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El paraíso perdido – Libro V

[Poema - Texto completo.]

John Milton

Ya la aurora, adelantando sus rosados pasos por las regiones del Este, sembraba la tierra de perlas orientales, cuando Adán, siguiendo su costumbre, se despertó; porque su sueño ligero como el aire, favorecido por una digestión pura y por vapores dulces e hijos de la templaza, se disipaba insensiblemente al solo murmullo de los humeantes arroyuelos, al rumor de las hojas agitadas, abanico de la aurora, y al cántico matutino y animado de los pájaros sobre todas las ramas; y quedó sumamente admirado al ver que Eva no había despertado aún, y que demostraba en su cabellera desordenada y en sus mejillas encendidas la inquietud de su reposo. Adán, incorporándose y apoyado en un codo, se inclina amorosamente sobre ella, y contempla con miradas de un amor cordial la belleza que,

despierta o dormida, brilla con tan singulares gracias. Entonces con dulce voz, como cuando Céfiro acaricia a Flora, tocando ligeramente la mano de Eva, murmura estas palabras:

 

“¡Despierta hermosa mía, esposa mía; último bien que he recibido, el último y mejor presente del cielo, mi delicia siempre nueva, despierta! La aurora brilla y la fresca campiña nos reclama, estamos perdiendo las primicias del día, el momento de observar cómo crecen esas plantas cultivadas por nuestros cuidados; cómo florece el bosquecillo de limoneros, de dónde mana la mirra y lo que destila el balsámico junquillo; cómo se reviste la Naturaleza de sus colores, y cómo se posa la abeja sobre la flor para libar en ella su dulce miel.”

 

Con tan suave murmullo la despierta, y ella fijando en Adán sus espantados ojos, y abrazándole, le dice así:

 

“¡Oh tú, único en quien mis pensamientos encuentran reposo, mi gloria, mi perfección!

¡Cuánto gozo diento al ver tu rostro y el nuevo día! Esta noche soñaba, sí soñaba, y en no en ti, como lo hago con frecuencia, ni en los trabajos del día transcurrido, ni en los proyectos para el siguiente, sino en ofensas y turbaciones que mi espíritu no había conocido jamás hasta esta noche abrumadora; me ha parecido que una voz llena de dulzura, insinuándose junto a mi oído me llamaba y me invitaba a pasear; yo creí que era tu voz que me decía: ¿Por qué duermes, Eva? Esta es la hora placentera, fresca y silenciosa, en que el silencio sólo cede a la armoniosa ave de la noche, que, despierta ahora, suspira su más dulce canción, enseñada por el amor. La luna llena esparciendo desde su elevado solio la claridad más agradable, hace resaltar sobre la sombra la faz de los objetos. Espectáculo vano, sino hay quien lo contemple. El cielo vela con todos sus ojos, y ¿para qué, sino para contemplarte a ti, ¡oh deseo de la Naturaleza!?

 

A tu vista se regocijan todas las cosas, atraídas por el irresistible anhelo de admirar enajenadas tu belleza.

 

Me he levantado a tu llamado, pero no te he visto. A fin de encontrarte, emprendí entonces mi paseo, y me ha parecido que paseaba sola por sendas que me han conducido de improviso ante el árbol prohibido de la ciencia: me pareció hermoso y mi imaginación lo vio mucho más hermoso que durante el día. Mientras lo contemplaba con sorpresa, advertí que cerca de él estaba una figura alada, semejante a las que vemos con frecuencia descender del cielo, de sus cabellos húmedos de rocío se exhalaba la ambrosía; estaba también contemplando el árbol y decía:

 

“¡Oh hermosa planta de abundante fruto! ¿No hay quien se digne aliviarte de tu peso y gustar de tu dulzura, ni Dios ni el hombre? ¿Tan despreciada es la ciencia? ¿Será acaso la envidia o alguna injusta reserva lo que prohíba tocarte? Prohíbalo quien quiera, nadie me privará por más tiempo de los bienes que ofreces, y si no, ¿por qué estás aquí?”

 

Así dijo y no se detuvo más, sino que con mano temeraria arrancó el fruto y lo gustó. Un horror glacial heló mi sangre al oír tan osadas palabras, confirmadas por tan atrevida acción. Pero él, enajenado de gozo, exclamó:

 

“¡Oh fruto divino, dulce por ti solo, y mucho más dulce cogido de esta suerte, estando prohibido, al parecer, como reservado únicamente para los dioses, y siendo, sin embargo, capaz de convertir en dioses a los hombres! ¿Y por qué no han de serlo? El bien aumento cuanto más se comunica, y su autor, lejos de perder en ellos, adquiriría más alabanzas.

Acércate dichosa criatura, bella y angelical Eva, participa de este fruto conmigo, aun cuando ahora te consideres feliz, puedes serlo más aún, si bien no puedes ser más digna de la felicidad. Gusta este fruto, y desde luego serás una divinidad entre los dioses; tu imperio no se limitará a la tierra, sino que tan pronto estarás en el aire como subirás al cielo por tu propio mérito, y verás la existencia de que gozan los dioses, y pasarás un vida igual a la suya”.

 

Hablando de esta suerte, se acercó a mí y aproximó a mis labios una parte de aquella misma fruta arrancada por él, que había conservado; su agradable y sabroso perfume excitó de tal modo mi apetito, que me pareció imposible dejar de probarla. Inmediatamente me remonté con el espíritu hasta las nubes y vi desplegada a mis planta, la inmensa superficie de la tierra, que me ofreció una extensa y variada perspectiva. Estando en tan extraordinaria elevación, admirada de mi vuelo y del cambio operado en mí, mi guía desapareció de improviso, y yo, según creo, caí precipitada a la tierra, y quedé dormida. Mas, ¡oh cuán feliz fui al despertar y al ver que todo había sido sólo un sueño!”

