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El paraíso perdido – Libro X

[Poema - Texto completo.]

John Milton

Entre tanto, la acción odiosa y pérfida que Satanás había cometido en el Edén era ya conocida en el cielo; se sabía cómo había seducido a Eva, oculto en la serpiente, obligándola a gustar el fruto fatal. ¿Qué es lo que puede ocultarse a la mirada de Dios, que lo ve todo, o engañarle siendo omnisciente? Sabio y justo en todas las cosas, el Eterno no impidió que Satanás tentara el ánimo del hombre dotado de toda su fuerza y de una voluntad libre, perfectas ambas para descubrir y rechazar los ataques de un enemigo o de un amigo falso. Adán y Eva conocían y debían recordar siempre la importante prohibición de no tocar al fruto, cualquiera que fuese el que los tentara. No obedeciendo, arrostraban la pena: ¿qué otra cosa podían esperar? Cómplices ambos en el pecado, merecían su caída.

 

Los guardas angélicos del Paraíso se apresuraron a subir al cielo tristes y abatidos, pensando en el hombre, porque tenían ya por él mismo conocimiento de su suerte, y asombrados de que el sutil enemigo hubiera burlado su vigilancia entrando en el Edén sin ser visto.

 

Apenas llegaron tan fatales nuevas de la tierra al cielo, todos los que las oyeron quedaron consternados. Una sombría tristeza se retrató en aquel instante en todos los semblantes divinos; tristeza que, mezclada de compasión, no llegó a velar su beatitud. El pueblo etéreo acudió presuroso en torno de los recién llegados, para oír y saber cómo había sido aquel acontecimiento; pero éstos se acercaban con presteza al trono supremo, como responsables que eran, para exponer en una justa defensa su extrema vigilancia, fácilmente aprobada; cuando el Altísimo, el Eterno Padre, desde el fondo de su misteriosa nube, hizo oír de esta suerte el trueno de su voz:

 

– “Ángeles aquí reunidos, potestades que volvéis de una comisión infructuosa, no os mostréis desanimados ni conturbados por esas noticias de la tierra, que no podía prevenir vuestro más exquisito cuidado. Había predicho ya lo que sucedería, cuando el tentador, saliendo por vez primera del infierno, atravesó el abismo. Os anuncié que prevalecería, poniendo por obra sin dilación su mal consejo; que el hombre sería seducido, perdido por la lisonja, y que daría crédito a la mentira contra su Creador. Mis decretos no han concurrido en la necesidad de su caída, ni tocado con el más leve movimiento de impulsión su voluntad libre, abandonada a su propia inclinación en un justo equilibrio. Pero el hombre ha caído, y ahora ¿qué resta, sino pronunciar la sentencia mortal contra su desobediencia, la muerte anunciada para este día? El hombre la presume ya vana y nula, porque aún no se le ha infligido, según temía, por algún golpe repentino; pero bien pronto, antes que termine el día conocerá que una prórroga no es una absolución: no se verá desdeñada la justicia como lo ha sido la bondad.

 

– Pero ¿a quién enviaré para juzgar a los culpables? ¿A quién, sino a Ti, vicerregente, mi Hijo? A Ti, a quien he transferido todo juicio en el cielo, en la tierra y en el infierno. Se verá fácilmente que me propongo unir la misericordia a la justicia enviándote a Ti, el amigo

del hombre, su mediador, designado para servirle a la vez de rescate y de redentor voluntario, destinado a ser hombre para que pueda juzgar al hombre caído”

 

Así habló el Padre, que entreabrió brillante la diestra de su gloria, e irradió sobre su Hijo su divinidad descubierta. El Hijo, rodeado de esplendor, y manifestándose como un reflejo vivo de su Padre, le respondió con una dulzura celestial:

 

– ¡Eterno Padre! A Ti te corresponde mandar; a Mi cumplir en el cielo y en la tierra tu voluntad suprema, a fin de que siempre puedas cifrar tu complacencia en Mí, tu Hijo amado. Voy a juzgar en la tierra a esos rebeldes a tu ley; pero ya lo sabes, cualquiera que sea al fallo, sobre Mi debe recaer el mayor castigo cuando llegue el tiempo. A eso me he comprometido en tu presencia: no me arrepiento de ellos; y eso es lo que me da el derecho de dulcificar su sentencia, que cae de rechazo sobre Mí; mitigaré el rigor de la justicia por la misericordia, de modo que entrambas sean más glorificadas, quedando plenamente satisfecha y aplacada tu cólera. Para esta misión no tengo necesidad de ir acompañado: no quiero séquito alguno, pues nadie debe asistir al juicio, excepto los dos que serán juzgados: el tercer culpable está ausente y condenado por lo mismo, su fuga le declara convicto y rebelde a todas las leyes: la convicción de la Serpiente no importa a nadie”.

 

Dijo y se levantó de su solio, radiante de una alta gloria colateral: los tronos, las potestades, los principados, las dominaciones, ministros suyos, le acompañaron hasta la puerta del cielo, desde donde se ve el Edén y toda su comarca en perspectiva: parte e inmediatamente se encuentra en él: el tiempo no alcanza a medir la rapidez de los dioses, por más que tenga veloces minutos por alas.

 

El sol, inclinado al Occidente, se alejaba ya del Mediodía, las apacibles brisas se despertaban a la hora señalada para dirigir su soplo a la tierra, e introducían en ella la tranquila frescura de la tarde. En tal momento llegó el Intercesor y dulce Juez, con una cólera más tranquila, para pronunciar la sentencia del hombre. La voz de Dios, que discurría por el jardín fue llevada por las suaves brisas a oídos de Adán y Eva, a la caída de la tarde; la oyeron y se ocultaron entre los árboles más frondosos. Pero Dios, avanzando, llamó a Adán en alta voz:

 

– Adán, ¿dónde estás, tú, que siempre salías gozoso a mi encuentro, apenas me divisabas desde lejos? No me place tu ausencia. ¿Por qué te entretienes en la soledad, cuando antes te presentabas solícito a mi vista sin necesidad de ser buscado? ¿Vengo ahora, por ventura, con menos esplendor? ¿Qué cambio causa tu ausencia? ¿Qué es lo que te detiene?

 

Se presentó Adán, y Eva con él, pero titubeando al hacerlo, por más que hubiera sido la primera en ofenderle. Los dos se aproximaron abatidos, inmutados, en sus miradas no brillaba ya ni el amor hacia Dios, ni su mutuo amor; sólo se veía en ellas el crimen, la vergüenza, la turbación, la desesperación, la cólera, la obstinación, el odio y la falacia.

Adán largo tiempo balbuciente, respondió con estas lacónicas palabras:

 

“Te he oído en el jardín y he tenido miedo a tu voz, porque estaba desnudo: ésa es la razón que he tenido para ocultarme.

 

Su misericordioso Juez le replicó sin reconvenirle:

 

“Muchas veces has oído mi voz, y no te ha causado miedo, sino que, por el contrario, te ha regocijado siempre. ¿Cómo es qué hoy se ha convertido en tan terrible para ti? ¿Quién te ha dicho que estás denudo? ¿Has comido el fruto del árbol que yo te había prohibido tocar?

 

Adán abrumado de tormentos, contestó:

 

“¡Oh cielo! ¡En cuán estrecha senda me encuentro hoy ante mi Juez, ya sea que tome sobre mí todo el crimen, o bien acuse de él a mi otro yo, a la compañera de mi vida! Yo debería ocultar su falta, en tanto que me queda su fidelidad, y no exponerla a la censura por mi queja, pero una rigurosa necesidad, un lamentable deber me obligan a hablar, no sea que refluyan a la vez sobre mi cabeza el pecado y su castigo, ambos insoportables. Aun cuando guardara silencio, descubrirías lo que yo te ocultara.

