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El pintor de San Isidro (1867)

[Cuento - Texto completo.]

Manuel Mujica Lainez

Micaela no cesó de lamentarse durante toda la mañana. El pintor oía su voz aguda, entrecortada por el llanto, mientras repetía las malas noticias a los renovados visitantes:

—¡Nos vamos, Don Marcelino! ¡Nos sacan del rancho! ¡La señora Teresa dice que está cansada ya de esta pulpería metida en su quinta!

O bien:

—¡Mire qué vida perra, Don Eusebio! ¿Y pa’ esto valía la pena sufrir tanto?

Y luego:

—Será la última copa de ginebra, Don Fabio, la ultimita copa. Se acabó la pulpería. Esta tarde mesma nos vamos pa la chacra de mi hermana Flora del lado del Samborombón.

Entre tanto, el pintor no dejaba quietos los lápices. Llenaba de apuntes su cuadernillo. Saltaba de una página a la otra. Esbozó la traza de las carretas cargadas con fardos de lana, junto a las cuales pastaban los bueyes; anotó los perfiles de los paisanos que rodeaban el asador bajo el ombú; dibujó con cuatro líneas la silueta de Micaela, cuando brindaba una calabaza de mate a un gaucho a caballo; recortó la estampa del pulpero, su marido, enfrascado en grave conversación con los peones a la sombra del árbol colosal.

Nada escapaba a su retina sutil: ni la transparencia del cielo, ni el traje celeste de la mujer quejosa, ni los verdes desvaídos de la llanura a la cual dividía un rodeo de hacienda, ni las iridiscencias del cañadón que lamía casi los pies de su pequeño caballete y se internaba en la ondulada planicie.

—Parece mentira —sentenció Don Marcelino, el gaucho de más edad—, y ansí, en menos que canta un gallo… ¡Una pulpería que ustedes tienen tan lindamente! ¿Y por qué ha sido?

Micaela inició la explicación, pero el marido le cortó la palabra:

—Dice Doña Teresa que vuelve a la quinta y que no quiere vecinos. Ansí tratan a los pobres criollos. Y estamos aquí desde el 51, va pa dieciséis años.

Se puso de pie, alisó el cribado calzoncillo y se acercó al artista:

—¿Cómo puede trabajar, Don Prilidiano, con tanto alboroto? ¡A ver, Micaela, traile un cimarrón a Don Prilidiano!

El pintor aceptó el mate de buena gana. Arrancó del cuaderno la página en la que había diseñado el retrato del pulpero y se la mostró:

—¡Ta güeno! —declaró el otro.

Prilidiano Pueyrredón y él se conocían desde que el primero había regresado de Europa, en 1854. En el curso de sus largas estadas en la propiedad paterna de San Isidro, el pintor solía detenerse en el modesto despacho de bebidas de Benavídez en sus paseos por los alrededores. El caballero era siempre bien recibido. Ufanábase el comerciante de las atenciones del hijo del general Pueyrredón. También le atraían sus cuadros, tan hermosos, tan sencillos, que copiaban fielmente el paisaje de la zona. Le había visto fijar en la tela los amaneceres ribereños, los trajines de los pescadores del bajo, los rancheríos disimulados al amparo de los sauces, la fatiga de carretas y galeras en los pantanos del camino. Le había oído charlar con peones y capataces, sin perder nunca señorío, con una llaneza que seducía. De todos los allí presentes, Prilidiano era el único que estaba enterado de que los Benavídez se iban porque no le podían pagar su antigua deuda a la viuda de Francisco Montalvo. Cuando les ofreció su ayuda, el pulpero la rechazó con dignidad:

—Se agradece, Don Prilidiano, pero prefiero dirme de aquí. Si es cierto que Doña Teresa vuelve a la casa, lo mejor será no entreverarse con ella.

El pintor recordó que, en tantos años, el paisano y su mujer no habían parado de rozar con el carácter levantisco de la señora. Por una nada, su victoria aparecía en el rancho conduciendo a la señora colérica. Mentalmente, Prilidiano se dijo que ese carruaje abierto, tirado por una yunta oscura, completaría ajustadamente la composición que ahora planeaba. Lo colocaría a la derecha del óleo. No debía olvidar al cochero de pajizo, muy orondo en el pescante.

¡Ay, sí! Teresa Montalvo era una hembra agridulce, puntillosa. A pesar de que había doblado el codo de la cincuentena, conservaba intacto el vigor de la mocedad. Recalentaba los ambientes. Su presencia no significaría nada bueno para San Isidro, a menos que —calculó Pueyrredón, muy enterado de sus manejos— venga a encerrarse en la quinta con algún amor de contrabando.

Sonrió y a poco la risa conmovió su corpachón espeso y su cara redonda, enmarcada por las patillas. Quiso justificar con un pretexto su actitud, insólita en un medio que no condecía con el humor festivo, e interrogó:

—¿Cómo era aquello del collar de la señora de Islas de Garay?

