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El pabellón de Wisteria

[Cuento - Texto completo.]

Arthur Conan Doyle

CAPÍTULO 1

EL EXTRAÑO SUCESO OCURRIDO A MISTER JOHN SCOUT ECCLES

El hecho ocurrió, según consta en mi libro de notas, en un día crudo y ventoso, a fines de marzo del año 1892. Estando sentados a la mesa y almorzando, recibió Holmes un telegrama y garabateó en el acto la contestación. No hubo ningún comentario, pero el asunto aquel no se apartó de sus pensamientos, porque, después de almorzar, se situó de pie delante del fuego, con expresión meditabunda, fumando su pipa, y volviendo a leer de cuando en cuando el mensaje. De pronto se volvió hacia mí con unos ojos en que brillaba una mirada maliciosa:

-Escuche, Watson: creo que podemos considerarlo a usted como hombre de letras. ¿Qué definición daría usted a la palabra «grotesco»?

-La de cosa rara, fuera de lo normal -apunté yo.

Al oír esta definición movió negativamente la cabeza.

-Seguramente que abarca algo más que eso; algo que lleva dentro de sí una sugerencia de cosa trágica y terrible. Si usted repasa mentalmente alguno de esos relatos con los que ha martirizado a un público por demás paciente, se dará cuenta de que lo grotesco se convirtió con frecuencia en criminal en cuanto se ahondó en el asunto.

»Recuerde el insignificante episodio de los pelirrojos. En sus comienzos fue cosa grotesca, pero al final se convirtió en una atrevida tentativa de robo. Y nada digamos de aquel otro episodio por demás grotesco de las cinco semillas de naranja, que desembocó en línea recta en un complot asesino. Esa palabra hace que yo me ponga en guardia.

-¿La tiene usted en el telegrama? -le pregunté.

Me lo leyó en voz alta:

“Me ha ocurrido un incidente increíble y grotesco. ¿Puedo consultar con usted?

Scout Eccles

Oficina de Correos Charing Cross.”

-¿Hombre o mujer? -le pregunté.

-Naturalmente que es un hombre. No hay mujer capaz de enviar un telegrama con la contestación pagada. Se habría presentado aquí sin más.

-¿Lo recibirá usted?

-Ya sabe usted, querido Watson, que desde que hicimos encerrar al coronel Carruthers estoy aburridísimo. Mi cerebro es como un motor en marcha, que se destroza porque no esta embragado a la máquina para la que fue construido. La vida es una cosa vulgar, los periódicos resultan estériles; lo audaz y novelesco desaparecieron, por lo visto, del mundo criminal. En estas condiciones, ¿cómo es posible que me pregunte si estoy dispuesto a ocuparme de un problema nuevo, por fútil que resulte? Pero, si no me equivoco, aquí tenemos a nuestro cliente.

Se oyeron unos pasos lentos en la escalera y, un momento después, se hizo pasar a la habitación a un hombre corpulento, alto, de patillas grises y aspecto solemne y respetable. En sus facciones graves y maneras pomposas estaba escrita la historia de su vida. Desde sus botines de paño hasta sus gafas de armazón de oro, era aquel hombre un miembro de partido conservador eclesiástico, buen ciudadano, ortodoxo y rutinario en el más alto grado. Pero algo asombroso había venido a perturbar su compostura natural, marcando sus huellas en los cabellos revueltos, en las mejillas encendidas e irritadas, en sus maneras inquietas y llenas de excitación. Se zambulló sin más en el asunto diciendo:

-Mister Holmes, me ha ocurrido algo de lo más extraordinario y desagradable. En toda mi vida no me he visto en situación semejante. Una situación por demás indecorosa, por demás ofensiva. No tengo más remedio que buscarle una explicación.

De irritado que estaba, tragó saliva y bufó.

-Tenga la amabilidad de sentarse mister Scout Eccles -le dijo Holmes en tono tranquilizador. Antes que nada, ¿puedo preguntarle como es que se ha dirigido a mí?

-Pues verá usted señor: el asunto no parecía como para llevarlo a la policía; pero, cuando usted se entere de los hechos, reconocerá que yo no podía dejar las cosas como estaban. Yo no abrigo la menor simpatía hacia los detectives particulares, considerados como una clase, pero como había oído hablar de usted…

-Perfectamente. Y ahora, en segundo lugar, le pregunto: ¿por qué no vino inmediatamente?

-¿Qué quiere usted decir con esas palabras?

Holmes miró su reloj.

-Son las dos y cuarto -dijo -. Su telegrama fue puesto a eso de la una. Pero basta mirar sus ropas y su cabeza para darse cuenta de que sus dificultades arrancaron el instante en que usted se despertó esta mañana.

Nuestro cliente alisó sus cabellos revueltos y se palpó la barbilla sin afeitar.

-Tiene razón, mister Holmes. Ni por un momento pensé en arreglarme. Lo que yo quería era salir a cualquier precio de esa casa. Pero antes de venir a usted he andado de un lado para otro haciendo averiguaciones, Fui a la agencia de alquileres y me contestaron que el señor García tenía pagados los de la casa hasta el día, y que todo estaba en orden en el pabellón Wisteria.

-Ea, ea, señor -exclamó Holmes, echándose a reír -. Se parece usted a mi amigo Watson, que acostumbra contar sus historias mal y en orden invertido. Por favor, ponga orden en sus pensamientos y expóngase en su debida secuencia los sucesos que le han impulsado a salir de casa sin peinarse ni arreglarse, con botas de paño y los botones del chaleco abrochados en ojales equivocados, para buscar consejo y ayuda.

Nuestro cliente bajó los ojos para contemplar con expresión lastimosa su extraordinaria apariencia exterior.

-Mister Holmes, estoy seguro de que produzco una impresión detestable, y no creo que en toda mi vida me haya ocurrido hasta ahora cosa semejante. Voy a contarle el rarísimo suceso y no me cabe la menor duda de que, cuando haya terminado, reconocerá usted que ha habido motivo suficiente para disculparme.

Pero el relato quedó cortado en flor. Se oye fuera mucho ajetreo y mistress Hudson abrió la puerta para dar la entrada en la habitación a dos individuos robustos y con aspecto de funcionarios públicos. Uno de ellos dos era bien conocido, por ser el inspector Gregson, de Scotland Yard; funcionario enérgico, valeroso y, dentro de sus límites, capaz. Cambió con Holmes un apretón de manos y presentó a su camarada, el inspector Baynes, de la Policía de Surrey.

-Hemos salido juntos a cazar, mister Holmes, y el humillo nos ha traído hacia aquí.

Volvió sus ojos de bulldog hacia nuestro visitante.

-¿Es usted mister John Scout Eccles, de Popham House, Lee?

-Sí, señor.

-Le venimos siguiendo en sus andanzas toda la mañana.

-Sin duda que lo situaron gracias al telegrama -dijo Holmes.

-Exactamente, mister Holmes. Le tomamos el humillo en la oficina de Correos de Charing Cross y venimos hasta aquí.

-¿Y por qué me siguen? ¿Qué desean?

-Deseamos, mister Scout Eccles, que nos haga usted una declaración acerca de los hechos que desembocaron en la muerte de mister Aloysius García, del pabellón Wisteria, cerca de Esher.

Nuestro cliente se había erguido en su asiento con ojos desorbitados y sin el menor asomo de color en su cara asombrada.

-¿Muerto? ¿Dice usted que murió?

-Sí, señor; ha muerto.

-Pero, ¿cómo fue? ¿Quizá por accidente?

-Se trata de un asesinato, si en el mundo se ha cometido alguno.

-¡Santo Dios! ¡Es espantoso! ¿Me va a usted a decir…me va a usted a decir que se sospecha de mí?

-Al muerto se le encontró en el bolsillo una carta de usted, y por ella sabemos que usted había proyectado pasar la noche en su casa.

-Y en ella la pasé.

El policía sacó su cuaderno de notas, pero Sherlock Holmes le dijo:

-Espere un momento, Gregson. Lo que usted busca es un relato claro de lo ocurrido, ¿no es así?

-Y es deber mío prevenir a mister Scout Eccles que lo que él diga puede ser usado y empleado en contra suya.

-Cuando ustedes entraron, mister Eccles estaba a punto de contárnoslo todo. Watson, yo creo que un vaso de coñac con soda no le hará ningún mal. Y ahora, señor, yo le ruego a usted que, sin preocuparse de que su auditorio ha aumentado, prosiga con su narración, igual que si nadie le hubiera interrumpido.

Nuestro visitante se había echado de golpe el coñac, volviéndole los colores a la cara; después de dirigir una mirada recelosa al cuaderno del inspector, se lanzó resueltamente a su extraordinario relato:

-Soy soltero -dijo -y como mi temperamento es amigo de alternar, cultivo gran número de amistades. Cuéntese entre éstas las familias de un cervecero retirado que se apellida Malvilla y que vive en Albemarle Mansión, Kensigton. En su mesa conocí hace algunas semanas a un señor joven apellidado García. Me informaron que era hijo de padres españoles y que tenía no sé qué cargo en la Embajada. Hablaba un inglés perfecto, era de maneras agradables y nunca he visto hombre mejor parecido.

