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El otro cayo

[Cuento - Texto completo.]

Lino Novás Calvo

I

Yo he estado en aquello y jamás se ve claro lo que se pega demasiado cerca. Tendré que mirar adentro para ver lo que pasó aquella vez y que luego quedó náufrago en mí; solo otro hombre puede contarlo. Yo mismo soy un náufrago que supervive y el otro también: ¡Louro! Puede que Louro haya muerto ya y que yo sea el único archivo de lo que pasó en el cayo. Él era ya viejo y no tenía sino huesos sobre su cuerpo y algo se le había trastrocado dentro. Eso al final.

Ahora yo estaba en la cantera y veía pasar las guaguas hacia la costa. Estaba allí para palear escombros y un día tuve que irme. Mis brazos eran demasiado jóvenes. Mis pies me llevaron carretera arriba.

—¿Quieres venir al cayo, fiñe? —dijo aquel hombre.

El hombre guiaba la partida que iba al cayo.

Yo había visto otras partidas que iban a los cayos a fabricar carbón, y algunos regresaban, no todos.

—Necesitamos uno para dar de comer al fuego —dijo el hombre.

—Anda, pequeño —dijo Louro—, no nos va a pasar nada.

Lo menos eran cincuenta, entre todos, equipados de mochilas y hachas. Mucha gente los veía pasar admirada, deseando ir también.

Alguien creería que aquellos hombres iban alzados a la manigua. La guagua iba delante con los pertrechos y la gente de batey, y los que iban a pie eran los carboneros, negros, con diez o doce blancos, pero allí, bajo aquel sol de junio, eran negros también. Y Louro, el gallego. El sol les había chamuscado la piel, pero por dentro eso no rezaba. Por debajo de la piel era por donde estaba el negro de cada uno y lo que acompaña, y por eso era negra la mayoría; solo ellos podían prender en los cayos. Todos los demás se secaban, y se pudrían, al no ser algunos gallegos. Y el personal. Nosotros llamábamos personal a la gente blanca. Eran los mayorales y los jefes de monte y los que iban con ellos y el jefe mayor. Unos veinte, armados de fusiles y a éstos no les pasaba nada. Se metían líquidos en las venas para que no les pasara y a los negros no les hacía falta. Así íbamos carretera arriba, cada uno con su mochila y yo sin nada, a no ser mi alma. Louro me montó en su confianza y aquello alivió mis pies.

—Vamos por un año —dijo Louro.

El jefe mayor iba en la guagua, y su hijo cogió el timón y comenzó a pisar bravo. Entonces ya no los vimos, y los que quedamos éramos todos carboneros. Yo lo era antes de serlo. Da gusto ir en fila con muchos hombres hacia alguna parte y que la gente nos vea pasar y diga adiós con los pañuelos.

Entonces no hay miedo, porque no se está solo, y el cayo pudiera ser algo milagroso en nuestra fantasía.

Acaso hubiera tesoros de piratas en él y a la vuelta tuviera cosas que contar a mis amigos de La Habana. Yo volvería forrado de billetes y me metería por los bailes y me daría lija. ¡ Lo que dirían las chiquitas! Allí estaría yo en el Centro Mejicano, y en el Foment Catalá, y los pepillitos envidiosos a rodearme, y los buenos carritos a llorarme. Y luego, por las noches ¡en la carretera! No quiero pensarlo.

Pues ahí íbamos, y la imaginación me decía cómo era el cayo antes de verlo, y lo que contaría a la vuelta. Eso no importa. Pero, por lo menos, todos éramos amigos por dentro, y lo que pasara a uno le pasaría a los otros, y quién sabe lo que podía haber allá. Ninguno había estado ehit un cayo, a no ser el gallego y los mayorales. Todos sabían lo que era eso, con todo.

—No es nada malo —dijo Louro.

—¿Es verdad que hay mucho mosquito, Louro? —dijo el mulato.

Por la carretera, de noche, íbamos ya en grupos y Louro encabezaba el nuestro. Él mismo lo había juntado en la ciudad, allá por el muelle, y casi todos eran blancos. Iban allí los hermanos Jiménez, y los hermanos Balseiro, y el polaco García y Dorindo. Eran los únicos que yo conocía, todos blancos. No; conocía también al mulato. Él mismo me lo recordó, de cuando yo vivía en Pueblo Nuevo, y se puso a hablar. Quizá él sabía más de los otros que nadie, o lo inventaba. A lo mejor. Los negros iban delante pisando bravo detrás de la guagua y nosotros al fin.

—Van huyendo —dijo el mulato— van fugados de un presidio y se meten en otro.

—A eso vamos todos —dijo un Balseiro. Y no era así.

Muchos iban como yo y nada más. Habían visto el hambre y por eso escapaban.

—La guagua va bien cargada —dijo un Jiménez.

—¿Crees que podremos aguantar, Ñico? —dijo el otro.

El cayo estaba en las palabras de Louro, y el mulato no dijo nada entonces de lo que sabía de los otros.

—No lo diré hasta que haya agua por medio —dijo el mulato.

Louro fue el que se puso a hablar. No había estado en este cayo, sino en otro, y nadie sabía lo que eso sería.

—Lo sabe solo el jefe y dos mayorales —dijo el mulato.

—Nadie ha puesto un pie en él —dijo Louro—; lo vieron desde la barca, y hay que tener cuidado. Hay que ver donde están las cuevas y si los árboles están seguros. No saben lo que es el monte.

Eso no importaba. No nos íbamos a echar para atrás ahora, con el barco aguardando, al amanecer. El pueblo no nos sintió apenas pasar, y en seguida comenzaron a cargar, menos yo, que me tumbé en el muelle a esperar, y el polaco García se metió por una calle y nadie supo adónde había ido. Dijo que había ido por allí y que se había perdido, y eso no podía ser. El pueblo no tenía sino tres calles, y todos dijeron que le dolía el espinazo.

—Más vale que usted se quede —dijo un mayoral.

Pero el polaco no entendía a veces y embarcó como todos. Luego se supo adónde había ido.

—Fue a guardar el guano —dijo el mulato.

Entonces habló de su amigo Gurwitz, el judío, y todos lo conocían.