Algo desconcertado, Benavídez le refirió por décima vez la historia. Pero Prilidiano no escuchaba. Conocía el cuento demasiado bien. Mientras comenzaba el boceto de Salustiano, el idiota del pago, que se acercaba montado en pelo, el episodio revoloteó en su memoria.

Teresa Montalvo, que adoraba las alhajas, solo visitaba su quinta de San Isidro para buscar el collar de la tía Catalina Romero de Islas de Garay. Debía estar en algún sitio. Cuando la tía murió en el incendio del mirador, allá por los principios del gobierno de Rosas, la sobrina se puso en campaña para descubrir el escondite de su collar de rubíes. Sabía que lo había ocultado en alguna parte de la casa inmensa, pues nunca se separaba de él. Había escudriñado en las habitaciones una a una, pero sus afanes resultaron estériles. Desde entonces, durante más de treinta años, la señora continuaba sosteniendo que la joya permanecía en el caserón.

—Si estuviera ya la habría encontrado —comentó Benavídez armando un cigarro—. No ha dejao rincón en paz. Hay quien asigura que la dijunta anda por las piezas, de noche, cuidando las rosetas de su collar.

Cinco días antes, al anunciar a los pulperos que estaba cansada de esperar y que debían optar entre pagar los arrendamientos que le adeudaban o abandonar el rancho enseguida, Teresa había aprovechado el viaje para hacer una excursión más por los desvanes de la propiedad.

—¡La viera, Don Pueyrredón! Parecía mesmito un álima en pena. Hasta anduvo entre las ruinas del mirador, revolviendo los cascotes.

El pintor miró hacia la casa, cuya severa arquitectura coronaba la barranca del río. La vegetación la sofocaba con su desorden. El edificio era muy viejo y amenazaba desmoronarse. Sobre la azotea destacábase la desdentada crestería del mirador.

Prilidiano dio los últimos toques al dibujo del muchacho idiota y añadió:

—¡Pero la señora no puede instalarse aquí! Si la casa se va a derrumbar el día menos pensado…

—Diz que va a gastar un montón de patacones y la va a dejar nuevecita, pero pa mí esto jiede a muerto.

Petrona, la hija menor del pulpero, se aproximó atufada.

—¿Tú también quieres que te ponga en mi cuadro? —le preguntó Pueyrredón—. Bueno. Te pondré como acabo de verte, junto a la china que machaca el maíz.

Apartóse Benavídez y Prilidiano comenzó a recoger los bártulos. Estiró con un rezongo su anquilosado corpachón. Sacó del morral de cazador que pendía de su hombro una galleta y la dio a la niña. Ella le ofreció a su vez una cajita de lata.

—¿Qué guardas aquí?

Por toda respuesta, Petrona agitó el juguete. Sonaron los pedruscos en su interior, contra las paredes de metal. Se pasaba el día juntando guijarros.

La niña tornó a hacer sonar la caja con la gravedad que había heredado de su padre, arrimándola al oído como si escuchara una música deliciosa.

—¡Esta tarde vendré a verlos antes de la partida! —gritó Pueyrredón a los paisanos.

Se alejó por la carretera, con la carpeta bajo un brazo y el caballete bajo el otro. Encima volaban unos chimangos lentos. Croaron las ranas del lado del cañadón. El idiota pasó al galope y se detuvo junto a la hondonada para tirar puñados de tierra a los batracios.

Pueyrredón volvió a soltar su risa. Había asistido antes a la misma escena. Salustiano odiaba el canto de las ranas, porque los peones ladinos le habían asegurado que se burlaban de él.

 

 

Una sola carreta toldada bastó para amontonar en ella la hacienda de los Benavídez. Tenía los costados de junco y el techo de cosidos cueros de toro. Micaela, el pulpero y Petrona se acomodaron entre las petacas. La abuela casi centenaria se acostó sobre una colchoneta. Adelante, el peoncito palmeaba los bueyes. Había gallinas en una jaula y palomas en otra. Dos gatos perezosos se acurrucaron bajo el pescante. Los perros huesudos los seguirían esquivando el sol entre las ruedas enormes.

Paisanos y chinas despidieron estrepitosamente a los Benavídez. Velaban la emoción del instante haciendo bromas. El pulpero retrucaba, entrecerrando los párpados. Un payador que olía a caña se dio tiempo para improvisar unas décimas. Detrás, el hijo del general Pueyrredón dibujaba el ombú.

Le entusiasmaban esos árboles que había pintado tantas veces y de los cuales poseía en su quinta ejemplares espléndidos. Se internaba con el lápiz o el pincel en la maraña de su follaje y de sus raíces, y los copiaba como si fueran unos animales inmensos de fantástica cabeza verde y tentáculos rugosos.

Llegó por fin el momento de los adioses. Lloriquearon las mujeres. Benavídez tendió la diestra a Prilidiano. Había vestido sus ropas de fiesta para la ocasión: la chaqueta campera, el chiripá ocre a listas rojizas, los calzoncillos lujosos y las botas de cuero negro. Chispeaba su alto galerón sobre la melena blanca.