 

De este modo refirió Eva su visión nocturna, y Adán le respondió contristado:

 

“¡Oh mi imagen más perfecta, y mi más cara mitad! La turbación de los pensamientos que has tenido esta noche durante tu sueño me afecta tanto como a ti; ese sueño desordenado me importuna, y temo que sea obra del mal. Pero el mal ¿de dónde puede proceder? En ti no puede existir, siendo una criatura tan pura. Escucha, sin embargo: en el alma existen algunas facultades interiores que se someten a la razón, como a su soberana. Entre éstas, la imaginación desempeña el principal papel; con todas las cosas exteriores que perciben los cinco sentidos cuando están despiertos, se forja fantasías, formas vagas y aéreas, que la razón reúne o repara, y con las cuales compone todo lo que afirmamos y negamos, y lo que llamamos nuestra ciencia o nuestra opinión. Cuando la naturaleza reposa, la razón se retira a su secreta celda, muchas veces durante su ausencia, la imaginación que se complace en contrahacerlo todo, vela por imitarla; pero uniendo confusamente las formas, produce a menudo una obra extraña, sobre todo en los sueños, acomodando mal las palabras y las acciones recientes o remotas.

 

Así es que hallo en tu sueño ciertas reminiscencia de nuestra última conversación de anoche, pero con extrañas adiciones. Sin embargo, no estés triste, el mal puede ir y venir por el espíritu de Dios o del hombre sin su beneplácito, y sin dejar en él mancha ni censura, y esto me infunde la esperanza de que jamás consentirás en hacer despierta lo que te parecía odioso soñar mientras dormías. Desecha, pues toda inquietud, que no oscurezca la más ligera nube esos ojos, cuyas miradas suelen ser más radiantes y serenas que lo es para la tierra, la primera sonrisa de un hermosa mañana. Levantémonos para dedicarnos a nuestras apacibles ocupaciones entre los bosquecillos, las fuentes y las flores que entreabren ahora su seno inundado de los perfumes más exquisitos, preservados de la noche y guardados para ti”.

 

De esta suerte reanimaba a su bella esposa, y ella, por su parte, se sentía reanimada; pero sus ojos derramaron silenciosamente un dulce llanto, que enjugó con sus cabellos. Otras dos preciosas lágrimas iban a brotar de su cristalino manantial, y Adán las recogió con un beso antes que cayeran, mirándolas como señal de un tierno remordimiento y de un piadoso temor de haber ofendido.

 

Libres ya de toda inquietud, se apresuraron a marchar al campo. Pero en el momento en que salín de debajo de la bóveda de su enramado asilo, se ofreció a sus ojos de improviso en todo su esplendor la luz del día naciente y del sol, apenas elevado, que desfloraba con las ruedas de su carro la extremidad del Océano, y lanzaba paralelamente sobre la tierra sus rayos cubiertos de rocío, iluminando en una vasta extensión todo el Oriente del Paraíso y las afortunadas llanuras del Edén; se inclinaron profundamente, adoraron y dieron principio a su habituales oraciones, que elevaban al cielo cada mañana, pero variando siempre la expresión de sus votos; porque no carecían de un cariado estilo ni de un santo entusiasmo para alabar a su Creador, por medio de justos acordes cantados o pronunciados sin preparación alguna. Una rápida elocuencia manaba de sus labios, ya en prosa, ya en versos numerosos, tan llenos de armonía, que no tenían necesidad de laúd ni del arpa para aumentar su dulzura.

 

He aquí tus gloriosas obras, Padre del bien. ¡Oh Todopoderoso! ¡Tuya es esa estructura del universo, tan maravillosamente bella! ¡Y qué maravilla no eres tú mismo, Ser inefable!

Sentado sobre los cielos, eres para nosotros o invisibles o confusamente entrevisto entre tus obras más inferiores, que a pesar de ellos hacen brillar mucho más allá de donde alcanza el pensamiento tu bondad y tu poder divino.

 

“Hablad vosotros que podréis expresarlo mejor, ¡oh ángeles hijos de la luz! Porque vosotros le contempláis y con cánticos y coros de sinfonías rodeáis su trono en el cielo, en un día sin noche, llenos de gozo.

 

Que todas las criaturas le glorifiquen en la tierra, como el primero y el último, como el medio y el eterno.

 

Oh, tú, la más bella de las estrellas, la última del séquito de la noche, si no es que perteneces más bien al de la aurora, prenda segura del día; tú cuyo círculo brillante corona la risueña mañana, celebra al Señor en tu esfera, cuando aparece el alba en esta primera hora del naciente día!

 

Tú, ¡oh sol! Ojo y alma a la vez de este gran universo, reconócele como más grande que tú; haz resonar sus alabanzas en tu eterna carrera, ya cuando te remontes por el cielo, ya cuándo alcances la altura del mediodía y cuando desciendas.

 

Luna que tan pronto te encuentras al sol en el Oriente, como huyes de él con las estrellas fijas, fijas en su movible órbita, y vosotros fuegos errantes que entre los cinco formáis una danza misteriosa, pero no sin armonía, cantad las alabanzas de aquel que sacó la luz de las tinieblas.

 

Oh aire, y vosotros elementos, primogénitos de las entrañas de la Naturaleza!, vosotros cuya cuádruple esencia recorre un círculo perpetuo bajo formas infinitas, mezclando y nutriendo todas las cosas; en vuestras constantes metamorfosis, dirigid a nuestro supremo Creador loores siempre variados, siempre nuevos.

 

Y vosotros, nieblas, vapores, exhalaciones, que en este momento, formando torbellinos grises o incoloros, os remontáis desde la colina o desde el humeante lago hasta que el sol dora vuestras lanudas franjas, elevaos en honor del gran Creador del mundo, y ya cubráis de nubes el cielo sin color, ya mitiguéis la sed del ardoroso suelo, con abundantes lluvias, al subir o al bajar, esparcid siempre sus alabanzas.

 

Llevad con dulzura o con fuerza en vuestros suspiros su alabanza, ¡oh vientos que sopláis por las cuatro partes del mundo! Vosotros, pinos, inclinad vuestras cabezas, y vosotras plantas de cada especie, balanceaos en señal de adoración.

 

Fuentes y arroyos, que corréis en armonioso murmullo, que vuestro dulce murmullo repita sus alabanzas.

 

Unid vuestras veces unánimes, almas vivientes, pájaros que subís cantando hasta las puertas del cielo, elevad en vuestras alas y en vuestros himnos sus alabanzas.

 

Vosotros, lo que os deslizáis por las aguas; vosotros, los que recorréis la tierra los que halláis con majestad, o los que os arrastráis por ella humildemente, sed testigos de que yo no guardo silencio, ni por la mañana ni por la tarde, presto mi voz a la colina o al valle, a la fuente o la fresca umbría, y mi canto les enseña a repetir sus alabanzas.

 

¡Salve, Señor universal! Sé siempre liberal en el bien que nos concedas, y si la noche ha dado asilo u ocultado alguna cosa mala, disípala, como la luz dispersa ahora las tinieblas”.