—Fui a hacer testamento —dijo el polaco. Y los demás callaron.

Ahora estábamos en un café esperando. El barco tenía que salir con sol en las velas, pero nadie viera cargarlo. Luego vino el oficial y se simuló otra carga que no había. El oficial mismo tenía secretos con estas empresas y con la Compañía que las mandaba y todo se hacía como de contrabando. Los jefes se habían dedicado a eso, antes, con el ron, y el oficio les había hecho funcionar así. Parecía que detrás de sus palabras había siempre un gallo tapado y miraban de reojo a las gentes, y eso daba miedo.

—No hay que asustarse —dijo el mulato.

—¡Prieto! —dijo un Balseiro—, tú sabes algo.

—A mí no me sabe él nada —dijo un Jiménez.

Los negros estaban allí también y se nos mezclaban. Algunos tenían algo raro en los ojos y no daban la cara.

—¿Qué les sabes tú a ésos? —dijo Dorindo.

Entonces vino José Barranco y dio en hacerse el guapo y en contar aventuras de mar. Él no había sido nunca marino, pero eso no importa. Tenía el mar en la cabeza y conocía los nombres de los peces. Como era muy grande, nadie le contradecía.

—Es un negro resbaloso —dijo el mulato. Y todos escucharon.

Hasta que vino el sol y se vieron las velas hinchadas con la brisa de tierra, y el capitán en cubierta como una cruz, y la bahía llena de caballitos del diablo, pescadores que partían. Y el mar, como una taza de leche. Y el barco allá arriba, esperando, y moviéndose. Luego volvió a anclar y todos entraron, pero ahora no podía salir. Algo había pasado que nos amenazaría en el viaje. Los marinos habían vuelto a levar anclas cuando apareció el oficial en una canoa, braceando y dando gritos. “Ahoy, ahoy” —dijo el agente. Había aprendido el grito de los yanquis. Y el jefe bajó otra vez a tierra a hablar con él. Nadie supo qué.

—No hay que afligirse —dijo el mulato.

—Saldremos al anochecer —dijo el capitán.

 

II

 

Así esperamos. La noche vino a despegarse y la luna estaba encima. Ninguno quiso bajar, y los negros se pusieron en fila sobre la borda y miraron irse la tierra. Se iba poco a poco. La brisa la hacía recular, pero aquella brisa no tenía nervios, parecía salir de debajo de una manta. Los negros miraban a la tierra, y se les hinchaban los ojos. Nosotros se los veíamos blanquear con la luna y el capitán los mandó bajar.

—Yo sé lo que es eso —dijo el capitán.

—El capitán sabe que los negros no pueden ver quedar su tierra a la espalda —dijo Louro.

El alma de los negros está clavada en la tierra y al desgajarse de ella se desgajan de sí por dentro.

—Él mismo fue negrero y lo fue su padre —dijo el mulato.

El capitán hizo aquello. Su mano dio cortes de zig zag en el aire como si tuviera un látigo en ella. No era que lo tuviera de verdad. Eso se había acabado. Pero allí se daba algo invisible que hablaba al oído de los antepasados. El mismo capitán no hacía aquello de por sí, sino que también le venía de su padre negro. O no; puede que no hubiera ningún misterio en todo eso y que lo viera la fantasía del mulato. El capitán dijo que el barco necesitaba lastre al salir, y señaló al primer grupo que vio, el mayor, que eran negros. Eso fue todo. Muchos negros se metieron bajo cubierta y nosotros nos quedamos arriba.

—Es cuestión de horas —dijo el mayoral.

El viaje mismo no pasaría de diez horas con poco viento, y la plana mayor andaba también por cubierta. La tierra soplaba todavía, y las velas se mantenían como senos jóvenes a su beso, al beso caliente de la tierra. Se quería llegar al amanecer para descargar sin sol, y las vituallas, y todo, estaban sobre cubierta.

—Por eso mandé bajar a los negros —dijo el capitán. Los negros pesan más que los blancos.

Lo dijo luego, a las varias horas, cuando la brisa de tierra no pudo más y al barco se le cayeron los senos. Entonces nos quedamos estancados en el mar sudado y muerto, esperando. Pero a aquel mar no podían salirle brisas. Era un mar pudriéndose bajo nosotros, y el barco encallado en el agua gorda, a media noche. Al capitán se le hincharon los carrillos por esto y sus ojos barrieron el horizonte en busca de alguna nube. Todo en vano, porque no había nube ni cosa que mover por la brisa, ni donde la brisa saliera, ni parecía que hubiera tierra en el mundo, aunque estaba cerca. La luna se había desleído en el mar, infectándolo de un pus amarillo. La luna le daba fuegos fatuos y nosotros éramos como un nicho. Era como si viviéramos —los únicos vivientes— en la memoria de algunos, no en nosotros.

Y ya no le hacía falta lastre al barco, ni nada.

José Barranco subió a cubierta ahogándose, y dijo que los otros se ahogaban. Se quitó toda su ropa menos el calzoncillo y se puso a hacer movimientos con los brazos para atraer el aire hacia sí y todos los demás subieron e hicieron lo mismo. Entonces vimos como treinta hombres desnudos, bajo la luna, untados de sudor, y el capitán se tiró sobre la jarcia y se apretó las sienes y la plana mayor dio en pasear de tope a tope.

—¡Maldita calma! —dijo el capitán—, se nos va a pudrir el agua.

Era fantasía que le venía de su padre negrero.

—El amanecer soplará un poco —dijo el segundo—; hay que alegrarse.

Pensó alegrarse con música. José Barranco sacó de debajo de una lona las maracas y el bongó y el segundo hizo una fogata para calentarlo.

Así se olvidó el tiempo. Los cortadores todos trabaron un corro, en cuclillas, sobre cubierta, donde no entraba el tiempo. Lo espantaba el son que salía del bongó. José Encarnación estaba en el medio con el tambor entre los muslos y la música le salía a él mismo de los músculos. Se iba convirtiendo él mismo en bongó. La luna lo ponía rojo y el cuero caliente entre las piernas lo tensaba hacia arriba. Nosotros lo veíamos encaramado en su cuerpo, con los dientes pidiendo luna y los ojos cerrados, y abiertos hacia adentro. Esto, los cortadores y yo. Y el capitán y hasta el segundo. Los jefes y mayorales se arrimaron a la borda y se borraron de nuestros sentidos por algún tiempo. Nadie podría decir cuántos. Meterse en aquella música era salirse de la realidad de afuera y vivir sin tiempo.

