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El padrino Antonio

[Cuento - Texto completo.]

Miguel de Unamuno

¿Qué drama íntimo de amor había vivido Antonio en su mocedad? No aludía a ello nunca aquel cincuentón casamentero que, mientras aconsejaba a los muchachos y muchachas que se casaran, repetía que él, por su parte, no había sido hecho por Dios para casado. «Nací demasiado tarde», era su explicación a su estado. Sólo un par de veces le oyeron decir, para mayor esclarecimiento: «Si hubiese nacido diez años antes…». «Tendría usted ahora sesenta», le replicó uno, y él: «¡Ah, sí, pero… los tendría!».

En cambio, teorizando se clareaba más, como sucede. «La materia trágica, la tragedia real, dolida, sale de las entrañas del tiempo -decía-, es el tiempo mismo. El tiempo es lo trágico. Pero lo eternizamos por el arte, destruimos el tiempo y tenemos la tragedia contemplada y gozada. Si cupiera repetir aquel dolor, aquel mismo y no otro, aquel dolor de aquel minuto y repetirlo a voluntad, haríase el más puro placer. El tiempo que pasa y no vuelve es la tragedia. ¡Toda la tragedia dolida es llegar o antes o después del momento del sino!».

-Las grandes tragedias de amor -decía otra vez- ocurren cuando coincidiendo el lugar y el tiempo alguna otra piedra de escándalo se interpone entre los amantes. Dios hizo nacer a Romeo y Julieta, a Diego e Isabel, a Pablo y Francisca, uno para otra, siendo así que de ordinario aquéllos que se completan mueren sin haberse conocido o por tiempo o por espacio; pero los hombres interpusieron entre ellos sus diabólicas invenciones.

-¿Y cuando los dos que se completan -le dijeron- nacen a tiempo y en lugar de coincidir y se conocen y se aman y se unen sin obstáculos?

-Eso es lo más terrible -contestó-, por ser lo menos trágico. Llevan la vida más oscura y en el fondo la más abyecta. Enfangados en dicha animal, en un hábito temporal, sin eternidad y, por lo tanto, sin pureza alguna, crían, como criarían las bestias, una prole. Y conocen el más terrible desengaño. ¡Desengáñense ustedes, lo trágico es el tiempo!

Antonio solía irse solo, de tiempo en tiempo, a un iglesiuca perdida en los arrabales a pasarse largos ratos delante del altar de una Piedad, bebiendo con los ojos las lágrimas de aquella cara macilenta y lustrosa. Iluminábala una lámpara temblorosa de aceite y las sombras proyectadas desde abajo le daban una expresión de más misteriosa angustia. Era como cuando el dulce resplandor de un hogar que arde en el suelo alumbra la cara de una mujer que prepara el alimento para su hombre.

Antonio cultivaba el trato de los jóvenes a quienes impulsaba al trabajo y al matrimonio, jactándose de haber preparado más de uno de estos. Interesábase por las parejas de enamorados conocidos y cuando sabía que al fin se cumplieron los deseos de ellos sentía una honda sensación, una sensación trágica, diciéndose: «¡Al fin!». Y aquella noche le acometía una ligera fiebre en su fría cama de solterón.

Por el tiempo de ir a cumplir sus cincuenta años toda su pasión de solitario se concentraba en Pidita, su ahijada, hija de un antiguo amigo suyo y de aquella Piedad, la madre, ambos mayores que él y muertos ya ambos. Cuando Pidita, la huérfana, le tuteaba, llamándole a cada momento padrino y otras veces padrino Antonio, aquel tuteo érale como miel derretida en los oídos del alma.

Por entonces conoció a Enrique, un mozo cariñoso y despierto, aunque algo atolondrado, que le ganó el corazón. «Hay que hacerle a este chico», se decía. Y Enrique se dejaba guiar. Observando la inquietud flotante del muchacho, se decía Antonio: «Anclará esa inquietud cuando encuentre su media naranja». Y se propuso darle a conocer a Pidita. ¿Pero por qué Enrique, a pesar de los requerimientos de su mentor, se resistía a conocer a la ahijada de éste?

-Mire usted, don Antonio, que voy a caer…

-Mejor, hombre, así parará usted de una vez. El que cae ya no se agita de ese modo.