 

De esta suerte oraron, llenos de santa inocencia y sus pensamientos recobraron en breve una paz firme y de la acostumbrada calma. Se apresuraron a dar principio a sus matutinos trabajos entre el rocío y las flores, allí donde algunas hileras de árboles sobrecargados de fronda, ostentaban demasiado sus espesas ramas, y tenían necesidad de una mano que reprimiera sus infecundos abrazos; se dedicaron también a enlazar la vid al olmo, cuyo tronco ciñe, cual desposada, con su núbiles brazos y le lleva en dote sus racimos, que él acepta para adornar con ellos su follaje estéril. Viendo el poderoso Rey del cielo con compasión a nuestros primeros padres ocupados de este modo, hace venir a su presencia a Rafael, espíritu sociable, que se dignó viajar con Tobías y aseguró su enlace con la virgen siete veces casada.

 

Rafael, -le dijo-, ya sabes el desorden que ha introducido Satanás en el paraíso, después de haberse escapado del infierno a través del tenebroso abismo, sabes la turbación que ha causado esta noche a la pareja humana y sus proyectos de perder con ella y de un solo golpe a la raza del hombre. Ve pues, habla durante la mitad de este día con Adán como un amigo con otro amigo; le encontrarás en algún vergel o bajo alguna enramada, al abrigo del calor del mediodía, para reponerse un momento de su trabajo cotidiano, por medio del alimento o del reposo. Dirígele palabras que contribuyan a recordarle su feliz estado, la dicha de que

goza, confiada a su propia y libre voluntad que, aunque libre, es variable, adviértele que tenga cuidado en no extraviarse por un exceso de seguridad. Dile sobre todo el peligro que le amenaza y de quién procede, dile qué enemigo, caído recientemente del cielo, intenta ahora derribar a los otros desde semejante estado de felicidad, pero no por violencia, pues sería rechazado, sino por medio del fraude y del engaño. Hazle conocer todo esto para que, si delinque voluntariamente, no pueda alegar que ha sido sorprendido por no haber sido prevenido ni avisado.

 

Así habló el Padre eterno, y obró con toda justicia. El santo alado no se detiene después de haber recibido esta orden, sino que desde el centro de mil celestes ardores en que permanecía velado por sus magníficas alas, se remonta con celeridad y vuela a través del cielo. Los coros angélicos, aparándose a uno y otro lado, dejan franco el paso a su rapidez por todas las vías del Empíreo, hasta que, llegado a las puertas del cielo, se abren completamente por sí misma, girando sobre sus goznes de oro: obra divina del Soberano arquitecto. No impidiendo su vista la más ligera nube ni estrella alguna interpuesta, divisa la tierra, a pesar de su pequeñez, sumamente parecida a los demás globos luminosos, descubre el jardín de Dios, coronado de cedros, más elevado que todas las colinas; del mismo modo, si bien con menos seguridad, durante la noche observa el anteojo de Galileo tierras y regiones imaginarias en la luna; del mismo modo, el piloto viendo aparecer a Delos o Samos entre las Cíclades, las toma, desde luego por una nebulosidad. Rafael dirige su vuelo precipitado hacia allá abajo y a través del vasto firmamento etéreo, boga entre mundo y mundos. Ora se transporta hacia las regiones polares con ala inmóvil, ora, ésta, cual abanico viviente agita el aire elástico, hasta que, llegado, por fin, a la altura del vuelo de las águilas, es mirado por toda la familia volátil como un fénix, y contemplado por todos con admiración, como cuando aquella ave única volaba hacia la Tebas de Egipto para depositar sus reliquias en el resplandeciente templo del Sol.

 

De repente se posa sobre la cumbre oriental del paraíso y se reviste de su propia forma de serafín alado. Lleva seis alas, para dar sombra a sus miembros divinos, las dos que cubren sus anchos hombros van a caer sobre su pecho, como un manto real; las dos del medio rodean su cintura, cual estrellada zona, y cubren sus riñones y sus muslos con un plumón de oro y de vivos colores preparados en el cielo; las dos últimas sombrean sus pies y se unen a sus talones; sus esmaltadas plumas brillan con el color del firmamento; parecido al hijo de Maya, se mantiene en pie y sacude sus plumas, llenando de un perfume celestial el vasto recinto que le rodea.

 

Las cohortes angélicas que allí vigilaban le conocieron inmediatamente y se levantaron para honrar su alcurnia y su misión suprema, porque presintieron que estaba encargado de algún importante mensaje. Rafael atraviesa por entre sus brillantes tiendas y entra en el campo afortunado, a través de los bosquecillos de mirra, de olorosas flores de casia, nardo y bálsamo, que forman un desierto de perfumes. La Naturaleza, en su infancia, juguetea allí y gozaba a su antojo en sus virginales caprichos, destilando abundantemente su dulzura; beldad agreste que estaba por encima de toda regla y de todo arte. ¡Oh inmensidad de delicias!

 

Rafael avanzaba hacia la aromática selva. Adán le divisó; estaba sentado a la puerta de su fresco retiro, mientras el sol lanzaba a plomo desde el cenit sus abrasadores rayos para

comunicar su calor a la tierra hasta en sus más profundas entrañas, calor más fuerte del que necesitaba Adán. Retirada Eva al interior de su morada y atenta a la hora en que estaban, preparaba para la comida los frutos más sabrosos, cuyo gusto agradaba al verdadero apetito, sin que dejaran de excitar por intervalos el deseo de apagar la sed con el néctar que les proporcionaba la leche o el agradable zumo de varios racimos. Adán llamó a Eva y le dice:

 

“Ven aquí, Eva; mira una cosa digna de ser vista; contempla en que forma tan gloriosa avanza entre esos árboles, por Oriente. ¡Parece una nueva aurora nacida en mitad del día!

Ese mensajero nos trae quizá algún gran mandato del cielo, y se dignará ser hoy nuestro huésped. Pero apresúrate y tráele lo que contengan sus provisiones; prodiga una abundancia conveniente para recibir y honrar a nuestro divino extranjero. Bien podemos ofrecer sus propios dones a los que nos los dispensan, y presentar liberalmente lo que con liberalidad se nos concede, aquí donde la Naturaleza multiplica sus fértiles productos, siendo más fecunda cuanto más se desembaraza de ellos, lo cual nos enseña a no ser avaros.”.