Luego el barco volvió a moverse sin saber cómo. Las velas estaban ya en sazón otra vez y el barco segaba por debajo, y se veía el surco abierto a la espalda. No había ya luna y el agua verde gestaba algo, como palmas, que nacerían en el cucurucho de sus lomas. La sangre de los negros, que se les cae a los pies a la salida, volvió a circular ante la llegada. Habían vuelto a abrir los ojos hacia lo blanco que se prometía en el horizonte, y por eso se callaron los cueros.

—En la noche es cuando son peligrosos, porque son ellos mismos —dijo el capitán.

Y luego, con el día, ya eran otra vez esclavos, y todos, blancos y negros, lo éramos. Lo seríamos más cuanto más nos acercáramos al cayo.

—Yo creo que vamos a la muerte —dijo él mulato. Y todos los demás, callados, esperando.

Aquí estábamos en nuestro grupo los Jiménez y los Balseiro, y el polaco García, y Louro, y el mulato, y Dorindo y yo. Y José Barranco que se nos pegó para hacernos cuentos. Y todos los demás por ahí oteando a lo lejos y sin ver cómo las cosas se transformaban poco a poco en nuestro alrededor. Cómo cambiaban los rostros de color. La tierra cercana y virgen les daba una piel nueva y ya nosotros viéramos asomar los kakis de debajo de una lona, y los ojos mirarnos más duros.

—Son como los camaleones —dijo el mulato.

—Todos los hombres son así —dijo Louro.

—¡Arriba! —dijo un Balseiro—. ¡Tierra! Y parecía que fuéramos a descubrir un mundo.

 

III

 

Pero aún había que esperar. La madera del barco crepitaba con el sol, y los negros estaban aún en sus calzoncillos blancos, y los blancos lo mismo, y comenzó el trabajo dentro. El cayo nos mandaba un poco de brisa y el jefe saltó a tierra con una escolta de los suyos, encartonados en el kaki, machete en mano, y fusil.

Todo el mundo se echó atrás al verlos. Se veía que el uniforme era para darles rigidez y para meternós miedo en el cuerpo.

—No tenían que hacer eso —dijo Louro—. No son rurales, ni nada.

Y el segundo se nos había unido para oir.

—Son lo que son —dijo el segundo.

Eso no importa. Los hombres de la Compañía se habían vestido de rurales y los jefes de jefes y los mayorales de oficiales, y aquello recordó algo al mulato, que había estado en Isla de Pinos.

—Yo he estado allí y casi todos los otros lo mismo —dijo el mulato. Y comenzó a contar. Entonces vimos de qué se trataba. La mayoría había estado presa y se había fugado. El polaco García comenzó a temblar ante esto. Por eso engancharon en la partida, para huir a la puntería de la rural y habían caído en otra.

—Solo un desesperado podía hacerlo —dijo el mulato.

—A la vuelta tendrán que vérselas otra vez con la pareja —dijo Louro.

—No habrá vuelta —dijo Dorindo.

Y José Barranco escuchando, y otros hombres.

El cayo estaba ante nosotros, como una boya peluda. Solo se veían palmas y monte. Lo demás era un bloque de manigua, donde se habían perdido los exploradores, hasta la tarde. Entonces se echaron las canoas, que algunos hacían entrar sobre aquella lama, que no era ya mar y no era tierra todavía. Nadie sabía dónde comenzaba la tierra y el mar allí, y las canoas resbalaban por los manglares como tiburones, cargadas de gente y vituallas. Los tiburones formaban cayos movientes y hacían saltar por el aire las canoas; y sus bocas blancas, sobre el mar. Algunos sabían sortearlos, y una lancha salió a lo lejos a echarles detritus para que dejaran libre la entrada.

Lo que pasa siempre. Nuestros ojos estaban fijos en el cuerpo uniformado que nos escoltaba, manigua adentro, y nuestros pies seguían a los exploradores, que habían vuelto, y a poco dejamos de ver el barco. Vimos al capitán otra vez en cruz sobre cubierta y su gente maniobrando con la brisa de la tierra. Después vimos caer el sol detrás de una espesura, y nada más. Estábamos en la noche de la manigua, abriéndonos paso a machete.

Eso en la tarde. Había que levantar la tienda antes de la noche y los negros cayeron a golpe limpio contra la selva para abrir campo, y los blancos con ellos, menos yo.

—Tú te estás por ahí, y puedes dormir —dijo un mayoral. Luego tendría que velar. Desde el montón de lonas veía hacer, y esperaba, y los hombres se aplicaban cada vez más. Era como si quisieran llegar pronto a la noche y la sangre se les fuera calentando. Pero aquello no era para el batey, sino para pasar la primer noche, y nadie sabía aún lo que se escondía detrás de la manigua, ni dónde estaban las cuevas, ni nada. La misma manigua no nos había sentido llegar, hasta que los hombres le abrieron aquella tonsura para acampar la primera noche.

Entonces se despertó el sarampión de los zancudos, los jejenes y los corasíes. Yo los vi venir por encima de la maleza y formar una nube sobre nuestras cabezas, sin atreverse a bajar todavía. Los que bajaban volvían a subir decepcionados y se mantenían en lo alto, y yo creí ver sus ojos de lechuzas y sus garras colgantes sobre mí. Las fiebres que dan a veces a los blancos es por eso. El mosquito comienza a comer nuestra piel con sus ojos y zancas antes de tocarnos, y tiene algo de hechizo en sí. Eso para los blancos. Los hombres siguieron tumbando leña, en busca de la noche que nacería en la manigua. El mulato era uno de los capataces y los veía hacer y pensaba:

—Yo creo que los negros han de atrasar aquí —dijo el mulato. Y pensaba que sus agujas irían hacia atrás, en busca de la raíz cortada en la selva.