»No sé cómo ocurrió, pero el hecho es que aquel joven y yo ligamos una fuerte amistad. Pareció que desde el primer momento se aficionaba a mí, y sin cumplirse los dos días de habernos conocido, vino a visitarme a Lee. De una cosa pasamos a la otra y él acabo por invitarme a pasar algunos días en su casa pabellón Wisteria, entre Esher y Oxshott. Para cumplir con el compromiso contraído me dirigí ayer por la tarde a Esher.

»Me había descrito su casa antes que yo fuese a ella. Residía con un criado fiel, un compatriota suyo, que atendía todas sus necesidades. Este individuo hablaba inglés y se encargaba de todos los menesteres de la casa. Tenía, además, un estupendo cocinero, según me dijo: era un mestizo con el que se había hecho en uno de sus viajes, y que era capaz de preparar excelentes comidas. Recuerdo que él mismo comentó que para vivir en el corazón de Surrey formaba una extraña familia, opinión con la que yo me manifesté conforme, aunque estaba lejos de pensar todo lo extraña que era.

»Me hice llevar en coche hasta la casa, que se hallaba a cosa de cuatro kilómetros de Esher por el lado Sur. La casa es de regular capacidad y se alza retirada de la carretera, desde la que se llega a ella por una avenida bordeada de arbustos perennes. El edificio es viejo, destartalado y en ruinas. Cuando el coche se detuvo delante de la puerta, llena de manchas y ronchas del tiempo, tuve mis dudas sobre si hacía bien en visitar a un hombre al que sólo conocía muy superficialmente. Sin embargo, él mismo fue quien abrió la puerta, recibiéndome con la más brillante cordialidad. Luego me puso en manos de su criado, individuo moreno y melancólico, que me llevó a mi dormitorio, encargándose de mi maleta. La atmósfera toda de la casa resultaba deprimente. Cenamos tête à tête, y aunque mi anfitrión hizo cuanto estuvo de su parte por mantener una conversación agradable, parecía como si sus pensamientos se le desmandasen constantemente y hablaba de un modo tan vago y arrebatado que apenas si yo le comprendía. Tamborileaba constantemente con los dedos en la mesa, se mordiscaba las uñas y daba otras señales de nerviosa impaciencia. La comida no fue ni bien servida ni estaba bien condimentada, y la sombría presencia del taciturno criado no contribuyó a alegrarla. Les aseguro a ustedes que anduve buscando muchas veces, en el transcurso de la velada, una excusa para regresar a Lee.

»Recuerdo en este momento otra cosa que quizá tenga importancia en relación con el asunto que ustedes dos, caballeros, están investigando. En aquel momento yo no le atribuí ninguna importancia, ya casi terminando la cena, el criado entregó una carta, y me fijé en que, después de leerla, mi anfitrión se mostró aún más distraído y raro que hasta entonces. Renunció ya a mantener ni siquiera una simulación de diálogo y permaneció en su silla, fumando incontables cigarrillos, ensimismado en sus propios pensamientos y sin hacer observación alguna acerca del texto de la carta. Me alegré cuando dieron las once, de poder retirarme a descansar. Algo más tarde se asomó García a mirar al interior de mi habitación, que estaba ya a oscuras, y me preguntó si había llamado yo a la campanilla. Le dije que no. Entonces él se disculpó por haberme molestado a una hora tan tardía, diciendo que era cerca de la una. Yo concilié el sueño acto seguido y dormí toda la noche profundamente.

»Y ahora llego a la parte asombrosa de mi historia. Cuando me desperté era pleno día. Miré mi reloj y eran cerca de las nueve. Yo había insistido en que me despertaran a las ocho, asombrándome mucho de aquel descuido. Salté de la cama y tiré de la campanilla para llamar al criado. Nadie contestó. Volví a llamar una y otra vez, siempre con idéntico resultado. Llegué entonces a la conclusión de que la campanilla estaba descompuesta. Me metí rápidamente en las ropas y me apresuré a bajar, muy malhumorado, para pedir agua caliente. Imagínese mi sorpresa al no encontrar a nadie en la casa. Llamé a gritos desde el vestíbulo. Nadie respondió. La noche anterior había indicado el dueño de la casa cuál era su dormitorio. Llamé, pues, a la puerta. La habitación estaba vacía y la cama no había sido tocada. También él se había marchado con los demás. ¡El dueño extranjero, el lacayo extranjero, el cocinero extranjero, habían desaparecido durante la noche! Así terminó mi visita al pabellón Wisteria.

Sherlock Holmes se frotaba las manos y gorgotireaba por lo bajo ente aquella ocasión de agregar tan extraño suceso a su colección de episodios extraordinarios. Y dijo al visitante:

-Buscando en mis recuerdos, lo que a usted le ha ocurrido constituye un caso único, ¿quiere decirme, señor, qué hizo usted entonces?

-Estaba furioso. La primera idea que se me ocurrió fue la de que había sido víctima de una broma. Empaqué mis cosas, cerré con estrépito la puerta del vestíbulo al salir y marché en dirección a Esher, cargado con mi maleta. Fui a la oficina de Allan Brothers, los agentes de alquileres más importantes del pueblo, y me encontré con que eran ellos quienes habían dado la casa en arriendo. Se me ocurrió que todo aquel enredo no podía tener por único objeto burlarse de mí, y que seguramente lo que sobre todo buscaba el señor García era largarse sin pagar la renta. Marzo va muy avanzado, de manera que pronto habrá que pagar el trimestre. Pero esta suposición resultó equivocada. Los agentes me dieron las gracias por mi advertencia, pero me informaron que la renta había sido pagada por adelantado. En vista de eso, vine a Londres y me encaminé a la Embajada Española. Aquel hombre era conocido allí. Acto seguido me trasladé a ver a Melvilla, en cuya casa me habían presentado a García, encontrándome con que él sabía aún menos que yo. Por último, al recibir su telegrama de contestación, me encaminé aquí, por tener entendido que usted aconseja lo que hay que hacer cuando se presenta un caso difícil. Y ahora, señor inspector, deduzco, de las palabras que usted dijo al seguir adelante con el relato que lo que acabo de decir es la pura verdad, y que, fuera de ello, desconozco en absoluto todo lo que haya podido ocurrirle a este hombre. Mi único deseo es de ayudar a la Justicia en todo cuanto me sea posible.

-Estoy seguro de ello, mister Scout Eccles, estoy seguro de ello -dijo el inspector Gregson con gran amabilidad -. No tengo más remedio que decir que todos los hechos tal cual nos los ha relatado, coinciden con los datos que han llegado a conocimiento nuestro. Veamos ahora, por ejemplo, lo relativo a esa carta que llegó mientras ustedes cenaban. ¿Se fijó usted qué hizo con ella?

-Sí que me fijé. García la arrugó y echó al fuego.

-¿Qué me dice usted a eso, Baynes?

El detective campesino era un hombre voluminoso, mofletudo, coloradote, cuya cara se salvaba de lo grosero gracias al brillo extraordinario de sus ojos casi ocultos detrás de fofas gorduras de las cejas y de los cigarrillos. Extrajo con despaciosa sonrisa del bolsillo una hoja de papel, doblada y descolorida.

-La rejilla de la chimenea es graduable y el papel fue lanzado por encima de los bordes de aquella. Lo recogí sin quemar en la parte de atrás.

Holmes dio entender con una sonrisa el aprecio que ello le merecía.

-Bien detalladamente ha debido usted de registrar la casa para encontrar una bola de papel.

-Así es, mister Holmes. Es mi costumbre. ¿Quiere, mister Gregson, que la leamos?

El detective londinense asintió con la cabeza.

-La carta está escrita en papel corriente color crema y no tiene filigranas. Es de tamaño cuartilla y le han dado dos cortes con unas tijeritas. Le han hecho luego tres dobleces y la han lacrado con lacre rojo, extendido apresuradamente y aplastado con algún objeto plano y ovalado. Está dirigida al señor García, pabellón Wisteria, y dice así: «Nuestros colores son verde y blanco. Verde, abierto; blanco, cerrado. Escalera principal, primer pasillo, séptima a la derecha, bayeta verde. Buen viaje. D» Es letra de mujer, escrita con pluma de punta fina, pero el sobre escrito lo ha sido con otra pluma, o por otra persona. Como ven ustedes, la letra es mas gruesa y de rasgos más enérgicos.

-Es una carta muy notable -dijo Holmes, mirándola de arriba abajo -. Le felicito, mister Baynes, por el cuidado del detalle que ha demostrado en el análisis que ha hecho de ella. Podrían quizás añadirse algunos otros detalles insignificantes. El sello ovalado es, sin diputa, de un gemelo de puño ¿qué otra cosa tiene esa forma? Las tijeritas son las de uñas. A pesar de los pequeños que son los cortes, se observa claramente en ambos la misma ligera curva.

El detective campesino gorgoriteo por lo bajo y dijo:

-Creí que había oprimido totalmente el jugo, pero veo que aun quedaba un poco más. No tengo mas remedio que decir que lo único que yo saco de la carta es que se traían algún asunto entre manos y que, como es corriente, en el fondo de todo anda una mujer.

Durante esta conversación, el señor Scott Eccles se había movido nervioso en su asiento, y dijo:

-Me alegro de que hayan encontrado esa carta, que viene a corroborar lo que yo había dicho. Pero me permito hacerles notar que no sé todavía qué es lo que le ha ocurrido al señor García, ni lo que ha sido de sus criados.