 

Eva le responde:

 

“Adán, modelo santificado de una tierra animada por el Eterno: pocas provisiones son necesarias en donde se sazonan en todas las estaciones, suspendidas de las ramas, si se exceptúan aquellos frutos que, ofreciendo un alimento menos agradable en el momento de ser cogidos, requieren que el tiempo evapore su humedad superflua o lo haga más sabrosos.

Pero me apresuraré, y de cada planta, de cada rama, de cada vástago suculento, presentaré a nuestro angélico huésped lo más escogido, para que, al verlo, no pueda menos de confesar que Dios ha derramado sus bondades así en la tierra como en el cielo”.

 

Dijo, y partió apresuradamente, dirigiendo solícitas miradas y absorta en sus pensamientos hospitalarios. ¿Cómo escoger lo más delicado? ¿Qué orden seguir para no mezclar los gustos, para ordenarlos con delicadeza y hacer que un sabor suceda a otro sabor distinto, por medio de una agradable transición? Eva corre, y de cada tierno tallo arranca lo que la tierra, esa madre fecunda y rica, produce en la India oriental y occidental, y en las comarcas que están en el centro, en el Ponto, en la costa púnica o en las riberas que vieron reinar a Alcinoo; frutos de toda especie, de áspera corteza o de piel lisa, encerrados en una cáscara o en una vaina: amplio tributo que Eva recoge y amontona sobre la mesa con mano pródiga.

De los racimos exprimidos entre sus dedos hace salir un vino dulce e inofensivo; estruja diferentes granos y con las almendras que machaca forma una sustanciosa crema, sin que carezca de vasos limpios y a propósito para contener aquellas bebidas. Después esparce por el suelo rosas y perfumes extraídos de los arbustos sin la acción del fuego.

 

Entre tanto, nuestro primer padre sale de su morada para ir al encuentro de su huésped celestial, sin más acompañamiento que el de sus propias perfecciones; toda su corte residía en él; corte más solemne, sin embargo que toda la enojosa pompa que sigue a los príncipes cuando con su rico e interminable séquito de pajes recargados de oro y de caballos llevados de la brida deslumbran a los espectadores y les dejan asombrados. En cuanto Adán estuvo en la presencia del arcángel, con ademán sumiso y respetuosa dulzura, pero sin manifestar timidez, le dijo, inclinándose profundamente, como ante una naturaleza superior:

 

“Hijo del cielo, porque ¿qué otra región más que el cielo pude contener tan gloriosa forma?

pues que, descendiendo de los altísimos tronos, has consentido en privarte un momento de aquellas felices mansiones para venir a honrar éstas, dígnate reposar un momento a la sombra de este humilde retiro con nosotros, que no somos aquí más que dos, y que, sin embargo, por un don soberano, poseemos toda esta tierra; ven a sentarte para probar todo lo más escogido que ofrece este jardín, hasta que haya pasado el calor del mediodía y decline, menos ardiente, el sol.”

 

La angélica virtud respondió con dulzura:

 

“Adán, ése es el objeto de mi venida, un ser tal como tú, creado por Dios, dueño de un sitio tan bello es digno de que los mismos espíritus del cielo vengan a visitarle. Condúceme, pues, a tu frondoso retiro, porque puedo disponer de todas las horas que han de transcurrir desde la mitad del día hasta el principio de la noche.

 

Llegaron a la rústica morada, que, semejante a la de Pomona sonreía adornada de flores del más grato aroma. Eva, cuyo adornos consistía únicamente en sus naturales gracias, más hermosa, más encantadora que una ninfa de los bosque, o que la más bella de las tres diosas de la Fábula, que lucharon desnudas sobre el monte Ida, permaneció en pie para servir a su celeste huésped, cubierta con su virtud, no tenía necesidad de velo, ningún pensamiento impuro alteraba el color de sus mejillas. El ángel la saludó con la santa salutación empleada mucho tiempo después para bendecir a María, segunda Eva.

 

“¡Salve, madre de los hombres, cuyas fecundas entrañas llenarán el mundo con tus hijos, más numerosos que esos variados frutos con que los árboles de Dios han cubierto esta mesa!”

 

Su mesa consistía en un césped elevado y espeso, rodeado de asientos de musgo. Sobre su ancha superficie cuadrada se amontonaba de un extremo a otro todo el otoño, aunque entonces el otoño y la primavera, siempre inseparables, danzaban cogidos de la mano.

Adán y el ángel se entretuvieron algún tiempo en sabrosos coloquios, sin temor de que se enfriasen los manjares. Nuestro padre empezó de esta manera:

 

“Celestial extranjero, dígnate gustar estas bondades que nuestro sustentador, de quien emana todo bien perfecto, sin tasa ni medida, ha ordenado a la tierra que nos cediera para este alimento sea insípido para las naturalezas espirituales; pero lo que sé es que un Padre celestial lo da a todos”.

 

El ángel respondió:

 

“Cierto es que lo que El (resuene para siempre su alabanza) da al hombre, en parte espiritual, no puede parecer un alimento ingrato a los espíritus puros. Las sustancias intelectuales requieren su alimento como vuestras sustancias racionales; unas y otras tienen en sí mismas la facultad inferior de los sentidos, por medio de la cual oyen, ven huelen, tocan y gustan; el gusto refinado digiere, asimila y transforma los jugos materiales en esencias incorpóreas. Debes saber que todo lo que ha sido creado tiene necesidad de ser sustentado y nutrido, entre los elementos el más grosero alimenta al más puro; la tierra y el

mar alimentan al aire; el aire alimento a a su vez a esos fuegos etéreos. La luna, astro el más próximo a la tierra, es el primero que recibe de ella su alimento, cuya superabundancia forma esas manchas que se distinguen en su redonda faz, que no son otra cosa sino vapores no purificados que aún no se han convertido en sustancia. La luna, desde su húmedo continente, exhala también el alimento a los orbes superiores. El sol, que dispensa la luz a todos, recibe de todos en húmedas emanaciones sus nutritivas recompensas, y durante la noche se alimenta con las aguas del Océano. Aunque en el cielo los árboles de la vida produzcan un fruto de ambrosía y las vides destilen el néctar; aunque cada mañana recojamos de las plantas un rocío de miel y encontremos el suelo cubierto de granos semejantes a perlas, aquí ha querido Dios variar su bondad con delicias tan nuevas, que se puede comparar este jardín al cielo, y no creo ser tan delicado de gusto que no pueda probar estos dones.