 

Esta mujer que creaste para que me ayudara, y que me habías ofrecido como el más perfecto de tus dones; esta mujer tan buena, tan llena de gracia, tan encantadora, tan divina, a quien no podía suponer capaz de mal alguno y que, por la nobleza de sus acciones parecía justificar todo cuanto hacía, esta mujer me ha presentado el fruto del árbol y yo lo he comido”.

 

La soberana Presencia replicó de este modo:

 

¿Era ella por ventura, tu Dios para prestarle más obediencia que a la voz de tu Creador?

¿Había sido hecha acaso para ser tu guía, tu superior ni aun tu igual, para que ante ella depusieses tu virilidad y la categoría superior a la suya de que Dios te había dotado; ante ella, que fue formada de ti y para ti, cuando tus perfecciones excedían en tan alto grado a las suyas en verdadera dignidad?. Es cierto que estaba rodeada de gracias y encantos para atraerse tu amor; pero no tu dependencia. Sus cualidades eran tales, que si bien parecían buenas para ser gobernadas, no lo eran para dominar: la autoridad te pertenecía como un atributo de tu persona, si hubieras sabido comprenderlo bien.

 

Habiendo Dios hablado así, dirigió a Eva estas pocas palabras:

 

– Di mujer. ¿Por qué has hecho eso?

 

La triste Eva casi anonadada por la vergüenza y pronta a confesar su falta, sin ser locuaz ni atrevida en presencia de su Juez, respondió confusa:

 

– La serpiente me engañó y comí.

 

Lo cual, oído por el Señor Dios, procedió sin más tardanza a pronunciar la sentencia de la serpiente acusada, a pesar de la irracionalidad de ésta, y ser, por tanto incapaz de hacer recaer el crimen que se la imputaba sobre el que la convirtió en instrumento del mal y la degradó obligándola a ejercer un empleo tan opuesto al fin de su creación: fue, pues, justamente maldecida como viciada en su naturaleza. Al hombre no le importaba saber más; pues aunque algo más supiera, esto no habría disminuido su falta. Sin embargo, Dios

aplicó la sentencia a Satanás, el primero en el pecado, pero con frases misteriosas que juzgó entonces las más a propósito y dejó caer así su maldición sobre la serpiente:

 

– Por cuanto has hecho esto, maldita eres entre todos los animales y bestias del campo.

Sobre tu vientre andarás arrastrándote, y polvo comerás todos los días de tu vida.

Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: ella quebrantará tu cabeza y tú pondrás asechanzas a su calcañar.

 

Así fue pronunciado el oráculo, que se verificó cuando Jesús, Hijo de María, segunda Eva, vio caer como un rayo desde el cielo a Satanás, príncipe del aire. Entonces, aquél, saliendo de la tumba, cargado con los despojos de los principados y potencias infernales, manifestó ostensiblemente su triunfo, y en una ascensión gloriosa, llevó cautiva a la cautividad a través de los aires, a través del mismo imperio, largo tiempo usurpado por Satanás. El que predijo en aquel día tan fatal quebranto, será el que huelle finalmente a Satanás bajo nuestros pies.

 

Después dirigiéndose a la mujer, pronunció así su sentencia:

 

– Multiplicaré tus dolores durante tu preñez, con dolor parirás los hijos y estarás bajo la potestad de tu marido y él tendrá dominio sobre ti.

 

La sentencia de Adán fue la última que pronunció:

 

– Por cuanto oíste la voz de tu mujer y comiste del árbol, del cual te ordené diciéndote: “No comerás de él”, maldita será tierra a causa de lo que has hecho: con afanes comerás de ella todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá, y comerás la hierba del campo.

Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, de la fuiste tomado, porque polvo eres, y en polvo te convertirás.

 

Así juzgó al hombre aquel que fue enviado a la vez como Juez y como Salvador, desviando de su cabeza el golpe repentino de la muerte anunciado para aquel día, Compadeciéndose luego de los que estaban desnudos ante él, expuestos a la influencia del aire, que iba a sufrir grandes alteraciones, no se desdeñó de empezar a tomar la forma de un servidor, como cuando más adelante lavó los pies a sus servidores, sino que, cual un buen padre de familia, cubrió su desnudez con piles de bestias muertas, o que habían mudado su piel como la Serpiente. No tuvo que pensar mucho para vestir a sus enemigos; y no sólo cubrió su desnudez con pieles de animales, sino también su desnudez interior, mucho más ignominiosa, envolviéndola con su manto de justicia y desviándola de las miradas de su Padre. Después se elevó rápidamente hacia él, en cuyo venturoso seno fue acogido, entrando en la gloria como otras veces, y refirió a su Padre, apaciguado, por más que nada le esté oculto, lo que había pasado con el hombre acompañando su relato de una piadosa intercesión.

 

Entre tanto, antes de haberse cometido y juzgado pecado alguno sobre la tierra, la Culpa y la Muerte estaban sentadas una frente a otra en el umbral de la puerta del infierno, que había quedado abierta vomitando a los lejos en el Caos una llama impetuosa, desde que el

Enemigo pasó por ella cuando la abrió la Culpa. Esta rompió el silencio hablando así a la Muerte:

 

“Hija mía, ¿por qué permanecemos aquí ociosas, mirándonos mutuamente, mientras Satanás, nuestro gran autor, prospera en otros mundos, y procura proporcionarnos, a nosotras, su progenie querida, una mansión más dichosa? No hay duda que habrá obtenido un feliz éxito, pues de lo contrario, ya hubiera regresado antes de ahora, acosado por la furia de sus perseguidores, porque ningún otro lugar puede ser tan adecuado como éste para su castigo o para la venganza de ellos.

 

En este momento creo que se eleva en mí un poder nuevo, que me nacen alas y que se me concede un vasto dominio más allá del abismo. No sé si es simpatía o más bien una poderosa fuerza connatural, lo que me incita a unir, a través de una inmensa distancia, y en una secreta amista, las cosas de la misma especie por las vías más secretas. Tú, mi sombra inseparable, debes acompañarme, porque ningún poder puede separar a la Muerte del Pecado. Pero como temo que nuestro padre se halle detenido, cómodo y llano hasta el infierno. Si las cosas pequeñas pueden ser comparadas con las grandes, algo parecido hizo Jerjes; el cual, abandonando su gran palacio memnoniano, acudió al mar desde Susa, para encadenar la libertad de Grecia, y por medio de un puente se hizo un paso a través del Helesponto, unió Europa a Asia y azotó con varas las ondas indignadas.

 

La Muerte y la Culpa, con maravilloso arte, lograron construir su obra, que consistía en una cadena de rocas suspendidas sobre el tumultuoso abismo, en la misma dirección que había llevado Satanás, hasta el sitio en que éste plegó sus alas y descendió, al salir del Caos, sobre la árida superficie de este mundo esférico. Allí la sujetaron, reforzándola con clavos y cadenas de diamante: ¡cuán sólida y cuán duradera la hicieron! Desde allí contemplaron, separados por un espacio de poca extensión, los confines de este mundo y los del cielo empíreo; a la izquierda estaba el infierno, pero con vastísimo abismo interpuesto; tres diferentes caminos conducían a aquellas tres regiones. Los monstruos se dirigen por el de la tierra y encaminan sus primeros pasos hacia el Edén; cuando he aquí se les presenta Satanás bajo la figura de un ángel de luz, elevándose hacia el cenit entre el Centauro y Escorpión, mientras el sol iba saliendo por Aries. Avanzaba disfrazado, pero a pesar de sus disfraz, en breve le reconocieron sus queridos hijos.

