El pozo
[Cuento - Texto completo.]
Rafael BarrettJuan, fatigado, hambriento, miserable, llegó a la ciudad a pedir trabajo. Su mujer y sus hijos le esperaban extramuros, a la sombra de los árboles.
—¿Trabajo? —le dijeron—. El padre Simón se lo dará.
Juan fue al padre Simón.
Era un señor gordo, satisfecho, de rostro benigno. Estaba en la mitad de su jardín. Más allá había huertos, más allá parques. Todo era suyo.
—¿Eres fuerte? —le preguntó a Juan.
—Sí, señor.
—Levántame esa piedra.
Juan levantó la piedra.
—Ven conmigo.
Caminaron largo rato. El padre Simón se detuvo ante un pozo.
—En el fondo de este pozo —dijo— hay oro. Baja al pozo todos los días y tráeme el oro que puedas. Te pagaré un buen salario.
Juan se asomó al agujero. Un aliento helado le batió la cara. Allá abajo, muy abajo, había un trémulo resplandor azul, cortado por una mancha negra. Juan comprendió que aquello era agua, el azul un reflejo del cíelo y la mancha su propia sombra.
El padre Simón se fue.
Juan pensó que sus hijos tenían hambre, y empezó a bajar. Se agarraba a las asperezas de la roca, se ensangrentaba las manos. La sombra bailaba sobre el resplandor azul. A medida que descendía, la humedad le penetraba las carnes, el vértigo le hacía cerrar los ojos, una enormidad terrestre pesaba sobre él. Se sentía solo, condenado por los demás hombres, odiado y maldito; el abismo le atraía para devorarlo de un golpe.
Juan pensó que sus hijos tenían hambre, y tocó el agua. La tuvo a la cintura. Arriba, un pedacito de cielo azul brillaba con una belleza infinita; ninguna sombra humana lo manchaba. Juan hundió sus pobres dedos en el fango, y durante muchas horas buscó el oro.
Encontró una pepita; la adivinó, era fría, lisa y pesada. Se sintió con fuerzas para subir. Cuando salió del pozo, apenas conseguía tenerse de pie: estaba empapado hasta los huesos y sus ropas desgarradas.
Llevó el oro al padre Simón, del cual recibió una moneda de cobre.
Todas las mañanas bajaba Juan al pozo. Todas las tardes subía con una pepita o dos. Sus hijos comían pan, su mujer sonreía a veces, y esto le parecía una felicidad extraordinaria.
Entretanto, su cabeza comenzaba a temblar y tenía fiebre por las noches.
Un día encontró en el pozo otra cosa. Una piedrecita oscura, densa. Se la llevó al padre Simón.
El padre Simón se fue a cenar, con la piedra en el bolsillo. Se sentó a la mesa, y enseñó el hallazgo a su mujer, llena de honorabilidad y de diamantes.
—¿Será algún rico mineral? —se preguntaron. La piedra al secarse se desmoronaba.
—¿O alguna especie de pólvora? —murmuró el viejo.
—Lo haré analizar.
Recogió con prudencia los granos en una tarjeta, y los colocó en sitio seguro. Sobre el mantel había quedado un polvillo impalpable. Mientras servían la sopa, el padre Simón, distraídamente, se puso a golpearlo con el canto del cuchillo.
Un estampido formidable rasgó el aire de la provincia. La ciudad entera había volado… Un silencio enorme… Después los clamores de los que agonizan, de los que se vuelven locos…
La choza en que vivía Juan, baja y ligera, no sufrió mucho. Algunos trozos de barro se desprendieron de las paredes. Al oír la detonación, la familia se echó afuera. En el flanco de la colina, a lo lejos, se distinguía lo que restaba de la ciudad, un campo de escombros humeantes. Al sol poniente, las ruinas se envolvían en vapores de oro. El hombre y la mujer estaban atónitos, inmóviles. Los niños reían y saltaban.
FIN