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El paraíso perdido – Libro XI

[Poema - Texto completo.]

John Milton

Penetrados de un profundo arrepentimiento, permanecían arrodillados rogando nuestros padres en la más humilde postura; porque habiendo descendido desde el alto trono de la misericordia, la gracia anticipada había disipado el endurecimiento de sus corazones y hecho crecer en su lugar una nueva carne regenerada, que exhalaba ahora inexplicables suspiros; los cuales, inspirados por el espíritu de la oración, subían al cielo llevados por alas de más rápido vuelo que el de la más impetuosa elocuencia. Sin embargo, la actitud de Adán y Eva no era la de viles postulantes; su petición debió de ser tan importante como la de la antigua pareja de las fábulas antiguas compuesta de Deucalión y de la casta Pirra, cuando para renovar la raza humana sumergida, se prosternaron religiosamente ante el santuario de Temis.

 

Las súplicas de Adán y Eva volaron en derechura al cielo, sin desviarse de su camino, sin que el soplo de los vientos envidiosos las hiciera vagar o disiparse, con su esencia espiritual, pasaron los umbrales divinos, y envueltas allí por su gran Mediador en el incienso que ardía en el altar de oro, llegaron ante tu trono. El Hijo, lleno de gozo, al presentárselas, empieza a interceder de esta manera:

 

– “Ve, Padre mío, los primeros frutos que ha producido en la tierra tu gracia depositada en el hombre, considera esos suspiros, esos ruegos que, mezclados con el incienso en este incensario de oro, te presento yo, tu sacerdote; frutos debidos a la simiente arrojada por la contrición en el corazón de Adán; frutos de un sabor más agradable que los que, cultivados por las manos del hombre, hubieran podido producir todos los árboles del Paraíso, antes

que el hombre perdiese su inocencia. Presta ahora atento oído a sus súplicas; escucha sus suspiros, aunque mudos, ignorantes como están de las palabras con que deben rogarte, permite que las interprete por ellos, yo que soy su abogado, su víctima propiciatoria.

Trasplanta en mí todas sus obras buenas o malas, mis méritos perfeccionarán las primeras; mi muerte expiará las segundas. Acepta mi intercesión y recibe de estos infortunados, por mi conducto, un perfume de paz favorable a la especie humana. Que a lo menos viva el hombre, reconciliado contigo los días que le restan, aunque tristes, hasta que la muerte a que, está sentenciado le haga pasar a una vida mejor, en la que todo mi pueblo redimido pueda habitar conmigo en el gozo y la beatitud, no formando conmigo más que uno, así como yo no formo más que uno contigo”.

 

El Padre a quien no rodeaba ninguna nube, le respondió con sereno rostro:

 

– “Todas tus demandas a favor del hombre, Hijo agradable, están concedidas; todas tus demandas eran otros tantos decretos míos. Pero la ley que he dado a la Naturaleza prohíbe al hombre habitar por más tiempo en el Paraíso. Esos elementos puros e inmortales que no conocen nada que sea material, ninguna mezcla manchada e inarmónica, rechazan ahora al hombre contaminado; quieren purgarse de él como de una sucia enfermedad, enviarlo a respirar un aire más grosero, a nutrirse de un alimento mortal como el que puede disponerle mejor a la disolución operada por el pecado que fue el primero en alterar todas las cosas, haciéndolas corruptibles de incorruptibles que antes eran.

 

– En un principio había yo creado al hombre dotado de dos hermosos presentes: la dicha y la inmortalidad; el primero lo ha perdido neciamente; y como el segundo sólo hubiera servido para eternizar su miseria, le he destinado a la muerte, por lo cual se ha convertido ésta en su remedio final. Después de una vida puesta a prueba por una cruel tribulación, purificada por la fe y por sus obras, el hombre, llamado a una segunda vida el día de la renovación del justo, será elevado por la muerte hasta mi con el cielo y la tierra renovados.

 

– Convoquemos ahora en los vasto recintos del cielo a todos los bienaventurados, no quiero ocultarles mis juicios, que vean como procedo contra la especie humana, así como han visto últimamente mi modo de obrar con los ángeles pecadores; porque aunque mis santos sean inmutables en su estado, se afirmarán más en él”

 

Dijo y el Hijo dio la gran señal al brillante ministro que velaba cerca del trono, éste hizo resonar en seguida su trompeta, que quizá fue la que después se oyó sobre el Horeb cuando Dios descendió y que tal vez resonará nuevamente en el juicio final. El soplo angélico llenó todas las regiones; los hijos de la luz salieron precipitadamente de sus afortunados bosquecillos, sombreados por el amaranto; de las orillas de las fuentes y manantiales de la vida, de todos los sitios en fin, en que descansaban asociados en sus placeres y acudieron a la imperiosa llamada y ocuparon sus puestos, hasta que desde lo alto de su trono supremo, anunció el Todopoderoso su soberana voluntad en estos términos:

 

– “Hijos míos, el hombre es ya como uno de nosotros; conoce a la vez el bien y el mal desde que ha gustado el fruto prohibido; pero sólo puede vanagloriarse de conocer el bien perdido y el mal ganado; mucho más feliz sería si le hubiera bastado conocer el bien por sí mismo, y de ningún modo el mal. Ahora está afligido, arrepentido, y ruega contrito: mi gracia que

le acompaña es la que produce esos impulsos, más duraderos que él, pues yo sé que su corazón, abandonado a sí mismo, es variable y vano. Siendo de temer que ahora con mayor osadía, ponga su mano en el árbol de la vida, que coma de él y viva para siempre, o al menos crea vivir eternamente, he decidido alejarlo, enviarlo fuera del jardín a cultivar la tierra de donde fue sacado, el suelo que más le conviene.

 

– Miguel, encárgate de cumplir mi orden, elige para que te acompañen algunos flamígeros guerreros de entre los querubines, no sea que el Enemigo promueva algún nuevo disturbio, declarándose a favor del hombre, o pretendiendo ocupar su morada vacante. Apresúrate y arroja sin piedad del Paraíso de Dios a la pareja pecadora; expulsa de la tierra sagrada a los profanos, y anúnciales, así como a toda su posteridad, su perpetuo destierro de ese sitio.

Sin embargo, para que no desmayen al oír su triste sentencia rigurosamente pronunciada, pues los veo afligidos y deplorando sus excesos con lágrimas, no les infundas terror. Si obedecen pacientemente tu mandato, no los despidas desconsolados: revela a Adán lo que debe suceder en los días futuros, según las luces que te suministraré; mezcla en tu narración la noticia de que he renovado mi alianza con la raza de la mujer; así podrás despedirlos, aunque afligidos, en paz.

