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El prevenido engañado

[Cuento - Texto completo.]

María de Zayas

Tuvo la ilustre ciudad de Granada (milagroso asombro de las grandezas de la Andalucía) por hijo a don Fadrique, cuyo apellido y linaje no será justo que se diga, por los nobles deudos que en ella tiene; solo se dice que su nobleza y riqueza corrían parejas con su talle, siendo en lo uno y lo otro el de más nombre, no solo en su tierra sino en otras muchas donde era conocido, no dándole otro que el del rico y galán don Fadrique.

Murieron sus padres, quedando este caballero muy mozo, mas él se gobernaba con tanto acuerdo que todos se admiraban de su entendimiento, porque no le parecía de tan pocos años como tenía; y como los mozos sin amor dicen algunos que son jugadores sin dinero o danzantes sin son, empleó su voluntad en una gallarda y hermosa dama de su misma tierra cuyo nombre era Serafina, y un serafín en belleza, aunque no tan rica como don Fadrique.

Apasionose tanto por ella cuanto ella desdeñosa le desfavorecía, por tener ocupado el deseo en otro caballero de la ciudad (lástima por cierto bien grande que llegase un hombre de las cualidades de don Fadrique a querer donde tenga otro tomada la posesión); no ignoraba don Fadrique el amor de Serafina, mas parecíale que con su riqueza vencería mayores inconvenientes, y más siendo el galán que la dama amaba ni de los más ricos ni de los más principales.

Seguro estaba don Fadrique de que apenas pediría a Serafina a sus padres, cuando la tendría; mas Serafina no estaba de ese parecer, porque esto del casarse tras el papel, el desdén hoy, y mañana el favor, tiene no sé qué sainete que enamora y embelesa el alma y hechiza el gusto.

Y por esta misma causa procuró don Fadrique granjear primero la voluntad de Serafina que la de sus padres, y más viendo competidor favorecido, si bien no creía de la virtud y honestidad de su dama, que se extendía a más su amor que amar y desear.

Empezó con estas esperanzas a regalar a Serafina y a sus criadas, y ella a favorecerle más que hasta allí, porque aunque quería a don Vicente (que así se llamaba su amado) no quería ser aborrecida de don Fadrique; y las criadas a fomentar sus esperanzas, por cuanto creía el amante que era cierto su pensamiento en cuanto a alcanzar más que el otro galán; y con este contento, una noche que las astutas criadas habían prometido tener a su ama en un balcón, cantó al son de un laúd este soneto:

Que muera yo, tirana, por tus ojos,
Y que gusten tus ojos de matarme,
Que quiera con tus ojos consolarme,
Y que me den tus ojos mil enojos.
Que rinda yo a tus ojos por despojos
Mis ojos, y ellos en lugar de amarme,
Pudiendo en mis enojos alegrarme,
Las flores me conviertan en abrojos.
Que me maten tus ojos con desdenes,
Con rigores, con celos, con tibiezas,
Cuando mis ojos por tus ojos mueren.
¡Ay dulce ingrata, que en los ojos tienes
Tan grande ingratitud como belleza
Contra unos ojos que a tus ojos quieren!

Agradecieron y engrandecieron a don Fadrique las que escuchaban la música la gracia y destreza con que había cantado, mas no se diga que Serafina estaba a la ventana, porque desde aquella noche se negó de suerte a los ojos de don Fadrique, que por diligencias que hizo no la pudo ver en muchos días, ni por papeles que la escribió pudo alcanzar respuesta, y la que le daban las criadas a sus importunas quejas era que Serafina había dado en una melancolía tan profunda que no tenía una hora de salud.

Sospechoso don Fadrique que sería el mal de Serafina el verse defraudada de las esperanzas que quizá tenía de verse casada con don Vicente, porque no le veía pasear la calle como solía, creyó que por su causa se había retirado. Y pareciéndole que estaba obligado a restaurarle a su dama el gusto que le había quitado, fiado en que con su talle y riqueza le granjearía la perdida alegría, la pidió a sus padres por mujer.

Ellos que (como dicen) vieron el cielo abierto, no solo le dieron un sí acompañado de infinitos agradecimientos, mas se ofrecieron a ser esclavos suyos. Y tratando con su hija este negocio, ella que era discreta, dio a entender que se holgaba mucho y que estaba presta para darles gusto si su salud le ayudase; que les pedía entretuviesen a don Fadrique algunos días hasta que mejorase, que luego se haría cuanto mandaban en aquel caso.

Tuvieron los padres de la dama esta respuesta por bastante, y a don Fadrique no le pareció mala; y así pidió a sus suegros que regalasen mucho a su esposa para que cobrase más presto salud, ayudando él por su parte con muchos regalos, paseando su calle aún con más puntualidad que antes, tanto por el amor que la tenía cuanto por los recelos con que le hacía vivir don Vicente.

Serafina tal vez se ponía a la ventana, dando con su hermosura aliento a las esperanzas de su amante, aunque su color y tristeza daban claros indicios de su mal, y por esto estaba lo más del tiempo en la cama; y las veces que la visitaba su esposo, que con este título lo hacía algunas, le recibía en ella y en presencia de su madre, por quitarle los atrevimientos que este nombre le podía dar.

Pasáronse algunos meses, al cabo de los cuales don Fadrique, desesperado de tanta enfermedad y resuelto a casarse, estuviese con salud o sin ella, una noche, que como otras muchas estaba a una esquina velando sus celos y adorando las paredes de su enferma señora, vio a más de las dos de la noche abrir la puerta de su casa y salir una mujer, que en el aire y hechura del cuerpo le pareció ser Serafina.

Admirose, y casi muerto de celos se fue acercando más, donde claro conoció ser la misma, y sospechando que iba a buscar la causa de su temor, la siguió y vio entrar en una como corraliza en que se solía guardar madera, y por estar sin puertas, solo servía de esconder y guardar a los que por algunas travesuras amorosas entraban dentro.

Aquí pues entró Serafina; y don Fadrique, ya cierto de que dentro estaría don Vicente, irritado a una colérica acción como a quien le parecía que le tocaba aquella venganza, dio la vuelta por la otra parte, y entrando dentro vio como la dama se había bajado a una parte en que estaba un aposentillo derribado, y que tragándose unos gemidos sordos, parió una criatura, y los gritos desengañaron al amante de lo mismo que estaba dudando.

Pues como Serafina se vio libre de tal embarazo, recogiéndose un faldellín, se volvió a su casa, dejándose aquella inocencia a lo que sucediese.

Mas el cielo, que a costa de la opinión de Serafina y de la pasión de don Fadrique, quiso que no muriese sin bautismo por lo menos, llegó donde estaba llorando en el suelo, y tomándola, la envolvió en su capa, haciéndose mil cruces de tal caso, coligiendo que el mal de Serafina era este y que el padre era don Vicente, por cuyo hecho se había retirado, y dando infinitas gracias a Dios que le había sacado de su desdicha por tal modo, se fue con aquella prenda a casa de una comadre y la dijo que pusiese aquella criatura como había de estar y le buscase una ama, que importaba mucho que viviese.

Hízolo la comadre, y mirándola con grande atención vio que era una niña tan hermosa que más parecía ángel del cielo que criatura humana. Buscose el ama, y don Fadrique luego el siguiente día habló con una señora deuda suya para que en su propia casa se criase Gracia, que aqueste era el nombre que se le puso en el bautismo.

Dejémosla criar, que a su tiempo se tratará de ella como de la persona más importante de esta historia, y vamos a Serafina, que ya guarecida de su mal, dentro de quince días, viéndose restaurada en su primera hermosura, dijo a sus padres que cuando gustasen se podía efectuar el casamiento con don Fadrique, el cual temoroso y escarmentado de tal suceso, se fue a la casa de su parienta, la que tenía en su poder a Gracia, y la dijo que a él le había dado deseo de ver algunas tierras de España y que en esto quería gastar algunos años, y que la quería dejar poder para que gobernase su hacienda, que hiciese y deshiciese en ella, y que solo la suplicaba tuviese grandísimo cuidado con doña Gracia, haciendo cuenta que era su hija, porque en ella había un grandísimo secreto, y que si Dios la guardaba hasta que tuviese tres años, que la pedía encarecidamente la pusiese en un convento donde se criase, sin que llegase a conocer las cosas del mundo, porque llevaba cierto designio que andando el tiempo le sabría.

