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El paraíso perdido – Libro IX

[Poema - Texto completo.]

John Milton

Cesen ya los coloquios con Dios o con el ángel, huéspedes del hombre; ya no acudirán éstos a sentarse a su mesa, cual amigos íntimos para participar de sus campestres refrigerios con familiaridad e indulgencia, y permitirle, sin reconvención, sus excusables discursos.

En adelante debo trocar estos acentos trágicos; por parte del hombre, vergonzosa desconfianza y ruptura desleal, rebelión y desobediencia; por parte del cielo, ahora ofendido, alejamiento y disgusto, cólera y reprensión justa, y sentencia terrible, la cual introdujo en este mundo un mundo de calamidades, el pecado y su sombra inseparable, la muerte y la miseria, precursora de la muerte.

 

¡Triste asunto! Lúgubre, sin duda, pero no menos elevado y más heroico que la cólera del implacable Aquiles, cuando persiguió tres veces alrededor de los muros de Troya a su fugitivo enemigo, más heroico que la ira de Turno al ver rota su unión con Lavinia, o que el

furor de Neptuno y el de Juno, que por tanto tiempo persiguió al Griego y al hijo de Citerea.

Pero por grande que sea lo que me propongo, procuraré cantarlo si obtengo de mi celeste protectora un estilo adecuado a él; de esta protectora que se digna visitarme durante la noche sin esperar mis ruegos y que preside a mis sueños o me inspira fácilmente versos que no he meditado.

 

Este asunto me agradó siempre para un canto heroico, fijé mi elección hace mucho tiempo y lo comencé muy tarde. La Naturaleza no me ha dotado de suficiente aptitud para referir los combates, mirados hasta aquí como el único asunto digno de un poema heroico. ¡Qué obra maestra la de relatar largamente el enojoso estrago de fabulosos caballeros en batallas fingidas, mientras que nadie se ocupa de un valor más noble, de la paciencia, de la constancia sublime del martirio! Describir carreras y juegos, aprestos bélicos, escudos blasonados, divisas ingeniosas, caparazones y lujosos arneses, ricas gualdrapas y toda la pompa caballeresca de las justas y torneos; y luego los banquetes magníficos servidos bajo bóvedas suntuosas por coperos y senescales! En cuanto a mí, no creo que esa habilidad del arte, consagrada a una obra mezquina, pueda dar fama justa y heroica al autor o al poema.

 

Yo, que ni estoy instruido en esas cosas ni me cuido de ellas, me propongo un asunto más elevado, bastante por si mismo para inmortalizar mi nombre; a no ser que un siglo demasiado tardío, la frialdad del clima o los años entorpezcan mi humilde vuelo, como podrían conseguirlo si toda esta obra fuera exclusivamente mía, y no de la Divinidad, que cada noche acude a confiar sus cantos a mi atento oído.

 

El sol se había ocultado, y en pos de él Héspero, astro cuya misión es la de conducir a la tierra al crepúsculo, conciliador de un momento entre el día y la noche. El hemisferio nocturno había huído del Edén ante las amenazas de Gabriel, volvió a él perfeccionado en el fraude y en la malicia, más deseoso que nunca de la destrucción del hombre, y sin temor a nada de cuanto pudiera sucederle que agravara su situación. De noche huyó, y regresó a la hora de medianoche, después de haber dado la vuelta a la tierra, evitando la luz del día, desde que Uriel, conductor del sol, descubrió su entrada en el Edén y dio aviso a los querubines que lo custodiaban. Arrojado de allí lleno de angustia, rodó con las sombras durante siete noches continuas. Giró tres veces en derredor de la línea equinoccial; cuatro veces cruzó el carro de la noche de polo a polo, atravesando cada coluro. Volvió a la octava noche y penetró furtivamente en el Paraíso por un punto opuesto a su entrada y al en que vigilaban los querubines, punto que éstos no podían sospechar.

 

Había allí un sitio que ya no existe en donde el Tigris se precipitaba desde la falda del Paraíso en una cavidad profunda, haciendo refluir parte de sus aguas, que brotaban como una fuente cerca del árbol de la vida. Satanás se sumergió con el río en aquel antro y volvió a salir con él, envuelto en húmedo vapor. Buscó en seguida un lugar donde ocultarse; había explorado el mar y la tierra desde el Edén hasta el Ponto Euxino y el Palo Meótides y hasta más allá del río Obi, desde donde descendió al polo antártico; había ido también hacia Occidente desde el Oronte hasta el océano que separa el istmo de Darien y desde allí hasta el país que riegan el Ganges y el Indo. Recorriendo de este modo el globo con minuciosa atención y considerando con una inspección profunda cada criatura a fin de hallar la que fuera más apta para servir a sus artificios, descubrió que la serpiente era el más astuto de todos los animales de la tierra. Después de largas reflexiones, irresoluto y vacilando en sus

pensamientos, Satanás se decidió por fin a escoger el asiento más a propósito para el engaño, el receptáculo más conveniente en que pudiera penetrar y ocultar sus negras sugestiones a las miradas más penetrantes; porque todo lo artificioso que intentara la serpiente, lejos de causar sospechas, sería mirado como nuevo testimonio de su sagacidad de su natural sutileza; mientras que, si se notara en otros animales, podía engendrar la sospecha de un poder diabólico desarrollado en ellos, superior a los que permite la inteligencia animal. Satanás tomó esta resolución; pero no pudiendo contener por más tiempo el sufrimiento que le desgarraba interiormente, dejó estallar su pasión, que se exhaló en estas quejas:

 

¡”Oh Tierra, cuánto te pareces al cielo, si no eres preferible al él! ¡Morada mucho más digna de los dioses, como formada por una segunda idea que ha reformado lo que ya era viejo! ¿Qué Dios, después de haber elevado tan hermosos monumentos, intentaría construir otros menos perfectos? ¡Terrestre cielo, en torno del cual se mueven otros cielos que brillan, derramando con sus lámparas oficiosas luz sobre luz y concentrando para ti solo todos sus preciosos rayos, penetrados de una influencia sagrada! Así como en el cielo Dios es el centro y, sin embargo se expande por todas partes, del mismo modo eres tú aquí el centro de esos orbes cuyos tributos recibes; en ti, no en ellos, aparece productiva toda su virtud en la hierba, en la planta y en la más noble formación de los seres animados de una vida gradual, siendo la vegetación, el sentimiento, la razón, dones reunidos en el hombre.

 

¡Con cuánto placer habría dado yo la vuelta a la tierra si existiese aún algún goce para mí!

¿Qué agradable sucesión de colinas, de valles, de ríos, de bosques y de llanuras! ¡Tan pronto tierra como mar; unas veces riberas coronadas de selvas; otras rocas, antros, grutas!

Yo, sin embargo, no he encontrado en ella asilo ni refugio, y cuántos más objetos de felicidad veo en torno mío, mayores son los tormentos que sufro, como si yo fuera el odioso asiento de las contrariedades, todo bien se convierte en veneno para mí y hasta en el cielo sería peor aún mi condición.

 

Pero yo no pretendo permanecer aquí ni en el cielo, a no ser que dominara en él como su Soberano Señor. No espero tampoco que lo que intento me haga menos miserable; tan sólo anhelo convertir a otros en lo que soy, aunque por ello redoblen mis males, pues, únicamente en la destrucción encuentran algún lenitivo mis inquietos pensamientos. Si consigo destruir al hombre, para quien ha sido creado todo esto, o le induzco a consumar su perdición entera, todo lo que le rodea le seguirá también como encadenado a él en su dicha o en su desdicha. ¡Sea, pues, en su desdicha! ¡Qué la destrucción se extienda a todo! A mí, sólo a mí, entre todos los espíritus infernales, me cabrá la gloria de haber corrompido en un solo día lo que el llamado Todopoderoso construyó con un continuo trabajo de seis días y seis noches. ¿Y quién sabe cuánto tiempo antes lo había estado meditando? Aunque tal vez concibió esta idea, después que yo hube libertado en una sola noche de una servidumbre ignominiosa a la mitad próximamente de las razas angelicales, reduciendo la multitud de sus adoradores.

 

El quiso vengarse, sin duda y reparar sus legiones disminuidas, pero ya sea que su virtud, ha tiempo extinguida, le faltase ahora para crear nuevos ángeles, suponiendo que éstos sean obra suya, o que para mayor afrenta nuestra se determinase a reemplazarnos con una criatura formada de tierra y concederle, a pesar de lo abyecto de su origen, una categoría

tan elevada, enriqueciéndola con nuestros despojos celestiales, lo que decretó, lo ha llevado a cabo; hizo al hombre, y construyó para él este mundo magnífico, declarándole señor de su mansión de la tierra. ¡Oh indignidad! Sometió al servicio del hombre las alas del ángel y obligó a unos ministros celestiales a velar por él y a cumplir esta terrestre misión. Temo la vigilancia de éstos; para evitarla me he envuelto en la niebla y en el vapor de la medianoche; me deslizo oscuro, registro cada mata, cada helecho para ver si encuentro alguna serpiente dormida a fin de ocultarme en sus tortuosos pliegues y conmigo que negra intención que abrigo.

