Casa digital del escritor Luis López Nieves


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El poeta

[Cuento - Texto completo.]

Isak Dinesen

El origen del nombre de la pequeña ciudad de Hirschholm, en Dinamarca, está rodeado de muchas y sabrosas leyendas.

Corrían los primeros años del siglo XVIII. Reinaba en esta época el piadoso monarca Christian VI, quien tenía por costumbre acudir diariamente a la capilla real para hacer sus rezos.

Sofía Magdalena, la reina consorte, era muy aficionada a la caza. Una tarde de verano, en el transcurso de un largo día de cacería, consiguió dar muerte, en las orillas de un lago tranquilo, escondido en medio del bosque, a un hermoso ciervo.

Tanto agradó aquel lugar a la reina que dio las órdenes oportunas para que se construyera allí mismo un palacio, al que dio el nombre de Hirschholm, en memoria del ciervo. La obra resultó como la mayoría de las arquitecturas teutónicas de la época, ostentosa y remilgada. El palacio fue erigido en medio del lago; a su alrededor se construyeron amplios malecones por los que pasaban con toda su pompa y esplendor las lujosas carrozas reales, reflejándose boca abajo en aquellas aguas limpias, como se reflejaba el ciervo cuando fue cercado por la jauría de la reina.

La pequeña ciudad se fue formando junto al lago, cercana a las enormes caballerizas reales. Las primeras edificaciones fueron destinadas a casas para los empleados y servidores, algunas tabernas y tiendas modestas y una plaza que servía de solaz y cita para los primeros habitantes de aquella recién nacida ciudad. Durante la mayor parte del año reinaba en Hirschholm la tranquilidad y la paz más absolutas. Esta tranquilidad y esta paz eran perturbadas con la llegada de la corte con toda su magnificencia, en la época de la caza.

Cincuenta años más tarde, cuando gobernaba en Dinamarca Christian VII, nieto de la reina Sofía Magdalena, tuvo lugar en Hirschholm el origen y la mayor parte de la horrible tragedia de su joven reina inglesa, Carolina Matilde. Esta princesa joven y patética, de color blanco sonrosado y pecho abundante, navegó por el mar del Norte a la edad de quince años para casarse con un rey corrompido y sin corazón, de edad no mucho mayor que la suya, pero ya muy cerca de aquella demencia que le dominaría años más tarde; era un especie de Calígula en miniatura, cuyo retrato da la impresión de un extraño complejo de soledad y desilusión.

Después de unos pocos años desgraciados, que fueron para la joven doncella inglesa aburridos y deprimentes, mientras el rey se dedicaba a cabalgar, la reina encontró su fatal destino.

Se enamoró profunda y desesperadamente del doctor llamado de Alemania para tratar por medio de las nuevas curas de agua fría al pequeño príncipe enfermo. Este doctor era un hombre brillante, destacado y famoso en su época.

La gran pasión real hizo que fuera elevado a los puestos más destacados del reino, donde brilló sorprendentemente como estrella de primera magnitud, una especie de tirano pleno de temeridad. Luego esa misma pasión los arruinaría a los dos. Pasaron muchos ratos amables en Hirschholm, donde Carolina Matilde impresionaba a los daneses vestida con traje de hombre, atuendo que a la vista de sus retratos no parece que le sentara muy bien.

Fue el rencor de la anciana reina viuda lo que cercó a los amantes y los mató. El doctor fue decapitado por malversación de las regalías de la corona de Dinamarca, y la joven reina fue enviada al destierro, donde murió. La virtud triunfó en forma funesta y lúgubre, y el palacio fue abandonado y finalmente demolido, en parte porque la familia real no gustaba de él, y en parte, porque se estaba hundiendo en el lago.

Desapareció todo esplendor, y en el lugar donde había estado el palacio fue construida una iglesia en el estilo clásico de los albores del siglo XIX.

Muchos años más tarde se encontraban en las casas de los habitantes adinerados de Hirschholm, estatuas, tallas y mobiliarios dorados con guirnaldas de rosas y cupidos.

La pequeña ciudad, después que pasó la tormenta, dio durante muchos años la impresión de algo entumecido por un duro golpe, venido a menos. Nadie pensaba que esto pudiera suceder y mucho menos en forma tan rotunda y decisiva. Tal vez quedaran ocultos en los muros de las casas de Hirschholm y en sus mismas calles restos de simpatía para la joven y alegre reina, que tantas veces había sonreído para ellos.

Haber sido escenario donde se dieron motivos suficientes para decapitar a un hombre, es cosa muy seria, y a los habitantes de esta pequeña ciudad solamente les bastaba mirar al lugar donde estuvo el palacio para comprender el pecado.

En todo el país se sufrieron tiempos muy difíciles: guerras, la pérdida de la flota, la bancarrota del Estado, la economía severa. Los días frívolos del siglo XVIII se fueron para siempre.

Solamente unos cincuenta o sesenta años después de la tragedia de la joven reina y de su amante, la ciudad tuvo un renacimiento agradable.

No podía estar siempre arrepintiéndose de pecados en los que en realidad no tenía parte ni culpa. Estaba decidida, igual que el resto del país, a vivir con la convicción de que la prudencia es la mejor virtud.

Cuando uno se ata con demasiada fuerza a los cuidados y preocupaciones, agrada pensar en tiempos y gente despreocupada y libre.

También es verdad que aunque a nadie le gusta que sea puesta en duda la virtud de su madre, las frivolidades de las abuelas suelen ser cosas encantadoras para reírlas. Desde que los hombres comenzaron a dejarse crecer las patillas y las damas a usar tirabuzones, los pecados de las personas empolvadas han parecido románticos, como las pasiones y los crímenes de los escenarios.

Llegó por fin la hora en que los poetas podrían trasladarse de Copenhague a Hirschholm para recitar rimas sobre la desgraciada reina Carolina Matilde y su sombra galopando en el bosque.

Los árboles plantados con el espíritu generoso de la gente del dieciocho, que se había conformado con pasear junto a arbustos de seis pies de altura con objeto de dejar a las generaciones venideras la sombra y el ramaje, habían crecido y se habían hecho viejos. Bajo sus verdes enramadas, las damas y los ancianos que vieron, siendo niños, a la reina cabalgar a través de los puentes de piedra con sus perros, o al rey en su coche como una muñequita de blanca cara, empolvado y con corsé, no entendían la excitación de la vida cortesana de las lindas doncellas, matronas y jóvenes de la ciudad.

Por este tiempo vivían en Hirschholm dos hombres que se distinguían, por razones distintas desde luego, del ciudadano medio.

El primero era la figura preeminente de la ciudad, ciudadano de gran influencia y hombre, no solo de riqueza y prestigio, sino gran atractivo.

Se llamaba Mathiesen, y por sus cualidades había sido nombrado Kammerraad o Consejero de la Cámara.

Más tarde sería erigido un busto en su memoria, a la entrada de una de aquellas avenidas por las que gustaba de pasear.

Tenía entre cincuenta y cinco y sesenta años, y vivía tranquilo y satisfecho en Hirschholm. Pero, naturalmente, había sido joven y vivido en otros lugares. Estuvo en Alemania y Francia durante los años fatales e inquietos que precedieron al idilio: los días de la Revolución francesa y de las guerras de Napoleón.

Allí había visto y probablemente tomado parte en ellas, muchas cosas sobre las que la pequeña ciudad no había soñado; las personas que le conocieron de joven decían que había vuelto con ojos distintos, pues los de su juventud eran azules y los de ahora color verde.

Si había perdido las ilusiones, no era probable que le importara mucho la pérdida; a cambio había adquirido un talento extraordinario para procurarse una vida placentera y agradable.

Probablemente no hay lugar mejor que una ciudad pequeña para llevar una vida tranquila.

El consejero, que había enviudado hacía quince años, tenía una excelente ama de llaves y una bodega que hubiera hecho honor a un rey.

Se rumoreaba en Hirschholm que cuando estaba solo se dedicaba a hacer punto de cruz; en realidad no había razón alguna para que se privara de este pasatiempo, si le hacía ilusión.

Entre los tesoros que había adquirido en sus viajes y traído a su casa de Hirschholm, no había ninguno que valorara en más alto precio que sus recuerdos de Weimar, donde vivió durante dos años, y la seguridad de haber respirado el mismo aire que el gran Goethe.

Es gran cosa haberse visto cara a cara con personaje tan destacado, y es ley de vida que una cosa entre todas nos impresione más que las otras; la imagen de aquella ciudad y del gran poeta se grabaron indeleblemente en su imaginación.

Allí estaba el hombre ideal, el superhombre, si hubiera estado inventada la palabra, que sabía combinar en sí mismo todas las cualidades que la humanidad envidia. Poeta, filósofo, hombre de Estado, amigo y consejero de príncipes y amado de las mujeres.

El consejero se había encontrado con Goethe muchas veces en sus paseos matutinos, y hasta le había oído hablar con los amigos que le acompañaban.

En una ocasión fue presentado al gran hombre y sus ojos contemplaron de cerca los del Gigante, olímpicos aunque humanos, y cambió con él algunas palabras.

El poeta y Herr Eckermann habían estado discutiendo una cuestión sobre la arqueología nórdica, y Herr Eckermann pidió la colaboración del joven extranjero para que suministrara nuevos datos al tema.

Goethe le preguntó entonces sobre el asunto y le rogó muy cortésmente si podría procurarle cierta información. Mathiesen hizo una profunda inclinación y contestó:

—Ich bin Eurer Excellenz ehrerbietigster Diener.

El consejero no era hombre ordinario ni tenía las ambiciones ordinarias de los hombres. Consideraba mucho su posición en Hirschholm, y realmente tenía razones para ello, pues en su existencia no había ninguna apetencia que no fuera satisfecha.

Si durante el resto de sus días acarició la ambición por creerse entre sus conciudadanos un superhombre, sería un sentimiento solamente conocido de él. En la vida real nunca expresó tales deseos.

Era un hombre de anchas perspectivas, que a la primera mirada veía las cosas a todo lo largo y a todo lo ancho.

Sostenía ideas propias sobre el paraíso, y puesto que su generación había sido educada en la idea de la vida eterna, también pensaba en la inmortalidad. Su paraíso tendría que estar en Weimar, colmo de la dignidad, la gracia y la brillantez. A pesar de ello sus sentimientos y convicciones sobre el otro mundo no le eran de vital importancia y los hubiera dado de lado sin mucha pena.

Pero tenía una fe grande y firme en la historia y en la inmortalidad que ella puede proporcionar a cada uno. La había visto ya a su alrededor, había notado sobre sus mejillas su soplo bienhechor y sabía que el Emperador y los héroes de la Revolución francesa estaban más vivos que los funcionarios y los comerciantes de Hirschholm, que diariamente levantaban el sombrero en las calles en señal de saludo, o le hacían observaciones insignificantes y agradables.

La honda impresión que la poesía había hecho en él, manifestada en toda su grandeza, fue lo que hizo que este arte ocupara lugar tan destacado en sus planes. Porque ¿quién puede hablar de lo que un hombre ame, si es tan poco lo que conocemos del interior de los corazones?

Fuera de la poesía no había para él verdadero ideal en la vida, ni inmortalidad. Era, pues, natural que tratara de escribir también poesías.

A su regreso de Weimar produjo una tragedia con tema de la historia antigua de Dinamarca, y posteriormente escribió algunos poemas inspirados en las leyendas de Hirschholm.

Pero como era buen crítico de arte, se dio cuenta pronto de que no era poeta. Comprendió que la poesía debía venir a su vida por otro camino, y reconoció que su participación pudiera ser la de mecenas, papel para el que disponía de muy buenas cualidades y por el que creyó alcanzar aquella inmortalidad que buscaba con tanto esfuerzo.

Pronto encontró lo que estaba buscando en la persona de un joven que vivía también en Hirschholm, y que en este tiempo era un escribiente del juzgado del distrito. Sobre todo, aunque este privilegio lo conocían solo el consejero y el interesado, era un gran poeta.

Se llamaba Anders Kube y tenía veinticuatro años de edad. No era persona de buen ver, y sin embargo si un artista deseara pintar un cuadro sagrado y buscara modelo para el ángel, lo hubiera hallado en él.

Su frente era ancha y sus ojos azules y enigmáticos. Para el trabajo usaba gafas, y cuando se las quitaba y miraba al mundo sus ojos tenían una mirada clara y profunda, la misma que posiblemente tuvieran los de Adán cuando paseó por primera vez por el jardín y contempló a las bestias.

Por su gracia y su donaire, reflejados en todos sus movimientos, su cabello rubio y abundante y sus manos excesivamente grandes era un ejemplar casi perfecto del tipo de aldeano danés, que entonces había que buscar entre los sacristanes o los violinistas.

De los dos mundos en que vivía, el que le daba su sustento diario era muy limitado; consistía en la oficina dei juzgado del distrito, donde tenía sus habitaciones, al final de la escalera, muy bien cuidadas por su patrona, que le tenía aprecio; y los bosques y los campos que rodeaban a Hirschholm, por donde solía vagar en sus horas libres.

También erá bien recibido en las casas de algunos pocos ciudadanos de Hirschholm, amables y respetables, para jugar con ellos a los naipes y escuchar controversias políticas; tenía amigos entre los carreteros que soltaban las caballerías y cenaban en la posada, lo mismo que entre los miembros de una extraña tribu de carboneros que transportaban el carbón desde los grandes bosques cerca de Elsinore hasta Copenhague.

En la casa del consejero mantenía una posición propia de su existencia. Tres años antes, cuando llegó a la ciudad por primera vez, llevó cartas del anciano boticario Lerche para el consejero, de quien era amigo, y en ellas se le recomendaba como joven de talento y muy industrioso; debido a ello Anders Kube recibió una invitación fija para cenar todos los sábados en casa del consejero.

Estas noches del sábado eran para él en extremo agradables y amenas, y produjeron en su ánimo muchas impresiones inolvidables. Nunca había tenido ocasión de escuchar tanta sabiduría mundana, tantos frutos ricos y sabrosos de la experiencia. Probablemente el consejero le hablaba a él más clara y abiertamente que a ninguna persona, si bien el joven no tenía la menor idea de que desempeñara un papel tan importante en la vida de su protector.

Tampoco tenía noción alguna sobre una teoría que el consejero había estudiado y desarrollado y que consistía en que aquel joven tenía que ser conservado y custodiado en un especie de jaula o cárcel, con objeto de que no se malograra un solo ápice de sus cualidades y numen poético. Quizá esta teoría se basara en las experiencias propias del consejero. Tal vez sintiera que él mismo, en él curso de los acontecimientos, había perdido los poderes y los ideales esenciales al poeta. O tal vez fuera cuestión de instinto. En cualquier caso, en su corazón llevaba hondamente arraigada la convicción de que debía guardar a su protegido.

Mientras pudiera estar tranquilamente en Hirschholm, paseando desde la pensión a la oficina, las fuerzas que había en él tendrían necesariamente que manifestarse en forma de poesía. Pero si el mundo y sus influencias se apoderaran de su ánimo, entonces tal vez su protegido se perdiera para la literatura, arrastrado a los tumultos y las rebeliones contra aquella ley y orden de las que el consejero era firme y fiel defensor, y terminara sus días en una barricada. No obstante, las experiencias cosechadas por el anciano consejero a lo largo de su vida le habían provisto de una profunda compenetración de la naturaleza humana. Nadie podría sospechar al ver al joven Anders Kube que pudiera nunca llegar a las barricadas, pero por la mente del consejero experto pasó la idea de que en las barricadas suelen encontrarse muy a menudo personas que nadie hubiera creído verlas allí.

Sucediera lo que fuese, lo cierto era que el anciano cuidaba del joven como si fuera una especie de amante, como cuidara un noble y poderoso sultán a lá más hermosa de su harén, para la que tuviera reservadas grandes cosas.

El consejero nunca pudo tener conocimiento de que él mismo estaba rodeado, a los ojos de su protegido, por un halo poético. Éste había sido creado al principio de la estancia del joven en Hirschholm por una historia que narró su patrona, cuya autenticidad era dudosa, que decía así:

El consejero era, como ya se ha dicho, viudo, pero antes de llegar a serlo tuvo que sufrir mucho.

La señora Mathiesen fue una heredera muy modesta, oriunda de Christiansfeld, sede en Dinamarca de los Hernhuten, secta puritana muy severa, parecida a los jansenistas de Francia.

Una tarde de verano, dos años antes de su muerte, perdió súbitamente el conocimiento en un ataque de terror al demonio, y quiso matar a su esposo o matarse a sí misma con unas tijeras.

Inmediatamente mandaron a buscar al viejo doctor, que experimentó con ella todas sus artes sin conseguir resultado satisfactorio alguno; como no había cerca ningún hospital para esta clase de pacientes, la alojaron en casa del jardinero del antiguo palacio de Fredensborg, a escasa distancia de Hirschholm, gente sencilla y de buen corazón, que además debían el empleo a las influencias del consejero.