Y hecho esto, haciendo llevar toda su ropa en casa de su tía, tomó grandísima cantidad de dineros y joyas, y escribiendo este soneto se le envió a Serafina, y con solo un criado se puso a caballo, guiando su camino a la muy noble y riquísima ciudad de Sevilla.

Recibió Serafina el papel, que decía:
Si cuando hacerme igual a ti podías,
Ingrata, con tibiezas me trataste;
Y a fuerza de desdenes procuraste
Mostrarme el poco amor que me tenías;
Si a vista de ojos, de glorias mías,
El premio con engaño me quitaste,
Y en todas ocasiones me mostraste
Montes de nieve en tus entrañas frías;
Ahora que no puedes, ¿por qué quieres
Buscar el fuego entre cenizas muertas?
Déjale estar, ten lástima a mis años.
Imposibles me ofreces, falsa eres,
No avives estas llamas que no aciertas,
Que a tu pesar ya he visto desengaños.

Este papel, si bien tan ciego, dio mucho que temer a Serafina, y más que aunque hizo algunas diligencias por saber qué se había hecho la criatura que dejó en la corraliza, no fue posible, y confirmando dos mil sospechas con la repentina partida de don Fadrique, y más sus padres, que decían que en algo se fundaba, viendo que Serafina gustaba de ser monja, ayudaron su deseo, y así se entró en un monasterio, harto confusa y cuidadosa de lo que había sucedido, y más del desalumbramiento que tuvo en dejar allí aquella criatura, creyendo que se habría muerto o la habrían comido perros, cargando su conciencia con tal delito, motivo para que procurase con su vida y penitencia no solo alcanzar perdón de su pecado sino el nombre de santa, y así era tenida por tal en Granada.

Llegó don Fadrique a Sevilla, tan escarmentado en Serafina que por ella ultrajaba a todas las demás mujeres, no haciendo excepción de ninguna: cosa tan contraria a su entendimiento, pues para una mala hay ciento buenas.

Mas, en fin, él decía que no había de fiar de ellas, y más de las discretas, porque de muy sabias y entendidas daban en traviesas y viciosas, y que con sus astucias engañaban a los hombres; pues una mujer no había de saber más de hacer su labor y rezar, gobernar su casa y criar sus hijos, y lo demás eran bachillerías y sutilezas, que no servían sino de perderse más presto.

Con esta opinión, como digo, entró en Sevilla y se fue a posar en casa de un deudo suyo, hombre principal y rico, con intento de estarse allí algunos meses, gozando de las grandezas que se cuentan de esta ciudad, y como muchos días la pasease en compañía de aquel su deudo, vio en una de las más principales calles de ella, a la puerta de una hermosísima casa, bajar de un coche una dama en hábito de viuda, la más bella que había visto en toda su vida: era, sobre hermosa, muy moza y de gallardo talle, y tan rica y principal, según dijo aquel su deudo, que era de lo mejor y más ilustre de Sevilla; y aunque don Fadrique iba escarmentado del suceso de Serafina, no por eso rehusó el dejarse vencer de la belleza de doña Beatriz, que este es el nombre de la bellísima viuda.

Pasó don Fadrique la calle, dejando en ella el alma, y como la prenda no era para perder, pidió a su camarada que diesen otra vuelta. A esta acción le dijo don Mateo (que así se llamaba):

—Pienso, amigo don Fadrique, no dejaréis a Sevilla tan presto, pues sois demasiado tierno. A fe que lo ha puesto bueno la vista de esta dama.

—Yo siento de mí lo mismo —respondió don Fadrique—, aun gustaría, si pensase ser suyo, los años que el cielo me diese de vida.

—Conforme fuera vuestra pretensión —dijo don Mateo—, porque la hacienda, nobleza y virtud de esta dama no admite si no es la del matrimonio, aunque fuera el pretendiente el mismo rey, porque ella tiene veinte y cuatro años; cuatro estuvo casada con un caballero igual, y dos ha que está viuda; y en este tiempo no ha merecido ninguno sus paseos doncella, ni su vista casada, ni su voluntad viuda, con haber muchos pretendientes de este bien. Mas si vuestro amor es de la calidad que me significáis y queréis que yo le proponga vuestras prendas, pues para ser su marido no os faltan las que ella puede desear, lo haré, y podrá ser que entre los llamados seáis el escogido. Ella es deuda de mi mujer, a cuya causa la hago algunas visitas, y ya me prometo buen suceso, porque veisla allí, se ha puesto en el balcón, que no es poca dicha haber favorecido vuestros deseos.

—¡Ay, amigo! —dijo don Fadrique—, ¡y cómo me atreveré yo a pretender lo que a tantos caballeros de Sevilla ha negado, siendo forastero! Mas si he de morir a manos de mis deseos, sin que ella lo sepa, muera a manos de sus desengaños y desdenes; habladla, amigo, y demás de decir mi nobleza y hacienda le podréis decir que muero por ella.

Con esto dieron los dos vuelta a la calle, haciéndola al pasar una cortés reverencia; a la cual la bellísima doña Beatriz, que al bajar del coche vio con el cuidado que la miró don Fadrique, pareciéndole forastero y viéndole en compañía de don Mateo, con cuidado, luego que dejó el manto, ocupó la ventana, y viéndose ahora saludar con tanta cortesía, habiendo visto que mientras hablaban la miraban, hizo otra no menos cumplida.

Dieron con esto la vuelta a su casa muy contentos de haber visto a doña Beatriz tan humana, quedando de acuerdo que don Mateo la hablase otro día en razón del casamiento; mas don Fadrique estaba tal que quisiera que luego se tratara.

Pasó la noche, y no tan presto como el enamorado caballero quisiera; dio prisa a su amigo para que fuese a saber las nuevas de su vida o muerte; y así lo hizo.

Habló en fin a doña Beatriz, proponiéndole todas las calidades del novio; a lo cual respondió la dama que le agradecía mucho la merced que le hacía, y a su amigo el desear honrarla con su persona; mas que ella había propuesto el día que enterró a su dueño no casarse hasta que pasasen tres años, por guardar más el decoro que debía a su amor, que por esta causa despedía cuantos le trataban de esto; mas que si este caballero se atrevía a aguardar el año que le faltaba, que ella le daba su palabra de que no sería otro su marido; porque si había de tratar verdad, le había agradado su talle sin afectación, y sobre todo las relevantes prendas que le había propuesto, porque ella deseaba que fuese así el que hubiese de ser su dueño.

Con esta respuesta volvió don Mateo a su amigo, no poco contento, por parecerle que no había negociado muy mal.

Don Fadrique cada hora se enamoraba más, y si bien le desconsolaba la imaginación de haber de aguardar tanto tiempo, determinó estarse aquel año en Sevilla, pareciéndole buen premio la hermosa viuda, si llegaba a alcanzarla: y como iba tan bien abastecido de dineros, aderezó un cuarto en la casa de su deudo, recibió criados y empezó a echar galas para despertar el ánimo de su dama; a la cual visitaba tal vez en compañía de don Mateo, que menos que con él no se le hiciera tanto favor.

Quiso regalarla, mas no le fue permitido, porque doña Beatriz no quiso recibir un alfiler: el mayor favor que le hacía, a ruegos de sus criadas (que no las tenía el granadino mal dispuestas, porque lo que su ama regateaba el recibir ellas lo hicieron costumbre, y así no le desfavorecían en este particular su cuidado), era, cuando ellas le decían que estaba en la calle, salir al balcón, dando luz al mundo con la belleza de sus ojos; y tal vez acompañarlas de noche por oír cantar a don Fadrique, que lo hacía diestramente.

Y una, entre muchas, que le dio música, cantó este romance que él mismo había hecho, porque doña Beatriz no había salido aquel día al balcón, enojada de que le había visto en la iglesia hablar con una dama.