 

¡Oh vergonzosa humillación! Yo, que en otro tiempo luché contra los dioses para hacerme superior a ellos, me veo hoy reducido a unirme a un animal, a identificarme con tan impuro lodo, a encarnar en él mi esencia y a embrutecer por último al que fijaba sus aspiraciones en llegar al más alto grado de la Divinidad! Pero ¿hasta dónde no son capaces de descender la ambición y la venganza? El que quiere subir ha de arrastrarse tanto más profundamente cuanto más ha remontado su vuelo y resignarse tarde o temprano a ejercer los oficios más viles. La venganza dulce en un principio, se vuelve amarga muy pronto, y recae sobre sí misma. ¡Sea pues! Poco me importa, con tal que acierte a herir; y pues no puedo asestar mis tiros a mayor altura, los dirigiré sobre el segundo que provoca mi envidia, sobre ese nuevo favorito del cielo, ese hombre de barro, ese hijo del despecho, cuyo autor le ha hecho salir del polvo para mayor afrenta nuestra; el odio con el odio se paga mejor”.

 

Dijo y arrastrándose como un negro vapor a través de los áridos o húmedos matorrales, continuó sus nocturnas pesquisas, para encontrar lo más pronto posible a la serpiente. No tardó en hallarla profundamente dormida, enroscada sobre sí misma en un laberinto de círculos, descansando en medio de ellos su cabeza llena de sutiles ardides. El reptil no se escondía aún en una madriguera horrible ni en retiros espantosos, ni era tampoco nocivo, sin temer ni ser temido, dormía tranquilamente sobre la espesa hierba. El demonio se introdujo por su boca, y apoderándose de su instinto brutal en la cabeza o en el corazón, le inspiró una activa inteligencia, pero no turbó su sueño, y esperó encerrado en aquel modo la llegada de la aurora.

 

Ya la luz sagrada empezaba a despuntar en el Edén, entre las húmedas flores que exhalaban sus inciensos matutinos, en el momento en que todas las cosas que respiran en el gran altar de la tierra elevan hacia el Creador silenciosas alabanzas y un aroma que le es tan grato; la pareja humana salió de su retiro y unió la adoración de su boca al coro de las criaturas privadas de voz. Hecho esto, nuestros padres saborean aquella hora deliciosa en que circulan los más dulces perfumes y las brisas más suaves. En seguida consultan entre sí acerca del modo cómo se dedicarían aquel día a su trabajo, siempre creciente; porque excedía en mucho a la actividad de las manos, crecerá la obra a medida de nuestro trabajo; pródigo por necesidad, todo lo que durante el día hemos sujetado, atado, reprimido o cortado por exuberante, se mofa de nuestros cuidados en una noche o dos, merced a un rápido desarrollo, y tiene a volver a su interior estado silvestre. Piensa en esto ahora, o escucha las primeras ideas que se me ocurren.

 

 

“Dividamos nuestros trabajos: tú dirígete a donde mejor te parezca, o hacia el sitio que reclame mayor cuidado, ya para enredar la madreselva en derredor de nuestra morada ya

para dar dirección a la hiedra trepadora, y entre tanto, yo encontraré allá abajo, en aquel plantel de rosas entrelazado de mirtos, bastantes cosas que arreglar. Porque si durante todo el día nos ocupamos en la misma tarea sin separarnos un momento uno de otro, interrumpida ésta por sonrisas, miradas, conversaciones causadas por nuevos objetos, no es sorprendente que vaya reduciéndose nuestro trabajo diario, y que a pesar de emprenderlo muy temprano hagamos poco. Entonces llega la hora de tomar nuestro alimento sin que lo hayamos ganado”.

 

Adán le contestó con extremada dulzura:

 

¡Mi única Eva, mi sola compañera, incomparablemente más querida para mí que todas las criaturas vivientes! Tus ideas son justas y razonables con respecto al modo de cumplir mejor la tarea que nos ha sido designada aquí por el Altísimo. No dejaré de alabarte por ello, porque nada es más amable en la mujer que estudiar los deberes de familia e inclinar a su marido hacia las buenas acciones. Sin embargo, nuestro Señor no nos ha impuesto tan rigurosamente la ley del trabajo, que nos prive del reposo necesario, ya para tomar alimento, ya para nuestros coloquios, ya para ese dulce cambio de miradas y de sonrisas, porque éstas emanan de la razón; negadas al bruto, son el alimento del amor, y el amor no es fin menos noble de la vida humana. Dios no nos ha hecho para un trabajo penoso, sino para el placer, y para el placer unido constantemente a la razón. Nuestras manos juntas no lo dudes, defenderán fácilmente contra la invasión del desierto a esas florestas en toda la extensión que necesitamos para nuestros paseos, hasta que dentro de poco vengan a ayudarnos manos más jóvenes.

 

Pero si acaso llega a cansarte nuestra incesante conversación, podría consentir en una corta ausencia, porque la soledad es a veces la mejor sociedad y una corta separación excita el deseo del regreso. Me asedia, sin embargo, otra inquietud, temo que te sobrevenga algún daño cuando estés separada de mí, porque debes acordarte de la advertencia que se nos ha dado, sabes que un maligno enemigo, envidioso de nuestra felicidad y desesperado de recobrar la suya, pretende causar nuestra ruina y nuestra miseria, valiéndose de un ataque artificioso; nos acecha sin duda en algún sitio no lejos de aquí, con la ávida esperanza de lograr el objeto de su deseo y su mayor ventaja consistiría en encontrarnos separados, no se atrevería a atacarnos reunidos, porque nos prestaríamos un rápido y mutuo socorro; y ya sea que su principal designio estribe en apartarnos de la fe que debemos a Dios o que intente turbar nuestro amor conyugal, que excita quizá su envidia más bien que toda la dicha de que gozamos, sea, por fin, otra cosa peor, no abandones el fiel costado que te ha dado el ser, que te abriga aún y te protege. La mujer a quien persigue el peligro o acecha el deshonor, siempre está más segura y con mayor decoro al lado de su esposo, que la defiende o soporta con ella todas las desgracias”.

 

Entonces la majestad virginal de Eva, como un persona que ama, pero que se ve importunada por algún rigor, le respondió con aspecto dulce al par que austero:

 

¡”Hijo del cielo y de la tierra, soberano de la tierra entera! He sabido por ti y por el ángel que tenemos un enemigo que procura nuestra ruina, pues sorprendí las palabras pronunciadas por aquél al marcharse, mientras permanecía algún tanto apartada en esa frondosa arboleda, al regresar aquí, precisamente se cerraban las flores de la noche. Pero

que pongas en duda mi constancia para con Dios o para contigo porque tenemos un enemigo que pueda tentarla, eso es lo que no esperaba de oír. Tú no temes la violencia del enemigo, pues siendo, tales como somos, inaccesibles a la muerte o al dolor, no debemos temer una ni otro, y podemos rechazarlos. Solamente con engaños te dan miedo; y de ahí se infiere claramente que temes también ver quebrantados o seducidos por su astucia mi amor y mi felicidad constante. ¿Cómo has podido dar entrada en tu ánimo a semejantes pensamientos, Adán? ¿Es posible que pienses mal de la que te es tan querida?”

 

Adán le replicó con estas palabras a propósito para tranquilizarla:

 

“Hija de Dios y del hombre, Eva inmortal, puesto que lo eres por no haberte contaminado aún ni la falta ni el pecado; no es desconfianza hacia ti lo que me obliga a disuadirte de que te apartes de mi lado, sino más bien el deseo de evitar las asechanzas de nuestro enemigo.

El tentador, aunque no logre su objetivo, deja las huellas del deshonor en que ha tentado, en el mero hecho de haber supuesto que su fe no era incorruptible, que no resistiría la prueba de la tentación. Tú misma te mostrarías indignada, agraviada por la injuria que se te habría querido inferir por más que hubiera quedado sin efecto. No te enojes, pues, si pretendo desviar semejante afrenta de ti sola, afrenta que, por más audaz que fuese el enemigo, apenas osaría intentar contra los dos a la vez, o si a tanto se atreviera su principal ataque se dirigiría contra mí; no te burles tampoco de su malicia o de su pérfida astucia, pues debe ser muy hábil en sus artificios el que ha podido seducir a los ángeles. Ni tengas por superflua la ayuda de otro.

