tanto para un juego a cara o cruz como para un asesinato a sangre fría, como se suele decir. De modo que estaba usted muerto de miedo.

—Retrocedí —respondió Bunter secamente—, no recuerdo nada más.

—El timonel me aseguró que usted retrocedía como si algo le hubiese golpeado.

—Fue algo parecido a un golpe interior —explicó Bunter—, algo demasiado profundo para que lo pueda entender usted, capitán Johns. Su vida y la mía no son precisamente iguales. ¿No está satisfecho acaso de haberme convertido?

—¿Y no podría usted contarme algo más? —preguntó ansiosamente el capitán.

—No, no puedo, y no lo haré. No serviría de nada hacerlo. Es una de esas experiencias que conviene dejar pasar. Usted dice que he sido castigado; pues muy bien, en ese caso acepto mi castigo, pero no pienso hablar más de ello.

—Muy bien —dijo el capitán Johns—, en ese caso no hable de ello, pero piense que eso me obliga a sacar mis propias conclusiones.

—Saque las conclusiones que le parezca, pero tenga mucho cuidado con lo que dice, señor. Usted no me produce ningún miedo, no es usted un fantasma.

—Solo una cosa. ¿Tiene algo que ver con lo que me comentó la otra noche cuando hablamos de espiritismo?

Bunter lo miró entre cansado y desconcertado:

—¿Qué dije?

—Me dijo que no sabía de lo que era capaz un hombre como usted.

—Sí, así es.

—Muy bien, en ese caso me considero vengado —comentó el capitán Johns—. Lo único que puede añadir es que me siento muy contento de no ser usted, aunque habría dado cualquier cosa por tener yo mismo el privilegio de una comunicación personal con los espíritus. Ya lo creo, aunque no de esa forma.

El señor Bunter emitió un gemido penoso.

—Me ha hecho sentir como si hubiese envejecido veinte años.

El capitán Johns se retiró sin decir más. Estaba feliz de ver a aquel canalla prepotente mordiendo el polvo gracias a la intercesión moralizante de los fantasmas. Todo aquel episodio era una especie de baño de orgullo y empezó a sentir una suerte de extraña gratitud hacia su primer oficial. Es cierto que en las siguientes entrevistas que tuvo con Bunter se mostró muy amable y cuidadoso. Parecía aferrarse a su capitán en busca de protección espiritual. Con frecuencia lo mandaba llamar y le decía:

—Estoy nervioso.

Y el capitán Johns permanecía durante horas en aquel pequeño camarote, orgulloso de que lo hubiera llamado.

El caso es que Bunter siguió enfermo y no pudo dejar la cama hasta muchos días después. Se convirtió en un espiritista convencido, aunque no entusiasta (nadie habría podido esperar de él semejante cosa), sí resuelta e inquebrantablemente convencido. No era tampoco un amigo de los descarnados habitantes de este mundo, como el capitán Johns, pero al menos sí era un firme y sombrío creyente.

Una de aquellas tardes, cuando el barco ya estaba orientado hacia el norte del Golfo de Bengala, el camarero llamó a la puerta del capitán y dijo sin abrir:

—El primer oficial me pregunta si podría usted dedicarle un momento, señor, parece muy angustiado.

El capitán Johns se levantó de un salto.

—Sí, dígale que voy enseguida.

Pensó para sí: “¿Será posible que esté teniendo una manifestación sobrenatural a plena luz del día?”.

La simple esperanza de que estuviese ocurriendo algo así lo llenó de placer, pero no era exactamente eso de lo que se trataba. Aun así, el pobre Bunter, al que encontró medio desmayado en una silla —llevaba varios días levantándose, pero todavía no había llegado a subir a cubierta—, tenía algo sorprendente que contar. Se cubría la cara con las manos y estiraba las piernas en una postura retorcida.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el capitán Johns con cierta amabilidad, porque en el fondo siempre le agradaba ver a Bunter, como decía él, domesticado.

—¡Que qué ha pasado! —exclamó el hombre totalmente abatido a través de sus manos—. Ya pasa bastante, capitán Johns. ¿De qué forma se puede negar el horror, la realidad? En mi lugar otro hombre habría muerto en el acto. Usted quería saber lo que vi, y lo único que le puedo decir es que, desde que vi aquello, mi pelo está encaneciendo.

Bunter se apartó las manos de la cara y se quedaron colgando a cada lado de la silla, como si estuvieran muertas. Parecía destrozado en la penumbra del camarote.

—¿Cómo es eso? —balbució el capitán—. ¿Volviéndose blanco? Aguarde un instante que voy a encender la lámpara.

