Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

El oro que relucía

[Cuento - Texto completo.]

O. Henry

Un cuento con moraleja final es como una picadura de mosquito. Después de fastidiarle a uno, le inyecta una gota de escozor para irritarle la conciencia. Por consiguiente, empecemos por la moraleja y acabemos por el asunto. No es oro todo lo que reluce, pero juicioso es el muchacho que nunca se olvida de mantener cerrado su frasquito de ácido para experimentos.

Allí donde Broadway bordea la esquina de la plaza presidida por Jorge el Veraz se encuentra el Pequeño Rialto. En ese lugar se reúnen los actores del barrio, y su cantinela siempre es la misma.

—No —le dije a Frohman, antes de largarme—, no me sacarás un kopek por menos de dos cincuenta. Alejándose, hacia el oeste y hacia el sur, del resplandor de las candilejas hay una o dos calles donde se ha apiñado una colonia hispanoamericana para encontrar algo de calor tropical en el gélido norte. La vida de este recinto tiene su centro de reunión en El Refugio, un café y restaurante que abastece a los volátiles exiliados venidos del sur. De Chile, Bolivia y Colombia, de las inestables repúblicas centroamericanas y las iracundas islas de las Antillas vienen huyendo los caballeros de capa y sombrero, que se encuentran esparcidos como lava ardiente por causa de las erupciones políticas de sus respectivos países. Llegan aquí para preparar conspiraciones, a esperar la hora propicia, a pedir préstamos, a reclutar mercenarios, a sacar armas y municiones de contrabando, a seguir el juego desde la distancia. En El Refugio encuentran un ambiente donde prosperar.

En el restaurante El Refugio se sirven platos deliciosos para el paladar del hombre de Capricornio o de Cáncer. El altruismo obliga a hacer un alto en este punto del relato. ¡Oh, comensal cansado de los subterfugios culinarios del chef galo, apresúrate a entrar en El Refugio! Solo allí encontrarás un pescado —pez azul, sábalo o pámpano del Golfo— asado a la manera española. Los tomates le dan color, personalidad y alma; el colorado pimentón le otorga entusiasmo, originalidad y fervor; desconocidas hierbas lo rocían de picante y misterio, y… Pero la cumbre de su gloria merece una frase aparte. Rodeándolo y sobrevolándolo, por debajo y en las proximidades, pero nunca dentro de él, flota un aura etérea, un efluvio tan inclasificable y delicado que solo la Sociedad de Investigaciones Físicas podría precisar su origen. Que nadie diga jamás que el pescado de El Refugio tiene ajo. Es, más bien, como si el espíritu del ajo hubiese pasado rozando para dejar al vuelo un beso que se queda prendido en la fuente coronada de perejil, tornándose tan inolvidable como esos besos fingidos que en nuestra desesperada fantasía dejamos caer sobre unos labios que no nos pertenecen. Y luego, cuando Conchito, el camarero, trae una fuente de fríjoles y una garrafa de vino que no ha encontrado reposo desde Oporto hasta El Refugio, entonces… ¡Ay, Dios!

Un día, un transatlántico de la Hamburg–América dejó en el muelle 55 al general Perico Ximénez Villablanca Falcón, pasajero procedente de Cartagena. El general tenía una tez entre arcillosa y baya, medía cuarenta y dos pulgadas de cintura y levantaba cinco pies y cuatro pulgadas del suelo sobre sus tacones Du Barry. Tenía un bigote como de dueño de una caseta de tiro al blanco, iba vestido de arriba abajo como un congresista tejano, exhibía ese aire importante del delegado poco instruido.

El general Falcón tenía suficientes nociones de inglés escondidas bajo el sombrero como para ser capaz de preguntar por dónde se iba a la calle de El Refugio. Cuando llegó a aquel barrio vio un letrero colgado en una respetable casa de ladrillo rojo, que decía: «Hotel Español». En la ventana había una tarjeta escrita en español: «Aquí se habla español». El general entró, seguro de haber llegado a buen puerto.

