Casa digital del escritor Luis López Nieves


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El ojo de Dios en el paraíso

[Cuento - Texto completo.]

Doris Lessing

O. es un pueblecito encantador de los Alpes bávaros. Pero no lo es más que otros cientos de miles. Aunque es increíble la gran cantidad de gente que lo conoce; algunos han estado allí realmente, mientras que otros solo han podido disfrutar de su atractivo en la imaginación. Los lugares de recreo son como las estrellas de cine o la realeza, que se sienten incómodos —o al menos uno alberga esa esperanza— por las imágenes que suscitan en la fantasía de gente que nunca los ha visto. La historia de O. es fascinante; porque es válida para cualquier pueblo. Su situación cuenta con todas las ventajas, entre ellas que está tan cerca de la frontera que, cuando logra localizarlo en el mapa, a la exuberante fantasía del turista le da la sensación de que desde allí podría arrojar una piedra a Austria. Esto no es posible, por supuesto, porque hay una elevada cadena montañosa que constituye una barrera natural para cualquier aventura de este tipo y que además obliga a que todos los suministros de O., y de los diez o doce pueblos que hay en el valle por encima de este, procedan de Alemania. De hecho, la cadena montañosa es la razón por la cual O. es parte de Alemania y siempre lo ha sido; sus habitantes, sin embargo —o eso es lo que se desprende de las canciones e historias que ofrecen a sus visitantes en verano y en invierno a la menor oportunidad—, se consuelan pensando que al menos Austria es su hogar espiritual. Así que los turistas que viajan hasta allí con la esperanza de encontrar los atractivos combinados de dos países no andan demasiado desencaminados. Y están los que van por el nombre, un nombre familiar, sencillo, dulce, que no tiene ninguna de las connotaciones de, pongamos por caso, Berchtesgaden, un lugar al que uno también podría ir a descansar si así le apeteciera. O. nunca ha sido famoso; el faro de la historia nunca lo ha iluminado. No es uno de esos sitios de los que no se oye hablar hasta que irrumpen dolorosamente en la memoria, como Seúl o Bikini o, para el caso, el propio Berchtesgaden, a pesar de que existen motivos suficientes para que despierte cierta incomodidad.

Dos de los turistas que habían escogido O. entre los cientos de complejos turísticos invernales que clamaban por su clientela se encontraban, la tarde de su llegada, en una de las calles más altas del lugar. Las encantadoras casitas de madera cubiertas de nieve, las deliciosas callejuelas, tan estrechas y solemnes que hacen que los enormes y brillantes automóviles parezcan pretenciosos y fuera de lugar, los ancianos habitantes, con largos y oscuros faldones de lana y pesados zuecos, incluso un trineo arrastrado por caballos engalanados y cargado de turistas, todo resultaba atractivo y sin duda era lo que habían venido a buscar; en particular las excelentes pendientes para esquiar que se extendían por ambas laderas. Sin embargo no cabía duda de que algo les pesaba; se sentían incómodos. Y no es necesario conjeturar de qué se trataba, pues no habían cesado de repetirlo, y con gran locuacidad, desde su llegada.

Era un complejo turístico agradable; solo existía para sus visitantes. En invierno, cubierto de nieve, resonaban los gritos de los esquiadores veloces; en verano se adornaba con flores y repicaban los cencerros. Todo era igual; las ropas de verano e invierno no eran más que máscaras que ocultaban el hecho de que la localidad no tenía otra existencia que la que le procuraba su flujo de visitantes, suministrado por un único y desvencijado trenecito que ascendía desde las tierras bajas de Baviera y que a su vez suponía un caudal de dinero que había gastado en zuecos, botellas de madera tallada y pintada, herrajes, mandiles bordados, pantalones y jerséis de esquiar y todos aquellos esquís que permitían a miles de diligentes campesinos deslizarse por las laderas en los meses de invierno.

La cuestión es que para proporcionar un placer verdadero un lugar de recreo no debería albergar a nadie que no fueran sus legítimos habitantes, a uno mismo y quizá a sus amigos. Todo el mundo lo sabe y está de acuerdo, y esta es la insoluble contradicción del turismo. Y puede ser que el edificio entero que se ha construido de este modo se derrumbe cuando no quede ni una sola ciudad pequeña, ni un solo pueblo en toda Europa que no hayan sido —como el propio término— explotados. Ya no será posible conducir hacia las montañas en busca de un pueblo que no se haya echado a perder, esa posada del mundo antiguo junto al arroyo; porque al llegar, lo más seguro es que un profesional de la hostelería se apresure a ofrecer su acendrada hospitalidad. Y entonces, ¿qué pasará? ¿Se quedará todo el mundo en casa?

¿Qué será de la pobre Europa desnuda por la guerra, cuyos habitantes, quizá un poco huraños, siguen viviendo bajo la mirada de sus visitantes en verano e invierno, una mirada que presumiblemente busca alguna cualidad, alguna virtud que ellos mismos no poseen, puesto que de otro modo no habrían viajado tan lejos para estudiar las vidas de otra gente?

Este era el tipo de reflexiones —que, hay que confesar, no podrían ser más banales— que intercambiaban nuestros dos viajeros.

Allí estaban, ante un puesto al borde del camino o en una tienda que no vendía botellas talladas ni mandiles de piel sino hortalizas de verdad y mantequilla y queso. Son los productos que estaba comprando un grupo de mujeres norteamericanas que se habían instalado allí con sus maridos como parte del ejército de ocupación. O quizá sus maridos formaban parte de la maquinaria que se ocupaba de que los soldados emplazados a lo largo de la zona de ocupación norteamericana pudieran pasar unas agradables vacaciones en uno de los rincones más atractivos de Europa.

Entre las casitas pintadas de verde la nieve se amontonaba en las calles estrechas, grabada por el recientemente helado calor de unos pies vagabundos. En algunos lugares estaba teñida de amarillo y se amontonaban los excrementos oscuros de los caballos, y había un olor muy fuerte de orina que se mezclaba con el aroma fresco y agrio de la col, lo que daba lugar a las consiguientes reflexiones acerca de la superioridad de los automóviles sobre los caballos, e incluso, quizá, de las calles amplias sobre las estrechas, puesto que en todo momento los dos viajeros debían descender de la pequeña acera hasta la olorosa nieve para dejar paso a los alegres grupos de esquiadores; y tenían que apartarse de nuevo para hacer sitio a los coches que se esforzaban por abrirse camino hasta los grandes hoteles donde estaban de vacaciones los soldados norteamericanos con sus esposas o sus novias.

Había tantos de estos enormes y potentes coches sacudiéndose cuesta arriba, veloz y peligrosamente, por la nieve resbaladiza, que resultaba difícil preservar la ilusión de que se trataba de un pueblo de montaña apenas conocido. Entonces volvían la vista a los bosques y las cumbres circundantes. El sol ya se había deslizado detrás de las montañas, dejando los campos de nieve teñidos de rosa y dorado, custodiados por bosques de pinos que ahora, sin la luz, adquirían un aspecto oscuro y bastante siniestro, que inevitablemente sugería lobos, brujas y otras criaturas de un tiempo ya extinto; una insinuación, sin embargo, no exenta de trivialidad, pues era obvio que los potentados creadores de esas poderosas máquinas automovilísticas no se habrían mostrado demasiado compasivos con lobos y brujas. El tono reluciente de las suaves laderas y la negra quietud de los bosques ponían lo mejor de sí mismos para situar al pueblo en una intemporalidad ajena a la velocidad y a los funiculares que ascendían entre valles hacia el saliente de una montaña donde les esperaban otro hotel y las amenidades de la civilización. Y quizá era un alivio, a pesar de todas las intrusiones de los mecanismos de domesticidad y confort, que la mirada descansara en aquellos bosques, en aquellas montañas cuyo estado salvaje resultaba tan inocente. Corría el año 1951, y aunque todos los habitantes del lugar se esforzaban febrilmente por componer una escena de despreocupada simpatía, a pesar de todos sus esfuerzos, la realidad era que la mayor parte de la gente que había en las calles vestía el uniforme militar de una guerra que había acabado seis años atrás, y la lengua que más se oía era el inglés. Pero no era posible quedarse allí, a menudo expulsados del camino, de un lado a otro de la acera, con la mirada resueltamente fija en la belleza natural, ahora que la luz se extinguía veloz y las casas, tiendas y hoteles adoptaban su forma nocturna, derramando la palidez de la electricidad detrás de cada puerta y ventana, con una promesa de calor, una promesa de determinado placer. Las montañas se agrupaban, oscuras, ante la luminosidad del cielo. La vida las había abandonado, y ahora se concentraba abajo, en el pueblo. Por todas partes había grupos de esquiadores que se apresuraban a volver a casa para pasar la noche, y por todas partes había hombres y mujeres que a primera vista se proclamaban norteamericanos. ¿Por qué? Nuestros dos personajes seguían allí, escudriñando primero un rostro y después otro, intentando aclarar qué era lo que los mantenía al margen. Resultaba de buen ver ese grupo de nuevos policías de Europa. Y estaban bien alimentados y bien vestidos… Pero quizá lo que más los distinguía era su seguridad. ¿O tal vez esa escandalosa jovialidad no fuera más que la expresión de la culpa interior por haberse ganado unas vacaciones tan atractivas por hacer de policías y preservar el orden? Si ello era así, decía más a su favor que en su contra.

Pero cuando las cuatro esposas de los militares hubieron terminado sus compras en la verdulería y en la lechería y subían la calle empinada, caminando con esfuerzo por el peso de sus cestas rebosantes, dominaban la escena de tal modo, vestidas con sus pantalones de buen corte y sus chaquetas lustrosas, que las vendedoras y las vecinas que habían esperado pacientemente a que las cuatro acabaran sus compras parecían no tener ninguna importancia a su lado, como si fueran figurantes voluntariosas de una escena multitudinaria en una película que podría haberse titulado Amor en los Alpes o Se conocieron en la nieve.

¿Habían bastado seis años para apaciguar en los corazones de estos alemanes —puesto que eran alemanes, por más que Austria estuviese a un tiro de piedra— toda la amargura de la derrota? Parecían lo bastante felices para proporcionar un ambiente hogareño y pintoresco a todas las nacionalidades que decidieran visitarlos, aunque la mayoría eran norteamericanos y había muchos ingleses (tal y como apuntaban de manera concienzuda nuestros dos protagonistas, en un intento de no desviarse de sus responsabilidades y a pesar de que creían profundamente que los representantes de su país eran demasiado modestos y cuidadosos para apropiarse de una escena por el simple hecho de formar parte de ella).

Era difícil de creer; y el conocimiento de las iras secretas, o en el mejor de los casos de la irónica paciencia, que debía de arder en el pecho de sus anfitriones, la buena gente del pueblo de O., hacía más profunda una incomodidad que casi era (y sin duda se trataba de algo irracional) como una culpa que en ningún caso debía ocupar un lugar entre las emociones propias de unas vacaciones bien merecidas.

¿Culpa por qué? Era absurdo.

Sin embargo, a partir del momento en que habían llegado a la frontera —todavía empleaban la palabra con naturalidad— y visto los carteles en alemán, oído los idiomas que se hablaban a su alrededor, cruzado ciudades cuyos nombres asociaban al odio salvaje y al terror de los titulares de una década atrás, a partir de ese momento había brotado en ambos una enrevesada incomodidad que los hacía sentirse muy avergonzados. Ninguno lo había admitido ante el otro, pero ambos se arrepentían de haber venido. ¿Por qué?, pensaban los dos, ¿Por qué someternos a algo desagradable cuando estamos de vacaciones y Dios sabe cuándo podremos permitirnos otras? ¿Por qué no decir simplemente que Alemania, para nosotros, está emponzoñada? No queremos volver a pisarla nunca más ni volver a oír esta lengua ni ver ningún otro letrero en alemán. Sencillamente no queremos pensar en ello; y si estamos siendo injustos y no mostramos humanidad alguna ni sentido común ni sensatez, ¿y por qué no? Nadie puede esperar ser siempre razonable.

Sin embargo, allí estaban.

El hombre señaló, después de un largo silencio: “La última vez que vine aquí no había nada de eso”.

Calle abajo, del otro lado, pegadas a la pared para evitar un coche enorme que circulaba, había un grupo de cinco muchachas ataviadas con ropas campesinas. Todas ellas servían detrás del mostrador o en los restaurantes vestidas con las prendas que llevan las chicas europeas de cualquier lugar. Ahora sus rostros habían menguado, enmarcados por grandes tocados blancos almidonados. Sus cuerpos no eran más que un mero soporte para sus vestidos de largas mangas y largas faldas de un negro apagado. Todos aquellos atuendos evocaban la fantástica gazmoñería de los hábitos de ciertas monjas. Caminaban por la nieve despacio, con bastante resignación —puesto que al fin y al cabo les pagaban bien por ello—, hacia uno de esos grandes hoteles donde entretendrían a los turistas con canciones tradicionales antes de volver rápidamente a casa para cambiarse de ropa y pasar cerca de una hora con sus novios.

—Bueno, no te preocupes, supongo que es agradable verlo. —La mujer lo tomó del brazo.

—Oh, supongo que sí, por qué no.

Se encaminaron calle abajo, apoyándose el uno en el otro sobre la nieve resbaladiza y llena de surcos.

Alguno de los dos bien podría haber dicho algo así: “Supón que la gente dejara de venir. Supón que no hubiese ningún turista, que simplemente no existieran. Igual que los actores que consagran tanto de sí mismos a la actuación que ya no sienten emociones en sus propias vidas, pero siguen existiendo en los papeles que interpretan…”.

Pero ninguno dijo palabra. Entraron en la calle principal, donde había varios hoteles y restaurantes.

Habría sido muy fácil que uno comentara, con tono divertido y gruñón: “Todo esto está muy bien, todo lo que estamos diciendo sobre los turistas, pero nosotros también somos turistas”.

“Vamos, vamos, habría respondido el otro. ¡Está claro que nosotros somos turistas mucho más refinados!”

Entonces ambos se habrían reído.

Pero en ese instante se detuvieron, abatidos, mientras observaban a una extraña figura que se acercaba por la acera a través de la nieve mal iluminada. Por un momento fueron incapaces de distinguir qué era aquel enorme objeto negro que saltaba y se precipitaba hacia ellos. Se dieron cuenta entonces de que se trataba de un hombre con las piernas amputadas que daba brincos sobre la nieve como si fuera una rana, cuyo cuerpo se tambaleaba y sacudía entre sus robustos brazos, como el cuerpo de un insecto.

Ambos vieron que los ojos del hombre se posaban en ellos cuando pasó a su lado dando brincos.

Ese día, al llegar, en la estación había dos hombres lisiados y amputados por una guerra inhumana, uno sin brazos, con las piernas cortadas a la altura de la rodilla, y el otro con un rostro como un agujero sin ojos, lleno de cicatrices; ambos pedían limosna a los turistas resplandecientes.

—¡Por Dios! —exclamó el hombre de pronto, como si fuera la continuación de lo que habían estado diciendo—. ¡Por el amor de Dios, vayámonos de aquí!

—Oh, sí —corroboró ella al instante. Se miraron, con una sonrisa que daba a entender todo lo que no se habían dicho durante el día.

—Regresemos. Busquemos algún lugar en Francia.

—No deberíamos haber venido.

Observaron al lisiado, que se levantó del umbral haciendo palanca, arrastrando su cuerpo como si se tratara de un soporte mientras extendía su largo brazo para llamar al timbre.

—¿Y qué hay del dinero? —preguntó ella.

—Volveremos a casa cuando se nos acabe.

—Bien, mañana nos vamos.

Al instante se sintieron felices. Al día siguiente se irían.

Anduvieron a lo largo de la calle, mirando los menús en la entrada de los hoteles.

—Entremos aquí —dijo él—. Es caro, pero es la última noche.

Era un hotel grande, oscuro, de aspecto macizo, llamado La Cabeza del León. Y en el rótulo dorado y pasado de moda, había un león dorado que les gruñía desde lo alto.

Dentro había un vestíbulo revestido de madera oscura y brillante, con bancos de madera oscura y respaldo alto en las paredes, y densos adornos florales en enormes jarrones de metal. Unas puertas de cristal daban acceso al restaurante. Era una sala grande revestida de la misma madera oscura y reluciente, y en cada esquina había jarrones de metal aún mayores, atestados de flores. Los manteles eran blancos y adamascados. Una profusión de cuberterías y cristalerías relucían y destellaban. Era una escena de clase media acomodada. Un camarero les indicó una mesa vacía en un rincón. El menú se alzaba entre ellos. Intercambiaron una mueca, porque el lugar era demasiado caro, sobre todo ahora que habían decidido destinar gran parte de su dinero a salir de Alemania para llegar a Francia, un país donde no se sentirían impulsados a hacer ningún comentario despectivo e irónico sobre los turistas o el turismo.

Pidieron la cena y mientras esperaban se dedicaron a observar a los demás comensales. No había norteamericanos. Estos ocupaban los grandes hoteles, nuevos y modernos, de la parte alta del pueblo. La clientela era profundamente alemana. De nuevo los dos turistas británicos sintieron una incomodidad secreta y un poco avergonzada. Miraban un rostro tras otro mientras pensaban: Hace seis años, ¿qué estaba haciendo? ¿Y usted? ¿Y usted? Éramos enemigos mortales y ahora estamos sentados en la misma sala, comiendo juntos. Ustedes fueron los derrotados.