 

Satanás, después de haber seducido a Eva, se había internado cautelosamente en el bosque contiguo, y cambiando de forma para observar las consecuencias del suceso, vio que Eva repetía su acción criminal con su marido, aunque sin mala intención, y vio que ambos buscaban un velo inútil para ocultar su vergüenza; pero cuando observó que el Hijo de Dios, descendía para juzgarlos, huyo atemorizado, no porque esperara sustraerse al castigo, sino con intención de retardarlo, y temeroso en culpabilidad de lo que pudiera infligirle de súbito la cólera del Hijo. Pasado el peligro, volvió por la noche y acercándose al lugar donde estaban sentados los dos infortunados esposos, escuchó sus tristes palabras y sus diferentes quejas, por las cuales tuvo noticia de su propia sentencia; comprendió que la ejecución de ésta no era inmediata, sino aplazada para tiempos venideros y lleno de gozo con aquellas noticias, regresó entonces al infierno. Encontró inesperadamente en los bordes del Caos, junto al pie de aquel nuevo y maravilloso puente, a sus queridos vástagos, que iban en su busca. Al reunirse con ellos sintió una gran alegría, que vino a aumentar la vista

del prodigioso puente; permaneció largo rato contemplándolo con admiración, hasta que la Culpa, su encantador hija, rompió así el silencio:

 

“¡Oh padre mío! He aquí tus magníficas obras, tuyos son los trofeos que estás contemplando como si no lo fueran, tú eres su autor y su primer arquitecto, porque apenas hube adivinado en mi corazón, apenas hube adivinado el feliz éxito de tu empresa, como me lo manifiestan ahora tus miradas, cuando a pesar de los mundos que nos separaban, me sentí atraída hacia y conmigo está tu hija; tan fatal es el Destino que nos une. No era posible que el infierno nos detuviera por más tiempo y en sus límites, ni ese abismo intransitable y tenebroso podía impedirnos ya que siguiéramos tus ilustres huellas. Tú has dado cima a nuestra libertad; relegadas hasta ahora detrás de las puertas del infierno, nos ha comunicado la fuerza necesaria para llevar a cabo esta inmensa fábrica, para echar este enorme puente sobre el sombrío abismo.

 

De hoy más te pertenece todo este mundo; lo que no ha edificado tu mano, lo ha conseguido tu virtud, tu saber ha recobrado con ventaja lo que habías perdido en la guerra, y ha vengado plenamente nuestra derrota en el cielo. Aquí reinarás como monarca; allí no reinabas, que domine, pues allí tu vencedor, como lo ha decidido el combate, pero que se retire lejos de este mundo nuevo que acaba de enajenarse por su propia sentencia. Que compartía en adelante contigo la monarquía de todas las cosas divididas por las fronteras del Empíreo, quédese El con la ciudad de forma cuadrada, y tú con el mundo orbicular o que intente provocarte de nuevo, ahora que eres más peligros para su trono”.

 

El príncipe de las tinieblas le respondió con alegría: Hija encantadora, y tu mi hija y nieta a la vez habéis dado hoy una gran prueba de que pertenecéis a la raza de Satanás, habéis merecido, bien de mí y de todo el imperio infernal, cuando tan cerca de la puerta del cielo habéis respondido a mi triunfo con un acto triunfal, a mi gloriosa obra con esa obra gloriosa, y habéis hecho del infierno y de ese mundo un solo reino, el nuestro, un solo continente de fácil comunicación.

 

Así, pues, mientras yo desciendo cómodamente por vuestro camino a través de las tinieblas en busca de los compañeros de mi poder, para noticiarles y celebrar con ellos estos acontecimientos, seguid vosotras ese otro en dirección al Paraíso, por entre esos orbes numerosos que ya son vuestros y habitad allí, reinando en medio de la felicidad. Desde allí ejerced vuestro dominio sobre la tierra y sobre el aire, y principalmente sobre el hombre, declarado señor de todo, convertidle primero en vuestro esclavo y matadle después. Os envío en mi reemplazo y os nombro en la tierra plenipotenciarios de un poder sin igual emanado de mí. Ahora, de la unión de nuestras fuerzas depende mi soberanía en ese nuevo reino entregado a la Muerte por el pecado merced a mis esfuerzos. Mientras prevalezca vuestro poder reunido, los intereses del infierno no deben temer ningún detrimento. Id, pues, y sed fuertes”.

 

Dicho esto, las despidió. Emprenden su marcha velozmente a través de las constelaciones más espesas, diseminando por ellas su ponzoña; las estrellas infectadas, palidecieron y los

planetas heridos por una maligna influencia emanada de ellos mismos, sufrieron un verdadero eclipse. Siguiendo Satanás el camino opuesto, descendió por la calzada hasta la puerta del infierno. El Caos lanzó un gemido por los dos lados en que le había dividido aquel puente, y azotó con sus imponente olas los costados de aquel dique que se burlaba de su indignación.

 

Satanás atravesó la puerta del infierno, que estaba abierta y descuidada, y vio que la soledad reinaba en torno, porque los que tenían el encargo de permanecer allí habían abandonado su puesto y volado hacia el mundo superior. Los demás se habían retira al interior, en torno de los muros del Pandemónium, corte y asiento soberbio de Lucifer, que fue llamado así por alusión a esta estrella brillante comparada con Satanás. Allí vigilaban las legiones, mientras los grandes reunidos en consejo, mostraban inquietud por los azares que podían ocasionar la tardanza de su emperador, enviado por ellos, tal era la orden que éste les había dado al partir y que cumplían fielmente.

 

Con el tártaro que, huyendo del ruso, su enemigo, se retira hacia Astracán, atravesando nevadas comarcas; o como el sofí de la Bactriana que, al huir de la turca media luna, deja devastado a su paso todo cuando se extiende más allá del reino de Aladula en su retirada hacia Tauris o Casbin, así la hueste últimamente desterrada del cielo dejó desiertas muchas leguas de tinieblas y se retiró a lo más apartado del infierno, concentrándose como guardia vigilante en derredor de su metrópoli, y esperando de hora en hora al gran aventurero de regreso de su exploración por mundos desconocidos.

 

Este atravesó por en medio de la multitud sin ser notado, bajo la figura de un ángel del último orden de la milicia plebeya; desde la puerta de la sal Plutoniana subió invisible sobre su alto trono, el cual estaba colocado en la parte más elevada bajo un dosel del más rico tisú y ostentando una magnificencia regia. Permaneció sentado algún tiempo y vió sin ser visto cuanto había en torno suyo; por último como si se abriera paso a través de una nube, dejóse ver su cabeza radiante y su forma de estrella resplandeciente; o con más brillantez aún, revestido de la gloria tolerada, del falso esplendor que conservó después de su caída. La muchedumbre estigiana, sumamente sorprendida con tan repentino brillo, dirigió hacia él sus miradas y conoció al que deseaba, a su poderoso jefe, que había vuelto. Inmensa fue la aclamación en que todos prorrumpieron, los pares abandonando sus deliberaciones, se levantaron precipitadamente de su sombrío diván y se dirigieron a felicitar a Satanás, poseídos de igual júbilo. Este impuso silencio con un ademán y llamó la atención general con estas palabras:

 

“Tronos, dominaciones, principados, virtudes, potestades, porque así quiero llamaros y como tales os declaro ahora, no sólo por derecho, sino también por posesión. Después de un éxito que ha excedido a todas mis esperanzas, vuelvo para sacaros triunfantes de este abismo infernal, abominable, maldito, mansión de miseria y cárcel nuestro tirano. Ahora poseéis como señores un mundo espaciosa poco inferior a nuestro cielo natal y que, mediante mi ardua empresa, he adquirido para vosotros a costa de grandes peligros.