—Todos nosotros tenemos una raíz en la selva y, a veces, volvemos a ella —dijo Louro. Los dos habían venido junto a mí y se pusieron a clavar los palos para la tienda de noche. Louro entonces se me quedó mirando a los ,ojos. Louro me miraba a los párpados para ver si había sueño en ellos y si podrían confiar.

—Nuestra vida está en tus ojos —dijo Louro. Y aquella era una verdad.

Pero mi sueño se había ahogado en el miedo. O no; yo solo, quería ver. Los hombres en kaki se mantenían a distancia como guardando las bocas de la manigua, y los demás habían dejado sus machetes, y ahora no se les veía ya sino a trazos. El fuego prendido en el medio había espantado a los mosquitos y la manigua toda se replegó en su sombra. Era la llamarada la que quemaba la noche y se metía con sus lenguas por allá arriba, y todos en derredor, para que la noche no bajara a comernos.

Y ahora ya no había grupos, sino que todos se habían mezclado y la comida estaba a la lumbre. Pero muchos tenían las espaldas al aire. José Barranco se apretó el taparrabos y se puso un gorro blanco de papel, como una mitra, y los demás lo veíamos allá arriba, junto al caldero, como un sacrificador gigante. Habíamos formado un collar en torno al fuego, que cerraban los jefes y los mayores. Los soldados montaban guardia más lejos. Ñico Jiménez los miraba desde sus recuerdos de desertor y hablaban bajito de los hombres que se ponen kaki.

—No son hombres —dijo Dorindo. Y aquéllos eran los soldados de la Compañía, y nada tenían que ver con los otros.

—Son prófugos como nosotros —dijo un Balseiro.

—Usan kaki y fusil y lo demás no importa —dijo el mulato.

—¡A rancho! —gritó el mayor.

José Barranco comenzó a batir los cucharones contra el caldero y todo el mundo presentó su tazón. Los soldados mismos se abrieron un hueco en el collar y sus fusiles apuntaron al fuego. La tienda abría una boca de lona, y dentro estaban las hamacas y los mosquitos. Louro volvió a mirar a mis ojos y mascó algo que no llegó a decir. El jefe mayor vio a Louro hacer eso. Él mismo miró a mis párpados y tiró del quimbo sobre el vientre para amenazar a mi sueño y no dijo nada. Me miró y me miró a los ojos y luego miró al quimbo de la misma forma y los demás se habían quedado mudos. Esperaban a que el jefe dijera algo antes de dormir, y el jefe esperaba a que madurara el minuto. Las balas de plata le brillaban en el cinto y en lo blanco de los ojos.

Los otros esperaban. Era como si fuéramos a rezar un rosario antes del sueño. Todos tenían las rodillas en tierra, y parecía que fuera para rezar o para pelear. Yo no sé. Pero el jefe estaba allí y algo se esperaba de él. (No: lo que se espera es de ti —dijo Louro.) Y yo sin saber todavía qué, hasta que cerró el círculo con una pregunta:

—¿Sabe usted lo que hacen los cocodrilos por la noche? —dijo el jefe. Louro me había hablado de cuando él había ido a los cayos de atizador.

—¿Sabe usted que la candela es nuestra defensa contra ellos? —dijo el jefe. Entonces se volvió a echar el quimbo sobre el vientre, y los soldados se pusieron en pie y se cuadraron.

—¿Sabe usted lo que significaría quedarse dormido o dejar apagar el fuego? —dijo el jefe.

—Yo se lo diré —dijo Louro.

Pero el jefe manoteó en el aire y todos se metieron en la tienda. Louro se quedó a la entrada, mirando de lejos. Los soldados entraron sus fusiles, y yo no vi ante mí más que el cuerpo del jefe. Yo vi sus balas y su quimbo y callé, cuando dije sí fue callando. El jefe me miró desde arriba, y él mismo me tiró un machete a los pies. Luego no hizo más. Sus balas estaban en mí y sus palabras continuaron serruchando allá dentro.

—El fuego es suyo —dijo el jefe.

 

IV

 

Y entonces vinieron aquellas noches. Yo tengo que hablarles de ellas, desde junto al fuego del cayo, en la noche, mientras duermen los otros. Tengo que traducir lo que la hoguera sola en medio del cayo fue derritiendo en mí y fundiendo en plomo, y eso no se lee. Es como lo que no se puede decir sino con danzas y percusiones. Eso lo aúlla el tambor o lo calla la caja vacía del cayo. ¡Y lo que es callar! Es el miedo brujo de la manigua oscura que nos ciñe, a mí y al fuego, y me empuja contra él. Entonces estoy ya solo. Yo y el fuego. Y todo lo demás acecha callando y esconde los ojos en la maleza. Lo escondido se va ardiendo en el fuego y por eso sé que puedo vivir y que los otros viven. Es algo que se sacrifica en bien de los demás, y solo la imaginación hierve allí y recoge el humor caliente de la tierra que sube por las venas. El fuego mismo vive en silencio y su llamarada parece un monumento eterno e igual. Y eso siempre, en la noche, como un infierno. Louro se quedó algunas horas junto a mí al principio, y algunos otros vinieron a hablar del sentido que tienen las cosas en la sombra. Decían que los cocodrilos eran las almas de una raza enemiga que moraban en las cuevas, pero que su odio era contra los negros.

—Los majás son los enemigos de los blancos —dijo el negro. Louro reía a eso, porque los majás no atacan, pero decía que en torno nuestro había otros majás de noche.

—Hay hasta una raza invisible de hombres —dijo el negro—, que viven en los árboles. A José Barranco se le abultaban los carrillos. Los soldados lo dejaban un rato y luego batían palmas y todo el mundo entraba al rancho. Entonces venía aquella noche sin fondo. No había laderas, ni fondo, ni nada, sino un lugar vacío en el mundo. No había agua ni tierra, ni se veían las palmas, y el que estaba junto al fuego veía cosas humanas por dentro. Eran actos que se derretían en la imaginación y que solo se veían antes y después de ser, pasando. Todo pasaba allí y se lo comía la noche. Por eso, a lo mejor, aquel fuego quemó algo allá en el fondo y ahora todo fluye y es como cera. Yo creo que el fuego de noche en un cayo hace de nuestras cabezas una bola líquida y caliente, donde las cosas se deshacen, o se hacen ritmo negro, de la manigua negra. Por eso había allí cinturas en el amor que se pasaban a nuestro fondo, y las terneras junto a las ubres de las vacas y todo salía allí de la tierra caliente. Los árboles tenían nuestra vida y nosotros teníamos raíces como ellos, y ellos tenías alma para nosotros.