Esto último era un recordatorio dirigido a ellos mismos, porque no había nadie que pudiera tener un aspecto más derrotado que el suyo. Era imposible imaginar a una multitud más compacta, robusta, bien vestida y armoniosa. Y cenaban con la suave satisfacción de aquellos que nunca han imaginado que pueda faltarles la comida. Pero seis años atrás…

El camarero les llevó dos platos de sopa con el monograma de La Cabeza del León, dos platos muy grandes, tan llenos que le pidieron que se los llevara y dividiera una ración entre los dos. Porque se habían dado cuenta de que una ración (servida en enormes platos metálicos) de cualquier plato del restaurante era suficiente para dos estómagos ingleses. No es que no quisieran mostrarse tan correctos como la gente que estaba a su alrededor, los derrotados cuyas tragaderas parecían realmente increíbles. Pero un solo día en esa ciudad de gente de buen comer no había adaptado sus estómagos a la capacidad alemana; y ahora que habían decidido partir al día siguiente, ya era demasiado tarde.

Tomaron su media ración de sopa de carne con verduras, y comentaron que, incluso así, los platos estaban el doble de llenos que en Inglaterra. Y siguieron lanzando miradas curiosas y un poco culpables a sus compañeros de cena.

Seis años atrás, esa gente vivía entre ruinas, en sótanos, detrás de cualquier zona que se mantuviera en pie entre los escombros. Estaban medio muertos de hambre y vestían harapos. Una generación entera de hombres jóvenes había muerto. Seis años. Era una nación extraordinaria, sin duda.

Llegó el estofado de conejo y lo saborearon con deleite.

Habían pedido pastel de crema, pero antes de poder comerlo tuvieron que recobrar fuerzas con una taza de café fuerte.

Se dijeron a sí mismos que de vuelta en Francia se sentirían en casa, tanto en la mesa como espiritualmente. Al día siguiente a esa misma hora estarían allí. Y entonces, después de haber comido y con la cuenta por pagar, llegó el momento de hacer cálculos, que acabaron pronto, y que de hecho hicieron deprisa en el reverso de un sobre.

El viaje en tren, en tercera clase, hacia un agradable lugar de los Alpes franceses consumiría la mitad de sus divisas disponibles; y deberían decidir si se quedaban tres semanas con una comida por día —y una comida muy escasa— o si pasaban solo una semana y luego regresaban a casa.

No se miraron el uno al otro cuando llegaron a esa deprimente conclusión. Pensaban, por supuesto, que estaban locos si se iban. Si el viaje a Alemania era el resultado de alguna suerte de quijotismo espiritual, un síntoma de filantropía moral propia tan solo de idealistas liberales a los que sin duda ambos despreciaban, entonces marcharse reflejaba simplemente su falta de carácter. De hecho, su estado actual de desánimo debía de obedecer al agotamiento extremo, puesto que habían pasado dos noches seguidas sentados en los duros asientos de madera del tren, echando alguna que otra cabezada sobre el hombro del otro.

Tenían que quedarse. Y ahora que habían llegado a esa conclusión la depresión se adueñó de ambos; y miraron a los alemanes ricos que los circundaban con un odio sombrío que, en sus mejores momentos, habrían rechazado rotundamente.

En ese instante regresó el camarero, seguido de un joven que se acercaba a enérgicas zancadas, con un aspecto lozano, al parecer después de un día de esquí: en su cara asomaba un rojo encendido entre los enmarañados mechones rubios. No lo querían a su mesa, pero ahora el restaurante estaba bastante lleno. El camarero les dejó la cuenta sobre el mantel y ellos se mostraron ocupados buscando el cambio correcto, bajo el atento examen del joven deportista que parecía quererles dar algunos consejos sobre el dinero y las propinas. Molestos por su interés, se propusieron ser pacientes. Pero el camarero tardó en regresar, tan ocupado estaba con las otras mesas, y observaron a una partida de recién llegados que se instaló en una mesa cercana que les habían reservado. Primero entró una mujer hermosa de mediana edad, desabrochándose un abrigo de piel de aspecto resistente, de los que se llevan para practicar deportes de invierno o cuando hace mal tiempo. Al dejarlo caer sobre la silla formó una especie de nido en el que se acomodó, cubriéndose las piernas. Llevaba un vestido de lana negro, con falda de mucho vuelo y bordados de colores alegres, un vestido que jugaba con la idea de una ingenuidad campesina. Después de acomodarse alzó el rostro para saludar al resto de su familia con una sonrisa que parecía una burla y un reproche por haber tardado tanto en entrar tras ella. Era una cara bonita, una mujer hermosa, de cabello rizado y una piel muy bronceada por el sol y la crema de muchas semanas de deporte invernal. Después llegó un chico, sin duda su hijo, un muchacho atractivo que comenzó a mofarse de la prisa de ella por comer. Le mostró sus dientes de un blanco intenso y sus jóvenes ojos azules hasta que ella le cogió el brazo en broma y lo sacudió. Él protestó. Entonces ambos, con miradas de preocupación fingida por tratarse de un lugar público, desistieron, bajaron la voz y se sentaron riéndose mientras la hija, una chica maravillosamente bonita de unos quince años, y el padre, un caballero robusto y jovial, ocupaban las dos sillas vacías. El camarero tomó nota de lo que querían, que eran cuatro vasos grandes de cerveza que insistieron les fueran servidos al momento, antes de que pudieran pedir o incluso pensar en la comida. El camarero se apresuró a traerles las cervezas mientras estudiaban tranquilamente el menú. Y era obvio que nadie de esta familia iba a compartir ración, ni por cuestiones financieras ni por apetito.

Al verlos, la pareja de británicos se dio cuenta de que lo que los amargaba probablemente era su absoluta incapacidad para el placer físico. Como todos los británicos de su clase, empleaban gran parte de sus energías emocionales en quejarse de la incapacidad de sus compatriotas para experimentar la alegría y el bienestar, de modo que se dijeron a sí mismos que lo que sentían era grosero y contradictorio. La mujer le comentó al hombre en un tono conciliador, de disculpa, casi resignado: “Todos son extraordinariamente guapos”.

Él respondió con una ligera mueca irónica y dirigió de nuevo la mirada a la familia.

La madre, el padre y el hijo se reían de una broma mientras la muchacha agitaba el vaso de cerveza estrecho y alargado entre los dedos pulgar e índice de una mano bronceada y esbelta, haciendo que las gotas heladas brillaran y se arremolinaran. Mantenía la mirada apartada del grupo familiar, momentáneamente absorta en el elegante y soñador pendiente que llevaba una chica de rostro pequeño y contorno irregular. Sus ojos, que curioseaban entre la gente de las mesas, se encontraron con los de nuestra pareja, y se demoraron en ella con una curiosidad abierta y afable. Era una mirada de franca inconsciencia, casi ingenua; la mirada de una criatura protegida que sabía que no debería pagar por cuenta propia ningún dislate cometido, puesto que la familia se erguía entre ella y los resultados de sus errores. Sin embargo, justo entonces decidió mantenerse ajena al grupo familiar; o por lo menos observaba más allá de este, como quien mira por una puerta abierta. Sus ojos claros y hermosos captaban todo cuanto quería de la pareja británica y se movían a placer por entre los demás comensales; sus dedos se desplazaban arriba y abajo por las delgadas paredes del vaso de cerveza. La mujer, que reconoció en la chica un rasgo poético del que carecían el resto de imperturbables burgueses que llenaban la sala, le hizo un comentario al hombre: “Es encantadora”. Él hizo de nuevo una mueca, como diciendo: “Todas las muchachas jóvenes son poéticas”. Y: “Dentro de diez años será como su madre”.

Cosa que era cierta. La familia ya se había dado cuenta de la infidelidad de su miembro más joven; la bella madre ya se había inclinado hacia su hija, burlándose de ella por su ensoñadora falta de atención, reclamándola con exclamaciones entre dulces e imperiosas. El robusto y afable padre posó su mano morena y sensible en el brazo blanco de la muchacha, como cubierto de lana, y se inclinó hacia ella con solicitud, como si estuviera enferma. El chico se metió un gran bocado de carne en la boca y lo masticó pensativo, mientras observaba a su hermana con una mueca irreverente. Luego pronunció en voz baja una palabra que no cabía duda de que era un llamamiento a la discusión entre ellos, a lo que ella replicó oscilando la mandíbula con petulancia hacia él, y acompañando el gesto con un epíteto entre acusador y resentido. El hermano mantuvo su sonrisa de protección y de burla, y los padres intercambiaron una sonrisa tierna frente a la disputa entre los hermanos.

No, sin duda la muchacha no tenía la menor posibilidad de escapar de la cálida prisión de su familia. En unos pocos años se convertiría en una mujer competente, hermosa, sensual y casada con un industrial al que su padre habría escogido con esmero. A no ser que estallara alguna otra guerra o un cataclismo económico y sumiera a toda su gente en una situación al borde del desastre y el hambre, como la que acababan de dejar atrás. Aunque no parecía que ellos hubieran…

Volviendo al punto de partida, a su embrollada e irracional aversión, el hombre y la mujer intercambiaron una mirada irónica y él añadió simplemente: “Bestias rubias”.

Los dos pertenecían a una familia del género humano distinta de la de la mayoría de los que ocupaban el restaurante.

El hombre era escocés, de complexión menuda, nervioso, activo, de pelo negro muy tupido, piel pálida y pecosa, ojos azules profundos y vivaces. Solía hacer comentarios sarcásticos sobre los ingleses, entre los que, por supuesto, había pasado la mayor parte de su vida. Era un hombre ocupado, trabajador, esencialmente pragmático, diligente y humano. Pero más allá de todas estas cualidades admirables y útiles había algo más, que se expresaba en una ligera y característica mueca de irónica amargura, que era como si dijera: Bueno, sí, ¿y qué?

En cuanto a ella, era menuda, morena y de actitud vigilante, de aspecto judío, y en realidad podía decirse que lo era por herencia, puesto que una bisabuela suya había escapado de un pogromo en la encantadora Polonia del siglo pasado y se había casado con un inglés. Más poderoso que la bisabuela era el hecho de que su prometido, un estudiante de medicina y refugiado austríaco, fue asesinado en los primeros días de la guerra mientras sobrevolaba el país en el que ellos estaban pasando ahora sus vacaciones. Mary Parrish era una de esas personas que tomó conciencia de su derecho a ser judía solo cuando Hitler les hizo notar que algún derecho debían de tener.

Ahora estaba allí sentada, contemplaba a la hermosa familia alemana y pensaba: Diez años atrás… Los veía como verdugos.

En cuanto al hombre, cuyo nombre, Hamish, había surgido de entre una serie de nombres posibles, algunos de ellos ingleses, debido a otro tipo de orgullo patriótico, había prestado servicio como médico, en la medida de sus posibilidades, en una de las comisiones que, después de la guerra, habían intentado rescatar los despojos humanos que la conflagración había sembrado a lo largo de toda Europa.

No era obra del azar que participara en esa comisión. A principios de 1939 se había casado con una muchacha alemana, o mejor dicho, judía, que estudiaba en Gran Bretaña. En julio de ese mismo año, ella había realizado un intento valiente y temerario de salvar a la parte de su familia que había logrado escapar hasta ese momento de los campos de concentración, y no se volvió a saber de ella. Simplemente se había desvanecido. Por lo que Hamish sabía, seguía viva en algún lugar. Bien podría ser que hubiese estado en el pueblo de O. Desde que entraron en Alemania, el día anterior por la mañana, Mary había estado observando la mirada ansiosa, enfadada e impaciente de Hamish que, preocupada, iba de la cara de una mujer a otra: ancianas, jóvenes; mujeres en los autobuses, trenes, andenes; mujeres a las que vislumbraba al final de una calle; una mujer en una ventana. Y ella podía darse cuenta de lo que él estaba pensando: Si la viera, no la reconocería.

Entonces la mirada de él se encontró con la suya; ella le sonrió y él le ofreció su mueca ligera, amarga e irónica.

Ambos eran médicos, ambos muy trabajadores y concienzudos, ambos estaban muy cansados porque, al fin y al cabo, aunque vivir en Gran Bretaña tuviera muchas ventajas, había que trabajar duro para mantener toda esa historia de un nivel de vida decente con el suficiente tiempo libre para dedicarse a lo que hacía que la vida valiese la pena, o por lo menos para la gente cultivada, entre los que ambos se contaban y pretendían seguir contándose. Eran sobre todo, quizá, personas cansadas.

Estaban cansados y necesitaban descansar. Eran sus vacaciones. Y estaban allí sentados, perfectamente conscientes de que estaban malgastando sus energías en emociones inútiles, irrelevantes y, más que nada, injustas.

“Injusticia” era una de esas palabras que ambos usaban sin atisbo de ironía.

—Creo que una semana en Francia es mejor que tres aquí. Vayamos. Creo que es lo mejor que podemos hacer —dijo ella.

—Vayamos a uno de los pueblos pequeños que están más allá del valle. Es probable que sean pueblos de montaña normales y corrientes, no como este artificioso lugar —comentó él.

—Iremos mañana —afirmó ella aliviada.

En ese instante se dieron cuenta de que el joven que estaba sentado a su mesa los miraba a la vez que masticaba con apetito un gran bocado de comida y buscaba la manera de meterse en su conversación. Era una persona desagradable. Alto, de aspecto descoordinado y huesudo, sus ojos azules parecían considerar la posible reacción de ellos con una mirada fija, de vigilante sospecha, que brotaba de una cara fea cuya piel tenía una peculiar textura roja y áspera. Los ojos de la pareja, sin que se dieran cuenta, no habían dejado de mirar una y otra vez a este singular rostro escarlata, y en lo más profundo de sus mentes habían pensado como profesionales: Es un tonto por haberse expuesto así al sol intenso de las cimas.

Y entonces, en el mismo instante, los dos médicos se percataron de que la superficie de su rostro era un injerto, que la superficie intensamente coloreada, reluciente e irregular no era más que una máscara, y que el rostro que había tenido antes debía adivinarse. También vieron que no se trataba de un hombre joven, sino, como ellos, de mediana edad. Al instante la lástima se enfrentó a su instintiva aversión, y se dijeron a sí mismos que la mirada agresiva de sus ojos azules era expresión de la penosa necesidad de defenderse propia de una criatura herida.

—Les ruego que me disculpen por interrumpir su conversación —dijo en un inglés, o más bien americano, recargado pero correcto— y les ruego que me permitan presentarme. Soy el doctor Schröder. Estoy a su disposición. Conozco bien este valle y puedo recomendarles algún hotel en otro de los pueblos vecinos.

Estaba mirando a Hamish desde que empezó a hablar. Hizo una sutil y mínima inclinación cuando Mary Parrish se presentó, pero al instante volvió a centrar su atención en el hombre.

La pareja de ingleses se sentía incómoda, pero sería difícil decir si ello se debía a la lástima que el hombre pretendía despertar en ellos o a su interés profesional en él, que debían disimular, o a la descortés insistencia de sus modales.

—Es usted muy amable —respondió Hamish, y Mary susurró que era muy atento. Se preguntaban si habría oído a Hamish cuando dijo “bestias rubias”. Se preguntaban qué otras indiscreciones se habían permitido.

—Tengo una buena amiga —añadió el doctor Schröder— que regenta una casa de huéspedes pasado el valle. He estado allí esta mañana y tiene libre una habitación perfecta. Si no es muy temprano para ustedes, mañana a las nueve y media cogeré el autobús para subir a las pistas de esquí, y estaría encantado de acompañarles.

Era necesario tomar una decisión en un sentido u otro. Mary y Hamish se miraron inquisitivamente, y el doctor Schröder dijo al instante, aumentando la tensión en sus modales:

—Como saben, a estas alturas de la temporada es difícil encontrar alojamiento. —Hizo una pausa y, como si estuviera asegurándose de la posición social que ocupaban, y después de una rápida inspección de sus ropas y de su estilo en general, añadió—: A no ser que puedan permitirse uno de los grandes hoteles, pero no son baratos.

—En realidad —dijo Mary, con la intención de convertir en un mero capricho lo que Schröder debía de haberle oído decir antes—, en realidad nos estamos planteando si no deberíamos ir a Francia. Nos gusta mucho.

Pero el médico no estaba dispuesto a aceptarlo.

—Si se trata de esquiar, el pronóstico meteorológico de hoy informa de que la calidad de la nieve en los Alpes franceses no es tan buena como aquí. Y, sin duda, Francia es mucho más cara.

Asintieron, y él prosiguió diciendo que la habitación libre en la casa de huéspedes de su amiga les costaría mucho menos que una pensión alemana y que una francesa. Examinó sus ropas de nuevo y agregó:

—Está claro que debe de ser duro para ustedes someterse a tales restricciones económicas en su viaje. Sí, debe de ser una molestia. Debe de ser una molestia para la gente que gana un buen sueldo y ocupa una buena posición.

Las restricciones económicas, a ellos dos, les confirmaban simplemente un hecho: no podían permitirse gastar más de lo que tenían. Se dieron cuenta de que el doctor Schröder era incapaz de decidir si eran ingleses ricos y excéntricos que tienen fama de preferir la ropa vieja a la nueva, o ricos que deliberadamente intentaban hacerse pasar por pobres, o si eran pobres. En los dos primeros casos quizá pensara que ansiaban hacer algún tipo de negocio con el cambio de moneda. ¿Era eso lo que quería?