 

El influjo que en mi ejercen tus miradas me hace capaz de todas las virtudes; ante tu vista me siento más prudente, más vigilante, más fuerte; y si fuera necesario el empleo de la fuerza exterior, con sólo que me miraras, la vergüenza de verme vencido o engañado animaría mi valor y me comunicaría un vigor irresistible. ¿Por qué no has de sentir en tu interior la misma impresión cuando estoy a tu lado, y no has de preferir ser puesta a prueba estando conmigo, que soy el mejor testigo de tu acrisolada virtud?”

 

De esta suerte habló Adán, inspirado por su solicitud doméstica y por su amor conyugal; pero Eva, pensando que no daba entero crédito a la sinceridad de su fe, renovó su réplica con sentido acento:

 

“Si nuestra condición es la de habitar así en un reducido espacio – dijo- estrechados por un enemigo sutil o violento; si ha de abandonarnos la fuerza para resistirle en el momento que nos separemos, ¿cómo hemos de ser felices, puesto que viviríamos siempre agitados por el continuo temor del mal? Pero no, el mal no es el precursor del pecado, y aunque nuestro enemigo al tentarnos, nos infiera una afrenta por el vergonzoso desprecio que hace de nuestra integridad, su mismo desprecio no logrará imprimir el deshonor en nuestra frente sino que recaerá vergonzosamente sobre él.

 

¿Por qué, pues, hemos de temerle y esquivarle, cuando, por el contrario, alcanzaremos doble honor al dejar burlada su falsa presunción y ganaremos a la vez la paz interior y el favor del Cielo, nuestro testigo? ¿Y qué suponen la felicidad, el amor, la virtud, cuando no se les ha puesto a prueba asiladamente y sin el auxilio de un socorro extraño? No debemos acusar a nuestro sabio Creador de haber dejado tan imperfecto nuestro feliz estado, que no

esté al abrigo de todo peligro, bien nos hallemos juntos o separados. Si así fuese, ¡cuán efímera sería nuestra dicha! Expuesta de esta suerte, el Edén dejaría ser Edén”.

 

Adán replicó con ardor:

 

“¡Oh mujer! Todo se halla aquí en el estado más perfecto, según lo ha dispuesto la voluntad de Dios. Su mano creadora no ha dejado nada defectuoso o incompleto en todo cuanto ha creado, y mucho menos en el hombre o en la que puede asegurar su condición feliz; el hombre está al abrigo de la fuerza exterior; su peligro está en él mismo, pero también reside en él la facultad de rechazarlo. Jamás puede recibir mal alguno contra su voluntad; pero Dios ha dejado libre la voluntad, porque el que obedece a la razón es libre, y Dios ha hecho recta la razón, aunque ordenándole que permanezca siempre vigilante, siempre en pie, no sea que, sorprendida por alguna bella apariencia del bien, aconseje e informe mal a la voluntad para obligarla a hacer lo que Dios tiene expresamente prohibido.

 

“No es pues, desconfianza, sino un tierno amor lo que me impone el deber de velar por ti, así como a ti el de velar por mí. Aunque firmes, podríamos sucumbir; porque no es imposible que la razón se extravíe por algún especioso pretexto, y que engañada por el enemigo y dejando adormecer la rígida vigilancia que le fue prescrita, caiga al fin en un lazo imprevisto. No provoques, pues, la tentación, que es mejor evitarla, y la evitarás probablemente si no te separas de mí; la prueba llegará sin que la busquemos. ¿Quieres probar tu constancia? Prueba primero tu obediencia. Pero ¿quién conocerá la primera si no has sido tentada? ¿Quién la atestiguará? Sin embargo, si crees que un ataque imprevisto nos hallaría a los dos, aunque unidos, menos preparados a la defensa que si estuvieras sola y avisada, vete; porque no siendo libre aquí tu presencia, te alejaría más de mí: Ve, pues, con tu nativa inocencia, apóyate en toda tu virtud, reúnela por completo, y puesto que Dios ha cumplido su deber con respecto a ti, cumple tuyo con respecto a Él.”

 

Así habló el patriarca del género humano; pero Eva persistió, y aunque sumisa, fue la última en replicar de esta manera:

 

“Con tu permiso, pues y animada por la sabia y prudente reflexión que me ha dirigido al decirme que cuanto menos intentada fuera la prueba nos encontraría quizá menos preparados, me alejo con mayor gusto. No debo presumir que tan orgulloso enemigo se dirija a la parte más débil; pero si así lo hiciese, sólo conseguiría mayor vergüenza al verse derrocado”.

 

Diciendo así, retira dulcemente su mano de entre las de su esposo y como una ninfa ligera de los bosques, Oréada, o Dríada, o del séquito de la diosa de Delos, vuela a la floresta.

Aventajaba a la misma Delia en su porte y en su gracioso aspecto, aunque no estuviera armada como ésta del arco y del carcaj, sino de esos instrumentos propios para el cultivo de las flores y tales como los había formado el arte sencillo aún y sin el auxilio del fuego, o como los habían llevado allí los ángeles. Adornada como Pales o Pomona, se parecía a ellas: a Pomona cuando huía de Vertunio, a Ceres en la flor de su juventud, cuando aún estaba virgen de Proserpina, a quien tuvo de Júpiter. Adán estaba encantado, sus ojos la siguieron por largo rato, dirigiéndole ardientes miradas, pero había preferido mucho más que permaneciera a su lado. Encargóle varias veces que regresara pronto y ella le prometió

a su vez, volver al mediodía a su morada, para poner todas las cosas en el mejor orden y para invitar a Adán a la comida del mediodía o al reposo de la tarde.

 

¡Oh cuán equivocada, cuán engañada vas, infeliz Eva, con respecto a tu próxima vuelta!

¡Oh funesto acontecimiento!… A contar desde este instante no encontrarás ya en el Paraíso ni dulce alimento ni apacible reposo! Entre esas flores y esas enramadas se te ha tendido una infame asechanza; el odio infernal te espera, ese odio que amenaza interceptar tu camino, o hacer que vuelvas despojada de inocencia, de fidelidad, de dicha!…

 

Desde los primeros albores del día, el Enemigo oculto bajo la apariencia de una serpiente, había salido de su retiro buscando el sitio donde más probablemente pudiera encontrar a los dos únicos seres de la especie humana, y en ellos, a toda su raza, que era su prometida presa. Recorre los sotos y las praderas, en todos los parajes donde algún vergel o alguna parte del jardín, objeto de su cuidados o de sus plantaciones, se muestra más agradable por sus delicias; los busca a los dos, pero desea con preferencia encontrar a Eva separada de Adán; lo deseaba, aunque no con la esperanza de alcanzar lo que tan rara vez sucedía; cuando, según su deseo y contra su esperanza, descubre a Eva sola, velada por una nube de perfumes, medio oculta entre las numerosas y espesas rosas que enrojecían el espacio en torno suyo, e inclinándose frecuentemente para enderezar las flores de un débil tallo, cuya extremidad aunque revestida de los sembrados de oro, pendía sin apoyo; las sujetaba airosamente con un vástago de mirto, sin pensar que ella misma, la flor más bella, carecía de sostén, hallándose tan lejos su mejor apoyo y la tempestad tan próxima.

 

La serpiente se acercaba a través de las sendas a que daban sombras los elevados cedros, pinos y palmeras, ya ondulante y atrevida, ya oculta, ya dejándose ver por entre los arbustos enlazados y las flores que formaban orladura por ambos lados, obra de las manos de Eva; retiro más delicioso que los fabulosos jardines de Adonis resucitado; o del famoso Alcinoo, el huésped del hijo del viejo Alertes, y mucho más aún que aquel jardín no creado por la Fábula, en que el sabio Rey cambiaba tan dulces caricias con la bella egipcia su esposa.

 

Satanás queda admirado al ver aquel sitio, pero más admiración le causa la persona de Eva.

