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El paraíso perdido – Libro I

[Poema - Texto completo.]

John Milton

Canta Musa celestial, la primera desobediencia del hombre y el fruto de aquel árbol prohibido, cuyo gusto mortal trajo al mundo la muerte y todas nuestras desgracias, con la pérdida del Edén, hasta que un Hombre más grande nos rehabilitó y reconquistó para nosotros la mansión bienaventurada. Desde la cumbre solitaria de Oreb o del Sinaí, donde inspiraste al pastor, que fue el primera en enseñar a la raza escogida cómo salieron el cielo y la tierra del Caos, o desde la colina de Sión y las fuentes de Siloé si te placen más, invoco tu ayuda para mi atrevido canto; porque no pretendo remontarme con tímido vuelo sobre los montes de Aonia al intentar referir cosas que nadie ha narrado hasta ahora, ni en prosa ni en verso.

 

Y Tú, ¡oh Espíritu!, que prefieres a todos los templos un corazón recto y puro, instrúyeme, puesto que sabes; Tú estabas presente en el primer instante; desplegando como una paloma tus poderosas alas, cubriste el inmenso abismo y los hiciste fecundo. Ilumina lo que en mí es oscuro, eleva y sostén lo que está abatido, para que desde la elevación de este gran asunto puede defender a la Divina Providencia y justificar ante los hombres las miras del Señor.

 

Dime, desde luego, ya que ni el cielo ni la profunda extensión del infierno ocultan nada a tu vista: di cuál fue la causa que obligó a nuestros primeros padres, tan felices en su estado y tan favorecidos por el Cielo, a separarse de su Creador, a transgredir su única prohibición cuando eran soberanos del resto del mundo. ¿Quién los indujo a tan vergonzosa rebelión?

La Serpiente infernal, cuya malicia, animada por la envidia y por la venganza, engañó a la madre del género humano: su orgullo la había precipitado desde el cielo con todo su ejército de espíritus rebeldes, con cuya ayuda aspiraba a sobrepujar en gloria a sus semejantes, lisonjeándose de igualarse al Altísimo, si el Altísimo se le oponía. Dominado aquel espíritu por este ambicioso proyecto contra el trono y la monarquía de Dios, suscitó en el cielo una guerra impía y un combate temerario: más sus esfuerzos fueron vanos.

 

La Potestad suprema le arrojó de cabeza, envuelto en llamas, desde la bóveda etérea, repugnante y ardiendo, cayó en el abismo sin fondo de la perdición, para permanecer allí cargado de cadenas de diamante, en el fuego que castiga; él, que había osado desafiar las armas del Todopoderoso, permaneció tendido y revolcándose en el abismo ardiente, juntamente con su banda infernal, nueve veces el espacio de tiempo que miden el día y la

noche entre los mortales, conservando, empero, su inmortalidad. Su sentencia, sin embargo, le tenía reservado mayor despecho, porque el doble pensamiento de la felicidad perdida y de un dolor perpetuo le atormentaba sin tregua. Pasea en torno suyo sus ojos funestos, en que se pintan la consternación y un inmenso dolor, juntamente con su arraigado orgullo y su odio inquebrantable.

 

De una sola ojeada y atravesando con su mirada un espacio tan lejano como es dado a la penetración de los ángeles, vio aquel lugar triste, devastado y sombrío; aquel antro horrible y cercado, que ardía por todos lados como un gran horno. Aquellas llamas no despedían luz alguna; pero las tinieblas visibles servían tan sólo para descubrir cuadros de horror, regiones de pesares, oscuridad dolorosa, en donde la paz y el reposo no pueden habitar jamás, en donde no penetra ni aun la esperanza, ¡la esperanza que dondequiera existe! Pero sí suplicios sin fin, y un diluvio de fuego, alimentado por azufre, que arde sin consumirse.

 

Tal es el sitio que la justicia eterna preparó para aquellos rebeldes, ordenando que estuviesen allí aprisionados en extrañas tinieblas y haciéndolo tres veces tan apartado de Dios y de la luz del cielo cuanto lo está el centro de la creación del polo más elevado. ¡Oh cuán distinta es esta morada de aquella donde cayeron!

 

Pronto divisa allí el arcángel a los compañeros de su caída, sepultados en las olas y torbellinos de una tempestad de fuego. Uno de ellos se agitaba entre llamas a su lado; era el primero después de él, así en poder como en crimen, mucho tiempo después conocido en Palestina con el nombre de Belcebú; El Gran Enemigo, llamado Satanás en el cielo, quien rompiendo el horrible silencio con altaneras palabras empezó a decir:

 

¡Si tú eres aquél… Pero cuán decaído, cuán diferente del que, revestido de un brillo deslumbrado en los felices reinos de la luz, sobrepujaba en esplendor a millares de resplandecientes espíritus!… Si tú eres aquel a quien una mutua alianza, un solo pensamiento, un mismo dictamen, una esperanza igual e idéntico peligro en una empresa gloriosa unieron conmigo en otro tiempo, y a quien hoy une también una misma desgracia en igual ruina, contempla desde qué altura y en qué abismo hemos caído: ¡tan poderoso se mostró Él con sus rayos! Pero ¿quién hasta entonces había conocido el efecto de sus armas terribles? No obstante, a pesar de sus rayos, y a pesar de todo cuando el Vencedor, en su cólera, puede hacer contra mí, no me arrepiento ni varío; por más que haya cambiado mi brillo exterior, nada podrá alterar este carácter obstinado, este soberano desdén, hijo de la conciencia del amor propio ofendido; este espíritu me indujo a levantarme contra el Omnipotente, arrastrando al furioso combate innumerables fuerzas de espíritus armados que osaron despreciar su dominio, prefiriéndome a Él y oponiendo a su poder supremo un poder contrario, hasta que en una batalla indecisa, dada en las llanuras del cielo hicieron oscilar su trono.