Por fin se conocieron y el efecto fue tan súbito como profundo. El mismo Antonio se asustó de ello. «Aquí -se dijo-, o tenemos tragedia como la de Teruel, o un caso de terrible y abyecta dicha animal para mañana». Y ya no solía decir como antaño que había nacido demasiado tarde, sino que fue demasiado temprano. «Ah, si hubiese nacido siquiera diez años después…», dijo una vez. Y al contestarle: «No tendría usted ahora más que cuarenta», replicó: Sí, pero los tendría, porque no los he tenido nunca; me han tenido ellos a mí».

-Ay, padrino -le decía Pidita-, cuánto te quiero por haberme traído a Enrique. ¡Qué contenta estoy! ¡Me voy a morir de contento!

-No, hija mía, no; no se debe morir de nada y menos de contento.

-Sí, sí, padrino, te lo debo todo.

Y le besaba mientras Antonio temblaba. Y dormía febril, con agitados sueños.

-¿Y Pidita? -le preguntó a Enrique.

-Ay, don Antonio, Dios le perdone lo que ha hecho al llevarme a ese ángel, pero va a ser mi perdición, mi ángel malo…

-¿Tragedia tenemos?

-Quién sabe…

-Bueno, bueno, eso lo dices para darte importancia -le tuteaba ya.

-¡Darme yo importancia, don Antonio! ¡Ojalá la tuviese! Ojalá pudiese llevar a Pidita conmigo al cielo, que es donde debía estar…

-¡Ay, ay, ay! ¡Trascendencias! ¡Sacarla del espacio! Sólo falta que quieras sacarla del tiempo, eternizarla.

-Si pudiese…

-¡Bah, bah! Si yo tuviese siquiera diez años menos me ponía a hacerte la competencia…

-Para…

-Para curarte de esas cosas…

-Yo me tengo que confesar un día con usted, don Antonio…

-Cuando quieras, pues para eso siempre hay tiempo.

-¿Siempre?

-Tienes razón. También ahí entra la tragedia. Puede uno confesarse antes de tiempo o después de él.

«A este chico le pasa algo grave y hondo», se dijo Antonio al separarse de él.

-¿Qué es de Enrique, padrino -le preguntó al siguiente día Pidita-, que en todo el día no le he visto? ¿Qué le pasa?

-Sí, sí le he encontrado muy preocupado…

-¡Nos amaga alguna gran desgracia, padrino, pero muy grande!- y se echó a llorar.

-No será tanto, chiquilla…

-¡Muy grande, padrino, muy grande… pero muy grande!

Y la desgracia vino. A los cuatro días Enrique se quitó la vida de un tiro dejando escrita una carta para Antonio. En ella le pedía perdón y le perdonaba.

Le perdonaba por haberle llevado a Pidita cuando ya estaba en amores y comprometido con otra. Y ahora era Pidita la que quedaba comprometida, gravemente comprometida. ¿Qué iba a hacer él? ¿Cómo resolver aquel conflicto? «Ya que no puedo partirme entre las dos a que pertenezco, pues soy de las dos y las dos son mías, me quito de en medio». «¡La tragedia!», se dijo Antonio. Y luego: «¡Ah, si yo hubiese nacido o diez años antes o diez años después… maldito tiempo!».

Cuando Antonio se presentó ante Pidita, ésta se le echó al cuello sollozando. Daba congoja verla. En un momento de respiro el padrino recordó a la Piedad eternizada en el altar, y sintió remozarse.

-Ay, padrino, sálveme… máteme… Estoy comprometida… me deja comprometida…

-Lo sé… lo sé…

-Pero comprometida, comprendes, ¡comprometida…!

-Sí, sí, lo comprendo… lo sé…

Antonio temblaba febrilmente; faltábale el suelo. Y sostenía a la pobre Pidita a punto de desmayarse.

-¿Qué hago padrino, qué hago? Yo me mato. Voy a matarme sobre la tumba de Enrique… ¡no puedo más!

-¡No, no! Ésas son cosas que has leído en los papeles. Si no hubiera papeles, no habría suicidios de esos. ¡No, no!