-Por lo que a García respecta, la contestación es fácil -dijo Gregson -. Se le encontró esta mañana muerto en el parque comunal de Oxshott, a casi dos kilómetros de distancia de su casa. Tenía la cabeza reducida a papilla por efecto de fuertes golpes que le habían sido dados con un talego de arena o con un instrumento por ese estilo, que, mas bien que herir, había aplastado. Estaba en un sitio solitario y no hay casa alguna a menos de quinientos metros. Por lo que se deduce, le golpearon primero por la espalda, pero su agresor siguió golpeándole mucho tiempo después de muerto. Fue una agresión furibunda. No se han descubierto huellas de pisadas ni pista alguna que lleve hacia los criminales.

-¿Le han robado?

-No; no se advierte ninguna tentativa de robo.

-Eso es muy doloroso, muy doloroso y terrible -exclamó mister Scott Eccles, con voz quejumbrosa -; pero la situación en que a mí me pone es muy difícil. Nada he tenido yo que ver en que mi huésped emprendiese una excursión nocturna y encontrase un final tan triste. ¿Cómo es que yo me veo metido en semejante asunto?

-Muy sencillo, señor -le contestó el inspector Baynes-. El único instrumento que se le ha encontrado en el bolsillo al muerto ha sido la carta en la que usted le anunciaba que pasaría por él la noche en que murió. Por el sobre de la carta conocí yo el nombre y dirección del muerto. Esta mañana llegamos a su casa después de las nueve, y no hallamos en ella ni a usted ni a nadie.

-Telegrafié a Gregson para que diese con el paradero de usted en Londres, mientras yo registraba el pabellón Wisteria. Vine después a Londres, me reuní con mister Gregson y aquí nos tiene.

-Creo -dijo Gregson, levantándose-que lo mejor que podríamos hacer ahora es dar forma oficial al asunto. Usted nos acompañará a la Comisaría, mister Scott Eccles, y pondremos por escrito su declaración

-Iré enseguida, desde luego. Pero retengo los servicios de mister Holmes. Quiero que no economice gastos ni esfuerzos para llegar al fondo de este asunto.

Mi amigo se volvió hacia el inspector provinciano.

-Supongo, mister Baynes, que no verá inconveniente alguno en que colabore con usted.

-Me consideraré muy honrado, señor.

-Veo que ha actuado usted con gran rapidez y sistema en todo. ¿Se tiene algún dato que permita fijar la hora exacta en que ese hombre halló la muerte?

-Llevaba allí desde la una de la madrugada. Alrededor de esa hora llovió y con toda seguridad que su muerte se produjo antes de la lluvia.

-Eso es completamente imposible, mister Baynes -exclamó nuestro cliente-. Tenía una voz inconfundible. Yo estaría dispuesto a jurar que fue él quien me habló a esa hora en mi dormitorio.

-Es extraordinario, pero no imposible -dijo Holmes sonriendo.

-¿Tiene usted acaso una pista? -preguntó Gregson.

-Así, a primera vista, el caso no parece muy complejo, aunque ofrece notas de novedad y de interés. Necesitaría conocer más los hechos antes de aventurarme a exponer una opinión última y definitiva. A propósito, mister Baynes: ¿no encontró usted nada de notable, fuera de esa carta, durante su registro en la casa?

El detective miro a mi amigo de una manera rara y dijo:

-Sí, encontré algunas cosas sumamente notables. Quizá cuando yo haya terminado los trámites en la Comisaría, le interese venir para que le dé mi opinión acerca de las mismas.

-Estoy por completo a sus ordenes -dijo Sherlock Holmes, llamando a la campanilla -Mistress Hudson, acompañe hasta la puerta a estos caballeros, y tenga la bondad de enviar al botones con este telegrama, que lleva contestación pagada de cinco chelines.

Permanecimos un rato sentados y en silencio después de que se marcharon nuestros visitantes. Holmes fumaba de firme, con las cejas fuertemente apretadas sobre sus ojos penetrantes y la cabeza caída hacia delante con la expresión afanosa que le caracterizaba.

-¿Qué me dice usted, Watson, de este asunto?-me preguntó, al mismo tiempo que se volvía de manera súbita hacia mí.

-Esta mitificación de que ha sido víctima Scott Eccles no me dice nada.

-¿Y el crimen?

-Pues verá usted: teniendo en cuenta la fuga de los compañeros del muerto, yo diría que ellos están complicados de un modo u otro en el asesinato y han huido de la Justicia.

-Desde luego, es un punto de vista posible. Pero así, a simple vista, tendrá usted que reconocer que resulta muy raro que sus dos criados estuviesen mezclados en una conspiración en contra de su amo y que agrediesen a éste precisamente la noche en que había un invitado, teniéndolo como lo tenían a merced suya todos los restantes días de la semana en los que estaba solo.

-¿Por qué razón han huido entonces?

-Esto es. ¿Por qué han huido? Ése es el hecho trascendental. El otro es el caso extraordinario ocurrido a nuestro cliente mister Scott Eccles. Ahora bien, Watson: ¿está acaso fuera de los límites de la inteligencia humana suministrar una explicación en la que encajen estos dos hechos trascendentales? Si en esa explicación cupiese también la misteriosa carta con su cariñosa fraseología, quizás valdría la pena aceptarla como una hipótesis transitoria. Y si los nuevos hechos que vayamos conociendo encajan en el cuadro, quizá entonces nuestra hipótesis se convierta gradualmente en la solución.

-¿Y cuál es esa hipótesis?

Holmes se arrellanó en un sillón, con los ojos entornados.

-Tiene usted que empezar por aceptar, Watson, que la idea de que se trata de una broma es inaceptable. Se preparaban graves acontecimientos, según lo demostraron los hechos, y ese atraer con halagos a Scott Eccles al pabellón Wisteria tiene alguna relación con ellos.

-¿Y cuál puede ser esa relación?

-Vayamos tomando eslabón por eslabón. A simple vista resulta cosa que se sale de lo corriente esa rara y súbita amistad entre el joven hispano y Scott Eccles. Fue aquel quien forzó la marcha de las cosa. El mismo día siguiente al de conocerse, marchó a visitar a Eccles al otro extremo de Londres, y se mantuvo en estrecho contacto con él hasta que consiguió que fuese a Esher. Y yo pregunto: ¿para qué podía querer a Eccles? ¿Qué era lo que éste le podía proporcionar? A mí no me parece un hombre especialmente inteligente, ni que tenga condiciones para despertar las simpatías de un hombre de raza latina y de ingenio rápido. ¿Por qué, pues, eligió García precisamente a Eccles, entre todas las personas con quien estaba relacionado, como la más indicada para sus propósitos? ¿Posee alguna cualidad destacable? Yo digo que sí. Es el tipo exacto de lo que se llama la respetabilidad inglesa, es el hombre que, como testigo, más impresión puede causar en el ánimo de otro inglés. Usted mismo ha podido ver como ninguno de los dos inspectores ha soñado ni por un instante en poner en tela de juicio sus declaraciones, por extraordinarias que hayan sido.

-¿Y qué es lo que él tenía que declarar como testigo?

-Tal como salieron las cosas, nada; pero todo, si hubiesen resultado de manera distinta. Así es como yo veo las cosas.

-Es decir, que él podría resultar quien demostrase una coartada.

-Exactamente, mi querido Watson; él podría haber hecho buena una coartada. Supongamos, nada más que como base de argumentación, que los habitantes del pabellón Wisteria son compinches de un determinado plan. Y que éste tiene que ser puesto en ejecución, sea el que sea, antes de la una de la madrugada. Es posible que, mediante manejo de relojes, hayan conseguido que Scott Eccles se acostase mas temprano de lo que él pensaba; en todo caso, es muy verosímil que cuando García se llegó hasta el cuarto de dicho señor para decirle que era la una, no fuesen sino las doce. Suponiendo que García realizase lo que tenía que realizar y estuviese de vuelta para la hora mencionada, es evidente que disponía de un elemento muy fuerte de prueba contra cualquier acusación. ¡Allí estaba aquel inglés irreprochable, dispuesto a jurar ante cualquier tribunal que el acusado no salió de su casa! Era ése un seguro contra lo peor que pudiera ocurrir.

-Sí, sí, eso ya lo veo. Pero, ¿y qué me dice de la desaparición de los otros dos?

-Aún no tengo todos los hechos en la mano, pero no creo que haya dificultades insuperables. Sin embargo, es un error adelantase en los juicios a los hechos. Porque uno se deja llevar insensiblemente a retorcerlos para acomodarlos a las teorías que se ha forjado.

-¿Y la carta que recibió?

-¿Recuerda su texto? «Nuestros colores son verde y blanco.» Esto suena a cosa de carrera de caballos. «Verde, abierto; blanco, cerrado.» Esto es evidentemente una señal. «Escalera principal, primer pasillo, séptima a la derecha, bayeta verde.» Esto es una cita. Quizás encontramos en el fondo de todo a un marido celoso. Se trataba en todo caso de una búsqueda peligrosa. De no haberlo sido, no habría escrito: «Que Dios le proteja» Y la firma D. Esto debería servirnos de guía.

-El hombre era español. Me permito insinuar que D. significa Dolores, que es un nombre de mujer bastante corriente en España.

-Muy bien dicho, Watson, muy bien dicho; pero completamente inadmisible. Una española que escribe a un español lo habría hecho en este idioma. Quien ha escrito esta carta es con absoluta certidumbre una inglesa. Bueno, lo mejor será que nos revistamos de paciencia hasta que este magnífico inspector vuelva por aquí. Mientras nos ha salvado durante unas breves horas de la insoportable fatiga de no hacer nada.