 

“¡Qué importa la pérdida del campo de batalla! Aún no está perdido todo. Conservando todavía una voluntad inflexible, una sed insaciable de venganza, un odio inmortal y un valor que no cederá ni se someterá jamás, ¿puede decirse que estamos subyugados? Ni su cólera ni su poder jamás podrán arrebatarme esta gloria; no me humillaré, no doblaré la rodilla para implorar su perdón, ni acataré un poder cuyo imperio acaba de poner en duda mi terrible brazo. ¡Eso sería una bajeza, eso sería una vergüenza y una ignominia más

humillantes aún que nuestra caída! Ya que según lo dispuesto por el Destino, la fuerza de los dioses ni la sustancia celeste pueden perecer: ya que con la experiencia de este gran suceso nuestras armas, no debilitadas han ganado mucho en previsión, podemos, con esperanza de mejor éxito, determinarnos a hacer bien, sea por medio de la fuerza o por medio de la astucia, una guerra eterna, irreconciliable, a nuestro gran enemigo, que ahora triunfa, y que, en el exceso de su gozo, reina como absoluto, ejerciendo en el cielo toda su tiranía”.

 

Así habló el ángel apóstata, aunque sumido en el dolor, vanagloriándose en alta voz, pero desgarrado por una profunda desesperación. Su orgulloso compañero le replicó:

 

“¡Oh príncipe! ¡Oh jefe de tantos tronos, que condujiste a la guerra bajo tu mando a los serafines ordenados en batalla! Tú, que sin espanto y en distintas acciones formidables pusiste en peligro al Rey perpetuo de los cielos ya prueba su poder supremo, ya proceda éste de la fuerza, de la casualidad, o del hado, ¡oh jefe! Bien veo y maldigo el suceso fatal de una triste derrota y una vergonzosa pérdida, que nos ha arrebatado el cielo. Todo este poderoso ejército se ve por ello sumido en una horrible destrucción, en cuanto pueden ser destruidos los dioses y las esencias divinas, porque el pensamiento y el espíritu quedan invencibles, y el vigor renace pronto, por más que se haya extinguido toda nuestra gloria y sumido aquí en una miseria infinita nuestro feliz estado. Pero ¿y si nuestro Vencedor, a quien empiezo a creer Todopoderoso, pues que sólo un poder como el suyo es capaz de domar otro como el nuestro, nos hubiese dejado por completo nuestro espíritu y nuestro vigor para que podamos sufrir y soportar con fortaleza nuestras penas, para bastar a su vengativa cólera o para prestarle aquí, como esclavos suyos por derecho de conquista, un servicio más rudo, según sus necesidades, o el corazón del infierno para trabajar en el fuego o servirle de mensajeros en el negro abismo? ¿De qué nos servirá entonces conocer que no ha disminuido nuestra fuerza o la eternidad de nuestro ser para soportar un castigo eterno?”

 

El Gran Enemigo respondió con precipitación:

 

“Querubín caído, mengua es mostrarse débil, ya en las obras, o ya en el sufrimiento. Ten por seguro que nuestra misión no consistirá nunca en hacer el bien; nuestra única delicia será siempre hacer el mal, por ser lo contrario de la alta voluntad de Aquel a quien resistimos. Si su providencia procura sacar el bien de nuestro mal, debemos trabajar para malograr este fin y hasta para encontrar en el bien medios que conduzcan al mal, lo cual podremos lograr con frecuencia de modo que quizá lleguemos a apesadumbrar al enemigo, y, ni no me equivoco, a distraer sus más profundos designios del fin a que se encaminan.”

 

“Pero, ¡mira!, el vencedor, irritado, ha convocado otra vez en las puertas del cielo a sus ministros de persecución y de venganza: la lluvia de azufre lanzada sobre nosotros en la tempestad pasada ha allanado la ola ardiente que desde el principio del cielo nos ha recibido al caer. El trueno, con sus alas de encendidos relámpagos y sus impetuosa rabia, ha agotado quizá sus rayos y cesa ahora de mugir a través del abismo vasto y sin límites No dejemos escapar la ocasión que nos proporciona el desdén o el furor satisfecho de nuestro enemigo. ¿Ves a lo lejos esa llanura seca, abandonada y agreste, morada de la desolación, privada de luz, a excepción de la que, pálida y espantosa, le comunica el fulgor

de esas llamas lívidas y negras? Pues procuremos salir del hervidero de estas oleadas de fuego y descansemos allí, si es que allí puede existir el reposo. Reuniendo nuestras legiones afligidas, examinemos de qué modo podremos ofender a nuestro enemigo, de qué modo podremos reparar nuestra pérdida sobreponiéndonos a esta espantosa calamidad, que consuelo podremos sacar de la esperanza, o bien la resolución que nos dice nuestra desesperación”.

 

Así habló Satanás a su más próximo compañero con la cabeza fuera de las olas, los ojos centelleantes y los demás miembros de su cuerpo, prolongados y corpulentos, flotando en un espacio de mucha extensión. Su estatura era tan enorme como la de aquel a quien llama la fábula, a causa de monstruoso cuerpo, Titán, o hijo de la Tierra, el cual hizo la guerra a Júpiter, o como las de Briareo o Tifón, que habitaba la caverna próxima a la antigua Tarso.