—Hasta la vista, señor Pueyrredón, y gracias por sus atenciones. No piense que me voy con la sangre en el ojo. ¡Son cosas de la vida! Si se acerca algún día al Samborombón, acuérdese que allá lo espera un servidor y amigo.

Prilidiano le estrechó cariñosamente. Era un hombre raro, no siempre fácil, pero cuando se daba se daba de verdad.

—Tome —le dijo—, para que le alivie el viaje. —Y presentó al gaucho una bolsita en la que tintineaba la plata. El pulpero la vació y devolvió las monedas.

—La bolsa sí, señor; como recuerdo. Y que Dios se lo pague.

El vehículo cimbró al ponerse en movimiento. Mugieron los bueyes al contacto de la picana. Con mil crujidos giraron las ruedas toscas. De pie frente al caballete, el pintor saludó con la mano. Los Benavídez se iban entre el bullicio de los mozos, muchos de los cuales les acompañarían hasta la salida del pueblo, con las muchachas en ancas.

Prilidiano Pueyrredón reanudó su trabajo. Ya había compuesto su cuadro. A un costado, delante del rancho, el ombú con su cabezota erguida, los peones churrasqueando, Sebastián en su cabalgadura, la pulpera… Al otro, la llanura, el cañadón y la victoria reluciente de Teresa Montalvo, con el cochero pardo y la pincelada blanca de la sombrilla.

Sintió el fresco del atardecer y cerró la carpeta, la caja de colores, el caballete frágil. Pensaba con melancolía en aquellos que a esa hora misma marchaban pausadamente en pos de un nuevo destino. Imaginaba a la carreta, único punto móvil balanceado en la infinita soledad pampeana. Su bota tropezó con un objeto que despidió un son leve, casi un quejido. Se inclinó resoplando y lo recogió. Era la cajita de latón de Petrona. La sacudió suavemente, acercándola a su oído como solía hacer la pequeña, y la ternura del instante le ganó, bajo las estrellas que ensayaban su primera palidez. Al mismo tiempo le invadió una ira súbita contra Teresa Montalvo y su crueldad. Forcejeó con la caja para abrirla, y a la cólera nacida del recuerdo de la dueña del quintón se sumó la provocada por la resistencia que le oponía el instrumento cantarín.

Rabioso, la arrojó con fuerza por encima de la copa del ombú. Oyó su silbido y su golpe seco, al estrellarse en la carretera.

Después meneó la cabeza, lio un cigarrillo y se fue sin apresurarse por el camino de la barranca, hacia su quinta que sombreaban los árboles más bellos de la costa.

Esa noche se dijera que las ranas estaban atacadas de locura lunar. Durante horas no callaron. El muchacho idiota se tapó vanamente los oídos. El croar se infiltraba en su cerebro y se ponía a martillar en él, más y más reciamente, hasta que le fue imposible permanecer en su ranchito de la finca de los Montalvo y escapó desnudo hacia el cañadón. Una lechosa claridad emblanquecía el paisaje. Su cuerpo flaco, marcadas las costillas, brillaba fantasmagórico, como embadurnado de cal. Corrió a grandes zancadas entre la arboleda caliente, y rodeó el ombú en cuyas raíces ardía aún el rescoldo del fogón de la tarde. Más allá, en la hondonada misma, el suelo parecía sembrado de luciérnagas. Pero su fulgor no parpadeaba y tenía una intensidad maravillosa. Asombrado, Salustiano alzó entre el pulgar y el índice un trozo de vidrio rojo, del color del vino transparente. Al quebrarse sobre él, los rayos le arrancaron tonalidades extrañas.

El muchacho se puso de rodillas y comenzó a escarbar tras los otros fragmentos. Estaban esparcidos entre la hierba, en torno de una caja de lata rota. Pronto reunió veinte, treinta trocitos de cristal púrpura recortados en facetas sutiles. Abrió las manos y se levantó de ellas una llamarada, como si el idiota ofrendara una lámpara encendida.

Pero allí estaban de nuevo las ranas con su golpeteo demente. Cro-cro-cro, cantaban sin reposo, cro-cro-cro. El ombú movió la cabezota de gigante para repetir la canción de mofa: cro-cro-cro. La decían los pájaros dormidos en sus ramas; los insectos que trepaban por su corteza; la lechuza, los potros, la estatua italiana que asomaba entre la verdura del jardín remoto: cro-cro-cro.

Mascullando improperios, Salustiano arrojó los rubíes del collar de Catalina Islas contra las ranas del cañadón. La algarabía paró un instante, solo un instante, pero enseguida el interrumpido concierto reanudó su ataque monocorde: cro-cro-cro. El idiota lanzó tierra, piedras, puñados de tréboles húmedos, cuanto halló a mano, en la hondonada en cuyo fondo vacilaba un hilillo de agua quieta. Luego saltó él mismo dentro del charco que le salpicó las piernas y se echó a bailar, aplastando las joyas y las ranas despavoridas bajo los pies desnudos.

*FIN*


Aquí vivieron, Buenos Aires, 1949


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