En la acogedora oficina estaba mistress O’Brien, la dueña. Tenía el pelo rubio, sí, intachablemente rubio. Por lo demás era toda afabilidad, y su cuerpo se extendía generosamente ocupando unas cuantas pulgadas de los alrededores. El general Falcón rozó el suelo con su sombrero de ala ancha, y soltó una buena retahíla en español, cuyas sílabas sonaron como petardos estallando suavemente en hilera.

—¿Español o dago?—preguntó mistress O’Brien con amabilidad.

—Soy colombiano, señora —dijo orgulloso el general—. Hablo el español. El anuncio que tiene usted en la ventana dice que aquí se habla español. ¿Cómo es eso?

—Bueno, usted acaba de hablar en él, ¿no? —comentó la dama—. Yo, desde luego, no tengo ni idea.

El general Falcón reservó habitación en el Hotel Español y allí se estableció. Al anochecer salió a merodear por las calles para ver las maravillas de aquella rugiente ciudad del norte. Mientras paseaba iba pensando en el maravilloso pelo dorado de madame O’Brieni. «Aquí es —se dijo el general, hablando en su idioma sin lugar a dudas— donde se encuentran las mujeres más hermosas del mundo. En mi Colombia natal no he visto jamás una belleza que pueda compararse can alguna de éstas. ¡Pero no! El general Falcón no puede andar pensando en la belleza. Es mi país el que reclama toda mi devoción.»

Al llegar a la esquina de Broadway con el Litle Rialto, el general empezó a verse en apuros. Los tranvías le desconcertaban, y el guardabarros de unos de ellos le hizo retroceder hasta chocar con un carrito cargado de naranjas. Un conductor de taxi lo esquivó por unas pocas pulgadas gracias a un frenazo, y empezó a proferir bárbaras blasfemias contra él. Llegó arrastrándose hasta la acera y allí volvió a saltar aterrorizado cuando el silbato de un tostador de cacahuetes introdujo en su oído un alarido estentóreo.

—¡Válgame Dios! ¡Esta ciudad es un infierno!

Cuando el general iba caminando, en un intento de esquivar la corriente de transeúntes al igual que un pajarillo herido, fue señalado simultáneamente como presa por dos cazadores. Uno era Bully McGuire, cuyo sistema de caza requería el uso de un fuerte brazo y el mal uso de un trozo de cañería que medía ocho pulgadas. El otro Nemrod del asfalto era Spider Kelley, un cazador de métodos más refinados.

En su impulso hacia la visible presa, míster Kelley fue ligeramente más rápido. Su hombro apartó con precisión la furiosa embestida de míster McGuire.

—¡G’wan! —ordenó con aspereza—. Yo lo vi primero. McGuire se esfumó, amedrentado por una inteligencia superior a la suya.

—Perdone —le dijo míster Kelley al general—, se ha visto usted atrapado por el tránsito, ¿verdad? Déjeme ayudarle.

Cogió el sombrero del general y le limpió el polvo. Las maneras de míster Kelley no podían conducirle más que al éxito. El general, consternado y aturdido por las ruidosas calles, dio la bienvenida a su salvador como a un caballero de desinteresado corazón.

—Tengo el deseo —dijo el general— de regresar al hotel de O’Brien, en el que estoy parando. ¡Caramba, señor, vaya velocidad y ruido que hay en esa Nueva York!

La educación de míster Kelley no podía permitir que el distinguido colombiano se enfrentara solo a los peligros del regreso. Al llegar a la puerta del Hotel Español se detuvieron. Un poco más allá, bajando por la otra acera, brillaba el letrero modestamente iluminado de El Refugio. Míster Kelley, para quien había pocas calles desconocidas, conocía superficialmente aquel lugar como «un garito de dagos». Míster Kelley clasificaba a todos los extranjeros en dos grupos, los franceses y los «dagos». Propuso al general que repusiesen allí sus fuerzas y regasen su encuentro con un buen elemento líquido.