Allí vivía, sin recobrar la razón, aunque en mejor estado de ánimo; creía que había muerto y se encontraba en el cielo en espera de su esposo. A veces, expresaba sus temores de que éste no llegaría nunca, porque decía que era un gran pecador; pero se resignaba confiando en la gracia y en la misericordia de Dios.

La narradora de esta historia, que había sido sirvienta en casa de la señora Mathiesen, era la única persona, fuera del estrecho círculo familiar, que sabía los orígenes de estas crisis.

Aquella tarde del mes de julio, después de una tormenta y mientras un doble arco iris alegraba el paisaje, el consejero y su esposa, con una joven, hija de un funcionario de la corte, que había ido a Hirschholm para recuperarse de un desengaño amoroso, se disponían a salir de paseo.

La señora Mathiesen estaba en sus habitaciones poniéndose el sombrero, cuando por la ventana vio a la muchacha que cogía un pensamiento amarillo y lo colocaba en la americana del consejero.

Para una Hernhuten debía haber en un pensamiento amarillo o en el doble arco iris algo mágico. La realidad fue que a la vista de aquello la señora Mathiesen sintió unos efectos que nadie hubiera podido prever.

Dos años más tarde, aproximadamente en la misma época del año, el consejero recibió noticias de Fredensborg de que su mujer había mejorado considerablemente, que ya no decía que estaba en el cielo y que creían que le vendría bien que la visitara.

La noticia produjo una honda emoción y alegría en el consejero. Pensó que sus sufrimientos y su separación forzosa de su mujer habían terminado; que pronto volverían a reunirse para seguir viviendo plácidamente en Hirschholm. Sin hacerse esperar, montó en su birlocho, llevando él mismo las riendas.

Recorrió la distancia que mediaba entre Hirschholm y el antiguo palacio de Fredensborg a gran velocidad. Durante el poco tiempo que duró el recorrido se fue forjando en el ánimo una gran cantidad de ilusiones y esperanzas, todas halagüeñas y prometedoras de felicidad.

Se apeó de su carruaje y penetró sin esperar a más en el jardín. Allí cogió un pensamiento amarillo y lo colocó cuidadosamente en la solapa de su americana.

Pero el encuentro entre marido y mujer no dio los resultados apetecidos. El jardinero y su esposa habían observado con más cuidado a la señora Mathiesen. Cuando llegó el consejero, estaba en la ventana de sus habitaciones esperándole. Pero tan pronto como le vio fue presa nuevamente de su antigua turbación y desvarío. Tuvo un ataque de locura tan frenético que tuvieron que buscar ayuda.

Volvió a su anterior estado de locura, del que ya no se recobró más, y murió un año más tarde.

El joven Kube no admiraba ni maldecía al consejero por su papel en el drama.

Sin embargo, su imaginación ensanchaba todas las cosas que caían dentro de su alcance. En su pensamiento las cosas se agigantaban, como esas enormes sombras que aterrorizan y amedrentan a los que viajan por las montañas.

Por esto el consejero comenzó a desvanecerse como el espíritu que salió de la botella de Solomón y se manifestó al pobre pescador de Bagdad; todos los sábados, por la noche, el joven poeta se sentaba a cenar con Loki.

La mayoría de las noches restantes estaba solitario; como empleado pobremente pagado, por instinto era muy cuidadoso del dinero, y animado por su patrona, cenaba gachas, dejando al gato que bebiera la leche con él. Luego se sentaba muy quieto, mirando al fuego, o en las noches de verano a la superficie del lago, dejaba que todo el mundo le abriera sosegadamente su corazón, que le revelara y descubriera cosas extravagantes y desordenadas que a él le parecían naturales y viables.

El joven hijo de la tierra, atado a un registro, tenía el alma y la mentalidad de los antiguos Eddas, quienes crearon un mundo formado por dioses y demonios y lo llenaron de montañas y de abismos desconocidos en su país; o también la mentalidad juguetona y traviesa de aquellos antiguos místicos que poblaron el país con centauros, faunos y deidades de las aguas, que no siempre se comportaban con la debida corrección.

Aquellos paisanos daneses que eran por ley natural sus descendientes, tenían, bajo una gravedad parecida a la de un chiquillo, la alegría retozona y desvergonzada de un payaso.

Generalmente no eran comprendidos más que cuando dejaban traslucir ese lado de su ser. A menudo se daban a la bebida.

Pero Anders Kube se dedicaba todavía a escribir, porque creía que eso era lo más correcto. Escribió pequeños poemas sobre la araña en un manojo de rosas, pero más tarde sus creaciones tomaron caminos totalmente diferentes, distanciados de la forma y del fondo de las que escribió en principio.

Algunas noches salía de la pensión y no regresaba hasta el amanecer. Su patrona, a pesar de sus esfuerzos y pesquisas, no podía enterarse nunca del lugar donde había pasado la noche.

A pocas millas de Hirschholm había una finca con una agradable casa solariega, rodeada de árboles y preciosos campos, llamada La Liberté. Nadie había vivido allí desde hacía muchos años.

El propietario era un anciano boticario, el mismo que entregó a Anders Kube cartas de recomendación y presentación, pero tenía sus negocios en Copenhague y en toda su vida había sido capaz de encontrar un hueco de tiempo para tomar un merecido descanso.

A la edad de setenta años, después de leer algunos relatos románticos de viajes, se decidió a ver el mundo y comenzó por un viaje a Italia. Un halo de aventura rodeó a la empresa desde un principio. Creció mucho más cuando experimentó en Nápoles los efectos de un movimiento sísmico. En esta misma ciudad se encontró y entabló amistad con un compatriota, figura misteriosa descrita unas veces como capitán de un barco mercante y otras como director de teatro. Murió en brazos del boticario y dejó apenada a una larga familia.

Desde Nápoles, el anciano informó a sus amigos que se había hecho cargo de la hija mayor de esta familia y que estaba pensando en realizar los trámites necesarios para adoptarla como hija; pero desde Génova, quince días después, escribió comunicando que se había casado con ella.

«¿Por qué habrá hecho eso a su avanzada edad?».

Ésta era la pregunta que corría de boca en boca entre las amistades de su casa. Pero nunca dio explicación alguna sobre el particular. Murió en Hamburgo, al regreso de su viaje, y dejó su inmensa fortuna a sus parientes, y La Liberté junto con una pequeña pensión a su joven viuda. Ésta llegó y se estableció en la mansión a finales del invierno de 1836.

El consejero acudió a ofrecerle sus servicios y tratar de enterarse de la aventura de Nápoles que mató, según sus sospechas, a su viejo amigo.

Encontró a la joven viuda, discreta y recatada, dispuesta a contestar a todas sus preguntas. Era una joven de baja estatura, ágil y sutil como una muñeca; pero no como las muñecas de hoy en día, que son imitaciones del rostro y formas de los niños, sino como las muñecas de los tiempos antiguos que se acercaban hacia un ideal abstracto de la belleza femenina. Sus grandes ojos eran claros y transparentes como el cristal, y sus largas pestañas y delicadas cejas eran negras como pintadas sobre la cara.

Pero lo más destacado de aquella mujer era su rara agilidad en todos sus movimientos, que tenían mucho parecido con los de un pájaro. Poseía lo que el consejero conocía, en términos técnicos del lenguaje del ballet, por un ballon, una ligereza que no solamente es la negación del peso, sino que parece llegar más lejos y disponer a la criatura para el vuelo, como si tratara de ser más ligera que el aire.

Sus vestidos de luto y sus sombreros eran en cierto modo más elegantes y vistosos que los que comúnmente se veían y usaban en Hirschholm; o tal vez por haber sido comprados en Hamburgo parecieran un poco extraños, como cosa nueva y no vista en la pequeña ciudad.

Bien por ser demasiado cuidadosa con el dinero o porque sus gustos fuesen sencillos, no cambió nada de la antigua casa, ni sustituyó ninguno de aquellos muebles viejos, mohosos y pasados de moda que habían llevado una existencia solitaria y abandonada.

En el salón había una caja musical grande y de mucho valor, comprada en Rusia. Parecía gustarle pasear y sentarse en el jardín, pero no consintió que lo cuidasen y quitaran la hierba que había crecido durante años.

Aparentemente se veía en ella inclinación a portarse con corrección y buenos modales; recibió la visita de las señoras de la vecindad, quienes le dieron buenos consejos y recetas para hacer salsas y el pan de jengibre; pero hablaba muy poco, avergonzándose tal vez de su extraño acento al hablar el danés.

Otra característica observó el consejero en ella: su gran timidez y aversión a que nadie la tocara. Nunca besó ni acarició a ninguna de las señoras que la visitaban, como era la costumbre en Hirschholm, y se disgustaba claramente cuando le hacían objeto de sus caricias y había algo en aquella muñeca que intrigaba. Las damas de Hirschholm no tomaron aquello en consideración.

Esta forma de comportarse de la joven viuda fue criticada y comentada y su nombre se extendió dentro de la sociedad de Hirschholm mucho más de lo que se hubiera extendido si la nueva extranjera no se manifestara de forma tan poco corriente.

Nunca consideraron que aquella joven viuda sería peligrosa; ni creyeron que sería rival, ni siquiera en la confección del pan de jengibre.

Muchas damas se preguntaban si su razón no estaría trastornada. El consejero participaba de esta opinión y le desagradaba la forma de proceder de la joven viuda.

«Hay algo que todavía no ha revelado», pensaba cuando reflexionaba sobre ello.

El día de Pascua, el consejero y Anders acudieron a la iglesia de Hirschholm. Lucía el sol y el lago que había junto a la iglesia tenía un color azul claro, pero el día era frío. De vez en cuando caía algún chaparrón.

Los narcisos atrompetados, las coronas imperiales y las Diclitras, que los daneses llaman «corazón de un lugarteniente» porque al abrir los capullos aparece dentro una botella de champaña y una danzarina, abundaban en los pequeños jardines que rodeaban la iglesia, maltratados por el viento y la lluvia.

Las mujeres campesinas que acudían a recibir la sagrada comunión, con gorros bordados en oro, tenían que luchar con sus pesados faldones y las cintas de seda al entrar en el templo.

En el mismo momento en que el consejero y su protegido llegaban al atrio de la iglesia, la joven dama de La Liberté apareció en un lando tirado por dos hermosos caballos y se detuvo frente a la puerta.

Se había quitado sus velos de luto, cumplido un año desde la muerte de su esposo; vestía ahora una capa de color gris pálido y un sombrero azul. Parecía tan feliz como una paloma.

Como en aquel momento el consejero estaba conversando con el párroco, fue el joven Kube el que se acercó para ayudarla a descender del coche. Por respeto a la viuda de su antiguo patrón tuvo el sombrero en la mano mientras pasearon juntos unos momentos. El consejero observaba la escena desde el pórtico, y se sintió atraído extrañamente por la pareja. No quitaba sus ojos de ellos. Los dos jóvenes estaban tímidos y como avergonzados.

Junto a la gracia del semblante del joven y la agilidad de movimientos de ella, tal timidez daba al encuentro una particular significación, un matiz intrigante, como si algún secreto se resistiese a ser revelado.

El propio consejero no se explicaba su extrañeza.

«Es como el estreno de una obra musical, o la lectura del primer capítulo de una novela. Estoy seguro que si el gran Goethe hubiera podido ver lo que yo estoy viendo habría sacado algo en claro».

Luego penetró en el templo en actitud pensativa.

Durante todo el tiempo que duraron los sagrados oficios el consejero estuvo dando vueltas en su mente a lo que acababa de contemplar, intentando sacar conclusiones para explicarse los motivos de la honda impresión que le produjo la escena. Últimamente había estado bastante intranquilo sobre su poeta. El joven esclavo suyo se había mostrado como si tuviera la mente fija en otras cosas y aquello no le importara o no le distrajera en absoluto. Y por si esto fuera poco había faltado a la cena, cosa inusitada en él, los dos últimos sábados.

En sus modales había como un desasosiego inconsciente y los síntomas de una melancolía, sobre lo que el consejero estaba muy preocupado, pues sabía que no encontraría remedio alguno contra ello.

Por una conversación con su patrona sacó la conclusión de que el joven se daba con exceso a la bebida.

«Es cierto que muchos grandes poetas fueron bebedores empedernidos, pero en este caso en que yo he de hacer de mecenas no encaja este vicio. Bajo la influencia del vino, que yo sé desempeñó un papel muy importante en la historia de la familia de este joven, puede escabullirse de mi influencia y marcharse a tocar el violín en las bodas de sus paisanos».

El consejero se opuso en su día a una subida de sueldo para el joven en la oficina judicial, creyendo que no le ocasionaría ningún beneficio.

Ahora se le ocurrió que lo que necesitaba era el matrimonio. La joven viuda con su pequeña renta y la casa blanca de La Liberté pudiera haber sido preparada por la providencia como la esposa ideal para el genio.

Desde el lugar reservado para los hombres al lado derecho de la nave del templo, sus ojos se volvieron dos o tres veces hacia los bancos de las mujeres. La joven viuda estaba inmóvil, absorta con las palabras del párroco, en su rostro la expresión de una profunda alegría interior.

Al final de los oficios religiosos, cuando estaba de rodillas, profundamente conmovida llevó a su rostro un pequeño pañuelo. El anciano se preguntaba si escondía con él un llanto o una sonrisa.

Después de asistir a los oficios el anciano y el joven se dirigieron juntos a casa del consejero.

Al cruzar el puente un chaparrón de granizo ocultó el paisaje y les obligó a abrir los paraguas; se detuvieron sobre el puente de piedra para contemplar la caída de los granizos sobre el agua y a los dos cisnes del lago huir bajo los arcos. Sumidos en hondos pensamientos permanecieron allí más tiempo del que pensaran.

El sermón de Pascua había llevado a la cabeza de Anders un montón de sombras que lentamente iban tomando forma en el firmamento.

«María Magdalena —pensaba— fue precipitadamente al amanecer del viernes a casa de Caifás. Había tenido aquella noche una visión en la que le había sido adelantado que en la tarde del día siguiente se rasgaría el velo del templo. Había visto abrirse las sepulturas y a los santos salir de ellas. También había contemplado al Angel del Señor levantar la piedra del sepulcro y sentarse sobre ella. Lanzaba reproches muy duros a los sacerdotes por la monstruosidad que iban a cometer crucificando a Dios. Eran sus palabras tan sentidas y sinceras que llegaron a persuadir a los ancianos de que lo que iban a hacer era el único crimen verdadero de toda la historia de la humanidad.

»Luego celebraron una reunión en el salón secreto, donde una lámpara iluminaba los rostros barbudos. Algunos sacerdotes aterrorizados pidieron que el prisionero fuera puesto inmediatamente en libertad; otros entraron en éxtasis y profetizaron a grandes gritos.

»Pero Caifás discutió con los más ancianos la cuestión y acordaron que tenían que llevar a cabo su proyecto.

»María Magdalena, desesperada, les habló de los pecados y de las miserias terrenas, sobre lo que ella sabía mucho, y de la santidad de Cristo. Pero cuanto más escuchaban más se endurecían. Caifás llamó a Satanás para discutir con él la cuestión. Como su personificación, entró Judas, el pelirrojo* y suplicó que aceptaran la devolución de sus treinta monedas de plata.

»A1 ser rechazada su petición les pintó el futuro miserable que esperaba al pueblo escogido, que sería desde entonces perseguido y despreciado en el mundo.

»También describió a los sumos sacerdotes el gueto de Amsterdam que una noche de sábado me describiera el consejero. La cabeza del anciano sacerdote se hundió al fin en un voluminoso libro».

Todas estas ideas pasaron por la imaginación del joven Anders en el puente de piedra. Miró al consejero y le encontró muy pensativo; pensó que su imaginación estaría también envuelta en las ideas del sermón.

La cabeza del joven escribiente se tambaleaba. Durante la pasada noche se había retirado tarde a descansar, jugando a los naipes con los viajeros que se hospedaban en la posada.

Había dejado de granizar. Cerraron sus paraguas y siguieron caminando. También el consejero había sacado del sermón bastante material para reflexionar. No comprendía cómo san Pedro, la única persona que estaba en antecedentes de todo y que podía estar en condiciones de impedir los acontecimientos, llegara a consentir que tuviera lugar la triste historia del canto del gallo.

Durante las tres semanas siguientes el tiempo fue apacible, aunque todavía lluvioso.

El suelo se iba cubriendo de hierba y en el aire había una suave fragancia. Faltaba solamente un día de sol que despejara los nubarrones.

Los ciruelos florecidos alegraban los alrededores de las alquerías. Más tarde, los bosques de hayas se cubrieron de anémonas, de hojas digitadas, con un aroma a la vez dulce y amargo.