Satanás se parecía también a Leviatán, ese monstruo marino, a quien Dios hizo el mayor de todos los seres que nadan en el Océano; monstruo que duerme muchas veces sobre las espumosas aguas noruegas y a quien el piloto de alguna pequeña embarcación extraviada en medio de las tinieblas toma por una isla, según refieren los marinos, y fija el ancla en su escamosa piel, amarrando a su costado mientras la noche envuelve el mar y retarda la deseada aurora. De una longitud tan enorme era el jefe enemigo que yacía encadenado en el lago ardiente; jamás habría podido levantarse ni sostener su cabeza sin la voluntad y el supremo permiso del Regulador de todos los cielos no le hubiera dejado en libertad de llevar a cabo sus negros designios, para que, con sus reiterados crímenes fuera amontonando sobre sí la condenación al buscar el mal de los otros, y a fin de que pudiera ver en su furia que toda su malicia no le habría servido más que para hacer brillar la infinita bondad, la gracia, la misericordia, en el nombre seducido por él y para traer sobre sí mismo un triple castigo de confusión, cólera y venganza.

 

De repente, el arcángel alzó sobre el lago su poderoso cuerpo y separó hacia atrás con sus manos las agudas puntas de las llamas que, rodando en forma de olas, dejaron descubierto en medio un horrible valle. Entonces, con las alas desplegadas, dirige hacia arriba su vuelo, gravitando sobre el aire sombrío, que siente un peso inusitado, hasta que aquél desciende sobre la tierra árida, si así puede llamarse la que siempre está ardiendo con un fuego sólido, como el lago arde con fuego líquido. Tales parecen por su color, cuando la violencia de un torbellino subterráneo ha derrumbado una colina arrancada del Peloro o de los abiertos costados del mugiente Etna, las entrañas combustibles e inflamantes que, concibiendo allí el fuego, son lanzadas al cielo por la energía del choque de los minerales y con la ayuda de los vientos, dejando un fondo ardiente, rodeado de corrompidos miasmas y de humo, tal fue la tierra de descanso que tocó Satanás con las plantas de sus pies malditos. Belcebú, su más cercano compañero, le sigue, vanagloriándose ambos de haber escapado como dioses de las aguas de la Estigia por su propias fuerzas recobradas y no por la tolerancia del Poder supremo.

 

¿Es ésta la región, el país, el clima – dijo el arcángel caído-: es ésta la mansión que debemos trocar por el cielo, esta triste oscuridad por la luz celeste? Sea, puesto que el que ahora es Soberano puede disponer y decidir lo que le parezca justo. Lo que más nos aleje de Él será lo mejor; de Él, que, igual en razón, se ha elevado por medio de la fuerza contra sus iguales.

¡Adiós campos afortunados, dono existe una felicidad eterna! ¡Salud, horrores! ¡Salud, mundo infernal! Y tú, profundo infierno, recibe a tu nuevo señor, que llega a ti con un

ánimo que no podrán cambiar el tiempo ni el lugar. El espíritu lleva en sí mismo su propia morada y puede en sí mismo hacer un cielo del infierno o un infierno del cielo. ¿Qué importa el sitio donde yo resida si soy siempre el mismo y el que debo ser: si lo soy todo, aunque menor que Aquel a quien el rayo ha hecho más grande? Aquí, por lo menos, estaremos libres. El Todopoderoso no ha formado este sitio para envidiárnoslo, y no querrá, por tanto arrojarnos de él. Aquí podemos reinar con seguridad, y, según mi parecer, reinar es digno de ambición, aunque sea en el infierno; vale mas reinar en el infierno que servir en el cielo.

 

Pero, ¿abandonaremos a nuestros fieles amigos, a nuestros compañeros, a los que han participado de nuestra ruina, tendidos y anonadados en el lago del olvido? ¿No los llamaremos para que con nosotros compartan esta triste mansión o para que, uniendo de nuevo nuestras fuerzas, intentemos una vez más si hay algo que ganar en el cielo o perder en el infierno?”

 

Así habló Satanás y Belcebú le respondió:

 

“Jefe de los brillantes ejércitos, que por nadie sino por el Todopoderoso podían ser vencidos: si una vez más llegan a oír esa voz, la prenda más segura de su esperanza en medio de los temores y de los peligros; esa voz que ha resonado tantas veces en los más apurados trances y en el mismo peligro de la batalla cuando ésta rugía; esa voz, la más tranquilizadora señal en todos los asaltos, recobrarán de improviso un nuevo valor, y se reanimarán, aunque ahora, languidecen, gimientes y postrados en el lago de fuego, y tan desfallecidos y estupefactos como lo estábamos nosotros no ha mucho; pero ¿qué tiene de extraño, cuando hemos caído desde tan funesta altura?”

 

Apenas cesó Belcebú de hablar, cuando ya el Gran Enemigo se adelantaba hacia la orilla; llevaba echado hacia atrás su pesado escudo, de etéreo temple, macizo, ancho y redondo, cuya vasta circunferencia pendía de sus espaldas como la luna cuya órbita observa por la noche a través de un cristal óptico el astrónomo toscano, desde la cumbre de Fiesole o de Valdrán, para descubrir nuevas tierras, ríos y montañas en su manchada esfera. La lanza de Satanás, a cuyo lado el más alto pino cortado en las montañas de Noruega para servir de mástil a algún navío almirante no sería más que una pequeña rama, le sirve para sostener sus inseguros pasos sobre aquel suelo ardiente; ¡pasos muy diferentes de los que había dado sobre el azulado firmamento! Aquella zona abrasada, de ígnea bóveda, le causa nuevas heridas; sin embargo, él lo soporta todo hasta que llega a la orilla de aquel mar inflamado, donde se detiene.

