Casa digital del escritor Luis López Nieves


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El presagio

[Cuento - Texto completo.]

O. Henry

Mucho antes de que la primavera haga sentir sus primeros efectos en el obtuso corazón de un rústico, el hombre de la ciudad advierte cuándo la diosa de las verdes hierbas está a punto de sentarse en su trono. Porque al ciudadano, mientras se sienta ante los huevos y las tostadas de su desayuno, le basta abrir un periódico para recibir ya los vernales efluvios de iniciación, y ello por la posta, como quien dice.

Antes eran los directos emisarios de la primavera quienes nos anunciaban su aparición y ahora la Associated Press se encarga de reemplazarlos.

Los gorjeos del primer petirrojo en Hackensack, la savia de arce que empieza a fluir en Bennington, el florecimiento de los sauces en la calle Mayor de Siracusa, los iniciales trinos del jayo, el canto de los cisnes en Blue Point, el tornado anual de San Luis, las pesimistas quejas de los cultivadores de albérchigos de Pompton (N. J.), la visita que regularmente hace el mismo ganso silvestre a la alberca cercana al empalme de Bilgewater, el vil intento de los boticarios para elevar el precio de la quinina puesto por los suelos en la cámara por el diputado Jinks, el primer álamo temblón destruido por el rayo cuando algunos excursionistas asustados querían librarse de la lluvia bajo su follaje, las primeras grietas de los hielos en el río Allegheny, el hallazgo de una violeta en un lecho de musgos por el corresponsal de Prensa de Round Corners, y tantas otras cosas más, constituyen los signos avanzados del advenimiento de la estación ideal, y todos son telegrafiados a la erudita ciudad, mientras el tosco labriego no ve más que las huellas del invierno sobre sus desolados campos.

Aun así, ésos no son más que signos exteriores. El verdadero barómetro que anuncia la llegada de la primavera es el corazón. Cuando Estrefón conoce de verdad a su Cloe, y Mike a su Maggie, y uno y otro las buscan, es cuando la primavera se presenta auténticamente y cuando se confirma la noticia periodística de haber sido muerta una serpiente de cascabel de cinco pies de longitud en los prados que posee el señor Pettigrew.

Coincidiendo con el brote de las primeras violetas, los señores Peters, Ragsdale y Kidd sentábanse juntos en un banco de Union Square y conspiraban.

Peters era el D’Artagnan de los allí reunidos. Y ello porque se le podía considerar el más sucio, holgazán y lamentable de los puntos oscuros que ensombrecían los bancos de cualquier parque, entre los bellos fondos de verdor. Pero, con todo, pasaba entonces por el más importante del trío.

Peters tenía una mujer. Ello, anteriormente, había influido en sus relaciones con Ragsy y Kidd. Pero hoy tal circunstancia le investía de un particular interés. Como sus amigos habían sabido esquivar los riesgos del matrimonio, siempre solían burlarse de la aventura de su amigo al hacerse a la vela en tan turbulento mar. Solo que al fin tenían que reconocer que, o su amigo estaba dotado de una especial clarividencia, o era uno de los más predilectos hijos de la fortuna.

Porque se había descubierto que la mujer de Peters tenía un dólar. Un dólar legítimo, de los que el Gobierno acepta para pago de arbitrios, impuestos y todas las demás obligaciones públicas. Y lo que discutían entre sí los tres desastrados mosqueteros se reducía a trazar los medios oportunos para que aquel dólar pasara a su poder.

Ragsy, a quien la inmensidad de la suma le inclinaba al escepticismo, preguntó:

—¿Y cómo sabes que tu mujer tiene un dólar?

—El carbonero —respondió Peters— se lo vio ayer y me lo dijo. Mi mujer ha ido a asistir y creo que lo ha ganado lavando. ¿Y saben lo que me ha dado para desayunar? Un poco de pan y una taza de café. ¡Y ella, entretanto, dueña de un dólar!

—Eso es muy duro —dijo Ragsy.

Kidd propuso, con voz aviesa:

—Vamos, la golpeamos, le ponemos una toalla en la boca y le quitamos el dólar. Yo no tengo miedo a una mujer. ¿Y ustedes?

—Ella podría hacer que nos detuviesen luego —sugiere Ragsy—. No me parece acertado maltratar a una mujer en una casa de vecindad llena de gente.

La voz de Peters brotó con severidad, entre los matojos de su barba sin afeitar.

—Recuerden, caballeros, que están hablando de mi esposa. El hombre que levanta la mano a una mujer, excepto…

Ragsy apuntó:

—Maguire ha puesto en la puerta el cartel en que anuncia el precio de la cerveza fresca. Si tuviéramos un dólar, podríamos…

Peters se pasó la lengua por los labios.