Había árboles hembras para enroscarse a ellas como culebras, y la manigua estaba llena de las formas que se dan a la imaginación. El fuego nos la desleía y la tierra húmeda nos le traía curvas caminando y labios resbalosos por la carne adentro. La tierra se nos daba como un cuerpo caliente, y en el recuerdo se volvía formas calladas, a las que envolvía los nervios. Esto a los blancos. Los negros lo tenían ya en sí, y ahora todos éramos negros. La manigua nos iba haciendo a todos unos, y nuestras cabezas estaban llenas de ritmos locos. Por eso los jefes prohibieron los tambores al principio.

—Los tambores nos hubieran enloquecido —dijo el mulato. Pero junto al fuego era peor. Allí se es tambor uno mismo y el cuerpo interior se tensa y todo lo demás se hace lava. Entonces viene eso de que no puede hablarse. Entonces lo que pasa es un cuchillo frío que cruza la noche. Entonces pasa llorando el graznido de la lechuza.

 

V

 

Yo no puedo hablar de eso. Yo estaba allí y nada había que hacer. Los cortadores dormían menos por la noche, y yo los sentía moverse dentro, y yo dormía menos por el día. Algo raro se había metido en todos y prendido una vela dentro. Puede que fueran los mosquitos con su aguijón untado de veneno, o el humo de los hornos de carbón, o el humor de la tierra. Yo no sé. Pero, por ahora no había aún tumbados. Los blancos aguantaban con los negros, y el sol borraba su palidez de los ojos ajenos. Faltaban aún meses para el año, y nadie sabía allí en qué día estábamos. El cayo derrite la memoria y la imaginación es la que trae los sentidos. En la noche, a primera hora, los cortadores venían junto a mí y los soldados los dejaban ya hasta tarde.

—Puede que hayan visto la necesidad de aflojar un poco —dijo Ñico. Ñico había visto en su hermano algo raro y comenzaba a hablar en secreto con los demás.

Mi hermano se muere —dijo Ñico.

Luego se formó el corro. Los guardias miraban de lejos y el mayor estaba clavado en la boca del rancho.

—Yo creo que ya hace un año que estamos aquí, y que más nunca saldremos —dijo Dorindo. Los barcos que venían a traernos vituallas no llegaban a nuestros ojos rodeados de manigua. Solo los soldados y los mayorales iban a la orilla. Entonces comenzó a hablar un Balseiro, y todos pensaron en pedir el regreso.

—Todos estamos calados por el mal —dijo el mulato.

—¡Nadie se mueva! —dijo el jefe. Nadie podía moverse. Los fusiles rastreaban a los cortadores y metían la bayoneta entre los grupos.

—¡No grupos! —dijo un soldado. Ñico miraba a su hermano.

—Mi hermano se muere —dijo Ñico.

—¿Cuándo comenzarán a embarcar carbón, mulato? —dijo un Balseiro.

El Balseiro había pensado algo, pero eso no se daba. El carbón estaba en pirámides junto a los hornos y nadie sabía cuando lo embarcarían.

—Lo embarcarán cuando nosotros hayamos muerto —dijo Dorindo.

—Harán carbón de nosotros mismos —dijo Ñico.

—¡Oye! —dijo el polaco—; ¿y cómo no se enferman aquí los jefes?

—Los jefes se inmunizan —dijo el mulato.

—¿Qué? —dijo Dorindo. Pero también los soldados se inyectaban. El Balseiro había pensado en el barco de carbón u otro barco. Había tramado un plan y lo decía a los demás calladamente.

—¡Ojo! —dijo el mulato—; aquí hay chotas.

—Tenemos que apoderarnos de un barco —dijo Balseiro.

Y eso era inútil. El ojo del fusil los espiaba y entre ellos había un chota y todavía no había entrado en ellos la locura. Los cueros que la despiertan estaban bajo fusil, y el mal hondo no estaba aún en el Jiménez ni acaso en Dorindo. Pero el mal de los otros entraba en el temor y había fiebre en todos.

—¡Si siquiera hubiera ron! —dijo el negro alto. Mas nadie pensó en ron ahora. El Jiménez cayó derribado y los jefes le hicieron un tinglado de lona fuera del rancho, y lo envolvieron en mosquiteros. Luego lo dejaron, y Ñico venía de vez en vez a mirarle a los ojos y le hablaba. Yo no sé qué. Por la noche lo veía velándolo y sus palabras se caían pronto. Era lo que pasaba siempre. No había allí nada que disparara las cosas a lo lejos. Luego venían los murciélagos y Ñico so persignaba. A veces la lechuza se posaba cerca y sus ojos daban luz en la noche.

—¡Dios mío! —dijo Ñico. Los hombres despertaban sentados en las hamacas, y a veces batían los dientes. El mismo gigante, que había robado en las iglesias, hacía eso.

—¡Arriba, negro! —dijo el gigante.

Y ahora Jiménez se moría. Los zancudos huían de él. Era la primera señal. Los negros veían otras señales en los árboles y en los bichos. Veían más: Había un árbol que tenía las facciones del polaco y algunos dijeron que éste era el brujo. El alma del polaco encarnaba en el árbol y les hablaba desde él.

—Esta noche mataré al Jiménez —dijo el árbol. Un negro dijo que lo había oído así y el polaco tuvo que esconderse detrás de los guardias. Aquello fue el motivo. Dos parejas cayeron sobre los cortadores con el látigo y otros les apuntaban a los cortadores.

Y en tanto, el Jiménez muriendo. Ñico huyó a la manigua como todos y el enfermo quiso levantarse para verlo. Los perros estaban todavía en el rancho argollados, y no hacían falta. No había cimarrones que perseguir. Los guardias los cercaron en el corte, y cuando regresaron ya no había vida en el Jiménez. Ñico lo suponía y no le extrañó.