 

Se sentaron y empezaron a probar aquellos manjares; el ángel comió, no en la apariencia, o vaporosamente, como lo suponen los teólogos, sino con la viva premura de un verdadero apetito, y su alimento, transformado por el calor digestivo, se identificó con su sustancia celeste, lo superfluo transpira fácilmente a través de los espíritus. No debemos pues, extrañar que por medio del fuego del negro carbón, el empírico alquimista pueda transformar o por lo menos crea que es posible transformar los metales más groseros en oro tan perfecto como el extraído de la mina.

 

Eva, entre tanto servía desnuda a la mesa y llenaba de un agradable licor las copas a medida que se iban vaciando. ¡Oh inocencia digna del Paraíso! Si alguna vez los hijos de Dios hubieran podido tener excusa para amar, habría sido entonces, en presencia de tal espectáculo. Pero en aquellos corazones reinaba el amor más púdico, pues desconocían los celos, ese infierno del amante ultrajado.

 

Cuando estuvieron satisfechos de manjares y bebidas sin sobrecargar la naturaleza asaltóle de improviso a Adán el pensamiento de no dejar escapar la ocasión que le proporcionaba tan prolongada conferencia, para saber cosas superiores a su esfera, para tener conocimiento de los seres que habitan en el cielo, cuya excelencia veía tan superior a la suya, y cuyas radiantes formas, esplendor divino y elevado poder sobrepujan de tal modo las formas y el poder humanos. Así es que dirigió estas frases circunspectas al ministro del Empíreo:

 

“Tú que habitas con Dios me das un prueba de tu bondad en este honor que dispensas al hombre, bajo cuyo humilde techo te has dignado entrar y gustar esos frutos de la tierra, que, no siendo alimento de los ángeles, has aceptado sin embargo con tanta complacencia, que no parece sino que nunca hayas disfrutado de los grandes festines del cielo, siendo así que no admiten comparación”.

 

El príncipe alado replicó:

 

“¡Oh Adán! Hay un solo Todopoderoso, de quien proceden todas las cosas y a quien todas las vuelven, si no ha sido pervertida su bondad, todas ellas han sido creadas semejantes en perfección, todas formadas de una sola materia primitiva aunque dotada de diferentes formas de diferentes grados de sustancia y de vida entre las cosas que viven. Pero estas

sustancias se refinan, se espiritualizan, se purifican más a medida que más próximas están de Dios, o que tienden a aproximarse más, obrando en la propia esfera que les está designada, hasta que el cuerpo llega a espiritualizarse en los límites proporcionados a cada especie.

 

Así es como de la raíz brota más ligero el verde tallo; de éste salen las hojas más ligeras aún y por fin la flor perfecta exhala sus perfumadas esencias. Las flores y su fruto, alimento del hombre, volatizados en una escala gradual, se convierten en espíritus vitales, animales, intelectuales y dan a la vez la vida y el sentimiento, la imaginación y el entendimiento, de donde el alma recibe la razón.

 

La razón discursiva o intuitiva es la esencia del alma; la discursiva os pertenece por lo común, la intuitiva pertenece principalmente a nosotros; difiriendo más que en grados, en especie son las mismas. No debéis por tanto admiraros de que yo no rehuse lo que Dios ha visto que era buena para vosotros, pues, al contrario, lo convierto como vosotros en mi propia sustancia. Un tiempo vendrá quizá en que los hombres se nutran de un alimento celestial que no considerarán demasiado sutil para ellos. Alimentados con esos manjares corporales, tal vez vuestros cuerpos podrán ser más espirituales y perfeccionados con el transcurso del tiempo, y como nosotros, remontarse al éter con sus alas; o bien podrán habitar a su elección aquí o en Paraíso celeste, si se ve que habéis sido obedientes, si conserváis inalterablemente un amor eterno y constante hacia Aquel cuya progenie sois.

Mientras tanto, gozad de la felicidad que os permite este dichoso estado, puesto que no estáis en aptitud de gustar otro mayor”.

 

El patriarca del género humano replicó:

 

“¡Oh espíritu favorable, huésped propicio, cuán bien nos ha enseñado el camino que puede seguir siendo nuestro saber, y esa inmensa escala que va desde el centro de la naturaleza a su circunferencia! Sólo contemplando sus sublimes creaciones podremos, de grado en grado, elevarnos hasta Dios. Pero dígnate explicarme lo que significa esa advertencia: “si se ve que habéis sido obedientes” ¿Podemos acaso faltar a la obediencia que le debemos?

¿Será posible que nos separemos del amor hacia el que nos formó del polvo y nos colocó aquí, colmándonos de una felicidad sin límites, que excede a todo lo que los deseos humanos pueden buscar o concebir?”

 

El ángel repuso:

 

“¡Hijo del cielo y de la tierra, escucha! Tu felicidad presente la debes a Dios; la duración de esta misma felicidad te la deberán a ti mismo, es decir, a tu obediencia; continúa, pues, siendo obediente. Tal es el aviso que te he dado, no lo olvides. Dios te ha hecho perfecto, pero no inmutable; te ha hecho bueno pero te ha dejado dueño de perseverar en tu bondad, te ha dotado de una voluntad libre por naturaleza, que no puede ser esclava de la inflexible necesidad ni del inevitable destino. Desea que nuestro homenaje sea voluntario, pero no forzado, pues si así fuera, no sería ni podría ser aceptado por Él; porque no siendo libres los corazones, ¿cómo asegurarse de si obraban voluntariamente o no, cuando sólo desearan lo que el Destino les obligue a querer y carecieran la de la facultad de elegir? Mi feliz estado y el de todo el ejército de los ángeles que están en pie delante del trono de Dios sólo dura,

como el vuestro, en tanto que dura nuestra obediencia; no tenemos otra garantía. Servimos libremente, porque amamos libremente; dado que es obra de nuestra voluntad el amar o no amar; y de ahí pende que nos mantengamos o caigamos. Algunos han caído porque han incurrido en la desobediencia, y por esto desde lo alto del cielo se han visto precipitados en el profundo infierno; ¡oh terrible caída, desde la más elevada beatitud a la mayor miseria!”