 

Sería prolijo referir lo que he hecho, lo que he sufrido, las penas con que he viajado por la vasta profundidad de la horrenda confusión sin límites, sin realidad, sobre la que la Culpa y la Muerte acaban de construir una ancha vía para facilitar vuestra gloriosa marcha, pero yo

he tenido que abrirme con un inmenso trabajo un paso desconocido; he tenido que remontarme por el indomable abismo y sumergirme en las entrañas de la Noche sin origen y del feroz Caos, que, celosos de sus secretos, se opusieron violentamente a mi extraño viaje con furiosos clamores, protestando ante el Destino supremo.

 

Tampoco os diré cómo he encontrado ese mundo recientemente creado, cuya fama ha tiempo había resonado en el cielo, maravilloso edificio de una perfección acabada, en donde el hombre, colocado en un paraíso gracias a nuestro destierro, fue creado feliz. Por medio de mi astucia, he apartado al hombre de su Creador; le he seducido y para mayor admiración vuestra, ¡le he seducido, con una manzana! Ofendido por esto el Creador, ha entregado a su amado hombre y todo el mundo al Pecado y a la Muerte, y por consiguiente a nosotros, que lo hemos ganado sin riesgo, sin trabajo ni alarmas, para recorrerlo, habitarlo y dominar sobre el hombre, como sobre todo lo que él habría dominado.

 

Verdad es que Dios me ha juzgado también, o mejor dicho, no me ha juzgado a mí, sino a la Serpiente, a ese animal bajo cuya forma he seducido al hombre. Lo que me alcanza de esa sentencia es la enemistad que establecerá entre mí y el género humano, al que he de morder el talón y cuya raza quebrantará mi cabeza, aunque no se dice cuándo. ¿Quién no compraría un mundo en cambio de una herida y aun a mayor precio todavía? Os he hecho ya la revelación de mi empresa ¿Qué otra cosa os queda que hacer, ¡oh dioses!, sino levantaros y entrar en posesión de la beatitud que os he preparado”.

 

Después de haber hablado de esta suerte, permaneció inmóvil un momento, esperando las aclamaciones universales y los grandes aplausos que debían halagar su oído; pero en contra de lo que se prometía, oyó por todos lados un silbido unánime y siniestro producido por innumerables lenguas, señal inequívoca del desprecio público. Quédase asombrado, pero su admiración duró un breve instante, porque al punto hubo de admirarse más de sí mismo; sintió que su rostro se reducía y se afilaba, que sus brazos se pegaban a sus costados, sus piernas se enroscaban entre sí y finalmente, privado de sus pies, caía convertido en una monstruosa serpiente, arrastrándose sobre su vientre, quiere resistir, más en vano, porque domina sobre él un poder mayor, que, según su sentencia le castiga bajo la figura con que había pecado. Quiere hablar, pero su lengua, hendida en forma de horquilla, responde con silbidos a los silbidos de las lenguas hendidas que le rodean, porque todos los demonios sufrieron la misma transformación, cómplices de su audaz atentado, todos se convirtieron en serpientes. Terrible fue el estridor de los silbidos en aquella sala llena de un espeso hormiguero de monstruos, que confundían sus repugnantes pliegues y mezclaban en sus movimientos sus colas y sus terribles cabezas, como el escorpión, el áspid, el cruel anfisbena, la cerasta armada de cuernos, la hidra, el dipsa y el siniestro elope; jamás se vieron tantos ni tan numerosos enjambres de reptiles en la tierra regada con la sangre de la Gorgona, ni en la isla de Ofiusa.

 

Entre todos descollaba Satanás, transformado en dragón, excediendo en tamaño a la enorme serpiente Pitón, engendrada por el sol en el fango del valle pítico y conservando aún de este modo su imperio sobre los demás. Todos le siguieron cuando salió para dirigirse al campo abierto; estaban allí los que quedaban de las bandas rebeldes caídas del cielo, apostados o formados en orden de batalla, gozando de antemano con la esperanza de ver aparecer en triunfo a su príncipe glorioso; pero contemplaron un espectáculo muy diverso, una multitud

de horror y sometidos a una horrible simpatía, se veían; cayeron sus brazos, sus lanzas y sus escudos y cayeron con igual prontitud ellos mismos, repitiendo los espantosos silbidos y tomando la horrible y contagiosa forma de sus compañeros, iguales en el castigo como lo fueron en el crimen. Así es que los aplausos que tenían preparados se trocaron en una explosión de silbidos, triunfo de la afrenta, que de su propia boca refluía sobre ellos mismos.

 

Cerca de allí había aparecido un elevado bosque en el momento mismo de su transformación y por orden del que reina allá arriba; para agravar su pena, las ramas de los árboles estaban cargadas de un hermoso fruto semejante al que crecía en el Edén, y que el tentador había elegido para seducir a Eva. En tan extraño objeto fijaron los demonios sus ardientes miradas, imaginándose que, en vez de un árbol prohibido, había crecido una multitud de ellos para multiplicar su vergüenza o sus tormentos. Devorados, sin embargo, por una sed ardiente y un hambre cruel, enviada por Dios para atraerlos a aquel lazo, no pueden contenerse, y se precipitan a montones, trepan a los árboles y se enroscan en sus ramas, más apiñados que los nudos de serpientes que formaban bucles en la cabeza de Megera. Arrancan con avidez la fruta que tan hermosa le parecía, semejante a la que crece cerca de aquel lago bituminoso donde pereció Sodoma abrasada, pero el fruto infernal, más seductor todavía, engaña al gusto y no al tacto. Los perversos espíritus, esperando neciamente aplacar su hambre, mascan en vez de fruta amargas cenizas, que su ofendido paladar arroja en medio de ruidosas contorsiones. Obligados por el hambre y la sed, intentan probarla de nuevo, pero aquella acre aspereza, aquella invencible repugnancia, les obliga sin cesar a retorcer sus mandíbulas, llenas de hollín y ceniza. Muchas veces cayeron en el mismo engaño, difiriendo en ello del hombre, que no cayó más que una vez. De este modo continuaron atormentados por el hambre y por un largo y continuado silbido, mientras no alcanzaban el permiso de recobrar su perdida forma. Y es fama que fue decretado que los años sufran, durante cierto número de días, aquella humillación, para quebrantar su orgullo y su contento por haber seducido al hombre. A pesar de esto, esparcieron por el mundo pagano alguna tradición con respecto a su conquista y refirieron la fábula de que la serpiente llamada por ellos Ofión en compañía de Eurynoma, que quizá usurpó el nombre de Eva en remotos tiempos, fue la primera que reinó en el alto Olimpo de donde fue arrojada por Saturno y por Ops, antes de que naciera Júpiter Dicteo.

 

Entre tanto la pareja infernal llegó en breve al Paraíso. La Culpa había estado antes en él como potencia después en acción; ahora iba a él en persona para residir como perpetuo habitante. La Muerte la seguía de cerca paso a paso no montada todavía en su pálido caballo. La Culpa le dijo:

 

“Segundo vástago de Satanás, ¡oh Muerte! Que debes conquistarlo todo: ¿qué piensas de nuestro nuevo imperio, que no sin gran trabajo hemos adquirido? ¿No vale mucho más estar aquí que vigilar sentadas todavía en el umbral del negro infierno, sin nombre, sin ser temidas, y tú misma medio muerta de hambre?”