Un jueves de finales de mayo el consejero cenaba en Elsinore con un amigo, oficial de servicio en el Estrecho.

Estas tertulias obedecían a las festividades anuales, ocasión para que se encontraran y saludaran felices los viejos amigos.

La fiesta terminaba siempre demasiado tarde. Desde Elsinore a Hirschholm hay una distancia de trece millas, pero esto no preocupaba al consejero, puesto que las noches en Dinamarca, durante aquella estación, eran muy claras.

Subió a su birlocho y se recostó sobre su capa gris, mientras Kresten, su anciano cochero, cogía las riendas del caballo; medio soñoliento percibía las bellezas de la noche de mayo y el olor de los campos junto al camino por donde viajaban.

Un poco antes de llegar a Hirschholm se rompió algo en los arreos del tiro. Tuvieron que parar el coche y Kresten dijo que necesitaban pedir prestado un trozo de cuerda en la alquería vecina para reparar la avería.

El consejero miró a su alrededor y se dio cuenta de que se encontraban justamente a la entrada de la finca de La Liberté.

Temiendo que Kresten hiciera demasiado ruido y perturbara el sueño de la señora de la casa, decidió ir él mismo. Como conocía la casa del guarda podía llamar a su ventana sin despertar a nadie sino al guardián.

Bajó del coche, un poco aterido, y emprendió el camino poco antes del amanecer.

El aire estaba impregnado del aroma de los árboles y la hierba mojada y fresca. Sobre el camino enarenado había pequeños charcos de agua. Caminaba lentamente porque entre los árboles estaba oscuro.

Una alameda desviaba el camino hacia el corral. Súbitamente oyó una música. Se detuvo unos momentos, sin apenas creer lo que estaba oyendo, para llegar al convencimiento de que no había alucinación alguna.

Música de baile salía de la casa. Caminó breves pasos, y se detuvo luego nuevamente extrañado. ¿Quién podía estar tocando y bailando allí momentos antes del amanecer? Abandonó el camino que le llevaba a la ventana del guarda y se dirigió directamente a la entrada principal de la casa, cruzando sobre la hierba húmeda de la pradera. Vio la fachada de la casa iluminada y luz a través de las contraventanas.

«Sin duda alguna —pensó— la joven viuda ha dado un baile esta noche».

Las lilas del terrado estaban abiertas. Una fila de tulipanes conservaba cerrados sus cálices blancos y rosados, Todo estaba muy quieto y sereno. El consejero recordó dos líneas de un antiguo poema:

 

El céfiro gentil cesa su bamboleo.

Nuevamente se aquieta la cuna de la naturaleza.

 

En los momentos que preceden a la salida del sol el mundo parece incoloro.

Los ricos matices de la noche se habían esfumado y todos los colores del día yacían dormidos sobre el paisaje.

El anciano, gris sobre la capa gris, era invisible incluso para alguien que le buscara. No se atrevió a poner la mano en la ventana por miedo a hacer ruido. Con las manos en la espalda se inclinó hacia adelante y observó. El salón, con sus tres ventanas abiertas al terrado, estaba pintado de azul celeste muy descolorido por el tiempo. Había poco mobiliario en la habitación y los pocos muebles que se veían habían sido retirados junto a las paredes. Un candelero colgaba del techo en mitad de la habitación con todas las bujías encendidas, La caja de música rusa estaba abierta, y tocaba una música deliciosa.

La señora de la casa estaba en medio del salón. Vestía las ropas transparentes y leves de una danzarina de ballet, y sus pequeños zapatos sin tacones estaban atados a sus tobillos con cintas de encaje negras.

Sus brazos estaban graciosa y artísticamente combados sobre su cabeza. Totalmente inmóvil, escuchaba la música.

En el momento que terminó la mazurca, la joven volvió súbitamente a la vida. Levantó la pierna derecha, lenta, muy lentamente, con la punta del pie apuntando directamente al consejero, cada vez más alta y más alta como si fuera a despegarse de la tierra y emprender el vuelo. Luego, con la misma, lentitud, comenzó a bajarla hasta tocar con la punta del pie con un suave golpecito no mayor que el dado con el dedo sobre una mesa.

El espectador quedó sin aliento. Había visto muchos ballets en Viena, pero aquello le pareció mucho más que lo mejor que había presenciado.

La joven abrió los brazos en un movimiento audaz y veloz, giró sobre sí misma y comenzó a bailan El baile era fogoso y encendido, de duración no mayor de dos minutos; un susurro, una flor, una danza flameante, un juego contra la ley de la gravitación, una pieza de alegría celestial.

Era también una escena teatral: amor, dulce inocencia, lágrimas, expresado todo con música y movimientos. Hizo una pausa breve, pero luego continuó, como si se hubiera rebasado un límite.

Cuando la música terminó, la bailarina cayó al suelo tras un salto gracioso, como si sus piernas hubieran sido cortadas con unas tijeras.

El consejero sabía mucho de baile y valoró la actuación de la joven viuda como de primerísima calidad. Valoró esta aparición como un espectáculo digno del mismo zar Alejandro, si viniere al caso.

El consejero se alarmó y se retiró hacia atrás.

Cuando volvió a mirar la vio ya vestida, aunque en estado vacilante e indeciso. Pero no volvió a oírse la música.

En el salón había un gran espejo. Colocando la palma de la mano suavemente sobre el espejo se inclinó hacia adelante y besó su propia imagen plateada reflejada en él. Luego apagó una por una todas las bujías del candelero. Abrió la puerta y salió.

A pesar de su repugnancia a ser visto por nadie, el consejero se quedó aún en el terrado durante uno o dos minutos. Estaba tan asombrado como si hubiera sorprendido en aquella mañana temprana de mayo a Eco, la ninfa del aire y de la tierra, practicando y ensayando todo aquello en las inmensidades de los bosques.

Cuando se separó de la casa quedó maravillado ante la grandeza del paisaje que se dominaba desde La Liberté. No se había dado cuenta anteriormente de esto. Desde aquel terrado se dominaba toda la comarca, verde y ondulante, incluso hasta lo más alto de las montañas.

En la distancia lejana, el Estrecho brillaba como una faja de plata y sobre éste se levantaba el sol.

Volvió a su coche, en actitud reflexiva. Estúpidamente acudieron a su imaginación unos ritmos infantiles:

 

Oh, no es culpa de la gallina
que el gallo esté muerto.
Es culpa del ruiseñor
que canta en el huerto.

 

Se había olvidado por completo de la cuerda. Cuando fue informado por Kresten de que había logrado reparar la avería sin necesidad de cuerda, no encontró ninguna palabra que decirle.

Durante el tiempo que duró el camino, estuvo completamente despierto. Le parecía que tenía mucho que hacer antes de colocar todas las piezas del ajedrez sobre el tablero. Las ideas eran propias de un hombre que en su vida diaria pasa muchas horas enfrascado en libros o leyes y que había estado jugando al tresillo la noche pasada con tres antiguos amigos suyos, que seguían estando solteros.

Estaba claro que la viuda del boticario no era ninguna Christiane Vulpius para sujetar a nadie. Tal vez, por el contrario, llevara en sí virtud suficiente para elevar del suelo al joven que él había elegido para ella, y posiblemente los dos volaran sin decir dónde, pero lejos de su influencia y supremacía.

No le preocupaba en modo alguno que ella le hubiera decepcionado y engañado; al contrario, le gustaba por eso, por haberle proporcionado una sorpresa poco común en su vida.

«He encontrado lo que buscaba —se decía para sus adentros—. Tiene esta mujer una particularidad especial, que si sé sacar ventaja de ella me permitirá no perder a mi poeta. Además me gustaría retenerles a los dos bajo mi férula. Espero que sabré usar de mi experiencia para lograrlo».

Se quitó el sombrero y el viento de la mañana temprana le acarició las sienes.

«Yo —seguía con sus pensamientos— no soy un hombre tan viejo, si me comparo con el que ella tuvo que tratar. Además soy rico, persona muy cotizada y estimada y creo que hasta merecedor de las cosas más caras de la vida. ¿No podré conseguir que baile para mí una tarde? Esto me proporcionaría una vida totalmente distinta a la que he llevado anteriormente. El poeta, por su parte, seguirá siendo mi protegido y el amigo de la casa».

Sus pensamientos llegaron todavía más allá a medida que el sol subía sobre el horizonte.

«Un amor desgraciado es una buena fuente de inspiración. Esa clase de amor ha producido las mayores y más famosas obras de la historia. Un deseo vehemente y desesperado de la esposa de su benefactor tal vez haría de este joven un poeta inmortal. Se desarrollarían indudablemente escenas dramáticas. Los dos jóvenes se verán obligados a sujetarse, leales a mi autoridad; tendrán que sufrir mucho, ya que el amor y la juventud son cosas muy fuertes».

Luego se preguntó:

«Pero ¿qué pasará si ellos no obedecen ni cumplen mis deseos? ¿Qué sucederá si los dos deciden separarse de mí y huir definitivamente de mi presencia y protección?».

El consejero tornó rapé: su nariz se retorció un poco ante la sensación de bienestar que le proporcionó el polvo.

Su viaje estaba terminado. En aquella mañana la pequeña ciudad parecía estar en el fondo del mar. Los tejados rojos destacaban como un semillero de coral rojo intenso; el humo azul subía hacia lo alto del cielo como finas algas.

Los panaderos estaban sacando el pan tierno y caliente de los hornos. Aquel aire matutino hacía al consejero sentirse soñoliento, con soñolencia plácida y agradable. Tanta placidez le llevó a pensar en el viejo dicho que los campesinos llaman la oración de los solteros:

Os suplico, Señor; que nunca sea atrapado por los lazos matrimoniales. Y si algún día cayera en ellos, concededme que nunca me convierta en un cornudo. Y si soy víctima de esa desgracia, que yo no me entere de ella. Si, finalmente, llegara la noticia a mis oídos, concededme, Señor; que no lo tome en cuenta, que no entristezca mi alma.

Éstos son los pensamientos que puede abrigar un hombre cuya mente es una habitación perfectamente limpia y de la que con plena seguridad nadie sino él tiene la llave.

La tarde inmediata, sábado, Andéis acudió a cenar, como era su costumbre habitual, a la casa del consejero. A los postres leyó un poema sobre un joven campesino que descubrió a tres cisnes silvestres, hembras, que se transformaban durante la noche en tres doncellas para bañarse en el lago. El campesino robó las alas que uno de los animales había dejado junto al lago y tomó a la doncella por esposa. Pero un día ella encuentra sus alas, las recobra, se las coloca, vuela sobre la casa y desaparece en el aire.

«¿Por qué escribe esto? —se preguntó el consejero—. ¿Cómo puede escribir semejante cosa? ¡Si él no la ha visto bailar!».

Los bosques de hayas de la provincia reverdecieron y se llenaron de hojas. Una lluvia gris cayó durante días sobre toda la comarca, como un velo de novia. De pronto una mañana todos los bosques aparecieron verdes y frondosos.

Esto acontece en Dinamarca todos los años, en el mes de mayo; acción milagrosa de la naturaleza que impresiona a todos como algo sorprendente e inexplicable. Durante los largos meses del invierno uno ha estado dentro de los bosques expuesto a los vientos y a la tenue luz del cielo. Luego, súbitamente, llega el mes de mayo, con la virtud de construir una especie de cúpula sobre la cabeza, y crea un refugio, santuario misterioso para los corazones humanos.

La fronda, clara y suave como la seda, se reparte por doquier como penachos de pelo fino, nuevas alas con que la floresta se viste y se ofrece para deleite y contemplación de los mortales.

Al día siguiente o al otro día parece que se caminara bajo un emparrado. Todos los contornos perpendiculares producen la impresión de una caída o de una ascensión.

Los álamos, como columnas de peltre gris, no solamente crecen de manera sorprendente y llegan desde la tierra hasta el infinito, sino que elevan la impresionante bóveda del espacio aéreo.

La luz de dentro, menos clara que anteriormente, parece, sin embargo, más potente, llena de significación, impregnada de los secretos que son en sí mismos claridad, aunque inconcebibles para el género humano.

Aquí y allí algún roble viejo y arrugado, más lento para echar las hojas, se abre también una mirilla en el cielo. La fragancia y la frescura lo circunda todo como en un amable abrazo. Las ramas, doblindóse desde la altura, parecen acariciarnos o bendecirnos; el que contempla aquella transformación maravillosa de la naturaleza tiene la sensación de caminar bajo una bendición incesante y graciosa.

En esta época todo el país se dirige a los bosques. Allí saborea una gloria que no durará siempre, pues pronto las hojas se ensombrecerán y se alargarán.

La gente de la ciudad emigra a los bosques, en coche o a pie; allí cantan y juegan entre los altos árboles, llevan pan y mantequilla y se preparan café sobre el tupido césped.

El consejero también acudía a disfrutar de la frondosidad y frescura de los bosques y repetía el Domine, non sum dignus.

El joven Anders confundía sus registros en la oficina, dejaba la cama sin deshacer por las noches; y, desde La Liberté, Fransine salía con su nuevo sombrero de pala en la mano.

Cuando la naturaleza estaba en su apogeo, el consejero recibió una visita de su amigo el conde Augusto von Schimmelmann. A pesar de una diferencia de quince años, los dos estaban unidos por muchos lazos y gustos comunes.

Cuando el joven conde tenía quince años, el anciano consejero ocupó por un año el puesto de un amigo suyo que murió, tutor del muchacho, y más tarde se encontraron en el extranjero, en Italia. Allí los dos hablaron y discutieron amigablemente sobre libros y religiones, sobre pueblos y ciudades lejanas.

Hacía algunos años que no se habían visto, pero este apartamiento no obedecía más que a una crisis que atravesó el conde, durante la cual estuvo dedicado a prepararse para sí una especie de modus vivendi y en cuya empresa su viejo amigo no podía serle de ninguna utilidad o ayuda.

El conde Augusto era, por naturaleza, de disposición pesarosa y melancólica. Deseaba ser muy feliz, pero no sabía, no disponía de ingenio para proporcionarse la felicidad. En su juventud había sufrido mucho por esta condición.

«En algún sitio, en algún lugar del mundo —se había repetido machaconamente— tiene que existir una felicidad grandiosa, admirable, el fons et origo del poder que se manifiesta de por sí en las delicias de la música, de las flores y de la amistad».

A este efecto había coleccionado muchas y variadas clases de flores, había estudiado la música con extraordinario tesón y se había hecho de muchos amigos.

En ocasiones había saboteado una vida de placer y se había encontrado a gusto y feliz. Sin embargo, no había conseguido llegar a la causa y origen de estas satisfacciones y de esta felicidad, ni había logrado penetrar en el corazón de las cosas según eran sus deseos incontenibles.

Cuando el tiempo fue pasando, le ocurrió una cosa terrible que luego se convirtió para él en tan buena como cualquier otra.

En el transcurso de su vida había optado por aceptar la felicidad de la vida de forma distinta; no como él creía y esperaba realmente que fuera, sino puramente como un reflejo dentro de un espejo, tal como otras personas la veían.

Esta evolución interna tuvo sus comienzos cuando inesperadamente heredó una inmensa fortuna. Dejado a sí mismo, quizá no hubiera pensado mucho sobre aquel feliz acontecimiento, ni le hubiera dado mayor importancia, puesto que no sabía qué hacer con el dinero. Pero fue en esta ocasión cuando se impresionó profundamente por la actitud del mundo que le rodeaba. El hecho ocupó mucho tiempo a las personas que le conocían y rodeaban; todo el mundo pensó que aquello constituía para él un hecho grandioso y espléndido.

El conde Augusto era de por sí muy envidioso; durante mucho tiempo había albergado dentro de su corazón esta angustia, particularmente hacia las personas estudiosas; de este modo, se encontraba en una posición excelente para valorar el peso de este sentimiento. Lo más agradable para uno después de pintar un cuadro y considerarlo digno de mérito y de aprobación, es que todo el mundo esté de acuerdo en ese mismo juicio crítico. Esto contribuía de lleno a la felicidad del conde Augusto. Poco a poco consideró su vida sobre la envidia del mundo exterior, y optó por aceptar su felicidad según la cotización del día. Pero nunca cayó en el engaño de creer que el mundo tenía razón; trabajaba bajo un sistema de contabilidad por partida doble. En las entradas del mundo tenía muchas cosas para estar orgulloso y agradecido; en esta cuenta apenas tenía otra cosa más que activo. Tenía un nombre de abolengo, era propietario de las mayores haciendas y de las más elegantes casas de Dinamarca; poseía una hermosa mujer, cuatro hijos, el mayor de doce años, una gran fortuna y un alto prestigio.

Era, además, un hombre sano y de buen parecer, y a medida que avanzaba en años aumentaba igualmente en salud y en gentileza, puesto que las dos cosas iban bien con su tipo; en esta época de su vida, finalmente, era una figura llena de personalidad.