Por lo visto así era, ya que al instante les dijo que estaría encantado de prestarles una modesta cantidad y que a su vez le encantaría que hicieran lo mismo por él cuando fuese a Londres, lo que tenía previsto que ocurriera muy pronto. Mantuvo fija la firme mirada que les dirigía, o que más bien le dirigía a Hamish, y puntualizó:

—Puedo ofrecerles, por supuesto, todas las garantías.

Y procedió a hacerlo. Trabajaba como médico asociado a un hospital de la ciudad de S. y cobraba con regularidad. Si deseaban informarse por su cuenta, no tenía ningún problema.

En ese momento intervino Hamish para dejar claro que no podían permitirse gastar ni un penique más de lo que tenían previsto. Durante un rato el doctor Schröder no le creyó. Luego inspeccionó su ropa otra vez y asintió abiertamente.

¿Quizá ahora se iría?

En modo alguno. Procedió a pronunciar una arenga sobre la admiración que sentía por Inglaterra. Su amor por la nación británica; sus costumbres, su buen gusto, su espíritu deportivo, su amor por el juego limpio, su historia y su arte eran la verdadera pasión de su vida. Siguió hablando así durante unos minutos, mientras la pareja se preguntaba si debían confesarle que compartían la misma profesión. Pero, si lo hacían, ello comportaría presumiblemente una mayor intimidad. Y a través de los cientos de signos por minuto que bastan para que dos personas que se conocen bien se comuniquen, se habían dicho que ese hombre no les gustaba en absoluto y que deseaban que se marchara.

Pero en ese momento el doctor Schröder preguntó sin tapujos a qué se dedicaba su nuevo amigo el señor Anderson. Y cuando oyó que ambos eran médicos y que trabajaban en dos hospitales cuyo nombre conocía, le cambió la expresión. Pero solo ligeramente. No se trataba de un gesto de sorpresa, sino más bien de la mirada de un fiscal que ha interrogado a sus testigos y les ha sonsacado lo que buscaba.

Y la pareja británica comenzaba a comprender qué quería de ellos el doctor Schröder. Hablaba de su cargo y su porvenir en Alemania con severidad y siniestra pasión resentida. Con los profesionales, dijo, Alemania era un país ingrato. Con la gente de negocios, no. Con los artesanos, no. Hoy día todos los obreros eran millonarios, ¡sí señor! Era mucho mejor ser fontanero o electricista que médico. El verdadero sueño de su vida era irse a Inglaterra y convertirse en un miembro reconocido de su profesión; y, se entiende, bien pagado.

Los doctores Anderson y Parrish señalaron que los médicos extranjeros no podían ejercer en Gran Bretaña. Podían dar conferencias e investigar, pero no podían ejercer. A no ser que —añadió la doctora Parrish, posiblemente como reacción, puesto que aquel hombre no había hecho más que ofrecerles un mínimo de educación hasta que descubrió que tanto ella como Hamish eran médicos y que por tanto podían serle de alguna utilidad—, a no ser que fuesen refugiados, e incluso así debían pasar los exámenes británicos.

El doctor Schröder no reaccionó ante la palabra “refugiado”.

De nuevo inició un interrogatorio sobre salarios y porvenir, ocupándose primero de Mary y después, con más detalle, de Hamish. Finalmente, como respuesta a las advertencias de que llegar a médico en Gran Bretaña era mucho más difícil de lo que creía, contestó que en este mundo todo era cuestión de contactos. En resumen, pretendía que le consiguieran esos contactos. El hecho de que se hubieran encontrado esa noche era la casualidad más afortunada de su vida, la más feliz y oportuna…

Ante ello, la pareja intercambió una mirada de desconfianza. Diez minutos después salió en la conversación que conocía a la mujer que les había alquilado la habitación donde se alojaban, y seguramente había sido ella quien le había contado que tenía a un médico inglés como huésped. Era muy probable que hubiera acordado con el camarero que lo sentara precisamente a esa mesa. Porque estaba claro que conocía bien a la gente del pueblo: pasaba las vacaciones de invierno en O. desde que era un niño; había extendido el brazo a un nivel por debajo del de la mesa para mostrarles lo pequeño que era. Sí, el doctor Schröder había pasado todos esos inviernos en O., salvo los años que estuvo en la guerra sirviendo a su patria.

Se armó un pequeño revuelo en el restaurante. La familia se levantó, recogió los abrigos y se marchó. La dama primero, con el peludo abrigo marrón sobre los hombros y mordiéndose el rosáceo labio inferior con sus blancos dientes mientras buscaba las pertenencias que podría estar olvidándose. Entonces ofreció una sonrisa, muy blanca en contraste con la piel ligeramente bronceada, y esperó a que su hijo la tomara por el hombro y la empujara hacia la puerta, mientras ella protestaba y se reía. Una vez allí, cuando abrieron, tiritó en broma, aunque solo se encontraba en la puerta que daba al vestíbulo. Detrás de ella iba la muchacha, bonita y bastante lánguida; después el robusto y autoritario padre, que custodiaba a la familia hacia fuera, al aire frío de la nieve. La familia desapareció y dejó en la mesa un desorden de vasos, platos, pedazos de pan, quesos, fruta y vino. El camarero recogió la mesa como si fuera un privilegio.

La pareja británica también se levantó y le dijo al doctor Schröder que pensarían en su propuesta y que tal vez le harían saber su decisión por la mañana. La fina capa de piel de su reluciente rostro se inclinó hacia ellos y se convirtió en una máscara herida, mientras se ponía en pie y decía: “Pero yo tenía entendido que ya lo habíamos acordado”.

¿Y cómo habían llegado al punto de no ejercer su libertad de decisión sin ofender a esa desagradable persona? Ellos sabían cómo. Se debía a que era un hombre herido, un lisiado; porque eran conscientes de que su agresividad constante era parte de su loable determinación de no permitir que ese rostro impactante y rudo lo sumiese en la autocompasión y la soledad. Eran médicos y se enfrentaban sobre todo a la personalidad de un mutilado. Cuando dijeron que estaban cansados y que se irían a dormir temprano y él contestó al instante, ofendido, que le encantaría acompañarlos a un lugar de diversión sin duda muy agradable, sabían que no podían responder otra cosa salvo que no cabía en sus posibilidades.

Sabían que entonces les ofrecería alojamiento. Así lo hizo, y lo rechazaron cortésmente, como habrían hecho con cualquier conocido; y el hombre, que no podía tolerar negativa alguna, porque le habría supuesto admitir que su cara le impedía mantener la más mínima relación humana, les replicó.

El doctor Schröder, que había pasado todas las vacaciones de invierno de su vida en ese valle, evidentemente conocía al propietario del hotel al que proponía llevarlos, y les garantizó una velada agradable y relajada mientras fijaba en ellos una mirada de odio suspicaz.

Caminaron juntos bajo los aleros de las casas cubiertos de nieve, por la nieve que habían hollado los cientos de cochazos norteamericanos que se habían arrastrado por el lugar durante el día, y se dirigieron al final de la calle donde había un hotel cuyo aspecto exterior ya habían estudiado ese día y que habían descartado al considerar que todo lo que podía albergar en su interior sería demasiado caro para ellos. Justo en la puerta, sobre la nieve afilada, estaba sentado el hombre sin piernas que habían visto antes. O mejor dicho, estaba con la cabeza a la misma altura de sus caderas, como si estuviera enterrado en la nieve hasta la cintura, y extendía ante ellos una gorra de tela. Tenía una mirada atrevida y escrutadora, como la del doctor Schröder.

—Es una vergüenza que permitan que esta gente se comporte así. Causan una mala impresión a nuestros visitantes —dijo el doctor Schröder. Y condujo a la pareja británica por delante del lisiado, mientras le dirigía una mirada de irritación airada.

Dentro había una gran sala con dos cristaleras a cada lado que protegían de la nieve. A través de ellas podía verse el revoloteo de los copos en las zonas de luz amarilla conquistada a la negra masa de oscuridad, la luz que emanaba de la sala, con su calor y su estruendo y su gente. Era sumamente placentero entrar en ese gran salón, tan ocupado en el placer, y contemplar la nieve que se hacía visible en el momento en que pasaba ante las luces de los ventanales, como si a lo agreste de aquel valle de montaña se le permitiera estar allí para ofrecer a los huéspedes el placer del contraste, de ver el paisaje como un telón de fondo de los hermosos copos de nieve blanca que se arremolinaban al caer.

Había una pequeña banda, formada por un piano, un clarinete y una batería, que tocaba, como fondo de la conversación, ese tipo de jazz que consiste en un latido agradable, como el compás de la sangre.

La familia se había trasladado de la mesa del restaurante a otra mesa de aquel lugar y, como antes, formaba un grupo cerrado. La pareja británica encontró cerca de ellos una mesa libre que al doctor Schröder le pareció apropiada. Y cuando llegó el camarero supieron que no se habían equivocado, las bebidas eran muy caras y no era un lugar en el que se pudiera pasar una velada entera sorbiendo despacio una sola copa mientras la gente adinerada bebía de verdad. Se esperaba que se bebiese; la gente bebía, aunque una cerveza pequeña costaba casi diez chelines. También se dieron cuenta de que no era cierto que el doctor Schröder fuese amigo del propietario. Aquello que le abría las puertas del lugar, como de los demás lugares, era su cara ruda y reluciente. Cuando el propietario le dirigió una mirada mientras se paseaba, hospitalario, entre las mesas, hizo un gesto y le sonrió, pero era una sonrisa que traslucía el exceso de amabilidad de una hostilidad controlada. Su mirada se detuvo unos instantes en la pareja británica que, después de este examen, se dio cuenta de que el resto de la gente que había en el lugar era alemana. Los norteamericanos tenían sus propios hoteles caros; los británicos pobres, sus casas de huéspedes baratas; ese era un lugar para alemanes acaudalados. Y la pareja británica se preguntó por qué habría insistido el doctor Schröder en llevarlos allí. ¿Era posible que realmente creyera que ocupaba un lugar especial en el corazón del propietario? Así era; siguió sonriendo y asintiendo después de que el rechoncho anfitrión le hubiera dado la espalda, como si dijera: “Ya ven ustedes, me conoce”; y después les sonrió a ellos, orgulloso de su proeza. Porque estaba dispuesto a pagar con dinero contante y sonante. Calculó el precio de las bebidas con el camarero, preocupándose penosamente por el cambio, algo que ellos comprendían muy bien. ¿Qué recompensa se suponía que podían ofrecer a este hombre? ¿Qué era aquello que tanto ansiaba? ¿Se trataba tan solo de que deseaba vivir y trabajar en Gran Bretaña?

El doctor Schröder empezó a hablar de nuevo, y de nuevo lo hizo sobre la admiración que sentía por el país de la pareja, inclinado sobre la mesa mientras miraba sus rostros, como si se tratara de un mensaje de vital importancia para ellos.

Lo interrumpió el clarinetista, que se puso en pie, se hizo con una nota de entre los latidos regulares de la música y comenzó a desarrollar un tema propio. Las parejas se dirigieron a una pequeña zona de suelo reluciente donde no había mesas y que no dejaban de invadir los apresurados camareros con las bandejas de las bebidas. Esta gente bailaba no por el placer del movimiento, sino del contacto. Una decena o una veintena de hombres y mujeres, que aparentemente se mantenían erguidos por la presión de los huéspedes que permanecían sentados a su alrededor, se balanceaban, sin agarrarse demasiado, sonriendo, escépticos, acostumbrados a la práctica del placer.

De inmediato, el baile se interrumpió, porque un grupo de cantantes de música tradicional entró por la enorme puerta de cristal, con sus vestidos recatados y conventuales, y se quedó esperando junto a la banda de jazz.

La mujer de la mesa de al lado se encogió de hombros en un gesto alegre y dijo: “Es la quinta vez que vengo y esta es mi cuarta velada patriótica”. La gente sonrió ante las palabras Heimat Abend, mostrándose indulgente con la hermosa mujer y su mirada de placer consentido. Una de las cantantes ya estaba entre las mesas recogiendo sus honorarios, que eran altos; y el rico padre ya había extendido hacia la chica un montón de dinero, y rechazaba el cambio con un meneo de cabeza; un cambio que ella no se había apresurado a devolver. Cuando llegó a la mesa en que se encontraban nuestra pareja y el doctor Schröder, Hamish pagó, y no de buen grado. Al fin y al cabo, los precios ya eran lo bastante altos aquí sin tener que pagar esas canciones tradicionales que no necesariamente quería oír todo el mundo.

Después de que la chica hiciera la ronda y reuniera el dinero, se sumó al grupo, que se situó junto a la banda y cantó, una tras otra, canciones del valle, entre las que figuraban unas cuantas de estilo tirolés, que recibían encendidos aplausos.

Estaba claro que al doctor Schröder, que escuchaba al grupo con una mirada próxima a la nostalgia, no le pareció que se tratara de una intrusión molesta. Las canciones populares —eso decía su expresión— eran algo que uno podría estar escuchando la noche entera. Aplaudía a menudo y miraba a sus invitados, invitándolos a compartir su goce sentimental.

Por fin el grupo se fue. El clarinete emplazó a los bailarines a la diminuta pista y el doctor Schröder retomó su himno de amor hacia Gran Bretaña. Trágico, dijo, después de deshacerse en alabanzas, era trágico que dos países como estos hubieran tenido que enfrentarse. Era trágico que dos amigos innatos se hubieran visto separados por las maquinaciones de grupos siniestros. La pareja británica se miró por encima de la frase implícita —la comunidad judía internacional—, a pesar de que eran conscientes de su pedantería, si no injusticia. Pero el doctor Schröder no creía en lo implícito. Dijo que la comunidad judía internacional había separado a los dos líderes innatos de Europa, Alemania y Gran Bretaña, y deseaba ardientemente que en el futuro ambos países trabajaran juntos por el bien de Europa y, por supuesto, del mundo entero. El doctor Schröder tenía buenos amigos, amigos que eran como hermanos, que habían caído en el frente, en el lugar de las hostilidades entre las tropas inglesas y alemanas; y todavía hoy lloraba su pérdida como la de las víctimas sacrificiales.

El doctor Schröder hizo una pausa, los miró fijamente y dijo:

—Me gustaría contarles que a mí también me hirieron; quizá se hayan dado cuenta. Me hirieron en el frente ruso. No había esperanza para mí. Pero la destreza de nuestros médicos me salvó. Mi rostro es una prueba de las magníficas habilidades de los médicos alemanes.

La pareja británica se apresuró a expresar su sorpresa y su enhorabuena. Por extraño que parezca, se sintieron obligados a compadecerse del doctor Schröder, porque este creía que su cara era casi tan normal que pasaba desapercibida, lo cual resultaba grotesco y conmovedor. Contó que su rostro se había quemado cuando un tanque que estaba cerca de él saltó por los aires y lo regó de aceite ardiendo. Había luchado con su glorioso ejército en Ucrania durante tres años. Hablaba como un superviviente de la Grande Armée ante los admiradores de The Other, a los que invitaba a que mostraran interés y lo felicitaran; o al menos eso esperaba.

—Esos rusos —dijo— son unos salvajes. Unos bárbaros. Nadie creería las atrocidades que cometieron. Si uno no lo ve con sus propios ojos sería incapaz de imaginarse la brutalidad de la que son capaces los rusos.

Ahora la pareja británica, sumida en un silencio deprimido, más allá del punto en el que podían permitirse una mirada irónica de mutuo apoyo, observaba a las parejas que bailaban dando vueltas lánguidamente.

El doctor Schröder repitió con insistencia:

—¿Saben que los rusos disparaban a nuestros soldados mientras estos caminaban por las calles de un pueblo? ¿Que todo campesino ruso, si hubiese tenido la oportunidad, habría degollado a un soldado nuestro? E incluso las mujeres; puedo contarles de algún caso en que las mujeres rusas asesinaron a nuestros soldados después de hacerse pasar por amigas.

Mary y Hamish mantenían la calma y se preguntaban cómo justificaba el doctor Schröder ante sí mismo los asesinatos en masa, las ejecuciones en la horca, las atrocidades del ejército alemán en Rusia. No fue necesario que se hiciesen demasiadas preguntas al respecto, puesto que añadió:

—No tuvimos más remedio que defendernos. Sí, tuvimos que defendernos frente al salvajismo de esa gente. Los rusos son unos monstruos.

Mary Parrish salió de su ensimismamiento y preguntó:

—¿Tan monstruosos como los judíos, quizá? —Intentó encontrar y sostener la mirada fanática de su anfitrión.

—Oh, sí, teníamos muchos enemigos —respondió él. Sus ojos, que pasaban rápidamente de la cara de Hamish a la de Mary, se detuvieron y agitaron. Se dio cuenta de que quizá no estuvieran del todo de acuerdo con él. Por un segundo, su fea y arrugada boca adoptó una mueca que podría considerarse un atisbo de duda. Añadió, con cortesía—: Es cierto que nuestro Führer fue demasiado lejos en su celo contra nuestros enemigos. Pero comprendió las necesidades de nuestro país.

—Es el sino de los grandes hombres —contestó Hamish con voz de agudo sarcasmo, parecida a la de expresar la rabia y que nunca antes había empleado—: las mentes estrechas no los comprenden.