—Cállense. Nosotros tendremos ese billete, muchachos ¿Acaso lo que posee la mujer no es del marido? Déjenme la cosa a mí. Yo iré a casa y volveré con el dólar.

—Yo sé que las mujeres —indicó Kidd— confiesan dónde esconden el dinero en cuanto se les patean los riñones.

—Un hombre no debe patear a una mujer —replicó noblemente Peters—. Amenazar con ahogarlas y apretarlas un poco la garganta, suele bastar y no deja señales. Esperen. Yo traeré ese dólar, muchachos.

En uno de los pisos más altos de una casa de vecindad, entre la Segunda Avenida y el río, habitaban los Peters, ocupando un solo cuarto, tan ruin y oscuro que la misma patrona se avergonzaba de cobrarles la renta. La señora Peters trabajaba de vez en cuando por horas, fregando y lavando, mientras Peters poseía un puro e inmaculado historial que acreditaba que había pasado cinco años sin ganar un centavo. Y, sin embargo, la costumbre mantenía juntos a los dos, haciéndoles compartir idéntico odio e idéntica miseria. Porque la costumbre es la fuerza que impide a la tierra saltar hecha pedazos, aunque se sostengan tontas teorías sobre la gravitación.

La señora Peters reposaba las doscientas libras que componían su corpachón sobre la menos desvencijada de las dos sillas de su mobiliario, y miraba distraídamente, más allá de la única ventana de que disponían, el muro de ladrillo que tenía inmediatamente delante. Sus ojos estaban encarnados y húmedos. Aparte de las sillas, el resto de los muebles hubiera cabido en un carro de mano, pero ningún carro de mano habría llevado aquellos muebles ni regalados.

Se abrió la puerta y dio paso al señor Peters. Sus ojos de perro zorrero expresaban un deseo. Su mujer diagnosticó acertadamente en qué punto del cuerpo del hombre radicaba aquel deseo, pero se engañó al precisar lo que sentía Peters. Creyó que era hambre cuando en realidad era sed.

Volvió a mirar por la ventana abierta.

—No puedo darte más de comer hasta la noche —dijo—. Así que es preferible que te vayas de aquí. No te quiero ver la cara de puerco que tienes.

Peters calculó la distancia que le separaba de su mujer. Atacando por sorpresa no le sería difícil sujetarla, derribarla y aplicar la táctica de estrangulación de que se había jactado ante sus camaradas.

Cierto que aquello no había pasado de querer alardear, porque jamás hasta entonces se había atrevido a emplear la violencia con su mujer. Pero ahora el pensamiento del delicioso y fresco jarro de Culmbacher que había de estimular sus nervios, le ponían muy cerca de desmentir sus teorías respecto al trato que la mujer debe recibir del hombre. No obstante, su amor de vagabundo por los procedimientos más suaves y fáciles le llevó a elegir la vía diplomática antes de recurrir a sus supremas cartas de triunfo.

—Tú tienes un dólar —dijo con voz majestuosa y significativa.

Hablaba con el tono del que a la vez está encendiendo un cigarro, y de quien puede guardar el debido decoro en las cosas.

—Aquí está —repuso ella, sacándoselo del pecho y haciéndolo crujir burlonamente entre los dedos.

—Me han ofrecido un empleo en un almacén de té —afirmó Peters—. Debo entrar a trabajar mañana. Pero antes tengo que comprarme un par de..

La señora Peters volvió el billete a su lugar de internamiento.

—Eres un embustero —dictaminó—. Ningún almacén de té, ni de trapos, ni de chatarra te admitirá como empleado. Me he arrancado la piel de las manos lavando calzoncillos y monos de hombre para runir este dólar. ¿Crees que voy a dedicar el fruto de mis sudores a comprarte las porquerías que sueles beber? Te equivocas. Olvídate de este dinero.

Era evidente que las habilidades de Talleyrand no se tenían en tanto aprecio como los cien centavos de aquel dólar. Pero la diplomacia es diestra. El temperamento artístico de Peters le cogió por los fondillos de los pantalones y, remontándole en el aire, le situó en un nuevo terreno. En sus ojos apareció una mirada desesperadamente melancólica.

—Clara —dijo con voz hueca—, nunca me has comprendido. El cielo sabe que he luchado con todas mis fuerzas para mantener la cabeza por encima de las olas del infortunio, pero…

La señora Peters suspiró.

—Suprime ese arco iris de esperanza y también ese sistema de querer ir saltando de una a otra de las islas de la España americana. Te he oído lo mismo muy a menudo. Detrás de la cafetera, que está vacía, hay una botella de lejía para la ropa. Si tienes sed, bebe todo lo que te apetezca.