 

– Al Oriente del jardín, por donde es más fácil la entrada en el Edén coloca una guardia de querubines con una espada que haga ondear anchurosamente su llama, a fin de atemorizar a lo lejos a quien intente aproximarse, e impedir todo acceso al árbol de la Vida, para evitar que el Paraíso se convierta en el receptáculo de impuros espíritus, que todos mis árboles sean su presa y que roben su fruto para seducir más al hombre”

 

Se calló, el arcangélico poder se prepara a un descenso rápido, y con él la brillante cohorte de los vigilantes querubines. Cada uno de ellos, cual un doble Jano, tenía cuatro rostros: todo su cuerpo estaba sembrado de ojos como lentejuelas, más numerosos que los que se adormecieron a los seductores sonidos de la flauta arcádica con el encanto producido por el caramillo de Hermes, o por su varita soporífera.

 

Entre tanto, para saludar de nuevo al mundo con la luz sagrada, Leucotea despertaba y embalsamaba a la tierra con un fresco rocío, cuando Adán y Eva, nuestra primera madre, terminaban su oración y sentían que su fuerza recibía de arriba nuevo aliento: observaba que surgía de su desesperación una nueva esperanza, un nuevo gozo, pero mezclado todavía de espanto. Adán dirigió de nuevo a Eva frases tan cariñosas como éstas:

 

“Eva, por medio de la fe podemos admitir fácilmente que todo el bien de que gozamos procede del cielo; pero es mucho más difícil creer que alguna cosa emanada de nosotros pueda llegar hasta él, y que sea bastante preciosa para que merezca llamar la atención de Dios soberanamente feliz, o capaz de inclinar su voluntad. Creo, sin embargo, que esta ferviente oración, estos suspiros que se exhalan del pecho del hombre, deben remontarse hasta el trono de Dios; porque desde que he procurado aplacar a la Divinidad ofendida por medio de la oración, desde que me he prosternado y humillado mi corazón ante Dios, me parece verle más asequible atendiéndome con dulzura. Siento nacer en mí la persuasión de que he sido escuchado favorablemente. La paz se ha hecho lugar de nuevo en el fondo de mi corazón, y en mi memoria la promesa de que tu raza aplastará a nuestro enemigo. Esta promesa de que en mi pavor no podía acordarme, me da ahora la seguridad de que ha

pasado la amargura de la muerte y de que viviremos. Salve, pues, Eva, llamada con justicia la madre del género humano, la madre de todas las cosas vivientes, puesto que el hombre ha de vivir por ti y todas las cosas vivirán para el hombre”.

 

Eva, cuyo aspecto era dulce y triste, respondió:

 

“Soy poco digna de semejante título, pecadora de mí, que estando destinada para ser tu ayuda, me he convertido en tu celada; por lo cual sólo merezco reprensión, desconfianza y desprecio: pero mi Juez ha sido tan infinito en su misericordia, que de todos, se me califica de fuente de vida; y tú le imitas en bondad al dignarte llamarme de ese modo, cuando he merecido un nombre muy distinto. Mas los campos nos llaman al trabajo, impuesto ahora con sudor, aunque hayamos pasado la noche sin dormir; por que, ¡mira!, la aurora, indiferente a nuestro insomnio, comienza sonriente su sonrosada carrera. Vamos, pues; en adelante no me apartaré jamás de tu lado, sea cualquiera el sitio de nuestro trabajo diario, y aun cuando ahora se nos haya prescrito más penoso que antes hasta la caída del día.

Mientras permanezcamos aquí, ¿puede haber nada que sea fatigoso en estas frondosidades placenteras? Por tanto vivamos aquí contentos, aunque en un estado abatido”.

 

Tales fueron las palabras, tales los deseos de Eva, profundamente humillada; pero el Destino no sancionó sus votos. La Naturaleza lo declaró bien pronto con diversas señales manifestadas por el ave, el bruto y el aire: éste se oscureció repentinamente después del corto albor de la aurora; a la vista de Eva, el ave de Júpiter se lanzó desde la altura de su vuelo sobre dos pájaros del más brillante plumaje y les hizo huir ante ella; el animal que reina en las selvas, y que fue el primer cazador, descendiendo de la colina, persiguió a la más graciosa pareja de todo el bosque, al corzo y la corza, que dirigieron sus furtivos pasos hacia la puerta orienta. Adán los observó y siguiendo esta caza con la vista, dijo conmovido a Eva:

 

“¡Oh Eva! Pronto nos espera otro cambio: el cielo, por medio de mudas señales operadas en la Naturaleza nos muestra los precursores de sus designios, o nos advierte que confiamos demasiado en la remisión de nuestro castigo, por que la muerte haya retardado su golpe algunos días. ¿Quién sabe lo que durará nuestra vida, y lo que será hasta entonces?

¿Sabemos acaso más sino que somos polvo y que dejaremos de existir? Si así no es, ¿a qué viene ese doble espectáculo que se ofrece a nuestra vista, esa persecución en la tierra y en el aire, hacia un mismo sitio y simultáneamente? ¿Por qué esa oscuridad en el Oriente antes que el día haya llegado a la mitad de su carrera. ¿Por qué la luz de la mañana brilla más en aquella nube de Occidente, que despliega en el azul del firmamento una blancura radiante y desciende con lentitud llevando alguna cosa celestial?

 

Adán no se equivocaba, porque en aquel instante las cohortes angélicas descendían al Paraíso en una nube jaspeada, y se posaron en una colina: ¡aspiración gloriosa para Adán, si la duda y el temor humanos no hubieran oscurecido aquel día sus ojos! No fue más gloriosa la visión que se ofreció a Jacob cuando en Mahanaim le salieron al encuentro los ángeles y vio el campo cubierto con las tiendas de sus brillantes guardianes, ni la que apareció sobre el monte inflamado de Dotán, cuando se vio un campo de fuego pronto a devorar al rey sirio que para sorprender a un solo hombre había puesto un ejército en campaña y dado principio a la guerra como un bandolero sin declararla.