 

Llama a sus legiones, formadas de ángeles caídos, que yacen tan amontonados como las hojas de otoño, que cubren los arroyos de Valleumbrosa, donde las umbrías etrurianas describen elevados arcos de follaje, o como flotan los espesos juncos cuando Orión, armado de impetuosos vientos, ha azotado las costas del mar Rojo, en cuyo mar las olas derribaron a Busiris y a la caballería de Menfis, mientras perseguía con pérfido odio a los extranjeros de Gessen, los cuales vieron desde más segura orilla las aljabas flotantes y las ruedas de los destrozados carros; de igual suerte, esparcidas, abyectas, perdidas, yacían las legiones, cubriendo el lago, asombradas del afrentoso cambio que habían experimentado.

 

Satanás elevó tanto la voz, que retumbó todo el ámbito del infierno:

 

“Príncipes, potestades, guerreros, esplendor del cielo que fue vuestro en otro tiempo y que ahora habéis perdido: ¿es posible que semejante estupor pueda apoderarse de unos espíritus eternos? ¿O es que habéis escogido este sitio después de las fatigas de la batalla para dar algún reposo a vuestro extenuado valor, movidos por el deleite que experimentáis al dormir aquí como en las llanuras del cielo? ¿Acaso habéis jurado adorar al Vencedor en esa abyecta postura? El contempla ahora a los querubines y serafines revolcándose en ese lago, con las armas y las banderas destrozadas, hasta que en breve sus rápidos ministros, descubriendo su ventajosa posición desde las puertas del cielo bajen y nos pisoteen al vernos tan postrados o no sepulten con sus rayos en el fondo de este abismo. ¡Despertaos, levantaos o permaneced caídos para siempre!

 

Oyéronle, y avergonzados, se levantaron sobre un ala, como los centinelas que sorprendidos por el sueño se levantan a la voz del jefe, a quien temen, y se ponen de nuevo alerta antes de haber disipado el sueño por completo. Y aun cuando no ignoraban aquellos espíritus el infeliz estado a que se veían reducidos, ni dejaban de sentir sus espantosas torturas, obedecieron, sin embargo, presurosos y unánimes, a la voz de su general.

 

Así como al extender su poderosa vara el hijo de Amram en un día funesto para Egipto, describió un círculo por la costa y atrajo sobre las alas de viento de Oriente una espesa nube de langostas, que se extendieron como el manto de la noche por el reino del impío faraón y anublaron todo el país del Nilo, del mismo modo la innumerable muchedumbre de aquellos ángeles malditos cubrió la bóveda del infierno entre las llamas que por todas partes los rodeaban, hasta que a una señal de la lanza elevada de su gran jefe, que les indicaba el curso que debían seguir, descendieron con un movimiento uniforme e inundaron la llanura, formando tan inmensa multitud cual no salió jamás de las heladas comarcas del populoso Norte para atravesar el Rin y el Danubio, cuando sus bárbaros hijos cayeron como un diluvio sobre el mediodía y se extendieron más allá de Gibraltar, hasta las arenas de la Libia.

 

Los jefes y guías de cada escuadrón y de cada hueste acudieron inmediatamente al sitio donde se había detenido su general; eran semejantes a los dioses por su estatura y por sus formas, que sobrepujaban a las de la naturaleza humana; príncipes majestuosos, potestades que ocupaban en otro tiempo su trono en el cielo, aunque en los anales celestes no se conserva ahora la memoria de sus nombres, borrados del libro de la Vida a consecuencia de su rebelión. Aún no habían adquirido sus nuevos nombres entre los hijos de Eva; pero cuando errantes sobre la tierra para atormentar al hombre con el permiso de Dios, hubieron corrompido a fuerza de imposturas, a la mayor parte del género humano, persuadieron a las criaturas a que abandonasen a Dios, su Creador, a que transformase a menudo la gloria invisible del que los había formado en la imagen de un bruto, a quien tributaban cultos varios y adornaran pomposamente de oro, y a que adorasen a los demonios como a divinidades, entonces fueron conocidos por los hombres con nombres diferentes y bajo la forma de diversos ídolos, en el mundo pagano.

 

Repíteme, ¡oh Musa, esos nombres entonces conocidos!, quién fue el primero y quién el último que despertó de su sueño en aquel lecho de fuego a la voz de su gran emperador;

cuáles fueron los jefes que, más próximos a él en dignidad acudieron uno a uno al sitio donde se encontraba sobre la desierta playa, mientras la confusa multitud se mantenía aún apartada.

 

Estos jefes fueron lo que, salidos del abismo del infierno y vagando por la tierra para apoderarse de su presa, tuvieron mucho tiempo después la audacia de fijar su trono junto al de Dios, sus altares al lado de su altar, dioses adorados por las naciones comarcanas; que se atrevieron, además, a morar cerca de Jehová, cuya voz resonaba en Sión, teniendo su trono en medio de los querubines en el mismo Santuario, y con sus abominaciones y sus malditas obras profanaron sus sagrados ritos, sus fiestas solemnes, osando poner sus tinieblas a la luz de aquél.

 

Adelantóse primeramente Moloc, horrible rey, manchado con la sangre de los sacrificios humanos y con las lágrimas de los padres y de las madres, si bien, a causa del ruido de los tambores y timbales, apenas se oían los clamores de los hijos cuando, arrojados al fuego, se ofrecían a aquel execrable ídolo. Los amonitas le adoraron en Rabba y en su húmeda llanura, en Argob y en Bassan, hasta las más remotas corrientes del Arno; y no satisfecho de tan extensos dominios, indujo, por medio de la astucia, al sabio Salomón, a construirle un templo enfrente del templo de Dios, sobre el monte del Oprobio, dedicándole como bosque sagrado el risueño valle de Hinnom, llamado desde entonces Tofet, y la negra Gehena, verdadero tipo del infierno.