 

Nuestro progenitor repuso:

 

“¡Oh divino maestro! Tus palabras causan a mi oído atento más placer que el canto melodioso de los querubines que no s envían por la noche las montañas vecinas, envuelto en un aérea armonía. Yo no ignoraba que había sido creado libre de voluntad y acción, no nos olvidaremos nunca de amar a nuestro Creador, de obedecer al que nos ha impuesto un solo y justo mandato; mis pensamientos me lo han confirmado siempre así, y me lo confirmarán eternamente. Sin embargo, lo que acabas de indicarme acerca de lo ocurrido en el cielo ha hecho nacer en mi alguna duda y un vivo deseo de oír la narración entera de ese suceso, si es que consientes en ello, pues debe de ser extraño y digno de escucharse con religioso silencio. Podemos aún disponer de mucho tiempo, porque el sol apenas termina ahora la mitad de su carrera y apenas empieza la otra mitad en la gran zona del cielo”.

 

Tal fue la petición de Adán, en la que consintió Rafael; quien después de una corta pausa habló de esta manera:

 

“¡Qué asunto tan grande me propones, oh el primero de los hombres! ¡Triste y difícil tarea!

Porque ¿cómo podré poner al alcance de los espíritus humanos los invisibles hechos de los espíritus guerreros? ¿Cómo referir sin afligirme la ruina de tan considerable número de ángeles, gloriosos y perfectos mientras permanecieron fieles? ¿Cómo, por último levantar el velo que cubre los secretos de otro mundo, que no es dado quizá revelar? Sin embargo, por tu bien, todo permiso queda concedido. Procuraré expresar del mejor modo posible lo que está fuera del alcance de la inteligencia humana, asimilando las formas espirituales a las corporales; si la tierra es la sombra del cielo, ¿no puede existir más semejanza de la que se cree entre las producciones de una y otro?

 

Cuando este mundo no existía aún, el Caos informe reinaba donde ahora giran los cielos, y donde permanece ahora la tierra en equilibrio sobre su centro; un día (porque, hasta en la eternidad, el tiempo aplicado al movimiento mide todas las cosas que tienen alguna duración por el presente, el pasado y el porvenir), uno de esos días que componen el gran año del cielo, los ejércitos celestiales de ángeles, llamados desde todas las extremidades del cielo por acuerdo soberano, se reunieron en incalculable número ante el trono del Omnipotente, al mando de sus jefes en brillante orden. Diez mil banderas desplegadas avanzaron; flotaban al aire los estandartes y guiones entre la vanguardia y la retaguardia, y servían para distinguir las jerarquías, las alcurnias y las categorías, o llevaban pintados en sus resplandecientes tejidos santos recuerdos, actos eminentes de celo y de amor dignos de memoria. Cuando en los círculos de una circunferencia inconmensurable quedaron inmóviles las legiones, orbes en orbes, el Padre infinito, cerca del cual estaba sentado el Hijo en el seno de la beatitud, hizo resonar su voz que parecía salida desde la cima de una montaña de fuego cuyo resplandor la hubiera hecho invisible.

 

Escuchad todos, ángeles, hijos de la luz, tronos, dominaciones, principados, virtudes, potestades, escuchad mi decreto que será irrevocable: hoy he engendrado al que declaro mi único Hijo y sobre esta santa montaña he consagrado al que ahora veis a mi derecha. Le he designado como jefe vuestro y he jurado por mí mismo que todas las rodillas se doblarían en el cielo ante él, y le reconocerían como Señor: Permaneced unidos, como una sola alma indivisible y sed para siempre felices bajo el reinado de este gran vicegerente. Quien le desobedezca me desobedece, rompe la unión, aquel día, arrojado de la presencia de Dios y de la contemplación de la bienaventuranza, caerá profundamente abismado en las tinieblas exteriores, donde tendrá reservado su puesto, sin redención, sin fin.

 

Así dijo el Todopoderoso, todos parecieron quedar satisfechos con estas palabras; todos lo parecieron, pero no todos lo estaban.

 

Emplearon aquel día, como los demás días solemnes, en cánticos y danzas alrededor de la colina sagrada; danzas místicas, que la cama estrellada de los planetas y de las estrellas fijas, en todas sus revoluciones, imita más aproximadamente por medio de sus laberintos tortuosos, excéntricos, entrelazados, más regulares cuanto más irregulares parecen; aquella divina armonía regula de tal modo sus movimientos y modula tan bien sus encantadores acordes, que hasta el mismo oído de Dios los escucha halagado.

 

Se acercaba la noche; después de las danzas, los espíritus se mostraron deseosos de una dulce colación. Como permanecían todos en circulo, aparecieron en el centro algunas mesas cargadas de manjares propios para el alimento de los ángeles. El néctar de color de rubí, fruto de las deliciosas viñas que crecen en el cielo, se escancia en copas de perlas, de diamantes y de oro macizo. Tendidos sobre flores y coronados de frescas guirnaldas, saborean los alimentos y las agradables bebidas y en amigable consorcio beben sin tasa la inmortalidad y el júbilo. Ningún exceso es perjudicial allí donde una completa plenitud es el solo límite opuesto al exceso en la presencio del Dios de toda bondad, que les colma de todos sus dones con mano prodiga, regocijándose en sus placeres.

 

Entre tanto la noche de ambrosía, exhalada con las nubes desde la alta montaña de Dios, de donde salen la luz y la sombra, había cambiado la faz brillante del cielo en un gracioso crepúsculo y un rocío perfumado de rosa invitó a todas las cosas al descanso, excepto a los ojos de Dios, que no duermen jamás. En una vasta llanura, mucho más vasta que lo que sería el globo terráqueo si se desplegara formando una superficie plana, se acampó el ejército angélico, dispersado por bandas y por filas, a lo largo de los vivos arroyos que fertilizan los árboles de la vida; pabellones innumerables, elevados repentinamente; celestes tabernáculos donde dormitaban los ángeles acariciados por frescas brisas, excepto los que alternaban durante el transcurso de la noche en sus himnos melodiosos alrededor del trono supremo.