 

El príncipe de las jerarquías dejó en la colina, en su brillante puesto, a sus guerreros para que tomaran posesión del jardín, y se adelantó solo para encontrar el sitio donde Adán se había refugiado; pero no sin que fuera divisado por nuestro primer padre, que dijo a Eva mientras el gran mensajero se acercaba:

 

“Eva, prepárate ahora a grandes acontecimientos, que quizá decidirán en breve de nuestra suerte, o nos impondrán la observancia de nuevas leyes; porque descubro allá abajo uno de los ángeles de la milicia celeste, descendiendo de la nube resplandeciente que vela la colina, y que, a juzgar por su porte, no es de los inferiores, sino un gran prócer o uno de los tronos de arriba, según su majestuoso continente. No tiene, sin embargo, un aspecto terrible que mi inspire temor, ni, como Rafael, ese aire sociable y dulce que me permita confiar mucho en él, pero es solemne y sublime. Es preciso, para que no se ofenda, que me acerque a él respetuosamente y que tú te retires”.

 

Al decir esto, el arcángel llegó presuroso como un hombre vestido para ir en busca de otro hombre. Sobre sus armas brillantes ondulaba una cota de mallas de una púrpura más viva que las de Melibea o de Sarra, que llevaban los reyes o los héroes antiguos en los tiempos de tregua; Iris había tejido su trama. El casco estrellado que el arcángel llevaba con la visera levantada dejaba ver en él los primeros rasgos de la virilidad que siguen a la juventud. Del costado de Miguel pendía como un resplandeciente zodíaco, la espada, terror de Satanás, y en su mano llevaba una lanza. Adán le hizo una profunda reverencia: Miguel en su regio continente, no se inclinó, sino que explicó desde luego su venida de esta suerte:

 

“Adán, ante la orden suprema de los Cielos, es superfluo todo preámbulo; que te baste saber que han sido escuchados tus ruegos y que la muerte que debías sufrir, según la sentencia, en el momento mismo de tu falta, se verá privada de apoderarse de ti durante los muchos días que se te conceden para que puedas arrepentirte y resarcir por medio de buenas obras un acto culpable. Entonces será posible que, aplacado tu Señor te redima completamente de las avaras reclamaciones de la muerte. Pero no permite que habites por más tiempo este Paraíso; he venido para hacerte salir de él y enviarte fuera de este jardín a labrar la tierra de la que fuiste sacado y el suelo que más te conviene”.

 

El arcángel no dijo nada más, porque Adán, herido en lo íntimo del corazón por tales noticias, fue presa de la glacial congoja del dolor que le privó de sus sentidos. Eva, que lo había oído todo sin ser vista, se descubrió por un desgarrador gemido en el sitio donde estaba oculta.

 

“¡Oh golpe inesperado, peor que la muerte! ¡Conque he de abandonarte, oh Paraíso!

¡Abandonaros de esta suerte, a ti. ¡Oh suelo natal, y a vosotras alamedas encantadoras, florestas dignas de ser frecuentadas por los dioses! Yo esperaba pasar aquí tranquila, aunque triste, el plazo concedido hasta el día de nuestra muerte. ¡Oh flores que no creceréis jamás bajo otro clima, que recibíais por la mañana mi primera y por la tarde mi última visita. Flores que cuidé con mano cariñosa desde que se entreabrió el primer capullo y a las que di nombre, ¿quién os expondrá ahora a los rayos del sol, quién os ordenará en tribus y os regará con el agua de la fuente de ambrosía? Y tú, retiro nupcial, adornado por mí con todo cuanto puede ser agradable al olfato o a la vista, ¿cómo separarme de ti? ¿Dónde

hallaré otro igual en un mundo interior, que, comparado a éste, será oscuro y salvaje?

¿Cómo podremos respirar otro aire menos puro, estando acostumbrados a frutos inmortales?”

 

El ángel la interrumpió dulcemente, diciéndole:

 

“Eva, no te lamentes así; antes bien, resígnate con paciencia a la pérdida que has sufrido justamente; no dirijas tan apasionadamente los deseos de tu corazón a lo que ya no te pertenece. Además, no te alejas completamente sola, tu marido va contigo. Estás obligada a seguirle; piensa que el sitio en que él habite debe ser tu país natal.

 

Adán, volviendo entonces de su repentino y glacial estupor, coordinó sus ideas confusas y dirigió a Miguel estas humildes palabras:

 

“Ser celestial ya ocupes un lugar entre los tronos o ya seas el primero entre ellos, porque una forma como la tuya puede parecer la de un príncipe superior a los príncipes; nos has transmitido con dulzura este mensaje que, anunciado de otro modo, hubiera podido herirnos y, cumpliéndose, causarnos la muerte. Sin embargo, todo el pesar, todo el abatimiento y la desesperación que puede soportar nuestra flaqueza se encierran en tus palabras, en el destierro de esta mansión dichosa, nuestro apacible retiro, nuestro único consuelo, con el que nos habíamos familiarizado. Todos los demás lugares de la tierra nos parecerán inhospitalarios y desolados, y seremos tan desconocidos para ellos como ellos lo son para nosotros.

 

¡Ah! si me atreviese a esperar que una súplica incesante cambiara la voluntad del que lo puede todo, no cesaría de importunarle con mis asiduos lamentos; pero contra su decreto absoluto, la oración no tiene más fuerza que nuestro aliento contra el huracán, el cual lo rechaza sofocante contra el mismo que lo exhala.

 

Me someto pues, a su gran mandato. Lo que más me aflige es que, al alejarme de aquí, me veré privado de contemplar su faz, privado de su protección sagrada. Aquí, hubiera podido tributarle adoración en los sitios en que se dignó mostrar su divina presencia y habría dicho a mis hijos: “En esta montaña se me apareció, bajo este árbol se presentó visiblemente, entre estos pinos oí su voz, aquí, a la orilla de esta fuente, conversé con Él.

 

Mi agradecimiento le habría elevado muchos altares de césped, yo hubiera amontonado las pulidas piedras de los arroyos, como un recuerdo o como un monumento para las edades venideras, en esos altares le habría ofrecido los dulces perfumes de las olorosas gomas, frutos y flores. En el mundo inferior, allá abajo, ¿dónde podré ver sus brillantes apariciones, y las huellas de sus pies? Porque, aunque debo huir de su cólera, estando, sin embargo, destinado a una larga vida, y habiéndome sido prometida una posteridad, contemplo ahora con gozo la extremidad de la orla de su gloria y adoro desde lejos los vestigios de sus pasos”.