En fin, él cantó así:

Alta torre de Babel,
Edificio de Nembrot,
Que pensó subir al cielo,
Y en un grande abismo dio.
Parecen mis esperanzas,
Que según atendí yo,
Al cielo de mis deseos,
Llegará su pretensión.
Mas como fue su cimiento
El rapacillo de Amor,
Sin méritos, para ser
Reverenciado por dios.
Mudó como niño al fin
Su traviesa condición,
Siendo ciego para ver
De mi firmeza el valor.
¡Ay mal logrados deseos,
Caídos como Faetón,
Porque quisisteis subiros
Al alto carro del sol!
Esperanzas derribadas,
Marchitas como la flor,
Horas alegres, que ahora
Seréis horas de dolor.
¿Dónde pensabas subir,
Gallarda imaginación,
Si tus alas son de cera,
Y este signo es de León?
Bien pensaste que te diera
Manos y brazos afición;
Vano fue tu pensamiento,
Si en eso se confió.
En el balcón del oriente
Hoy ha salido mi sol,
Encubriendo con nublados
La luz de su perfección.
Caros vende amor sus gustos,
Y si los da es con pensión,
Que son censos al quitar,
Que es la desdicha mayor.
Mueras quemado en mi fuego,
Ciego lince, niño dios,
Mas, perdona, Amor, mi ofensa,
Que humilde a tus pies estoy.

 

El favor que alcanzó don Fadrique esta noche fue oír a doña Beatriz, que dijo a sus criadas que ya era hora de recoger, dando a entender con esto que le había oído, con lo que fue más contento que si le hubieran hecho señor del mundo.

En esta vida pasó nuestro amante más de seis meses sin que jamás pudiese alcanzar de doña Beatriz licencia para verla a solas, cuyos honestos recatos le tenían tan enamorado que no tenía punto de reposo.

Y así una noche que se halló en la calle de su dama, viendo la puerta abierta, por mirar de más cerca su hermosura se atrevió con algún recato a entrar en su casa, y sucediole tan bien que sin ser visto de nadie llegó al cuarto de doña Beatriz, y desde la puerta de un corredor la vio sentada en su estrado con sus criadas, que estaban velando, y dando muestras de querer desnudarse para irse a la cama, le pidieron ellas (como si estuvieran cohechadas de don Fadrique) que cantase un poco.

A lo que doña Beatriz se excusó con decir que no estaba de humor, que estaba melancólica; mas una de las criadas, que era más desenvuelta que las demás, se levantó y entró en una cuadra, de donde salió con una arpa diciendo:

—A fe, señora, que si hay melancolía, este es el mejor alivio; cante usted un poco y verá cómo se halla más aliviada.

Decir esto y ponerle la arpa en las manos fue todo uno; y ella por darlas gusto cantó así:

Cuando el alba muestra
Su alegre risa,
Cuando quita alegre
La negra cortina
Al balcón de oriente,
Porque salga el día:
Cuando muestra hermosa
La madeja rica,
Derramando perlas
Sobre clavellinas;
Y, en fin, cuando el campo
Vierte alegría,
Llora ausente de Albano
Celos Marfisa.
Cuando alegre apresta
La carroza rica,
A Febo que viene
De las playas indias:
Cuando entre cristales,
Claras fuentecillas
Murmuran de engaños,
Aljófar destilan:
Cuando al son del agua
Cantan las ninfas,
Llora ausente de Albano
Celos Marfisa.
Cuando entre claveles
Con claras linfas,
Guarnición de plata
En sus ojos pinta:
Cuando dan las aves,
Con sonoras liras,
Norabuena a Febo
De su hermosa vista:
Cuando en los serranos
Mil gustos se miran,
Llora ausente de Albano
Celos Marfisa.
Fue aquesta zagala
Monstruo de la villa,
De los ojos muerte,
De la muerte vida.
Fiero basilisco,
Causa de desdichas,
Porque con sus desdenes
Veneno tenía:
Cuando a sus donaires,
Que eran sal decían,
Llora ausente de Albano
Celos Marfisa.
Rindió sus desdenes
A la bizarría
De un serrano ingrato,
Que ausente la olvida:
Y cuando él alegre,
Nueva prenda estima,
Bellezas defiende,
Finezas publica:
Hermosuras rinde,
Y a glorias aspira,
Llora ausente de Albano
Celos Marfisa.

Dejó con esto la arpa diciendo que la viniesen a desnudar, dejando a don Fadrique (que le tenía embelesado el donaire, la voz y dulzura de la música) como en tinieblas. No tuvo sospecha de la letra, porque como tal vez se hacen para agradar a un músico, pinta el poeta como quiere.

Y viendo que doña Beatriz se había entrado a acostar, se bajó al portal para irse a su casa, mas fue en vano, porque el cochero, que posaba allí en un aposentillo, había cerrado la puerta de la calle, seguro de que no había quien entrase ni saliese, y se había acostado.

Pesole mucho a don Fadrique, mas viendo que no había remedio se sentó en un poyo para aguardar la mañana, porque aunque fuera fácil llamar que le abriese, no quiso, por no poner en opinión ni en lenguas de criadas la honra de doña Beatriz, pareciéndole que mientras el cochero abría, siendo de día, se podía esconder en una entrada de cueva.

Dos horas habría que estaba allí, cuando sintiendo ruido en la puerta del cuarto de su dama, que desde donde estaba sentado se veía la escalera y corredor, puso los ojos donde sintió el rumor y vio salir a doña Beatriz, nueva admiración para quien creía que estaba durmiendo.

Traía la dama sobre la camisa un faldellín de vuelta de tabí encarnado cuya plata y guarnición parecían estrellas, sin traer sobre sí otra cosa más que un rebocillo del mismo tabí, aforrado en felpa azul, puesta tan al desgaire que dejaba ver en la blancura de la camisa los bordados de hilo de pita: sus dorados cabellos cogidos en una redecilla de seda azul y plata, aunque por algunas partes descompuestos, para componer con ellos la belleza de su rostro; en su garganta dos hilos de gruesas perlas, conformes a las que llevaba en sus hermosas muñecas, cuya blancura se veía sin embarazo por ser la manga de la camisa suelta, a modo de manga de fraile.

De todo pudo el granadino dar muy bastantes señas; porque doña Beatriz traía en una de sus blanquísimas manos una bujía de cera encendida, en un candelero de plata, a la luz de la cual estuvo contemplando en tan angélica figura, juzgándose por dichoso si fuere él el sujeto que iba a buscar. En la otra mano traía una salva de plata, y en ella un vidrio de conserva, y una limetilla con vino, y sobre el brazo una toalla blanquísima.

—¡Válgame Dios! —decía entre sí don Fadrique, mirándola desde que salió de su aposento, hasta que la vio bajar por la escalera—, ¿quién será el venturoso a quién va a servir tan hermosa la maestresala? ¡Ay si yo fuera, y cómo diera en cambio cuanto vale mi hacienda!

Diciendo esto, como la vio que habiendo acabado de bajar, enderezaba sus pasos hacia donde estaba, se fue retirando hasta la caballeriza, y en ella por estar más encubierto, se entró; mas viendo que doña Beatriz encaminaba sus pasos a la misma parte, se metió detrás de uno de los caballos del coche.

Entró en fin la dama en tan indecente lugar para tanta belleza, y sin mirar en don Fadrique, que estaba escondido, enderezó hacia un aposentillo que al fin de la caballeriza estaba. Creyó don Fadrique de tal suceso que algún criado enfermo despertaba la caridad y piadosa condición de doña Beatriz a tal acción; aunque más competente era para alguna de las muchas criadas que tenía, que no para tal señora: mas atribuyéndolo todo a cristiandad, quiso ver el fin de todo; y saliendo de donde estaba caminó tras ella, hasta ponerse en parte que veía todo el aposento, por ser tan pequeño que apenas cabía una cama.

Grande fue el valor de don Fadrique en tal caso, porque así como llegó cerca y descubrió todo lo que en el aposento se hacía, vio a su dama en una ocasión tan terrible para él que no sé cómo tuvo paciencia para sufrirla.

Es el caso que en una cama que estaba en esta parte que he dicho estaba echado un negro tan atezado que parecía su rostro hecho de un bocací. Parecía en la edad de hasta veinte y ocho años, mas tan feo y abominable, que no sé si fue pasión, o si era la verdad, le pareció que el demonio no podía serlo tanto. Parecía asimismo en su desflaquecido semblante que le faltaba poco para acabar la vida, con lo que parecía más abominable.