 

El monstruo nacido de la Culpa le respondió inmediatamente:

 

“Para mí, que desfallezco de una eterna hambre, infierno, tierra o cielo, todo es igual; me hallo mejor donde más presa encuentro, y ésta, si bien aquí es abundante, parece demasiado pequeña para saciar este estómago, este vasto cuerpo que no cubre piel alguna”.

 

La incestuosa madre replicó:

 

“Aliméntate desde luego con esas hierbas, esos frutos y esas flores, y luego, con cada bruto, pez o ave, que no son manjares despreciables, devora sin tasa las cosas que vaya segando la guadaña del Tiempo, hasta el día en que, después de haber residido yo en el hombre y en su raza, después de haber contaminado sus pensamientos, sus miradas, sus palabras, sus acciones te lo haya preparado y sazonado para ser tu última y más sabrosa presa”.

 

Diciendo esto, los dos monstruos se dirigieron por diferentes caminos a fin de destruir o desinmortalizar a las criaturas y prepararlas para una destrucción mas o menos próxima, viendo lo cual el Todopoderoso desde lo alto de su trono sublime, en medio de los santos, hizo oír de esta suerte su voz a aquellas brillantes jerarquías:

 

“Ved con que ardor se adelantan esos perros del infierno para desolar ese mundo, que había creado yo tan bueno y tan hermoso, y que aún permaneciera en tal estado si la locura del hombre no hubiese abierto el camino a esas furias devastadoras que me imputan semejante necedad. Así obran el príncipe del infierno y sus partidarios, porque soporto con facilidad que se apoderen y posean tan celestial morada creyendo que una ciega connivencia me asocia a los proyectos de mis insolentes enemigos, los cuales se ríen, como si arrebatado por la cólera lo hubiera abandonado todo a su discreción y a sus desórdenes. Ignoran que he llamado y traído aquí a esos mis perros infernales para que laman la suciedad y la inmundicia que el impuro pecado del hombre ha esparcido sobre todo lo que era puro en la tierra hasta que, satisfechos, ahítos y próximos a reventar con las sobras de todo cuanto hayan chupado y tragado, sean por fin precipitados a través del Caos, el Pecado, la Muerte y la abierta tumba al solo impulso de tu brazo vencedor, ¡oh mi Hijo amado!, quedando cerrada para siempre la boca del infierno y selladas sus voraces mandíbulas. Entonces, renovados el cielo y la tierra, serán purificados, para santificar lo que ya no recibirá mancha alguna. Pero hasta que llegue ese momento es preciso que se cumpla la maldición pronunciada contra los dos culpables.

 

Calló y el celeste auditorio entonó aleluyas semejantes al fragor de los mares, y la multitud cantó:

 

“¡Justas son tus miras, equitativos en todas tus obras tus decretos! ¿Quién será capaz de debilitar tu poder?”

 

En seguida dedicaron sus cánticos al Hijo, Redentor predestinado de la raza humana, por quien un nuevo cielo y una nueva tierra se levantarán en las edades venideras o descenderán del Empíreo.

 

Tal fue su canto, y llamando después el Creador por sus nombres a los más poderosos de entre sus ángeles, les confió diferentes comisiones que convenían al mejor estado de las cosas. El sol fue el primero que recibió la orden de modificar su curso, y de brillar de

modo que hiciera sufrir a la tierra un frío un calor apenas soportables, de llamar desde el fondo del Norte al decrépito invierno, y traer desde el Mediodía el calor del solsticio estival. Los ángeles prescribieron a la blanca Luna sus funciones, y a los otros cinco planetas sus movimientos y sus aspectos en sextil, cuadrado, trino y opuesto de una eficacia nociva; les enseñaron cuándo debían reunirse en una conjunción desfavorable, y a las estrellas fijas cómo debían derramar su maligna influencia, y cuáles de entre ellas serían las que, saliendo u ocultándose con el sol, habían de promover tempestades. Designaron a los vientos sus cuadrantes, y les indicaron cuándo habían de turbar con fragor el mar, el aire y la playas, y por último, enseñaron al trueno a rodar con estruendo en las salas tenebrosas del aire.

 

Unos dicen que el Todopoderoso ordenó a sus ángeles que inclinaran los polos de la tierra dos veces diez grados y más sobre el eje del sol, a cuyo efecto empujaron oblicuamente y con gran esfuerzo este globo central; otros pretenden que se ordenó al sol volver sus riendas en una latitud igualmente distante de la tierra dos veces diez grados y más sobre el eje del sol, a cuyo efecto empujaron oblicuamente y con gran esfuerzo este globo central; otros pretenden que se ordenó al sol volver sus riendas en una latitud igualmente distante de la línea equinoccial, entre el Toro, las siete hermanas Atlánticas y los Gemelos de Esparta elevándose hacia el Trópico de Cáncer y que descendiera desde éste al de Capricornio por los signos del León, la Virgen y la Balanza a fin de llevar a cada clima las vicisitudes de las estaciones. A no ser por esto, una eterna Primavera, siempre adornada de flores, habría sonreído a la tierra, siendo iguales sus días y sus noches, menos para los habitantes que estuvieran más allá de los círculos polares; para éstos el día hubiera brillado sin noche, mientras que el sol indemnizándoles de su inmensa distancia habría girado a su vista alrededor del horizonte, sin que conocieran Oriente ni Occidente, y ni el helado Estotiland, al Norte, ni las tierras australes que hay más allá de la de Magallanes, se verían cubiertas por la nieve.

 

En cuanto fue probado el fruto fatal, el sol desvió su curso, como si hubiera presentido el banquete de Tiestes. De otro modo, ¿cómo el mundo habitado, aunque estuviera sin mancilla, habría podido evitar más que hoy día el intenso frío y el calor ardiente? Aquellos cambios en los cielos produjeron, a pesar de su lentitud, otros cambios parecidos en la tierra y en el mar, tales como las tempestades sidéreas, los vapores, las nieblas y las exhalaciones abrasadoras corrompidas y pestilenciales.

 

Ahora, desde el septentrión de Norumbega y desde las costas de los Samoyedos, Bóreas y Coecias, el ardiente Argestes y Tracias, forzando su cárcel de bronces y armados de nieve, de hielo, de granizo, de tempestuosas ráfagas y de torbellinos, desgarran los bosques y los mares trastornados, que también lo son por los vientos contrarios del Mediodía, por el Noto y el Afer, ennegrecidos con las nubes tronadoras de Sierra Leona. A través de éstos, pero con menos fuerza, se precipitan de Levante y de Poniente el Euro y el Céfiro, y sus turbulentas colaterales, Siroco y Libecchio. De esta suerte empezó la violencia en las cosas sin vida; después la Discordia, primera hija del Pecado, introdujo a la Muerte entre las cosas irracionales, valiéndose de la furiosa Antipatía; entonces el bruto hizo la guerra al bruto; el ave, al ave: el pez, al pez; todos los animales vivientes, dejando de pacer la hierba se devoraban mutuamente, y sólo tuvieron hacia el hombre un temor mezclado de respeto, pero huyeron de él o le miraron cuando pasaba cerca de ellos con feroz aspecto.