Así como un hombre encerrado durante largo tiempo en una ciudad populosa, cuyas apiñadas casas y cuyas cloacas corrompen el aire, al salir en una mañana de estío a respirar el aire puro por las risueñas aldeas y las granjas circunvecinas, encuentra una nuevo placer en todas las cosas que se ofrecen a su vista, recreándole el olor de los trigos o de la hierba segada, el de las vacas o el de las lecherías, cada objeto rústico, cada ruido campestre, y sí por ventura llega a pasar una hermosa doncella de continente de ninfa, lo que antes agradaba a aquel hombre, le agrada ahora doblemente a causa de ella, por encontrar todas las delicias reunidas en sus ojos; así la serpiente sentía un placer semejante al ver aquel plantel florido, dulce retiro de Eva, tan madrugadora, tan solitaria. Su forma angélica y suave y más femenil, su graciosa inocencia, todo el atractivo de sus actitudes, de sus menores movimientos, intimidan la malicia de Satanás, y causándole un dulce arrobamiento, despojan a su violencia del fiero intento que allí le había conducido. El príncipe del mal se ve un momento alejado por su éxtasis fuera del mal; en este corto intervalo experimenta tan sólo una bondad estúpida, pues queda desarmado de enemistad, de picardía, de odio, envidia y venganza. Pero el abrasador infierno, que arde siempre en él aun estando en un semicielo, pone breve término a sus delicias y le tortura tanto más cuanto

más cerca ve el placer que no le está destinado. Entonces recobra todo su odio y acariciando sus desastrosos pensamientos, se anima de esta suerte:

 

“Pensamientos, ¿adónde me habéis conducido? ¿Qué dulce emoción me cautiva obligándome a olvidar el proyecto que nos trajo aquí? El odio es lo que traigo y no el amor, ni la esperanza de alcanzar el Paraíso para el infierno, ni la de gustar aquí algún placer, sino la de destruirlos todos, excepto el que se siente destruyendo; todo lo demás está perdido para mí. No dejemos pues, escapar la ocasión que me sonríe ahora; he aquí la mujer, sola, expuesta a todos los ataques; que lo distinguen todo a gran distancia, no le descubren, así es mejor, pues evito su inteligencia más elevada y su fuerza; dotado de un valor altivo y de miembros heroicos, aunque construidos de tierra, no es un enemigo despreciable; él está exento de heridas, y yo no: ¡tanto es lo que me ha degradado el infierno, tanto es lo que el dolor me ha hecho decaer de mi primitiva alcurnia! Eva es bella, divinamente hermosa, hecha para el amor de los dioses; no tiene nada de terrible, aunque sean temibles el amor y la belleza, cuando ésta no tiene junto a sí un odio más fuerte; odio tanto más implacable cuanto mejor disfrazado está bajo la apariencia del amor; y ése es el camino que intento seguir para causar la ruina de Eva”.

 

Así habló el enemigo del género humano, huésped maligno de la serpiente, en la que se había encerrado y continuó su marcha en dirección a Eva. No se arrastraba entonces sobre la tierra en odas desiguales como lo hace hoy, sino que se erguía sobre su parte posterior, base circular formada de repliegues superpuestos, que subían en forma de torre, acumulando contornos sobre contornos, cual laberinto creciente; coronaba su elevada cabeza una orgullosa cresta; sus ojos eran carbunclos; su cuello era de un verde oro bruñido, se mantenía erguida en medio de sus redondas espirales, que ondulaban flotantes sobre el césped. Su forma era agradable y vistosa; jamás se han visto después serpientes tan hermosas, ni la en que fueron convertidos en Iliria Hermione y Cadmo, ni la que fue el dios de Epidauro ni la en que se vieron transformados Júpiter Amón y Júpiter Capitolino, el primero con Olimpias, el segundo con la que dio a luz a Escipión, el esplendor de Roma.

 

Recorrió su camino oblicuamente, como el que quiere acercarse a una persona y teme molestarla; semejante al buque gobernado por un hábil piloto a la desembocadura de un río o cerca de un cabo, que vira de bordo y cambia sus velas tantas veces cuantas se muda el viento; del mismo modo cariaba Satanás sus movimientos, formando en presencia de Eva caprichosos anillos con la cola para atraerse sus miradas.

 

Eva, enteramente dedicada a su trabajo, oyó el ruido que producían las hojas agitadas, pero no le prestó atención alguna, porque estaba acostumbrada a ver solazarse en el campo y ante ella a todos los animales más sumisos a sus voz de lo que fue a la voz de Circe el rebaño metamorfoseado.

 

Más atrevida entonces, la serpiente se presenta ante Eva sin ser llamada, pero queda como inmóvil de admiración. De un modo cariñoso inclina frecuentemente su soberbia cresta y sus cuello esmaltado y brillante, lamiendo la tierra que Eva ha hollado con sus plantas. Su muda al par que gentil expresión hace por último que las miradas de aquélla se fijen en sus evoluciones. Gozoso Satanás por haberle llamado la atención, con la lengua orgánica de la

serpiente o por medio de la impulsión del aire vocal empezó su astuta tentación de esta suerte:

 

“No te maravilles, soberana señora, si es que a ti, que eres la sola maravilla, puede algo causártela, ni revistas de desprecio tus miradas, cielo de dulzura, mostrándote irritada porque me atreva a acercarme a ti y a contemplarte insaciable, sin temor hacia tu imponente aspecto, mucho más imponente cuando te hallas sola. ¡Oh tú, la más bella semejanza de tu hermoso Creador! Todas las cosas que te pertenecen como un don, contemplan extasiadas y adoran tu celestial belleza. Cuanto más universalmente admirada es la belleza, mayor estimación alcanza, pero aquí en este recinto silvestre, entre estos animales, groseros espectadores, incapaces de distinguir la mitad de tu hermosura, ¿quién te ve a excepción de un hombre? ¿Y qué supone un solo admirador cuando se te debiera ver como una diosa entre los dioses, adorada y servida por una corte diaria de innumerables ángeles?

 

Tales eran las lisonjas del tentador, tal fue el tono de su preludio, sus palabras se abrieron paso hasta el corazón de Eva, aunque quedara sumamente sorprendida al oir la voz de la serpiente; así que, sin cesar su sorpresa le respondió de este modo:

 

“¿Qué oigo? ¿El lenguaje del hombre, el pensamiento humano, expresado por la lengua de un bruto! Yo estaba en la creencia de que no se había concedido la palabra a los animales y de que Dios los había hecho mudos el día de su creación, impidiéndoles la articulación de los sonidos. Bien, es verdad que en cuanto al pensamiento tenía mis dudas, porque a menudo, se perciben destellos de razón en las miradas y en las acciones de las bestias. A ti, serpiente te conocía como el más sutil de los animales de los campos, pero ignoraba que estuvieses dotada de la voz humana. Repite, pues, ese milagro, y dime cómo es qué, siendo antes muda, hablas ahora y en qué consiste que me demuestres más afección que el resto de la especie irracional que se ofrece diariamente a mi vida. Dímelo, porque semejante maravilla llama, como es natural, toda mi atención”.

 

El astuto tentador replicó de esta suerte:

 

“¡Emperatriz de este hermoso mundo! ¡Eva resplandeciente! Me es sumamente fácil decirte cuanto me ordenas, justo es también que seas obedecida.

 

En un principio era yo como las demás bestias que pacen la hierba hollada con sus pies; mis pensamientos eran abyectos y tan bajos como mi pasto; únicamente podía discernir el alimento y el sexo, y no comprendía nada que fuera elevado; hasta que un día vagando a la ventura por el campo, descubrí a los lejos un hermoso árbol cargado de frutas matizadas de los más bellos colores de púrpura y oro. Me acerqué a él para contemplarle y noté que sus ramas despedían un olor excitante y agradable al apetito; este olor halagó mis sentidos mucho más que el que despide el dulce hinojo, más que la ubre de la oveja o de la cabra, que deja escapar por la noche la leche no mamada por el cordero o por el cabrito ocupados en sus juegos.

 

Resolví satisfacer en el mismo instante el vivo deseo que sentía de probar aquellas hermosas manzanas; el hambre y la sed, persuasivas consejeras, aguijoneadas por el olor de tan seductora fruta, me impulsaban vivamente a ello. Inmediatamente me levanto y

enrosco mis anillos en el musgoso tronco de aquel árbol, porque para llegar a las ramas sería necesaria tu gallarda estatura o la de Adán; en torno del árbol estaban los demás animales, contemplándome y excitados por el mismo deseo, me envidiaban porque no podían alcanzar la fruta. Cuando conseguí tan próxima y tentadora la abundancia, no me descuidé en coger y comer hasta la saciedad, porque jamás había experimentado un placer semejante, ni en el pasto, ni en la fuente.

 

Satisfecha al fin, no tardé en observar en mi un cambio extraño con respecto al grado de razón de mis facultades interiores; en breve obtuve la facultad de hablar, aunque conservaba mi forma acostumbrada. Desde aquel momento, mis pensamientos se fijaron en reflexiones profundas o elevadas y consideré con grandeza de ánimo todas las cosas visibles en el cielo, en la tierra, o en el aire; todas las cosas buenas y bellas. Pero en tu divina imagen, en el rayo celestial de tu belleza encuentro reunido todo lo bello y lo bueno, pues no existe hermosura que pueda igualar o secundar a la tuya; y ello me ha obligado, aunque quizá pecando de importuna, a venir a contemplarte, a adorarte, ¡a ti, que por derecho eres reconocida como la soberana de las criaturas, como señora universal!”