Una hora más tarde, el general Falcón y míster Kelley estaban sentados en una mesa de El Refugio en el rincón de los conspiradores. Numerosos vasos y botellas se alzaban entre los dos. Por décima vez el general le confió el secreto de su misión en Estados Unidos. Había ido allí —declaró— para comprar armas, dos mil rifles Winchester destinados a los revolucionarios colombianos. Llevaba en el bolsillo talones, por valor de veinticinco mil dólares, extendidos por el banco de Cartagena para ser cobrados en la correspondiente sede neoyorquina. En otras mesas había otros revolucionarios que gritaban a voz en cuello sus secretos políticos a sus compinches de conspiración, pero nadie lo hacía en voz tan alta como el general. Este golpeaba la mesa, aullaba para pedir más vino y vociferaba para decirle a su amigo que aquella misión era secreta, y que ni un alma debía sospecharla siquiera. Hasta el propio míster Kelley se sintió espoleado por un entusiasmo clemente y agarró la mano al general a través de la mesa.

—Señor —dijo con seriedad—, no sé dónde se encuentra ese país suyo, pero estoy con él. De todas formas, debe de ser una sucursal de los Estados Unidos, porque los poetas y los estudiantes también nos llaman a veces Columbia. Ha tenido suerte al encontrarse conmigo esta noche. Soy la única persona de todo Nueva York que puede arreglarle ese asunto de las armas. El secretario de Guerra de Estados Unidos es mi mejor amigo. Ahora se encuentra en la ciudad, y mañana iré a verle para lo suyo. Mientras tanto, monsieur, guarde usted bien esos talones en el bolsillo interior. Le vendré a buscar mañana y le llevaré a ver a mi amigo. ¡Por cierto! ¿No será el barrio de Columbia de lo que está usted hablando? ¿Verdad? —concluyó míster Kelley, asaltado por una duda súbita—. Eso no se puede tomar ni con dos mil rifles; ya se ha intentado con muchos más.

—¡No, no, no! —exclamó el general—. Se trata de la República de Colombia, una gran república situada en la parte alta de América del Sur. Sí. Sí.

—Ah, bueno —dijo míster Kelley, sintiéndose seguro de nuevo—. Y ahora debemos irnos a casa y despedirnos ya. Esta noche escribiré al secretario de Guerra y le pediré una cita. Es una tarea muy delicada sacar armas de Nueva York. No lo puede hacer McClusky personalmente.

Se separaron en la puerta del Hotel Español. El general volvió los ojos hacia la luna y suspiró.

—Es un gran país su Nueva York —dijo—. Es cierto que los coches lo cazan a uno por las calles, y el motor de tostar cacahuetes produce un chirrido espantoso. Pero, ¡ay, señor Kelley, las señoras con cabellos muy dorados y admirables redondeces, son realmente magníficas! ¡Muy magníficas!

Kelley se dirigió a la cabina telefónica más cercana y llamó al café de McCrary, en la parte alta de Broadway. Preguntó por Jimmy Dunn.

—¿Eres Jimmy Dunn? —preguntó Kelley.

—Sí —respondió la voz.

—Mentiroso —respondió Kelley con voz cantarina y alegre—. Eres el secretario de Guerra. Espérame ahí hasta que llegue. Acabo de pescar el pez más suculento que jamás soñaste. Es un colorado maduro, con una banda dorada y cupones suficientes para comprar una lámpara de oro macizo y una estatuilla de Psique jugueteando en el arroyo. Llegaré en el próximo metro.

Jimmy Dunn era miembro asociado de Crookdom, un artista del timo. No había visto en su vida una cachiporra, y despreciaba los puñetazos. De hecho, jamás habría puesto delante de una futura víctima nada que no fuese la más pura de las bebidas, si hubiera sido posible procurarse tal cosa en Nueva York. La mayor ambición de Spider Kelley era llegar a tener la clase de Jimmy.