 

Mirándole con suma benignidad, le respondió Miguel:

 

“Adán, bien sabes que tanto el cielo como la tierra entera pertenecen a Dios y no este monte solamente; su omnipresencia llena la tierra, el mar, el aire y todas las cosas, a quienes fomenta y comunica un dulce calor con su poder virtual. Te ha dado toda la tierra para poseerla y gobernarla; no debe despreciarse semejante don. No te imagines, pues, que su presencia esté confiada a los estrechos límites de este Paraíso o del Edén. El Edén hubiera sido quizá tu principal asiento, de donde habrían salido todas las generaciones y adonde habrían acudido de todas las extremidades de la tierra para celebrarte y reverenciarte como a su gran autor, pero esta preeminencia la has perdido por haber descendido ahora a habitar la misma tierra que habitarán tus hijos.

 

A pesar de esto, no dudes que Dios deje de hallarse presente en la llanura y en el valle, lo mismo que aquí, las señales de su presencia te seguirán todavía; aún te verás rodeado de bondad, de su amor paternal, de su imagen expresa y de la huella divina de sus pasos. A fin de que puedas creerlo y estar seguro de ello antes de salir de aquí, has de saber que he sido enviado para revelarte lo que debe acontecer a ti y a tu raza en los tiempos futuros.

Prepárate a oír el bien y el mal; a ver la gracia sobrenatural luchando con la maldad de los hombres; esto te enseñará a tener verdadera paciencia y a templar la alegría con el temor y con una santa tristeza, acostumbrado por la moderación a soportar cualquier mudanza, bien sea próspera o adversa. De este modo dirigirás con más seguridad tu vida y estarás mejor preparado para arrostrar tu tránsito a la muerte cuando ésta llegue. Sube a esa colina; deja a tu esposa, cuyos párpados he cerrado, que duerma aquí abajo, mientras tú velarás para contemplar el provenir, así como dormiste el día en que Eva fue formado para la vida”.

 

Adán, lleno de gratitud le contestó:

 

“Sube, por cualquier sendero que me conduzcas te seguiré, guía seguro, inclinándome bajo el brazo del cielo por más que me castigue. Me armaré de paciencia para soportar el mal, y de bastante sufrimiento para vencer y lograr el reposo a costa del trabajo, si es que de esta suerte puedo alcanzarlo.

 

Ambos subieron a la visión de Dios. Esta era una montaña, la más alta del Paraíso, desde cuya cima se ofrecía a la vista extensamente y hasta la más lejana perspectiva el hemisferio de la tierra. No era más alta, ni desde ella se descubría en torno mayor espacio, la montaña sobre la cual el tentador transportó por motivo diferente a nuestro segundo Adán en el desierto para mostrarle todos los reinos de la tierra y todas sus glorias.

 

Desde allí, la mirada de Adán podía dominar, en cualquier parte donde estuviesen situadas las ciudades de fama antiguas o moderna, las capitales de los imperios más poderosos, desde los muros destinados para Cabalu, residencia del Kan de Catay, y desde Samarcanda, trono de Temir, cerca del Osus, hasta Pekín, capital de los reyes de China; y desde allí, hasta Agra y Lahora, del Gran Mogol, descendiendo hasta el Quersoneso de oro, o bien hacia el sitio que el Persa habitaba en otro tiempo en Ecbatana, o en Ispahán después, o hacia Moscú, ciudad del zar de Rusia, o hacia Bizancio, sometida al sultán oriundo del Turquestán. Sus ojos podían ver también el imperio de Negus hasta Ercoco, su puerto más distante y los reducidos estados marítimos de Mombaza, Quiloa, Melinde y Sófala, que se cree sea Ofir, hasta el reino de Congo y de Angola, el más distante hacia el Sur; desde allí podía divisar, entre el río Níger y el monte Atlas, los reinos de Almanzor, de Fez, de Sus,

de Marruecos, de Argel y de Tremecén y en seguida Europa, los sitios donde Roma debía dominar el mundo. Quizá vio también representada en su espíritu la rica Méjico, asiento de Moctezuma y en el Perú, a Cuzco, morada más rica aún de Atabalipa y la Guyana, no despojada aún, y cuya gran ciudad fue llamada El Dorado por los hijos de Gerión.

 

Mas para proporcionarle espectáculos más nobles, Miguel disipó la nube formada sobre los ojos de Adán por el fruto falaz que le había prometido una vista más penetrante.

 

El ángel le limpió el nervio óptico con eufrasia y ruda, porque había de ver muchas cosas y dejó caer en sus ojos tres gotas de agua de la fuente de la vida. La virtud de aquel colirio penetró tan profundamente aun en la parte más interior de la vista mental, que Adán, obligado entonces a cerrar los ojos, cayó y todos sus sentidos se entorpecieron; pero el precioso ángel le levantó, cogiéndole de la mano, y llamó de este modo su atención:

 

“Adán, abre ahora los ojos y contempla desde luego los efectos que tu pecado original ha operado en algunos de los que deben nacer de ti, y que ni han tocado jamás al árbol prohibido, ni conspirado con la serpiente, ni pecado con tu pecado. Y, sin embargo, de este pecado procede la corrupción que debe producir las más violentas acciones”.

 

Adán abrió los ojos y vio un campo, en una parte de aquel campo, ya cultivada, se veían gavillas segadas recientemente; en la otra, praderas y dehesas de ganados; en el centro, como sirviendo de límite, se elevaba un rústico altar de césped. En aquel momento, un segador, cubierto de sudor, depositó en él las primicias de su trabajo, la verde espiga y la amarilla mies, amontonadas confusamente. Después de éste acudió un amable pastor con los más tiernos. Los mejores y más escogidos corderos de su rebaño; los sacrificó en seguida y extendió sus entrañas y su grasa, salpicadas de incienso, sobre la pira preparada y practicó todos los ritos debidos. Al punto un fuego propicio del cielo consumió su ofrenda con una llama rápida y un humo agradable; la otra ofrenda no fue consumida, porque no era sincera, por lo cual, el labrador se sintió poseído de una rabia tal, que mientras hablaba con el pastor, le hirió en mitad del pecho con una piedra que le arrancó la vida; cayó y cubierto de una palidez mortal, exhaló su alma entre gemidos y un torrente de sangre que inundó el suelo.

 

Adán sintió su corazón sobrecogido de espanto ante aquel espectáculo y dijo apresuradamente al ángel:

 

“¡Oh maestro! ¿Qué terrible desgracia ha sucedido a ese hombre amable, que había ofrecido dignamente su sacrificio? ¿Alcanzan tal recompensa la piedad y la devoción más puras?”