 

Así habló el artificioso espíritu oculto en el reptil, y Eva, todavía más sorprendida, le replicó imprudentemente:

 

“Serpiente, tus desmedidas alabanzas me hacen dudar de la virtud de esa fruta que has sido la primera en experimentar. Pero dime: ¿dónde crece ese árbol? ¿está lejos de aquí? Dios ha llenado este Edén de árboles, cuyas especies son tan variadas y tan numerosas, que muchos de ellos no son todavía desconocidos; en tanta abundancia se ofrecen a nuestra vista, que dejamos intacto un gran tesoro de frutos, que permanecerán suspendidos e incorruptibles hasta que nazcan hombres para cogerlos y más numerosas manos nos ayuden a aliviar a la Naturaleza de su prodigiosa fecundidad.”

 

La insidiosa culebra, gozosa y satisfecha contestó:

 

“Emperatriz el camino no es penoso ni largo. Está más allá de una alameda de mirtos, en un prado, cerca de una fuente, y después de haber atravesado un bosquecillo que exhala el perfume de la mirra, y del bálsamo. Si me aceptas por guía, te conduciré pronto hasta él”.

 

– Guíame, pues -dijo Eva.

 

La serpiente enrolla con presteza sus anillas, la rapidez de su sinuosa carrera la hacía parecer erguida; tan dispuesta estaba para el crimen. La esperanza la eleva y el júbilo ilumina su cresta. Semejante a un fuego fatuo formado de un vapor untuoso que, condensándose por la noche y rodeado de frío, se inflama por efecto del movimiento, cuyo fuego suele ir acompañado, según dicen, de algún espíritu maligno, y que, revoloteando y reluciendo con fulgor engañoso, atrae al viajero nocturno, le alucina, le extravía a través de los pantanos y de los bosques le conduce hacia los lagos y los profundos abismos, en donde, alejado de todo socorro, se precipita y parece sepultado; así brillaba la pérfida serpiente mientras iba guiando a nuestra crédula madre hacia el árbol prohibido, origen de todas nuestras desgracias. En cuanto Eva lo vió, dijo a su guía:

 

“Serpiente, hubiéramos podido ahorrarnos esta marcha infructuosa para mí, por que sean abundantes los frutos de este árbol. El beneficio de su virtud será sólo para ti, verdad maravillosa, en verdad, si tales efectos produce. Pero nosotros ni podemos tocar a ese árbol ni probar su fruto; así lo ha dispuesto Dios y esta prohibición que nos ha dejado es la única que ha salido de su boca; en cuanto a lo demás, nosotros vivimos con arreglo a nuestra ley y esta ley consiste en nuestra razón”.

 

El tentador, lleno de dolo, replicó:

 

– ¿Será cierto? ¿Conque Dios ha dicho que no habéis de comer del fruto de todos los árboles de este jardín, a pesar de haberos declarado señores de todo cuanto hay en la tierra y en el aire?

 

Eva contestó inocentemente:

 

– Podemos comer del fruto de cada árbol de este jardín, pero al mostrarnos el de ese hermoso árbol, Dios nos dijo: “No comeréis de él, no le habéis de tocar, o, de contrario, moriréis”.

 

Apenas pronunció Eva estas breves palabras, cuando el tentador, redoblando su audacia y mostrándose lleno de celo y de amor hacia el hombre y des indignación por el ultraje que se le infería, empezó a representar un nuevo papel. Como si estuviera movido a compasión, se balancea turbado, aunque con gracia, y se asienta erguido sobre sus anillas, como si se dispusiera a trata algún asunto importante. Antiguamente, cuando en Atenas florecía la elocuencia, que enmudeció después, al presentarse un orador famoso, encargado de alguna gran causa, permanecía en pie, como recogido en sí mismo, mientras que cada parte de su cuerpo, cada uno de sus movimientos, cada uno de sus gestos, atraía la atención antes que su palabra, y a veces daba principio a su discurso con entereza, no permitiéndole su celo por la justicia la lentitud de un exordio; del mismo modo, el tentador, fijo, agitándose, irguiéndose altanero, prorrumpió, al fin, con acento apasionado:

 

“¡Oh planta sagrada sabia y dispensadora de sabiduría, madre de la ciencia! Yo siento ahora dentro de mí tu poder que me ilumina y no sólo me da a conocer las causas primitivas de las cosas, sino también me descubre las miras de los agentes supremos, tenidos por sabios. ¡Reina del universo!, no creas en esas rigorosas amenazas de muerte; no moriréis, no. ¿Cómo podríais morir? ¿Por causa de ese fruto? El os dará la vida de la ciencia. ¿Por el autor de la amenaza? Miradme a mí; a mí, que he tocado y gustado y, sin embargo, vivo y hasta he conseguido una vida más perfecta que la que me había destinado la suerte, atreviéndome a elevarme sobre mi condición. ¿Estará cerrado al hombre el camino abierto a todos los animales? ¿Se inflamará la cólera de Dios por tan leve ofensa? ¿No alabará más bien vuestro indomable valor que ante la amenaza de la muerte, consista ésta en lo que quiera, no ha vacilado en llevar a cabo lo que podía conducir a una vida más dichosa, al conocimiento del bien y del mal? ¡Del bien! ¿Qué cosa más justa? Del mal, ¡ah! si es que existe, ¿por qué no conocerlo, pues así se le podría evitar más fácilmente? Dios no puede herirnos y ser justo al mismo tiempo; si no es justo, no es Dios; y entonces no debe temérsele ni obedecérsele. Vuestro mismo temor aleja el temor de la muerte.

 

Mas, ¿para qué os había de imponer tal prohibición? ¿Para qué, sino para amedrentaros?

¿Para qué, sino para teneros sumidos en la abyección y en la ignorancia, a vosotros, sus adoradores? Él sabe que el día en que comáis del fruto, vuestros ojos que ahora parecen tan claros y que, no obstante, están turbados, quedarán perfectamente abiertos e iluminados, y seréis como dioses, conociendo a la vez como éstos el bien y el mal. Que vosotros seáis cual dioses, así como yo soy cuál un hombre interiormente, es una proporción muy justa; porque si yo, de bruto me he convertido en hombre, vosotros de hombres, debéis convertiros en dioses.

 

Así pues, quizá muráis al despojaros de vuestra humanidad para revestiros de la divinidad; pero será una muerte apetecible, por más que haya sido anunciada con amenazas, puesto que es es lo peor que puede suceder. Y ¿qué son los dioses para que el hombre no pueda llegar a ser lo que ellos haciendo uso de una manjar divino? Los dioses fueron los primeros que existieron, y se prevalen de esta ventaja para hacernos creer que todo procede ellos, pero lo dudo; porque al paso que veo esta hermosa tierra, que con el calor de los rayos del sol produce tantas cosas, ellos no producen nada. Si lo producen todo, ¿quién ha encerrado la ciencia del bien y del mal en ese árbol, de tal suerte que el que come de su fruto adquiere al momento la sabiduría sin su permiso? ¿Cuál sería la ofensa del hombre por alcanzar ese conocimiento? ¿En qué podría perjudicar a Dios vuestra ciencia, o qué es lo que este árbol podría comunicar contra su voluntad, si todo procede de Él? ¿Obrará, acaso movido por la envidia? ¿Puede habitar ésta en los corazones celestiales? Estas razones, estas y otras muchas, prueban la necesidad que tenéis de ese hermoso fruto. Divinidad humana, coge y gusta libremente.”

 

Dijo; y sus palabras henchidas de malicia, encontraron una entrada demasiado fácil en el corazón de Eva. Con los ojos fijos contemplaba aquel fruto, cuyo solo aspecto era incitante; en sus oídos resonaba aún el eco de aquellas palabras persuasivas, que le parecían llenas de razón y de verdad. Además, era ya cerca de mediodía y se despertaba en Eva un ardiente apetito, que estimulaba, aún más el olor tan sabroso de aquel fruto, inclinada como estaba ya a cogerle y probarlo, fijaba en él con ansia sus ávidas miradas. Sin embargo se detiene un momento y hace interiormente estas reflexiones:

 

“Grandes son tus virtudes, sin duda, ¡oh, el mejor de los frutos! Por más que estés vedado al hombre, eres digno de admiración, tú, cuyo jugo, harto tiempo despreciado, ha concedido desde el primer ensayo la palabra al mudo y ha enseñado a una lengua incapaz de discurrir a proclamar tu mérito. El que nos ha vedado tu uso no nos ha ocultado tampoco este mismo mérito al llamarte el árbol de la ciencia, ciencia a un tiempo del bien y del mal; es cierto que nos ha prohibido probarte, pero su misma prohibición te hace más recomendable, porque ella se deduce el bien que comunicas y la necesidad que de él tenemos. El bien que no se conoce no se posee, o sí se posee, como continúe desconocido, es lo mismo que no si no existiera.