En la Cámara de la Junta de Médicos fue denominado el Alcibíades del Norte.

Pero aparecía exteriormente más robusto de lo que en sí era. Estaba considerado como un hombre que gustaba y disfrutaba de la comida y la bebida, y dormía muy bien durante la noche. Pero la realidad era que ni disfrutaba de la comida, ni de la bebida, ni podía conciliar el sueño durante la noche; sin embargo, el hecho de ser envidiado por sus vecinos y amigos por estos beneficios se convirtió para él en un sustitutivo aceptable.

Hasta los celos de su esposa, desde este punto de vista, le servían de utilidad. La condesa no tenía razón ni motivo alguno para estar celosa de su marido.

Era dudoso que entre todas las mujeres con que había tratado y conocido, hubiese habido una sola que le gustara más que su mujer. Pero los quince años de vida de casado y los cuatro hijos sanos, guapos e ingeniosos, habían logrado curarle de sus desvelos y sospechas, de lágrimas y lastimosas escenas familiares que frecuentemente terminaban en desfallecimientos. Esto es lo que el conde Augusto, siendo joven, había considerado como la pesada cruz de los celos.

Ahora sus celos se fundamentaban en los planes de su marido. Le sugería o incluso trataba de probarle la posibilidad de que ya no fueran las damas de las comarcas vecinas o de la corte las que se enamoraran de él, cosa que daba por incuestionable, sino que fuera él mismo el que se enamorara de todas y cada una de ellas.

Al final llegó a depender de su actitud tanto que si su esposa se hubiera reformado y dejado a un lado aquellos celos absurdos, él lo hubiera echado de menos. Como el Emperador con sus nuevas vestiduras, paseaba dignificado, siendo su vida una continua procesión, con pleno éxito en todos los aspectos, excepto en su mundo interior. No pensaba detenidamente en su sistema, pues no funcionaba mal y durante los últimos cinco años había conseguido ser más feliz que anteriormente.

Mientras estuvo, como un pulpo coralino, construyéndose su mundo moral, el consejero no podía haberle hecho bien alguno, no hubiera podido ayudarle en nada aunque no le faltaran intenciones buenas y desinteresadas. Sabía muy bien que su compañía no habría ayudado en nada a su buen amigo el conde Augusto. No tenía el defecto de la envidia, que siempre había tenido el conde, y probablemente su presencia hubiera derrumbado todo aquel edificio.

Ahora estaba ya firmemente asegurado y enquistado en su mundo moral, no sin ceder mucho, hasta el extremo de tomarlo todo un poco a chanza. Saludó a su antiguo amigo con verdadero placer. El consejero, por su parte, siempre estuvo dispuesto y deseoso de encontrarse con él. Si anteriormente había procurado huir de este encuentro, lo hizo sacrificándose en beneficio de su amigo. Pero sus deseos siempre fueron los mismos. Probablemente Diógenes hubiera gozado siempre y deseado encontrarse con Alejandro. Y a Alejandro le complació desde el momento en que declaró que si no hubiera sido Alejandro hubiera sido Diógenes. Quién sabe si al gran conquistador le hubiera gustado oír al famosísimo filósofo declarar que de no haber sido Diógenes le hubiera gustado ser Alejandro, y éste hubiera podido permitirse el lujo de un segundo encuentro con el Cínico, para discutir cuestiones referentes a la naturaleza de las cosas. Esto fue lo que hizo ahora el conde Augusto.

Los dos amigos pudieron pasar por un Alejandro y un Diógenes de 1836 cuando paseaban.

Vestidos de oscuro, parecían dos pájaros, cornejas o urracas por ejemplo, que habían salido a disfrutar de aquellas tardes de mayo. Sentados en el bosque, comenzaron el diálogo:

—A medida que vamos avanzando en la vida y atesorando día tras día experiencia —comenzó diciendo el conde Augusto—, nos vamos dando cuenta del hecho humillante y lamentable de que así como dependemos de nuestros subordinados, pues yo por mí mismo bien sé que sin la colaboración de mi barbero me convertiría en el breve espacio de una semana en un verdadero fracaso, ruina social, política y doméstica, así, en el mundo espiritual, dependemos y somos vasallos de gentes mucho más estúpidas y necias que nosotros. Como bien sabes, yo he renunciado desde algún tiempo a esta parte a todas las ambiciones y aspiraciones artísticas, para dedicarme de lleno, dentro del campo de las artes, a su conocimiento y estudio crítico.

Y así era la verdad, pues el conde Augusto se había convertido en un crítico agudo y perspicaz de todas las obras artísticas. Después de una breve pausa empleada en la contemplación del paisaje maravilloso que les rodeaba, continuó:

—En ese estudio he aprendido que resulta imposible que yo o cualquier otro crítico inteligente no seamos capaces de decidir, dentro de veinte años, en qué período fue pintado un objeto determinado, una rosa por ejemplo, o determinar, más o menos aproximadamente, en qué lugar de la tierra fue llevado a cabo el trabajo. El artista ha querido crear el dibujo de una rosa en abstracto o el retrato de una rosa determinada; pero nunca es su intención el ofrecernos una rosa china, persa u holandesa o, según la época, una rosa barroca o de puro imperio. Si yo le dijera que era precisamente eso lo que había realizado, no me comprendería. Tal vez se enfadara conmigo y me dijera escuetamente: «He pintado una rosa».

»Yo he llegado a un nivel tan superior al del artista que puedo permitirme el gusto de medirle con unas medidas de las que él no tiene la menor idea. Pero, al propio tiempo, no puedo pintar y apenas si me es posible ver o concebir una rosa por mí mismo. Puedo únicamente imitar alguna de las creaciones del artista. Podré pintar una rosa al estilo chino, holandés o barroco, pero nunca tendría la decisión suficiente para pintar una rosa como ella parece ser. Y ahora pregunto yo: ¿cómo parece ser una rosa?

Colocó el bastón sobre las rodillas y quedó por breves instantes pensativo.

—Eso mismo sucede —continuó— con las ideas sobre la virtud y la justicia.

»Pero, al propio tiempo, debido a este superior punto de vista, a este nivel más elevado que me permite enjuiciar y conocer las cosas desde una postura ventajosa sobre la mayoría de los demás mortales, me considero en deuda con la gente sencilla y cándida que son mayoría y creen en la posibilidad de obtener una idea directa y absolutamente cierta de las virtudes abstractas. Estoy en deuda con esa clase de gente, en el sentido de que me creo en cierto modo obligado a aclararles el error en que se encuentran, a explicarles el imposible que persiguen. Porque si su objeto fuera solamente crear una idea especial, ¿dónde se hallarían entonces las conjeturas del observador? Verdaderamente, amigo mío, mientras los necios y locos pueden obrar y valérselas sin nosotros, nosotros, por nuestros conocimientos superiores, tenemos que depender de esos mismos necios y de esos mismos locos.

»Cuando tú y yo —prosiguió después de una ligera pausa— en una mañana de paseo cruzamos ante el establecimiento de un prestamista sobre prendas y, señalando con el dedo al tablero en que están escritas estas palabras: «Aquí se plancha ropa, voy a que me planchen la mía», yo te sonreiría al tiempo que te informara que allí no hay ningún planchador, que aquel tablero está puesto para venderlo.

Sin embargo, yo no tendría oportunidad de sonreír, ni demostrar superioridad, ni estaría allí el tablero pintado, si en un tiempo alguien no hubiera creído firmemente en la posibilidad de que allí podrían planchar ropa; gente convencida de la existencia de planchas.

El consejero le estaba escuchando con toda atención. Hubo unos momentos de silencio. Por la mente del consejero bullían algunos pensamientos, ideas que se le escapaban. Deseaba vivamente aprovechar aquellos momentos, aquel paseo plácido por el bosque para confesárselas a su amigo.

«¿Por qué —pensaba— he de guardarlo para mí solo? ¿Por qué no he de confiar a mi buen amigo el conde Augusto mis proyectos, los planes matrimoniales, de los que todavía no he hablado a nadie, ni siquiera a la propia madame Fransine?».

No se hizo esperar más. Le pareció que era aquella su oportunidad, el momento de confiar sus secretos a un buen amigo. Y así comenzó diciendo:

—Amigo mío, estoy totalmente de acuerdo con todas esas locuras y disparates sobre que acabas de hablarme. Alter schützt vor Thorheit nicht. Bajo este venerable sombrero de copa que cubre mi cabeza he estado yo, mientras te escuchaba, acariciando pequeños pensamientos que revoloteaban como aquellas dos mariposas amarillas.

Con su bastón señaló a dos mariposas que pasaban por delante de ellos. Luego continuó:

—Pequeños credos, si me perdonas la frase, de virtud absoluta y de belleza. Estoy considerando seriamente mi entrada en las cadenas de Himeneo, y si vienes a Hirschholm dentro de tres meses tal vez encuentres en mi casa a una señora Mathiesen que te reciba y te haga los honores.

El conde Augusto se quedó muy sorprendido. No esperaba en su amigo decisión semejante. Pero era tal la fe que tenía en el buen criterio, en la cordura y en la erudición de su amigo que delante de los ojos de su mente se formó instantáneamente la imagen de una belleza sazonada y agradable, ingeniosa y frugal, con una respetable dote. Sonriente, se apresuró a felicitar y desear muchos parabienes al consejero.

—Te agradezco con todo mi corazón esos buenos deseos que me demuestras en pro de mi felicidad y ventura, porque sé que son sinceros y proceden de un buen amigo. Pero todavía me queda algo por aclarar. Ella no sabe nada. No me he manifestado en este sentido y ni sé aún si aceptará, si estará conforme con mis proposiciones y deseos. Esto es lo que me preocupa. Ella no tiene más de un tercio de mi edad, y según creo un diablillo romántico dentro de su ser. No sabe hacer una tortilla ni zurcir unos calcetines; también puedo asegurar que nunca ha leído ni leerá la filosofía de Hegel. Si me caso con ella tendré que comprarle todas las revistas de moda francesas, tendré que llevar el mantón de mi esposa a los bailes de Hirschholm, estudiar el lenguaje de las flores y dedicarme a narrar historias de fantasmas en las noches de invierno.

El conde Augusto recibió, al oír las palabras y confidencias del consejero, una ligera emoción que le hizo recordar los días lejanos. Le parecía que estaba viendo realmente al joven Augusto Schimmelmann en discusión con su tutor, junto a la ventana abierta de la biblioteca de Linderburg.

Éstos habían sido los artificios y los ardides peculiares del consejero cuando se le presentaba cualquier cosa para su inspección. Si uno se encontraba confiado con sus ases y reyes sacaba un triunfo en el momento en que uno estaba totalmente confiado de que no quedaban por salir más.

De pequeño, cuando los demás muchachos jugaban en el otoño bajo los árboles pretendiendo que los castaños eran caballos, salía él con una pequeña jaula con ratones blancos vivos, por tanto más semejantes a los caballos que los castaños; o, cuando se dedicaban a comparar navajas con soldados pintados en sus cachas de madera, o anzuelos para pescar, sacaba de su bolsillo un poquito de pólvora, con lo que les indicaba que aquello tenía y podía surtir efectos más rápidos y eficaces que las navajas. Nunca habló mal de las adquisiciones y consecuciones de sus amigos; en sus argumentos no había nada negativo. Pero llevaba en su ser una especie de diablillo familiar que en el momento justo sacaba la cabeza y exorcizaba las cosas y pensamientos de sus amigos, de forma que les hacía sentirse aplanados y remisos.

El conde Augusto había ido delante del consejero, confiado serenamente en su superioridad, cuando de pronto el consejero sacó del bolsillo una moneda brillante y la mostró como si fuera una joya.

El hombre joven había estado pronunciando palabras de sabiduría y experiencia de la vida, y el anciano, como un descanso tras los pensamientos que producían los juicios del más joven, había sacado una flauta y tocado solamente tres notas, las suficientes para recordar a su acompañante que todavía existían cosas como la música.

Los ojos del consejero siguieron el revoloteo de las mariposas que salían de los árboles y desaparecían nuevamente entre ellos.

—Brillan —observó— como un ejército con banderas y armas rutilantes.

El conde Augusto se quitó el sombrero y lo colocó sobre las rodillas. La brisa suave y serena de la tarde corría entre sus cabellos como si fueran dedos acariciantes. Esta apacible sensación semejaba mucho a la antigua, como si las alas de las mariposas amarillas hubieran tocado en su corazón.

De nuevo estaba paseando el joven Augusto enfrascado en sus reflexiones sobre la vida.

Con su bastón escribió en el suelo algunos círculos.

«¿Cuál es mi opinión sobre el goce del vino y las comidas? ¿Cuál es mi juicio crítico sobre lo que el mundo me atribuye de dormir bien durante las noches? ¿Cuál es, dónde está y en qué consiste mi goce de todas estas cosas?».

Se hacía estas preguntas al tiempo que recordaba las palabras que oyó hacía tiempo:

«El que nunca ha comido el pan con lágrimas, el que no conoce las noches en vela y de insomnio, no sabe nada, absolutamente nada de los poderes celestiales».

Pero el conde Augusto no había pensado nunca en tales poderes.

Una figura apareció en un sendero del bosque. Se iba acercando a ellos y pronto el consejero reconoció a su protegido. Lo presentó a su amigo, y después de algunas pequeñas consideraciones le pidió que recitara para ellos algún poema.

En aquellos momentos no resultaba fácil acordarse de ninguno. El corazón de Anders, en primavera, giraba en círculos tan grandes como los que describen los planetas alrededor del sol. Pero al propio tiempo deseaba complacer a aquel caballero respetable.

Por fin recordó una pequeña balada y se dispuso a recitarla en seguida. Se trataba de un joven que va a dormir a la selva y se introduce en un terreno habitado por hadas. Las hadas le aman y le miman, se preocupan de él con todo cariño y procuran hacerle la estancia agradable y feliz. En su recitado pintó las delicias de la vida del bosque.

Las hadas no duermen nunca, ni tienen idea de lo que es el sueño. El joven no puede resistir el deseo de dormir. Entonces las hadas, asustadas, despliegan todas sus energías y artes para mantenerle despierto. «¡Se muere! ¡Se muere!», gritan. Por fin, con gran dolor y pena para sus amigas, el joven muere por falta de sueño.

El poema agradó y satisfizo sobremanera al conde Augusto. Alabó su belleza y pensó en la hermosura de la reina de las hadas que tan encantadoramente había descrito Anders.

—Ten cuidado —dijo el consejero— con las delicias de tierra de hadas. Para los pobres mortales, el valor del placer radica en su rareza. No sigas los consejos de los antiguos, cuando decían: «¿Es un loco el que no sabe que la mitad es más que el todo?». Cuando el placer sigue en crescendo corremos el riesgo de quedar agotados, en peligro de morir.

Una idea se le ocurrió ahora al consejero.

«Este bosque verde —pensaba— podría muy bien ser el escenario de un drama».

—El conde —dijo sonriendo al joven— se ríe de un pequeño secreto que le he confiado. También quiero hacerte a ti confidente, Anders. Solo tú no te reirás de tu viejo amigo. Espero procurarte una joven patrona para que le recites poemas. En ella quizá veas la belleza de tu reina de las hadas, de tus dríades, de tus ondinas, reflejada como en un espejo.

«Como en un espejo —se dijo ahora para sí— momentos antes de amanecer».

El joven quedó en silencio unos momentos, sorprendido por la noticia que acababa de oír, del secreto confiado por su protector. Cuando se le pasó el asombro levantó el sombrero y dijo al consejero, mirándole con un acento grave:

—Le deseo mucha felicidad y le quedo muy reconocido por haberme confiado semejante secreto.

Luego, en tono decidido, preguntó:

—¿Y cuándo será la boda?

—¡Oh! No lo sé. En la época de las rosas, Anders —repuso el consejero, confundido por la pregunta.

El joven Anders, después de unos momentos, se despidió. El conde Augusto, buen observador, le siguió con la mirada.

«Pero ¿es posible —pensó— que el viejo consejero de Hirschholm tenga a su disposición, no solo su viejo diablillo familiar, sino un joven esclavo de la tribu de Asra que muere cuando ama?».

Comenzó a caminar. Mirando a su anfitrión, notó en sus ojos una mirada profunda. El conde se sentía de estirpe militar, y pensó, sonriente:

«Das ist die Freude eines Helden den Schonen Tod eines Helden zu sehen».

Caminando junto al consejero, pensaba:

«¿Es que soñaré esta noche? El opio es como un ser brutal que le coge a uno por el cuello. El hachís, en cambio, es como un sirviente oriental, insinuante y sugestivo, que nos tiende un velo para cubrir el mundo que nos rodea. En sus sueños había sido un rajá cazando a las bayaderas en sus bailes; había sido director de la gran ópera de París; había personificado a Shamil, cruzando intrépida y valientemente los pasos de las montañas del Cáucaso».