 

Tras Moloc siguió Camos, el obsceno terror de los hijos de Moab, que habitaban desde Aroer hasta Nebo y hasta más allá de la parte meridional del desierto de Abarim: en Hesebom y Heronaim, en el reino de Sión, y más allá de los florecientes valles de Sibma, tapizados de viñas, y en Eelalé hasta el lago Asfaltites. Camos se llamaba también Pehor, cuando en Sittim incitó a los israelitas durante su marcha por el Nilo a que le hicieran lúbricas oblaciones, que tantos males acarrearon. Desde allí extendió sus lascivas orgías hasta el monte del Escándalo, cerca del bosque del homicida Moloc, estando así la concupiscencia al lado del odio, hasta que el piadoso Josías los arrojó en el infierno.

 

Con estas divinidades acudieron aquellas que, desde las riberas que bañan las aguas del antiguo Eufrates hasta el torrente que separa a Egipto de la tierra de Siria llevan los nombres generales de Baal y Astarot, éstos tenidos por femeninos y aquellos por masculinos, porque los espíritus se revisten a su antojo, de uno u otro sexo o de ambos a la vez, tan tenue y sencilla es su pura esencia, que no está sujeta ni encadenada por coyunturas ni miembros, ni apoyada en la frágil fuerza de los huesos, como la pesada carne, sino que en la forma que eligen, corta o larga, brillante u oscura, pueden ejecutar resoluciones aéreas y llevar a cabo sus acciones de amor o de odio. Por estas divinidades, los hijos de Israel abandonaron muchas veces su fuerza viva y dejaron de frecuentar su altar legítimo, prosternándose vilmente ante los ojos de los dioses, animales, por cuya razón sus cabezas inclinadas del mismo modo en las batallas, se humillaron ante la lanza del más despreciable enemigo.

 

Vióse avanzar también, entre esta turba de divinidades a Astore, llamada por los fenicios Astarté, reina del cielo, que ostentaba por corona una media luna: las vírgenes de Sidón rendían tributo, con sus botos y sus cánticos a su brillante imagen, al resplandor de la luna.

También fue reverenciada en Sión, donde se elevaba su templo en el monte de la Iniquidad, construido por aquel rey amigo de las esposas cuyo corazón, aunque grande, seducido por bellas idólatras, se postró ante sus infames ídolos.

 

Tras Astarté vino Tanmuz, cuya anual herida atrae al monte Líbano a las jóvenes sirias, para lamentar su destino con tiernas endechas, durante todo un día de verano, mientras que el tranquilo Adonis escapándose de su roca nativa hacia correr hacia el mar sus ondas, que suponen enrojecidas con la sangre de Tanmuz, herido todos los años. Esta amorosa historia inflamó con el mismo ardor a las hijas de Sión, cuya muelle voluptuosidad fue vista por Ezequiel bajo el sagrado pórtico, cuando, guiado por su visión, descubrieron sus ojos las negras idolatrías de la infiel Judá.

 

En pos de Tanmuz acudió el que lloró amargamente cuando el Arca cautiva mutiló su fea imagen y cayeron rotas, hasta las puertas del mismo templo, su cabeza y sus manos, dejando avergonzados a sus propios adoradores. Dragón es su nombre, monstruo marino, elevado con grandiosidad en Azot; fue temido en las costas de toda la Palestina, en Gath y en Ascalón y hasta en los confines de Gaza.

 

Siguió Rimmón, cuya deliciosa morada era la encantadora Damasco, sobre las fértiles orillas del Abbana y del Farfar, límpidas corrientes. También éste se atrevió contra la casa del Señor, una vez perdió a un leproso y conquistó a un rey, Acaz, su imbécil conquistador, a quien indujo a despreciar el altar del Señor y a colocar en su lugar otro de forma siria, sobre el cual Acaz quemó sus odiosas ofrendas y adoró a los dioses a quienes venció.

 

Después de estos demonios llegó la numerosa muchedumbre de aquellos conocidos en otro tiempo bajo diferentes nombres: Osiris, Isis, Orus y su sequito, monstruosos en sus formas y en sus sortilegios, abusaron del fanático Egipto y de sus sacerdotes, que se hicieron divinidades errantes, ocultas bajo formas de animales más bien que bajo formas humanas.

 

Israel no se libró de este contagio cuando, con un oro prestado, construyó el becerro de Oreb. El rey rebelde repitió este pecado de Betel y en Dan, asimilando a su Creador a un buey que pace; pero Jehová, a atravesar el Egipto, exterminó en una noche a todos sus primogénitos y a sus dioses mugidores.

 

Belial, fue el último que apareció; desde el cielo no ha caído un espíritu más impuro ni más groseramente inclinado al vicio por el vicio mismo. No tenía templos, ni se le ofrecieron sacrificios en ningún altar, y sin embargo, nadie está con más frecuencia que él en los templos y en los altares cuando el sacerdote se vuelve ateo, como los hijos de Elí, que llenaron de prostituciones y de violencias la casa de Señor. Reina también en los palacios y en las cortes, y en las ciudades disolutas, donde el ruido del escándalo, de la injuria y del ultraje se eleva sobre las más elevadas torres y cuando la noche oscurece las calles, entonces vagan los hijos de Belial, llenos de insolencia y de vino; testigos de ello son las calles de Sodoma y aquella noche en que en una puerta hospitalaria en Gaaba se expuso una matrona para evitar un rapto más odioso.