—¡Sáquelo pronto de aquí! —dijo el jefe.

 

VI

 

Ñico cogió la parihuela por la cabeza, en la noche. Los demás iban en línea, detrás, manigua adentro. Algunos llevaban antorchas para ahuyentar a los cocodrilos. En aquella marcha todos iban a medio vestir y en silencio. Sus pies no se sentían. Luego se pararon los guardias y dos cogieron el cuerpo muerto. Algunos cayeron de rodillas y otros bajaron la cabeza.

—Lo llevan a las cuevas —dijo el mulato. La peste de las cuevas llegaba hasta allí. Los cocodrilos no tienen lengua y su caza la meten en las ciénagas, en cuevas de lodo, a pudrirla. Luego la sorben.

—Lo llevan a las cuevas y a todos nos harán lo mismo —dijo Dorindo.

—¡Pá atrás! —dijeron los guardias. Y todos volvieron al rancho. Y la candela —me pareció— subió más alta aquella noche. Quería abrir una ventana en el cielo.

 

VII

 

Todos esperábamos ver otras iguales y uno de los Balseiros se fue después del mmorirnos? —dijoa noche mato a un Balseiro —dijo el árbol). O al negro se le figuraba así. Los perros asomaban siempre la cabezota por los boquetes de los bohíos de varaentierra. El corte había ido comiendo manigua, y ahora había un gran campo raso, y los montes de carbón parecían grupas negras.

Ahora se estaba cerca de la ciénaga y del mar y había que machetear cocodrilos. Su peste se metía hasta el rancho, y los hombres movían cansados el brazo. Había que comenzar por el lado opuesto, y aquello era empezar otra obra. Había que entrarle a una nueva selva y vencerla hacia abajo. Nadie sabía lo que había en el fondo, y los hombres echaron para atrás. La fiebre mordió a un negro tumbándolo. (Ya van tres —dijo el mulato).

—¡Dios! —dijo el Balseiro—. ¿Vamos a seguir? Había que seguir. La bayoneta estaba a la espalda. Pero los brazos se caían.

—Más vale morir de un balazo —dijo el negro grande. Los mayorales vieron aquello y le buscaron un sentido en las miradas. Entonces sacaron un perro cada uno y lo llevaron consigo. (¡Si nos dieran un poco de ron! —dijo el gigante.)

—¿Cuántos años llevamos aquí, Ñico? —dijo Dorindo.

—Hemos estado siempre —dijo el mulato.

Junto a las noches. Los jefes los habían animado con un poco de ron. Lo mezclaban con el agua podrida de los barriles.

—Por eso se muere la gente —dijo Louro. Louro resistía corno los negros, y decía que en el otro cayo había estado peor. Para animarnos.

—¡Cómo aguanta el pequeño! —dijo Louro.

—Es que lo han inyectado por miedo a que se duerma —dijo el mulato.

—¡Compañeros! —dijo el Balseiro. El guarda asomó la bayoneta. Ñico callaba ahora, pero en él había una candela encendida al hermano. (Mi hermano ha venido a hablarme —dijo Nico.) Algunos lo creyeron.

—Puede que haya sido verdad —dijo un negro.

—El mío también vino —dijo el Balseiro.

—¡Camaradas! —dijo el negro mayor. Pero volvió a aparecer el guardia. Los perros habían hecho levantar su brazo para el trabajo y dentro de ellos se levantaba la protesta.

El fusil la ahogaba, sin embargo, y los mayorales seguían abriéndoles ventanas. Faltan pocos meses —decían los jefes. Y Louro también.

—Más vale esperar a ver —dijo Louro.

—¿Vamos aguardar a morirnos? —dijo el mulato.

—Más vale esperar —dijo Louro.

El mal se metía ahora sin sentir y el enfermo, a veces, parecía el más sano. La fiebre le daba sueños despiertos y la manigua se le ofrecía. Dorindo vino a mi lado la noche antes.

—A ti te inyectan para que no te duermas, porque de eso depende su vida —dijo Dorindo. Luego saltó a otras cosas, y comenzó a hablarme. Dorindo había estado preso muchos años, nadie sabía por qué. (Creo que fue un error judicial —dijo el mulato.) Se había echado ante mis piernas como un perro, y erguía el busto desnudo.

—¡Vamos! —gritó el guardia. Al otro día por !a noche lo llevaron a las cuevas. Nadie más se ocupó de él. Los ojos de los perros mantenían todavía a raya a los hombres; pero los jefes sabían que dentro hervía algo. Los mayorales se mezclaban ahora con los cortadores y espiaban lo que pasaba por el os. (El chota era Dorindo —dijo Louro.) Entonces se supo todo —quién era Dorindo—, y que la rebelión tenía algo que ver con las formas de amor que el cayo daba a las imaginaciones. Uno de los jefes leía a veces en un libro sin tapa y dió en pensar en aquello.

—¿Qué habrán dicho los diarios en todo este tiempo? —dijo Louro.

—¡Nada! —dijo el mulato.

El libro del jefe lo sugirió.

—¿Para qué sirven los libros? —dijo el polaco.

—Mañana haremos un poco de música —dijo el jefe.

Al jefe se le ocurrió aquello —no sé cómo. Leía un libro de medicina que hablaba de una alimentación ideal. Un perro hambriento puede segregar jugos y alimentarse viendo carne —decía el libro.

—La música es carne para el sexo —dijo el jefe. El mulato miró a la noche.

—La música también es pólvora —dijo el mulato, en la tarde. Pero solo el mulato pensó en aquello. En el día todos esperaron como Louro. (Hay que entretenerse y esperar —dijo Louro.) Y los perros rondando y la selva cada vez Ñicoespesa. El Jiménez y el Balseiro habían callado y parecían esperar algo fatal. La manigua era más fuerte que los hombres.

—El cayo nos comerá a todos —dijo Jiménez.

—De otros peores se ha salido— dijo Louro.