Cuando encendió la lámpara pudo por fin comprobar aquel sorprendente fenómeno a la perfección. Algo parecido a una bruma plateada parecía haberse apoderado de las mejillas y el pelo del oficial, como si el espanto, el horror y la angustia se hubiesen filtrado a través de cada poro de la piel. Su barba y su pelo corto crecían, si no grises, casi completamente blancos.

Cuando el señor Bunter regresó tambaleante a cubierta para volverse a hacer cargo de sus obligaciones iba totalmente afeitado y tenía el pelo blanco. Le temblaban las manos.

—Es un hombre distinto —se decían todos entre susurros, y todos acordaron que no había duda de que el oficial había “visto algo”, todos menos el hombre que llevaba el timón aquella noche y que aseguraba una y otra vez que había sido “golpeado por algo”.

La distinción no producía una diferencia muy reseñable. Todos coincidían también en afirmar que cuando recuperó el vigor sus movimientos parecían mucho más elegantes que antes.

Un día en Calcuta, el capitán Johns charlaba con su oficial de pelo blanco cuando señaló a un visitante que estaba junto a la escotilla principal y comentó como un oráculo:

—Ese hombre está en la flor de la juventud.

Como es lógico, mientras Bunter estaba de viaje, yo visitaba todos los sábados a la señora Bunter por si necesitaba cualquier cosa. Se daba por descontado que lo iba a hacer. Ella solo contaba con la mitad de la paga para poder sobrevivir, lo que apenas alcanzaba a una libra semanal. Había alquilado una tranquila habitación en la pequeña plaza del East End.

Aquella situación casi se podía describir como próspera si se consideraba el estado en el que había vivido la pareja —tenía constancia de ello— durante un tiempo cuando abandonó Bunter el comercio del Atlántico (tras perder a la vez el barco y la suerte iba de oficial a cualquier destino que se presentara). Se podía considerar próspera comparada con la época en la que Bunter desayunaba a las siete de la mañana un vaso de agua caliente y un trozo de pan duro. No es agradable recordar aquellos tiempos, sobre todo para quienes conocen a la señora Bunter. Yo también tuve oportunidad de tratarlos un poco en aquella época y siempre me estremece lo que aquella mujer tuvo que soportar durante aquellos años. ¡Más que suficiente!

La señora Bunter se empezó a preocupar mucho después de que el Sapphire pusiese rumbo a Calcuta. Me solía decir:

—Para Winston tiene que ser horrible.

Winston es el nombre de Bunter. Por mi parte intentaba reconfortarla de la mejor manera posible. A continuación empezó a dar clases particulares a unos niños. Pasaba la mitad del día con ellos y parecía sentarle bien estar ocupada.

En la primera carta que le llegó desde Calcuta Bunter le relató que se había caído por la escalerilla de popa y se había hecho un corte en la cabeza, pero que gracias a Dios no se había roto ningún hueso. Eso fue todo. Ella siguió recibiendo cartas de su marido pero a mí ese canalla de Bunter no me escribió ni una sola línea durante los nueve meses que duró su ausencia. Supuse, por tanto, que todo estaba en orden. ¿Cómo habría podido yo imaginar lo que estaba pasando?

Uno de aquellos días la señora Bunter recibió una carta de una firma de abogados de la City en la que se le informaba del fallecimiento de su tío, un gruñón corredor de bolsa ya retirado, una reliquia sin corazón que había durado milenios. Creo que tenía casi noventa años y si yo tuviera que darle la bienvenida a su respetable fantasma lo primero que haría sería agarrarle del pescuezo y estrangularle.

El viejo animal nunca le había perdonado a su sobrina que se casara con Bunter y muchos años después, cuando alguien le comentó que vivía en Londres y que casi estaba muriéndose de hambre a los cuarenta años de edad, él se limitó a responder:

—Se lo merece, esa tontita…

Creo que en el fondo sentía el deseo de que muriese de hambre. Y quién lo iba a decir, ahora aquel viejo canalla había muerto sin hacer testamento y no tenía más parientes que la tontita. Los Bunter eran ricos de pronto.

Por supuesto la señora Bunter lloró como si se le fuera a partir el corazón. En cualquier otra mujer unas lágrimas como aquéllas habrían sido una hipocresía. Como es lógico quiso enviar un cable a Bunter con la noticia pensando que estaba en Calcuta, pero yo le enseñé con el Gazette en la mano que ya llevaba más de una semana en la lista de los que estaban rumbo a casa. Y así fue cómo nos sentamos a esperar día a día, hablando del querido Winston. Pasaron cien días hasta que el barco correo trajo la noticia de que el Sapphire estaba llegando sin novedad a la desembocadura del Canal.