Sentose doña Beatriz en entrando sobre la cama, y poniendo sobre una mesilla la vela y lo demás que llevaba, le empezó a componer la ropa, pareciendo en la hermosura ella un ángel y él un fiero demonio. Puso tras esto una de sus hermosísimas manos sobre la frente y con enternecida y lastimada voz le empezó a decir:

—¿Cómo estás, Antón? ¿No me hablas, mi bien? Oye, abre los ojos, mira que está aquí Beatriz; toma, hijo mío, come un bocado de esta conserva, anímate por amor de mí, si no quieres que yo te acompañe en la muerte como te he querido en la vida: ¿óyesme, amores? ¿No quieres responderme ni mirarme?

Diciendo esto, derramando por sus ojos gruesas perlas, juntó su rostro con el del endemoniado negro, dejando a don Fadrique, que la miraba, más muerto que él, sin saber qué hacerse ni qué decirse, unas veces determinándose a perderse y otras considerando que lo más acertado era apartarse de aquella pretensión.

Estando en esto abrió el negro los ojos, y mirando a su ama, con voz debilitada y flaca la dijo, apartándola con las manos el rostro que tenía junto con el suyo:

—¿Qué me quieres, señora? Déjame ya, por Dios; ¿qué es esto? ¿Que aun estando yo acabando la vida me persigues? ¿No basta que tu viciosa condición me tiene como estoy, sino que quieres que cuando estoy ya en el fin de mi vida, acuda a cumplir tus viciosos apetitos? Cásate, señora, cásate y déjame ya a mí, que ni te quiero ver, ni comer lo que me das.

Y diciendo esto se volvió del otro lado sin querer responder a doña Beatriz, aunque más tierna y amorosa le llamaba, o fuese que se murió luego, o no quisiese hacer caso de sus lágrimas y palabras. Doña Beatriz cansada ya, volvió a su cuarto, la más llorosa y triste del mundo.

Don Fadrique aguardó a que abriesen la puerta, y apenas la vio abierta, cuando salió huyendo de aquella casa, tan lleno de confusión y aborrecimiento cuanto primero de gusto y gloria. Acostose en llegando a su casa, sin decir nada a su amigo, y saliendo a la tarde dio una vuelta por la calle de la viuda por ver qué rumor había, a tiempo que vio sacar a enterrar al negro.

Volviose a su casa, siempre guardando secreto; y en tres o cuatro días que volvió a pasear la calle, ya no por amor sino por enterarse más de lo que aún no creía, nunca vio a doña Beatriz: tan sentida la tenía la muerte de su negro amante. Al cabo de los cuales, estando sobre mesa hablando con su amigo, entró una criada de doña Beatriz, y en viéndole, con mucha cortesía le puso en las manos un papel que decía así:

«Donde hay voluntad, poco sirven los terceros; de la vuestra estoy satisfecha y de vuestras finezas pagada: y así no quiero aguardar lo que falta del año para daros la merecida posesión de mi persona y hacienda, y así cuando quisiéredes se podrá efectuar nuestro casamiento, con las condiciones que fuéredes servido, porque mi amor y vuestro merecimiento no me dejan reparar en nada. Dios os guarde.

Doña Beatriz.»

Tres o cuatro veces leyó don Fadrique este papel y aún no acababa de creer tal; y así no hacía más que darle vueltas y en su corazón admirarse de lo que le sucedía, que ya dos veces había estado a pique de caer en tanta afrenta, y tantas le había descubierto el cielo secretos tan importantes.

Y como viese claro que la determinada resolución de doña Beatriz nacía de haber faltado su negro amante, en un punto hizo la suya y se resolvió a una determinación honrada: y diciendo a la criada que se aguardase, salió a otra sala, y llamando a su amigo, dijo estas breves razones:

—Amigo, a mí me importa la vida y la honra salir dentro de una hora de Sevilla, y no me ha de acompañar más que el criado que traje de Granada. Esa ropa que ahí queda venderéis después de haberme partido, y pagaréis con el dinero que dieren por ella a los demás criados: el porqué no os puedo decir, porque hay opiniones de por medio; y ahora, mientras escribo un papel, buscadme dos mulas y no queráis saber más.

Y luego, escribiendo un papel a doña Beatriz y dándole a la criada que le llevase a su ama, y habiéndole ya traído las mulas se puso de camino, y saliendo de Sevilla tomó el de Madrid con su antiguo tema de abominar de las mujeres discretas, que fiadas en su saber, procuran engañar a los hombres.

Dejémosle ir hasta su tiempo y volvamos a doña Beatriz, que en recibiendo el papel, vio que decía así:

«La voluntad que yo he tenido a usted ha sido solo con deseo de poseer su belleza; porque he llevado la mira a su honra y opinión, como lo han dicho mis recatos. Yo, señora, soy algo escrupuloso, y haré cargo de conciencia en que usted, viuda anteayer, se case hoy; aguarde usted siquiera otro año a su negro malogrado, que a su tiempo se tratará de lo que usted dice, cuya vida guarde el cielo.»

Pensó doña Beatriz perder con este papel su juicio, mas viendo que don Fadrique era ido, dio el sí a un caballero que le habían propuesto, remediando con el marido la falta del muerto amante.

Por sus jornadas contadas (como dicen) llegó don Fadrique a Madrid y fuese a posar a los barrillos del Carmen, en casa de un tío suyo que tenía allí casas propias.

Era este caballero rico y tenía para heredero de su hacienda un solo hijo, llamado don Juan, gallardo mozo, y demás de su talle, discreto y muy afable.

Teníale su padre desposado con una prima suya muy rica, aunque el matrimonio se dilataba hasta que la novia tuviese edad, porque la que en este tiempo alcanzaba era diez años.

Con este caballero tomó don Fadrique tanta amistad que pasaba el amor del parentesco, que en pocos días se trataban como hermanos. Andaba don Juan muy melancólico, en lo cual reparando don Fadrique, después de haberle obligado con darle cuenta de su vida y sucesos, sin nombrar parte, por parecerle que no es verdadera amistad la que tenía reservado algún secreto a su amigo, le rogó le dijese de qué procedía aquella tristeza. Don Juan, que no deseaba otra cosa, por sentir menos su mal comunicándole, le respondió:

—Amigo don Fadrique, yo amo tiernamente una dama de esta corte, a la cual dejaron sus padres mucha hacienda con obligación de que se casase con un primo suyo que está en Indias.

No ha llegado nuestro honesto amor a más que una conversa, reservando el premio de él para cuando venga su esposo, porque ahora ni su estado ni el mío dan lugar a más amorosas travesuras; pues aunque no gozo de mi esposa, me sirve de cadena para no disponer de mí.

Deciros su hermosura será querer cifrar la misma belleza a breve suma, pues su entendimiento es tal que en letras humanas no hay quien la aventaje: finalmente, doña Ana (que este es su nombre) es el milagro de esta edad, porque ella y doña Violante su prima son las sibilas de España, entrambas bellas, discretas, músicas y poetas. En fin, en las dos se halla lo que en razón de belleza y discreción está repartido en todas las mujeres.

Hanle dicho a doña Ana que yo galanteo una dama, cuyo nombre es Nise, porque el domingo pasado me vieron hablar con ella en San Ginés, donde acude. En fin, muy celosa me dijo ayer que me estuviese en mi casa y no volviese a la suya. Porque sabe que me abraso de celos cuando nombra a su esposo, me dijo enojada que en solo él adora y que le espera con mucho gusto y cuidado.

Escribile sobre esto un papel, y en su respuesta me envió otro, que es este, porque en hacer versos es tan extremada como en lo demás.