Esta noche estaba inquieto.

«¿Qué tema elegiré para soñar? ¿Recordará las noches de mayo de Ingolstadt? Y, si lo elijo, ¿podré soñarlo? Y si puedo soñarlo, ¿lo haré?».

Después de cenar en casa del consejero ordenó le fuera preparado el lando con su par de caballos ingleses.

Muchos fueron los cumplidos que intercambiaron los dos amigos antes de la marcha. El conde Augusto prometió volverle a visitar en la próxima oportunidad, Le deseó muchas felicidades y un rotundo éxito en su próxima boda, secreto del que solo él y Anders Kube eran confidentes y depositarios.

El día siguiente, cuando el consejero Mathiesen se disponía para ir a La Liberté recibió noticias que le demostraron que la joven viuda de su antiguo amigo no era hueso fácil de roer. Las noticias le fueron facilitadas por su ama de llaves, en el momento que le entregaba el sombrero nuevo que había sacado de su caja a instancias del anciano consejero.

Esta mujer, llamada Abelone, había servido en la casa durante más de quince años y aún se conservaba joven. Era alta, de cabello rubio y de una extraordinaria fuerza física. Había vivido en Hirschholm durante toda su vida y no existía el menor detalle de la vida de aquella pequeña ciudad que no conociera. Era extraño que hubiera algún secreto referente a ella; pero había quien decía que siendo muchacha de quince años se sospechó de ella como autora de un infanticidio.

El consejero la defendió siempre. Era indudable que no habría encontrado mejor economista, no solamente en la custodia y ordenación de la casa, sino en toda su existencia. Para ella, el despilfarro era pecado mortal, una abominación. Todo lo que caía bajo su alcance tenía que ser utilizado de un modo o de otro; nunca el anciano había visto que aquella mujer tirara o desperdiciara ninguna cosa. Si no tenía sino una rata para el guisado, lo hacía y en paz. En su trato con ella observó siempre que cada palabra, cada movimiento o actitud personal era anotado, haciendo uso del informe más tarde o más temprano.

Aquel día procedió a dar cuenta al consejero de la conducta y comportamiento de su protegido durante la noche anterior. Hasta entonces había considerado al joven como un artículo inventariado en la casa y le había tratado con cuidado y amabilidad.

Este joven había tomado parte en una fiesta en la posada. Cuando se terminó la cerveza prometió a sus camaradas que él se encargaría de suministrarles algo mejor. Con cuatro botellas de vino de misa había obsequiado a sus contertulios. No estaba borracho, sino cuerdo y consciente de lo que hacía. Además —añadió Abelone— había brindado por la salud del consejero.

Mientras Abelone estaba hablando, el consejero se miraba y remiraba en el espejo, decidiendo, con el nerviosismo propio de un pretendiente, ponerse otro corbatín. En estos momentos estaba anudándolo con todo esmero y solicitud. Lo que Abelone le contaba le espantó. Aquello era, en el mundo de Hirschholm, Lucifer que asaltaba las moradas celestiales.

Ahora se puso a mirar por el espejo a Abelone, detrás de él. Algo en sus modales, más que en su cara ancha y estancada, siempre como la puerta cerrada detrás de la cual guardaba celosamente su rico y abundante depósito de materiales y secretos, para hacer uso de ellos en los momentos que ella creyera conveniente, le dio la impresión de que ella estaba también espantada y conmovida. No había más que mirar a sus ojos. Abelone no era mujer chismosa y amante de aumentar las cosas y los sucesos. Lo que sabía de otras personas no lo soltaba así como así, y si decía cuatro botellas de vino de misa no eran ni más ni menos que cuatro botellas.

Si no quería que el diablo se adueñara de aquel joven, ¿significaba esta actitud suya que le deseaba para ella? ¿Era el joven Anders la rata con la que ella esperaba hacer su guiso?

Ahora el anciano volvió a mirar a sus propios ojos y encontró en ellos los ojos de un buen consejero. Ser espectador en el momento en que Lucifer estaba asaltando los cielos podía proporcionar una muy considerable e interesante experiencia.

—Mi buena Abelone —dijo sonriendo—, Hirschholm parece tener cierto ingenio para los escándalos. Yo mismo di instrucciones al señor Anders para que retirara el vino. Tenía mis razones para sospechar que podía, por error, ser mezclado con ron y de ese modo, al no ser hecho de pura cepa de vid, no sería adecuado. Ahora el señor Anders se encargará de ver los modos y maneras de las que se ha de valer para reemplazar las botellas de vino que se ha llevado.

Sin más, se dirigió hacia La Liberté con muchos temas en que pensar. Hasta que no entró en la alameda, su imaginación no se puso a pensar en el futuro.

Cuando llegó no halló allí a la joven dama; tuvo que esperar unos momentos en el salón.

Sobre una consola, Fransine había colocado un vaso con un manojo de jazmines. El aroma suave y amargo resultaba fuerte, casi asfixiante en la habitación fría. Estaba el consejero un tanto nervioso por su propia e inmediata entrada en escena para desempeñar el papel de pretendiente. Sin embargo, no le preocupaba en lo más mínimo la respuesta de Fransine. Sabía que le aceptaría. Estaba muy segura de obrar en la vida como había dicho.

El consejero se preguntaba ahora si cuando regresara de La Liberté aceptado, ella se ocuparía en pensar sobre su futuro como esposa.

Mientras esperaba, le pareció como si estuviera llegando a un entendimiento más íntimo con el mobiliario de la habitación. La espineta, la caja de música y las sillas habían sido retiradas junto a la pared, como si se encontraran incómodas, molestas ante la presencia del consejero; como una muñeca que se espanta y atemoriza por la entrada de una persona.

¿Es que habían terminado los tiempos del juego? Como si se tratara de seres animados, el consejero, amable y condescendiente, se dispuso a arreglarlos y colocarlos de la forma que a él le parecía mejor. Luego les dijo:

—No he venido para destruir, sino para llenar y cumplir. Los mejores juegos van a comenzar muy pronto.

En el momento en que terminaba el consejero de pronunciar estas palabras, la joven señora Lerche, como devuelta nuevamente a la existencia, penetró en el salón con un vestido de rosa. La seguía su doncella, que llevaba el samovar y el mantel para el té de su huésped.

Después de unos breves momentos de conversación agradable pudo comenzar su proposición. Fransine le dio siempre la impresión de estar impaciente o complacida por terminar las cosas que comenzaba. No era persona amante de esperar.

Cuando él le habló de su amor y de sus audaces esperanzas, la joven Fransine empalideció mientras movía sutilmente su débil figura en el sillón. Sus ojos negros se encontraban con los del consejero y se apartaban inmediatamente. Aquella mujer deseaba terminar pronto, salir lo antes posible de la situación.

Le aceptó como él se había imaginado, con una ligera emoción, como un refugio en su vida. El consejero besó su mano y ella sintió un gran alivio con que tales momentos pasaran.

Después, como dos prometidos, tomaban frecuentemente juntos el té. Fransine presidía las reuniones sentada en su sofá tras el alto samovar; el consejero, para fingir alguna importancia, le habló un día, mientras tomaban el té, de Anders y de las cuatro botellas de vino de misa. Esta noticia afectó a la joven Fransine mucho más de lo que el anciano consejero hubiera podido imaginar. Estaba patente en sus ojos una intensa emoción; parecía como si deseara que la comiera la tierra, desaparecer de este mundo para no escuchar, para no manchar sus oídos con tamaño pecado, con tan terrible abominación.

Cuando al fin se rehízo de aquella impresión y pudo hablar, sus primeras palabras fueron para preguntar, mortalmente pálida, si el señor párroco tenía conocimiento de lo sucedido.

No esperaba el consejero encontrar en ella un respeto y un temor tan pro fiando por las casas sagradas. Indudablemente era una cualidad amable, pero ¿había allí algo más que eso?

Le aseguró y reaseguró que había decidido liberar al joven escribiente de las consecuencias fatales de su horrible pecado, de su gran torpeza.

Ella no contestó con palabras a las afirmaciones y promesas del consejero. Por única contestación le dirigió una mirada luminosa, tan lánguida y viva que llenó toda la habitación, como el aroma, de los jazmines. Esto le hizo sentirse poderoso y benévolo.

—Quiero —anunció resueltamente— atemorizar a este joven por su propio beneficio. El a mí me lo debe todo. Sin mí colaboración y ayuda no hubiera conseguido nunca su empleo, se encontraría en estos momentos sumido en la más vergonzosa miseria, en la postración y en el abandono más abyecto y repugnante.

Las últimas palabras sobre la suerte que podía haber corrido el joven Anders hicieron que Fransine empalideciera de nuevo.

—Además, tú bien sabes, querida —siguió el consejero—, que este joven promete mucho, que tiene ante sí una carrera brillante y halagüeña. Es triste y lamentable ver a un muchacho atolondrado e irreflexivo; es triste y lamentable, repito, ver arruinado el futuro de un gran hombre, de un hombre joven y lleno de promesas. Además, para mí, es como si formara parte también de mi futuro, como si se tratara de un hijo mío querido. Al propio tiempo temo despertar en él una tozudez, una obstinación que no pueda dominan Quizá la dulce intervención de una mujer pueda despertarle mejores sentimientos, tal vez la suave y astuta mano femenina consiga excitar en este joven el sentido del bien y de la virtud. Es el tipo de persona que requiere un ángel tutelar y sería una cosa noble y loable en ti si quisieras ayudarme a salvarle, si quisieras echarle una amable reprimenda.

Se arreglaron las cosas para que Fransine acompañara al consejero a Hirschholm a reprender y aconsejar a Anders Kube. Se puso un sombrero de color rosa a través del cual los rayos del sol realzaban la belleza de su rostro con un brillo rosado.

No era costumbre que una mujer joven viajara sola con un caballero. Aun con Kresten en el asiento de atrás, el consejero pensaba que los pasajeros que les vieran sacarían conclusiones referentes a su noviazgo, y le agradaba el viaje. Fransine, por su parte, miraba al caballo trotador y parecía feliz y dichosa por haber sido elegida para llevar a cabo aquel cometido.

El consejero y su novia, que iba para ángel tutelar, subieron cogidos del brazo por las estrechas escaleras que conducían a las pequeñas habitaciones de Anders Kube, situadas detrás del gran limero que ahora estaba recién reverdecido. Allí encontraron a Anders con su hermana, casada con un capitán mercante de Elsinore, y al pequeño jugando con su tío.

Esto complicaba el cometido de la joven, pero la vista del niño alivió su corazón. Presagiaba que iba a pasar en esta compañía unos momentos pacíficos y agradables. El hermano y la hermana se parecían mucho. Cuando el niño miró a Fransine, el corazón de la mujer cesó de latir; era como uno de aquellos bambinos que había conocido en las iglesias de Nápoles, un querubín con los mismos ojos de Anders, que mostraban la personalidad del poeta como pudiera hacerlo un pequeño espejo.

Fransine se había convertido, dentro de su elegante mantón, en protectora y patrocinadora del pobre pecador descarriado.

Estaba de pie, en actitud seria e inmóvil, moviendo pausadamente sus ojos negros; su rostro semejaba al de Raquel cuando dijo a Jacob: «Dame hijos o moriré».

Deseaba arrodillarse y coger al niño entre sus brazos para estrecharlo contra su corazón, pero dudaba sobre la conveniencia y la corrección de tal movimiento en aquellos instantes. Luego se le ocurrió que podía obtener los mismos resultados levantándolo a su nivel. Así, le colocó sobre una silla junto a la ventana; desde allí, el pequeño miraba primeramente a la calle, y luego se entretenía jugando con los dedos de Fransine dentro de sus guantes negros. El niño le miraba y contemplaba atentamente; nunca había visto tantos bucles como los que llevaba su pelo; ella, al darse cuenta de lo que llamaba la atención del niño, deseosa de divertirle y entretenerle, se quitó el sombrero y echó hacia adelante toda su abundante cabellera. El niño reía emocionado; primero metía sus dedos entre los bucles, luego tiraba de los rizos con las dos manos riendo sin cesar.

Ahora le apretó contra su pecho, le miró al rostro y oyó un momento a su corazón como un reloj pequeño contra su propio corazón.

Cuando los demás la miraban, ella se ruborizaba. Olas de un color intenso cruzaban por su cara, pero a pesar de esto ella no cesaba de sonreír.

El consejero comenzó a conversar con la joven madre sentada en el sofá; se tocaba con un pulcro sombrero. El niño estaba en su regazo, mientras que Anders y Fransine se habían acercado a la ventana.

Fransine creyó que había llegado el momento para comenzar su cometido.

—Señor Anders —dijo—. El consejero, mi novio —corrigió—, me ha contado con mucho sentimiento y dolor que tiene razones para estar enfadado. No está bien lo que ha hecho. No puede repetir esa acción. Tal vez no sepa que en Hirschholm abunda mucho el hambre y la miseria; tal vez no sepa que en esta pequeña ciudad el diablo es dueño de muchos corazones. Yo le pido, le suplico con toda mi alma, que no haga estas cosas que llevan irremisiblemente las almas a su perdición y condenación eternas.

Aunque le hablaba en tono tan solemne y serio, su rostro conservaba un reflejo de la sonrisa de momentos antes. Este reflejo y esta sonrisa permanecieron grabadas en sus facciones aun cuando siguió hablando y aconsejando, hondamente conmovida y emocionada.

Anders no entendía una sola palabra de todo lo que le estaba diciendo. Restregó los ojos temiendo que estuviera en un sueño. No podía creer que Fransine hubiera cambiado tan radicalmente en su forma de hablar; le parecía imposible que aquella mujer joven e inteligente hubiera cambiado su tono de voz para hablarle de modo tan solemne, para echarle en cara un hecho punible que había cometido, y para rogarle y suplicarle que no volviera nuevamente a caer en aquel pecado, en aquella tentación. No podía comprender los motivos de actitud tan extraña. Ni a qué venían semejantes palabras.

Anders, con aquel talento y capacidad para el olvido que el consejero no había apreciado bastante en su protegido, tenía olvidado desde hacía mucho tiempo todo lo relacionado con el tema. Se limitaba a sonreír, de la misma forma que ella lo hacía. Sus facciones cambiaban cuando cambiaban las de ella. Tomaban luz y sombra una de otro, como dos espejos colgados en una habitación frente por frente.

Fransine veía que la situación no se iba a desenvolver como debiera, pero no sabía qué hacer.

—El consejero —añadió— le quiere como si fuera hijo suyo, y si no hubiera sido por su ayuda se encontraría en la mayor miseria, o tal vez hubiera muerto de hambre. Es persona sabia y comprensiva. Conoce mejor que nosotros cómo deben comportarse las personas en este mundo.

Cogió con su mano un pequeño objeto que colgaba de su cadena de oro. Era una pequeña pieza de coral, en forma de cuerno, que la gente de Italia usa como talismán.

—Mire —le dijo—, me lo dio mi abuela. Tiene virtud para protegernos contra el aojo. Ella creía que libra también de la viruela y de nuestros malos pensamientos. Por estas razones me lo entregó a mí. Tómelo ahora y Dios quiera que le sirva para recordar y seguir escrupulosamente los consejos de su protector.

Anders cogió el pequeño amuleto que le ofrecía Fransine. Al juntarse sus manos por unos instantes, una súbita palidez penetró el rostro de los dos.

Desde el lugar que ocupaba en el sofá, el consejero pudo ver con el rabillo del ojo que estaban en juego grandes fuerzas.

Vio cómo su novia entregaba al joven una especie de amuleto que semejaba un par de pequeños cuernos.

Como esto era lo que esperaba, el viejo consejero tenía que estar contento. Acompañado de Fransine bajaron cogidos del brazo hasta el lugar donde Kresten les esperaba con el coche.

Como no estaba bien visto por la sociedad de Hirschholm que una pareja de novios, aun cuando como en el caso presente el novio fuera hombre de cierta edad y la novia viuda, estuvieran mucho tiempo a solas, fue Anders quien durante los meses de verano tuvo que hacer de señora de compañía del consejero en sus frecuentes visitas a La Liberté.

Los tres tomaban el té en el terrado, y Fransine preparaba algunos platos italianos que hacían al consejero recordar otros días y otras cosas.

Luego el consejero contemplaba a los dos jóvenes que le eran tan queridos. Se encontraba tan feliz como raras veces se había encontrado en su larga vida.

«Resulta difícil —pensaba— imaginarse un idilio más perfecto».

Algunas veces los ademanes y las posturas de su joven pastor y de su joven pastora le sorprendían y le intranquilizaban; esto le hacía recordar una historia que había leído en un libro de viajes:

Una expedición de exploradores británicos al llegar a una aldea habitada por negros se encontró con una partida de prisioneros, que estaban tras una empalizada siendo cebados para servir de bocado en la mesa de sus aprehensores.