Antes que regresase nuestro inspector de Surrey llegó la contestación al telegrama de Holmes. Este lo leyó, y ya se disponía a guardarlo en su cuaderno de notas, cuando se fijó en la expresión de expectativa que tenía mi cara. Me lo tiró, riéndose, y me dijo:

-Nos moveremos entre gentes de gran altura.

El telegrama no era otra cosa que una lista de nombres y direcciones:

Lord Harringby, Tre Dingle; sir George Folliot, Exsott Towers; mister Hynes Hynes, J. P. Purdey Place; mister James Baker Williams, Forton Old Hall; mister Henderson, High Gable; reverendo Joshua Stone, Nether Walsling.

-Es una manera muy sencilla de limitar nuestro campo de operaciones -dijo Holmes -. No me cabe duda de que Baynes, con su manera metódica de discurrir, ha adoptado ya un plan semejante.

-No acabo de comprenderle a usted.

-Querido compañero, hemos llegado ya a la conclusión de que el mensaje recibido por García venia a ser una dirección ó una cita amorosa. Pues bien: si la interpretación es correcta, y para encontrarse en el lugar de la cita tiene uno que subir por una escalera principal y buscar la séptima puerta de un pasillo, salva a la vista que la casa es muy grande. Es también evidente que tal casa no puede encontrarse a distancia mayor de dos o tres kilómetros de Oxshott puesto que García caminaba en esa dirección y calculaba, según mi manera de interpretar los hechos, hallarse de vuelta en el pabellón Wisteria con tiempo para beneficiarse de una coartada, que sólo sería válida hasta la una de la madrugada. Como el número de casas espaciosas de las proximidades de Oxshott tiene que ser limitado, adopté el método que tenía a mano, es decir, envié un telegrama a los agentes de fincas mencionadas por Scott Eccles, y conseguí de ellos una lista. Son las que dicen este telegrama de contestación, y entre ellas, debe de encontrarse el otro extremo suelto de esta, nuestra enmarañada madeja.

Eran ya cerca de las seis para cuando estuvimos en la linda aldea de Esher, del condado de Surrey, acompañados por el inspector Baynes.

Holmes y yo llevábamos todo lo necesario para pasar allí una noche, y hallamos cómodo hospedaje en el mesón “El Toro”. Por último, nos dirigimos con el detective a realizar nuestra visita al pabellón Wisteria. Era un atardecer frió y oscuro del mes de marzo; un viento cortante y una fina lluvia golpeaban nuestras caras, dando ambiente a la inhóspita dehesa comunal, por la que cruzaba nuestro camino, y al final trágico hacia el que nos conducía.

CAPÍTULO 2

EL TIGRE DE SAN PEDRO

Una caminata fría y melancólica, de un par de millas nos llevó hasta una elevada puerta exterior de madera, por la que se desemboca en una lóbrega avenida de castaños. La avenida, sombría y formando curva, nos condujo hasta una casa baja y oscura, que se proyectaba como una mancha de pez sobre el fondo del firmamento pizarroso. El brillo de una luz débil se filtraba por la ventana de la fachada, a la izquierda de la puerta. Baynes dijo:

-Hay un guardián al cuidado de la casa. Llamaré a la ventana.

Cruzó la pradera y dio unos golpecitos en el cristal. A través del empañado cristal vi confusamente cómo un hombre que estaba sentado junto al fuego se ponía de pie en un salto, y oí el grito agudo que lanzaba dentro de la habitación. Un instante después nos abría la puerta el guardia de Policía, demudado y jadeante. La luz de la vela se balanceaba en su trémula mano; Baynes le preguntó con serenidad.

-¿Qué le ocurre, Walters?

El hombre se enjugó con el pañuelo el sudor de la frente y dejó escapar un largo suspiro de alivio.

-Me alegro de que haya venido usted, señor. Ha sido una vigila muy prolongada, y creo que mis nervios no son ya lo que eran.

-¿Sus nervios, Walters? Jamás habría pensado que tuviese usted un solo nervio en su cuerpo.

-Ha sido, señor, culpa de esta casa solitaria y silenciosa, y de esas cosas raras que hemos encontrado en la cocina. Y cuando usted golpeó en la ventana, pensé que volvía de nuevo.

-¿Qué es lo que volvía de nuevo?

-Lo que fuese, que igual podía ser el demonio. Estaba en la ventana.

-¿Qué es lo que estaba en la ventana, y cuándo ha sido eso?

-Hará cosa de dos horas. Cuando empezaba a oscurecer. Yo estaba sentado en la silla, leyendo. No sé qué impulso me dio de levantar la vista, pero el caso es que había una cara mirándome por el cristal mas abajo. ¡Válgame Dios, y que cara! La veré en mis sueños.

-¡Vaya, vaya, Walters! No es ése el mejor lenguaje para un agente de Policía.

-Lo sé, señor, lo sé; pero me estremeció, ¡a qué negarlo! No era negra ni blanca ni de ninguno de los colores que yo conozco, sino de una tonalidad rara de arcilla, con salpicaduras de leche. Y luego su tamaño; era el doble que la de usted, señor; y su aspecto, señor: aquellos enormes ojazos saltones, y los dientes blancos como los de una fiera. Le aseguro, señor, que no me fue posible mover un dedo, ni recobrar el aliento, hasta que se apartó y desapareció. Salí de la casa, me lance por el arbustal; pero, gracias a Dios, no había nadie allí.

-Si yo no supiera, Walters, que es usted un hombre valiente, podría una tacha negra junto a su nombre, por esto que dice. Ni aunque se trate del diablo en persona, debe un agente de Policía que está de servicio dar nunca gracias a Dios por no haber podido echarle el guante a la persona a quien persigue. ¿No será todo ello una alucinación y un efecto de los nervios?

-Eso, al menos, es cosa fácil de comprobar-dijo Holmes, encendiendo su pequeña linterna de bolsillo.

Después de un rápido examen del campo de césped, nos informó:

-En efecto, hay huellas de un pie que yo creo que debe ser del numero cuarenta y cuatro. Si el resto del cuerpo era proporcionado a su pie, con seguridad que se trata de un gigante.

-¿Qué fue de él?

-Creo que se abrió paso por el arbustal y ganó la carretera.

-Bien -dijo el inspector con expresión grave y pensativa -, sea quien fuere, y quisiese lo que quisiere, se marchó ya, y tenemos otras cosas a las que atender de inmediato. Y ahora, mister Holmes, le mostraré la casa.

Los diferentes dormitorios y salas no aportaron nada a una investigación cuidadosa. Por lo que se veía, los inquilinos habían traído poco o nada con ellos, y habían arrendado la casa completamente amueblada, hasta en sus menores detalles. Habían dejado una buena cantidad de ropa, con la etiqueta de Marx y Cía., Hingh Hilborn. Se habían hecho ya investigaciones por telégrafo, y por ellas se supo que Marx no poseía dato alguno respecto a su cliente, fuera de que era un buen pagador. Entre los objetos de propiedad personal, había algunas chucherías, pipas, novelas -dos de ellas en español -, un anticuado revólver de percusión por aguja y una guitarra.

-De todo esto no se saca nada -dijo Baynes, caminando de habitación en habitación con la vela en la mano -. Pero ahora, mister Holmes, le invito a fijar su atención a la cocina.

Era una habitación lóbrega, de elevado cielo raso, situada en la parte posterior de la casa, con una yacija de paja en un rincón, que servia aparentemente de cama al cocinero. La mesa estaba cubierta de platos y de fuentes con los restos de la cena de la noche anterior.

-Fíjese en esto -dijo Baynes -. ¿Qué saca usted en consecuencia?

Sostuvo la vela, alumbrando un objeto rarísimo que se apoyaba en la parte posterior del trinchante. Se hallaba tan arrugado, encogido y marchito que resultaba imposible decir que pudo haber sido aquello. Por un lado era negro y correoso, teniendo cierto parecido con una figura humana. Al examinarla, creí en un principio que se trataba de algún bebé negro, momificado, y luego lo tomé por un mono muy antiguo y retorcido. Finalmente quedé en duda de si aquello era un animal o un ser humano. Tenía ceñida la cintura por una franja doble de conchas blancas.

-¡Cosa interesante, interesantísima! -exclamó Holmes, contemplando aquellos restos siniestros -. ¿Hay algo más?

Baynes nos llevó sin decir palabra hasta el fregadero y adelantó la vela para iluminarlo con su luz. Todo él estaba cubierto con los miembros y cuerpo de un ave corpulenta y blanca, despedazada de una manera salvaje, y sin desplumar.

Holmes señaló con el dedo las barbillas de la cabeza cortada del tronco y dijo:

-Es un gallo blanco. ¡Por demás interesante! Estamos ante un caso curiosísimo.

Pero mister Baynes había reservado para el final la más siniestra de sus exhibiciones. Sacó de debajo del fregadero un cubo de cinc que contenía cierta cantidad de sangre, y, acto seguido, retiró de la mesa una fuente, en la que había un montón de trocitos de huesos chamuscados.

-Aquí se ha matado a un ser y lo incineraron. Todos estos huesos los entresacamos del hogar. Hicimos venir esta mañana a un médico, y éste afirmó que no se trataba de huesos humanos.

Holmes se sonrió y se frotó las manos.