 

Tales era exteriormente las crecientes miserias que Adán iba entreviendo en parte, a pesar de estar oculto en la más tenebrosa sombra y entregado al pesar. Pero en su interior su mal era mucho mayor; juguete de un tempestuoso mar de pasiones, procuraba aliviar su corazón con estas tristes quejas:

 

“¡Oh cuánta miseria, después de tan gran felicidad! ¿Era éste el fin de un mundo nuevo y tan glorioso? Y yo, que hace poco era la gloria de esta gloria, ¡me veo ahora maldecido, cuando antes estaba colmado de beneficios; obligado a sustraerme a la presencia de Dios, cuya vista era entonces el colmo de la felicidad! Y si al menos se redujera a eso mi infortunio, puesto que lo he merecido, soportaría mi propio demérito, pero de poco o de nada me serviría. Todo cuanto coma o beba, todo cuanto engendre es una maldición propagada. ¡Oh palabras oídas en otro tiempo con delicia: Creced y multiplicaos, palabras que ahora traen consigo la muerte! Porque, ¿qué es lo que puedo hacer crecer y multiplicarse, sino las maldiciones sobre mi cabeza? ¿Quién será el que, en las edades venideras, al sentir los males que le habré legado, no maldecirá mi memoria? “¡Perezca la memoria de nuestro impuro antepasado! -exclamarán-. ¡Esta es, Adán, la gratitud que te debemos!” Y un agradecimiento semejante será un execración.

 

“A la maldición que llevo conmigo vendrán a añadirse como por un violento reflujo todas las que proceden de mí; en mi se reunirán como en su centro natural, y aunque ocupen el puesto que les corresponde, me doblegarán bajo su peso. ¡Oh goces fugaces del Paraíso, cuán caros os he comprado a costa de desgracias infinitas! Cuando permanecía en el polvo,

¿te pedí acaso, ¡oh creador!, que me transformaras en hombre? ¿He solicitado que me sacaras de las tinieblas o que me colocaras en este delicioso jardín. Como mi voluntad no ha concurrido en mi ser, es justo y equitativo que me reduzcas otra vez al polvo del que nací, ya que deseo resignar, devolver lo que he recibido, pero me siento incapaz de cumplir tus durísimas condiciones, por las cuales debía alcanzar un bien que no he solicitado. ¿Por qué has añadido a la pérdida de este bien, que ya es bastante castigo el sentimiento de una desdicha sin fin? Tu justicia parece inexplicable…

 

Sin embargo, lo confieso, es ya demasiado tarde para protestar de este modo, porque yo hubiera debido rechazar las condiciones, cualesquiera que fuesen, cuando me fueron propuestas. Tú has aceptado, Adán; ¿pretenderás, no obstante, gozar del bien, al paso que no te parecen aquéllas convenientes? Dios te ha hecho sin tu permiso, según dices; pero si te desobedece un hijo tuyo, y al ser reprendido por ti te contesta: ¿Por qué me has engendrado? Yo no te lo he pedido”, ¿admitirías en tu menosprecio tan orgullosa respuesta? A ser tuya la elección, no le hubieras engendrado, es cierto; pero debió su ser a un enlace necesario de las leyes de la Naturaleza. Dios te ha hecho por su propia elección, y de su propia voluntad para servirle, tu recompensa procedía de su gracia, tu castigo de su justa voluntad. Pues bien: sea así, me someto; su sentencia es equitativa: polvo soy y polvo me he de volver.

 

¡Oh, momento feliz, venga cuando quiera! ¿Por qué tarda la mano del Todopoderoso en ejecutar lo que su decreto fijó para este día? ¿Por qué he de sobrevivir? ¿Por qué se ríe de mí la muerte y por qué se ha conservado para sufrir un tormento inmortal? ¡Con qué placer soportaría la muerte, mi sentencia, convirtiéndome en tierra insensible! ¡Con cuánto gozo

me recostaría como en el seno de mi madre! Allí reposaría y dormiría con seguridad. La terrible voz de Dios no retumbaría en mis oídos; el temor de un mal peor para mi posteridad no me atormentaría con una cruel expectativa…

 

“Sin embargo, una duda me persigue: ¿Y si me fuera imposible morir del todo? ¿Y si el puro soplo de la vida, el espíritu del hombre que Dios le inspiró no pudiera perecer con esta corporal arcilla? Entonces, ya fuese en la tumba o en cualquier otro sitio funesto, ¿viviría aún después de muerto? ¡Oh pensamiento horrible, suponiendo que sea cierto! Pero ¿por qué ha de serlo? Ese soplo de la vida no es el que ha pecado. ¿Qué puede, pues, morir, sino lo que tuvo vida y pecó? El cuerpo no ha tenido propiamente parte en la vida ni en el pecado; todo morirá, pues, conmigo; esta idea debe calmar mis dudas, ya que a más allá no alcanza el pensamiento humano.

 

Y por que el Señor de todas las cosas sea infinito, ¿lo será también su cólera? El hombre no lo es, luego es mortal. ¿Cómo ejercerá el Altísimo una cólera sin fin sobre el hombre a quien debe poner término la muerte? Puede el Señor hacer inmortal a la muerte? Eso sería caer en una extraña contradicción imposible en Dios, porque argüiría debilidad y no poder.

Por amor hacia su cólera, ¿extendería lo finito hasta lo infinito en el hombre castigado, para satisfacer su rigor nunca satisfecho? Eso sería llevar su sentencia aún más allá del polvo y de la ley de la Naturaleza, por la cual todas las causas obran según la capacidad de los seres en los que opera la materia, y no según la extensión de su propia esfera. Pero ¿y si la muerte no extingue de un solo golpe el sentimiento, como yo he supuesto, y desde hoy se convierte en una miseria interminable, tal como la empiezo a experimentar a la vez dentro y fuera de mí, y esto sigue perpetuamente del mismo modo?…¡Ah! De nuevo se apodera de mí este temor, que pesa como una tormenta terrible sobre mi cabeza indefensa.

 

La muerte y yo somos eternos e incorpóreos juntamente. Pero no soy el único que participa de esta suerte, sino que conmigo está maldecida toda mi posteridad. ¡Qué hermoso patrimonio os lego, hijos míos! ¡Oh! ¿Por qué no lo habré de consumir todo entero y no dejaros nada de él? Desheredados de este modo, me bendeciríais, en vez de maldecirme.

¡Ah! ¿Por la falta de un solo hombre ha de verse condenada toda la raza humana, por más que sea inocente? Pero, ¿lo será? ¿Qué puede salir de mí que no sea corrompido, de un espíritu y de una voluntad depravados, y que no esté dispuesto, no sólo a hacer lo mismo que yo he hecho? Y siendo así, ¿cómo podrían permanecer libres de responsabilidad en presencia de Dios?

 

Después de todas estas reflexiones me veo obligado a absolver al Señor. Todos mis vanos subterfugios, todos mis razonamientos me conducen a través de sus laberintos a mi propia convicción. En primero y último lugar, sobre mí, sobre mí solo, autor y origen de toda corrupción, debe recaer justamente todo vituperio; ¡así pudiera recaer también toda la cólera! ¡Deseo insensato! ¿Te sería acaso posible soportar esa carga fatal, mucho más pesada que la tierra, mas aún que el universo, aunque esté repartida entre ti y esa infame mujer? Pero lo que deseas y lo que temes destruye igualmente toda esperanza de refugio, y te declara más miserable que todo ejemplo pasado y futuro, semejante tan sólo a Satanás en crimen y en castigo. ¡Oh conciencia! ¡En qué abismo de inquietudes y horrores me has precipitado! No encuentro ningún camino para salir de él; porque al intentarlo caigo de un abismo en otro más profundo!”.