—Voy a ir a recibirlo a Dunquerque —dijo ella, porque el Sapphire tenía que entregar una carta al duque de Dunquerque. Yo me ofrecí a escoltar a la señora en calidad de “ingenioso amigo”. Todavía hoy me sigue llamando así, “nuestro ingenioso amigo”, y he podido comprobar que muchas personas me observan atentamente tratando de encontrar, supongo, dónde se encuentra ese ingenio.

Después de dejar a la señora Bunter instalada en un buen hotel de Dunquerque fui al puerto —ya era ultima hora de la tarde— y me llevé una sorpresa enorme al comprobar que el barco ya estaba atracado en el muelle. Johns, o Bunter, o los dos, tenían que haber cruzado el Canal a la velocidad del rayo. Fuera como fuera el barco estaba allí desde el día anterior, y ya habían pagado a toda la tripulación. Me encontré a un par de grumetes de permiso que iban camino a casa con su equipaje en la carretilla de un francés, felices como dos pájaros, y les pregunté si el primer oficial estaba todavía a bordo.

—Está en el muelle vigilando los amarres —dijo uno de los jóvenes pasando a mi lado.

No es difícil imaginar la sorpresa que me llevé al ver su pelo canoso. Apenas acerté a decirle que su mujer le estaba esperando en el hotel de la ciudad. Me dejó al instante y subió a bordo a buscar su sombrero. Yo me quedé maravillado por la elegancia de sus movimientos cuando le vi subir por a pasarela.

El pretérito oficial negro había impresionado por su tranquilidad y la extraña majestuosidad de su andar estando en la flor de la juventud, aquel hombre parecía el más maravilloso aviso de la vejez. No estoy diciendo que Bunter tuviese en ese momento más belleza que antes, lo único que marcaba abiertamente la diferencia era, en mi opinión, el color del pelo.

Algo parecido ocurría con los ojos. Aquellos ojos, que antes habían mirado siempre con tanta intensidad y dureza desde la poblada cara de bucanero rodeada de ese pelo negro, ahora tenían una especie de expresión casi infantil, un brillo inocente entre aquellas espesas cejas blancas.

Lo llevé directamente hasta la habitación de la señora Bunter. En cuanto hubo derramado unas cuantas lágrimas más por aquel viejo caníbal, y después de abrazar a Winston y pedirle que se dejara crecer de nuevo el bigote, la señora se sentó a sus pies en el sofá y yo empecé a preguntarle.

Se puso de pronto a recorrer la habitación agitando los brazos sumido en un descontrolado frenesí en el que despellejó a Johns.

—¿Qué si me caí? Claro que me caí, y justo cuando pisé una de sus estúpidas planchas metálicas. Os doy mi palabra que había recorrido esa popa cuando estaba a cargo del barco y ya no sabía si estaba en el océano Índico o en la luna. Enloquecí, mi cabeza no paraba de dar vueltas. Ya me había puesto la última aplicación de ese producto de tu maravilloso farmacéutico —dijo aquello dirigiéndose a mí—. Durante una galerna toda mi provisión de frascos se rompió. Estaba sacando ropa limpia para cambiarme cuando escuché el grito de “¡Todo el mundo a cubierta!” y salí dando un grito sin cerrar las cosas como debía. ¡Qué idiota! Cuando regresé y vi todo el destrozo casi me desmayo. No, mira… El engaño es algo malo, pero no es tan malo mantenerlo después de que nos hayamos visto obligados a engañar. Ya sabes que desde que me vi excluido de los paquebotes del Atlántico por hombres más jóvenes solo a causa de mis canas… Tú sabes que no tenía oportunidad de conseguir un destino. No había nadie que me pudiera ayudar. Ella y yo hemos sido una pareja muy solitaria, ella lo ha dejado todo por mí, y tener que ver cómo se tenía que contentar con un trozo de pan duro…

Pegó un puñetazo tan fuerte sobre la mesa del hotel francés que casi la partió en dos.

—Por ella me he convertido en un pirata sanguinario, de modo que teñirme el pelo para que me dieran una litera no parecía un gran crimen. Así que cuando llegaste con tu maravilloso producto cosmético…

Recuperó el control de sí mismo poco a poco.

—De verdad te lo digo; ese hombre hará una fortuna en cuanto se lo proponga. El producto es fantástico. Dile que ni siquiera le afecta la sal marina, dura tanto como el propio pelo.

—Está bien —dije—, continúa.

Volvió a arremeter contra Johns con tal furia que su mujer se asustó y yo me puse a reír hasta las lágrimas.