-Inspector, no tengo mas remedio que felicitarle por la manera como ha llevado este caso tan característico y tan instructivo. Si no lo toma usted a mal le diré que pienso que tiene usted dotes superiores a las oportunidades que para ejercitarlos se le presentan.

Los ojillos del inspector Baynes relampagueaban de satisfacción.

-Tiene usted razón, mister Holmes. Aquí, en provincias, nos estancamos. Un caso como este de ahora supone para un hombre una oportunidad, y yo confío en aprovecharla. ¿Qué saca usted en consecuencia a propósito de estos huesos?

-Yo diría que son de un cordero o de un cabritillo.

-¿Y el gallo blanco?

-Es un detalle curioso, mister Baynes, muy curioso. Casi estoy por decirle único.

-En efecto, señor: en esta casa ha debido de vivir gente muy extraña y de costumbres muy extrañas también. Una de esas personas a que me refiero ha muerto. ¿Serían acaso sus compañeros los que le siguieron y lo mataron? Si es obra suya, estoy seguro de que les echaremos el guante, porque están vigilados todos los puertos de embarque. Pero yo tengo un criterio distinto acerca de eso. Sí, mi criterio es muy distinto.

-Según eso, usted tiene ya su teoría al respecto, ¿no es así?

-Y quiero llevarla yo mismo adelante, mister Holmes. Debo hacerlo en honor a mis propias facultades. Usted tiene ya hecho su prestigio, pero yo tengo todavía por hacer el mío. Me alegraría mucho poder afirmar, al final del asunto, que yo he solucionado el caso sin la ayuda de usted.

Holmes se echó a reír de muy buen agrado, y dijo:

-Muy bien, muy bien, inspector. Usted siga su camino y yo seguiré el mío. Lo que yo consiga está siempre de muy buena gana a su servicio, si usted no encuentra inconveniente en dirigirse a mí. Creo que he visto ya en esta casa todo lo que quería ver, y que el tiempo de que dispongo podría emplearse con mayor provecho en cualquier otro lugar. Au revoir, y ¡buena suerte!

Yo habría podido decir, por muchos indicios sutiles, que se le habrían escapado a cualquier otra persona menos a mí, que Holmes seguía una vista todavía fresca. A pesar de que un observador casual lo habría encontrado tan impasible como siempre, brotaban de sus ojos encendidos y de sus maneras más briosas un anhelo apagado y una sugerencia de energía en tensión, que a mí me dieron la seguridad de que la pieza de caza no estaba lejos. Nada dijo Holmes, según tenía por costumbre, y nada le pregunté yo, según también tenía por costumbre. Bastábame con participar en la partida de caza y en aportar mi humilde ayuda para la captura, sin distraer con interrupciones innecesarias la atención de aquel cerebro reconcentrado. Todo se manifestaría a su debido tiempo.

Esperaré pues; pero, para mi desilusión, cada vez mayor, esperé en vano. Siguió un día, a otro día, y mi amigo no avanzó un paso. Se pasó una mañana en Londres, y yo me enteré por una alusión casual, que había visitado el Museo Británico. Fuera de esta única excursión, se pasó los días en largas caminatas, frecuentemente solitarias, o en charlar con cierto número de gentes de la aldea, cuya amistad se había dedicado a cultivar.

-Watson, tengo la seguridad de que una semana en el campo, le vendrá magníficamente -me dijo un día -. Resulta por demás agradable ver cómo surgen en los setos los primeros tallos verdes y las primeras candelillas en los avellanos. Con una escarda, una caja de hojalata y un libro elemental sobre botánica, pueden invertirse días muy instructivos.

Él mismo vagaba de un lado para otro cargado con ese equipo, pero el surtido de plantas que traía cada noche era muy escaso.

De cuando en cuando tropezábamos en nuestras andanzas con el inspector Baynes. La cada gordinflona y coloradota de éste se retorcía de sonrisas y sus ojillos rebrillaban al saludar a mi compañero. Poco era lo que hablaba acerca del caso, pero de ese poco sacamos en consecuencia que tampoco él se hallaba insatisfecho del curso que llevaban los acontecimientos. Sin embargo, no tengo más remedio que confesar que me quedé algo sorprendido cuando unos cinco días después del crimen, abrí mi periódico de la mañana y me encontré con estos grandes titulares:

El misterio de Oxshott

Hacia la solución

Detención del presunto asesino

Holmes saltó de su asiento al leer tales titulares, como si le hubiesen pinchado, y exclamó:

-¡Por Júpiter! ¿Quiere decir eso que Baynes le ha echado el guante?

-Por lo visto, sí -le contesté, y leí el siguiente informe:

«Se ha producido en Esher y en toda su comarca una gran emoción al saberse, a última hora de la pasada noche, que se había llevado a cabo una detención relacionada con el asesinato de Oxshott. Se recordará que en la descomunal de Oxshott fue encontrado muerto el señor García, del pabellón Wisteria. Su cadáver mostraba señales de una agresión de extraordinaria violencia, y también se recordará que su criado y su cocinero huyeron aquella misma noche, lo que parecía demostrar su participación en el crimen. Se apuntó la idea, que no llegó a demostrarse, de que el muerto guardaba quizá en la casa objetos de valor, y que el móvil del crimen había sido el robo de los mismos. El inspector Baynes, a cuyo cargo está el caso, realizó toda clase de esfuerzos para descubrir el lugar en que se ocultaban los fugitivos, teniendo buenas razones para creer que no habían ido muy lejos y que se hallaban ocultos en algún escondite que tenían preparado previamente. Se tuvo, a pesar de todo, desde el primer momento, la certidumbre de que llegarían a dar con su paradero, porque el cocinero, según declaraciones de algunos proveedores que tuvieron ocasión de verlo por la ventana, era hombre de aspecto por demás llamativo. Se trata de un mulato gigantesco y feísimo, de rasgos amarillentos, de marcado tipo negroide. A este individuo se le ha visto con posterioridad al crimen, porque la noche misma que siguió a éste fue descubierto y perseguido por el guardia de Policía Walters, pues tuvo la audacia de regresar al pabellón Wisteria. El inspector Baynes, pensando que una visita de esa clase no se hacía sin ninguna finalidad determinada, y que era probable, por consiguiente, que se repetiría, dejó sin guardia la casa, pero colocó personal oculto en el bosque de arbustos. El individuo en cuestión cayó en la trampa y fue capturado la noche pasada después de grandes forcejeos, en el transcurso de los cuales dio una feroz mordedura al agente de Policía Downing. Tenemos entendido que, cuando el preso sea llevado ante los jueces, la Policía solicitará que se mantenga su detención, esperándose que su captura haya de traer como consecuencia grandes novedades. »

-No tenemos mas remedio que ir a visitar inmediatamente a Baynes -exclamó Holmes, echando mano a su sombrero -. Lo alcanzaremos con el tiempo preciso antes que salga de casa.

Cruzamos a toda prisa la calle de la aldea y tal cual esperábamos, encontramos al inspector cuando salía de sus habitaciones.

-¿Ha leído usted el periódico, mister Holmes? -preguntó, alargándonos un ejemplar del mismo.

-Sí, lo he leído mister Baynes. Le ruego que no tome a mal el que le ponga a usted amistosamente en guardia.

-¿En guardia, contra que, mister Holmes?

-He estudiado este caso con especial atención, y no estoy convencido de que la dirección que usted sigue sea la verdadera. No me agradaría que usted se lanzaza demasiado adelante por ese camino, a menos que tenga una completa seguridad.

-Es usted muy amable, mister Holmes.

-Le aseguro que hablo mirando por usted.

Creí advertir en uno de los ojillos de mister Baynes un temblor que se parecía a un guiño.

-Mister Holmes, habíamos convenido en que cada cual llevase el asunto siguiendo sus propias directrices, y eso es lo que yo estoy haciendo.

-Pues entonces, no digo nada -contestó Holmes -. No lo tome a mal.

-De ninguna manera, señor; yo creo que usted mira por mi bien. Pero todos nosotros tenemos nuestros modos de trabajar propios, mister Holmes. Usted tiene los suyos y quizá yo tenga también los míos.

-Ni una palabra más.

-De todos modos, voy a darle a usted con mucho gusto los datos que poseo. El individuo en cuestión es un completo salvaje, tan fuerte como un caballo percherón, y tan agresivo como un demonio. Casi le arrancó el pulgar a Downing de un mordisco, antes que pudiera ser dominado. Apenas si habla algunas palabras en ingles, y sólo hemos conseguido que nos conteste con gruñidos.

-¿Y usted cree tener pruebas de que él asesinó a su amo?

-Yo no he dicho eso, mister Holmes; yo no he dicho eso. Todos tenemos nuestros pequeños trucos. Pruebe usted con los suyos y yo probaré con los míos. Ése es nuestro convenio.

Mientras Holmes y yo nos alejábamos, éste se encogió de hombros, y dijo:

-No puedo conseguir que ese hombre se me confiese. Me da la impresión de que cabalga de una manera que va a sufrir una caída. Pero bueno, y como él dice, cada uno de nosotros debe proceder a su manera, y ya veremos lo que resulta. Sin embargo, observo algo en el inspector Baynes que no acabo de comprender por completo.