 

Aquellos demonios eran los primeros en categoría y en poder; en cuanto al resto, sería prolijo enumerarlo, aunque hubo algunos entre ellos que fueron célebres en remotas

comarcas, dioses de Jonio, a quienes la posteridad de Javán consagró altares, pero reconocidos como dioses más recientes que el Cielo y la Tierra, sus ensalzados padres.

Titán, primer hijo del cielo, con su numerosa prole y su derecho de progenitura usurpado por Saturno, más joven que él; Saturno, tratado del mismo modo por Júpiter, su propio hijo e hijo de Rea, más poderoso que él; de modo que Júpiter reinó como usurpador. Aquellos dioses conocidos desde luego en Creta y en la Ida luego en la nevada cumbre del frío Olimpo, gobernaron la región media del aire, que fue su más elevado cielo, o sobre la roca de Delfos o en Dodona y en todos los límites de la tierra dórica. Uno de ellos, con el viejo Saturno huyó por el Atlántico hasta los campos de la Hesperia, y más allá de la céltica anduvo errante por las más remotas islas.

 

Todos esos dioses y otros muchos acudieron en tropel, y aunque con los ojos bajos y llorosos, descubríase, sin embargo, en ellos un oscuro fulgor de gozo por haber encontrado a su jefe no desesperado todavía y por haberse encontrado ellos mismo, sin perderse, reflejaban también en el dudoso rostro de Satanás; pero recobrando en breve su acostumbrado orgullo, reanimó poco a poco, con elevadas palabras que tenían, no la realidad, sino la apariencia de la dignidad, su abatido valor y disipó sus temores.

 

Inmediatamente ordena que, al bélico clamor de los clarines y de las trompetas, se eleve su poderoso estandarte. Azazel, gran querubín, reclama como un derecho tan preciado honor, despliega del asta brillante la enseña imperial, que, adelantada, extendida y agitada al viento, brilla como un meteoro, con las perlas y el rico brillo del oro que dibujaban en ella las armas y los trofeos seráficos. Durante todo este tiempo, el metal sonoro dejaba escapar belicosos sonidos, a que contestó el ejército universal con un grito que desgarró la concavidad del infierno y llevó el espanto hasta más allá del imperio del Caos y de la vieja Noche.

 

En un momento, y a través de las tinieblas, se ven diez mil banderas que se elevan al aire ostentando sus colores orientales. Con ellas se eleva también un bosque enorme de lanzas, aparecen los cascos apiñados y los escudos se reúnen en una espesa línea de una profundidad inconmensurable. En breve se mueven los guerreros formando una falange perfecta, a los sonidos dóricos de las flautas y de los suaves oboes, sonidos que, en lugar de furor, inspiraban a los antiguos héroes, armados para el combate, un valor prudente, firme, incapaz de dejarse arrastrar, por el temor de la muerte, a una huída o a una retirada vergonzosa. Semejante armonía no carece de poder para atemperar y apaciguar con sus religiosos acordes los pensamientos tumultuosos, para ahuyentar la angustia, la duda, el espanto, el pesar y el sufrimiento de los espíritus mortales e inmortales.

 

Animados así por una misma fuerza, con un designio fijo, marchaban en silencio los ángeles caídos, al sonido del dulce caramillo, que hacía grato sus dolorosos pasos sobre aquel suelo abrasador, y cuando llegaron a ponerse al alcance de la vista se detuvieron, desplegando su horrible frente de una espantosa longitud, centelleante de armas; semejantes a los guerreros de otro tiempo, alineados con su escudos y lanzas, esperaban la orden que su poderoso general atuviese a bien dictarles. Satanás clava su experta mirada en las filas armadas, y bien pronto ve, a través de toda aquella legión, el aspecto ordenado de sus guerreros, sus rostros y sus tallas, como las de los dioses, y, finalmente, calcula su número.

 

Entonces se dilató su corazón, lleno de orgullo y, confiando más y más en su poder se glorificó, porque desde que el hombre fue creado jamás llegó a verse reunida una fuerza semejante, en cuya comparación cualquiera otra sería tan despreciable como aquella pequeña infantería combatida por las grullas, aun cuando se añadiera la raza gigantesca de Flegra, la raza heroica que luchó ante Tebas e Ilión, donde por una y otra parte se mezclaban dioses auxiliares, aun cuando se agregara lo que la novela o la fábula cuenta respecto al hijo de Utero rodeado de caballeros bretones y armoricanos, aun cuando se reunieron todos los que después, bautizados e infieles, brillaron en Damasco, Marruecos, o Trebisonda, o los que Bizerta envió desde la playa africana cuando Carlomagno fue derrotado con todos sus pares, cerca de Fuenterrabia.

 

Aquel ejército de espíritus, que no admitía comparación con ninguna fuerza mortal respetaba, sin embargo, a su temible jefe. Este sobrepujándolos en estatura y continente y en su soberbio y dominador aspecto se elevaba sobre una torre. Su forma no había perdido aún su resplandor primitivo, y no parecía un arcángel caído, sino un exceso de gloria oscurecido; era semejante al sol naciente que rodeado de espesos vapores se ve a través del aire brumoso, o cuando, colocado tras la luna en un sombrío eclipse esparce un crepúsculo funesto sobre la mitad de los pueblos y atormenta a los reyes con el temor que inspiran sus revoluciones; oscurecido de esta suerte, brillaba aún, el arcángel sobre todos sus compañeros.