Los británicos, indignados, ofrecieron comprar su libertad, pero las víctimas rehusaron este favor pensando que pasaban la temporada más agradable de su vida.

«¿Será posible —reflexionaba el consejero— que los dos jóvenes tengan planeado escapar y lo estén ocultando?».

Para Anders la situación se había simplificado por su decisión de quitarse la vida el mismo día de la boda de Fransine; esta decisión laN había tomado cuando se enteró del consentimiento de ella para unirse en matrimonio con el anciano consejero protector. Altes de que el consejero se dirigiera a La Liberté para pedir la mano de Fransine, Anders ya sabía que ella accedería, que aquello era tan inevitable como la muerte misma.

Siempre fue muy reservado con respecto a sus propios planes y en esta ocasión creyó que su decisión no concernía ni afectaba a nadie más que a él. Por estas razones no reveló a nadie sus propósitos. Si el consejero hubiera tenido conocimiento de ellos, no solamente lo habría impedido, sino que le habría disgustado seriamente.

Anders tenía talento y capacidad para la amistad, y en modo alguno hubiera deseado causar pena a ninguno de los dos.

Para evitarlo pensó hasta en pedir prestado un barco de vela a un amigo suyo, pescador de Rungsted, y de este modo provocar un naufragio para morir por accidente. Su amigo era marinero hábil y experto y lo podía arreglar todo. De cuando en cuando tenía algún sentimiento extraño hacia Anders Kube, como figura central de sus propios poemas. En conjunto, tenía detrás de su empalizada unos ojos tan serenos y sosegados como los prisioneros de los negros del cuento.

Aparte de esta idea central que le guiaba en todo momento, tenía en su cabeza un gran poema, una especie de canto del cisne que debía de concluir. Había escrito anteriormente sobre los bosques y sobre los campos y confiaba en el mar para el último abrazo, dejando ahora que todos sus pensamientos giraran alrededor de él.

Náyades y tritones danzaban en las olas en su último y gran épodo; las ballenas, como densas nubes, pasaban sobre sus cabezas; los delfines, los cisnes y los peces jugaban en la espuma de las imponentes olas, y los vientos sonaban como flautas formando grandes orquestas.

Se lo leyó a Fransine, una tarde en La Liberté.

Para ella resultaba natural el vivir de este modo, en precario y en la incertidumbre. No tenía idea real del tiempo; no distinguía entre el tiempo y la eternidad. Precisamente por este rasgo de su carácter, algunas de las damas de Hirschholm llegaron a considerarla como un poco enajenada mental. Nunca como ahora se había sentido tan feliz y venturosa; y frecuentemente dudaba si la incertidumbre de su duración y de su futuro no podría ser también una nueva faceta de la felicidad.

Por lo demás sus pensamientos y su forma de ser seguían los pensamientos y las formas de ser de Anders. Leyó su último gran poema, y como versaba todo sobre el mar compró su ropa de novia en tonos celeste y azul marino.

Durante estos meses el consejero fue conociendo cada vez mejor a su novia y a menudo le sorprendía su extremado descuido y desprecio de la verdad. Él era de por sí un reformador de ja existencia, y en muchos puntos estaba de acuerdo con ella; hasta en esto halló los métodos de su prometida conformes y fácilmente ajustables a sus propios planes. Pero esta capacidad, esta aptitud suya le impresionó muchas veces.

«Es —se decía— un truco especialmente femenino, un code de femme de economía práctica aprobado por innumerables generaciones. Las mujeres, cuando se trata de buscar la felicidad, se levantan contra una force majeure. Por eso se les puede disculpar cuando interrumpen la felicidad para declarar que las cosas son, de hecho, como ellas desean que sean. En la práctica, han conseguido que este remedio casero sea indispensable en la vida».

Por este modo de pensar y de proceder fue proclamado por su joven prometida bueno, inteligente y generoso. Él no tomó esto como un cumplido personal; probablemente esta misma fórmula había sido utilizada por la joven viuda en sus relaciones con el anciano boticario Lerche. Todos los regalos que le hacía el consejero eran bonitos para ella; los sermones del anciano pastor Abel de Hirschholm resultaban altamente conmovedores y emocionantes; el aire, el ambiente era delicioso cuando salía con él a dar un paseo.

Una excepción, que confirmaba la regla general de la felicidad de aquella mujer, la constituían las frecuentes y auténticas turbaciones que le proporcionaban sus vestidos y sus sombreros.

El consejero nunca pudo saber si había acudido en busca de refugio a esta especie de religión femenina, por necesidad personal, o por el contrario, había sido iniciada en ella por algún sabio Néstor femenino.

El consejero, al ver a su protegido absorto en su nueva obra, le pidió que se la leyera. Anders no vio razón alguna para que su viejo amigo no conociera los resultados de su inspiración y recitaba algunos trozos de vez en cuando.

El anciano estaba muy impresionado; su mente se llenaba de admiración rayana con la idolatría. Le parecía que estaba fuera del tiempo y del espacio.

Discutió mucho sobre ello con el poeta y hasta le dio algunos consejos, que eran tenidos en cuenta por el joven poeta, y de una manera o de otra los reflejaba luego en sus épodos. El consejero pasaba los meses de verano, unas veces haciendo el amor a su joven prometida, y otras escribiendo poesía para su novia, por poderes; una situación picante, que duraría hasta el día de la boda.

El joven poeta dedicaba todos sus esfuerzos a la creación de bellos poemas, de obras que consideraba las últimas, como el auténtico canto del cisne con que planeaba despedirse de este mundo el mismo día de la boda de su viejo protector y la joven Fransine.

Dos días antes del de la boda el consejero recibió de un amigo de Alemania un ejemplar de la nueva novela titulada Wally; Die Zweiflerin, de la que era autor el joven Gutzkow. Esta nueva obra se agitaba con fuerza entre las olas de la indignación y de la disputa.

Como se recordará, Wally y César se amaban mutuamente, aunque no podían casarse, porque Wally estaba comprometida con el embajador de Cerdeña. César pide que para simbolizar el matrimonio espiritual entre los dos se manifieste para él, en la misma mañana de la boda, totalmente desnuda en su plena belleza.

Existe un viejo poema alemán en el que Sigune se revela de esta forma a Tchionatulander.

El consejero estaba tan interesado en leer la novela, que la llevó consigo en su visita a La Liberté, se sentó bajo la sombra de un árbol del terrado y se puso a leer, mientras que los dos jóvenes iban a ver a una zorra que Fransine guardaba en la zorrera.

El consejero creyó que en la semana próxima no le quedaría mucho tiempo para leer y que por lo tanto tenía que terminar su libro aquel mismo día.

Leía:

 

A su izquierda aparece una escena de belleza arrebatadora. Sigune se descubre con más timidez y vergüenza que Venus de Médicis tapa su desnudez. Permanece desvalida, imposibilitada, cegada por la divina locura del amor. Ha sido el amor mismo el que ha solicitado esta gracia de ella y ella ha entregado todo, hasta su voluntad en manos del amor. Todo en ella es rubor, inocencia y devoción. Y como señal de que hay un principio piadoso que santifica la escena, no florece en ella ninguna rosa roja; solamente un lirio blanco y alto ostenta su lozanía junto a su cuerpo y la cubre como un símbolo de castidad.

Un segundo de silencio, eso es todo.

 

El consejero cerró el libro y se recostó contra el respaldo de la silla como si estuviera mirando al cielo; en esa postura cerró los ojos. El aire bajo la copa del limero estaba lleno de una luz verde y dorada, con el suave aroma de los tilos y el zumbido de innumerables abejas.

«Esto es muy bonito —pensaba—, muy bonito, a pesar de que el viejo profesor Menzel fulmine contra ella su maldición. Un sueño de los tiempos dorados, de la inocencia y de la dulzura eternas. Dejemos a los críticos que digan que tales cosas no acontecen; eso en realidad nada importa cuando en el marco de la imaginación ha nacido una flor».

Oía a Fransine y a Anders hablar a cierta distancia, aunque no podía enterarse del tema de su conversación.

Desde la zorrera los dos jóvenes bajaron al huerto para coger algunas lechugas, guisantes y zanahorias frescas para la cena. Parte del huerto estaba sombreado por una hilera de viejos y encorvados abedules que formaban la valla.

Por una abertura vieron los campos de fuera; dos jóvenes doncellas se encaminaban en aquella tarde serena con los cántaros sobre la cabeza a ordeñar a las vacas lecheras; sus cuerpos proyectaban largas sombras a través del campo de trébol.

Fransine pidió a Anders su parecer sobre la zorra de cría.

—Si la suelto en el otoño —preguntó—, ¿podrá buscarse la comida por sí sola?

—Yo la soltaría —informó Anders— a menos que no se haga tan familiar con tus gallineros que vuelva todas las noches para hacer de las suyas.

Por su imaginación pasó la imagen de la zorra de cría, solitaria y con dientes afilados, trotando hacia La Liberté en las noches de invierno.

—Entonces —dijo Fransine— tendrás que venir tú y cogerla de nuevo.

—Pero entonces yo ya no estaré aquí —dijo Anders sin pensar.

—¿Cómo? —preguntó extrañada—. ¿Qué altos cargos, qué nuevos nombramientos harán que te alejes de nosotros, Anders?

—Tengo que partir —dijo al fin.

Fransine no discutió su decisión. Probablemente sabía mucho de la dura obligación, señora de los hombres y de los dioses.

Después de breves instantes le miró tan intensamente como si quisiera ofrendarle con la mirada todo su ser.

—Pero, si no estás aquí —dijo— esto quedará muy… —Reflexionó unos momentos y luego prosiguió—: Esto quedará muy frío… muy triste…

Anders le comprendió bien. Una ola inmensa de pena y de lástima se adueñó de todo su ser y se arrojó a sus pies. Indudablemente su partida sería para ella muy fría, muy triste. Anders lo sabía muy bien.

—¿Qué lie de hacer entonces? —preguntó ansioso.

Ella permanecía en pie delante de él. A excepción de que estaba vestida y sus dos manos reposaban ligeramente sobre los frunces de su vestido, tenía la misma postura y actitud de la Venus de Médicis sobre la que el consejero estaba leyendo en aquellos momentos.

Anders, al contemplarla, recordó que anteriormente la había visto como un niño que nunca, por nada del mundo, perdería a su muñeca favorita; pero ahora la veía de diferente forma. Veía la muñeca que no podía perder nunca a su niño, el niño que tenía que jugar con ella, vestirla y desvestirla, recrearse y extasiarse en su compañía; ahora era una muñeca sin dueño, extraviada y abandonada.

—Anders —dijo—, durante las semanas que siguieron la Pascua, cuando nos reuníamos con mucha frecuencia en la casa del consejero, en la lira que hicimos a Rungsted, ¿lo recuerdas?, entonces me dijiste que tu única felicidad era quedarte aquí durante toda tu vida, en mi compañía, como un amigo mío.

Anders no habló. El solo pensamiento de aquellas semanas después de la Pascua le molestaba y dañaba horriblemente.

—¿Es posible que seas tan olvidadizo?

—Escúchame, Fransine —dijo—. Soñé contigo hace dos noches.

Ella sonrió al oír estas palabras y mostró mucho interés en escuchar su sueño.

—Soñé —prosiguió— que los dos caminábamos por una gran playa, abandonada y solitaria. Soplaba un fuerte viento. Entonces tú me dijiste: «¡Oh! Que esto no se termine nunca». Pero yo te contesté que era solo un sueño. «¡Oh!, no (repusiste inmediatamente), no debes de pensar eso. Mira, si yo me quito ahora el sombrero y lo arrojo al mar, ¿creerás todavía que es un sueño?». Tú, sin esperar a más, soltaste el sombrero, lo arrojaste y las olas lo arrastraron muy lejos. Pero yo seguía aún pensando que era un sueño. «Oh, qué ignorante eres (me dijiste); si me quito mi mantón de seda tal vez entonces te convenzas de que todo es real». Te quitaste el mantón de seda, y desde la arena el viento lo levantó y lo llevó muy lejos. A pesar de todos tus esfuerzos yo no podía apartar de mí el pensamiento de que todo aquello era un sueño, de que en ello no había otra realidad que mi imaginación calenturienta. «Si corto mi mano izquierda (me dijiste), ¿quedarás convencido?». Llevabas un par de tijeras en el bolsillo de tu vestido. Sin hacerte esperar, levantaste la mano izquierda y la cortaste como si fuera una rosa. Y con aquello…

Se paró de repente y en su rostro se reflejó una palidez y una tristeza enormes.

—Y con aquello me desperté.

Fransine estaba de pie totalmente inmóvil. Tenía mucha fe en los sueños y se había sentido a sí misma paseando con él por la playa, solitaria y abandonada, de la que terminaba de hablar. Pero ahora estaba recogiendo todo su arsenal, estaba haciendo acopio de sus fuerzas y de todos sus ardides para sostenerle junto a ella; tenía el miedo de que si le perdía, esta pérdida sería para ella un golpe muy fuerte.

Estaba dispuesta a cortarse por él la mano izquierda, si ése era su deseo, aunque mejor estaría la mano en su sitio, donde estaba, bajo su cabeza.

Aquella tarde apacible de aire suave y puro sintió su cuerpo como una rama de abedul fuerte y flexible, su cintura delgada cimbreándose como un mimbre, sus jóvenes pechos como un par de rosas.

Su mirada estaba tan clavada en la de él y la de él en ella que hubiera sido precisa una potente fuerza para separarles.

Levantó la mirada y la tendió lentamente hacia él. Anders, por su parte, extendió su mano y tocó la punta de su dedo. Era aquél exactamente el gesto del Creador de Miguel Angel transmitiendo la vida divina al joven Adán.

Aquella tarde, en el huerto de La Liberté, tuvieron lugar varias reproducciones del gran arte clásico. Allí, ambientados por la placidez de la tarde, se desarrollaron escenas tiernas, conmovedoras, escenas sublimes dimanantes de dos corazones que se amaban con locura y a los que el pensamiento de la separación los abrumaba llenándoles de amargura cruel y dolorosa.

El consejero se revolvía en su asiento, excitado. Había apartado a un lado su libro para fijar su vista en la copa del árbol.

Fransine, lentamente, sin decir palabra, se volvió y dirigió sus pasos hacia la terraza donde se encontraba su prometido. Anders la siguió llevando en su mano la cesta con las lechugas, los guisantes y las tiernas zanahorias.

El consejero tenía un dedo en el libro, señalando la página donde había estado leyendo últimamente.

—¡Oh!, Fransine —dijo—. He introducido de contrabando en el refinamiento de La Liberté un poco de literatura sans-culotte. El joven autor alemán ha sido encarcelado por escribir estas páginas. Ésa es la realidad, castigar a la carne y dejar que el espíritu vuele. Nosotros podemos disfrutar y saborear su poesía, desde el momento en que los profesores de las universidades han confiscado al poeta. Estoy hablando frívolamente, pero en una tarde como ésta los moralistas nada tienen que hacer. Y lo que realmente me cautivó fue un incidente curioso, de menor importancia. Kíe parece que Gutzkow hace en su descripción del lugar de reunión de los jóvenes amantes una reproducción cuidadosa de tu templo de la amistad en La Liberté.

Con estas palabras se levantó y se dirigió a toma el té en compañía de su novia, dejando el libro sobre su asiento bajo el tilo.

El último día que precedía a la boda, el consejero no acudió a La Liberté. Ésta es una costumbre bien vista en Dinamarca. La novia dedica este último día a meditar sobre el pasado y sobre el futuro; la pareja de prometidos ya no se encuentran de nuevo hasta el día siguiente junto al altar.

El consejero tenía también mucho que hacer; empleó todo el día revolviendo papeles y dando órdenes a sus subordinados con el objeto de no ser perturbado en los primeros días de su luna de miel con asuntos prosaicos. También envió al joven Anders con un gran manojo de rosas.

Era un día apacible de verano. Por la tarde, después de la puesta del sol, Anders cogió la escopeta y salió a cazar patos. El consejero no hallaba descanso en sus habitaciones y salió a dar un paseo largo.

Cogió la carretera que atravesaba los campos de La Liberté para vagar, sin saberlo nadie, ni siquiera ella, cerca de su prometida.

El cielo de aquella noche de verano era de color azul claro, como el pétalo de una margarita. Alrededor del horizonte se remontaban grandes nubarrones plateados; los altos árboles elevaban sus copas severas y oscuras contra ellos. Las inmensas praderas de hierba húmeda formaban un verde luminoso. Todos los coloridos del día estaban dentro del paisaje, no menos brillantes que cuando estaban iluminados con la luz del sol, aunque cambiados, reveladores de una nueva faceta de su ser, como si todo el color del mundo hubiera sido transportado de la clave mayor a la menor.