 

Pero Satanás no velaba como ellos. Él, uno de los primeros, si no el primer arcángel, grande en poder, a favor, en preeminencia, se vio, sin embargo, dominado por la envidia hacia el Hijo de Dios, honrado aquel día por su Padre y proclamado Mesías y ungido Rey; su orgullo no pudo soportar aquel espectáculo, y se creyó degradado, concibiendo por ellos un despecho y una malicia profunda: en cuanto la medianoche trajo consigo la hora oscura más amiga del sueño y del silencio, resolvió retirarse con todas sus legiones, y

menospreciando el trono supremo, dejarlo desobedecido y sin adoración. Despertó a su primer subordinado y le dijo en voz baja:

 

“¿Duermes, querido compañero? ¿Qué sueño puede cerrar tus párpados? ¿Por ventura no te acuerdas del derecho de ayer, con tanta tardanza salido de los labios del Soberano del cielo? Estás acostumbrado a comunicarme tus pensamientos, como yo a participarte los míos; despiertos, no somos más que uno; cómo, pues, sería posible que tu seño te separase ahora de mí? Nos han impuesto, según ves, nuevas leyes; las nuevas leyes del que reina pueden producir en nosotros, que le servimos, nuevos sentimientos y nuevas determinaciones, a fin de examinar las consecuencias que de ellas pueden resultar fácilmente; pero en este sitio no es prudente decir más.

 

Reúne los jefes de todos esos millares de ángeles a cuya cabeza estamos; diles que, en buen orden y antes de que la oscura noche haya plegado su velo sombrío, debo apresurarme a tender el vuelo, con todos los que bajo mi mando hacen ondear sus banderas, hacia el sitio donde están nuestros cuarteles del Norte, para hacer los preparativos convenientes a la recepción de nuestro Rey, el gran Mesías, y recibir sus nuevos mandatos, pues tiene intención de atravesar prontamente en triunfo por entre todas las jerarquías y dictarles leyes”

 

Así habló el pérfido arcángel, derramando un maligno influjo en el corazón inconsiderado de su compañero; éste convoca uno después de toro, o todos a la vez, a los jefes que tiene a sus órdenes. Les manifiesta, según el encargo que había recibido, que por orden del Altísimo, el gran estandarte jerárquico debe marchar adelante antes que la sombría noche abandone el cielo; les manifiesta la supuesta causa de esta marcha y desliza al mismo tiempo palabras ambiguas y envidiosas, a fin de sondear y corromper su integridad. Todos obedecieron la señal acostumbrada y a la voz superior de su gran potentado; porque era en verdad grande su nombre y elevada su jerarquía en el cielo, su continente, semejante al del lucero de la mañana que guía el rebaño de las estrellas, les sedujo y sus imposturas arrastraron en pos de él a la tercera parte de las huestes celestiales.

 

Sin embargo, el ojo del Eterno, cuya mirada descubre los más secretos de sus pensamientos, vio sin necesidad de luz, desde lo alto de su santa montaña y entre las lámparas de oro que arden durante la noche ante él, la rebelión naciente; vio quiénes la formaban, que se extendía entre los hijos de la mañana, y la multitud que tomaba parte en ella para oponerse a su augusto decreto. Y sonriéndose, dijo a su Hijo único:

 

“Hijo, en quien veo mi gloria en todo su esplendor, heredero de todo mi poder, una cosa nos toca ahora de cerca: se trata de nuestra omnipotencia, de las armas que debemos emplear para sostener lo que desde la eternidad poseemos en divinidad e imperio.

Levántase un enemigo con intención de erigir su trono al igual del nuestro en todo el vasto Septentrión. No contento con esto, ha pensado en experimentar en una batalla hasta dónde alcanza nuestra fuerza o nuestro derecho. Meditemos, pues, en ello, y en tal peligro, reunamos con prontitud las fuerzas que nos quedan; utilicémosla en nuestra defensa, ante el temor de perder por descuido nuestro elevado puesto, nuestro santuario, nuestra montaña”

 

El Hijo respondió con tono sosegado y puro, inefable, sereno y brillante de divinidad:

 

“Padre omnipotente con razón desprecias a tus enemigos, en tu seguridad de ríes de sus vanos proyectos, de sus vanos tumultos, motivo de gloria para Mí, que realzará el exceso de su odio, cuando vean todo el poder real que se me ha dado para domar su orgullo y para que por el resultado conozcan si es hábil mi brazo para reprimir a los rebeldes, o si debo ser mirado como el último en el cielo”

 

Así habló el Hijo.

 

Entre tanto Satanás, había avanzado ya con sus fuerzas en alada carrera, ejército innumerable como los astros de la noche o como esas gotas de rocío, estrellas de la mañana, que el sol convierte en perlas en cada hoja y en cada flor. Atravesaron vastas regiones y poderosas regencias de serafines, de potestades, y de tronos en sus triples grados de dignidad, regiones ante las cuales, tu imperio ¡oh Adán!, sólo sería lo que este jardín en respecto de toda la tierra y todo el mar, o del globo entero extendido a lo largo.

 

Después de haber pasado por aquellas regiones, llegaron a los confines del Norte, a su real morada colocada en la cumbre de una colina, que resplandecía a lo lejos como una montaña elevada sobre otra montaña, con erguidas pirámides y torres talladas en canteras de diamantes y rocas de oro; palacio del gran Lucifer, que Satanás, afectando en todo su igualdad con Dios y a imitación de la montaña donde el Mesías fue proclamado a la vista de todo el cielo, llamó poco después Montaña de la Alianza, porque allí fue donde reunió a todo su séquito, pretendiendo que había recibido orden al efecto para que deliberaran sobre la gran recepción que debían hacer a su Rey, próximo a llegar. Con aquel arte calumnioso que disfraza la verdad, cautivó sus oídos con estas palabras:

 

“¡Tronos, dominaciones, principados, virtudes, potestades, si es que estos magníficos títulos se conservan aún, y no son puramente nombres vanos, desde que por un decreto se ha revestido otro de todo poder, y nos ha eclipsado con su título de Rey consagrado! Por su causa hemos hecho a toda prisa esta marcha durante la noche, y nos hemos reunido aquí desordenamente, tan sólo para deliberar con qué clase de honores podremos recibir mejor al que viene a recibir de nosotros el tributo de doblar la rodilla, no satisfecho todavía, que es una vil prosternación. Pagarlo a uno solo, era ya demasiado; pero ¿cómo hemos de consentir en pagarlo doblemente? ¡Pagarlo al primero, y a su imagen ahora proclamada!