 

En resumen ¿qué es lo que nos prohíbe conocer? ¿nos prohíbe el bien, nos prohíbe ser sabios?…Semejantes prohibiciones no deben ligarnos… Pero si la muerte nos rodea con las últimas cadenas, ¿de qué nos servirá nuestra libertad interior? El día en que lleguemos a comer de ese hermoso fruto moriremos; tal es nuestra sentencia… ¿Ha muerto por ventura la serpiente? Ha comido, y vive y conoce y habla y raciocina y discierne, cuando hasta

aquí era irracional. ¿No habrá sido inventada la muerte más que para nosotros solos? …¿O

será que ese alimento intelectual que se nos niega está reservado solamente a las bestias?

Pero el único animal que ha sido el primero en probarlo, en lugar de mostrarse avaro de él, comunica con gozo el bien que le ha cabido, cual consejero no sospechoso, amigo de hombre e incapaz de toda decepción y de todo artificio. ¿Qué es, pues, lo que temo?

¿Acaso sé lo que debo hacer en la ignorancia en que me encuentro del bien y del mal, de Dios o de la muerte de la ley o del castigo? Aquí crece el remedio de todo; ese fruto divino, de aspecto agradable, que halaga el apetito y cuya virtud comunica la sabiduría.

¿Quién me impide, pues, que lo coja y alimente a la vez el cuerpo y el alma?

 

Esto diciendo, su mano temeraria se extiende en hora infausta hacia el fruto, ¡lo arranca y come! La tierra se sintió herida; la Naturaleza conmovida hasta en sus cimientos, gime a través de todas sus obras y anuncia por medio de señales de desgracia que todo estaba perdido.

 

La culpable serpiente se oculta en una maleza y bien pudo hacerlo, porque Eva, embebecida completamente en la fruta no miraba otra cosa. Le parecía que hasta entonces no había probado nada tan delicioso, ya porque su sabor fuera realmente así, o porque se lo imagina en su halagüeña esperanza de un ciencia sublime; su divinidad no se apartaba de su pensamiento. Ávidamente y sin reserva devoraba la fruta, ignorando que tragaba la muerte.

Satisfecha, al fin, exaltada cual si lo fuera por el vino, alegre y juguetona, plenamente satisfecha de sí misma habló de esta suerte:

 

“¡Oh rey de todos los árboles del Paraíso, árbol virtuoso, precioso, cuya bendita operación es la sabiduría! Árbol ignorado hasta aquí, despreciado, y cuyo hermoso fruto permanecía pendiente, como si no hubiera sido creado con ningún objeto! De hoy más, mis cuidados matutinos serán para ti; vendré a verte cada aurora, no sin hacer resonar en mis cantos tus justas alabanzas; aliviaré tus ramas del fértil peso que ofreces liberalmente a todos, hasta que, nutrida por ti, llegue a la madurez de la ciencia, como los dioses, que saben todas las cosas, aunque envidien a los demás lo que no les es dado concederles; si ellos hubieran sido el origen de los dones que tú dispensas de seguro que no crecerías aquí.

 

¡Qué no te debo oh experiencia, guía inmejorable! De no haberte seguido, hubiera continuado sumida en la ignorancia, tú abres el camino de la sabiduría, y tú le das libre acceso a pesar del secreto en que se oculta.

 

Y yo ¿permaneceré también oculta? El cielo es alto, alto, y está muy remoto para ver desde distintamente cada cosa sobre la tierra; otros cuidados más importantes pueden haber distraído, quizá la continua vigilancia de nuestro Ordenador, tranquilo en medio de todos los espías que le rodean… pero ¿cómo me presentaré ante Adán? ¿le comunicaré mi cambio? ¿le haré o no partícipe de mi felicidad? ¿guardaré para mí todas las ventajas de la ciencia, sin compartirlas, a fin de la mujer adquiera lo que le falta para lograr mayor amor por parte de Adán, para igualarme más a él y, lo que sería de desear, superior quizá?

Porque, siendo inferior, ¿quién es libre? Todo esto bien puede ser… Pero ¿y si Dios me ha visto? ¿Y si a esto siguiera la muerte? Entonces yo no existiría y Adán, casado con otra Eva, viviría feliz con ella después de mi muerte. ¡Sólo pensarlo es morir! No hay que

dudarlo, estoy resuelta, Adán compartirá conmigo la felicidad o la desgracia. Le amo tan tiernamente, que con él puedo sufrir todas las muertes; vivir sin él no es vivir”-

 

Diciendo así, se apartó del árbol, pero antes de alejarse de él le hizo una reverencia profunda como si fuera dirigida al poder que lo habitaba y cuya presencia infundiera en la planta una savia de ciencia destilada del néctar, la bebida de os dioses.

 

Entre tanto, Adán, que esperaba impaciente su regreso había entretejido una guirnalda de las flores más delicadas para adornar su cabellera y premiar sus trabajos campestres, como suelen hacerlo muchas veces los segadores para coronar a la reina de la siega. Prometíase en su imaginación un vivo gozo, un dulce consuelo en su regreso, por tanto tiempo diferido.

Sin embargo, a veces, desfallecía su corazón con desiguales latidos, presintiendo alguna cosa funesta; por fin, va en busca de Eva y se adelante por el camino que aquélla había seguido por la mañana en el momento en que se separaron.

 

Adán debía pasar cerca del árbol de la ciencia y encontró a Eva, que acababa de separarse de él, llevando en la mano una rama recientemente cogida de la hermosa fruta, cubierta de aterciopelado vello, que exhalaba el olor de la ambrosía. Al divisar a Adán corrió hacia él, la disculpa que se leía en su semblante fue el prólogo de su discurso y su demasiado pronta apología, le dirigió cariñosas palabra, siempre dispuestas en su voluntad.

 

“¿No te ha causado extrañeza mi demora, Adán? ¡Cuánto te he echado de menos, y cuán largo me ha parecido el tiempo privada de tu presencia! Agonía de amor, no sentida hasta el presente, y que no volveré a sentir, porque nunca más tendré la idea que hoy, temeraria e inexperta, he tenido de probar la pena de la ausencia, lejos de tu vista. Mas la causa de mi retraso es extraña y digna de ser oída.

 

Ese árbol no es, como se nos ha dicho, un árbol cuyo fruto peligroso abre una senda de males desconocidos al que lo gusta, sino que, por el contrario, su efecto es divino: abre los ojos y transforma en dioses a los que lo prueban, como se ha patentizado. La sagaz serpiente, no estaba sometida a la misma restricción que nosotros, o desobedeciéndola ha comido de ese fruto y no ha encontrado la muerte con que se nos ha amenazado, sino que desde aquel momento, dotada de voz humana, de sentidos humanos y de un admirable raciocinio, ha sabido persuadirme de tal modo, que he gustado y he visto también que sus efectos respondían a lo que era de esperar: mis ojos, antes turbados, están ahora más abiertos, mi espíritu más despejado; más amplio mi corazón, me elevo a la divinidad, que he buscado principalmente por ti, por que sin ti la desprecio, pues la felicidad en que tú tienes parte es para mí la verdadera felicidad; dicha de que no gozas conmigo me es enojosa e insufrible en breve. Prueba, pues, este fruto, a fin de que estemos unidos por igual suerte, como por un mismo amor; porque temo que, si te abstienes de gustarlo, nos separe nuestra condición desigual y me vea obligada a renunciar por ti a la divinidad demasiado tarde y cuando la suerte ya no lo permita”.