El doctor Schröder abrigaba ahora serias dudas. Permanecía en silencio, inspeccionando ambos rostros con sus ojos, en los que se concentraba toda la expresión de su cara malograda, mientras que ellos sufrían la mella interior y la confusión que surgen cuando se atacan las convicciones en las que se basa la vida de una persona. Pensaban con recelo que se trataba de la voz de la locura. Pensaban que no conocían a nadie en Gran Bretaña que pudiera describirlo de otro modo. Pensaban que estaban hechos, en esencia y conscientemente, de ese elemento de su nación dedicado a no ser estrecho de miras, a no caer en los errores de la complacencia; y en ese momento sintieron algo de la desesperación que la gente como ellos había sentido diez, quince años atrás, al ver que brotaba una corriente de locura mientras las personas razonables y decentes apartaban la mirada. Al mismo tiempo sintieron una extraordinaria pero innegable renuencia a enfrentarse al hecho de que el doctor Schröder no hablaba solo en nombre propio. No, se decían a sí mismos, este hombre desgraciado es solo un lisiado, que está herido tanto a nivel mental como físico, un vestigio que se salvó de la última guerra.

En ese instante la música volvió a detenerse y sonó un aplauso irregular en toda la sala. Estaba claro que se iba a producir un cambio que la gente que estaba allí conocía y esperaba.

Junto al piano había un hombre menudo, sonriente, que saludaba a los huéspedes con un gesto de la cabeza. Era moreno, de mirada aguda, y tenía un rostro agradable que la pareja británica describió instintivamente como “civilizado”. Asintió al pianista, que comenzó a improvisar una pieza para su actuación; medio canturreaba, medio recitaba los versos de una canción o una balada sobre cierto general cuyo nombre desconocía la pareja británica. El acompañamiento era un continuo golpeteo de aire militar en el que intercalaba fragmentos de “Deutschland über Alles” y de la “Canción de Horst Wessel”. El estribillo decía: “Y ahora está sentado en Bonn”.

El siguiente verso hablaba de un almirante que también ahora estaba sentado en Bonn.

La pareja británica comprendió que la canción contaba la historia de una decena de fieles militares alemanes que se habían mostrado extremadamente entusiastas en su devoción al Führer; los tribunales de justicia de los aliados los habían condenado a varias sentencias de cárcel o la pena capital… “y ahora estaban sentados en Bonn”.

Todo aquello resultaba bastante justo. Parecía una sátira de la política aliada con Alemania —cosa que estas dos juiciosas personas sabían y lamentaban—, que había tendido a ser demasiado generosa con los antiguos asesinos del régimen nazi. ¿Qué podía haber más desgarrador que ver sus propias opiniones expresadas allí, en ese confortable y lujoso paraje alemán? ¿Y qué podía haber más sorprendente?

Miraron al doctor Schröder y vieron que sus ojos relucían de placer. Volvieron la mirada al cantante menudo, urbano e irónico, que actuaba con la certeza de quienes saben que están en perfecta sintonía con su público, y comprendieron que era una de esas baladas que se componen para cubrir las necesidades de una población ocupada que está forzada a expresarse ante las narices de sus conquistadores. Era cierto que el ejército norteamericano no estaba allí, en esa sala, esa noche, pero aunque hubiera estado, ¿ante qué palabras de esta canción podría haberse ofendido?

Era una balada larga, y cuando acabó recibió muy pocos aplausos. El cantante y el público intercambiaron discretas sonrisas de mutuo entendimiento; el hombre menudo hacía reverencias a un lado y a otro. Luego se incorporó, miró a la pareja británica y les dedicó una reverencia. Era como si la sala se hubiera quedado sin respiración. Solo cuando miraron el rostro del doctor Schröder, que expresaba el delicioso goce de un niño que se burla de la profesora a sus espaldas, comprendieron que aquella reverencia era una airada demostración desafiante. Y comprendieron, entristecidos, la profundidad de la furiosa humillación vengativa que hacía del pequeño gesto algo tan grato para estos burgueses ricos, que miraban con discreción, sonriendo ligeramente, a los conquistadores que se encontraban entre ellos —conquistadores mucho más pobres que ellos, mucho más consumidos y cansados— y se volvieron, intercambiando miradas de satisfacción, hacia la pila de vasos relucientes llenos de vino y cerveza.

Y en ese instante, Mary y Hamish sintieron que esa demostración, en la que presumiblemente había tomado parte el doctor Schröder, que quizá incluso había originado, los liberaba de cualquier obligación para con él; y lo observaron con abierta aversión, dándole muestras de que deseaban marcharse.

Además, el camarero estaba a su lado, haciendo gala de una franca insolencia, observada y admirada por la hermosa matrona, su marido y su hijo; la muchacha estaba, como siempre, sumida en sus propias ensoñaciones y no miraba a nadie en particular. El camarero se inclinó hacia ellos, cogió los vasos todavía medio llenos y les preguntó qué deseaban tomar.

Hamish y Mary bebieron de inmediato la cerveza que les quedaba y se pusieron en pie. El doctor Schröder se levantó con ellos. Su cuerpo entero, huesudo y horrible, expresaba inquietud y preocupación. ¿No pretenderían irse, verdad? No, la velada acababa de comenzar y pronto tendrían el privilegio de oír otra vez al talentoso cantante que tan solo se había retirado por unos instantes. ¿Eran conscientes de que se trataba del famoso artista M., un hombre que cantaba todas las noches en locales atestados de público y que el propietario del hotel había contratado solo para dos escasas semanas de la temporada de invierno?

Aquella fue la más lograda insolencia del doctor Schröder, u otra de las manifestaciones de su locura. Por un momento, la pareja británica se preguntó si no se habían equivocado y habían malinterpretado la intención del cantante. Pero una simple ojeada a las caras de las mesas vecinas fue suficiente: todos aquellos rostros expresaban, detrás de discretas sonrisas disimuladas, satisfacción ante la derrota del enemigo, un enemigo derrotado por el cantante y el camarero, su voluntarioso sirviente que, sin embargo, intercambiaba en ese instante democráticas muecas de placer con la hermosa matrona.

El doctor Schröder estaba loco, y ahí se acababa el asunto. Disfrutó de la pequeña demostración de hostilidad, en algún sentido la suya propia, y pretendía que ellos la disfrutaran; probablemente por el amor fraternal que sin duda sentían por él. Y ahora estaba agitado y dolido porque se iban.

La pareja británica pasó por delante de la banda sonriente, del escrupuloso camarero y salió, seguida del doctor Schröder. Bajaron las escaleras del hotel cubiertas de hielo y se detuvieron junto al hombre sin piernas que seguía enterrado en la nieve como una planta; Hamish le dio el cambio que tenía, con el que hubiera podido pagar otra ronda de bebidas si se hubiesen quedado en el salón grande y cálido.

El doctor Schröder vio el gesto y dijo de repente, lanzando un reproche indignado:

—No debería hacer eso. No es lo que se espera de usted. Deberían encerrar a esta gente.

Todas sus sospechas volvieron a aparecer. Estaba claro que debían de ser ricos y le habían estado mintiendo.

Mary y Hamish bajaron en silencio por la calle llena de nieve blanda, y el doctor Schröder los siguió a grandes zancadas, resollando. Cuando llegaron a la puerta de la pequeña casa donde tenían una habitación, los alcanzó, los miró a la cara y dijo apresuradamente:

—Los veré mañana en el autobús a las nueve y media.

—Nos pondremos en contacto con usted —contestó Hamish con educación. Una respuesta que, puesto que no sabían su dirección, y no se la habían pedido, equivalía a una despedida.

El doctor Schröder se inclinó hacia ellos y examinó sus rostros con aquellos ojos brillantes y desconfiados.

—Vendré por ustedes por la mañana —dijo, y se fue.

Entraron en la casa y subieron en silencio los escalones de madera hasta su habitación. Era pequeña y agradable; la madera, lustrada, resplandecía. Había un aguamanil pasado de moda en el lavabo y una cama enorme con gruesos edredones. Una gran estufa de baldosas azules relucientes cubría media pared. La casera les había dejado una nota sobre una de las mullidas almohadas en la que les pedía educadamente que, a su vez, le dejaran una a ella en la puerta diciéndole a qué hora deseaban que les llevara el desayuno. Era la viuda del pastor. Ahora vivía del alquiler de habitaciones a los huéspedes que venían en verano y en invierno. Sabía que no estaban casados porque, por ley, tenía que tomar los datos de los pasaportes. No dijo ni una palabra de los reparos que ello podría haberle causado. No debía ofender a los dioses del turismo con los prejuicios personales que pudiese tener; y debía de tener prejuicios, puesto que era la viuda de un hombre de Dios, ¿aun cuando se tratara de una pareja sin duda tan respetable como esta?

—Me habría gustado que nos hubiera echado en un arrebato de indignación moral —dijo Mary—. Me gustaría que alguien mostrara un arrebato de indignación moral ante cualquier cosa, en vez de dejar que todo se vaya cociendo a fuego lento y enconándose en la trastienda.

A lo que él respondió, con la calma de un hombre pragmático:

—Nos levantaremos muy temprano y dejaremos este valle antes de que nuestro amigo el doctor Fascista pueda dar con nosotros. No sería capaz de intercambiar una sola palabra más con él.

Escribió una escueta nota a la viuda del pastor en la que le pedía que les sirviera el desayuno a las siete en punto. La dejó en su puerta. Y, con todo bien organizado, invitó a Mary a que fuera a la cama y dejara de preocuparse.

Se metieron en la cama uno junto al otro. No era una noche en que los brazos pudieran reconfortarlos. Esa noche no eran una pareja, sino dos individuos. Sus muertos estaban en la habitación con ellos; si es que podía decirse que Lise, la esposa de él, estaba muerta. Pero ¿cómo podían saberlo? La guerra, por encima de todo, hace germinar un conocimiento de lo fantástico, y ninguno de los dos había oído esas historias de huidas extraordinarias e imposibles, coincidencias y supervivencia sin pensar: Quizá, al fin y al cabo, Lise estuviera viva en algún lugar. Y la posibilidad de que la esposa muerta de Hamish estuviese viva había mantenido viva la imagen del joven estudiante de medicina que, por el hecho de serlo, no tenía derecho a ponerse en peligro volando por los aires, pero al que la furia de su tristeza y la ira ante los nazis habían llevado a alzar el vuelo, para estrellarse entre llamas un año después. Ambos, la bonita y vivaz Lise y el galante y comprometido aviador, estaban junto a la enorme cama cubierta de pesados edredones, y decían en voz baja: Debéis incluirnos, debéis incluirnos.

Y así pasó un largo rato antes de que Mary y Hamish se durmieran.

Se despertaron en mitad de la noche y se quedaron mirando el brillo de la nieve en la ventana, escuchando los tenues ruidos de la enorme estufa de porcelana, que sonaba como si hubiera un animal ronroneante respirando junto a ellos en la habitación. En ese momento pensaban que dejaban el valle porque, a causa de cierta debilidad de su carácter, al parecer inherente, se habían colocado en una posición según la cual, si cogían una habitación más allá del valle, sería una escogida por el doctor Schröder, como resultado de su incapacidad de mostrarse groseros con él debido a su rostro lastimado.

No. Preferían llegar a la conclusión de que el doctor Schröder reunía en su personalidad y en su manera de ser todo lo que ellos odiaban de ese país; Alemania, el gran catalizador y espejo de Europa, reunía todo eso y lo presentaba ante ellos sin tapujos y sin ninguna ambigüedad, de tal modo que no podían más que rechazarlo o aceptarlo.

Y sin embargo, ¿qué podían hacer? Porque después de haber conocido al doctor Schröder era inevitable que estas dos personas serias, guiadas por su conciencia, estuvieran desveladas y pensaran que ninguna nación es demasiado distinta de las demás… (Porque si no se tomaba una postura frente a esta proposición, ¿adónde se podría ir a parar?) Y de ahí que pensaran: ¿Qué hay comparable al doctor Schröder en Gran Bretaña? ¿Qué desagradables fuerzas se están cociendo en las cloacas de nuestra alma nacional y podrían llegar a explotar de repente para adoptar las formas del doctor Schröder? ¿Y entonces? ¿Y qué deplorables fondos de complacencia debemos de albergar nosotros dos en nuestro interior para sentirnos superiores al doctor Schröder, para desear que lo aparten de nuestra vista, como si fuera un cadáver en una casa repleta de vivos, o que quede enmascarado como los malos olores, o que lo exorcicen como a un espíritu diabólico?

¿Estaban o no estaban de vacaciones? Sí, lo estaban, y eso, por definición, los eximía de permanecer despiertos pensando en la última guerra, despiertos y preocupados por la posible siguiente guerra, despiertos y preguntándose qué perverso masoquismo los había llevado hasta ese punto.

A las cuatro, a esa hora muerta y silenciosa en que no había ninguna luz trémula que brillara en todo el pueblo, ambos estaban despiertos, uno junto al otro en la enorme cama con edredón de plumas, pensando profundamente en el doctor Schröder. Lo analizaron desde una perspectiva política, psicológica y médica —en particular médica— durante tanto rato que cuando llegó la camarera con el desayuno madrugador no tenían ningunas ganas de levantarse. Pero se forzaron a ponerse en pie, a comer y vestirse y luego bajaron a la cocina, donde la casera estaba tomando un café. Le expusieron su problema: el día anterior habían acordado con ella que se quedarían una semana, pero hoy querían irse. Al encontrarse en plena temporada alta, probablemente podría alquilar la habitación ese mismo día. Si no era así, estarían encantados de pagar aquello que moralmente estaban obligados a pagar.

Frau Stohr consideró que el asunto del dinero era irrelevante. En esa época del año la gente que acababa de llegar a la estación, que normalmente era víctima de un exceso de optimismo y esperaba encontrar alguna habitación en el pueblo, llamaba al timbre doce veces por día, preguntando si tenía alguna libre. Frau Stohr estaba molesta con el hecho de que sus dos huéspedes se fuesen. ¿Es que no estaban a gusto? ¿No los habían tratado bien?

Se apresuraron a asegurarle que el lugar había resultado lo que estaban buscando. En su momento lo sintieron así. Frau Stohr era la presencia más agradable que cabía imaginar a esa hora de la mañana, después de una noche de intensa introspección. Era una anciana delgada, con el cabello blanco recogido hacia atrás en un moño apretado que se sostenía con horquillas rígidas casi del tamaño de las agujas de tejer. La expresión de su rostro era severa, pero tranquila y afable. Vestía una falda larga de lana negra, probablemente una versión de aquellas enormes faldas de lana propias de los trajes de las campesinas. Llevaba una blusa de lana de manga larga, de rayas, cerrada en el cuello con un broche de oro.

Les resultaba muy duro decirle que querían dejar el valle el día después de haber llegado. La rectitud de esa anciana admirable lo convertía en algo muy difícil. Así que le contaron que habían decidido ocupar una habitación más allá del valle, donde las laderas acondicionadas para esquiar quedaban más cerca de los pueblos. Porque, sobre todo, no querían herir la sensibilidad patriótica de frau Stohr. Tenían pensado ir discretamente hasta la estación y coger el primer tren que los llevara lejos del lugar, lejos, más allá de Alemania, a Francia.

Frau Stohr se mostró conforme al instante. Siempre le había parecido que para los esquiadores de verdad era más cómodo buscar alojamiento más allá del valle. Pero había gente que iba a las estaciones de esquí no por el deporte, sino por el ambiente del deporte. Ella, por su parte, nunca se cansaba de ver a los jóvenes hacer acrobacias en la nieve. Claro que cuando era joven no era cuestión de hacer piruetas; entonces los esquís eran un simple medio para desplazarse con rapidez de un lugar a otro… Pero ahora, por supuesto, todo eso había cambiado, y alguien como ella, que casi había nacido con los esquís puestos, como todos los niños del valle, se sentiría ridícula si volviera a ponérselos y no fuese capaz de hacer ningún salto ni cabriola. Naturalmente, a su edad, en pocas ocasiones abandonaba la casa, para no tener que exhibir sus debilidades. Pero en el caso de sus dos huéspedes, siendo verdaderos esquiadores, debían de sentirse frustrados sabiendo que todas aquellas pistas y los telesillas estaban al otro lado del valle. Por fortuna conocía a una mujer en el último pueblo del valle que tenía libre una habitación y que era la persona adecuada para albergarlos.

Entonces mencionó el nombre de la señora que les había recomendado el doctor Schröder la noche anterior, y fue realmente extraordinario que ese nombre, que la noche anterior habían asociado a todo tipo de molestias, les resultase hoy atractivo y tranquilizador solo porque salía de la boca de frau Stohr.

Mary y Hamish intercambiaron una mirada y tomaron una decisión sin decir palabra. Bajo la sobria luz de la temprana mañana, todos los sólidos argumentos en contra de abandonar el valle volvieron a aparecer. Y después de todo, el doctor Schröder se alojaba en O. y no en un pueblo que estaba a unos cincuenta kilómetros del valle. Lo peor que podía suceder es que fuera a visitarlos.