Los dos susodichos caballeros sostuvieron una conferencia aquella noche en el local de McCrary. Kelley planteó el asunto.

—Es pan comido. Es oriundo de la isla de Colombia, donde hay una huelga, o una lucha intestina o algo así, y lo han enviado aquí para que compre dos mil Winchester con los que arbitrar el asunto. Me ha enseñado dos talones de diez mil dólares cada uno, y uno de cinco mil extendido por un banco de aquí. Es la pura verdad, Jimmy; casi estuve a punto de enfadarme con él porque no los llevase en billetes de mil dólares y me los sirviese en bandeja de plata. Así que tendremos que esperar a que vaya al banco y saque el dinero para nosotros.

Estuvieron dos horas dándole vueltas al asunto, y por fin dijo Dunn:

—Llévalo mañana por la tarde al número… de Broadway, a las cuatro en punto.

Kelley fue a buscar al general con tiempo suficiente al Hotel Español. Se encontró a aquel astuto guerrero en una placentera conversación con mistress O’Brien.

—El secretario de Guerra nos está esperando —anunció Kelley.

El general se apartó de allí con notable y desgarrador esfuerzo.

—¡Ay, señor! —exclamó—. El deber me reclama. Pero, señor, las señoras de sus Estados Unidos, ¡qué bellezas! Tomemos como ejemplo a madame O’Brien, ¡qué magnífica! Es una diosa, una Juno, lo que ustedes llaman una Juno de ojos de buey.

Conviene decir que míster Kelley era un gracioso, y mejores hombres que él se han marchitado con el fuego de su propia imaginación.

—¡Claro que sí! —asintió con una mueca—, pero querrá usted decir más bien que parece un buey Juno, y además rubio del frasco.

Mistress O’Brien oyó aquellas palabras y levantó su dorada cabeza. Su mirada de mujer de negocios se quedó clavada unos instantes en la silueta ahusada de míster Kelley. Excepto en los tranvías, uno no tiene por qué ser innecesariamente grosero con una dama.

Cuando el galante colombiano y su escolta llegaron a la dirección de Broadway, los tuvieron en una sala de espera durante media hora y luego los hicieron pasar a un despacho lujosamente amueblado en el que un hombre de porte distinguido y rostro amable estaba escribiendo, sentado ante una mesa. El general Falcón le fue presentado al secretario de Guerra de los Estados Unidos, y éste fue informado por su viejo amigo, míster Kelley, de la misión que le había llevado hasta allí.

—¡Ah, Colombia! —dijo el secretario con énfasis, cuando hubo comprendido el asunto—. Me temo que en ese caso habrá algunas dificultades. El presidente y yo diferimos en nuestras simpatías acerca de su país. El se inclina por el Gobierno establecido, mientras que yo… —el secretario dirigió al general una misteriosa pero estimulante sonrisa—. Usted sabrá, por supuesto, general Falcón, que a partir de la guerra de Tammany se promulgó una ley del Congreso mediante la cual se exige que todas las armas de fábrica y municiones exportadas por este país pasen previamente por el Departamento de Guerra. Ahora bien, si puedo hacer algo por usted, estaré encantado de servirle como un favor a mi amigo míster Kelley. Pero habrá de ser dentro del más absoluto de los secretos, ya que el presidente, como acabo de decirle, no mira con buenos ojos los esfuerzos de su partido revolucionario en Colombia. Le diré a mi ordenanza que me traiga una lista de las armas de que actualmente dispone el almacén.

El secretario tocó una campanilla, y un ordenanza con las letras A D T grabadas en el sombrero entró inmediatamente en la habitación.

—Tráigame el cuadro B del inventario de armas pequeñas —ordenó el secretario.

El ordenanza retornó al punto con un papel impreso. El secretario lo estudió con detenimiento.