Esto dijo, sacando un papel, el cual tomándole don Fadrique, vio que era de versos, a que naturalmente era aficionado, y que decía así:

 

Tus sinrazones, Lisardo,
Son tantas, que ya me fuerza
Mi agravio a darte la culpa,
Y quedarme con la pena.
Mas no me quiero poner
Con tu ingratitud en cuentas,
Porque siempre los ingratos
Ceros por números dejan.
Preside apetito solo,
Lisardo, y es bien que tema,
Que cuentas de obligaciones,
A todas horas las niega.
Y así no quiero traerte
A la memoria mis penas;
Pues jamás diste recibo
De cosa que tanto pesa.
Vayan al aire suspiros,
Pues lo son, y no se metan
En contar, pues no los llaman,
Cuántos sus millares sean.
Las lágrimas a la mar,
Los cuidados a mis quejas,
Y mi afición a tu hielo,
Para que quede sin fuerzas.
Decir, Lisardo, que ya,
Por entretener ausencias,
Esfuerzo mi voluntad,
Engáñante tus quimeras.
Si quisiera entretenerme,
Pastores tiene la aldea,
Que aunque les doy disfavores,
Mis pobres partes celebran,
En quien pudiera escoger
Alguno que me tuviera
Con amor entretenida,
Y con interés contenta.
Y tú, Lisardo, aunque alcanzas
Favores que otros desean,
Tan solo no los estimas,
Sino que ya los desprecias.
Lisardo, creyera yo
Que la mujer de mis prendas
Con solo un mirar suave,
Favor y premio te diera.
Mas como siempre quisiste
Ser ingrato a mis finezas,
Ni estimas mi voluntad,
Ni con la tuya me premias.
Que no sabes qué es amor,
Tengo por cosa muy cierta;
No has entrado en los principios,
Y ya los fines deseas.
Lo que da lugar mi estado
Te favorezco, no quieras
Que me alargue a más, si el tuyo
Tiene a mi gusto la rienda.
Y temas que el mayoral,
Que ha de ser mi dueño, venga:
Si tu remedio aborreces,
Lisardo, ¿de qué te quejas?
Pides salud, y si aplico
El remedio, desesperas;
Eso es querer que te sangren,
Sin que te rompan la vena.
Lo cierto es que ya, Lisardo,
Te mata nueva nobleza,
Y haces mi amor achacoso,
Ya lo entiendo, no soy necia.
Maldiga, Lisardo, el cielo,
A quien con gracias ajenas,
A lo que adora enamora,
Tal como a mí le suceda.
Canta el músico en la calle,
Hace versos el poeta,
Apasiónase la dama,
Y olvida al que la requiebra.
Ya conozco tus engaños,
Ya conozco tus cautelas,
Mas pues yo te alabé a Nise,
¿Qué mucho que tú la quieras?
Goces, ingrato Lisardo,
Mil años de su belleza,
Tantos favores te rinda,
Como a mí me matan penas.
Bebe sus dulces engaños,
Los míos amargos deja,
Que yo al tiempo de mi fe
Pienso colgar la cadena.
Desde allí estaré mirando,
Como el que mira al que juega,
Al naipe en que aventuras
Tu verdad y tu cautela.
No me quejo de este agravio,
Lisardo, porque mis quejas
No te volverán amante,
Y es darte venganza en ellas.
Tú estás muy bien empleado,
Porque sus tinadas hebras
Es ébano en que se engasta
Su hermosura y sus finezas.
Sus ojos, negros luceros,
En cuyas niñas traviesas
Hallará tu guerra paz,
Y bonanza tu tormenta.
Tú vestirás sus colores,
Con que saldrás, aunque negras,
Más galán que con las mías,
Pues con gusto las desprecias.
Podrás tomar por devoto,
Para alivio de tus penas,
Al glorioso san Ginés,
Que es de tu Nise la iglesia.
Con esto pido al amor,
De tu inconstancia se duela.
Dios te guarde. De mi casa,
La que tu gusto desea.

 

—No hay mucho que temer a este enemigo —dijo acabando de leer el papel don Fadrique—, porque muestra estar más rendida que furiosa. La mujer escribe bien, y si como decís es tan hermosa, hacéis mal en no conservar su amor hasta coger el premio de él.

—Este es —respondió don Juan— una tilde, una nada, conforme a lo que hay en belleza y discreción, porque ha sido muchas veces llamada la sibila española.

—Por Dios, primo —replicó don Fadrique—, que temo a las mujeres que son tan sabias más que a la muerte, que quisiera hallar una que ignorara las cosas del mundo, al paso que esta las comprende, y si la hallara, vive Dios que me había de emplear en servirla y amarla.

—¿Lo decís de veras? —dijo don Juan—, porque no sé qué hombre apetece una mujer necia, no solo para aficionarse, mas para comunicarla un cuarto de hora, pues dicen los sabios que en el mundo son más celebrados que el entendimiento es manjar del alma, pues mientras los ojos se ceban en la blancura, en las bellas manos, en los lindos ojos y en la gallardía del cuerpo, y finalmente, en todo aquello digno de ser amado en la dama, no es razón que el alma no solo esté de balde, sino que no se mantenga de cosas tan pesadas y enfadosas como las necedades; pues siendo el alma tan pura criatura, no la hemos de dar manjares groseros.

—Ahora dejemos esta disputa —dijo don Fadrique—, que en eso hay mucho que decir, que yo sé lo que en este caso me conviene; y respondamos a doña Ana, aunque mejor respuesta era ir a verla, pues no la hay más tierna y de más sentimiento que la misma persona, y más que deseo ver si me hace sangre su prima, para entretenerme con ella el tiempo que he de estar en Madrid.

—Vamos allá —dijo don Juan—, que si os he de confesar verdad, por Dios que lo deseo; mas advertid que doña Violante no es necia, y si es que por esta parte os desagradan las mujeres, no tenéis que ir allá.

—Acomodareme con el tiempo —respondió don Fadrique.

Con esto, de conformidad se fueron a ver las hermosas primas; de las cuales fueron recibidos con mucho gusto, si bien doña Ana estaba como celosa zahareña, aunque tuvo muy poco que hacer don Juan en quitarle el ceño.

Vio don Fadrique a doña Violante, pareciéndole una de las más hermosas damas que hasta entonces había visto, aunque entrasen en ellas Serafina y doña Beatriz. Estábase retratando (curiosidad usada en la corte), y para esta ocasión estaba tan bien aderezada que parece que de propósito para rendir a don Fadrique se había vestido con tanta curiosidad y riqueza. Tenía puesta una saya entera negra, cuajada de lentejuelas y botones de oro, cintura y collar de diamantes, y un apretador de rubíes.

A cuyo asunto, después de muchas cortesías, tomando don Fadrique una guitarra, cantó este romance:

Zagala, cuya hermosura
Mata, enamora y alegra,
Siendo del cielo milagro,
Y gloria de nuestra aldea.
¿Qué pincel habrá tan sabio,
Supuesto que Apeles sea
El que le gobierna y rige,
Para imitar tu belleza?
¿Qué rayos, aunque el sol
Nos dé los de su madeja,
Que igualen a la hermosura
De esas tus castañas trenzas?
¿Qué luces a las que miro
En esas claras estrellas;
Vislumbres que a los diamantes
Eclipsan sus luces bellas?
¿Qué azucenas a tu frente,
Qué arcos de amor a tus cejas,
De viras a tus pestañas,
A tu vista qué saetas?
¿Qué rosas Alejandrinas
A tus mejillas, pues quedan
A su encarnado vencidas,
A su hermosura sujetas?
¿Qué rubíes con esos labios?
Sin duda, zagala, que eran
Con los fines de tu boca
Falsos los de tu cabeza.
Tus palabras son claveles,
Y tus blancos dientes perlas,
De las que llorando el alba,
Borda los campos con ellas.
Cristal tu hermosa garganta,
Columna en que se sustenta
Un cielo donde amor vive,
Si como dios se aposenta.
¿Qué nieve iguala a esas manos,
En cuyas nevadas sierras
Los atrevidos se pierden
Cuando pasarlos intentan?
De lo que encubre el vestido,
Zagala hermosa, quisiera
Decir muchas alabanzas,
Mas no se atreve mi lengua.
Que si cual otra Campaspe,
Mostráis tan divinas prendas;
¡Ay del Apeles que os mira,
Y sin esperanzas de ellas!
Decid, zagala, al Apeles,
Cuyos pinceles se emplean
En trasladar de este cielo
Vuestra hermosura a la tierra,
Que él y yo seremos cortos,
Pincel y plumas se quedan
Sin saber sacar la estampa,
Que al natural se parezca.
Pues el molde en que os formó
La sabia naturaleza,
Ya el mundo no lo posee,
Porque otra cual vos no tenga.
Diamantes, oro, cristal,
Luceros, rosas, azucenas,
Cielos, estrellas, rubíes,
Claveles, jazmines, perlas:
Todo en vuestra presencia
Pierde el valor,
Y sin belleza queda.
¿Qué pincel ni qué pluma
Harán de tal belleza
Breve suma?