José Barranco se había puesto a mirar a una nube que se había cuajado a ras de la manigua. Era la primera que veímos. Otros miraron como él a la nube y callaron. Abrieron los ojos y miraron a la nube y a la manigua y a la palma de la mano, y nada dijeron.

—Detrás de esa nube hay algo —dijo el mulato.

—Debajo de la cama hay gente —cantó un mayoral. Era al cerrarse el día. El mayoral había sacado los instrumentos y repiqueteaba en un bongó. Otro apareció con los timbales y una cubeta de agua con ron.

—¡Eya, muchachos! —dijo un mayoral—; nos faltan pocos meses.

—Llevamos años —dijo el polaco.

 

VIII

 

Y ahora estábamos otra vez en corro, cerca de la hoguera. Era como en el barco, y la luna había vuelto a salir. Los jefes se quedaron aparte y vieron a los músicos comenzando el mensaje. (Se animarán con eso —dijo uno.) Los brazos habían vuelto a caer. Los perros perdían su magnetismo y la fiebre estaba ya en el polaco. Louro resistía. (Hay que resistir —dijo Louro). La música —dijo un jefe— levantará sus nervios.

—¿Qué nos darán cuando se acabe la música? —dijo el mulato.

El mulato no presentía lo que los negros. Los cueros comenzaron a hablar bajito de un amor, que nacía en ellos, que los músicos les arrancaban. Era un gruñido de hembra echada en la tierra caliente, junto a una palmera, de la noche. Los ojos de la imaginación comenzaron a verla, y luego se llenaron de ritmos. De la tierra nacían curvas, y todos nosotros éramos seres de la tierra, parte de ella. Lo demás se borraba. La memoria se iba quedando vacía y los cuerpos se llenaban ahora de un jugo maduro. Muy lentamente, la voz de los cueros iba subiendo. Le salían unos latidos gordos que querían subir y bajaban. Los músculos comenzaban a cantar, y en las cabezas, echadas para atrás, se iban cerrando los ojos que ven hacia afuera. Los cueros comenzaron a hablar el dolor amoroso de la jungla.

Los mismos jefes no podían sustraerse. Los mayorales se llegaron al círculo y se tumbaron a oir por la parte de afuera. A distancia estaban los soldados, y ahora nadie los veía. Había aquí más de cuarenta hombres en cuclillas con los ojos cerrados, y la música comenzando a encenderse en ellos por fricción. Ahora no era sino un frotar sabroso que se extendía por el cuerpo y nadie pensaba que podía ser otra cosa.

—Eso los adormece —dijo un jefe.

—Les quemará las agallas —dijo otro. El fluido llegaba hasta ellos.

La hoguera misma se amortiguaba y daba un baño de luna a los cuerpos desnudos. En el medio del círculo estaba José Barranco con su taparrabos punzó y su cabeza se veía allá arriba sobre todos. Los cuerpos seguían ahuyentando los recuerdos pegados a la memoria y cavaban en la tierra de un pasado lejano. Era como si empataran los hombres con sus raíces en la tierra húmeda. Nadie pensó más en aquella nube, ni oyó el silbido de una flecha de aire que pasó por encima. Nada podían sentir los mayorales ni los jefes, sino el amor de los cueros.

Pero luego ya no era amor. Los hombres comenzaron a trepar por las notas y a moverse en síncopes, y los jefes los dejaron.

—Déjalos que se diviertan un día –dijo uno. El mulato mismo no presentía otra cosa. (Es el alzamiento —dijo el mulato.) Creía que la danza amorosa se tornaría guerrera. Y los blancos se unieron a ella. Era lo que tenía que ser. La rebelión ahogada se abriría ahora paso por entre los fusiles, envuelta en los aullidos de los cueros. Los perros acechaban de lejos, y se habían asustado. Los tambores sacaban de sí rugidos —todavía amorosos y ya bélicos— de muchas fieras juntas. Quizá los perros entendían de esto —no los jefes. Estos no podían ver en la música ni en la danza sino farsa. No veían las lanzas, ni los cuchillos, ni las catapultas de las notas, ni la estrategia de la danza.

—La música es para alegrar —dijo uno.

—La música y el baile es el opio de los negros —dijo otro. No había más. Y en la danza está también el Balseiro y Ñico y el polaco García —no yo. El jefe mayor me arrancó del círculo y me tiró junto a la hoguera.

—Tú no lo necesitas —dijo el jefe. Lo daban a los otros como un reconstituyente. Pero la danza acentuaba las palabras de los cueros y los cueros hablaban cada vez más alto. Ñico y el Balseiro habían dado el asunto.

—¡Camaradas! —dijo el Balseiro.

—Más vale morir de un balazo —dijo Ñico.

—Estamos condenados —dijo García. Louro se había echado en un lado. Su cuerpo era de alambre de acero y no podía danzar.

—Yo no siento la música —dijo Louro. Su cabeza sentía las cosas por imágenes, no por música. Era casi sordo hacia fuera y hacia dentro.

—Está engordando la noche —dijo Louro. Engordaba de nubes que no se veían, nubes negras. A todos los blancos que viven en los cayos, solos de noche junto a la hoguera, les pasa eso. La lumbre derrite las cosas en ellos y las formas en imágenes. Puede que eso me haya pasado a mí y que por eso hable de este modo.

—Los sonidos son el misterio —dijo Louro.

Eso, por el de la lechuza. Los jefes no vieron en la danza ni en los aullidos nada más porque en ellos estaba el misterio.

—Los hermanos de los muertos produjeron la chispa —dijo el mulato. Y no era eso. Aquello no era bélico ni de venganza. (Tenemos que liberarnos —dijo Ñico) . Parecía que su protesta sofocada, hablara ahora por la boca conspiradora de los tambores para despistar a los jefes. (¡Compañeros! —gritó Balseiro.) Los mismos soldados se habían acercado para ver; sus fusiles dormían. Los jefes estaban echados y acompañaban con las palmas. Los cueros devoraban la selva.

