El oficio de editar y algunas pistas para los autores
Mario Muchnik
Cada editor, según su línea editorial, recibe un número variable de manuscritos. Algunos reciben cientos por mes, otros decenas y otros alguno que otro. Yo he recibido, a lo largo de los años, un promedio de tres o cuatro manuscritos por semana, no más. Y cuando digo “manuscritos” me refiero a manuscritos no solicitados, de esos que llegan por correo o por mensajero, habitualmente acompañados por una carta del autor con la que éste pretende ganarse la buena voluntad del editor como lector. Craso error, desde luego, porque estas cartas, llenas de elogios al editor, quedaban en mi caso sin leer hasta una vez tomada una decisión con respecto a la obra.
Mi método siempre fue el mismo. Solía abrir el manuscrito en su primera página y leer en voz alta las primeras líneas. Luego iba a la última página y leía, siempre en voz alta, las últimas líneas. Finalmente abría al azar aproximadamente en la mitad, y leía unas líneas. Si este muestreo no provocaba mi hilaridad o mi indignación -algo muy habitual, hilaridad o indignación regocijadamente compartidas por mi secretaria-, volvía a la primera página y la leía entera. Luego a la última. Luego a la mitad del libro.
El manuscrito que lograba superar este somero, arbitrario y seguramente injusto procedimiento, era apartado y mi secretaria me lo mandaba a casa por mensajero, junto con los otros cinco o seis que habían logrado despertar un interés de la misma índole.
En mi casa, por las tardes, el procedimiento era exactamente el mismo pero el muestreo ya no era el de un total de tres páginas sino el de cinco o seis del principio, cinco o seis del final y cinco o seis del medio. Tal vez uno o dos manuscritos sobrevivieran a esta criba. Éstos, apartados, eran mi lectura de los siguientes días. Los demás volvían a la oficina y de ahí a sus autores.
La lectura de los manuscritos así seleccionados comenzaba, ahora con un lápiz en la mano, después de una pausa para un café y una serie de meditaciones acerca de la gramática, la sintaxis, las vocaciones equivocadas y el sentido de la vida en general. Y los peligros de escribir y los, aún mayores, de editar.
¿Cuáles eran mis criterios? En primer lugar que el autor supiera escribir. Hay muchos autores cultos que no saben escribir. Y no me refiero únicamente a ese oído musical imprescindible para que la prosa “cante”, como puede cantar a veces la poesía. Me refiero sencillamente al saber usar los verbos, saber conjugar; al saber deletrear y acentuar las palabras; al tener una noción de la función de los puntos y las comas; en una palabra, al haber aprendido alguna vez lo que se enseña en las escuelas primarias. Es sorprendente hasta qué punto escritores de ley presentan manuscritos que, juzgados sólo por reglas gramaticales, serían rechazados por maestros de instrucción básica.
En segundo lugar, el contenido de la primera página. Siempre dije: una novela debe comenzar en la página 1. Es igualmente sorprendente la cantidad de autores que se sienten en la obligación de explicar la novela antes de entrar de lleno en ella. Y aunque en una novela como José y sus hermanos Thomas Mann inflija al lector unas cien páginas de filosofía antes de poner en marcha la acción, no perdamos la perspectiva y el sentido de la medida: Thomas Mann, como Lev Tolstói, era capaz de transformar cien páginas de filosofía en novela mediante el arte consumado de su prosa. Otros autores no lo son.
FIN