Encarecieron doña Ana y su prima la voz y los versos de don Fadrique; y más doña Violante, que como se sintió alabar, empezó a mirar al granadino, dejando desde esta tarde empezado el juego de la mesa de Cupido, y don Fadrique tan aficionado y perdido que por entonces no siguió la opinión de aborrecer las discretas y temer las astutas, porque otro día antes de ir con don Juan a la casa de las bellas primas, envió a doña Ana este papel:

Por cuerda os tiene amor en su instrumento,
Bella y divina prima; y tanto estima
Vuestro suave son, que ya de prima
Os levanta a tercera, y muda intento.
Discreto fue de amor el pensamiento,
Y con vuestro valor tanto se anima,
Que siendo prima, quiere que se imprima
En vuestro ser tan soberano acento.
Bajar a prima suele una tercera,
Mas siendo prima el ser tercera es cosa
Divina, nueva, milagrosa y rara;
Y digo que si Orfeo mereciera
Hacer con vos su música divina,
A los que adormecía enamorara.
Mas, pluma mía, para, que en esta prima bella,
Amor que lo posee canta de ella.
Lo que yo le suplico es que, siendo tercera,
Diga a su bella prima que me quiera.

La respuesta que doña Ana dio a don Fadrique fue decirle que en eso tenía ella muy poco que hacer, porque doña Violante estaba muy aficionada a su valor. Con esto quedó tan contento, que ya estaba olvidado de los sucesos de Serafina y Beatriz.

Pasáronse muchos días en esta voluntad, sin extenderse a más los atrevimientos amorosos que a solo aquello que sin riesgo del honor se podía gozar, teniendo estos impedimentos tan enamorado a don Fadrique que casi estaba determinado a casarse, aunque Violante jamás trató nada acerca de esto, porque verdaderamente aborrecía el casarse, temerosa de perder la libertad que entonces gozaba.

Sucedió pues que un día, estándose vistiendo los dos primos para ir a ver las dos primas, fueron avisados por un recado de sus damas cómo el esposo de doña Ana era venido tan de secreto que no habían sido avisadas de su venida, y que esta acción las tenía tan espantadas, creyendo ellas que no sin causa venía así, sino que le había obligado algún temeroso designio; que era fuerza hasta asegurarse vivir con recato; que le suplicaban, que armándose de paciencia, como ellas hacían, no solo no las visitasen, mas que excusasen el pasar por la calle hasta tener otro aviso.

Nueva fue esta para ellos pesadísima y que la recibieron con muestras de mucho sentimiento, y más cuando supieron dentro de cuatro días cómo se había desposado doña Ana, poniendo el dueño tanta clausura y recato en la casa, que ni a la ventana era posible verlas ni ellas enviaron a decirles más palabra, ni aun a saber de su salud, doña Ana por la ocupación de su esposo y doña Violante por lo que se dirá a su tiempo.

Aguardando nuevo aviso con impacientes ansias y penosos pensamientos pasaron don Juan y don Fadrique un mes, bien desesperados; y viendo que no había memoria de su pena, se determinaron a todo riesgo a pasear la calle y procurar ver a sus damas o alguna criada de su casa. Anduvieron en fin un día y otro en los cuales veían entrar al marido de doña Ana en su casa, y con él un hermano suyo estudiante, mozo, y muy galán: mas no fue posible verlas, ni aun una sombra que pareciese mujer; algunos criados sí: mas como no eran conocidos, no se atrevían a decirles nada.

Con estas ansias madrugaban y trasnochaban, y un domingo muy de mañana fue su ventura tal que vieron salir una criada de doña Violante, que iba a misa, a la cual don Juan llegó a hablar, y ella con mil temores, mirando a una parte y a otra, después de haberles contado el recato con que vivían y la celosa condición de su señor, tomando un papel que don Juan llevaba escrito para cuando hallase alguna ocasión, se fue con la mayor priesa del mundo: solo les dijo que anduviesen por allí otro día, que ella procuraría la respuesta.

Ella le llevó a su señora, y leído decía así:

«Más siento el olvido que los celos, porque ellos son mal sin remedio y él le pudiera tener si dura la voluntad: la mía pide misericordia, si hay alguna centella del pasado fuego, úsese de ella en caso tan cruel.»

Leído el papel por las damas, dieron la respuesta a la misma criada, que como vio a los caballeros se le arrojó por la ventana, y abierto decía estas palabras:

«El dueño es celoso y recién casado, tanto que aún no ha tenido lugar de arrepentirse ni descuidarse. Mas él ha de ir dentro de ocho días a Valladolid a ver unos deudos suyos, entonces pagaré deudas y daré disculpas.»

Con este papel, a quien los dos primos dieron mil besos, haciéndole mil devotas recomendaciones, como si fuera oráculo, se entretuvieron algunos días: mas viendo que ni se les avisaba de lo que en él les prometía, ni había más novedad que hasta allí en casa de sus señoras, porque ni en la calle ni en la ventana era posible verlas, tan desesperados como antes de haberle recibido empezaron a rondar de día y de noche.

Pues un día que acertó don Juan a entrar en la iglesia del Carmen a oír misa vio entrar a su querida doña Ana (vista para él harto milagrosa), y como viese que se entró en una capilla a oír misa la fue siguiendo los pasos, y a pesar de un escudero que la acompañaba se arrodilló a su mismo lado, y después de pasar entre los dos largas quejas y breves disculpas, conforme lo que da lugar la parte donde estaban, le respondió doña Ana que su marido, aunque decía que se había de ir a Valladolid, no lo había hecho, mas que ella no hallaba otro remedio para hablarle un rato despacio, si no era que aquella noche viniese, que le abriría la puerta, mas que había de venir con él su primo don Fadrique, el cual se había de acostar con su esposo, en su lugar, y que para esto hacía mucho al caso el estar enojada con él, tanto que había muchos días que no le hablaba: y que demás de que el sueño se apoderaba bastantemente de él, era tanto el enojo que sabía muy cierto que no echaría de ver la burla: y que aunque su prima pudiera suplir la falta, era imposible, respecto de que estaba enferma, y que si no era de esta suerte, que no hallaba modo de satisfacer sus deseos.

Quedó con esto don Juan más confuso que jamás: por una parte veía lo que perdía y por otra temía que don Fadrique no había de querer venir en tal concierto. Fuese con esto a su casa, y después de largas peticiones y encarecimientos le contó lo que doña Ana le había dicho. A lo cual don Fadrique le respondió que si estaba loco, porque no podía creer que si tuviera juicio dijera tal disparate.

Y en estas demandas y respuestas, suplicando el uno y excusándose el otro, pasaron algunas horas: mas viéndole don Fadrique tan rematado que sacó la espada para matarle, bien contra su voluntad, concedió con él en ocupar el lugar de doña Ana al lado de su esposo; y así se fueron juntos a su casa y como llegasen a ella, la dama que estaba con cuidado, conociendo de su venida que don Fadrique había aceptado el partido, les mandó abrir, y entrando en fin en una sala, antes de llegar a la cuadra donde estaba la cama, mandó doña Ana desnudar a don Fadrique, y obedecía de mal talante: ya descalzo y en camisa, estando todo sin luz, se entró en la cuadra y poniéndole junto a la cama le dijo paso que se acostase, y en dejándole allí muy alegre se fue con su amante a otra cuadra.

Dejémosla y vamos a don Fadrique, que así como se vio acostado al lado de un hombre, cuyo honor estaba ofendiendo él con suplir la falta de su esposa, y su primo gozándola, considerando lo que podía suceder, estaba tan temeroso y desvelado que diera cuanto le pidieran por no haberse puesto en tal estado; y más cuando suspirando entre sueños el ofendido marido, dio vuelta hacia donde creyó que estaba su esposa, y echándole un brazo al cuello, dio muestras de querer llegarse a él; si bien como esta acción la hacía dormido, no prosiguió adelante: mas don Fadrique, que se vio en tanto peligro, tomó muy paso el brazo del dormido y quitándole de sí se retiró a la esquina de la cama, no culpando a otro que a sí de haberse puesto en tal ocasión por solo el vano antojo de dos amantes locos.

Apenas se vio libre de esto cuando el engañado marido, extendiendo los pies, los fue a juntar con los del temeroso compañero, siendo para él cada acción de estas la muerte.