—Tú imagina lo que habría sido quedar a merced de la criatura más mezquina que haya capitaneado un barco… ¡Imagínate la vida que me habría dado ese maldito de Johns! Y yo estaba convencido de que en una semana o poco más el pelo blanco iba a empezar a aparecer. ¿Y la tripulación? ¿Te imaginas? Tener que pasar por un fraude delante de toda la marinería. ¡Menuda vida me esperaba hasta que llegáramos a Calcuta! Y cuando estuviésemos allí, me echarían, por supuesto. Con media paga. Annie se quedaría aquí, sola, sin un solo penique… muerta de hambre. Y yo sin un céntimo en el otro extremo de la Tierra. ¿Te das cuenta? Por un instante pensé en la posibilidad de afeitarme un par de veces al día, pero ¿es que me iba a afeitar también la cabeza? No tenía escapatoria, no la tenía de ninguna manera. Lo único que podía hacer era tirar a Johns por la borda y aun así… ¿Entiendes que aquella noche estuviera tan preocupado que no me diera cuenta ni de por dónde pisaba? Lo único que sentí fue la caída, luego el golpe y a continuación que todo se oscurecía. Cuando recuperé el conocimiento me di cuenta de que también se me había despertado el ingenio. Estaba tan harto de todo que durante un par de días ni siquiera me molesté en hablar con nadie. Todos pensaron que tenía una conmoción cerebral, luego la idea se fue apoderando de mí mientras contemplaba a aquel fanático de los fantasmas, a ese canalla estúpido. “De modo que te gustan los fantasmas —pensé—, pues muy bien, voy a darte algo del más allá”. Ni siquiera me molesté en inventarme una historia, era incapaz de imaginarme un fantasma. Si lo hubiese intentado, seguro que no habría resultado convincente. Lo único que hice fue echarle el anzuelo. Ya sabes que él estaba convencido de que en algún momento de mi vida yo había asesinado a alguien y que…

—Ah, qué hombre más espantoso… —exclamó la señora Bunter desde el sofá. Hubo un pequeño silencio.

—¡Y por poco es él el que me mata a mí de aburrimiento en el viaje de vuelta! —prosiguió Bunter—. Me adoraba, estaba fascinado conmigo. Me había convertido para su causa, había tenido un episodio sobrenatural. ¿Sabes lo que ocurrió luego? Quería que celebrásemos juntos “una sesión”, lo llamaba así, que intentáramos convocar al fantasma (el que me había dejado el pelo blanco, el fantasma de mi supuesta víctima) para charlar con él de forma amistosa. “Si no lo hace, Bunter —me dijo—, podrá aparecerse de nuevo en cualquier momento, cuando menos se lo espere. Podría tirarle por la borda o algo parecido. No estará usted a salvo hasta que no consigamos apaciguarlo de alguna manera en su mundo de espíritus”. ¿Os podéis imaginar a un loco de esa categoría?

Yo no respondí nada, pero la señora Bunter sí lo hizo, y en un tono de lo más decidido.

—Winston, no quiero que vuelvas a subir nunca más a bordo de ese barco.

—Querida —respondió él—, aún tengo a bordo todas mis cosas.

—Ya no las necesitas, no debes ni acercarte a ese barco.

Él permaneció en silencio y luego entornó los ojos y añadió sonriendo levemente:

—El barco encantado.

—Tu último barco —añadí.

Nos lo llevamos de allí tal y como estaba en el tren nocturno. Estaba muy tranquilo, y cuando cruzamos el Canal, mientras estábamos los dos fumando en cubierta, se volvió hacia mí y susurró entre dientes:

—Nunca sabrá lo cerca que estuvo de salir volando por la borda…

Hablaba del capitán Johns. Yo no dije nada.

El capitán Johns, eso me dijeron, armó un buen escándalo ante la desaparición de su primer oficial, e hizo que la policía francesa buscara su cuerpo por todo el país. Supongo que al final su armador lo convenció de que se olvidara de toda aquella historia. Estoy convencido de que jamás entendió nada de aquel misterioso suceso.

Incluso a día de hoy todavía intenta (está jubilado y su conversación es un tanto deslavazada) relatar la historia del oficial negro que sirvió a sus órdenes, “un asesino con aires de caballero” y el pelo negro como ala de cuervo que encaneció súbitamente tras una aparición sobrenatural. Un fantasma vengador. Resulta un tanto complicado entender exactamente de qué está hablando cuando nombra todas aquellas escalerillas de popa, pelos blancos y negros. Y si su hermana se encuentra presente (sigue siendo una mujer muy enérgica), suele cortar el tema de raíz diciendo:

—No presten ninguna atención a lo que dice, tiene el cerebro lleno de demonios.

*FIN*


“The Black Mate”,
The London Magazine, 1908


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