 

Miguel conmovido también, le contestó:

 

“Esos dos son hermanos, Adán y ambos saldrán de tus riñones; el injusto ha dado la muerte al justo por envidia de que el Cielo hubiese aceptado la ofrenda de su hermano. Pero tan sanguinaria acción será vengada y la fe del justo, que ha merecido aceptación no dejará de tener su recompensa, por más que le veas morir aquí, revolcándose en el polvo y en la sangre coagulada”.

 

Nuestro primer padre replicó:

 

“¡Ah, por qué acción y por qué motivo! Pero ¿es la muerte lo que acabo de ver? ¿Debo volver por ese camino a mi polvo natal? ¡Oh terrorífico espectáculo! ¡Cuán disforme y horrible se presenta la muerte a mi vista! ¡Cuán espantoso es pensar en ella y tenerla que sufrir!”

 

Miguel le dijo:

 

“Has visto ya la muerte bajo la primera forma en que se ha mostrado al hombre, pero sus formas son muy variadas, así como numerosos los caminos que conducen a su horrorosa caverna, todos a cuál más funestos. Sin embargo, ese antro es para los sentidos más terrible a su entrada que en el interior. Algunos morirían, como acabas de ver, bajo la acción de un golpe violento; otros varios por el fuego, el agua, el hambre; la mayor parte por su intemperancia en la comida y bebida, que producirá en la tierra enfermedades crueles, cuya monstruosa muchedumbre va a presentarse ahora mismo ante ti para que no puedas conocer las miserias que legará a los mortales la incontinencia de Eva”.

 

Inmediatamente apareció a su vista un lugar triste, infecto, oscuro, semejante a un lazareto.

En aquel sitio había multitud de enfermos, aquejados de todas las dolencias que causan horribles espasmos, torturas desgarradoras, desfallecimientos y agonía del corazón, fiebres de toda especie convulsiones, epilepsias, catarros crueles, cálculos urinarios, úlceras, agudos cólicos, frenesí de endemoniados, la pensativa melancolía, la demencia lunática, la aniquiladora atrofia, el marasmo, la peste, las hidropesías, los asmas y los reumatismos que descoyuntan los miembros. Crueles eran los sacudimientos, hondos los gemidos. La Desesperación iva solícita de lecho en lecho visitando a los enfermos, y la Muerte blandía triunfante sobre ellos su dardo; pero difería herirlos con él, por mas que la invocaran frecuentemente como su primer bien y su última esperanza.

 

¿Qué corazón de piedra hubiera podido contemplar por largo rato, con los ojos secos, semejante espectáculo? A Adán no le fue posible y lloró, aunque no era nacido de mujer, la compasión se apoderó de lo mejor que tiene el hombre, y durante algunos instantes se entregó al llanto, hasta que, al fin, algunos pensamientos más firmes moderaron su exceso y recobrando apenas la palabra, renovó sus lamentos:

 

“¡Oh desgraciada especie humana, en que degradación has caído! ¡A que estado tan miserable te ves reducida! Más valdría no haber nacido. ¿Por qué se nos ha dado la vida, si se nos ha de quitar de ese modo? O, más bien: ¿por qué así se nos ha impuesto? Si conociéramos lo que recibimos, ¿quién había de aceptar la vida que se le ofrece sin aspirar a verse libre de ella en breve, contento con ser despedido en paz de este mundo? ¿Cómo es posible que la imagen de Dios creada en un principio en el hombre tan bella y elevada, aunque después culpable llegue a ser víctima de espantosos dolores de torturas inhumanas?

¿Por qué, observando el hombre un resto de la semejanza divina, no se ha de ver libre de esas deformidades? ¿Por qué no se ha de ver libre de ellas, por consideración siquiera a la imagen de su Creador?”.

 

“La imagen de su Creador, respondió Miguel- se ha apartado de ellos en el momento en que ellos mismos se han envilecido por satisfacer sus apetitos desordenados, entonces se revistieron de la imagen de aquel, a quien servían, del vicio brutal, que indujo principalmente a Eva al pecado. Por eso es tan abyecto su castigo, no desfiguran la semejanza de Dios, sino la suya; o se es borrada por ellos mismos esta semejanza cuando pervierten las reglas sanas de a pura Naturaleza, convirtiéndola en asquerosas enfermedades, se ven sometidos a un condigno castigo, pues que no han respetado en sí mismo la imagen de Dios”.

 

“Reconozco que el castigo es justo y lo acato -dijo Adán-, pero ¿no hay otra vía más que esos penosos senderos para llegar a la muerte y mezclarnos con nuestro polvo consustancial?”

 

“Hallarás una -dijo Miguel- si observas la regla: en nada demasiado; regla aconsejada por la templanza en cuanto comes bebes, buscando un alimento necesario y no las delicias de la gula; de este modo pasarán numerosos años sobre tu cabeza; así podrás vivir hasta el momento en que, semejante a un fruto maduro, caigas en el seno de tu madre, de este modo no serás arrancado de la vida con violencia, sino cogido con facilidad, cuando estés sazonado para la muerte; tal es la edad senil. Pero entonces sobrevivirás a tu juventud, a tu fuerza, a tu hermosura ya marchita, y débil y encanecida; entonces tus sentidos embotados, serán insensibles a todos los gustos, a todos los placeres. En vez de ese soplo de juventud, de alegría y de esperanza, circulará por tu sangre un vapor melancólico, frío y estéril, que entumecerá tu espíritu y consumirá por último la savia de tu vida”.

 

Nuestro gran antepasado, replicó:

 

“En adelante, no huiré ya de la muerte, ni desearé prolongar mucho mi vida, sino que procuraré buscar los medios más suaves, los fáciles para lanzar de mi esta pesada carga que me veo obligado a llevar hasta el día fijado para restituirla y esperar con paciencia mi disolución”.

 

Miguel repuso:

 

“No ames ni aborrezcas la vida; pero procura hacer transcurrir bien los días que te conceda el Cielo. Por lo demás, deja que éste se ocupe de la duración de aquélla. Ahora prepárate a presenciar otro espectáculo”.

 

Adán miró y vio una llanura espaciosa; cerca de algunas de ellas pacían numerosos ganados. Del interior de otras muchas se elevaba el sonido de los acordes producidos por el arpa y el órgano, veíase al que hacía mover las teclas y las cuerdas, su mano ligera recorría inspirada todos los tonos y modulaba, recorriendo también el instrumento de uno a otro lado, una sonora fuga.