 

De este modo refirió Eva su historia, con animación creciente, pero con rubor y un desorden que iban subiendo y enrojeciendo sus mejillas. Por su parte, Adán, en cuanto tuvo conocimiento de la fatal desobediencia de Eva, palideció sobrecogido y confuso, mientras un horror glacial circulaba por sus venas y descoyuntaba todos sus huesos. Cayó de su

desfallecida mano la guirnalda que había entretejido para Eva, y se dispersaron sus rosas marchitas; permaneció lívido y sin voz, hasta que, por último rompió el silencio interior, dirigiéndose a sí mismo la palabra:

 

“¡Oh, ser el más bello de la Creación, la última y la mejor de todas las obras de Dios, criatura en quien descollaba, para encantar la vista y el pensamiento, todo cuanto ha sido formado santo, divino, bueno, amable y dulce! ¿Cómo te has perdido? ¿Cómo te has quedado tan pronto decaída, marchita, deshonrada, entregada a la muerte? ¿Cómo has cedido a la tentación de quebrantar el estricto mandato, de violar el sagrado fruto prohibido? Algún maldito ardid, fraguado por un enemigo desconocido para ti, te ha hecho caer y a mí me ha perdido también, porque mi resolución es la de morir contigo. ¿Cómo podría yo vivir sin ti? ¿Cómo renunciar a tu dulce compañía y a nuestro amor, tan tiernamente unido, para sobrevivir abandonado en estos bosques salvajes? Aunque Dios creara una nueva Eva y yo proporcionase otra costilla mi corazón lamentaría eternamente tu pérdida. ¡No, no! Los vínculos de la Naturaleza me atraen hacia ti, tú eres carne de mi carne, hueso de mis huesos, mi suerte no se separará de la tuya, ya sea feliz o miserable”.

 

Después de hablar así, como quien sale de un profundo estupor, y calmando sus agitados pensamientos, se conforma con lo que parece irremediable; volviéndose hacia Eva le dijo estas palabras con sosegado acento:

 

“¡Qué acción tan audaz has cometido, temeraria Eva! Has provocado un gran peligro, no sólo atreviéndote a codiciar con la vista ese fruto sagrado, objeto de santa abstinencia, sino también lo que es mayor atrevimiento, probándolo, a pesar de la prohibición de tocarlo.

Pero ¿quién puede revocar lo pasado y deshacer lo hecho? Nadie, ni el Destino, ni el mismo Dios omnipotente. Sin embargo, quizá no mueras; quizá no sea tan punible tu acción, habiendo sido gustado y profanado aquel fruto por la serpiente, que lo ha convertido en un fruto común, privado de santidad, antes de que nosotros hayamos llegado a tocarlo.

La serpiente no ha notado ningún efecto mortal; la serpiente vive todavía; vive, según dices y se ha visto exaltada a la vida human, grado mucho mayor que el que tenía. ¡Poderosa inducción para nosotros de que, al gustar ese fruto, alcanzaremos igualmente una elevación proporcionada, que no se puede ser otra que la de llegar a ser dioses, ángeles o semidioses!

 

No puedo creer que, aunque nos amenace Dios, el sabio Creador quiera efectivamente destruirnos a nosotros, sus primeras criaturas, cuya dignidad ha encumbrado tanto, colocándonos por encima de todas sus obras; las cuales, creadas para nosotros, deben caer necesariamente envueltas en nuestra ruina, pues fueron puestas bajo nuestra dependencia.

De otra suerte, Dios, de creador se convertiría en destructor, veríase frustrado su designio, haría y desharía y perdería su trabajo; todo lo cual no podría concebirse en Dios, pues si bien su omnipotencia puede hacer una nueva Creación, le repugnaría sin embargo, destruirnos, a fin de que el Adversario no triunfara y dijera: “Deleznable es, por cierto, el estado de los más favorecidos por Dios… ¿Quién será el que consiga su agrado durante mucho tiempo? Ha causado mi ruina primeramente; después, la de la especie humana. ¿A quién le tocará ahora? ” Motivo de mofa que no debe darse a un enemigo. Sea lo que quiera, he ligado mi suerte a la tuya y estoy resuelto a arrostrar la misma sentencia. Si la muerte me une a ti, la muerte es para mí como la vida; tan indisoluble siento en mi corazón el lazo de la naturaleza, que me atrae poderosamente hacia mi propio bien, hacia mi propio

bien en ti; porque lo que tú eres me pertenece; nuestro estado no puede separarse, los dos no formamos más que uno, una misma carne; perderte es perderme yo mismo”.

 

Así habló Adán y Eva le replicó de esta suerte:

 

“¡Oh prueba gloriosa de un excesivo amor! ¡Ilustre testimonio, noble ejemplo, que me obliga a imitarlo! Pero tan apartada de tu perfección, ¡Oh Adán! ¿cómo podría conseguirlo yo, que me vanaglorio de haber salido de tu precioso costado y que te oigo hablar gozoso de nuestra unión, de un solo corazón, de una sola alma entre ambos? Este día nos ofrece una buena prueba de esa unión, pues que declaras que antes que la muerte u otra cosa más terrible separe, unidos como estamos por tan tierno amor, estás resuelto a cometer conmigo la falta, el crimen, si es que en esto lo hay, de probar este hermoso fruto, cuya virtud ha proporcionado tan dichosa prueba a tu amor, que sin esto quizá no se hubiera manifestado nunca ten eminentemente.

 

Si pudiera creer que la muerte anunciada debería seguir a mi temeraria tentativa, soportaría yo sola el peor destino y no procuraría disuadirte; antes preferiría morir abandonada que obligarte a una acción funesta para tu reposo, sobre todo después de haberme asegurado de un modo tan notable de la verdad de tu amor, tan fiel, tan sin par. Mas espero diferentes efectos de este suceso; no, no es la muerte lo que siento en mí, sino la vida aumentada, la vista mas penetrante, nuevas esperanzas, nuevos goces, un sabor tan divino, que todas las dulzuras que antes halagaban mis sentidos me parecen ahora, comparadas con él, ásperas e insípidas. En vista de lo que experimento, puedes gustar libremente, Adán y dar al viento el temor de la muerte”.

 

Diciendo esto, le abraza y llora de ternura. Su victoria era grande, pues había conseguido que Adán ennobleciera su amor hasta el punto de arrostrar por ella el desagrado divino o la muerte. En recompensa le entrega con mano generosa el fruto incitante y bello que pendía de la rama. Adán no tuvo ningún escrúpulo en comer, a pesar de lo que sabía, no fue engañado, sino locamente vencido por el encanto de una mujer.

 

La tierra tembló hasta en sus entrañas, como si se renovasen sus tormentos y la Naturaleza lanzó un segundo gemido. El cielo se oscureció, dejó oír un trueno sordo y derramó algunas tristes lágrimas cuando se consumó el mortal pecado original.

 

Adán no reparó en ello, ocupado enteramente en saciarse de aquella fruta. Eva no tuvo inconveniente en reiterar su primera trasgresión a fin de animar a su esposo con su dulce compañía. Ambos nadaban entonces en el placer, como si estuvieran embriagados con un vino nuevo; imagínanse sentir en sí mismos los efectos de la divinidad, que les presta alas para elevarse lejos de la tierra que desdeñan. Pero aquel fruto pérfido ejerció diferente influjo, encendiendo en ellos pro primera vez el apetito carnal. Adán empezó a dirigir a Eva miradas lascivas; Eva se las devolvió impregnadas de voluptuosidad; la concupiscente lujuria los envolvió a ambos en su llama. Adán excitó a Eva de esta suerte a las amorosas caricias:

 

– “Ahora conozco Eva, la exquisita delicadeza de tu gusto, que no es la parte menos excelente de la sabiduría; pues a cada uno de nuestros pensamientos le aplicamos la palabra

sabor y llamamos juicioso a nuestro paladar; te felicito por ella, porque nada iguala a los deliciosos manjares que me has dado a conocer hoy. ¡Cuántos y cuán grandes placeres hemos perdido durante nuestra abstinencia de este fruto delicado! Hasta ahora no habíamos conocido el verdadero gusto. Si tal es el placer que proporcionan las cosas prohibidas, sería de desear que en vez de un árbol, se nos hubiesen prohibido diez. Pero ven, y ya que estamos tan bien alimentados solacémonos como conviene después de tan delicioso refrigerio; porque nunca, desde el día en que te vi por primera vez y en que me desposé contigo, colmada todas las perfecciones, nunca excitó tu belleza en mis sentidos tanto deseo de gozarla; ahora estás más encantadora que nunca. ¡Oh bondad de ese árbol lleno de virtud!”

 

Mientras pronunciaba estas palabras, no escaseó sus miradas, ni sus caricias, que revelaban su intención amorosa. Eva, cuyos ojos despedían llamas contagiosas, le comprendió. Adán tomó su mano y condujo a su esposa que no opuso ninguna resistencia, hacia un muelle césped, cubierto y sombreado por una bóveda de espejo follaje. Su lecho era de flores, pensamientos, violetas, jacintos y asfódelos; el más fresco y suave tapiz de la tierra. Allí se hartaron de amor y de amorosos deportes, timbre de su mutuo crimen, consuelo de su pecado, hasta que el rocío del sueño se posó sobre ellos, cansados ya de sus voluptuosos placeres.