La quietud y el silencio de la noche estaba lleno de una vida profunda, cual si dentro de unos momentos el universo fuera a descubrir sus secretos.

Cuando el anciano consejero levantó la vista, quedó sorprendido al ver la luna llena que resplandecía en medio del firmamento. Su disco brillante tendía un puente de oro a través de la llanura grisácea del mar, como si un banco de muchos cientos de peces diminutos estuvieran saltando y jugueteando en la superficie; sin embargo, no parecía esparcir demasiada luz, como si no fuera necesaria más claridad.

Comenzó a distinguir las rebalsas transparentes de sombra bajo los árboles formadas por la luna y las manchas pequeñas y estrechas a lo largo de la carretera, justamente al final de la pradera inmensa, húmeda y fragante.

El consejero se dio cuenta de que se había entretenido demasiado tiempo contemplando a la luna. Sabía que el astro distaba muchas millas, y, sin embargo, nada mediaba entre ellos más que el aire diáfano, más diáfano cuanto más alto.

¿Cómo no había escrito nunca algún poema a la luna? Se dio cuenta de que tenía muchas cosas que decirle. Era blanca y redonda, y precisamente a él siempre le habían gustado las cosas blancas y redondas.

Repentinamente le pareció que la luna tenía que decirle tantas cosas como él a ella; o tal vez más.

Viejo, sí, realmente viejo; pero ella era más vieja que él. «No es cosa despreciable ser viejo —pensó— en esa edad se disfruta y se saborean las cosas mucho mejor que cuando se es joven».

Pero ¿esta poderosa comunicación de la luna era una amonestación?

En este punto recordó el cuento infantil del ladrón que roba un carnero gordo y lo come a la luz de la luna.

Burlonamente ofrece un trozo de carnero a la luna diciendo:

 

Mira, querida,
lo que yo aquí
con placer te ofrezco.

 

Y la luna replica:

 

¡Ladrón, cuidado!
Llave, ve y quema
a ese bufón tan necio.

 

Entonces viene volando por los aires una llave y se graba, incandescente, en la cara del ladrón.

Este cuento lo oyó el consejero de labios de su anciana aya, cincuenta años atrás.

Todo estaba en la noche. Allí estaba la vida, sí, y también la muerte.

«¡Ten cuidado! —dijo la luna—. Estate alerta. La muerte está por aquí escondida».

¿Sería aquello una advertencia o una promesa? ¿Iba a ser condenado, como Endimión, a un sueño eterno, dulce como la noche? ¿Le levantaría el mundo una estatua en aquel mismo lugar, junto a las inmensas praderas de La Liberté, en memoria y recuerdo de su apoteosis?

Pero ¿qué imaginaciones, qué fantasías eran aquéllas?

Las gotas de agua que destilaban las hojas de trébol le penetraban. Entonces tuvo la curiosa sensación de que caminaba elevado sobre el suelo. En algún lugar había vacas que pacían o caminaban; no pudo distinguirlas con la luz de la luna; únicamente oyó en el aire el sonido de sus esquilas.

De súbito, recordó un hecho que le había sucedido más de cuarenta años atrás.

El joven Pedro Mathiesen, un muchacho reservado y observador entonces, había estado una temporada con su tío el párroco de Mols; en la misma casa estaba también una muchacha, la hija del colono, preparándose para la confirmación.

Su tío había leído mucho y sabía hablar de todo, del amor, de la vida eterna, de Dios, y era un apasionado entusiasta de la nueva literatura romántica. Por las tardes, en la parroquia, solía leer poesías. Una noche, por llamarse la muchacha Nanna, le pareció divertido al pastor hacer que los chicos tomaran parte en la recitación de la tragedia La muerte de Baldur, dirigiéndose unos a otros los versos apasionados que Baldur dirigió a Nanna.

Cuando llegó la noche, el muchacho no pudo irse a la cama. Salió a dar un paseo, buscando algo que le devolviera la tranquilidad y el sosiego. Entró en los establos. Había luna aquella noche de principio de primavera.

Apoyado contra la pared se sintió terriblemente solo y abandonado; hasta le parecía que había sido traicionado, como si hubiera alguien oculto esperándole.

Luego su pensamiento pasó a las vacas y a su despreocupación en las sombras.

Había una vaca grande, blanca, llamada Rosa, favorita de los niños. El joven Pedro Mathiesen creyó que aquel animal le podía dar sosiego y alivio. Junto a su pesebre, con el pecho apoyado sobre un costado del animal, que rumiaba plácidamente, notó que iba penetrando en él suavemente una calma y un equilibrio y dominio que antes no poseía; esto le animó a quedarse a dormir allí durante toda la noche.

Apenas había terminado de acostarse sobre la pata, oyó que la puerta del establo se abría lentamente y que se acercaban unos pasos suaves. Al atisbar sobre el lomo de Rosa, vio que la que entraba era la muchacha, la hija del colono, oscura y ágil a la luz oscura y ágil de la luna.

«Probablemente —pensó— ha estado tan inquieta y preocupada como yo y ha creído que solamente un pacífico animal rumiante tendría poder para devolverle la paz a su espíritu».

Por la ventana del establo veía la luna que brillaba en el firmamento, la luna cuya luz penetraba en el establo y ponía un tono pálido y blanquecino allí donde llegaba. A esa misma luz brillaban los cabellos rubios de la muchacha; pero él se mantenía en la oscuridad, quieto e inmóvil como una estatua, como un fugitivo temeroso de ser descubierto.

La observó cuando se arrodilló y se recostó sobre la paja, muy cerca de él. Percibió su respiración agitada y hasta dudó si estaría sollozando.

Allí permanecieron los dos durante varias horas. Con la vaca mansa y tranquila entre ellos, como la espada de dos filos del romance caballeresco.

Cuando durmió soñó con Nanna, y cuando se despertó ella estaba todavía allí, ignorante de su presencia.

Por la mañana muy temprano la muchacha se levantó, limpió cuidadosamente la paja pegada a su falda, y salió del establo.

Nunca Pedro Mathiesen dijo a la muchacha que habían estado juntos en el establo.

El consejero paseaba satisfecho y contento. Pensó en la frase del conde Schimmelmann: «Es un loco el que no sabe que la mitad es más que el todo». Este incidente, olvidado desde hacía mucho tiempo, era una florecilla en la guirnalda de su vida, flor del campo, raspilla o nomeolvides. En realidad, en su vida había habido muchas flores, violetas y pensamientos.

¿Pondría esta noche otra nueva rosa en su guirnalda?

A pocos pasos del huerto de La Liberté, en el henar, había una alameda de hayas. Al final de la alameda, sobre un montículo, alguien cien años atrás había mandado levantar una casita de verano, templo a la amistad.

Se conservaban cinco postes de madera, y dos escalones que había que subir para penetrar en el recinto. A un lado de las columnas había todavía un asiento semicircular. Desde allí se divisaba el mar.

Más tarde un lateral del edificio había sido bardado con paja para cobijo de vagabundos. En la actualidad aquel lugar estaba derruido, pero bajo los rayos tenues de la luna parecía romántico.

Encaminó sus pasos hacia las ruinas considerándolas como lugar más en consonancia con los sueños de un novio; caminaba lentamente y con prudencia, con el pensamiento de que también su novia hubiera tenido los mismos deseos, y si así era no quería asustarla o perturbarla.

Cuando estuvo más cerca oyó voces que procedían del montículo y la casa arruinada. De momento se quedó inmóvil; luego comenzó a andar, muy despacio, siguiendo el ruido de las voces. Por segunda vez se convirtió en espía de La Liberté. Se esforzó todo lo que le fue posible por no hacer ruido, hasta que al fin logró acercarse a la pared bardada con paja.

Fransine y Anders estaban juntos y hablaban en tono muy tierno. El joven estaba inmóvil, sentado en el asiento semicircular. Ella estaba de pie, enfrente de él, con la espalda apoyada contra un poste de madera. La luna brillaba sobre los dos; todo el mundo a su alrededor era luz y claridad, blanco e inmenso como un paisaje nevado. Pero el viejo consejero estaba en la sombra. En realidad era como su propia estatua sobre la que soñó últimamente. También las estatuas son testigos en algunas ocasiones de muchas cosas.

Fransine llevaba una indumentaria extraña y exótica, una especie de dominó negro o capa de ópera que nunca había visto el anciano consejero; esta capa estaba muy ceñida a su cuerpo. Su cabello negro colgaba a los lados de su cabeza, como un manto vivo y oloroso; graciosamente rodeada por el cabello, su cara era como una rosa blanca. Nunca la había visto tan bella y atractiva, Realmente no había visto nunca a ningún ser humano con atractivo tan arrollador e irresistible. Era como si toda la noche de verano se hubiera compendiado en una sola flor; como si en una sola flor hubiera resumido su belleza.

Hubo un gran silencio interrumpido por una leve risa de felicidad de Fransine, tan suave y dulce como el arrullo de una paloma.

—Ahora todos están acostados —dijo la joven—, semejantes a los muertos del cementerio parroquial. Solamente nosotros, tú y yo, estamos en pie. ¿No crees que es estúpido e insensato estar acostado?

Luego exclamó apasionadamente:

—¡Oh!, Anders. Estoy harta, cansada y aburrida de la gente. Pediría a Dios muy gustosa que siguieran acostados para siempre, de modo que solo quedáramos despiertos en el mundo tú y yo.

La dulzura de este pensamiento parecía abrumarla. Contuvo la respiración y se mantuvo en silencio e inmóvil, en espera de que Anders se moviera o diera alguna contestación.

Después de unos instantes de espera impaciente le preguntó con la voz aún llena de suavidad y de ternura:

—Anders, ¿qué pasa?

Anders tardó un buen rato en contestar. Por fin habló muy despacio:

—Sí. Has hecho bien en preguntar, Fransine. Es muy importante. No necesitamos hablar del espíritu; su existencia no supone peligro o daño alguno para nosotros. Es el flogisto de nuestros cuerpos, el ser de peso negativo, como podríamos decir. Naturalmente es fácil de comprender, pero causa mucho dolor cuando se demuestra. Primero somos tratados por el fuego, quemados o tostados lentamente, y a pesar de todo, todavía podemos volar.

Ahora comprendió perfectamente el viejo la causa de la inmovilidad de su novia. Anders estaba completamente borracho. Le costaba mucho trabajo poder sostenerse en equilibrio. Estaba pálido como un cadáver; el sudor caía por su frente, sus ojos estaban clavados en el rostro de la muchacha como si le causara un dolor infinito el apartarlos de ella.

El consejero había estado repitiendo para sus adentros el aforismo: «La mitad es más que el todo», y encontró plenamente probada su teoría.

Fransine sonreía al joven. Al igual que muchas mujeres, no reconocía los síntomas de la bebida en un hombre.

—¡Oh!, Anders —dijo—. Tú no lo sabes, pero yo te lo voy a decir: yo sé volar o ando muy cerca. El anciano profesor de ballet, Basso, me dijo en cierta ocasión: «A las otras chicas tengo que sujetarlas, pero a ti tendré que amarrarte dos piedras a las piernas si no quiero que vueles lejos de mí». Estos ancianos profesores son personas extrañas y gustan naturalmente de cosas extrañas y nunca vistas. Pero ahora no me preocupa nada de eso. Pronto te demostraré que yo sé volar, lo mismo que los peces voladores.

—Mira, mi nena querida —repuso Anders—, tú eres como un cocinero que mata a un pato para hacer una sopa de menudillos. Puedes cogerme a mí para hacer tu sopa de menudillos, si ése es tu gusto, pero tienes que cortar tú misma los trozos que necesites. Los pájaros no saben el lugar donde se encuentra el hígado ni el corazón. Eso es un trabajo de mujer, Fransine.

Fransine pensó en esto durante unos momentos. Tenía seguridad plena de que todas sus palabras eran inteligentes y amables para ella.

—Mi madre —dijo— procedía del gueto de Roma. Tú no sabías esto, ni nadie lo sabe. Allí la vi yo matar a las aves de forma tan hábil y correcta que no quedaba en ellas ni una sola gota de sangre. Aquel gueto, Anders, es el lugar donde la gente sufre, donde es necesario andar con mucho cuidado para no ser robado o herido, e incluso colgado. Fie visto a algunas gentes colgadas. Mi propio abuelo fue colgado allí.

El recuerdo de estos hechos anudaban su garganta dificultándole el hablar. Se detuvo unos instantes y luego prosiguió:

—El mundo ha sido muy duro conmigo, Anders; conmigo y contigo también. Pero los dos sabemos que después de gustar de la hiel amarga de la vida, resulta mucho más dulce y más grata la felicidad.

Hizo una nueva pausa. Luego siguió:

—Ser feliz, Anders. ¿No te seduce a ti esta palabra? ¿No se ensancha tu corazón y tu alma al pronunciar estas palabras, feliz, felicidad?

—Pero es ya demasiado tarde —intervino Anders—. Los acontecimientos suceden aunque no estemos nosotros presentes. Ésa es la desgracia, la gran desgracia que tú no conoces. Los gallos están cantando, aunque tú ni yo les oigamos ahora.

Fransine en tono lento y amable recitó un antiguo dicho de los carboneros:

 

Al romper el alba ya cantaba el gallo.
Veintinueve cunas se están meneando.

 

—Pero ahora todavía no están cantando. Todavía no es de día, Anders. No es siquiera la medianoche.

Ella seguía en pie firme delante de él.

—Hay dos cosas que me atraparán, dos cosas que se adueñarán de mí muy pronto, Fransine. Una es Abelone. Quiere montar en Elsinore una cantina y quiere también casarse conmigo y llevarme para convertirme en el patrón de los marineros. La otra cosa es el mar; también el mar se apoderará de mí.

El consejero, aunque absorto con la conversación, al oír estas palabras y expresiones de su protegido quedó un poco conmovido. ¿Era posible que su ama de llaves hubiese abrigado y planeado tales proyectos sin decirle a él ni una sola palabra? ¿Es que, acaso, había adivinado en Fransine un rival suyo, un obstáculo para sus caprichos siendo en este sentido más perspicaz e inteligente que él mismo?

Fransine miró fijamente a Anders. Estaba perpleja, aturdida, sin saber qué hacer ni qué decir. Al fin comenzó diciendo:

—Anders, no hables de esa forma. Escúchame. En las ferias, cuando yo bailaba para los espectadores, me gritaban: «Repite, repite. Es maravilloso, nunca visto. Parece como si viéramos bailar a las estrellas. Nuestros corazones están henchidos de gozo y de felicidad». Ahora dime, Anders, ¿no crees que yo puedo hacerte feliz?

—¡Oh!, querida. Seamos buenos. Portémonos como la gente honrada. Permíteme que te pague de la misma manera que los marineros pagan a las chicas en Elsinore. No tengo mucho que darte, y de veras que es una gran lástima. La noche pasada gasté en cerveza casi todos mis ahorros. Estuve convidando a mis amigos en la posada. Lo siento de verdad y me arrepiento de ello con todo mi corazón. Pero todavía me quedan cincuenta dólares de plata (specie-dollars). Acéptalos ahora, por el amor de Dios, No te lo pido por mi amor propio, te lo juro, puesto que en todo caso voy a morir más pronto o más tarde por ti. De todas maneras siempre es buena cosa para una chica tener cincuenta dólares en metálico. Vete y cómprate un abrigo para que no andes otra vez desnuda en las noches frías.

Fransine era mujer de mucha fortaleza y decisión. Después de oír estas palabras de Anders hizo un movimiento acercándose más a él. Su capa apretada y su cabello largo la siguieron. Sus dos grandes ojos negros se clavaron en la cara lívida. Parecía una bruja joven bajo la luna:

—¡Anders! ¡Anders! ¿Es que no me quieres?

—Sabía que tenía que llegar esa pregunta. Puedo contestarte prácticamente. Te amo, mi linda arpía. Tu cabello es como una llamita roja en la oscuridad, una lengua de fuego, un pequeño pantano que muestra a las gentes el camino del infierno.

La joven temblaba de pies a cabeza.

—¿Entonces —preguntó moviendo las manos nerviosamente— no querías que hubiera venido aquí esta noche?

Permaneció en silencio durante unos momentos. Luego contestó:

—Bien. Si deseas saber mi opinión honrada, Fransine, no. Hubiera querido estar solo.

Fransine dio media vuelta y se alejó. Su larga capa de Nápoles demasiado ceñida al cuerpo le impedía caminar con soltura. De for ma parecida desapareció Aretusa, cuando, hace mucho tiempo, fue cambiada por la diosa Diana en una fuente.

Anders quedó largo tiempo como muerto. Entonces, con el movimiento lento e incierto de una persona borracha cogió la escopeta y se incorporó.

En ese momento se encontró cara a cara con el consejero.