 

En otro lugar estaba un hombre trabajando en una fragua, el cual había fundido dos macizos lingotes de hierro y de cobre; el hombre vertió el mineral líquido en moldes expresamente preparados; formó de él primeramente sus propias herramientas, y luego que podía ser obrado por medio de la fundición o tallando el metal.

 

Después de estos personajes, y hacia el sitio más próximo al que se encontraban viéronse bajar a la llanura algunos hombres de diferente especie desde la cumbre de las montañas donde tenían su habitual morada: a juzgar por sus modales, parecían hombres justos y todo su afán se cifraba en adorar a Dios, en conocer sus obras manifiestas y todas las cosas que pueden conservar la libertad y la paz entre los hombres.

 

Aún no habían caminado mucho por la llanura, cuando se vio salir de las tiendas una multitud de mujeres hermosas, ricamente adornadas de pedrerías y voluptuosas galas, iban cantando, acompañadas del arpa, dulces y amorosas baladas y se adelantaban danzando.

Los hombres las miraron a pesar de su gravedad, y dejaron vagar sus ojos sin freno, cogidos desde luego en las redes del amor, las amaron y cada cual escogió la que amaba entreteniéndose en coloquios de amor, hasta que apareció la estrella de la tarde, precursora de la noche. Entonces, llenos de ardor, encendieron la antorcha nupcial e invocaron al Himeneo, llamado en aquel día por primera vez para asistir a las ceremonias del matrimonio; los ecos de la fiesta y de las músicas resonaron en todas las tiendas.

 

Tan feliz entrevista, tan encantador encuentro de amor y de juventud no perdida, aquellos cantos, aquellas guirnaldas, aquellas flores, aquellas agradables melodía cautivaron el corazón de Adán sumamente propenso a entregarse al deleite, inclinación de nuestra naturaleza y descubrió de este modo sus sentimientos:

 

“¡Oh, tú que me has abierto verdaderamente los ojos, primer ángel bendito!

 

Esta visión me parece mucho mejor y me infunde más esperanza de mejores días que las dos visiones precedentes, aquéllas era visiones de odio y de muerte o de tormentos peores, aquí, la Naturaleza parece realizar todos sus fines”.

 

Miguel le contestó:

 

“No juzgues de las cosas por el placer que puedan causar, aun cuando parezcan conformes a la Naturaleza, tú has sido creado para un fin más noble, más santo y puro y de una conformidad más divina.

 

“Esas tiendas que te parecen tan hermosas son las tiendas de la maldad, bajo las cuales habitará la raza del matador de su hermano. Esos hombres parecen ingeniosos en las artes que hacen agradable la vida y en sus raros inventos se olvidan de su Creador, y aunque su espíritu les ha comunicados esos conocimientos, no reconocen ninguno de sus dones, pues esa hermosa reunión de mujeres que has visto y que parecen divinidades, tan festivas, seductoras y gentiles, carecen sin embargo de ese bien en que estriba el honor doméstico de la mujer y su principal gloria y se han nacido y se han formado tan solo para satisfacer lascivos apetitos, para cantar, bailar, adornarse y tener en continuo movimiento su lengua y sus ojos. Esta escasa raza de hombres, cuya vida religiosa le había conquistado el título de hijos de Dios, sacrificará innoblemente toda su virtud, toda su gloria, ante los incentivos y las sonrisas de estas bellas ateas; ahora nadan en un mar de delicias, pero dentro de poco nadarán en un abismo más vasto, ríen y a consecuencia de su risa, la tierra verterá antes de mucho un mundo de lágrimas”.

 

Adán, privado de su breve contento, exclamó:

 

“¡Oh lástima! ¡Oh vergüenza! Que los que dieron principio tan perfectamente a su vida se desvíen tan pronto del bueno camino, sigan tortuosos senderos o desfallezcan a la mitad de su carrera! Pero aquí, como en todo, vero que la desdicha del hombre procede de la misma causa: ¡su origen es la mujer!”

 

“Tiene su origen -repuso el ángel- en la molicie afeminada del hombre que hubiera debido conservar su linaje por medio de la prudencia y de los dones superiores que había recibido.

Pero ahora prepárate a contemplar otra escena”.

 

Adán miró y vio desplegado ante sus ojos un vasto territorio, por el cual había desparramadas aldeas y campestres construcciones, ciudades llenas de hombres, con puertas y torres elevadas, reuniones de gente armada, rostros audaces amenazando con la guerra, gigantes corpulentos y de una audacia emprendedora. Unos manejan sus armas, otros doman espumosos corceles, tantos jinetes y peones, aislados o formados en orden de batalla, no se encuentran allí ciertamente par un vano simulacro.

 

Por un lado aparece un destacamento de tropas escogidas conduciendo forraje y empujando ante sí una manada de hermosos bueyes y vacas, separados de su pasto, o un gran número de ovejas y baladores corderos, recogidos como botín en la llanura. El pastor llama gente en su socorro, y de ahí resulta un sangriento choque. Los escuadrones se embisten con terrible furia; los rebaños se dispersan confusamente mezclados con loas armas y los cadáveres, en el mismo sitio dónde antes pacían tranquilamente y cuyo suela ensangrentado ahora se ha convertido en un yermo.

 

Otros guerreros acampados ponen sitio a una fuerte ciudad: la asaltan con ayuda de sus baterías, sus escalas y sus minas: los situados se defienden desde lo alto de sus muros con el dardo y la jabalina con piedras y combustibles sulfurosos, por doquiera sólo se contempla carnicería y hechos gigantescos.

 

Más allá de los heraldos, con el cetro en la mano, convocan a consejo en las puertas de una ciudad; inmediatamente ser reúnen los hombres vulnerables y cubiertos de canas, confundidos con los guerreros; óyense arengas, pero pronto estalla una oposición facciosa; levántase por último un personaje de mediana edad, eminente por su aspecto que revela la ciencia, habla de derechos y de culpas, de equidad, de religión, de verdad y de paz, y del juicio de Dios. Viejos y jóvenes lo escarnecen, y hubieran puesto sobre él sus manos violentas, si, descendiendo una nube no lo hubiera arrebatado sin ser visto de entre la muchedumbre. De tal fuerza procedían la violencia, la opresión y la ley del más fuerte en toda la llanura, sin que nadie encontrara un refugio.