 

Pero su rostro se ve surcado por las profundas cicatrices del rayo y la inquietud está pintada en su marchita mejilla; bajo sus cejas se retratan un valor indomable, un orgullo paciente y una ardiente sed de venganza. Su mirada era cruel; sin embargo, se escapaban de ellas señales de remordimientos y de compasión cuando contemplaba a los que participaron o, más bien, a los que siguieron su crimen, y que habiéndolos visto en otro tiempo diferentes en la bienaventuranza, estaban ahora condenados para siempre a tener su parte en el sufrimiento; millones de espíritus, puestos por su culpa bajo la dirección vengadora del Cielo, lanzados lejos de su eternos esplendores en castigo de su rebelión y que a pesar de haber mancillado le permanecían fieles. Así se ve a las encinas del bosque y a los pinos de la montaña cuando el fuego del cielo les ha privado de su corteza y verdor, sostener aún su tronco majestuoso, aunque desnudo, sobre abrasado páramo.

 

Satanás se prepara a hablar, por lo cual las dobles filas de los batallones forman un arco desde una a otra ala y le rodean sus pares, imponiéndoles silencio la atención. Tres veces intenta comenzar, y otras tantas, a despecho de su orgullo, exhala un llanto como sólo pueden derramarlo los ángeles. Por fin, entre entrecortados suspiros, pudieron abrirse paso estas palabras:

 

“¡Oh millares de espíritus inmortales! ¡Oh potestades a quienes sólo puede igualarse el Todopoderoso! Aquel combate no careció de gloria, por más que su resultado fuera desastroso, como lo atestiguan esta mansión y este terrible cambio que me es odioso expresar. Pero ¿qué facultad de espíritu, aun la más conocedora del presente y del pasado, hubiera podido prever y temer que la fuerza unida de tantos dioses y dioses como éstos, fuese rechazada? Y ¿quién puede creer, aun después de tal derrota, que todas estas legiones poderosas, en cuyo destierro ha quedado el cielo desierto, dejarán de alzarse de nuevo y de reconquistar la mansión donde han nacido? En cuanto a mí, todo el ejército celeste es

testigo de que ni por los consejos distintos del mío ni por los peligros que haya procurado evitar han sido destruidas nuestras esperanzas. Pero el Monarca que reina en el cielo había permanecido hasta entonces sentado con seguridad en su trono, sostenido por una antigua reputación, por el consentimiento o por la costumbre, hacía plena ostentación ante nosotros de su fausto real; mas nos ocultaba su fuerza, lo que nos decidió a nuestra tentativa y causó nuestra caída.

 

De hoy más, ya conocemos su poder como conocemos el nuestro, de modo que no provoquemos ni rehuyamos con temor cualquier guerra a que se nos provoque. El mejor partido que nos queda es el de emplear nuestras fuerzas en un secreto designio: el de obtener por medio de la astucia y del artificio lo que la fuerza no ha alcanzado, a fin de que en adelante sepa por lo menos que un enemigo vencido por la fuerza, sólo es vencido a medias.

 

El espacio puede producir nuevos mundos; sobre este particular se decía en el cielo que antes de mucho tenía el Todopoderoso la intención de crear y colocar en esta creación una raza a quien favorecería con preferencia y al igual de los hijos del cielo. Allí tendrá lugar nuestra primera irrupción, aun cuando sólo sea con el objeto de explorar; porque este antro infernal no retendrá nunca cautivos a los espíritus celestiales ni el abismo los envolverá por más tiempo con sus tinieblas. Pero estos proyectos deben ser examinados en pleno consejo.

No hay que esperar ya en la paz, porque, ¿quién ha de pensar en la sumisión? ¡Guerra, pues; guerra abierta u oculta es lo que debemos resolver!”.

 

Así dijo y dos millones de querubines desenvainando sus flamígeras espadas, las agitan al aire en muestra de aprobación: el fulgor que despedían iluminó a todos los ámbitos del infierno; los demonios lanzaron gritos de rabia contra el Altísimo, y furiosos y con sus armas empuñadas, las chocaron contra sus sonoros escudos, produciendo un belicoso estrépito, y , enviando, rugientes, una especie de reto a la bóveda celeste.

 

A corta distancia se elevaba una colina, cuya terrible cima lanzaba por intervalos fuego y negras espirales de humo; el resto brillaba con una capa lustrosa, señal indudable de que en las entrañas de aquella colina estaba oculta una sustancia metálica, producida por el azufre.

En aquella dirección se precipita, llevada en alas del viento, una numerosa hueste, semejante a los exploradores de un ejército que, armados de picos y azadones, se adelantan al campo real para atrincherar una llanura o elevar un parapeto.

 

Mamón los guía; Mamón el menos elevado de los espíritus caídos del cielo, porque en el cielo mismo sus miradas y sus pensamientos se dirigían siempre hacia abajo, admirando más la riqueza del pavimento del cielo, donde los pies huellan el oro, que cualquier otra cosa divina o sagrada de que allí goza la vista de los bienaventurados. El fue el primero que enseñó a los hombres a saquear el centro de la tierra, como así lo hicieron extrayendo de las entrañas de su madre unos tesoros que valdría más quedasen ocultos para siempre.

La banda de Mamón abrió en breve una ancha herida en la montaña y extrajo de su ceno grandes lingotes de oro. Nadie debe admirarse de ver tantas riquezas encerradas en el fondo del infierno, pues, precisamente, su suelo es el más a propósito para tan precioso veneno. Sepan los que se vanaglorian de las cosas mortales y perecederas y que con admiración hablan de Babel y de las obras de los reyes de Menfis, sepan ahora cuán

fácilmente eclipsan estos espíritus réprobos los más grandes monumentos humanos, famosos por la fuerza o el arte, ellos llevan a cabo en una hora lo que los reyes apenas acaban en un siglo con trabajos incesantes e innumerables brazos.