Una vez que estuvimos de vuelta en nuestra habitación de “El Toro”, me dijo Sherlock Holmes:

-Watson, haga el favor de asentarse en esa silla, porque voy a ponerle al tanto de la situación, pues bien pudiera ser que esta noche tuviese yo necesidad de su ayuda. Voy a explicarle la evolución que ha experimentado este caso hasta donde yo he sido capaz de seguirlo. En sus rasgos fundamentales ha sido sencillo, pero, a pesar de ello, ha ofrecido extraordinarias dificultades para poder realizar una detención. En ese aspecto hay todavía huecos que necesitaré llenar… Volvamos a la carta que le fue entregada a García la noche misma de su muerte. Podemos descartar la idea que tiene Baynes de que los criados de García participaron en el hecho. La prueba en ello la tenemos en que quien se las había ingeniado para que Scott Eccles se hallase presente aquella noche en la casa fue el mismo García, y ya sabemos que ese acto suyo no podía tener otra finalidad que la de preparar una coartada. Era, pues, García quien meditaba una empresa, una empresa que era por lo visto criminal, porque sólo quien medita un crimen trata de establecer una coartada. ¿Quién es, pues, la persona que con mayor probabilidad le quitó la vida? No cabe duda de que esa persona es la misma contra la cual iba dirigida la empresa criminal. Hasta aquí creo yo que avanzamos por terreno firme… Nos encontramos, pues, con una razón que explica la desaparición de los criados de García. Todos ellos estaban compinchados para cometer algún crimen que nosotros desconocemos. Si ese crimen se realizaba, García regresaría a casa, quedaría cubierto contra toda sospecha por la declaración del caballero inglés, y no habría pasado nada. Pero lo que premeditaban debía de ser empresa peligrosa, y si García no regresaba a casa a una hora determinada, era probable que hubiese perdido la vida él mismo. Por consiguiente, habían quedado convenidos en que, si tal cosa ocurría, sus dos subordinados huirían a algún lugar previamente convenido, para librarse de allí de las pesquisas y estar en situación de renovar mas adelante la tentativa. ¿No es cierto que esta hipótesis explica todo los hechos ocurridos?

Tuve la sensación de que la inexplicable maraña se desenredaba ante mis ojos. Y, como siempre me ocurría, me pregunté como no había visto yo antes una cosa evidente.

-Pero, ¿por qué razón había de regresar uno solo de los servidores?

-Podemos suponer que, en la confusión de la fuga, se habían olvidado algo de mucho valor, de algo que no se resignaba a desprenderse. Eso explicaría su insistencia en regresar, ¿no es cierto?

-Bien, ¿y cuál es el próximo paso?

-El paso que viene a continuación es la carta recibida por García durante la cena. Ella descubre la existencia de otro compinche en extremo contrario. Pero, ¿dónde se encuentra el extremo contrario? Ya le tengo dicho que ese extremo sólo podía encontrarse en alguna casa muy espaciosa, y que el número de casas de esa categoría que hay en el contorno es muy escaso. Los primeros días que pasé en esta aldea los consagré a una serie de caminatas, y durante éstas, en los intervalos de mis pesquisas botánicas, llevé a cabo un reconocimiento de todas las casas grande y un examen de la historia familiar de sus ocupantes. Una, sólo una de las casas reclamó mi atención. Esa casa fue la conocida granja de estilo jacobino, de High Gable, situada a dos kilómetros de distancia del extremo más lejano a Oxshott, y a menos de un kilómetro del escenario de la tragedia. Las demás casonas pertenecen a gentes prosaicas y respetables, que viven muy lejos de todo lo novelesco. En cambio mister Henderson, de High Gable, resultó desde todo punto de vista hombre raro al que bien podían ocurrirle aventuras raras. Concentraré, pues, mi atención a él y en su casa… Ahí tiene usted, Watson, una colección de gentes raras; y la más curiosa entre todas ellas es el mismo Henderson. Me las compuse para visitarle con un pretexto razonable; pero me pareció leer en sus ojos negros, profundos y meditadores, que él sabia perfectamente cuál era mi verdadera finalidad. Es hombre de cincuenta años, y aires de emperador; es decir, un hombre impetuoso, dominador, que oculta un temperamento al rojo vivo, detrás de su cara apergaminada. O es extranjero, o ha vivido mucho tiempo en los trópicos, porque tiene un color amarillento y está reseco, aunque es tan correoso como una trenza de látigo. Su amigo y secretario, mister Lucas, es indudablemente extranjero, de color chocolate, marrullero, dulzarrón y gatuno, con una melosidad venenosa en el hablar. De modo, pues, Watson, que nos encontramos ya ante dos grupos de extranjeros, el uno en el pabellón Wisteria, y el otro en High Gable, con lo que empiezan a taparse los huecos de los que antes le hablaba. Esta pareja de amigos íntimos y confidenciales constituyen el centro de toda la casa; pero hay otra persona que quizá sea más importante para las finalidades inmediatas que perseguimos nosotros. Henderson tiene dos hijas, una de doce y otra de trece años. Tienen de institutriz a cierta miss Burnet, inglesa, de unos cuarenta años. Hay también un criado de confianza. Este pequeño grupo es el que forma la verdadera familia, porque siempre viajan juntos, ya que Henderson es un gran viajero que anda siempre de un lado para otro. No hace más que unas semanas que regresaron a High Gable, después de un año de ausencia. Agregaré que es un hombre inmensamente rico que puede satisfacer todos sus caprichos sin sacrificio alguno. Fuera del grupo del que hablo, su casa está llena de despenseros, lacayos, doncellas y todo personal sobrealimentado y en holganza que es corriente en las grandes residencias campestres de Inglaterra… De todo eso me enteré en parte por los chismorreos de la aldea, y en parte por mi propia observación. No hay mejores instrumentos en esa tarea que los criados que han sido despedidos y se sienten resentidos. Yo tuve la buena suerte, aunque tampoco lo habría encontrado si no hubiese andado a su caza. Como dice Baynes, cada cual tenemos nuestro sistema. Fue ese sistema mío el que me permitió conocer a John Wasnes, que fue jardinero de High Gable, y que fue despedido en un momento de mal humor por su amo dominador. A su vez, el jardinero tenía amigos entre la servidumbre del interior de la casa, a la que une el común temor y antipatía al amo. En esa forma conseguí la llave que me iba a abrir los secretos de aquella familia… ¡Gente rara, Watson! No afirmo que conozca ya todo lo que allí ocurre, pero son, sin duda alguna, gente rara. El edificio está compuesto de dos alas; la servidumbre vive en una y la familia en otra. Entre un ala y otra no existe más ligazón que el criado de confianza de Henderson, que sirve de comer a la familia. Todo se lleva hasta una determinada puerta, que conecta las dos alas. La institutriz y las niñas apenas salen, como no sea al jardín. Jamás, ni por casualidad, Henderson se pasea solo. Su moreno secretario es como su sombra. Entre la servidumbre se rumorea que su amo tiene un miedo terrible de algo. Warner dice: «Vendió su alma al diablo por dinero, y teme que su acreedor se presente en cualquier momento a reclamar la deuda.» Nadie tiene la menor idea de dónde vinieron, o quienes son. Es gente violenta. En dos ocasiones Henderson la ha emprendido a latigazos con algunas personas, y tan solo se ha librado de comparecer ante los tribunales gracias a su repleta bolsa y a las fuertes indemnizaciones que ha pagado… Y ahora, Watson, examinemos la situación de estos datos nuevos. Podemos dar por supuesto que la carta procedía de esta extraña familia, y que en ella se invitaba a García a realizar algún proyecto que tenían convenido. ¿Quién escribió la carta? Alguien que estaba dentro de la ciudadela, y que era una mujer. ¿Qué otra persona podía ser sino la institutriz miss Burnet? Todos nuestros razonamientos, nos llevan en esa dirección. Podemos, en todo caso, tomarlo como una hipótesis, y ver las consecuencias que de ella se derivarán. Agregaré que la edad y la manera de ser de miss Burnet viene a desmentir mi primera suposición de que pudiera haber en nuestra historia un asunto amoroso… Si ella escribió la carta, es de suponer que era amiga y aliada de García. ¿Qué actitud puede suponerse en consecuencia que adoptaría al recibir la noticia de su muerte? Si la empresa en que colaboraban era pecaminosa, se callaría, aunque guardase en su corazón aborrecimiento y odio contra quienes le habían dado muerte; y también era de presumir que prestaría su ayuda, mientras se tratase tomar venganza de ellos. ¿Me sería posible hablar con ella, y servirme de ella? Tal fue mi primer pensamiento. Pero ahora nos enfrentamos con un hecho siniestro. Desde la noche del crimen, nadie ha visto a miss Burnet. Desde entonces se ha esfumado por completo. ¿Vive? ¿Ha sufrido suerte idéntica y en idéntica noche que el amigo al que había dado cita? ¿O la tienen simplemente prisionera? He ahí el punto que nos queda todavía por resolver… Por lo dicho se dará cuenta usted, Watson, de lo difícil de la situación. No disponemos de prueba alguna que nos permita solicitar un edicto judicial. Si expusiésemos ante un juez nuestras suposiciones, las tomaría por pura fantasía. La desaparición de la mujer nada representa, porque en esa extraordinaria servidumbre puede ocurrir que no se vea a un miembro de la misma, durante una semana entera. Sin embargo, pudiera encontrarse ahora mismo en peligro de muerte. Todo lo que yo puedo hacer ahora es vigilar la casa, haciendo que mi agente Warner monte guardia frente a las puertas exteriores del parque. No podemos consentir que se prolongue semejante situación. Puesto que la Justicia no puede hacer nada debemos actuar cargando nosotros con los riesgos.