-¿Pero qué hago, padrino, qué hago? Me moriré de vergüenza si no me mato; me moriré de vergüenza. Estoy comprometida, ¿lo oyes? ¿Cómo voy a poder vivir así?

-¡Pues… casándote conmigo! -dijo con voz fantasmática Antonio.

Estaba blanco de cera y frío. «¿Cómo he podido decir esto?», se dijo. Y al oírlo Pidita se apartó de él, le miró de cabeza a pies, y tembló.

-Sí, es la única solución posible al problema; no veo otra -pronunció Antonio, como quien habla desde otro mundo, desde un mundo teórico.

Volviole a la realidad un largo beso húmedo, candente y prieto, y no ya en la mano.

-Veo que te enseñó a vivir antes de quitarse la vida -dijo Antonio.

-Y yo veo -le contestó con toda su voz Pidita- que es a ti, padrino, a ti y no a él a quien yo quería. ¡Te lo juro por mi madre!

-¡Piedad, Pidita, piedad! -y el padrino Antonio rompió a llorar como un niño.

Al día siguiente llevó a su ahijada y ya novia a aquella iglesiuca perdida en los arrabales e hizo que allí, delante de la Piedad de cara macilenta y lustrosa, mezclase con él un avemaría.

-Te juro por ella, Pidita -le dijo-, que te he de hacer feliz en lo que de mí dependa, ya que yo te llevé a la desgracia. ¡Sólo siento no tener diez años menos!

-¿Para qué, padrino, para qué? Antes solías decir que debías haber nacido diez años antes…

-¡Diez años antes! -suspiró Antonio mirando a la imagen-. ¡Entonces no sé qué habría sido de ti!

-¡Antonio!

Y se abrazaron allí, en la iglesia, ante la mirada eterna y llorosa de la trágica Piedad del arte.

-Ya conozco tu tragedia, Antonio -le decía Pidita al salir del templo y apoyándose fuertemente en su brazo.

-Te lo ha enseñado…

-El amor, padrino.

-No, sino la maternidad, ahijada.

-No hablemos de eso…

-¿Y por qué no? Sí, de eso tenemos que hablar. Tu padrino es ya padre.

-Eres un santo, padrino, un santo, y habrá que ponerte un día en un altar, como está mi madre… al lado suyo…

Pidita sintió temblar el brazo en que se apoyaba y luego se oyó la voz fantasmática que le decía:

-¿Pues no estoy al lado tuyo, sosteniéndote?

Y después de una larga pausa:

-Eres como ella, Pidita, lo mismo que ella. Me parece verla hace treinta años, cuando yo debía haber tenido treinta.

-¡Entonces tendrías hoy sesenta!

-Y hoy debía tener para ti diez menos, ¡siquiera diez menos de los que tengo!

-¿Y para qué, Antonio, para qué? No te quiero más joven.

-Ay, Pidita, a este mundo se viene siempre o antes o después de lo debido. Y con tal que uno no se vaya de él ni antes ni después de lo debido…

-¡Cállate!

-Tienes razón.

Muy poco después se casaron y en el altar aquel de la Piedad. A los seis meses tuvieron su primer hijo, el del suicida. Luego les vino otro que se les murió en seguida y como para que no se repartiera entre los dos el amor de los padres. Y fue la tragedia cimiento de un amor hondo y robusto y el amor cimiento de un hogar cerrado. El hijo de Enrique adoró a su padre, al padrino Antonio, y éste no vivió más que para su hijo y la madre.

-Cada vez me convenzo más de que era a ti a quien yo quería entonces, Antonio -solía decirle su mujer.

-Es la tragedia del tiempo, hija mía, es la tragedia del tiempo.

-¡Siempre andas con eso!

-¡Pero la hemos vencido, Pidita, la hemos eternizado! Este nuestro Enrique -así le habían llamado al hijo a deseo y casi imposición de Antonio- es algo más que un hijo como los otros; es una obra de espíritu. ¡Es mi hijo!

-¿Y quién lo duda, padrino?

-¡No, nadie; ni tú ni yo! Yo te lo di.

-¡Sí, tú me lo diste!

De tiempo en tiempo visitaban marido y mujer a la macilenta y lustrosa piedad de la iglesiuca del arrabal y allí mezclaban, con sus almas, sus avemarías.

*FIN*


Madrid, 1915


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