 

Cerca de allí, en la llanura, una nueva banda fundía el macizo mineral con un arte prodigioso, en muchos crisoles preparados al efecto, bajo los cuales pasa una vena de fuego líquido que salía del lago y separa cada especie, purificando de sus escorias al oro. Una tercera banda forma en la tierra, con la misma prontitud, diferentes moldes y por medio de una sorprendente desviación, llena cada uno de aquellos profundos huecos con la materia de los hirvientes crisoles; del mismo modo que un soplo de viento repartido entre las diferentes series de tubos de una órgano pone en movimiento todo su armonioso juego.

 

De improviso, se elevó de la tierra como una exhalación un inmenso edificio a los dulces acordes de una grata música y de plácidas voces; edificio construido como un templo, rodeado de pilastras y de columnas dóricas sobrepuestas de un arquitrabe de oro; no faltaban allí ni cornisas, ni frisos con admirables bajorrelieves; el techo era de oro cincelado. Ni Babilonia ni Menfis, cuando estaban en todo su esplendor, llegaron a igualar semejante magnificencia para rendir culto a Belo y a Serapis, sus dioses, o para entronizar a sus reyes, cuando Egipto y Asiria rivalizaban en lujo y en riquezas.

 

Aquella mole ascendente se detuvo en cuanto fijó su majestuosa altura, e inmediatamente las puertas, abriendo sus hojas de bronce, dejaron ver interiormente un anchuroso espacio cuyo pavimento era nivelado y terso. Del arco de la bóveda pendían con sutil magia muchas hileras de lámparas luminosas y brillantes fanales, que, alimentados con asfalto y nafta, producían una luz igual a la del cielo.

 

La presurosa multitud penetra en él llena de admiración: unos, alaban la obra; otros, el artista. La mano del arquitecto fue conocida en el cielo por la construcción de muchas y elevadas torres, donde residían como reyes los ángeles y disfrutaban de todos los honores de príncipes: el Monarca supremo los elevó a tal poder, y les encargó el gobierno de las milicias celestiales según su respectiva jerarquía.

 

No fue menos conocido ni careció de adoradores en Grecia, el mismo arquitecto, y en la tierra de Ausonia los hombres le llamaron Mulciber. La fábula refiere cómo fue precipitado desde el cielo, arrojado por el irritado Júpiter por encima de sus cristalinos muros: rodando desde la mañana hasta el mediodía, y desde el mediodía hasta la noche de un día de estío, al ponerse el sol fue a parar desde el cenit, como una estrella caída a Lemnos, isla de la Egea; así lo referían los hombres, equivocadamente, porque la caída de Mulciber, con esta banda rebelde, tuvo lugar mucho tiempo antes. De nada le sirvió entonces haber elevado altas torres en el cielo; no pudo salvarse con ayuda de artificios, pues se vio precipitado a la cabeza de su horda industriosa para trabajar en los infiernos.

 

Los alados heraldos, obedeciendo la orden emanada de su poderoso soberano, anuncian a todo el ejército con un formidable aparato y al sonido de las trompetas la convocación de un consejo solemne que debía celebrarse inmediatamente en el Pandemónium, la gran capital de Satanás y de sus pares. A este consejo son llamados los más dignos en categoría y en mérito de cada hueste y de cada legión, los cuales acuden en seguida, en grupos de

cien y de mil, con su correspondiente séquito. Todas las avenidas viéronse obstruidas, inundáronse las puertas y los anchos vestíbulos, pero más especialmente la inmensa sala, que se asemejaba a aquellos campos cerrados, en donde los valientes campeones solían cabalgar armados, desafiar a la flor de la caballería pagana a un combate a muerte o correr una lanza. Aquel numeroso enjambre, que hormiguea a la vez en la tierra y en el aire, deja oír a lo lejos una especie de silbido producido por el movimiento de sus alas. Así como en la primavera, cuando el Sol sigue su curso por el signo del Toro, las abejas hacen salir en grupos y en torno de las colmenas a su numerosa progenie y revolotean aquí y allá entre el fresco rocío y las flores o se pasean sobre una tabla unida, que forma como en antemural de su ciudadela de paja, recientemente perfumada de aromas, discurriendo y deliberando sobre sus asuntos de Estado, del mismo modo y tan espesa como ellas era la turba aérea que allí hormigueaba y se mantenía unida hasta el momento en que se dio la señal convenida.

 

Pero, ¡oh asombro!, los que hasta entonces parecían sobrepujar a los gigantes, hijos de la Tierra se apiñan ahora, más pequeños que los más diminutos enanos y en considerable número, en un espacio estrecho; parécense a la raza de los pigmeos, que existen más allá de las montañas de la India o más bien a las hadas reunidas en su nocturna orgía, a la orilla de un bosque o de una fuente, que ve o sueña ver un campesino extraviado, mientras la Luna que distinguía antes sobre su cabeza declina más hacia la Tierra su pálido curso; entretenidos aquellos espíritus ligeros en sus danzas o en sus juegos, halagan con una música agradable los oídos del campesino, cuyo corazón late a la vez de gozo y de espanto.

 

De esta suerte, aquellos espíritus incorpóreos redujeron a la menor proporción su inmensa estatura y se fueron colocando, innumerables siempre, por la sala de aquella coste infernal.

Pero en un departamento retirado, conservando sus propias dimensiones, esto es, permaneciendo como antes eran, los grandes señores seráficos y los querubines se reunieron en secreto conclave y mis semidioses sentados en sillas de oro, formaron un consejo numeroso y completo. Después de un corto silencio y leída la convocatoria, dio principio la gran deliberación.

FIN DEL “LIBRO I”


Paradise Lost, 1667


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