Frau Stohr se ofreció a llamar a frau Länge, una buena mujer que había tenido mala suerte. Su marido había fallecido en la última guerra. Al decir eso, frau Stohr les sonrió, con la tierna tolerancia de la gente civilizada que da por sentado que la guerra entre naciones no tiene por qué arruinar la humanidad que comparten y la mutua comprensión. Sí, sí, siempre y cuando los hombres siguieran siendo así de estúpidos habría guerras y, después, viudas como la pobre frau Länge, que no solo había perdido a su marido sino también a sus dos hijos, y ahora vivía con su hija y los huéspedes a los que alojaban.

Frau Stohr y la pareja británica, unidos por un decente fondo común de conciencia humanitaria internacional, se sonrieron mientras pensaban compasivamente en frau Länge. Entonces frau Stohr se dirigió al teléfono y reservó la habitación en nombre de sus dos huéspedes, por quienes estaba dispuesta a responder ella misma. Pagaron la factura, se dieron las gracias mutuamente y se separaron: Mary y Hamish se dirigieron hacia la parada del autobús con las maletas en la mano y los esquís sobre el hombro, y frau Stohr regresó a sus labores y su taza de café en la cálida cocina.

Era una mañana clara, el sol dejaba destellos rosados en las laderas de nieve, entre los pinos rígidos y oscuros. El primer autobús estaba a punto de salir y subieron a él. Se sentaron detrás de dos muchachas de trenzas rubias que no se fijaban en nadie más, tenían las manos entrelazadas y cantaban una canción tradicional tras otra con sus voces jóvenes y nítidas. Toda la gente del autobús se volvía y les dirigía una sonrisa de afectuosa indulgencia. El autobús ascendía despacio a lo largo de la falda cubierta de nieve, y a medida que los pueblos de esquí iban apareciendo ante su vista, uno tras otro, el vehículo se detenía, despidiendo a algunos pasajeros y acogiendo a otros, aunque seguía lleno; subía y subía mientras las dos niñas cantaban, con las manos entrelazadas, mirándose las caras seriamente, como asegurándose de que seguían el ritmo y no repetían ninguna canción.

La pareja británica pensó que en su propio país habría sido difícil que encontraran a dos niñas que pudieran cantar, sin repetirse, dos horas seguidas durante el trayecto en autobús, aun cuando la estricta rigidez británica les hubiera permitido abrir la boca en público. Las dos cantoras significaron un consuelo extraordinario para Mary y Hamish. Esa era la auténtica Alemania, bastante pasada de moda, un poco sentimental, acogedora, sencilla, tierna. El doctor Schröder y aquello que representaba era un fenómeno desafortunado y sin mucha importancia. Todo lo que habían sentido la noche anterior era resultado del agotamiento. Ahora contemplaban ilusionados los agradables pueblos por los que pasaban, con la esperanza de que aquel al que se dirigían estuviera tan lleno de modestas casas de madera como de restaurantes baratos.

Así era. En lo más profundo del valle donde se alzaba, alta e invulnerable, la cadena montañosa tras la cual estaba Innsbruck se encontraba el pueblecito, tan encantador como los demás. Aquí, en algún lugar, se hallaba la casa de frau Länge. Preguntaron en el hotel y les indicaron cómo llegar. Un camino enfilaba desde el pueblo y discurría entre los bosques de pinos hacia una casita que se encontraba a unos dos kilómetros de distancia. El aislamiento de la casa apeló de forma natural a los instintos de la pareja británica y caminaron hacia ella por la nieve reluciente, sintiéndose agradecidos a frau Stohr. El sendero era estrecho y tenían que hacerse a un lado cuando los esquiadores, con ropas de vivos colores, pasaban zumbando junto a ellos, sonriéndoles y saludándoles. La habilidad de los bronceados dioses y diosas de los campos nevados desanimó a Mary y a Hamish, y quizá parte del atractivo de la casa aislada fuese que podrían emprender sus discretos recorridos por la nieve con relativa intimidad.

La casa era antigua, pequeña, de madera. Se levantaba sobre un pequeño terraplén cubierto de nieve, en un lugar rodeado por un bosque de pinos. Frau Länge los esperaba a la puerta, sonriente. Por alguna razón habían imaginado que tendría el mismo aspecto que frau Stohr, pero era veinte años más joven, una mujer robusta, de cabello rubio y mejillas rosadas, que vestía una falda ceñida de un azul intenso. Detrás de ella había una joven, sin duda su hija, una muchacha lozana, bronceada y de cabello muy rubio. Ambas mujeres llevaron a cabo un examen exhaustivo de sus huéspedes durante el lapso de tiempo que les llevó atravesar la nieve hasta la casa. La habitación que les adjudicaron estaba en la parte delantera de la vivienda, de espaldas al pueblo y con vistas al valle. Se parecía a la que habían ocupado durante una noche en casa de frau Stohr: humilde, grande, de madera encerada reluciente y calentada mediante una enorme estufa de azulejos. Frau Länge tomó los pasaportes para registrar sus datos, y cuando se los devolvió mostró un cambio de actitud que hizo saber a Mary Parrish y Hamish Anderson que habían sido aceptados por su anfitriona. Les explicó, mientras sus ojos azules, francamente vulgares, retomaban durante un minuto la inspección de sus personas y sus pertenencias, que su querida tía, frau Stohr, que en realidad no era su tía, sino una prima segunda a la que llamaba tía por respeto a su edad y por ser la viuda del pastor, le había hablado de ellos, y que tenía plena confianza en cualquier persona que ella le recomendase. Y también había oído que el doctor Schröder, que era un viejo amigo, un amigo desde hacía muchos años… Oh, qué hombre tan valiente. ¿Se habían fijado en su cara? ¿Sí, de verdad? ¿Sabían que había estado dos años ingresado en el hospital mientras modelaban un nuevo rostro para él y lo cubrían con la piel de sus muslos? Pobre hombre. Sí, la atrocidad de los rusos era la única responsable de la cara del doctor Schröder. En ese instante lanzó un suspiro exagerado, se encogió de hombros y los dejó solos.

Se recordaron a sí mismos que apenas habían dormido durante las tres noches de sus preciadas vacaciones, y eso seguro que era determinante en su falta de entusiasmo al pensar en ponerse los esquís. Se acostaron y durmieron todo el día; por la noche la propia frau Länge les sirvió una cena copiosa en la sala de estar y se quedó hablando con ellos hasta que la invitaron a que se sentara a la mesa. Y eso hizo, y llevó a cabo un interrogatorio sobre los asuntos de la familia real británica. Resulta imposible exagerar el grado de entusiasmo que despertaba la familia real en frau Länge. Seguía todos los movimientos de cada uno de sus miembros a través de una decena de revistas. Sabía lo que comían, el punto de cocción que preferían y cómo les gustaba que se lo sirvieran. Sabía cuál era la faja preferida de la reina, los nombres de los médicos que la atendían, los métodos de educación que habían previsto para los vástagos reales, los colores preferidos de su alteza Isabel y su alteza Margarita.

La pareja británica, que era de temple republicano y habrían empleado esa palabra para describirse a sí mismos si no fuera porque en esa época era bastante vieux jeu, acumularon una impresionante cantidad de información sobre “su” familia real y se sintieron unos incompetentes al ser incapaces de responder a las preguntas.

Regresaron a la habitación para escapar de frau Länge. Se dieron cuenta de que la casa no estaba tan aislada como habían pensado durante el día, mientras los pinos les habían ocultado los edificios situados un poco más arriba de la colina. Las luces centelleaban entre los árboles y parecía que por lo menos había dos grandes hoteles en menos de un kilómetro a la redonda. La música llegaba hasta ellos a través de la oscura nieve.

Por la mañana descubrieron que había dos hoteles norteamericanos, es decir, hoteles destinados específicamente al esparcimiento de las tropas norteamericanas. Frau Länge pronunció la palabra “norteamericano” con una mezcla de admiración y odio. Y dio por supuesto que ellos, que al fin y al cabo formaban parte del mismo bando que los norteamericanos (y los rusos, claro está) en todo ese asunto de controlar al país derrotado, debían compartir con ella tal emoción. Y se debía a que compartían con ella, frau Länge, el hecho de no ser ricos.

—Ah —dijo con un encogimiento de hombros falso y efusivo y una tramposa humildad en el tono de voz—, es terrible el modo en que vienen y se comportan como si fueran los dueños de nuestro país. —Y se quedó junto a la ventana mientras la pareja británica tomaba el desayuno, mirando a los soldados norteamericanos y a sus esposas y sus novias deslizarse por las pendientes; y en su cara había una envidia amarga, un rencor lleno de admiración, como si estuviera pensando: ¿Sí? Pues esperad y ya veréis.

Ese día, más tarde, vieron a la hija, que estaba luciéndose en el umbral de la puerta con unos pantalones de esquí de buen corte y un suéter, como una chica de anuncio, mirando a los soldados norteamericanos. Y cada vez que pasaba un hombre se la oía gritar: “Yank-ee! Yank-ee!”. El soldado volvía la vista y la saludaba con un gesto, y ella respondía al gesto vociferando: “I love you, Buddy!”. Hasta que al final uno de ellos se acercó y los dos bajaron esquiando hasta el pueblo.

Frau Länge, que había notado que la observaban, dijo:

—Ach, estas jovenzuelas… Yo era igual. —Esperó hasta que sonrieron con tolerante complicidad; y esperó de tal modo que notaron que no podían hacer otra cosa, al darse cuenta de que sus pasaportes demostraban que no tenían derecho a otros valores; y añadió—: Sí, cuando se es joven se hacen tonterías. Me acuerdo de que yo me enamoraba de todos los hombres que veía. Ach, sí, tal cual. De niña vivía en Munich. Sí, cuando eres joven no tienes discernimiento. Yo estaba enamorada de nuestro Führer, sí, es verdad. Y antes estuve enamorada de un líder comunista que vivía en nuestra calle. Y ahora le digo a mi Lili que es una suerte que se enamore del ejército norteamericano porque eso quiere decir que está enamorada de la democracia. —Frau Länge soltó una risita burlona y suspiró.

Siempre que les servía las contundentes comidas —salchichas, Sauerkraut y patatas; Sauerkraut, patatas y estofado de ternera— se quedaba junto a ellos, hablando, o se sentaba pudorosamente al otro lado de la pulida mesa de madera, con el antebrazo gordezuelo delante de ella, pasándose una mano por el reluciente cabello rubio y acomodándoselo, y hablando y hablando. Mientras comían les contó la historia de su vida. Su madre murió de hambre durante la Primera Guerra Mundial. Su padre era carpintero. Su hermano mayor se dedicaba a la política. Era socialdemócrata, así que ella también había sido socialdemócrata. Y luego él se había hecho comunista, así que también ella había votado por los comunistas, Dios la haya perdonado. Y entonces llegó el Führer y su hermano le dijo que aquel era un buen hombre, así que se hizo nazi. Está claro que en esa época era muy joven y tonta. Les contó, entre risitas, que había formado parte de la inmensa muchedumbre que escuchaba al Führer mientras hablaba, profiriendo gritos de entusiasmo. “¡Mi hermano vestía de uniforme, sí, y estaba tan guapo! ¡Increíble!”

La pareja británica recordó haber escuchado en la radio el estruendo de esas multitudes fanáticas clamando y lanzando gritos de adhesión a aquella voz entregada, histérica y rimbombante. Observaron a frau Länge y la imaginaron de joven, sudorosa y con el rostro encendido, bramando con miles de personas, al lado de su amiga, que por supuesto estaba enamorada del hermano de uniforme. Luego, después de refrescar su dolorida garganta con una cerveza en un café, quizá se rió con su amiga al recordar su éxtasis. O quizá no se rió. En cualquier caso, contrajo matrimonio, se instaló en esas montañas y tuvo tres hijos.

Y ahora su marido había fallecido. Había muerto en el frente, cerca de Stalingrado. Y un hijo había caído en el norte de África, y otro en Avranches. Y cuando su Lili se asomaba a la ventana, y se reía y saludaba a los soldados norteamericanos que pasaban, ella también se reía, y comentaba: “Suerte que no estamos en la zona rusa, porque si no Lili se habría enamorado de un ruski”. Y Lili se reía y se asomaba aún más y saludaba y gritaba: “Buddy, I love you!”.

Frau Länge, consciente de que la educación de sus huéspedes británicos no indicaba necesariamente que estuvieran de acuerdo con ella, se erguía a veces, en un gesto de remilgado fariseísmo, miraba al frente, bajando los párpados con timidez, y decía en voz baja, con una rectitud escandalizada: “Sí, Lili, tú dirás lo que quieras, pero tenemos suerte de que esta vez nuestros huéspedes sean ingleses. Son gente como nosotros, han sufrido esta guerra terrible. Y volverán a casa y contarán a sus amigos cuánto sufrimos porque nuestra patria está dividida. No saben la humillación que sufrimos”.

Ante eso, Mary Parrish y Hamish Anderson permanecían en silencio mientras se pasaban educadamente la sal o la guarnición, y poco después se excusaban y se retiraban a su habitación. Dormían mucho, ya que, al fin y al cabo, eran gente que siempre andaba escasa de sueño. Y comían de buena gana. Esquiaban un poco, se tumbaban al sol y tomaban un poco de color que perderían en una semana al volver a Londres. Se sentían descansados. Disfrutaban de un letargo de satisfacción física. Escuchaban a frau Länge, aceptaban sus regañinas por su absoluta ignorancia de los modales y costumbres de las familias reales europeas, observaban a la hija, que salía con tal o cual soldado norteamericano. Y cuando una tarde llegó el doctor Schröder para tomar café con frau Länge, se alegraron de sumarse a la fiesta. Frau Länge les explicó que el sueño del doctor Schröder era ir a Estados Unidos. Por desgracia, todos sus intentos habían fracasado. Quizá fuera sencillo para ellos conseguirle un visado desde Londres. ¿No? ¿También era difícil allí? Ach, si ella fuera joven también iría a Estados Unidos: era el país del futuro, ¿verdad? No culpaba al doctor Schröder por tener tantas ganas de ir. Y si ella estuviera en posición de ayudarlo, sin duda lo haría, porque los amigos debían ayudarse siempre.

Habían concluido que frau Länge tenía planeado casar a Lili con el médico. Pero no parecía que Lili compartiera la idea, porque a pesar de que sabía que iba a ir esa tarde, no apareció. Y quizá frau Länge al fin y al cabo no lo lamentara, porque aunque la palabra “flirteo” no fuera la más adecuada respecto a la relación entre ellos dos, se trataba de un vínculo extremadamente amistosa. Frau Länge no dejaba de suspirar con sus ridículos ojos azules clavados en la reluciente máscara que era el rostro de su amigo, mientras decía: “Ach, mein Gott, mein Gott, mein Gott!”, y el doctor Schröder aceptaba el tributo como una estrella de cine harta de halagos, hacía gestos de rechazo con una mano y usaba la otra para comer. Pasó la noche allí, aparentemente en el viejo sofá de la cocina.

Por la mañana el médico despertó a Mary y a Hamish a las siete para comunicarles que por desgracia debía abandonar el valle porque tenía que volver a sus obligaciones en el hospital. Estaba encantado de haberles sido de alguna utilidad y esperaba que organizaran el viaje de vuelta de tal modo que pudieran pasar por la ciudad donde se encontraba su hospital. Les pidió que así se lo aseguraran.

La partida del doctor Schröder hizo que cayeran en la cuenta de que sus propias vacaciones se terminaban en una semana y de que estaban aburridos o a punto de estarlo. Harían bien en espabilarse, dejar las montañas nevadas y bajar hasta una de las ciudades, alquilar una habitación barata y hacer un esfuerzo por conocer a gente normal. Desde luego, no a los ricos industriales que frecuentaban ese valle ni a la gente como frau Stohr, que sin duda eran restos de un tiempo pasado y más pacífico; ni a frau Länge y su hija Lili; ni al doctor Schröder. Despedirse de frau Länge casi no les causó ningún dolor porque, como ella les dijo al instante, no pasaba un día sin que al menos una persona llamara a su puerta en busca de una habitación, porque, como todo el mundo sabía en el pueblo, ofrecía gran calidad a buen precio. Era cierto; frau Länge era una patrona nata. Les había ofrecido mucho más de lo que habían contratado, que se traducía en alguna que otra taza de café y, sobre todo, en horas de conversación fraternal. Entendió su explicación de que querían pasar una semana en su ambiente profesional, visitando hospitales y entrando en contacto con otros colegas médicos.

—En tal caso —dijo de pronto— es una suerte que hayan conocido al doctor Schröder, ya que no podrían encontrar a nadie mejor para que les muestre todo lo que necesitan ver.

Dijeron que buscarían al doctor Schröder en cuanto llegaran, en el caso de que aparecieran por su ciudad, y con esto dieron por concluida la despedida.

Bajaron en autobús por el serpenteante valle hasta el pueblo principal, O., tomaron el pequeño tren desvencijado, pasaron otra incómoda noche sentados uno al lado del otro en los rígidos bancos de madera y por fin llegaron a la ciudad de Z., donde encontraron una pequeña habitación en un hotel barato. Se habían propuesto conocer a gente normal y corriente y ampliar su perspectiva sobre la Alemania contemporánea. Daban cortos paseos por las calles de la ciudad, llenas de gente normal y corriente, observaban sus rostros como hacen los turistas, inventaban historias sobre las personas y entablaban breves conversaciones a partir de las cuales establecían grandes generalizaciones. Y, como todo turista que se precie, se permitían fantasear con detener a alguna persona de aspecto agradable en medio de la calle y decirle: “Somos gente normal y corriente, que representamos a la perfección a nuestros conciudadanos. No cabe duda de que usted es una persona normal y corriente, un representante de sus compatriotas. Le rogamos que se manifieste y muestre ante nosotros, y a nuestra vez nosotros haremos lo propio”.