Era ya la voz de todas las fieras juntas. El mulato se echó a un lado con los ojos sin órbitas. (Nos hemos traicionado —dijo el mulato.) La danza amorosa no había pasado a guerrera, sino a otra cosa. Algo la había desviado. (Ha sido la voz de las nubes —dijo el mulato.) Los bongoes traspasaron su voz al tan-tan y éste recogió el dolor de la manigua. (Pero el cielo se puso a hablar.) La flecha de viento que cruzara desvió el sentido y le dio otro semejante. (No es el mismo —dijo el mulato.) Por eso se echó a un lado y miró a las nubes invisibles.

—Eso no es para pelear —dijo el mulato. El demonio grande del mundo se venía encima. Entonces los cueros no pudieron ya más, y comenzaron a flaquear. (Ya están satisfechos —dijo el jefe.) Los conjuros brujos eran impotentes contra el demonio grande, que todo lo cubre. Ya no eran aullidos ni rugidos los que salían de las cajas. Ahora volvían a mugir como al principio en descenso, y la danza era más lenta. Comenzaban a abrirse los ojos de afuera, y los negros miraban con las pupilas rojas a la selva. La selva era ahora un infierno, al cual se echarían desnudas aquellas almas en pena. Los soldados tornaban hacia el rancho.

—Estarán contentos —dijo el jefe.

—¿Qué mejor que esto? —dijo otro.

—Con ajuma y tambor vive un hombre —dijo otro.

—¡A ellos! —dijo Ñico. Pero la orden del gran brujo del mundo soplaba ya en las aguas. Ningún blanco podía verlo todavía. Por eso ocurrió aquello. Los jefes vieron huir a los danzantes, enloquecidos, y tirarse a la manigua, y creyeron otra cosa.

—Ha sido la traición —dijo el mulato. Los negros se engolfaron aullando y mirando al cielo, y los soldados no los vieron huir. La noche los tragó en un momento lejos de la hoguera, y los tambores ardían en ella. José Barranco los tiró al fuego y huyó como todos. Jiménez y Balseiro iban con ellos. El polaco no pudo. (Estamos perdidos —dijo el mulato.) Louro estaba a mi lado, mirando, y no entendía. Los jefes lo entendieron de otro modo, y los soldados encendieron antorchas.

—Suelten los perros —dijo el jefe.

 

IX

 

Ese fue el error. Los jefes los creyeron cimarrones y les soltaron los perros y los soldados. Las antorchas y los fusiles se metieron en la manigua detrás de los hombres. Los mismos jefes y mayorales dirigieron la batida y nosotros quedamos junto a la hoguera. (Estamos perdidos —dijo el mulato.) Y los gritos de los negros. Louro y yo los veíamos caer en imágenes junto a la hoguera. (Hay que resignarse —dijo Louro.) El gallego seguía clavado al otro lado, como un Cristo negro. (Ahora viene la venganza —dijo el mulato.) Entonces dieron en salir los perros con sus presas y rastras. Salían reculando de la manigua y traían ropas de hombres barriendo el camino con sangre, más roja que la de la hoguera. Luego los dejaban en el raso y se metían otra vez en el monte. Volvían a maullar los fusiles y las voces mandaban más cerca.

—Les queda poco tiempo —dijo el mulato. La noche se hacía más gorda. Los disparos se ahogaban más pronto. Una ráfaga se enroscó en la hoguera y la levantó en peso.

—El demonio se acerca —dijo el mulato. Louro comprendió aquello. El polaco levantó la cabeza.

—¡Adiós, compañeros! —dijo el polaco. Los perros arrastraban más harapos.

—¡Ese es el último! —dijo el mulato. El último era el negro mayor, José Barranco. Nosotros vimos su cabeza tensa todavía contra un montón de broza, los ojos cerrados a lo de afuera, como mirando a un son interior. (Nosotros seremos los últimos —dijo Louro.) Asomaban ya los jefes. Ellos mismos vieron ahora lo que se venía encima.

—Ahí están los cimarrones —dijo uno.

—Así se hace a los rebeldes —dijo otro.

—No eran rebeldes —dijo Louro. Entonces gritó el mulato:

—¡Dios, manda ese huracán!

Una ráfaga mayor se llevó la hoguera. En la oscuridad vimos ahora claro. Habían comenzado a ser cimarrones, pero el huracán se manifestó secretamente en ellos antes que en nosotros.

—Por eso huyeron —dijo el mulato. El gran demonio del mundo los espantó por dentro y se tiraron locos a la manigua, y los perros detrás.

—Han matado cadáveres —dijo el mulato. Pero las voces huían ahora, espantadas, partidas en el aire. Yo me así a Louro.

—¡Ahí va nuestra tienda! —dijo Louro. La lona blanca fue lo último que pudimos ver, como un ave bruja en la noche. Los gritos de los jefes y soldados se hacían añicos en el ciclón. Louro se tiró al suelo y serpeó hacia los barriles vacíos.

—No te separes, pequeño —dijo Louro. Fue lo que oí. El huracán estaba ya de lleno en el cayo y entraba a saco. El monte gruñía como almas invisibles y la manigua entera repetía ahora la tormenta de los tambores. (Habían danzado su muerte en aquella tormenta.) Entonces vino el mar con su melena blanca y comenzó a barrer árboles y hombres. El aire barría aún algunos gritos. Luego fue el gran bramido que todo lo ahogó y nuestros barriles nos llevaron por lo alto. Yo oí un grito de Louro, y me sentí lejos, como lanzado a otro mundo. El bramido había recurvado a distancia y parecía un monstruo que me levantara ya en la cola. Entonces pensé dónde estaría Louro. Tiempo después el huracán se alejaba. Había recurvado hacia Oriente y atacaba a Santiago. Yo esperaba en mi barril flotante, en un mar ya quieto. Era todavía noche. El día me trajo el barril de Louro a los ojos y vi asomar de él su cabeza seca. Estábamos cerca del cayo, pero ya no había tal monte sobre el agua. Algunos restos habían subido a flote, y el sol brillaba sobre ellos. No vi ningún cuerpo. (Yo miraba por las velas de un barco.)

—¡Ah del barril! —gritó Louro. (Las velas asomaron.)

Mis ojos buscaron los cuerpos de los otros.

—¡Ah del barco! —gritó Louro.

No vi ninguno.

*FIN*


Cayo Canas, 1946


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