-¿Qué es lo que usted sugiere?

-Conozco la habitación de esa mujer. Se puede llegar hasta ella por el tejado de una de las dependencias accesorias. Sugiero, pues, que usted y yo vayamos allí esta noche para ver si damos en el corazón mismo del misterio.

La perspectiva, no tengo mas remedio que reconocerlo, no era muy atrayente. La vieja casa, con su atmósfera de misterio, sus extraños y temibles habitantes, los peligros desconocidos que podía ofrecer el acercarse a ella, y el que,, desde el punto de vista legal, nos colocábamos en una situación falsa, todo, en fin, se combinaba para dar un apagón a mi entusiasmo. Pero la frialdad de témpano que Holmes ponía en sus razonamientos tenía algo que hacía imposible echarse atrás cuando él recomendaba alguna aventura. Le daba a uno el convencimiento de que así, y sólo así, era posible llegar a la solución. Estreché su mano en silencio. Los dados estaban echados.

Pero no quiso el destino que nuestra investigación tuviese un final aventurero. Serían las cinco de la tarde, y ya empezaba a descender las sombras de marzo, cuando se precipitó dentro de nuestra habitación un excitado campesino.

-Se fueron, mister Holmes. Marcharon por el último tren. La señora se escapó y yo la tengo recogida abajo, en un coche.

-¡Magnífico, Warner! -exclamó Holmes, poniéndose en pie de un salto -. Watson, esos huecos se van llenando rápidamente.

Dentro del coche encontramos una mujer, medio desmayada por efecto del agotamiento nervioso. En los rasgos de su cara aguileña y enflaquecida mostraba las huellas de alguna tragedia reciente. Colgábale la cabeza inexpresiva sobre el pecho, pero cuando la levantó y fijó en nosotros sus ojos apagados, vi que sus pupilas formaban dos puntitos negros en el centro del ancho iris grisáceo. La habían narcotizado con opio. Nuestro emisario, es decir, el jardinero despedido, nos dijo:

-Yo estaba de vigilancia en la puerta exterior, tal como usted me lo tenía ordenado, mister Holmes. Cuando salieron en coche, yo les seguí hasta la estación. Esta mujer caminaba como sonámbula; pero cuando intentaron meterla en el tren, volvió a la vida y se opuso forcejeando. La metieron de un empujón dentro del vagón, pero ella salió otra vez a viva fuerza. Yo entonces me puse de su parte, la metí en un coche, y aquí estamos. No olvidaré jamás la cara que me miró desde la ventanilla del vagón cuando yo me la llevaba. Poco tiempo me quedaría de vida, si aquel demonio amarillento, de ojos negros y expresión rabiosa, pudiera cumplir sus deseos.

Subimos a la mujer a nuestro cuarto, la acostamos en el sofá, y un par de tazas del café más fuerte que pudimos preparar bastaron para despejar su cerebro de las brumas de la droga. Holmes había enviado a buscar a Baynes, y explicó rápidamente a éste la situación.

-Señor mío, usted me ha proporcionado la prueba misma que yo andaba buscando -dijo el inspector, estrechando calurosamente la mano de mi amigo -. Desde el primer momento seguía yo la misma pista que usted.

-¿Cómo? ¿Qué también usted andaba detrás de Henderson?

-Sí, mister Holmes, y cuando usted reptaba sigilosamente por el arbustal de High Gable, yo estaba encaramado entre las ramas de un árbol y le estaba viendo desde allí arriba. Andábamos a ver quién conseguía antes una prueba de culpabilidad.

-Y entonces, ¿por qué detuvo al mulato?

Baynes gorgoriteó de risa.

-Yo tenía la certidumbre de que Henderson, como él se hace llamar, se daba cuenta de que se recelaba de él, y que mientras se creyese en peligro permanecería agazapado y no daría paso alguno. Detuve a un hombre que yo sabía que no era culpable para hacerle creer que ya no le vigilábamos. Yo estaba seguro de que entonces intentaría largarse dándonos así oportunidad de acercarnos a miss Burnet.

Holmes puso su mano en el hombro del inspector, y le dijo:

-Usted llegará muy arriba en su profesión, porque tiene instinto y facultad intuitiva.

Baynes se sonrojó de placer.

-He tenido durante toda la semana a un agente vestido de paisano en la estación, esperando que se produjese la fuga. Vayan a donde vayan los del grupo de High Gable, ese hombre la puso a salvo, todo termina bien. Sin las declaraciones de esta mujer no podemos proceder a realizar detenciones, eso es evidente. De modo, pues, que cuando antes nos haga ella su declaración, será mejor.

-Se está recobrando por instantes -dijo Holmes, examinando a la institutriz -. Pero, dígame, Baynes: ¿quién es el tal Henderson?

-Henderson -contestó el inspector -, es don Murillo, al que llamaban en otro tiempo el Tigre de San Pedro.

¡El Tigre de San Pedro! Como un relámpago surgió en mi cerebro la historia completa de aquel hombre. Se había hecho célebre como el tirano más depravado y sanguinario de cuantos han gobernado cualquier país con pretensiones de civilizado. Hombre fornido, temerario y enérgico, tuvo temple suficiente para hacer soportar sus vicios durante diez o doce años a un pueblo acobardado. Su nombre inspiraba terror por toda América Central. Al cabo de ese tiempo hubo una sublevación general en contra suya. Pero el tirano era tan astuto como cruel, y en cuanto advirtió el primer rumor de la tormenta que se acercaba, hizo llevar secretamente sus tesoros a bordo de un barco tripulado por fervientes adeptos suyos. Cuando los sublevados tomaron al siguiente día por asalto el palacio, lo encontraron vacío. El dictador, sus dos hijas, su secretario y sus riquezas habían escapado de sus manos. Desde aquel día desapareció del mundo, y repetidas veces se ocupó la Prensa europea del anónimo bajo el cual escondía su identidad.

-Sí, señor; don Murillo, el Tigre de San Pedro -recalcó Baynes -. Si usted lo consulta, se encontrará con que los colores de la bandera de San Pedro son el verde y el blanco, es decir, los mismos de los que habla la carta. Ese hombre se hace llamar Henderson, pero yo pude remontarme en sus andanzas hasta París, Roma, Madrid, Barcelona, en cuyo puerto entró su barco el año ochenta y seis. Desde entonces lo buscan para tomar venganza en él, pero hasta ahora no habían conseguido dar con su paradero.

Miss Burnet, que se había erguido en su asiento y seguía con gran atención nuestro dialogo dijo:

-Descubrieron su paradero hace un año. Ya una vez han atentado contra su vida, pero algún espíritu maligno le protegió. Nuevamente, ahora, ha caído el noble y caballeroso García, mientras ese monstruo huye sano y salvo. Pero otro hombre sucederá al caído, y otro, y otro hasta que algún día se haga justicia; eso es tan cierto como que mañana va a salir el sol.

Sus manos delgadas se apretaban con fuerza y el ímpetu de su odio empalideció su cara demacrada.

-¿Y cómo fue el intervenir de usted en este asunto, miss Burnet? -preguntó Holmes -. ¿Cómo es posible que una señora inglesa participe en un asunto de asesinato?

-Me alié a ellos porque no había otro modo en el mundo de que se hiciese justicia. ¿Qué le importa a la Justicia de Inglaterra que hayan corrido ríos de sangre años atrás en San Pedro, o que este individuo robase un barco cargado de riquezas? Para ustedes todas esas cosas son igual que crímenes cometidos en algún otro planeta. Para nosotros, en cambio, son realidades vivas. Nos hemos enterado de la verdad a fuerza de dolor y de sufrimientos. Para nosotros no hay en el infierno un demonio que pueda equipararse con Juan Murillo, y no puede haber paz en la vida mientras todas sus víctimas sigan clamando venganza.

-No cabe duda de que ese hombre fue todo lo que usted dice -le contestó Holmes -. He oído hablar de sus atrocidades. Pero, ¿en qué le afectan ellas a usted?

-Se lo contaré todo. La política de este miserable consistía en asesinar, con un pretexto u otro, a cuantos hombres podían llegar a ser con el tiempo rivales peligrosos suyos. Mi marido… sí, porque mi verdadero apellido es señora de Víctor Durango, era ministro de San Pedro en Londres. Allí nos conocimos y nos casamos. Hombre más noble no los ha habido en el mundo. Por desgracia, Murillo tuvo noticias de sus excelentes cualidades, lo llamó a San Pedro con cualquier pretexto, y lo hizo fusilar. Como si tuviera un barrunto de la muerte que le esperaba, se negó a llevarme con él. Le fueron confiscadas sus propiedades, y yo quedé malviviendo y con el corazón destrozado.

»Sobrevino mas tarde la caída del tirano. Éste huyó, como se lo he contado antes. Pero las muchas personas, cuyas vidas había desecho y cuyos parientes más próximos y más queridos habían sufrido las torturas y la muerte a manos suyas, no se conformaron con dejar las cosas como estaban. Formaron entre sí una sociedad que no se disolvería sino cuando hubiese realizado su obra. A mí se me designó, después que logró descubrirse al déspota caído bajo el nombre de Henderson; se me designó, digo, para que entrase en su servidumbre y mantuviese a los demás al tanto de sus andanzas. Pude lograrlo obteniendo el cargo de institutriz dentro de la familia. Él estaba lejos de pensar que la mujer que tenía que enfrentarse con él a las horas de comer era la misma a cuyo marido había lanzado a la eternidad con sólo una hora de tiempo para prepararse. Yo le sonreía, cumplía con mis obligaciones para con sus hijas, y esperaba mi momento. Se atentó contra él en París, pero la tentativa fracasó. Viajábamos en rápido zigzag de aquí para allá por toda Europa, para despistar a nuestros perseguidores, hasta que regresamos a esta casa, que él tenía alquilada desde que llegó por vez primera a Inglaterra.