En fin, el uno procurando llegarse, y apartarse el otro, se pasó la noche, hasta que ya la luz empezó a mostrarse por los resquicios de las puertas, poniéndole en cuidado el ver que en vano había de ser lo padecido, si acababa de amanecer antes que doña Ana viniese: pues considerando que no le iba en salir de allí menos que la vida, se levantó lo más presto que pudo y se fue atentando hasta dar con la puerta, que como llegase a intentar abrirla encontró con doña Ana, que a este punto la abría, y como le vio con voz alta le dijo:

—¿Dónde vais tan aprisa, señor don Fadrique?

—¡Ay, señora! —respondió con voz baja—, ¿cómo os habéis descuidado tanto, sabiendo mi peligro? Dejadme salir por Dios, que si despierta vuestro dueño, no lo libraremos bien.

—¿Cómo salir? —replicó la astuta dama—, por Dios que ha de ver mi marido con quien ha dormido esta noche, para que vea en qué han parado sus celos y sus cuidados.

Y diciendo esto, sin poder don Fadrique estorbarlo, respecto de su turbación y ser la cuadra pequeña, se llegó a la cama, y abriendo una ventana tiró las cortinas diciendo:

—Mirad, señor marido, con quién habéis pasado la noche.

Puso don Fadrique los ojos en el señor de la cama, y en lugar de ver el esposo de doña Ana vio a su hermosísima doña Violante, porque el marido de doña Ana ya caminaba más había de seis días. Parecía la hermosa dama al alba cuando sale alegrando los campos.

Quedó con la burla de las hermosas primas tan corrido don Fadrique que no hablaba palabra ni la hallaba a propósito, viéndolas a ellas celebrar con risa el suceso, contando Violante el cuidado con que le había hecho estar.

Mas como el granadino se cobrase de su turbación, dándoles lugar doña Ana, cogió el fruto que había sembrado gozando con su dama muy regalada vida, no solo estando ausente el marido de doña Ana sino después de venido, que por medio de una criada entraba a verse con ella, con harta envidia de don Juan, que como no podía gozar de doña Ana, le pesaba de las dichas de su primo.

Pasados algunos meses que don Fadrique gozaba de su dama con las mayores muestras de amor que pensar se puede, tanto que se determinó a hacerla su esposa si viera en ella voluntad de casarse; mas tratando de mudar estado, lo atajaba con mil forzosas excusas.

Al cabo de este tiempo, cuando con más descuido estaba don Fadrique de tal suceso, empezó Violante a aflojar en su amor, tanto que excusaba lo más que podía el verle: y él celoso, dando la culpa a nuevo empleo, se hacía más enfadoso y desesperado de verse caído de su dicha cuando más en la cumbre de ella estaba.

Cohechó con regalos y acarició con promesas una criada, y supo lo que diera algo por no saberlo, porque la traidora le dijo que se fingiese malo y que ella daría a entender a su señora que estaba en la cama, porque descuidada de su venida no estuviese apercibida como otras noches, y que viniese aquella, que dejaría la puerta abierta.

Podía hacerse eso con facilidad, respecto que Violante desde que se casó su prima posaba en un cuarto apartado, donde estaba sin intervenir con doña Ana ni con su marido, cuya condición llevaba mal doña Violante, que ya enseñada a su libertad no quería tener a quien guardar decoro, si bien tenía puerta por donde se correspondía con ellos y comía muchas veces, obligando su agrado a desear el esposo de doña Ana su conversación.

Es el caso que el hermano del marido de doña Ana, como todo lo demás del tiempo asistía con él y su cuñada, se aficionó de doña Violante: ella, obligada de la voluntad de don Fadrique, no había dado lugar a su deseo; mas ya, o cansada de él o satisfecha de las joyas y regalos de su nuevo amante, dio al través con las obligaciones del antiguo, cuyo nuevo entretenimiento fue causa para que le privase de todo punto de su gloria, no dando lugar a los deseos y afectos de don Fadrique: pues esta noche que le pareció que por su indisposición estaba seguro, avisó a su amante, y él vino al punto a gozar de la ocasión. Pues como don Fadrique hallase la puerta abierta y no le sufriese el corazón esperar, oyendo hablar, llegó a la de la sala y entrando halló a la dama ya acostada y al mozo que se estaba descalzando para hacer lo mismo.

No pudo en este punto la cólera de don Fadrique ser tan cuerda que no le obligase a entrar con determinación de molerle a palos, por no ensuciar la espada en un mozuelo de tan pocos años; mas el amante, que vio entrar aquel hombre tan determinado y se vio desnudo y sin espada, se bajó al suelo y tomando un zapato le encubrió en la mano, como si fuese un pistolete, y diciéndole que si no se tenía afuera le mataría, cobró la puerta, y en poco espacio la calle, dejando a don Fadrique temeroso de su acción.

Pues como Violante, ya resuelta a perder de todo punto la amistad de don Fadrique, le viese quedar como helado mirando a la puerta por donde había salido su competidor, empezó a reír muy de propósito la burla del zapato.

De esto más ofendido el granadino que de lo demás, no pudo la pasión dejar de darle atrevimiento, y llegándose a Violante la dio de bofetadas que la bañó en sangre, y ella perdida de enojo le dijo que se fuese con Dios, que llamaría a su cuñado y le haría que le costase caro. Él, que no reparaba en amenazas, prosiguió en su determinada cólera, asiéndola de los cabellos y trayéndola a mal traer, tanto que la obligó a dar gritos, a los cuales doña Ana y su esposo se levantaron y vinieron a la puerta que pasaba a su posada.

Don Fadrique, temeroso de ser descubierto, se salió de aquella casa, y llegando a la de don Juan, que era también la suya, le contó todo lo que había pasado y ordenó su partida para el reino de Sicilia donde supo que iba el duque de Osuna a ser virrey, y acomodándose con él para este pasaje, se partió dentro de cuatro días, dejando a don Juan muy triste y pesaroso de lo sucedido.

Llegó don Fadrique a Nápoles, y aunque salió de España con ánimo de ir a Sicilia, la belleza de esta ciudad le hizo que se quedase en ella algún tiempo, donde le sucedieron varios y diversos casos, con los cuales confirmaba la opinión de todas las mujeres que daban en discretas, destruyendo con sus astucias la opinión de los hombres.

En Nápoles tuvo una dama que todas las veces que entraba su marido le hacía parecer una artesa arrimada a una pared. De Nápoles pasó a Roma donde tuvo amistad con otra, que por su causa mató a su marido una noche y le llevó a cuestas metido en un costal a echarle en el río.

En estas y otras cosas gastó muchos años, habiendo pasado diez y seis que salió de su tierra. Pues como se hallase cansado de caminar, falto de dineros, pues apenas tenía los bastantes para volver a España, lo puso por obra: y como desembarcase en Barcelona, después de haber descansado algunos días y hecho cuenta con su bolsa, compró una mula para llegar a Granada, en que partió una mañana solo, por no haber ya posibilidad para criado.

Poco más habría caminado de cuatro leguas cuando pasando por un hermoso lugar de quien era señor un duque catalán casado con una dama valenciana, el cual por ahorrar gastos estaba retirado en su tierra, al tiempo que don Fadrique pasó por este lugar, llevando propósito de sestear y comer en otro que estaba más adelante, estaba la duquesa en un balcón, y como viese aquel caballero caminante pasar algo de prisa y reparase en su airoso talle, llamó un criado y le mandó que fuese tras él y de su parte le llamase.

Pues como a don Fadrique le diesen este recado y siempre se preciase de cortés, y más con las damas, subió a ver qué le mandaba la hermosa duquesa; ella le hizo sentar y preguntó con mucho agrado de dónde era y por qué caminaba tan aprisa; encareciendo el gusto que tendría en saberlo, porque desde que le había visto se había inclinado a amarle, y así estaba determinada que fuese su convidado porque el duque estaba en caza.

Don Fadrique, que no era nada corto, después de agradecerle la merced que le hacía le contó quién era y lo que le había sucedido en Granada, Sevilla, Madrid, Nápoles y Roma, con los demás sucesos de su vida, feneciendo la plática con decir que la falta de dinero y cansado de ver tierras, le volvía a la suya, con propósito de casarse, si hallase mujer a su gusto.