 

Adán lloraba amargamente; se volvió lleno de tristeza hacia su guía y le dijo:

 

“¿Quiénes son esos? Ministro de la muerte sin duda, y no hombres, cuando tan inhumanamente distribuyen la muerte a los demás hombres, multiplicando diez mil veces el pecado del que mató a su hermano. Por que ¿en quienes cometen tales matanzas sino en

sus hermanos? ¡Son hombres contra hombres! Pero, ¿quién era ese varón justo que, a no haberle el cielo, habría perecido víctima de su rectitud?”

 

Miguel le contestó:

 

“Ese es el fruto de los desproporcionados enlaces que has visto antes, en los que el bueno se ha unido al malo, a pesar de aborrecer ellos mismos semejante unión; confundidos imprudentemente entre sí, han engendrado esos seres monstruosos en cuerpo y en espíritu.

Tales serán esos gigantes, hombres que alcanzarán elevado renombre, porque en estos días sólo será admirada la fuerza a la que se llamará valor y virtud heroica; vencer en los combates, subyugar a las naciones, recoger los despojos de una infinidad de hombres asesinados, serán los timbres que considerará como de mayor gloria la especie humana, gloria de que se mostrarán ávidos esos triunfadores, a quienes se prodigarán los títulos de grandes conquistadores de patronos de la Humanidad, de dioses e hijos de los dioses, cuando con más justicia debería llamárseles destructores y azote de los hombres. De este modo alcanzarán la reputación, la fama en la tierra, al paso que el que merezca verdaderamente la gloria, yacerá sepultado en el olvido. Pero ese que has visto y que será el séptimo de tus descendientes, el único justo en medio de una mundo perverso, aborrecido y rodeado de enemigos por eso mismo, porque se ha atrevido a ser el solo justo a anunciar la odiosa verdad de que Dios vendría a juzgarlos con sus santos, ése ha sido arrebatado por el Altísimo en una nube perfumado, tirada por corceles alados. Dios lo ha recibido en su seno para que marche con él por la elevada vía de la salvación, por las regiones benditas, exento de la muerte. Dirige ahora hacia aquí tus miradas, a fin de que contemples la recompensa que está destinada a los buenos y el castigo que espera a los malos.

 

Adán miró y vio que había cambiado por completo la faz de las cosas; las bronceadas fauces de la guerra habían cesado de rugir, todo se había convertido en fiestas y juegos; lujuria y crápula en diversiones y danzas, en casamientos o prostituciones, en rapto y adulterio, al azar y por dondequiera que pasara una mujer hermosa atrayendo a los hombres, de la copa del placer rebosaban las discordias civiles. Un personaje venerable apareció por último entre ellos; les manifestó la grande aversión que le inspiraban sus acciones y protestó contra su proceder. Frecuentaba asiduamente sus reuniones, donde tan sólo encontraba triunfos y orgías y les predicaba la conversión y el arrepentimiento, como almas que se hallaban bajo el inmediato golpe de sentencias inminentes; pero todo en vano.

Cuando así lo conoció, cesó en sus amonestaciones, y trasladó sus tiendas lejos de ellos.

 

Entonces, cortando en la montaña corpulentos árboles, empezó a construir un barco de rara magnitud, que midió por codos en longitud, latitud y altura. Lo calafateó con pez, puso una puerta en uno de sus costados y lo llenó de cierta cantidad de provisiones para el hombre y para los animales. En seguida, ¡oh raro prodigio!, de cada especie de animales, pájaros e insectos, llegaron siete y siete, macho y hembra, y entraron el arca según la orden que habían recibido. El padre y sus tres hijos y sus cuatro mujeres entraron los últimos, y Dios cerró la puerta.

 

Al propio tiempo se levantó un viento del Sur y desplegando por el horizonte sus negras alas, reunió todas las nubes que había debajo del cielo. Las montañas enviaron vigorosamente en su auxilio sus vapores y sus sombrías y húmedas emanaciones, y

entonces apareció el denso firmamento como una oscura bóveda: la lluvia se precipitó impetuosamente desde allí y continuó así hasta que desapareció la tierra. El flotante bajel iba elevándose con seguridad y luchando con su aguda proa contra el embate de las olas.

La inundación subió por encima de todas las demás moradas del hombre, que fueron rodando con toda su pompa hasta el fondo de las aguas. El mar cubrió al mar, mar sin orillas, y en los palacios donde poco antes reinaba el lujo buscaron un abrigo y fijaron su asiento los monstruos marinos. Todo cuanto había quedado del género humano, antes tan numeroso, flota ahora embarcado, en un frágil leño.

 

¡Cuánto sufriste entonces, Adán, al ver el desastroso fin de tu posteridad, la despoblación de la tierra! Sumido tú mismo en otro diluvio de pesares y lágrimas, también te viste ahogado y abismado como tus hijos, hasta que, socorrido dulcemente por el ángel, te pusiste en pie, si bien desolado, como cuando un padre llora a sus hijos que han sido destruidos ante sus ojos, apenas te quedó aliento para dirigir al ángel tus lamentos de este modo:

 

“¡Oh funestas previsiones! ¡Cuánto más me valiera haber vivido en la ignorancia del porvenir! Así tan sólo sufriría mi parte de mal, que harto grande es la que he de soportar cada día. Ahora, merced a esta revelación anticipada, pesan a la vez sobre mi las desgracias que deben acaecer una tras otras en muchos siglos, pues obteniendo una existencia prematura, me atormentan aun antes de ser, con la idea de lo que serán. Ningún hombre procure en adelante saber lo que ha de sucederle a él o a sus hijos, porque adquirirá el convencimiento de un mal que su misma previsión no podrá evitar; y el mal futuro, conocido de esta suerte, no será para él menos doloroso que si en realidad existiera. Pero este cuidado es ahora inútil, porque no hay ya hombres a quienes prevenir. El corto número de ellos que ha quedado se verá consumido más o menos tarde por el hambre y la angustia, errando por ese desierto líquido. Me había atrevido a esperar que, en cuanto hubieran cesado sobre la tierra la guerra y la violencia, iría entonces todo bien, y que la paz coronaría a la especie humana con una prolongada serie de días venturosos. ¡Cuánto me he engañado! Ahora lo veo: ¡la paz es tan corruptora como devastadora la guerra! Y ¿por qué ha de suceder así? Dímelo, guía celestial, y dime también si la raza de los hombres debe terminar ahí.”