No pareció sorprenderle en absoluto su presencia. Quizá se había acordado de él o había notado su cercanía en la atmósfera de la cita.

Cuando el consejero puso sus ojos en él le contestó con una mueca. Los dos se miraron fijamente durante unos segundos.

Luego, con la sonrisa que se dibuja en la cara de un niño al hacer una mala jugada a alguien, Anders medio levantó la escopeta, y sin tomar puntería disparó hacia el cuerpo del anciano consejero. El disparo sonó en la lejanía.

El disparo y la pena afectaron al anciano como una misma cosa, como el fin del mundo. Cayó al suelo, y al caer vio a su asesino, con agilidad sorprendente en un hombre borracho, saltar la pared y desaparecer en la oscuridad.

El consejero, después de sentirse en un mundo extraño, se encontró al volver en sí con la espalda en el trébol, sobre algo cálido y viscoso: su propia sangre, que se había mezclado con la tierra húmeda.

Tuvo la sensación de que había estado comido de la ira. No estaba seguro si el estrépito y la oscuridad eran los efectos de ella, un anatema lanzado sobre la cabeza de su ingrato protegido. Al volver lentamente al estado de consciencia, seguía sufriendo por la pena que una ira inmensa deja en el pecho; ahora ya no odiaba ni condenaba a nadie. Ya había pasado todo.

Había perdido buena cantidad de sangre. Le parecía que por su costado derecho se le había escapado un barril lleno de sangre. Su pierna derecha estaba inmóvil, como paralizada, sin vida.

Resulta extraño y curioso al mismo tiempo que las cosas hubieran cambiado tanto en unos momentos. Ahora estaba en el mismo lugar, tendido, decepcionado, lleno de dolores y con pensamientos muy distintos a los que tenía unos momentos antes.

Nunca había sabido que el aroma del trébol florecido fuera tan fuerte, tan penetrante; era que nunca había estado hasta entonces tendido, medio hundido entre ellos como ahora.

Iba a morir, y había sido el joven a quien tanto había amado, a quien tantos favores había prodigado en su vida, quien le había llevado a estado tan lamentable. Su testamento, recordó, estaba en regla. Todo su dinero quedaba para su novia. Había dejado una manda para sus antiguos servidores, y la bodega para el conde Augusto Schimmelmann que tanto gustaba de los vinos añejos y de marca. Cuando hizo el testamento había abrigado muchas sospechas sobre si dejarlo bien hecho proporcionaría paz y tranquilidad a un moribundo. Ahora se dio cuenta de la verdad; ahora experimentaba una gran satisfacción por dejar las cosas bien hechas y en orden.

Después de unos instantes se esforzó por reconocer el lugar. Cuando lo reconoció pensó que todavía podía salvarse.

Tenía que estar a menos de una milla de La Liberté. Si pudiera arreglárselas para levantarse, podría andar todavía, llegar hasta la avenida que conducía a la casa, agarrarse al vallado de piedra y descansar sobre él.

Cuando trató de moverse fueron tantos los dolores en todo su cuerpo, particularmente en el lado de la pierna herida, que creyó inútil todo esfuerzo.

«Ahora, mi querido amigo —se decía a sí mismo—, esfuérzate. No te preocupes, que todo volverá a su antiguo estado. Volverás a estar bien; desaparecerán estos horribles dolores y nuevamente podrás disfrutar la vida».

Pudo moverse como una vieja serpiente atropellada por las ruedas de un carro en la carretera, que todavía da coletazos.

Iba avanzando sobre su brazo, pero, de pronto, cayó de cabeza en el suelo; la boca, abierta por sus esfuerzos para respirar, se llenó de tierra.

Cuando, después de muchos esfuerzos y muchos dolores, logró levantarse de nuevo, vio que se había equivocado sobre el lugar donde se encontraba; no estaba en Dinamarca, sino en Weimar.

La dulzura de este descubrimiento casi le anonadó. Weimar, entonces, era terreno más fácil. Una carretera conducía hasta allí desde el henar de La Liberté. Este lugar, ahora lo vio con claridad, era el terrado; lá vista de la ciudad desde aquel punto era tan clara y completa como siempre; era el mismo huerto sagrado; allí estaban los limeros custodiando solemnemente el santuario; sintió su aroma balsámico y alentador.

La luna lo iluminaba todo serenamente.

Fue en estos momentos delirantes cuando recordó que estaba escribiendo una tragedia. Hacía algún tiempo que consideró esta empresa como la mayor de su vida y no se explicaba por qué razones la había abandonado y olvidado sin pensar más en ella. Hasta había tenido la idea de entregarla en manos de Goethe para conocer su opinión.

Tal vez fuera esta noche el momento adecuado para concluirla. La había titulado El judío errante. Quizá no valiera gran cosa. Eran reminiscencias del propio Fausto del maestro; también había en ella imaginaciones descabelladas.

«¿Cómo es posible —pensó— que el gran poeta fuese a permitir que sus personajes asociaran a sus creaciones el pensamiento del consejero?».

Indudablemente tenía que haber un orden social en el mundo de la ficción, como lo había en todas las cosas y en todos los lugares, incluso en el mundo de Hirschholm. En realidad el criterio de una obra de arte debe estar en imaginar sus caracteres, guardando semejanza con la gente y los lugares de las obras de los grandes maestros.

¿No desembarcaron en Chipre Elmira y Tartufo, y fueron allí recibidos con todos los honores por el joven Cassio, en atención a su maestro?

Cayó de nuevo, esta vez sobre sus espaldas. Ésta era una posición mucho más difícil para levantarse sin ayuda de nadie; mientras estaba tendido, jadeante, oyó a distancia los ladridos de un perro.

«Hasta los perros me ladran», se dijo triste y melancólico. Indudablemente los animales tenían razón para aullar. El anciano, ayudado por la luz de la luna, vio sus propias ropas manchadas con una mezcla de sangre y lodo. Un mendigo no hubiera tenido peor aspecto.

El rey Lear estuvo también en una situación desgraciada. Había sido perseguido por los asesinos. Solo, sobre un brezo, había luchado y caído. Aquella noche fue mucho peor que ésta. Pero el viejo rey fue puesto a salvo.

Cuando el consejero estaba tendido sobre el campo, jadeante, trató de recordar qué fue lo que hizo que el rey Lear estuviera tan a salvo, tan seguro, hasta el punto que ni la tormenta sobre el brezo ni todas las perversidades del mundo pudieron hacer nada contra él. Había estado en manos de dos hijas ingratas; le habían tratado con una crueldad indecible; nada había seguro entonces. Pero no, no era así; todavía quedaba algo seguro, algo muy importante y decisivo: el viejo rey se había echado en las manos, para todo lo que le aconteciera, del gran poeta británico, de William Shakespeare. Eso era todo.

El consejero había logrado llegar al vallado de piedra del huerto. Con un esfuerzo ingente se pudo apoyar contra él. Esto le proporcionó descanso y sosiego.

De pronto, con la faz de la luna mirando a su propia cara manchada eri sangre y desfigurada, el anciano consejero comprendió todas las cosas del mundo.

No solamente se encontraba en Weimar. No, había más; se encontraba dentro del círculo mágico de la poesía. Estaba dentro del mundo espiritual del gran Goethe. Todo aquel paisaje que le rodeaba, hasta el gran dolor que le afligía de vez en cuando, eran los conocimientos, las prendas y las habilidades del poeta de Weimar. El mismo, profundo pensamiento, estuvo metido dentro de estas obras de armonía y de orden indestructibles.

Estaba en libertad, si así lo deseaba, para ser Mefistófeles o el estudiante necio que acude a pedir consejo sobre la vida. En todo caso podía ser lo que quisiera, sin peligro alguno de correr ningún riesgo, puesto que en todo momento el autor cuidaría de que las cosas salieran al fin bien, que se mantuviera el orden y la ley. ¿Por qué había tenido siempre miedo? ¿Había creído que Goethe podía fallar?

 

Haz diez de uno
y déjalo en dos.
O haz tres incluso
y nueve quedó
y el diez se marchó.

 

Estas palabras le dieron un alivio extraordinario. ¡Cuán necio e insensato había sido! ¿Qué le podía importar el mundo? ¿Qué tenía que temer si estaba en las manos de Goethe?

El anciano miró, como por primera vez en su vida, al firmamento. Sus labios se movieron y dijo estas palabras:

—Ich bin Eurer Excellenz ehrerbietigster Diener.

En este momento de su apoteosis se dio cuenta de que alguien lloraba a corta distancia. Los sollozos se acercaban cada vez más; luego, de súbito, se alejaron y desaparecieron.

«¿Era acaso —pensó— Margarita que lloraba su abandono?».

 

Mi madre, la zorra,
me quiso matar;
mi padre, el cabrito,
comido me ha.

 

«No —pensó—. Debe de haber sido la joven señora de La Liberté. Mi prometida, la pobre Fransine». Por el ruido creyó que era ella la que iba y venía muy cerca de él; la que se había distanciado hasta el final del terreno para que no fuera oída desde la casa.

«Si pudiera caminar —pensó— unas pocas yardas más, estaría al alcance de su oído y a salvo».

Con esta certidumbre pasó por la mente del consejero un sentimiento de lástima y de compasión.

«Fransine —pensó— debió de oír el disparo. Sí, ella no está ignorante de lo ocurrido. Lo sabe, lo sabe todo. Y ahora, tal vez está asustada, temerosa. Sus sollozos me han sonado desesperados. Sí era ella, ella sola abandonada en la oscuridad de la noche. Esto es una crueldad del maestro. Pero no. Nada hizo cruel, nada hizo desordenado. Fue más duro y cruel todavía cuando hizo que Margarita matara a su propio hijo; y, sin embargo, también aquello era justo, también aquello estaba dentro de la armonía y del orden».

Apoyó contra el vallado sus piernas que se arrastraban en el lodo; trató de ordenar, de dirigir todos sus pensamientos.

Debido a su superior conocimiento debía ser él quien consolara a aquella joven desconsolada; debía ser él quien a pesar de su estado deprimente tratara de hacer que las cosas parecieran rectas a aquella mujer. Ella era sencilla, era joven; sería totalmente inútil querer hacerle comprender que todas las cosas estaban en orden. Pero no importaba; era mejor así.

Los niños que no pueden asimilar toda la producción de la tierra se encuentran felices con un alfeñique. Él tenía que arreglárselas para proporcionar a Fransine aquello que generalmente se llama felicidad.

«Es esto —pensó— lo que entra dentro de los planes del maestro».

La luna, en el firmamento, había cambiado de posición y de color. Estaba llegando el alba. El cielo iba clareándose lentamente; las estrellas colgaban en él como claros goterones preparados para caer. Rozando con la tierra corrían vientos aromáticos, fragantes.

El consejero pensó que debía de tener un aspecto igual a un fantasma; con gran dificultad sacó el pañuelo y enjugó su cara. Aquel esfuerzo casi le hizo desfallecer; lo único que consiguió con ello fue manchar la cara con sangre y con barro. Creyó que de nada le serviría esforzarse para llamarla; su voz estaba casi desfallecida, apagada. Era preciso acercarse más, hacer un esfuerzo último, supremo.

Había dos escalones de piedra que conducían desde la carretera, a través de la valla, dentro del terrado; si lograba llegar hasta ellos sería visto desde la casa. Con un nuevo esfuerzo doloroso y lento consiguió arrastrarse otras diez yardas.

«Esto es lo último —se dijo—. Ya no puedo más. He llegado a mi final,».

Se acercó a los dos escalones y apoyó su cuerpo contra el más alto.

Quiso llamar, pero le fue imposible emitir ningún sonido. En aquel mismo momento, ella se volvió y alcanzó con su vista el espectáculo.

Si él parecía un fantasma como ella consideró, ella se había convertido también en un espectro de aquella joven belleza de La Liberté, de la amable y hermosa Fransine Lerche.

Vestía solamente un camisón de dormir. Se lo había puesto precipitadamente, sin cuidado alguno.

Sus pechos y sus caderas se habían contraído; dentro de aquella vestidura blanca no quedaba más que una percha, incluso su larga cabellera negra colgaba lacia y desarreglada, sin vida, lo mismo que sus brazos.

Su cara de muñeca se había desfigurado con las lágrimas; la muñeca se había roto. Sus grandes ojos negros y su boca de niña adolescente no eran ahora más que agujeros negros en una llanura blanca. Aunque estaba agotada, muerta de cansancio, no podía sentarse ni recostarse en ninguna parte. Su desesperación y su angustia le hacían mantenerse en pie, como el plomo en las figuritas de madera con que juegan los niños, como el peso atado a los pies de los marineros muertos que les mantiene erguidos y les precipita en el fondo del mar.

Los dos se miraron fijamente en silencio.

Al fin el anciano reunió suficiente fuerza para susurrar:

—Ayúdame. No puedo moverme.

Ella seguía inmóvil.

Ahora cruzó por la mente del anciano la idea de que debía de ser él quien tratara de tranquilizarla, de animarla y procurarle alivio, puesto que estaba llena de terror.

—Como ves, me han disparado un tiro. Pero esto no importa.

El consejero no sabía si le había oído; apenas sabía si había llegado a pronunciar palabras.

Por fin la muchacha comprendió. Era su amante el que había disparado contra aquel anciano. Súbitamente, como en una llamarada blanca, tuvo una visión: contempló aterrorizada a Anders con el dogal al cuello. Luego reflexionó:

«No importa que Anders lo haya hecho. Lo que importa es que él y yo nos pertenecemos el uno al otro, somos una misma cosa. El que también a mí me hiriera de muerte, el que yo fuera arrojada de su presencia, me importa poco. Nada en el mundo me horrorizaría tanto como verle de nuevo ante mí en este mismo instante, pero incluso esto mismo tan horrible, tan espantoso, nada me importaría. Lo único que me importa y me seguirá importando en esta vida es que él y yo no somos dos, sino uno».

Seguía de pie y contemplaba la sangre que brotaba del cuerpo del anciano y teñía los escalones de piedra. Como si en aquélla hubiera habido algo mágico, su vista fortaleció su corazón.

La sangre roja, el alivio de su congoja y la luz del nuevo día fueron una misma cosa para ella.

La oscuridad estaba desapareciendo. Anders, después que ella se apartó de él, había probado que la amaba.

Como loca, con el pelo suelto, comenzó a tirar de una de las grandes piedras del vallado. Cuando la hubo desplomado la mantuvo por unos momentos apretada con todas sus fuerzas contra su pecho, como si aquella piedra simbolizara un único hijo que el anciano hechicero hubiera encantado convirtiéndolo en piedra.

El consejero notaba que su sangre brotaba y se iba rápidamente. Notó también que si tenía algún mensaje que darle debía hacerlo en seguida. Temeroso de que sus labios no emitieran sonido alguno cuando tratara de hablar, arrastró su mano derecha por el suelo hasta que tocó su pie desnudo. La muchacha, que antes había sido siempre tan sensible a cualquier tocamiento, no se movió.

—Mi pobre muchacha, mi paloma, escúchame. Todo es bueno, no lo olvides. ¡Todo! ¡Todo! —Luego añadió—: Marionetas. Fransine, marionetas.

Tuvo que esperar unos segundos. Todavía tenía que decirle más.

—La luna —dijo recalcando las sílabas muy despacio— se mantiene fija allá en las alturas de los cielos. Tú y yo, Fransine, nunca moriremos.

No pudo continuar. Su cabeza cayó contra el escalón de piedra.

Si Fransine no le oyó, sin embargo le comprendió por el roce de su mano. Había querido decirle que todo el mundo era bueno, todo era bello y hermoso, y que además ella lo sabía y conocía mejor. Precisamente hacía estas afirmaciones porque le convenía a él que el mundo fuera bello, hermoso y bueno. Quizá lo hubiera expresado en la belleza del paisaje. Tal vez quisiera también decirle y recordarle que era aquel día el de su boda y que el cielo y la tierra le sonreían a ella. Pero también aquel mundo era el mismo en el que colgarían a Anders.

—Tú —gritó ella entre sollozos—, ¡tú, poeta!

Levantó con las dos manos la piedra hasta elevarla encima de su cabeza; luego la arrojó sobre él.

La sangre se esparció por todos los sitios. El cuerpo que hacía unos segundos poseía un equilibrio, una finalidad, un concepto del mundo que le rodeaba, cayó exánime y quedó tendido sobre el suelo como un atado de ropas viejas.

Había llegado el final; un final fatal e irremediable.

Al consejero le pareció que había sido lanzado con fuerza tremenda e inesperada dentro de un abismo incomensurable. Tardó en llegar. Fue lanzado de una catarata a otra.

Y mientras tanto, por todas partes, como un eco que retumbara en grandes cavernas, millares de voces repetían sus palabras una y otra vez.

*FIN*


“The Poet”,
Seven Gothic Tales, 1934


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