Peters reflexionó. ¿Qué le cabía hacer? Los métodos usuales fallaban. Los dos astrosos mosqueteros le esperaban a la puerta del castillo en ruinas, es decir, en un banco del parque, montado sobre inseguras patas de hierro. Su honor estaba en juego. Se había comprometido a tomar él solo, sin ayuda, la fortaleza, y llevarles luego el tesoro que debía proporcionarles orgía y solaz. Y todo lo que le separaba del codiciado dólar era su mujer, la cual había sido una jovencita que…

¡Ajá! ¿Por qué no? Antaño le bastaban cuatro palabras dulces para que ella se moviese como una esclava al menor movimiento del dedo meñique de su hombre.

Sí, ¿por qué no? Peters no había ensayado semejante recurso durante años y años. La ominosa pobreza y el odio mutuo habían matado todo aquello entre los dos. Pero Ragsy y Kidd esperaban que él acudiese con el prometido dólar.

Peters dirigió una intensa y subrepticia mirada a su mujer, cuyo informe bulto desbordaba la silla. Sus ojos miraban más allá de la ventana, como si estuviera en un trance. Y en su rostro había huellas de reciente llanto.

“¿Servirá para algo lo que pienso?”, se dijo Peters.

La ventana se abría a un paisaje de cercanas paredes de ladrillos y de sórdidos patios traseros. A no ser por la tibieza del aire que por aquella ventana penetraba, hubiera podido creerse que más reinaba el crudo invierno en la ciudad, que no una iniciación de primavera. Solo que la primavera no llega entre estrépitos de cañones. Es una zapadora perseverante cuyas minas nos hacen capitular al fin.

“Ensayaré”, se dijo Peters.

Y torció el semblante.

Se acercó a su mujer y le pasó los brazos por los hombros.

—Querida Clara —dijo en un tono parecido al que hubiese empleado para dirigirse a una cría de focas—, ¿por qué hemos de hablarnos de esta manera? ¿No sigues siendo para mí todas las cositas de este mundo?

Señor Peters, señor Peters… Una nota negra ha conseguido usted que se le haga en el sacro fichero de Cupido. Se le acusa de intento de estafa, con uso falsificado de una de las más santificadas apelaciones del amor.

Pero la primavera produjo el milagro. En el oscuro zaquizamí, que miraba al negro zanjón abierto entre sombríos muros, había penetrado el arquero abrileño. Resultaba ridículo, pero…

Bien, la primavera tiende en el mundo una trampa y en ella caemos todos. Usted, señora, y usted, señor, y yo y los demás.

La señora Peters —encarnada, gruesa y añosa— se disolvió en lágrimas como una Niobe o un Niágara y, echando los brazos al cuello de su esposo, pareció fundirse con él. Con gusto hubiera Peters aprovechado el momento para extraer el dólar de las secretas criptas que le celaban, mas los brazos de su mujer le sujetaban los propios de tal modo que no podía apartarlos de los costados.

—¿Me quieres todavía, James? —preguntó la señora Peters.

El señor Peters repuso:

—Locamente, pero…

—¡Estás enfermo! Tienes muy mala cara y estás muy pálido.

—Me siento débil y…

—Me hago cargo de lo que te pasa. Espera un momento, James. Vuelvo en seguida.

Y, tras otro abrazo, que a Peters le pareció asestado por el Gran Turco, su mujer bajó corriendo la escalera.

Peters se metió los pulgares bajo los tirantes y miró techo.

“Bien —se dijo—. La he convencido. No sabía que siguiera siendo tan tierna por dentro. Parezco el Claudio Melnotte de los barrios del este. Apuesto ciento contra uno a que consigo el dólar. No sé para qué habrá salido, desde luego… ¿Habrá ido a contar a la Muldoon, la del segundo piso, que nos hemos reconciliado? Me acordaré de esto. Es más suave que un guante. ¡Y pensar que Ragsy hablaba de maltratarla!

Apareció la mujer. Llevaba una botella de zarzaparrilla.

—Me alegro de haber tenido ese dólar, cariño ni —dijo—. Porque estás muy fatigado.

Peters recibió en la boca una cucharada de la bebida.

Luego su esposa se sentó en sus rodillas y murmuró:

—Vuelve a decirme que soy para ti todas las cositas este mundo.

Y él hubo de permanecer allí, inmovilizado por su su materializada diosa de la primavera.

Porque la primavera había llegado.

En el banco de Union Square los señores Ragsdale y Kidd esperaban, con la lengua seca, el regreso de D’Artagnan con el dólar.

“Más me hubiese valido empezar por ahogarla”, pensaba Peters.

*FIN*


“The Harbinger”,
New York Sunday World Magazine, 1906


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