Después de lo cual esa persona de aspecto agradable proferiría una exclamación de júbilo, se golpearía la frente con el puño y respondería: “¡Amigos! Nada me gustaría más”. Y entonces los llevaría a su casa, piso o habitación, y daría comienzo una amistad eterna, lo bastante fuerte para superar los conflictos internacionales, accidentes, incidentes, guerras o cualquier otro fenómeno a todas luces no deseado por la gente de ambos lados.

No se pusieron en contacto con el doctor Schröder, ya que se cuidaron mucho de no escoger la ciudad donde trabajaba. Pero de vez en cuando pensaban que habría sido muy grato que el doctor Schröder no hubiera resultado una persona tan desagradable; que hubiese sido un médico trabajador, abnegado e idealista como ellos, que los hubiera podido introducir en la vida médica de Alemania, o al menos de una ciudad concreta, sin que la política interfiriera en modo alguno.

El hecho de pensar con melancolía en este sentido los llevó a adoptar una actitud ajena a su personalidad, por naturaleza insegura. Por lo visto, un año antes el doctor Anderson había recibido una carta de cierto doctor Kroll, que trabajaba en un hospital en las afueras de la ciudad de Z., en la que lo felicitaba por un artículo que había publicado recientemente y adjuntaba uno propio relacionado con su línea de investigación. Hamish se acordó de que había leído el artículo del doctor Kroll y que pensó que era el típico trabajo que publican los médicos entrados en años y bien establecidos que ya no son capaces de hacer aportaciones originales en el campo de la medicina pero que, puesto que no desean que la profesión piense que han perdido el interés por la investigación, de vez en cuando publican breves artículos inocuos que no son más que un comentario cortés sobre el trabajo ajeno. En resumen, el doctor Anderson despreció el artículo que le había enviado su colega desde Alemania y se limitó a escribirle una escueta carta de agradecimiento. En ese momento recordó el incidente, se lo comentó a Mary Parrish y ambos se plantearon si debían llamar por teléfono al doctor Kroll y presentarse. Cuando decidieron que lo harían, sintieron claramente que admitían su derrota. Ahora se iban a dedicar a ser profesionales, nada más. La “gente normal y corriente” los había esquivado por completo. No se sentían satisfechos de las conversaciones con tres obreros (en el autobús), dos amas de casa (en cafés), un hombre de negocios (en el tren), dos camareras y dos asistentas (en el hotel). Ninguna de estas personas había pronunciado el alegato definitivo, sucinto y decisivo sobre la Alemania moderna que tan desesperadamente necesitaban. De hecho, nadie dijo más de lo que sus homólogos británicos hubieran dicho. Lo más parecido a un comentario político fue la queja de una de las asistentas, lamentando que no ganaba lo suficiente y afirmando que le gustaría mucho ir a Inglaterra, donde, así lo tenía entendido, los sueldos era mucho más altos.

No, el contacto con la Alemania real, sensata, pasada de moda y saludable, simbolizada por esas dos niñas que cantaban en el autobús, les había sido vedado. Pero no cabía duda de que debía de estar allí. Habían conocido algo que era una combinación de la ironía agotada de los refugiados, la amarga ratificación de las canciones de Bertolt Brecht, la combativa pasión de un Dimitrov (aunque estaba claro que Dimitrov no era alemán), la inocencia de las niñas, los estrepitosos acordes de la Quinta sinfonía de Beethoven. Estas cualidades se fundían en sus mentes con la imagen de un personaje cansado, escéptico, sardónico pero duro, una suerte de filósofo civilizado dispuesto a empuñar un rifle en cualquier momento y luchar por el bien, la justicia y la verdad. Pero no habían conocido a nadie así ni por asomo. Y en cuanto a las dos semanas que habían pasado al otro lado del valle, simplemente las habían borrado. Al fin y al cabo, ¿era posible que un valle entregado el año entero a la búsqueda del placer fuera representativo de algo más que de sí mismo?

Simplemente aceptarían que habían fracasado, llamarían al doctor Kroll y pasarían los días de vacaciones que les quedaban recabando información médica. Telefonearon al doctor Kroll, que, para su sorpresa, recordaba la interesante correspondencia que había mantenido con el doctor Anderson, y los invitó a pasar la mañana del día siguiente con él. No parecía en ningún caso el atareado jefe de un hospital, sino más bien un anfitrión. Después de haber concertado la cita, los doctores Parrish y Anderson se disponían a salir en busca de un restaurante barato —ya que sus reservas económicas a esas alturas eran muy escasas— cuando apareció el doctor Schröder. Había viajado toda la tarde desde S. para saludarlos, puesto que su amiga frau Länge le había dicho que estaban allí. En otras palabras, debía de haber llamado o mandado un telegrama a frau Länge, que conocía su dirección porque les remitía las cartas. Tanto los necesitaba que había recorrido todo el trayecto desde S.: una empresa cara, algo que no dudó en dejar claro.

La pareja británica, de nuevo frente al rostro magullado y la mirada amarga del doctor Schröder, sintió otra vez una mezcla de repugnancia y compasión y buscaron excusas poco convincentes para disculparse por haber escogido esa ciudad en lugar de S. Le dijeron que no podían permitirse pasar la velada, tal y como les hubiera gustado, en uno de los restaurantes caros; y rechazaron que los invitara, puesto que ya se había gastado mucho dinero en ir a verlos; así que acordaron ir a tomar una cerveza con él. Fueron a varias cervecerías donde solían reunirse las cohortes del Führer en los viejos tiempos. El doctor Schröder se lo contó de tal modo que podía entenderse por igual que estaba refiriéndose a una atracción turística como que les ofrecía la oportunidad de lamentar junto a él una pérdida gloriosa. Su actitud hacia ellos oscilaba entre la hostilidad y una cortesía degradante. Ellos, por su parte, mantuvieron los modales, bebieron la cerveza, cruzaron una mirada ocasional y sufrieron durante una velada que, de no haber estado el doctor Schröder, habría sido muy agradable. De vez en cuando hacía que la conversación versara sobre sus posibilidades de ir a trabajar a Gran Bretaña y ellos repetían sus advertencias, hasta que al final, aunque él no había mencionado Estados Unidos, le explicaron que desde Inglaterra no le resultaría más fácil que desde allí conseguir el visado para vivir en ese rincón del mundo. El doctor Schröder no se mostró desconcertado cuando ellos manifestaron ser conscientes de su verdadero propósito. Al contrario, se comportó como si les hubiera contado desde el principio que Estados Unidos era su país ideal. Como si nunca hubiera cantado himnos de alabanza a Gran Bretaña, ahora despreciaba Inglaterra por ser parte de Europa, que estaba muerta y acabada, un parásito del saludable cuerpo de América. Era obvio que la gente precavida emprendería su camino hacia América. ¿Acaso ellos también habían vislumbrado esta verdad evidente y posiblemente ya lo tenían todo planeado? Sin duda él no culpaba a nadie de velar por sí mismo en primer lugar; era una ley de la naturaleza. Pero los amigos se ayudan. Y quién sabe si una vez que estuvieran todos en América el doctor Schröder podría ayudar a los doctores Anderson y Parrish. La ruleta de la fortuna bien podría hacer que sucediera algo así. Sí, en este mundo era conveniente tenerlo todo bien planeado con antelación. Y en cuanto a él, no le avergonzaba admitir que ese era su primer principio. Por eso se encontraba allí esa noche, en la ciudad de Z., a su disposición. Por eso había pedido un día libre en su hospital —algo que no había resultado nada fácil, pues acababa de regresar de quince días de vacaciones—, para hacerles de guía por los hospitales de Z.

Mary y Hamish, después de un largo silencio abatido, le dijeron que su generosidad era abrumadora. Pero, por desgracia, al día siguiente habían quedado con el doctor Kroll, de tal y cual hospital.

Los ojos del doctor Schröder expresaron una repentina y violenta vivacidad. La reluciente y estirada máscara de su rostro enrojeció todavía más y, después de un furioso y enfadado parpadeo de luz azul tras oír el nombre de Kroll, sus ojos adoptaron una mirada firme, casi angustiada, de interrogación.

Por lo visto, finalmente habían encontrado, por casualidad, el modo de hacer callar al doctor Schröder.

—El doctor Kroll —dijo, con el suspiro propio de un hombre que, después de mucho buscar, da con la clave—. El doctor Kroll. Entiendo. Sí.

Por fin los clasificaba. Al parecer, el estatus del doctor Kroll era tan elevado, y en consecuencia también el de ellos, que no podía aspirar a equipararse con él. Era perfectamente comprensible que no tuvieran ninguna necesidad de emigrar a América si eran tan buenos amigos del doctor Kroll. Su actitud se tornó fría, amenazadora y respetuosa, y si hubieran hecho la más mínima insinuación, tres semanas atrás, esa primera noche en O., de que eran íntimos del doctor Kroll, le habrían ahorrado toda esta angustia y problemas y gastos.

Resultó que el doctor Kroll era un hombre que gozaba de grandes honores y prestigio en los círculos más destacados de su profesión. Sin duda era una lástima que un hombre así sufriera tanto…

¿Y por qué sufría el doctor Kroll?

¿Cómo, no lo sabían? ¡Era imposible, seguro que sí! El doctor Kroll ingresaba voluntariamente seis meses al año en su propio hospital. Sí, era admirable —¿verdad?— que un hombre tan brillante como él pudiera, en cierto momento del año, ceder su puesto a sus subordinados y se sometiera a estar encerrado del mismo modo que él, los otros seis meses, encerraba a otra gente. Era muy triste, sí. Pero no cabía duda de que ellos debían de saber todo eso, ya que contaban con el privilegio de la amistad del doctor Kroll.

Mary y Hamish no querían admitir que no sabían que el doctor Kroll dirigía un hospital psiquiátrico. Si lo hacían, perderían la ventaja de su inmunidad frente al doctor Schröder que, estaba claro, ya los había situado en una esfera superior. Mientras tanto, puesto que la velada se había echado a perder y debían pasar el tiempo de algún modo, el doctor Schröder se disponía a hablar.

Cuando la noche estaba tocando a su fin en una cervecería donde se bebía rodeado de enormes barriles de madera de los que servían directamente la cerveza en jarras gigantes —la apoteosis de todas las cervecerías—, ya se habían formado una imagen del doctor Kroll: era un hombre muy anciano, al estilo de Lear, que aceptaba orgulloso e implacable su aflicción. Y a pesar de que ninguno de los dos sentía un interés especial por las enfermedades mentales, ya que Mary Parrish estaba especializada en pediatría y Hamish Anderson en geriatría, tenían ganas de conocer a ese hombre valiente que les inspiraba tanta compasión.

La velada acabó sin apuros gracias a la presencia invisible del doctor Kroll. El doctor Schröder los acompañó hasta la puerta de su hotel, les estrechó las manos y les deseó que acabaran felizmente sus vacaciones. La violenta disonancia de su personalidad había sido completamente absorbida por la humildad degradante a la que se había replegado y que le servía de consuelo. Dijo que los buscaría cuando fuese a Londres, pero solo por pura educación. Les deseó que tuvieran un agradable reencuentro con el doctor Kroll y se dirigió a grandes zancadas hacia la estación de ferrocarril a través de la noche oscura, fría y ventosa, saltando sobre sus largas y delgadas piernas, como un saltamontes cubierto con una capa negra: una silueta encapuchada, implacable y enérgica alrededor de la cual se arremolinaban ráfagas de delicada nieve que relucían con las luces de la calle como un soplo de sal o de arena.

A la mañana siguiente seguía nevando. La pareja británica dejó temprano el hotel para ir hasta la parada de autobús, que estaba en el otro extremo de la ciudad, en un barrio pobre. La nieve caía con desgana de un cielo bajo y gris, y sobre el suelo oscuro yacían dispersos pequeños copos de nieve sucia. Las bombas caídas durante la reciente guerra habían afectado a las calles de kilómetros a la redonda, que dibujaban líneas truncadas por los socavones, mientras que las vías nuevas del tren discurrían limpias y relucientes a través de ellas. La estación había sufrido el bombardeo, y en su lugar había un barracón que cumplía temporalmente sus funciones hasta que construyeran otra. Una multitud obstinada y envuelta en colores oscuros se agolpaba en torno a la parada del autobús. Cerca, una masa de trabajadores estaba ocupada en la construcción de un edificio que se erguía elegante, nítido y blanco entre las miles de casas damnificadas. Parecían insectos negros y enérgicos trabajando contra el crudo blanco de las paredes. La pareja británica permanecía con los hombros fríos encorvados y moviendo los pies helados junto a la multitud alemana, y observaba a los albañiles. Pensaron que habían sido las bombas de su país las que habían causado aquellos estragos, pensaron en los estragos ocasionados en su país por las bombas de la gente con la que en ese instante estaban codo con codo, y se hundieron lentamente en un lánguido desánimo. El autobús tardaba en llegar. Cada vez tenían más frío. De vez en cuando la gente se metía en el barracón de la estación o se sumaba al final de las colas del autobús, o una mujer pasaba con la cesta de la compra. Detrás de los edificios en ruinas asomaban las formas y perfiles de la ciudad destruida y los perfiles de la ciudad que iban a reconstruir. Era como si estuviesen firmes entre las ruinas y fantasmas de las ciudades muertas y los retoños de las ciudades por nacer. Y los ojos de Hamish se entretenían de nuevo con las caras de la gente que lo rodeaba. Se fijaron en el rostro de una anciana que pasaba enfundada en un chal; y parecía que la multitud, como las calles, se hacía transparente y fluida, porque junto a ellos, detrás de ellos, entre ellos, se encontraba la muerte. La muerte de dos guerras poblaba la plaza en ruinas y empujaba a los vivos, una multitud silenciosa aislada por la nieve.

El silencio paralizaba el aire. Se oía un suave y profundo repiqueteo que parecía emerger de debajo del suelo. Procedía de una máquina de la obra. La máquina, hundida en la nieve sucia, alzaba sus fuertes y negros brazos mecánicos como un luchador o como alguien que está rezando, y el sonido de su tarea viajaba convertido en sensación de movimiento a través del gélido suelo, como si la tierra tuviera una respiración ronca. Y los obreros se encaramaban a la máquina y a las paredes empinadas del nuevo edificio, y trabajaban alrededor. Parecían niños jugando con ladrillos, como si media hora antes un hombre gigantesco calzado con botas militares hubiese pasado por delante de su bloque en construcción con andar decidido, y lo hubiese derribado sin más. Y ahora los niños estaban reconstruyéndolo, bajo las piernas de una raza de gigantes con impresionantes botas negras y decididos andares. En cualquier momento otro par de negras piernas desconsideradas se sentaría a caballo del edificio y este se desplomaría en ruinas, acompañando al estrépito de truenos y rayos de luz. A lo largo y ancho de la sufriente Europa, el suelo se empapaba de sangre una y otra vez, un suelo resquebrajado una y otra vez por el iracundo metal. Las pequeñas figuras trabajaban, construyendo sus resplandecientes casas nuevas entre los proyectiles y los escombros de la guerra. En sus ojos se reflejaba la sombra de los pies que marchaban enfundados en botas militares, y al lado de cada uno de ellos, al lado de todos ellos, su muerte, la muerte invisible, pertinaz y dotada de memoria.

La muchedumbre seguía esperando. La máquina mantenía la respiración ronca. De vez en cuando aparecía un autobús desvencijado, un par de personas subían a él, el vehículo partía y llegaba más gente vestida de negro entre jirones de nieve que caían hacia la multitud, muy parecida a una multitud inglesa en ese rasgo de impasible y disciplinada paciencia.

Por fin llegó el autobús con el número que les habían dicho que debían tomar, y subieron a él junto con un par de personas más. Iba medio vacío. Dejó atrás la ciudad casi al instante. El hospital del doctor Kroll, como muchos hospitales británicos similares, se había construido más allá de los límites de la ciudad, para que la vida de la gente sana no se viera perturbada por los pensamientos de aquellos que debían recogerse tras la protección de altos muros. El camino discurría recto por una carretera muy estrecha, recientemente reconstruida, por contundentes llanuras negras con vetas y manchas de nieve. El aire, sosegado y sin viento, estaba colmado de minúsculas partículas de nieve que caían tan despacio que era como si el cielo mismo estuviese cayendo, como si el peso ligero de la nieve arrastrara el gris hasta el suelo, escondiendo las llanuras negras y contundentes. El viaje avanzaba por un mundo sin color.

El hospital del doctor Kroll se hizo visible ya muy entrada la llanura. Consistía en una decena, o algo más, de edificios oscuros consecutivos que formaban entre sí un ángulo regular, siguiendo la misma disposición que los barracones de los campos de concentración de la guerra. De hecho, a cierta distancia, guardaba un gran parecido con la disposición geométrica de un campo de concentración, pero a medida que el autobús se acercaba los edificios aumentaban y desplegaban su tamaño real, y estaban rodeados de un esquema uniforme de césped y arbustos.