Y, sin embargo ¿qué importa esto, si nuestro espíritus, ilustrados con mejores consejos, nos enseñan a sacudir este yugo? ¿Queréis inclinar la cerviz? ¿Preferís doblar una rodilla dócil? No, no lo preferiréis, si es que os conozco según creo, o si es que os tenéis por oriundos e hijos del cielo que nadie poseyó antes que nosotros. Aunque no todos seamos iguales, somos, sin embargo libres, igualmente libres; porque las alcurnias y las categorías no son contrarias a la libertad, sino que se armonizan con ella. ¿Quién puede introducir leyes y decretos entre nosotros cuando, aun sin leyes, no cometemos nunca un error? Con mucha menos razón puede ser aquél nuestro señor y pretender nuestra adoración en detrimento de esos títulos imperiales, que atestiguan que nuestro estado se ha hecho para gobernar, no para servir”.

 

Hasta aquí su audaz discurso fue oído sin contradicción, cuando de entre los serafines levantóse Abdiel, el adorador más ferviente de Dios y el más obediente a sus divinos

preceptos e inflamado de un celo severo, opuso estas palabras al torrente de la furia de Satanás:

 

¡Oh argumento blasfemo, falso y orgulloso, palabras que ningún oído podía esperar que se escuchasen en el cielo y menos de ti que de todos los demás, ingrato, de ti. ¿Te atreves con una doblez impía a condenar ese justo decreto pronunciado y jurado por Dios? Ha jurado que toda alma que exista en el cielo doblará la rodilla ante su Hijo único, investido por derecho con el cetro real, reconociéndose por medio de este honor, debido como a su legítimo Rey. Es injusto, según dices, sobre manera injusto someter por leyes al que es libre, y dejar que el igual reine sobre sus iguales, uno sobre todos con un poder en el que nadie sucederá. Pero ¿quieres imponer leyes a Dios? ¿Pretendes discutir sobre puntos de libertad con el que te ha hecho lo que eres, con el que ha formado las potestades del cielo como mejor le ha cuadrado, con el que ha circunscrito su ser? Sin embargo, aleccionados por la experiencia, sabemos cuán bueno es, cuán atento está siempre a nuestro bien y a nuestra dignidad, cuán lejos de su pensamiento empequeñecernos y que se inclina más bien a exaltar nuestro dichoso estado, uniéndonos más estrechamente bajo un mismo jefe. Pero, aun concediéndole que sea injusto que el igual reine como un monarca sobre sus iguales,

¿piensas tú, aunque eres grande y glorioso, que tú o todas las naturalezas angélicas reunidas en una sola llegaríais a igualar a su Hijo engendrado? Por Él, como su por su Verbo, el Padre omnipotente ha formado todas las cosas y aun a ti y a todos los espíritus del cielo, creados por Él en sus brillantes órdenes, los ha coronado de gloria, y en su gloria les ha llamado tronos, dominaciones, principados, virtudes, potestades; potestades esenciales, inseparables de nuestra naturaleza, que lejos de ser oscurecidas por el reino del Hijo de Dios, se hacen más ilustres, puesto que Él, nuestro jefe, reducido a serlo llega a ser uno de nosotros. Sus leyes son nuestras leyes, todos los honores que se le tributan recaen en nosotros mismos. Cesa pues, en tu rabia impía y no tientes a éstos; apresúrate a calmar al Padre irritado y al Hijo irritado, mientras puedes alcanzar el perdón, si lo imploras a tiempo”.

 

Así habló el fervoroso ángel, pero su celo no secundado fue tenido por inoportuno, o singular, o temerario. El apóstata se regocijó por ello y le replicó con altanería:

 

“¿Conque, según tu, hemos sido creados y somos obra de una segunda mano, cuyo cuidado ha transferido el Padre al Hijo? Desearíamos saber donde has aprendido semejante doctrina. ¿Cuál fue el tiempo, quiénes los testigos de esta creación? ¿Recuerdas tú haber sido creado y cuándo te dio el ser el Creador? En cuanto a nosotros, no conocemos el tiempo en que no éramos lo que somos ahora; a nadie conocemos anterior a nosotros: engendrados por nosotros mismos, salidos de nosotros mismos por nuestra propia fuerza, cuando el curso de la fatalidad describió toda su órbita y estuvo en su madurez nuestro nacimiento, salimos como hijos etéreos de nuestro cielo natal. Nuestro poder procede de nosotros, nuestra diestra nos aleccionará en los hechos más famosos para conocer al que es nuestro igual. Entonces verás, si pretendemos dirigirnos a él con ruegos y si deseamos rodear su trono supremo como suplicantes o como sitiadores. Pues llevar este dictamen, estas noticias al Ungido del Señor, y huye antes que venga a impedir tu fuga alguna desgracia”.

 

Dijo y un ronco murmullo semejante al ruido de las aguas profundas, respondió a estas palabras aplaudidas por la innumerable hueste. A pesar de ellos, el resplandeciente serafín no experimentó temor alguno, aunque se veía solo y rodeado de enemigos, sino que replicó con intrepidez:

 

¡Oh abandonado de Dios, espíritu maldecido, despojado de todo bien!, preveo tu próxima caída y tu desgraciada banda, envuelta en esta perfidia, siente ya el contagio de tu crimen y de tu castigo. De hoy más no te esfuerces en saber cómo sacudirás el yugo del Mesías de Dios; no se invocarán más sus indulgentes leyes, pues ya se han lanzado contra ti otros decretos que no admiten apelación. Ese cetro de oro que rechazas, es ahora una vara de hierro para castigar y aniquilar tu desobediencia. Me has aconsejado bien: huyo, pero no por seguir tu consejo, ni ante tus amenazas; huyo de estas tiendas criminales y réprobas, temeroso de que, al estallar la inminente cólera en súbita llama, no haga distinción de ninguna clase. Prepárate a sentir en breve sobre tu cabeza su rayo, fuego que devora.

Entonces aprenderás a conocer, entre gemidos, al que te ha creado, cuando conozcas al que puede aniquilarte”.

 

Así habló el serafín Abdiel, el único que permaneció fiel entre una multitud de infieles, conservando su lealtad, su amor y su celo, inmutable, inquebrantable, incorrupto e impávido, entre tantos impostores. Ni el número ni el ejemplo pudieron obligarle a separarse de la verdad, o alterar, a pesar de verse solo, la constancia de su espíritu. Se retiró de en medio de aquel ejército; durante un largo trecho atravesó por entre los desdenes de sus enemigos afrontándolos, mostrándose superior a la injuria, y sin temer nada de la violencia, y con igual desprecio volvió la espalda a aquellas orgullosas torres condenadas a una próxima destrucción.

 

FIN DEL “LIBRO V”


Paradise Lost, 1667


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