—Por lo que veo —dijo—, en el almacén número nueve de las reservas del Gobierno hay un cargamento de dos mil rifles Winchester que fueron encargados por el sultán de Marruecos, quien se olvidó de mandar el dinero junto con el pedido. Nuestra regla es que se ha de pagar al contado y en metálico, en el mismo momento de la compra. Mi querido Kelley, su amigo el general Falcón tendrá este lote de armas, si así lo desea, a precio de fábrica. Y en cuanto a usted, le ruego que me perdone si me veo obligado a dar por terminada nuestra entrevista. Seguro que lo comprenderá. Estoy esperando al ministro japonés y a Charles Murphy… ¡de un momento a otro!

Uno de los resultados de aquella entrevista fue que llenó de gratitud al general hacia su estimado amigo míster Kelley. Otro fue que el diestro secretario de Guerra estuvo muy ocupado durante los dos días siguientes comprando cajones de rifles vacíos y llenándolos de ladrillos, hecho lo cual fueron apilados en un almacén alquilado para tal fin. Y como un tercer resultado podríamos citar que, cuando el general regresó al Hotel Español, mistress O’Brien fue a su encuentro, le quitó un hilo de la solapa y dijo:

—Dígame, señor, no es que quiera meterme en lo que no me importa, pero ¿qué diablos quiere de usted ese duro de pacotilla con cara de mono, ojos de gato y encima chismoso?

—¡Sangre de mi vida! —exclamó el general—. No es posible que se esté usted refiriendo a mi buen amigo el señor Kelley.

—Venga usted al jardín de verano —dijo mistress O’Brien—. Quiero hablar con usted.

Supongamos ahora que ha transcurrido una hora entera.

—¿Y dice usted —estaba diciendo el general— que por la suma de dieciocho mil dólares puede comprarse el mobiliario de la casa y el alquiler de un año con derecho a este lindo jardín, tan parecido a los patios de mi querida Colombia?

—Y es una ganga —suspiró la dama.

—¡Ay Dios! —jadeó el general Falcón—. ¿Qué significan para mí la guerra y la política? Este lugar es un paraíso. Mi país encontrará otros muchos héroes que continúen la lucha. ¿Qué serían para mí la gloria y la muerte de tantos hombres? ¡Ah, no! Aquí es donde he encontrado un ángel. Compremos el Hotel Español y seréis mía, y ese dinero no se desperdiciará en armas.

Mistress O’Brien apoyó su rubia cabeza en el hombro del patriota colombiano.

—Oh, señor —suspiró feliz—, ¡es usted terrible!

Dos días después llegó la fecha señalada para la compra de armas por el general. Las cajas de supuestos rifles estaban ya en el almacén alquilado, y el secretario de Guerra se hallaba sentado sobre ellas, en espera de que su amigo Kelley fuese a buscar a su víctima.

Míster Kelley corrió, a la hora fijada, hacia el Hotel Español. Se encontró allí al general detrás del mostrador, haciendo cuentas.

—He decidido —dijo el general— no comprar armas. Hoy mismo acabo de comprar el interior de este hotel, y se celebrará matrimonio entre el general Perico Ximénez Villablanca Falcón con madame O’Brien.

Míster Kelley estuvo a punto de ahogarse:

—Oígame bien, viejo cabeza de betún —soltó al fin—, es usted un estafador, ¡eso es lo que es usted! Ha comprado usted una casa de huéspedes con dinero de su infernal país, dondequiera que se encuentre.

—Ah —dijo el general, apoyándose en una columna—, eso es lo que ustedes llaman política. La guerra y la revolución no son bonitas. Sí. No es deseable seguir siempre a Minerva. No. Es mucho mejor regentar hoteles y estar con esta Juno, con esta Juno de ojos de buey. ¡Ay, qué dorado pelo tiene!

Míster Kelley volvió a atragantarse.

—¡Ay, señor Kelley! —exclamó el general, con sentimiento y para terminar—. ¿Ha comido usted alguna vez la carne asada que prepara madame O’Brien?

*FIN*


“The Gold that Glittered”,
New York The World, 1904


Más Cuentos de O. Henry