El autobús los dejó ante una pesada puerta de hierro, y en la entrada del edificio principal, alto y cuadrado, les dio la bienvenida un médico cuyo entusiasmo procedía claramente del doctor Kroll, que los esperaba con impaciencia arriba. Subieron varias escaleras y cruzaron muchos pasillos, y pensaron que, más allá de la desoladora impresión que este edificio pudiera haberles causado desde fuera, se habían esmerado mucho en desterrar tal desolación del interior. Las paredes estaban cubiertas de cuadros animados que ahora no tenían tiempo de examinar, mientras seguían a su apresurado guía; en cada esquina de los pasillos había flores sobre altos pedestales, y las paredes, los techos y la carpintería estaban pintados de un blanco impecable y de azul. Pensaban con compasión en el Lear arrastrado por la tormenta que iban a conocer en breve, mientras avanzaban por aquellos pasillos humanos y acogedores. Pensaban incluso que quizá fuese una ventaja tener de director de un hospital psiquiátrico a un hombre que sabía lo que era pasar un tiempo ingresado en él como víctima. Pero su guía señaló:

—Este es, naturalmente, el bloque donde se encuentran la administración y la zona de los médicos. El doctor Kroll les mostrará encantado, más tarde, el hospital propiamente dicho.

Dicho lo cual les estrechó la mano, se despidió con una inclinación de la cabeza y se fue, dejándolos ante la puerta entreabierta de lo que parecía una sala de estar de clase media.

Una voz cordial los invitó a pasar y entraron en una suite de dos habitaciones, dividida por puertas correderas de cristal, muy iluminada, con muebles de buen gusto y sin nada que recordara a una oficina salvo un pequeño escritorio a cada extremo. Detrás de la mesa estaba sentado un hombre apuesto, a punto de abandonar la madurez, que se levantó para saludarlos. Se les ocurrió, pero demasiado tarde, que debía de ser el doctor Kroll; de ahí que su saludo, puesto que estaban desconcertados, fuera mucho menos entusiasta que el de él. El saludo, en todo caso, se asemejaba más al de un anfitrión que al de un colega. Por lo visto estaba encantado de conocerlos e insistió en que tomaran asiento mientras pedía que les sirvieran un poco de café. Se dirigió hasta el teléfono, que estaba sobre la mesa que había en la habitación del otro lado de la pared de cristal, y los dos se miraron, compartiendo su sorpresa y luego, por fin, alegría.

El doctor era, en primer lugar, extremadamente distinguido, y en ese momento se acordaron de un comentario del doctor Schröder la noche anterior, cuando les dijo que procedía de una familia antigua y respetada; que era, en suma, un aristócrata. Tuvieron que dar por buenas sus palabras al ver al propio doctor Kroll, a pesar de que no lo habrían imaginado dado que la descripción la había hecho el doctor Schröder. El doctor Kroll era bastante alto y lograba combinar pesadez y ligereza de un modo extraordinario, ya que hacía que uno se preguntara instintivamente cuánto debía de pesar. No era gordo, ni siquiera rollizo, sino fuerte, y su cara, de huesos anchos y prominentes, cargaba el peso de una piel muy porosa. Sin embargo, uno habría dicho, por la bóveda prominente de la pálida frente y por la nariz imponente y grande, y por los ojos profundamente oscuros y vivaces, que se trataba de un rostro delgado. Sus movimientos no eran los propios de un hombre corpulento: sus gestos eran rápidos e impacientes, y sus manos, grandes y hermosas, estaban en constante movimiento. Regresó, sonriente, después de pedir el café, se sentó en una butaca frente a los dos médicos británicos y procedió a entretenerlos del modo más cortés y agradable del mundo.

Hablaba un inglés admirable, sabía mucho sobre Gran Bretaña y hablaba de la situación actual de los asuntos británicos con gran seguridad.

Sentía una inmensa admiración por Gran Bretaña. Y en esta ocasión la pareja británica se sintió halagada. Era muy distinto que oír los elogios de aquel espantoso doctor Schröder. Hasta que llegó el café, y mientras lo tomaron, y media hora después, estuvieron charlando sobre Gran Bretaña y sus instituciones. La pareja escuchaba la opinión acerca de su país, con la que discrepaban profundamente, aunque sin irritación, puesto que era natural que un hombre como aquel sostuviera ideas conservadoras. El doctor Kroll consideraba que una monarquía parlamentaria era la mejor garantía ante los conflictos y que de hecho constituía el fundamento de la famosa tolerancia británica, que era la cualidad que más admiraba. Como alemán, y por tanto autorizado a hablar de los peligros de la anarquía de un modo peculiar, dijo que lo mejor que podrían haber hecho las fuerzas aliadas habría sido imponer una familia real en Alemania, nombrada, si hubiera sido necesario, de entre los restos y fragmentos de las, por desgracia, menguantes familias reales de Europa. Además, creía que esto debería haberse hecho al término de la Primera Guerra Mundial, con el Tratado de Versalles. Cuando Gran Bretaña, por lo general tan perspicaz en los asuntos de este tipo, dejó a Alemania sin el resguardo de la monarquía, cometió el error más grave de su historia. Pues una monarquía real habría impuesto la buena conducta y el respeto a las instituciones, y la aparición de aquel arrogante habría resultado imposible.

La mirada de la pareja británica volvió a cruzarse, aunque fugazmente. Al oír que describía a Hitler como un arrogante revivieron algunas de las sensaciones que sintieron cuando escuchaban al doctor Schröder o a frau Länge. Pocos segundos después lo oyeron refiriéndose a él como un arrogante mestizo, y su incomodidad se afianzó definitivamente, por debajo del bienestar inducido por el buen café y la simpatía del anfitrión.

El doctor Kroll desarrolló su tema durante un rato, mientras les dirigía miradas animadas e inteligentes, les ofrecía más café y cigarrillos y les preguntaba cómo funcionaba el sistema sanitario en Gran Bretaña. Dio por supuesto que nadie aceptaría un esquema en que se diera algo a la gente a cambio de nada, y se lamentó del sometimiento a la tiranía del Estado. Ellos se aventuraron a señalarle las ventajas que pensaban que tenía y, finalmente, él asintió y aceptó que una nación tan estable y regulada como la suya sin duda era capaz de permitirse algunos experimentos extravagantes que hundirían a otros países; al suyo, por ejemplo. Pero no podía menos que preocuparse al observar a Gran Bretaña, que consideraba el baluarte de la decencia contra el socialismo en Europa, rindiéndose al populacho.

Fue entonces cuando dijeron que no querían robarle más tiempo del necesario; debía de estar muy ocupado. Porque sin duda el director de un hospital tan grande como ese no podía permitirse dedicar tanto tiempo a cada uno de los médicos extranjeros que deseaban visitarlo. ¿O era acaso su devoción por Gran Bretaña lo que lo llevaba a dedicarles tanto tiempo?

En cualquier caso, pareció decepcionado cuando le recordaron el propósito de su visita. Incluso suspiró y se quedó en silencio un instante, de modo que el doctor Anderson, por pura educación, mencionó el artículo que había recibido, para que pudieran discutir el tema de su investigación, en caso de que el doctor Kroll así lo desease. Pero el doctor Kroll simplemente suspiró otra vez y dijo que tenía poco tiempo para los trabajos originales; era el precio que uno debía pagar al aceptar las cargas de la administración. Se levantó —toda su vivacidad había desaparecido— y los invitó a pasar a la otra habitación, donde tenía las llaves. Así que los tres se dirigieron a la otra sala, que era una oficina donde había una mesa y un teléfono, y una vez allí la atención de Mary Parrish se centró en un cuadro detrás de la mesa. A una distancia de unos dos metros era una pintura alegre y fresca, donde se representaba un trigal con acianos y amapolas visto casi a ras de suelo, como permaneciendo en cuclillas en medio del campo. Pero al acercarse al cuadro la imagen se desvanecía, se transformaba en una confusión de colores intensos. Estaba pintado con los dedos. La superficie del lienzo era tan estriada como un campo arado. Mary Parrish se acercó al luminoso cuadro, retrocedió un par de pasos y luego un par de pasos más; al contemplarlo, el cuadro se recreaba a sí mismo, un trigal intenso e inocente, con algo de la sensual inocencia de los cuadros de Renoir. Estaba tan ensimismada que se sobresaltó cuando el doctor Kroll apoyó la pesada mano en su hombro y le preguntó si le gustaba la pintura. Al instante, tanto ella como Hamish afirmaron que les gustaba mucho.

El doctor Kroll dejó sobre su ordenadísima mesa —tan ordenada que uno no podía evitar preguntarse si se usaba— el enorme manojo de llaves que había cogido de allí, y se quedó quieto ante el trigal, con las manos en el hombro de Mary.

—Esto —dijo él— es lo que me interesa de verdad. Sí, sí; esto, estarán de acuerdo conmigo, es mucho más interesante que la medicina.

Estuvieron de acuerdo, puesto que comprendieron que se hallaban ante el autor de la pintura. El doctor Kroll se dispuso a sacar de un gran armario de la pared un montón de cuadros, todos pintados con los dedos, todos con esa curiosa y gruesa superficie de pintura; todos cobraban vida a diez pasos y se convertían en cuadros organizados y originales.

Al cabo de poco tiempo las dos habitaciones estaban llenas de cuadros recostados en las sillas, mesas, paredes y las puertas correderas de cristal. El doctor Kroll, con las manos cruzadas en un gesto de ansiedad, los seguía mientras observaban un cuadro tras otro. Era evidente que se clasificaban en dos categorías: estaban aquellos que, como el trigal, eran de colores intensos, muy frescos y líricos; luego había los que, de cerca, mostraban una superficie abrupta y lúgubre de negro, gris, blanco, un verde plomizo y —de manera recurrente— un característico toque de rojo, un rojo oscuro, apagado, herrumbroso, como la sangre reseca. Todos los cuadros eran extraordinarios y macabros, representaban camposantos y calaveras y cadáveres, escenas de guerra y edificios bombardeados y mujeres que gritaban y casas que ardían con gente que caía desde las ventanas, como hormigas en llamas. Era extraordinario el modo en que, en el lapso de unos pocos segundos, estas dos habitaciones convencionales y agradables se habían convertido, con los cuadros, en una exposición morbosa, en particular porque las escenas de los cuadros se desvanecían y se transformaban en áreas de pintura espesa que había sido untada, restregada, amontonada y trabajada por todo el lienzo, con un espesor de dos centímetros, por los hermosos dedos del doctor Kroll. A más de dos metros, la distancia adecuada para contemplar el trabajo del doctor Kroll, el cuadro que habían examinado cinco minutos antes, y del que ahora se habían alejado, perdía su significación y se desintegraba en una superficie confusa de capas de colores. Así, pasaban continuamente del caos a una breve iluminación, clara, inesperada. Y no pudieron evitar preguntarse si el doctor Kroll tenía el talento de una visión peculiar propia, quizá la visión de la yema de sus dedos, que le permitía ver su trabajo cuando se ponía frente a él, restregando y cubriendo el lienzo de pintura espesa. Incluso se lo imaginaron como un monstruo con brazos de dos metros, de pie ante su lienzo, mientras trabajaba en él como si fuera una araña trepadora. La calidad de los cuadros era tal que, mientras los observaban, no podían evitar representarse al artista como a un monstruo, un maníaco o algún tipo de insecto talentoso. Sin embargo, al volverse a mirar al doctor Kroll, allí estaba: un hombre apuesto que personificaba la esencia de todo lo conservador, correcto y cortés.

Mary acabó sintiéndose un poco mareada. Buscó los combativos ojos azules de su pareja y comprendió que él se sentía igual. Porque se trataba de una repetición exacta del encuentro con el doctor Schröder, con su rostro magullado que reclamaba compasión. Cuando le dijesen al doctor Kroll lo que opinaban de su trabajo debían recordar que hablaban con un hombre que, valiente y decidido, cedía el mando del hospital a un subordinado y se abandonaba a la locura seis meses al año, durante los cuales, probablemente, pintaba estos cuadros espantosos, cuya superficie parecía la materia despedazada y sangrienta de la carne en descomposición.

Mientras tanto él permanecía a su lado, escrutando sus rostros con ansiedad.

En respuesta a su demanda dijeron que sin duda tenía un verdadero talento. Que su trabajo era sorprendente y original. Que estaban profundamente impresionados.

Él se quedó en silencio, sin sonreír demasiado, pero con una mirada burlona detrás de sus delicados ojos. Los estaba juzgando. Sabía qué sentían y los condenaba por ello, del mismo modo que el iniciado se disculpa ante el inocente.

El doctor Anderson comentó que debía admitirse que los cuadros eran bastante impactantes. ¿Quizá no fueran del gusto de todo el mundo? ¿Quizá eran un poco violentos?

El doctor Kroll, sonriendo cortésmente, respondió que la vida en ocasiones tendía a ser violenta. Sí, esa era su experiencia. Alargó su sonrisa, señaló el trigal que estaba sobre la pared detrás de su mesa y dijo que entendía que el doctor Anderson prefiriera aquel tipo de pinturas.

El doctor Anderson tomó posición con gran firmeza, y dijo que prefería ese cuadro a cualquiera de los otros que había visto.

Mary Parrish se unió al doctor Anderson diciendo que en su opinión ese cuadro era muy superior al resto. Prefería las pocas pinturas alegres, todas repletas de un absoluto deleite, de un deleite sensual, mientras que las otras le parecían —si no le importaba que lo dijera de ese modo— simplemente horribles.

El doctor Kroll dirigió una mirada irónica y oscura de un rostro a otro y comentó:

—Bueno. —Y repitió, aceptando el mal gusto de ellos—: Bueno. Soy víctima de ataques depresivos —comentó—. Cuando estoy deprimido, se entiende que bastante, pinto esos cuadros. —Señaló las pinturas sombrías de su locura—. Y cuando vuelvo a sentirme feliz, y cuando tengo tiempo, porque, como les he contado, estoy extremadamente ocupado, pinto estos otros… —Su gesto en dirección al trigal mostraba impaciencia, casi desdén. Estaba claro que había colgado el alegre trigal en la pared de la sala de visitas porque suponía que todos sus invitados o colegas tendrían el mal gusto de preferirlo—. Bueno —dijo de nuevo, con una sonrisa seca.

Ante eso, Mary Parrish —como él se estaba dejando arrastrar por un sentimiento de absoluta soledad— dijo enseguida:

—Pero nos interesa mucho. No encantaría ver más, si tiene tiempo.

Por lo visto, necesitaba mucho oírla decir eso. Porque entonces la irónica condena abandonó su rostro y apareció la patética ansiedad del artista aficionado, deseoso de ser amado por su trabajo. Les contó que había expuesto sus cuadros en dos ocasiones, que los críticos lo habían malinterpretado, habían apreciado los cuadros que a él no le importaban, así que nunca más volvería a exponerse en público a la estupidez de los críticos. Contaba con la simpatía de una minoría comprensiva, algunos de ellos visitantes ocasionales del hospital; incluso algunos de ellos eran —si no les molestaba que lo dijera así— internos. Estaría encantado, ante dos invitados tan agradables como eran sus visitas inglesas, de mostrarles otra parte de su trabajo.

Después de decir aquello, los invitó a seguirlo por un pasillo que había detrás de su despacho, cuyas paredes estaban cubiertas de cuadros desde el suelo hasta el techo. También las paredes del pasillo que había detrás.

Era espantoso pensar en la energía que debía de tener aquel hombre cuando estaba “deprimido”. Se sucedía un pasillo tras otro, con todas las paredes cubiertas de lienzos cargados de capas de pintura espesa. Algunos pasillos eran estrechos y resultaba imposible apartarse de los cuadros lo bastante para que estos cobraran forma. Pero parecía que el doctor Kroll era capaz de ver lo que sus manos habían creado incluso a una distancia tan corta. Se inclinaba sobre una gran zona de pintura espesa y seca de la que emergían fragmentos de una rama entrecortada que tenía el aspecto de un árbol bombardeado, o un pedazo de un hueso roto o una boca atormentada, y decía:

—A esta pintura la he titulado Amor. —O Victoria, o Muerte, pues le gustaba ese tipo de títulos—. ¿Ven? ¿Ven esa casa de allí? ¿Ven cómo he ubicado la iglesia? —Y los dos invitados miraban sin comprender las manchas de pintura y se preguntaban si acaso el lienzo representaba la apoteosis de su locura y no contenía forma alguna. Pero si se alejaban, retrocediendo hasta la pared opuesta todo cuanto podían, e inclinaban la cabeza hacia atrás para ganar un poco más de distancia, eran capaces de ver que en efecto había una casa o una iglesia. La casa también era una calavera, y las paredes color gris mortecino de la iglesia derramaban sangre herrumbrosa, o derramaban una gota de sangre sobre los alféizares de las ventanas, o expulsaban sangre como si se tratara de la boca de una persona que escupiera sangre.

La depresión se volvió a apoderar de la pareja, que, mientras seguía la distinguida espalda del doctor Kroll hacia otro pasillo repleto de cuadros, se cogió de la mano en un gesto instintivo que buscaba el cálido contacto de la carne sana.

Su anfitrión no tardó en llevarlos de nuevo al despacho, donde les ofreció más café. Ellos lo rechazaron cortésmente y le pidieron que les mostrara el hospital. El doctor Kroll aceptó sin el menor interés. No se trataba de que, según sugería su comportamiento, no se tomara en serio su hospital, sino de que habría preferido, ahora que había tenido el privilegio de contar con la visita de esta gente tan simpática, compartir con ella otros intereses mucho mayores: su amor por el país de ellos, su propio arte. Sin embargo, los acompañaría en su visita por el hospital.