 

Tan luego como se hubo disipado la virtud de aquel fruto falaz, cuyo embriagador y dulce perfume, apoderándose de sus espíritus había hecho divagar sus facultades internas, y en cuanto los abandonó el sopor más grosero, producido por malignos vapores y atestados de ensueños rememorativos, se levantaron como si despertaran de una profunda pesadilla, y se miraron mutuamente. ¡Pronto conocieron cuán abiertos estaban sus ojos y cuán oscurecidas sus almas! La inocencia que les había ocultado como un velo el conocimiento del mal, había desaparecido. La justa confianza, la rectitud natural y el honor no existían ya en torno suyo, y los habían entregado desnudos a la vergüenza, culpable hija del crimen; ésta los cubrió con su manto, pero en vez de conseguirlo, los descubría más aún. Así como el fuerte Danita, el hercúleo Sansón se levantó del regazo prostituído de Dalila, la filistea y despertó privado de su fuerza, Adán y Eva se despertaron desnudos y despojados de sus virtudes. Silenciosos y confusos, estuvieron contemplándose por largo tiempo, sentados frente a frente, hasta que Adán, menos avergonzado que su compañera dio libre curso a estas entrecortadas palabras:

 

“¡Oh Eva! En hora desgraciada diste oídos a ese engañoso reptil, de quien quiera que haya aprendido a fingir la voz humana, ha dicho la verdad al anunciarnos nuestro cambio, pero ha mentido al prometernos nuestra elevación; pues, en efecto se han abierto nuestros ojos y conocemos a la vez el bien y el mal. ¡El bien perdido y el mal ganado! ¡Triste fruto el de la ciencia, si la ciencia consiste en conocer lo que nos revela nuestra desnudez, demostrándonos que estamos privados de honor, de inocencia, de fe, de pureza, nuestros usuales adornos, ahora manchados y corrompidos, y lo que imprime a nuestros rostros las señales evidentes de una infame voluptuosidad, origen de todos los males y de la vergüenza, el último de ellos! Ten por segura la pérdida del bien… ¿Cómo podré contemplar en adelante la faz de Dios o de su ángel, que hasta había visto tantas veces con júbilo y arrobamiento? Esas formas celestiales deslumbrarán ahora mi sustancia terrestre con sus rayos de un brillo insoportable. ¡Ah, ojalá pudiera ocultar mi vida salvaje aquí, en

la soledad, en el fondo de algún oscuro retiro, donde la inmensa altura de los árboles, impenetrables a los rayos del sol y de los astros, desplegaran su vasta sombra, oscura como la noche! ¡Cubridme, pinos! ¡Cedros, cubridme con vuestras innumerables ramas.

Ocultadme donde no pueda ver jamás a Dios ni a su ángel! Pero en el estado deplorable en que nos hallamos debemos deliberar sobre el mejor medio de ocultarnos ahora el uno al otro lo que parece más sujeto a la vergüenza y más indecente a la vista. Las hojas anchas y flexibles de algún árbol, unidas entre sí y ceñidas alrededor de nuestros lomos, pueden cubrir en redondo las partes medias, a fin de que la vergüenza nuestra nueva compañera, no se fije y nos acuse de impureza”.

 

Tal fue el consejo de Adán y ambos se internaron en la espesura de los bosques, donde fijaron su elección en la higuera; no en el árbol, que es hoy conocido entre nosotros por la excelencia de su fruto, sino el que conocen los indios del Malabar y del reino de Decán, que extiende sus brazos y cuyas hojas se desarrollan tan anchas y largas que sus tallos encorvados echan raíces, cual hijos que crecen en derredor del árbol madre; monumento de sombra de elevada bóveda, de paseos llenos de ecos, donde acude con frecuencia el pastor indio, huyendo del calor, para buscar el fresco y vigilar mientras pace su ganado por entre las hendiduras abiertas en lo más espeso del ramaje.

 

Adán y Eva cogieron aquellas hojas anchas como un escudo de amazona y ayudados por su maña particular las cosieron para ceñírselas a los lomos. ¡Vano tejido para cubrir su crimen y su vergüenza! ¡Oh! ¡Cuánto diferían de su primera y gloriosa desnudez! Como los americanos que halló Colón en estos últimos tiempos, ceñidos de un cinturón de plumas y desnudo el resto del cuerpo, vagando errantes por los bosques, por las islas y las umbrías márgenes de los ríos; del mismo modo iban cubiertos nuestros primeros padres y velada en parte su vergüenza, según creían; pero no pudiendo hallar su espíritu descanso ni sosiego se sentaron en el suelo rompiendo en llanto.

 

No sólo desbordaron de sus ojos torrentes de lágrimas, sino también empezaron a elevarse en su interior grandes tempestades. La cólera, el odio, la desconfianza, la sospecha, la discordia, todas las pasiones más tumultuosas conmovieron con violento choque el estado interior de su espíritu, región tranquila poco antes y llena de paz, hoy turbulenta y agitada; porque el entendimiento no gobernaba ya, y la voluntad se mostraba rebelde a sus órdenes; veíanse ambos sometidos al apetito sexual, que, a pesar de ser tan abyecto, usurpaba la soberanía de la razón, y se elevaba sobre ella como un tirano.

 

Con el corazón turbado, con feroz mirada y entrecortadas frases, Adán continuó de esta suerte su interrumpido discurso:

 

“¿Por qué no escuchaste mis palabras ni permaneciste a mi lado, como te lo suplicaba, cuando al despertar este infortunado día te viste poseída de ese extraño deseo, cuya procedencia desconozco, de vagar sola y errante? Continuaríamos aún siendo dichosos, y nos veríamos, como ahora, despojados de todo bien, avergonzados, desnudos, miserables.

¡Oh ¡Nadie busque en adelante una inútil razón para justificar la fidelidad debida, cuando se busca con ardor semejante prueba, debe deducirse que aquélla empezaba a flaquear.”

 

Eva, ofendida por tan amargo reproche, contestó inmediatamente:

 

“¿Qué severas palabras han pronunciado tus labios, Adán? ¡Achacas nuestra desgracia a mi debilidad, a lo que llamas mis deseos de vagar! ¿Quién sabe lo que hubiera podido suceder en tu presencia y aun a ti mismo quizá? Aunque el ataque se hubiera efectuado ante ti, aquí o allá, no habrías podido descubrir el artificio de la serpiente, hablando como hablaba. No siendo conocida ninguna causa de enemistad entre ella y nosotros, ¿cómo pensar que me aborreciese y que procurase mi daño? ¿Acaso no había de separarme nunca de tu lado?

Tanto hubiera valido crecer en él siempre, como una costilla inanimada. Siendo yo lo que soy, y tú el jefe, ¿por qué no me impusiste la orden terminante de no alejarme, puesto que iba, según dices, a arrostrar semejante peligro? Lejos de oponerme una prudente resistencia, te mostraste muy condescendiente conmigo, me diste tu permiso, aprobaste mi determinación y me despediste contento. Si hubieses tenido más firmeza y persistieras en tu negativa, ni yo hubiera faltado a mi deber, ni tú faltaras conmigo”.

 

Adán irritado por primera vez, le replicó:

 

“¿Es ése tu amor? ¿Es ésa la recompensa del mío, Eva ingrata; de mi amor, que te he declarado inmutable cuando ya estabas perdida, y cuando aún no lo estaba yo, que hubiera podido vivir y gozar de una felicidad eterna y he preferido, sin embargo, la muerte con tal de morir contigo? ¡Y me echas en cara haber sido la causa de tu desobediencia! Te parece que no te detuve con bastante severidad… ¿Qué más podía hacer? Te amonesté, te exhorté, te predije el peligro, te avisé que un enemigo emboscado te estaba acechando. Después de todo esto, sólo me faltaba emplear la fuerza, y la fuerza no cabe donde hay una voluntad libre. Pero la confianza en ti misma te ha arrastrado por estar cierta de que no tropezarías con el peligro, o que encontrarías en él materia para una gloriosa prueba. Puede ser también que yo me haya equivocado al prestar una admiración tan excesiva a lo que creía en ti tan perfecto, figurándome que el mal no intentaría nada contra ti; pero ahora maldigo este error, que es mi crimen, y por el cual me acusas. Otro tanto le sucederá al que, fiando demasiado en el mérito de la mujer, deje que sea la voluntad de ésta la que gobierne: al verse contrariada, la mujer no sufrirá ninguna violencia, pero si se la abandona a sí misma, y acaece algún daño, entonces lo achacará a la débil indulgencia del hombre.”

 

Adán y Eva consumían de este modo infructuosamente las horas en sus mutuas querellas, pero no reconociéndose culpables ni uno ni otro, parecían dispuestos a no poner término a su vana disputa.

 

FIN DEL “LIBRO IX”


Paradise Lost, 1667


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