 

Así se lamentaba Adán en alta voz durante el silencio de la noche; noche que ya no era, como antes de la caída del hombre, sana, fresca y apacible, sino rodeada de una atmósfera sombría y envuelta en húmedas y espesas tinieblas, que presentaban todas las cosas ante la culpable conciencia de nuestro primer padre con un doble terror. Tendido sobre la tierra, sobre la fría tierra, maldecía con frecuencia su creación, y acusaba por su tardanza a la muerte, pues que, según se le había anunciado, debía sorprenderle el mismo día de la ofensa.

 

¿Por qué no acude la muerte -decía- y me libra de mí mismo con un golpe tres veces dichoso? ¿Faltará la verdad a su palabra? ¿No se apresurará a ser justa la Justicia Divina?

Pero la muerte no acude a mi llamamiento; la Justicia Divina no acelera su lento paso a pesar de mis súplicas o mis lamentos. Bosques, fuentes, colinas, valles, florestas, ¡con qué diferentes ecos enseñaba yo en otro tiempo a vuestras umbrías a responderme, y a repetir a los lejos otro canto semejante al mío!”

 

Cuando la triste Eva vio la aflicción de Adán desde el sitio en que permanecía sentada y desolada, se acercó a él, y procuró aliviar su violento dolor con dulces palabras; pero él la repelió con severa mirada, diciéndole:

 

“¡Lejos de mí, serpiente!… Ese es el nombre que mereces, por haberte ligado a ella, haciéndote tan falsa y tan aborrecible como ella. Sólo te falta tener una forma y un color semejantes a los suyos, para revelar tu interior insidioso, y hacer que todas las criaturas venideras se precavan de ti por temor de que tu demasiado celestial figura, encubriendo una falsedad infernal, les haga caer en el lazo. Sin ti yo habría continuado siendo feliz, sin tu orgullo y tu vanidad vagabunda no hubieras desechado mis amonestaciones cuando estabas menos segura, y rechazado con desdén mi justa desconfianza. Ardías en deseos de ser vista por el mismo demonio, a quien en tu presunción creías dejar burlado; pero habiéndote encontrado con la Serpiente, has sido burlada y engañada, tú por ella, y yo por ti, por haber confiado en ti, que saliste de mi costado. Te creí prudente, constante, circunspecta, a prueba de todo ataque, sin comprender, que en ti todo era apariencia más bien que sólida virtud, que no eras más que una costilla torcida por la naturaleza, y según veo, más inclinada hacia el lado izquierdo, de donde fue sacada. ¡Ah! ¡Si a lo menos hubiese sido desechada por exceder del número de las debía tener mi cuerpo!

 

¡Oh! ¿Por qué Dios, el sabio Creador, que pobló los altos cielos de espíritus masculinos, creó al fin esta novedad en la tierra, esta hermosa imperfección de la Naturaleza? ¿Por qué no ha llenado de una vez el mundo de hombres, así como llenó el cielo de ángeles, sin mujeres? ¿Por qué no ha recurrido a otro medio para perpetuar la especie humana? Si así fuese, no hubiera acaecido esa desgracia ni las que vendrán en pos de ella, ni ocurrirían en la tierra los innumerables disturbios ocasionados por los artificios de las mujeres y por íntimo consorcio con su sexo; porque, o el hombre no encontrará jamás la compañera que le conviene, sino que la tendrá tal cual se la depare el infortunio o el error; o la que más desee será la que menos obtenga por su perversidad, y verá que la alcanza otro menos acreedor que él; si, por el contrario ella le ama, estará contrariada por sus padres, o se le presentará otra elección más ventajosa, cuando ya sea demasiado tarde, y está unido por los vínculos

del matrimonio a una cruel enemiga, su odio o su vergüenza. De todo esto resultará una calamidad infinita para la especie humana, que turbará la paz del hogar doméstico”.

 

Adán no pronunció una palabra más y se desvió de Eva; pero ésta sin desanimarse, bañada en llanto que no cesaban de derramar sus ojos, y con los cabellos desordenados, cayó humildemente a sus pies y abrazando sus rodillas, imploró su perdón y exhaló así sus quejas:

 

“No me abandones de ese modo, Adán; el cielo es testigo del amor sincero y del respeto que hacia ti siente mi corazón. ¡Te he ofendido sin intención, engañado desgraciadamente!

Suplicante, mendigo tu misericordia y abrazo tus rodillas. No me prives de lo que me da aliento para vivir, de tus dulces miradas, de tu apoyo, de tus consejos, que en tan extrema necesidad son mi sola fuerza y mi amparo. Abandonada por ti, ¿dónde me retiraré?

¿Dónde subsistiré? Mientras vivamos, y quizá dure nuestra existencia algunas horas rápidas, reine la paz entre nosotros. Ya que hemos estado unidos para la ofensa, unámonos en nuestra enemistad contra el enemigo que nos ha sido designado expresamente por nuestra sentencia, contra la cruel serpiente. No me hagas sentir el peso de tu odio por esa desgracia que nos ha acontecido, porque yo estoy ya perdida y soy la más miserable de los dos. Hemos pecado juntos; pero tú contra Dios solamente y yo contra él y contra ti.

¡Volveré al mismo sitio donde Dios ha pronunciado su fallo, y allí importunaré al Cielo con mis lamentos, a fin de que, apartada la sentencia de tu cabeza, caiga sobre mí, que soy para ti la causa única de toda esta miseria! ¡Yo, tan sólo yo, debo ser el justo objeto de la cólera del Señor!

 

Terminó estas frases entre abundantes lágrimas y su humilde postura, en la que continuaba inmóvil hasta obtener el perdón por su falta reconocida y deplorada, excitó la conmiseración de Adán. En breve se enterneció su corazón por la que antes había sido su vida y su única delicia, y que ahora veíase sumisa a sus pies, presa de la mayor desolación; por una criatura tan bella, que solicitaba la reconciliación, el consejo y el apoyo de aquel en cuyo desagrado había incurrido. Adán vio desvanecida toda su cólera, semejante a un hombre desarmado: levantó a su esposa y le dirigió estas palabras pacíficas:

 

“Imprudente, deseosa, tanto ahora, como antes, de lo que no conoces, anhelas que todo el castigo caiga sobre ti. ¡Ah! Sufre primeramente tu propia pena, porque serías incapaz de soportar la cólera entera de Dios, de la que sólo sientes una pequeña parte, cuando tan mal arrostras mi resentimiento. Si los ruegos pudieran cambiar los decretos del Altísimo, me apresuraría a trasladarme antes que tú al sitio donde se ha pronunciado nuestra sentencia, y me haría oír con más fuerza, a fin de que mi cabeza fuese la única castigada, y de que Dios perdonara tu fragilidad y tu sexo más débil que el mío, confiado a mi cuidado y tan neciamente por expuesto.

 

Levántate, pues: no disputemos más; no nos dirijamos mutuos vituperios, que bastante recaen ya sobre nosotros. Esforcémonos con mutuo amor en aliviar, repartiéndolo entre ambos, el peso de la desgracia, ya que no ha de llegar tan pronto, según preveo, ese día de nuestra muerte que nos ha sido anunciado, sino que vendrá como un mal de tardío paso, como un día que muere lentamente, a fin de aumentar nuestra miseria; miseria transmitida a nuestra raza. ¡Oh raza infortunada!”

 

Eva, reanimando su abatido espíritu contestó:

 

Adán, sé por una triste experiencia el escaso valor que deben tener para ti mis palabras, hasta aquí tan llenas de error, y que por un desgraciado suceso han sido tan fatales; sin embargo, ya que me acoges de nuevo y me rehabilitas a tus ojos, a pesar de lo indigna que soy de ello, con la esperanza de reconquistar tu amor, único contento de mi corazón tanto en vida como en muerte, no te ocultaré los pensamientos que se agitan en mi inquieto seno; pensamientos que tienden a aliviar nuestros males o a terminarlos, y que, aunque sean punzantes y tristes, son, sin embargo, tolerables, comparados con nuestros sufrimientos, y de elección más fácil.

