Hay en la suave brisa una ventura o visita que roza mi mejilla y es casi sabedora de ese gozo que trae desde los campos y del cielo. Sea cual sea su misión, a nadie hallará más agradecido, hastiado de la urbe donde he sobrellevado perpetuo descontento y libre ahora cual ave que se posa donde quiera. ¿Qué hogar me acogerá? ¿Entre qué valles tendré mi puerto? ¿Bajo qué arboleda construiré mi morada? ¿Qué hondo río me dará la canción de su murmullo? La tierra está ante mí. Con corazón alegre y sin temer la libertad, contemplo. Y aunque sea sólo alguna nubecilla quien guíe mi camino, extraviarme no puedo. ¡Al fin respiro! Pensamientos e impulsos de la mente me asaltan, se desprende esa onerosa máscara que traiciona mi alma auténtica, el peso de los días que me fueron ajenos, como hechos para otros. Largos meses de paz (si acaso esta palabra concuerda con promesas de lo humano), largos meses de gozo sin molestia esperan ante mí. ¿Adónde iré, por los caminos o cruzando el campo, cuesta arriba o abajo? ¿O tal vez me guiará alguna rama por el río?
¡Amada libertad! ¿Y de qué sirve si no es don que consagra la alegría? Pues mientras el dulce aliento del cielo soplaba en mi cuerpo, creí sentir otra brisa en respuesta que corría con suave rapidez, pero se ha vuelto tempestad, energía ya excesiva que su creación destruye. Gracias doy a ambas y a sus fuerzas, que al unirse ponen fin a una pertinaz helada y traen tiernas promesas, la esperanza de los días y horas de alegría, ¡días de dulce ocio y pensamiento profundo, sí, con el divino oficio de maitines y vísperas en verso!
Hasta ahora, mi amigo, no he solido escoger como asunto la alegría pero hoy quiero verter mi alma en versos a salvo del olvido, que aquí quedan guardados. A los campos he lanzado mi profecía: sílabas llegaban espontáneas, vistiendo con sagrados hábitos al espíritu escogido -ésa era mi fe- para el sacramento. Mi propia voz me henchía y en mi mente reverberaba ese imperfecto son. A ambos yo escuchaba y obtenía de ellos la confianza en el futuro (…)
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