 

Miguel le dijo:

 

“Aquellos que has visto últimamente en triunfo y en medio de una lujuriosa opulencia son los mismos que viste antes llevando a cabo actos de eminente proezas y grandes hazañas, pero en cuyo interior no existía la verdadera virtud. Después de haber derramado mucha sangre, después de haber causado muchos estragos para subyugar a las naciones y de haber adquirido a consecuencia de esto una gran fama por el mundo, pomposos títulos y rico botín, se han lanzado en la carrera del placer, de la comodidad, de la pereza, de la licencia y de la crápula, hasta que, por último su incontinencia y su orgullo han engendrado, en el seno mismo de la amistad, hostiles acciones en medio de la paz.

 

Los vencidos y los que han quedado reducidos a la esclavitud por la tiranía de la guerra, perdida su libertad, perderán también toda virtud y todo temor de Dios, su hipócrita piedad le implora en la ansiedad de las batallas, pero Dios les rehúsa su auxilio contra el invasor.

Entibiado su celo por esta razón, no pensarán ya más que en vivir tranquilos, en posesión de lo que su amo les abandone, mundanos o disolutos, porque la tierra será siempre más que suficientemente fecunda para poner a prueba la templanza. Así es que todo degenerará, todo se pervertirá. La justicia y la templanza, la verdad y la fe, serán olvidadas por todo, excepto por un solo hombre, hijo único de la luz en un siglo de tinieblas, bueno a pesar de los ejemplos, a pesar de los incentivos, de las costumbres y de un mundo irritado. Sin temor al reproche, al desprecio a la violencia, dirá a los hombres que se aparten de sus inicuas vías, trazará ante ellos los senderos de la rectitud, mucho más seguros y pacíficos que los que siguen anunciándoles que la cólera omnipotente está próxima a visitar su impenitencia, y se retirará de ellos insultado, pero apareciendo ante los ojos de Dios como el único justo existente.

 

Por orden suya construirá un arca maravillosa, tal como la has visto, para salvarse él y su familia en medio de un mundo destinado a un naufragio universal. Apenas se habrá refugiado en el arca y puesto a cubierto con los hombres y los animales escogidos para propagar la vida, cuando abriéndose todas las cataratas del cielo, derramarán la lluvia día y noche sobre la tierra; todos los depósitos del abismo reventarán y yendo a aumentar las aguas del Océano, harán que éste se desborde hasta que la inundación se eleve por encima de las más altas montañas.

 

Entonces este monte del Paraíso será arrastrado por la fuerza de las olas fuera de su sitio, impelido por el doble desbordamiento, despojado de todo su verdor y sus árboles entregados a la corriente, descenderá hacia el gran río hasta la boca del golfo, donde se arraigará y formará una isla inmunda y desierta, retiro de las focas, de las orcas y de las gaviotas de estridente grito. Esto debe enseñarte que Dios que no aplica la santidad a lugar alguno si no es llevada a él por los hombres que lo frecuentan o habitan. Mira ahora lo que debe suceder en seguida”.

 

Adán miró y vio el arca flotando sobre la masa de agua que iba disminuyendo, porque las nubes habían huído impelidas por un fuerte viento norte, cuyo seco soplo arrugaba la superficie de la inundación a medida que ésta descendía. El claro sol lanzaba sus ardientes miradas sobre su líquido espejo, y como si tuviera sed, bebía ampliamente las frescas olas.

En breve, aquella inmensa cantidad de agua que durante mucho tiempo había permanecido inmóvil como un lago, retirándose por un decrecimiento semejante al del reflujo, desapareció con rápido paso en las profundidades del abismo, que había echado sus vastas esclusas, así como el cielo había cerrado sus cataratas.

 

Dejó de flotar el arca, pero pareció como si estuviese encallada y fija en la cima de una montaña. Las cumbres de las colinas iban apareciendo como rocas; las rápidas corrientes conducían con fragor su furiosa marea hacia el mar, que se retiraba. A poco rato sale volando del arca un cuervo y tras él una paloma, enviada como más segura mensajera una y otra vez para descubrir algún verde árbol o alguna tierra donde pudiera posarse; al volver de su segunda excursión, trajo en el pico un ramo de olivo en señal de paz. En breve apareció la tierra seca, y el antiguo padre descendió del arca con todo su séquito. Entonces, lleno de gratitud, elevando sus manos y sus piadosas miradas hacia el cielo vio sobre su cabeza una nube de rocío y en aquella nube un arco notable por tres fajas de brillantes

colores, anunciando la paz de Dios y una nueva alianza. Ante aquel espectáculo, el corazón de Adán, antes tan triste, se inundó de júbilo, y dio paso a su gozo de esta suerte:

 

“¡Oh tú, celestial instructor, que puedes mostrar las cosas futuras como si fueran presentes!

Me siento renacer ante esta última visión, seguro de que ya el hombre vivirá con todas las criaturas y de que su raza será conservada. Ahora es menor el pesar que me causaba la destrucción de un mundo entero de hijos criminales, por el gozo que siento al encontrar un hombre tan perfecto y tan justo, y al ver que Dios se ha dignado hacer salir otro mundo de ese hombre y olvidar su cólera. Pero dime: ¿qué significan esas fajas de colores en el cielo, que aparecen dibujadas en él como si fueran la ceja de Dios apaciguado? ¿Sirven quizá como un florido lazo para atar los bordes fluidos de esa nube llena de agua, evitando que se disuelva de nuevo e inunde la tierra?”

 

El arcángel le respondió:

 

“Has discurrido ingeniosamente; en efecto, Dios ha querido aplacar su cólera, aunque se hubiese arrepentido últimamente de haber creado al hombre depravado; sintió afligido su corazón cuando al dirigir sus miradas sobre la tierra la vio completamente dominada por la violencia, y que toda carne había corrompido sus vías. Exterminados, sin embargo, los perversos, ha encontrado un hombre justo tal gracia a sus ojos que se ha aplacado y no ha raído del mundo al género humano, le ha hecho la promesa de no destruir la tierra con un nuevo diluvio, de no permitir que el Océano salga de sus límites, ni que la lluvia ahogue el mundo con el hombre y los animales que contenga; pero cada vez que haga aparecer las nubes sobre la tierra, colocará en ellas su arco tricolor, a fin de que represente y recuerde su prometida alianza. El día y la noche, el tiempo de las siembras y de la recolección, el calor y las blancas heladas seguirán su curso, hasta que el fuego purifique todas las cosas nuevas, con el cielo y la tierra donde morará el justo”.

 

FIN DEL “LIBRO XI”


Paradise Lost, 1667


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