 

Si la inquietud con respecto a nuestra posteridad es lo que más nos atormenta; si esta posteridad debe nacer destinada a una desgracia cierta, y ser devorada finalmente por la Muerte, sería muy criminal por nuestra parte que diésemos lugar a la miseria de otros, de nuestros propios hijos; que hiciésemos salir de nuestro seno a este mundo maldito una raza infortunada, la cual, después de una vida deplorable, debe ser pasto de un monstruo tan impuro. En tu poder está suprimir, por lo menos antes de la concepción, la raza no bendecida, y que no ha sido aún engendrada. Sin hijos estás ahora, quédate sin hijos; de este modo la Muerte verá burlada su hambre insaciable, y sus voraces entrañas no tendrán más remedio que contentarse con nosotros dos. Pero si piensas que es duro y difícil, mientras nos hablamos, nos miramos y nos amamos, abstenerse de los deberes del amor y de los dulces lazos nupciales, languidecer en el deseo sin esperanza en presencia del objeto amado, a quien el mismo deseo hace languidecer a su vez, tormento y miseria no menores por cierto que cualquiera de los que ahora sufrimos, entonces, a fin de librar a un tiempo a nuestra raza y a nosotros mismo de lo que tenemos para los dos, busquemos el medio más pronto, busquemos la muerte y si no la encontramos, que nuestras manos ejerzan en nosotros mismos su oficio. ¿Por qué hemos de estar por más tiempo siendo víctimas de esos temores que no presentan otro término que la muerte, cuando está en nuestra mano, escogiendo el camino más corto de los varios que para ello se nos ofrecen, destruir la destrucción por medio de la destrucción?”

 

Con estas palabras dio fin a su discurso, o, por mejor decir, lo cortó en su vehemente desesperación. De tal modo le habían penetrado los pensamientos de muerte, que tiñeron sus mejillas de una palidez mortal. Pero Adán, que no se dejaba arrastrar por semejante consejo, y cuyo espíritu más elevado alimentaba mejores esperanzas le respondió: Eva, tu desprecio hacia la vida y el placer parecen demostrar en ti algo más sublime y excelente que lo que tu alma desdeña; pero la destrucción de sí mismo, en el hecho de ser buscada, destruye la idea de tal excelencia supuesta en ti, e implica, no tu desprecio, sino tu angustia y tu sentimiento por perder la vida y con ella sus anhelados goces. Si ansías la muerte como el último fin de la miseria, creyendo evitar de este modo el castigo que te ha sido impuesto, te equivocas, porque Dios ha armado muy sabiamente su ira vengadora, para que así pueda ser sorprendido. Mucho más temeraria, por mi parte, que una muerte así arrebatada no nos eximiese de la pena que nos condena a cumplir nuestra sentencia y que tales actos de contumacia provocasen al Eterno a hacer vivir la muerte en nosotros.

Busquemos, pues, una resolución más saludable, que ya creo percibir, al meditar

atentamente en esta parte de nuestra sentencia: “Tu raza quebrantará la cabeza de la serpiente” Mísera reparación, si esto no debiera referirse, como conjeturo, a nuestro gran enemigo, a Satanás, que, encerrado en la serpiente, ha llevado a cabo su engaño en contra nuestra. Quebrantar su cabeza sería, en efecto, una venganza; pero la perderíamos si atentáramos contra nuestra vida, o si transcurrieran los tiempos sin que tuviésemos hijos, según me propones, de esta suerte nuestro enemigo escaparía al castigo que se le ha impuesto, al paso que nosotros sufriríamos doblemente el que pende sobre nuestra cabezas.

 

Por consiguiente no tratemos de cometer ningún género de violencia contra nosotros mismos, ni de imponernos una esterilidad voluntaria, que nos privaría de toda esperanza, que solo haría germinar en nosotros el rencor y el orgullo, la impaciencia y el despecho, la rebelión contra Dios y contra el justo yugo que nos ha impuesto. Recuerda con qué dulce y graciosa bondad nos escuchó y nos juzgó sin cólera ni reconvención. Esperábamos una disolución inmediata, y creíamos, según su amenaza que la muerte debía sorprendernos en aquel mismo día. Pues bien, a ti te predijo únicamente los dolores de la preñez y del alumbramiento, brevemente recompensados por el goce del fruto de tus entrañas, en cuanto a mí, su maldición, rozándome apenas, ha ido a descargar sobre la tierra. Debo ganar el pan con mi trabajo: ¿qué mal hay en esto? Peor hubiera sido la ociosidad, mi trabajo me alimentará. Temeroso de que el frío o el calor nos perjudicase, nos ha provisto de lo necesario en su solicitud y sin implorar su auxilio, y sus manos nos han vestido compadeciéndose de nosotros, que somos indignos de compasión, en el mismo instante en que nos juzgaba. ¡Oh cuánto más, si le rogamos, abrirá sus oídos, y se inclinará su corazón a la piedad! Él nos enseñará además los medios de evitar la inclemencia de las estaciones, la lluvia, el hielo, el granizo, la nieve, que el cielo, variando su faz, ha empezado ahora a mostrarnos sobre aquella montaña, mientras los vientos soplan furiosos y húmedos, maltratando la hermosa cabellera de esos gallardos árboles que extienden sus ramas. Esta mudanza nos impone el deber de buscar algún abrigo mejor, algún calor más a propósito para reanimar nuestros miembros entumecidos antes que el astro del día de lugar al frío de la noche; veamos como podemos animar una materia seca por medio de esos rayos recogidos y reflejados, o bien cómo haciendo girar rápidamente dos cuerpos, puede su frotación inflamar el aire; hace poco, las nubes chocando entre sí o impelidas por el viento, en su rudo choque han despedido el relámpago oblicuo, cuya llama, al caer serpenteando, ha abrasado la corteza resinosa del pino y del abeto, y esparcido a lo lejos un agradable calor que puede sustituir al del sol. Si rogamos y solicitamos el perdón de nuestro Juez, quizá conseguiremos que éste nos instruya en el modo de usar de ese fuego, y en todo lo que puede aliviar o poner un término a los males que nos han ocasionado nuestras faltas; no debemos pues, abrigar el temor de que las incomodidades aquejen nuestra vida, sí Él nos presta su amparo, hasta que nos confundamos en el polvo, nuestro último reposo y nuestra morada natal.

 

¿Qué otra cosa mejor podemos hacer que volver al sitio donde nos ha juzgado, caer reverentemente prosternados ante Él, confesar humildemente nuestras faltas, implorar nuestro perdón, regando la tierra con nuestras lágrimas y llenando el aire de suspiros exhalados por nuestros corazones contritos, en señal de un amor sincero y de una humillación profunda, que calmará sin duda y disipará su enojo? Cuando parecía más irritado y severo, ¿acaso brillaba en su mirada serena otra cosa más que favor, gracia y piedad”.

 

Así habló nuestro padre arrepentido; iguales remordimientos sintió Eva, y en seguida se encaminaron al sitio donde Dios los había juzgado, cayeron prosternados reverentemente ante él y confesaron humildemente su falta, implorando su perdón, regando la tierra con sus lágrimas y llenando el aire de suspiro exhalados por sus corazones contritos, en señal de un dolor sincero y de una humillación profunda.

 

FIN DEL “LIBRO X”


Paradise Lost, 1667


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