Volvió a coger el manojo de llaves negras y se dirigió delante de ellos hacia el primer pasillo que habían cruzado. Se dieron cuenta entonces de que todos los cuadros que habían visto al principio eran suyos; eran los cuadros que despreciaba y colgaba para su exposición pública. Pero al atravesar una puerta negra que daba a un patio, el doctor Kroll se detuvo, alzó las llaves, sonriendo, y les señaló un pequeño cuadro junto a la puerta. Era una pintura de las llaves. De un grumo de pintura blanca y grisácea surgía, muy negro y duro y resplandeciente, un enorme manojo tintineante de llaves que también parecían campanas y, desde ciertos ángulos, ojos de mirada fija. El doctor Kroll compartió con ellos una sonrisa que parecía preguntarles: “¿Un tema interesante?”.

Los tres médicos cruzaron el patio hasta el primer bloque, que consistía en dos pabellones paralelos muy grandes, llenos de camas pequeñas y pulcras con una silla y una taquilla al lado. En las camas estaban sentados, o recostados, o tumbados, los pacientes. Más allá del hecho de que tuvieran un aspecto apático y la mirada perdida, no había nada que distinguiera este pabellón del de cualquier otro hospital público. El doctor Kroll intercambió saludos animados con algunos de sus pacientes, disuadió a un anciano que lo agarró del brazo mientras pasaba, y le dijo tenía que comunicarle una información de gran trascendencia que acababa de recibir en su emisora y que afectaba al curso entero de la historia, y siguió caminando por el edificio en dirección al siguiente. No había nada nuevo allí. Este bloque, como el anterior, había logrado reducir a unos cuantos cientos de seres humanos a una completa identidad con cada uno de los otros. El doctor Kroll comentó, casi con impaciencia, que una vez visto uno de los pabellones ya se habían visto todos, y salió por una puerta lateral a un patio que daba a otro monótono edificio con aspecto de bloque, que en este caso estaba lleno de mujeres. La pareja británica reparó entonces en que en los dos edificios anteriores solo había hombres, y le preguntaron al doctor Kroll si los hombres estaban en los edificios que quedaban a un lado del patio y las mujeres en los del otro. Y había una alambrada alta a lo largo del patio, con una puerta que abrió y cerró tras de sí.

—¿Por qué? Simplemente es así —respondió el doctor Kroll con indiferencia.

—¿Los hombres y las mujeres se ven, por la tarde por ejemplo?

—¿Verse? No.

—¿Ni siquiera en las veladas sociales? ¿Quizá en los bailes? ¿Durante alguna comida a la semana?

En ese instante el doctor Kroll se volvió hacia sus invitados y les ofreció una sonrisa tolerante.

—Amigos —dijo—, el sexo es una fuerza lo bastante destructiva incluso cuando se mantiene reprimido. ¿Están sugiriendo que deberíamos mezclar a hombres y mujeres en un lugar como este, donde ya es bastante difícil mantener a la gente tranquila y ajena a la excitación?

El doctor Anderson señaló que en los hospitales psiquiátricos progresistas de Gran Bretaña la política era permitir que hombres y mujeres se mezclaran en la medida de lo posible. ¿Cuál era el crimen por el que debía pagar esta pobre gente, preguntó con vehemencia, que hacía que los trataran como si hubieran tomado los votos del celibato?

La doctora Parrish notó que la palabra “progresista” desafinaba en ese ambiente. Tal era el poder de la conservadora personalidad del doctor Kroll, que hacía que sonara casi excéntrica.

—¿Ah, sí? —preguntó el doctor Kroll—. ¿De modo que los administradores de sus hospitales ingleses se buscan tantos problemas innecesarios?

—¿Los hombres y las mujeres no se ven nunca? —insistió la doctora Parrish.

El doctor Kroll dijo con actitud tolerante que por la noche se comportaban como colegiales traviesos y se pasaban notas por la alambrada.

La pareja británica se replegó en su invencible educación y sintió que la depresión corría por su interior como la niebla. Todavía nevaba tenuemente a través del pesado cielo gris.

Después de ver tres edificios con mujeres de todas las edades, tumbadas y sentadas envueltas en una rotunda ociosidad, estuvieron de acuerdo con el doctor Kroll en que ya era suficiente. Ya podían dar por terminada su inspección. Les dijo que regresaran con él a tomar otra taza de café, aunque primero debía hacer una visita breve, y quizá tendrían la amabilidad de acompañarlo. Les mostró el camino hacia otro edificio bastante alejado de los demás, cuya puerta principal se abría con una llave enorme del manojo. Nada más entrar resultó evidente que se trataba del edificio infantil. El doctor Kroll avanzaba a grandes zancadas por el pasillo principal llamando a algún empleado, que apareció para recibir sus instrucciones.

Mientras tanto, Mary Parrish, especialista en niños pequeños, al encontrarse ante la puerta abierta de un pabellón, miró dentro e invitó al doctor Anderson a que hiciera lo propio. Era una sala muy grande, muy limpia, muy fresca, con rejas en las ventanas. Estaba llena de cunas y camas pequeñas. En el centro de la habitación había un niño de cinco años que se agarraba a los barrotes de una cuna. Sus brazos estaban atrapados en una camisa de fuerza, y puesto que no podía evitar caerse, estaba atado contra los barrotes con una cuerda. Dirigía una mirada feroz a la habitación mientras le rechinaban los dientes. Mary nunca había visto a una criatura pequeña tan desesperada, violenta y dolida como aquella. Justo enfrente del niño estaba sentada una mujer rubia muy alta, vestida con una tela gris de rayas anchas, similar a un atuendo carcelario, que tejía plácidamente como si estuviera en su cocina.

Mary se quedó sin habla ante la espantosa visión. Se dio cuenta de que Hamish estaba agarrotado e indignado.

El doctor Kroll regresó por el pasillo, los vio y preguntó amablemente:

—¿Les parece interesante? ¿No? Claro, doctora Parrish, usted dijo que estaba especializada en niños. Entren, entren.

Los guió por la habitación, y la mujer rolliza se puso en pie respetuosamente cuando el doctor Kroll entró. Miró al niño con la camisa de fuerza y pasó por delante hacia la pared opuesta, donde había una hilera de camas colocadas con las cabeceras de una tocando los pies de la otra. Levantó las mantas una tras otra y les mostró decenas de niños entre uno y seis años: niños sin brazos, niños sin piernas, niños de enormes cabezas deformes, niños con cabezas diminutas y cuerpos monstruosos. Volvió a colocar las mantas en su lugar, una tras otra, después de que Mary Parrish y Hamish Anderson lo hubiesen visto, y dijo:

—Las drogas modernas son algo terrible. Ahora estos monstruos permanecen con vida. Antes se morían de neumonía.

—En teoría —dijo Hamish—, según creo, la ciencia médica avanza tan rápido que debemos mantener con vida a la gente que en principio no tiene ninguna esperanza por si encontramos algo que pueda salvarlos.

El doctor Kroll les ofreció la irónica sonrisa que ya habían visto antes, y dijo:

—Sí, sí, sí. Esa es la teoría. Yo creo…

Mary Parrish estaba mirando al niño aprisionado, que lanzaba una mirada feroz desde un rostro arrebatado por la furia, luchando con sus pequeñas extremidades contra la gruesa camisa de fuerza.

—En Gran Bretaña —dijo ella— prácticamente no se usan camisas de fuerza. Y nunca para los niños.

—¿Y qué? —preguntó el doctor Kroll—. ¿Y qué? A veces es por el bien del propio paciente.

Avanzó hacia el muchacho, se detuvo delante de los barrotes de la cuna y se quedó mirándolo. El niño miró al gran doctor a los ojos como si fuera un animal salvaje.

—Si te acercas demasiado, muerde —comentó el doctor Kroll; y con un gesto de asentimiento los invitó a que lo siguieran—. Sí, sí —siguió diciendo, mientras abría el portón y lo volvía a cerrar tras ellos—, hay cosas que no se pueden decir en público, pero en privado estaremos de acuerdo en que hay mucha gente en este hospital que no estarían peor si le aconteciera una muerte rápida e indolora.

De nuevo pidió que lo disculpasen, y se alejó para hablar con otro médico que cruzaba el patio con su bata blanca y un gran manojo de llaves en la mano.

—Este hombre nos ha contado que dirige el hospital desde hace treinta años —dijo Hamish.

—Sí, creo que sí.

—De modo que también durante la época de Hitler.

—Sí, el arrogante mestizo.

—Y no hubiera podido mantener el trabajo si no hubiera aceptado esterilizar a judíos, deficientes mentales y comunistas. ¿Te acuerdas?

—No, lo había olvidado.

—También yo.

Se quedaron en silencio un instante, pensando en lo mucho que les había gustado, en lo mucho que todavía les gustaba el doctor Kroll.

—Cualquier judío o deficiente mental o comunista que tuviera la desgracia de caer en las manos del doctor Kroll debió de ser esterilizado a la fuerza. Y a los muy enfermos debieron de matarlos directamente.

—No necesariamente —replicó ella lánguidamente—. Al fin y al cabo, quizá se negó. Quizá fue lo bastante fuerte para negarse.

—Quizá.

—Al fin y al cabo, incluso bajo los peores gobiernos siempre hay gente que ocupa cargos importantes que usa su influencia para proteger a los más débiles.

—Quizá.

—Y bien podría haber sido uno de ellos.

—¿Quieres decir que tendríamos que mostrarnos abiertos de miras? —inquirió él, agudo y sarcástico.

Se quedaron uno junto al otro bajo la fría nieve en una esquina del patio gris. Veinte pasos más allá, detrás de paredes y puertas cerradas con llave, un niño pequeño, sin más ropa que una camisa de fuerza y atado a los barrotes como un animal, rechinaba los dientes y miraba con odio a la rolliza celadora que tejía.

Mary Parrish dijo, desconsolada:

—Al fin y al cabo, no lo sabemos. No deberíamos condenar a nadie sin saber antes. Por lo que sabemos, bien podría haber salvado cientos de vidas.

En ese instante regresó el doctor Kroll, agitando las llaves.

Hamish preguntó tímidamente:

—Nos gustaría mucho saber si el régimen de Hitler incidió en usted en el aspecto profesional.

El doctor Kroll consideró la cuestión mientras caminaba al lado de ellos.

—La vida no era fácil para nadie en esa época —contestó.

—Pero ¿en lo que se refiere a la política sanitaria?

El doctor Kroll reflexionó seriamente sobre la pregunta y dijo:

—No, no interfirieron mucho. Está claro que, en lo relativo a ciertas cuestiones, los caballeros del régimen nazi tenían ideas razonables.

—¿Como cuáles? ¿Algún ejemplo?

—Veamos: ¿cuestiones higiénicas? Sí, podría decirse que se trataba de cuestiones de higiene social.

Los había acompañado hasta la puerta del edificio principal, y entonces les dijo:

—Supongo que tomarán conmigo una taza de café antes de irse, ¿verdad? A no ser que pueda convencerles de que se queden y coman con nosotros.

—Creo que deberíamos coger el autobús de regreso a la ciudad —dijo Hamish, hablando con firmeza en nombre de ambos.

El doctor Kroll miró el reloj.

—Su autobús todavía tardará veinte minutos en pasar.

Lo acompañaron por el pasillo-expositor hasta su despacho.

—Me gustaría mucho regalarles un pequeño recuerdo de su visita —les dijo esbozando una sonrisa dirigida a ambos—. Sí, me gustaría. No, esperen un minuto: quiero mostrarles algo.

Se dirigió al armario de la pared y sacó un objeto plano envuelto en seda roja. Lo desenvolvió y apareció otro cuadro. Recostó el cuadro sobre un lado de la mesa y los invitó a que se alejaran y lo observaran. Así lo hicieron, dispuestos a elogiarlo, puesto que era obra de un momento en que no estaba deprimido. Era un cuadro muy grande, de tonos claros azules y verdes; la imagen de un bosque, un bosque imaginario por donde corrían límpidos arroyos, un bosque en el que volaban pájaros de un resplandor increíble, lleno de plantas y árboles creados por la mente del doctor Kroll. Era hermoso, rebosaba alegría, tranquilidad y luz. Desde el centro del cielo, un enorme ojo negro observaba. Era un ojo distinto del resto del cuadro. Obviamente, el doctor Kroll había pintado su bosque fantasioso, y después, al contemplarlo durante un momento de tristeza, había añadido ese ojo negro, condenatorio, enjuiciador.

Mary Parrish miraba fijamente el ojo negro y dijo:

—Es precioso. Es una imagen del paraíso.

Se sintió incómoda al emplear la palabra “paraíso” en presencia de Hamish, que por temperamento se mostraba crítico con esa clase de términos.

Pero el doctor Kroll sonrió con gusto, posó su pesada mano sobre el hombro de ella y señaló:

—Usted sí que entiende. Sí. El cuadro se titula El ojo de Dios en el paraíso. ¿Le gusta?

—Mucho —respondió ella, temiendo que fuese a regalárselo. ¿Cómo harían para transportar un cuadro tan grande de regreso a Gran Bretaña, y qué haría con él una vez allí? Porque resultaría poco honrado tapar el ojo iracundo: debía respetarse, por supuesto, la concepción del artista aunque se discrepara de ella. Y no sería capaz de vivir con ese ojo, más allá de cuánto le gustara el resto del cuadro.

Pero al parecer el doctor Kroll no tenía la menor intención de desprenderse de la pintura, que volvió a envolver en la seda roja y a guardar en el armario. Del cajón sacó una fotografía del cuadro y se la ofreció, diciéndole:

—Si de verdad le gusta mi cuadro, y me doy cuenta de que así es, porque usted tiene sentimientos verdaderos, conciencia verdadera, entonces tenga la amabilidad de aceptar esto, como recuerdo de un encuentro feliz.

Ella le dio las gracias, y ambos contemplaron la fotografía con educada gratitud. Por supuesto, no hacía justicia al cuadro. Los sutiles azules y verdes se habían desvanecido, ni siquiera se insinuaban; y la hierba, los árboles, las plantas, el follaje, dulcemente oscilantes, habían desaparecido. No quedaba nada, sino una reproducción de las crudas capas de pintura, untadas con los dedos del doctor Kroll, de las que emergía el indicio de una rama, una flor sugerida. No quedaba nada salvo el ojo negro y deslumbrante, el ojo de un Dios colérico y castigador. Era la fotografía de un ojo garabateado toscamente, como bien podría haber hecho un niño pequeño; como ese desgraciado pequeño —Mary no podía evitar pensarlo— enfundado en la camisa de fuerza podría haber dibujado el ojo de Dios, o del doctor Kroll, si hubieran liberado sus brazos y le hubieran dado permiso para usarlos.

Pensar en aquel niño le dolía. Todavía le dolía a Hamish, que permanecía cortésmente a su lado. Ella sabía que el momento en que abandonaran ese lugar y llegaran a la amplia carretera por donde pasaba el autobús sería el más feliz de su vida.

Agradecieron profundamente al doctor Kroll su amabilidad, insistieron en que temían perder el autobús, se despidieron y le prometieron cartas y un intercambio de artículos médicos del interés de todos ellos. Se prometieron, en resumen, una amistad eterna.

Entonces abandonaron el gran edificio y al doctor Kroll, y se adentraron en el gélido aire de febrero. El autobús no tardó en llegar y recogerlos, y viajaron de regreso a través de la negra llanura hasta la parada de término, en la ciudad.

El lugar estaba como cuatro o cinco horas atrás. El cielo bajo, la tierra fría, las ruinas de las calles, las formas todavía reblandecidas de los cráteres de las bombas, los nuevos, enormes y relucientes edificios blancos con las enérgicas siluetas de los obreros. La cola del autobús seguía esperando pacientemente, envuelta en ropas negras y oscuras, mientras una fina y amarga nieve se iba amontonando y amontonando; apenas se movía, como si el propio cielo cayese con lentitud.

Mary Parrish sacó la fotografía y la sostuvo en la mano helada enfundada en un guante.

El iracundo ojo negro los miraba fijamente.

—Rómpela —dijo él.

—No —respondió ella.

—¿Por qué no? ¿Qué sentido tiene guardar esta cosa horrible?

—No sería justo —señaló con seriedad, mientras la volvía a guardar en su bolso.

—Oh, justo —replicó él amargamente, con un encogimiento de hombros impaciente.

Se dirigieron hombro con hombro a coger un autobús que los llevaría a su hotel. Sus pies crujían con aspereza sobre el suelo rígido. La quietud, salvo por los gritos de los hombres que trabajaban en los edificios medio acabados, salvo por el sonido de la respiración de la máquina, era absoluta. Y la cola de gente esperaba del mismo modo que lo hacía la que estaba al otro lado de la plaza: esperaba eternamente, apretada, en silencio, paciente, bajo la nieve, escuchando el silencio, debajo del cual parecía palpitar, procedente de las entrañas de la tierra, la memoria del sonido de los pasos que marchaban, de los pesados pasos de los pies que marchaban calzados con botas negras.

FIN


“The Eye of God in Paradise”,
The Habit of Loving, 1957


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