»Pero también aquí le esperaban los ejecutores de la justicia. Sabiendo que él volvería, aguardábale aquí García, hijo del que fue alto dignatario de San Pedro. Aguardábale con dos compañeros leales, gente humilde, pero animados los tres por idénticos motivos de venganza. Poco era lo que García podía realizar en pleno día, porque Murillo adoptaba toda clase de precauciones, y jamás salía como no fuese acompañado de su satélite Lucas, o sea López, que era como se llamaba en los tiempos de su grandeza. Sin embargo, Murillo dormía solo, y el vengador podía llegar hasta él durante la noche. Una tarde, fijada de antemano, envié a mi amigo las instrucciones finales, porque Murillo vivía siempre alerta, y cambiaba constantemente de habitación. Yo me cuidaría de que las puertas estuviesen abiertas; una luz verde o blanca, en una ventana que caía frente al paseo de entrada, le advertiría si todo estaba en regla, o si era preciso postergar la empresa.

»Pero todo se nos torció. Yo no sé cómo, pero lo cierto es que había despertado los recelos de López, el secretario. Cuando yo acababa de escribir la carta, se me acercó furtivamente por detrás y saltó sobre mí. Él y su amo me llevaron a rastras a mi habitación, y me sentenciaron como reo convicto de traición. En aquel mismo instante me habrían clavado sus cuchillos, si hubiesen visto la manera de salvarse de las consecuencias de su crimen. Por último, y después de un largo debate, llegaron a la conclusión de que asesinarme resultaba demasiado peligroso. Pero decidieron desembarazarse para siempre de García. Me amordazaron, y Murillo me retorció el brazo hasta arrancarme la dirección de aquél. Juro que, de haber sabido yo lo que proyectaba contra García, me lo habría dejado arrancar antes de hacer lo que hice. López escribió el sobre para la carta que yo había escrito, lo lacró sellándolo con un gemelo de su camisa, y envió la carta por mando de su criado José. Ignoro de qué modo lo asesinaron, salvo que fue la mano de Murillo la que descargó el golpe que lo derribó, porque López había quedado aquí manteniéndome bajo guardia. Me imagino que le esperaron entre los matorrales de aliagas que bordean el camino y que le golpearon cuando él pasaba. Al principio tuvieron el propósito de dejarle entrar en la casa, para matarlo como a un vulgar ladrón sorprendido in fraganti; pero se dijeron que si se veían mezclados en una investigación policíaca, se descubriría públicamente su verdadera personalidad y se expondrían con ello a nuevas agresiones. Quizá la persecución cesase con la muerte de García, que asustaría a los demás, haciéndoles renunciar a su empeño.

»Todo les habría ido bien, si yo no hubiese sabido lo que ellos habían hecho. Estoy segura de que hubo momentos en que mi vida estuvo en el fiel de la balanza. Fui confinada dentro de mi habitación, me aterrorizaron con las amenazas más horribles, me maltrataron de una manera cruel para quebrantar mi espíritu… miren este corte en mi hombro y los magullamientos que tengo en los brazos… y en una ocasión en que yo traté de pedir socorro desde la ventana, me amordazaron. Este cruel encarcelamiento se prolongó durante cinco días, durante los cuales me dieron el alimento estrictamente preciso para mantener mi vida. Esta tarde me sirvieron un buen almuerzo, pero en cuanto lo comí, me di cuenta de que me habían suministrado una droga. Recuerdo como en sueños que medio me condujeron medio me transportaron, al coche; en ese mismo estado de inconciencia me trasladaron al tren. Sólo entonces, casi cuando ya empezaban a moverse las ruedas, me di cuenta de que mi libertad estaba en mis propias manos. Salté fuera, ellos intentaron arrastrarme atrás, y de no haber sido por la ayuda de este buen hombre que me llevó hasta el coche, no habría conseguido huir de ellos. Ahora, gracias a Dios, estoy ya siempre fuera de sus manos.

Todos habíamos escuchado con la mayor atención este extraordinario relato, y fue Holmes quién rompió el silencio moviendo la cabeza y diciendo:

-Todavía no hemos vencido las dificultades que se nos presentaban. Nuestra labor policíaca termina, pero ahora empieza nuestra labor justiciera.

-Exactamente -le contesté yo -. Un abogado inteligente podría presentar el caso como acto de legítima defensa. Quizá esos hombres tienen sobre sus espaldas un centenar de crímenes, pero sólo pueden ser juzgados por éste de ahora.

-Vamos, vamos -dijo Baynes, alegremente -: yo tengo una idea mejor que ésa de la justicia. La legítima defensa es una cosa, y atraer a un hombre con engaños es otra muy diferente. Aunque viesen en ese hombre un peligro para ellos. No y no. Cuando veamos en la próxima sesión de lo criminal ante el Jurado de Gilford, a los inquilinos de High Gable, veremos todos nosotros justificada nuestra acción.

Sin embargo, es cosa del dominio de la historia el que tuvo que pasar todavía algún tiempo antes que el Tigre de San Pedro recibiese su merecido. Astutos y audaces, él y su acompañante despistaron a su perseguidor de ahora, penetrado en una casa de huéspedes de Edmonton Street y saliendo por una puerta trasera que daba a Curzon Square. Desde ese día ya no se les volvió a ver en Inglaterra. Pero seis meses después fueron asesinados cierto señor Marqués de Montalba y el señor Rully, secretario suyo, en sus habitaciones del hotel Escorial, de Madrid. El crimen se atribuyó a los nihilistas, y no se logró detener a los asesinos. El inspector Baynes vino de visita a Baker Street con una descripción impresa de la morena cara del secretario y de las facciones dominadoras, los ojos magnéticos y las cejas tupidas de su señor. No pudimos dudar de que se había hecho justicia, a pesar de que ésta se hubiese retrasado.

-Ha sido un caso caótico, mi querido Watson -dijo Holmes, mientras fumaba la pipa de la velada -. No le será posible a usted presentarlo de forma apretada por la que siente tanto cariño. Abarca dos continentes, se relaciona con dos grupos distintos de personas misteriosas, y se complica aún más con la presencia altamente respetable de nuestro amigo Scott Eccles, cuya inclusión me demuestra que el difunto García era hombre de cerebro calculador, y que tenía bien desarrollado el instinto de su propia conservación. Lo único notable del caso es que, entre una completa maraña de posibilidades, nosotros y nuestro digno colaborador, el inspector Baynes, supimos mantenernos pegados a las líneas esenciales, guiándonos de ese modo por el sendero lleno de retorcimientos y de zigzagueos. ¿Hay todavía en el caso algún detalle que usted no vea claro?

-¿Qué es lo que iba buscando el mulato cuando volvió a la casa?

-Yo creo que puede explicárnoslo el extraño animal que hallamos en la cocina. Aquel hombre era un salvaje primitivo de las selvas inexploradas de San Pedro, y ese animal era su fetiche. Cuando él y su compañero huyeron para esconderse en algún lugar previamente señalado y en el que vivía, sin duda alguna, otro confederado suyo, su compañero le convenció de que debía abandonar un objeto tan comprometedor. Pero el mulato tenía puesto en él su corazón, y al día siguiente se sintió arrastrado hacia el mismo; pero, al mirar previamente por la ventana, descubrió al agente de policía Walters, que se había hecho cargo de la casa. Aguardó tres días más, y su fe o superstición lo arrastraron hacia allí otra vez. El inspector Baynes que, con su astucia habitual, había quitado importancia al incidente delante de mí, se había dado verdaderamente cuenta de la importancia que tenía y montó una trampa en la que cayó aquel individuo. ¿Hay algún otro punto dudoso, Watson?

-El ave despedazada, el cubo de sangre, los huesos chamuscados, el misterio todo de aquella sorprendente cocina.

Holmes se sonrió, al mismo tiempo que consultaba una nota en su cuaderno.

-Me pasé una mañana en el Museo Británico leyendo éste y algunos otros puntos. He aquí una acotación del libro de Eckermann. El vuduismo y las religiones de groides:

«El verdadero adorador de Vudu no acomete ninguna empresa de importancia sin antes realizar determinados sacrificios que tienen por finalidad el hacerse propicios a sus sucios dioses. En casos extremos, esos ritos toman la forma de sacrificios humanos seguidos de actos canibalezcos. Pero lo más corriente es que las victimas sean un gallo blanco, que es despedazado vivo, o un chivo negro, al que se corta el cuello y cuyo cuerpo se quema luego.»

-Ya ve, pues, usted, que nuestro bárbaro amigo era un hombre muy ortodoxo en el cumplimiento de sus ritos. Es una cosa grotesca, Watson -agregó Holmes, mientras sujetaba despacio con una goma su libro de notas -. Pero, como ya he tenido ocasión de hacerle observar, de lo grotesco a lo horrible no hay sino un paso.



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