—¿Cómo ha de ser —dijo la duquesa— la que ha de ser de vuestro gusto?

—Señora —dijo don Fadrique—, tengo más que medianamente lo que he menester para pasar la vida, y así, cuando la mujer que hubiera de ser mía no fuera muy rica, no me dará cuidado, como sea hermosa y bien nacida: lo que más me agrada en las mujeres es la virtud, esa procuro, que los bienes de fortuna Dios los da y Dios los quita.

—Al fin —dijo la duquesa—, si hallásedes mujer noble, hermosa, virtuosa y discreta, presto rindiérades el cuello al amable yugo del matrimonio.

—Yo os prometo, señora —dijo don Fadrique—, que por lo que he visto, y a mí me ha sucedido, vengo tan escarmentado de las astucias de las mujeres discretas que de mejor gana me dejaré vencer de una mujer necia, aunque sea fea, que no de las demás partes que decís. Si ha de ser discreta una mujer, no ha menester saber más que amar a su marido, guardarle su honor y criarle sus hijos, sin meterse en más bachillerías.

—¿Y cómo —dijo la duquesa—, sabrá ser honrada la que no sabe en qué consiste el serlo? ¿No advertís que el necio peca, y no sabe en qué; y siendo discreta, sabrá guardarse de las ocasiones? Mala opinión es la vuestra, que a toda ley una mujer bien entendida es gusto para no olvidarse jamás, y alguna vez os acordaréis de mí. Mas dejando esto aparte, yo estoy tan aficionada a vuestro talle y entendimiento que he de hacer por vos lo que jamás creí de mí.

Y diciendo esto se entró con él a su cámara, donde por más recato quiso comer con su huésped, de lo cual estaba él tan admirado que ninguno de los sucesos que había tenido le espantaba tanto. Después de haber comido y jugado un rato, convidándoles la soledad y el tiempo caluroso, pasaron con mucho gusto la siesta, tan enamorado don Fadrique de las gracias y hermosura de la duquesa que ya se quedara de asiento en aquel lugar si fuera cosa que sin escándalo lo pudiera hacer.

Ya empezaba la noche a tender su manto sobre las gentes cuando llegó una criada y le dijo cómo el duque era venido. No tuvo la duquesa otro remedio sino abrir un escaparate dorado que estaba en la misma cuadra, en que se conservaban las aguas de olor, y entrarle dentro, y cerrando después con la llave ella se recostó sobre la cama.

Entró el duque, que era hombre de más de cincuenta años, y como la vio en la cama la preguntó la causa. A lo cual la hermosa dama respondió que no había otra más de haber querido pasar la calurosa siesta con más silencio y reposo.

Venía el duque con alientos de cenar, y diciéndoselo a la duquesa, pidieron que les trajesen la vianda allí donde estaban, y después de haber cenado con mucho espacio y gusto, la astuta duquesa, deseosa de hacerle una burla a su concertado amante, le dijo al duque si se atrevía a decir cuántas cosas se hacían del hierro: y respondiendo que sí, finalmente, entre la porfía del sí y no, apostaron entre los dos cien escudos, y tomando el duque la pluma, empezó a escribir todas cuantas cosas se pueden hacer del hierro: y fue la ventura de la duquesa tan buena, para lograr su deseo, que jamás el duque se acordó de las llaves.

La duquesa que vio este descuido y que el duque, aunque ella le decía mirase si había más, se afirmaba no hacerse más cosas, logró en esto su esperanza, y poniendo la mano sobre el papel le dijo:

—Ahora, señor, mientras se os acuerda si hay más que decir, os he de contar un cuento el más donoso que habréis oído en vuestra vida. Estando hoy en esa ventana, pasó un caballero forastero, el más galán que mis ojos vieron, el cual iba tan de prisa que me dio deseo de hablarle y saber la causa: llamele, y venido, le pregunté quién era; díjome que era granadino y que salió de su tierra por un suceso que es este —y contole cuanto don Fadrique la había dicho y lo que había pasado en las tierras que había estado—, feneciendo la plática con decirme que se iba a casar a su tierra si hallase una mujer boba, porque venía escarmentado de las discretas. Yo, después de haberle persuadido a dejar tal propósito, y él dádome bastantes causas para disculpar su opinión, pardiez, señor, que comió conmigo y durmió la siesta, y como me entraron a decir que veníades, le metí en ese cajón en que se ponen las aguas destiladas.

Alborotose el duque, empezando a pedir aprisa las llaves. A lo que respondió la duquesa con mucha risa:

—Paso, señor, paso, que esas son las que se os olvidaron decir que se hacen del hierro, que lo demás fuera ignorancia vuestra creer que había de haber hombre que tales sucesos le hubiesen pasado ni mujer que tal dijese a su marido. El cuento ha sido porque os acordéis, y así, pues habéis perdido, dadme luego el dinero, que en verdad que lo he de emplear en una gala, para que lo que os ha costado tanto susto y a mí tal artificio, juzguéis como es razón.

—¡Hay tal cosa! —respondió el duque—; demonio sois; miren por qué modo me ha advertido en mi olvido, yo me doy por vencido.

Y volviendo al tesorero que estaba delante le mandó que diese luego a la duquesa los cien escudos. Con esto se salió fuera a recibir algunos de sus vasallos que venían a verle y saber cómo le había ido en la caza.

Entonces la duquesa, sacando a don Fadrique de su encerramiento, que estaba temblando la temeraria locura de la duquesa, le dio los cien escudos ganados y otros ciento suyos, y una cadena con un retrato suyo, y abrazándole y pidiéndole la escribiese, le mandó sacar por una puerta falsa, que cuando don Fadrique se vio en la calle, no acababa de hacerse cruces de tal suceso.

No quiso quedarse aquella noche en el lugar sino pasar a otro, dos leguas más adelante, donde había determinado ir a comer si no le hubiera sucedido lo que se ha dicho. Iba por el camino admirando la astucia y temeridad de la duquesa con la llaneza y buena condición del duque, y decía entre sí:

—Bien digo yo que a las mujeres el saber las daña. Si esta no se fiara en su entendimiento, no se atreviera a agraviar a su marido ni a decírselo: yo me libraré de esto si puedo, o no casándome, o buscando una mujer tan inocente que no sepa amar ni aborrecer.

Con estos pensamientos entretuvo el camino hasta Madrid, donde vio a su primo don Juan ya heredero, por muerte de su padre, y casado con su prima, de quien supo como Violante se había casado y doña Ana ídose con su marido a las Indias.

De Madrid partió a Granada, en la cual fue recibido como hijo, y no de los menos ilustres de ella. Fuese en casa de su tía, de la cual fue recibido con mil caricias; supo todo lo sucedido en su ausencia, la religión de Serafina, su penitente vida, tanto que todos la tenían por una santa, y la muerte de don Vicente de melancolía de verla religiosa, arrepentido del desamor que con ella tuvo, debiéndola la prenda mejor de su honor. Había procurado sacarla del convento y casarse con ella: y visto que Serafina se determinó a no hacerlo, en cinco días, ayudado de un tabardillo, había pagado con la vida su ingratitud.

Y sabiendo que doña Gracia, la niña que dejó en guarda a su tía, estaba en un convento antes que tuviera cuatro años, y que tenía entonces diez y seis, la fue a ver otro día acompañando a su tía, donde en doña Gracia halló la imagen de un ángel, tanta era su hermosura, y al paso de ella su inocencia y simplicidad, tanto que parecía figura hermosa, mas sin alma.

Y, en fin, en su plática y descuido conoció don Fadrique haber hallado el mismo sujeto que buscaba, aficionado en extremo de la hermosa Gracia, y más por parecerse mucho a Serafina su madre. Dio parte de ello a su tía, la cual desengañada de que no era su hija, como había pensado, aprobó la elección.

Tomó la hermosa Gracia esta ventura como quien no sabía qué era gusto, bien, ni mal; porque naturalmente era boba e ignorante, lo cual era agravio de su mucha belleza, siendo esto lo mismo que deseaba su esposo.

Dio orden don Fadrique en sus bodas, sacando galas y joyas a la novia, y acomodando para su vivienda la casa de sus padres, herencia de su mayorazgo, porque no quería que su esposa viviese en la de su tía, sino de por sí, porque no se cultivase su rudo ingenio.

Recibió las criadas a propósito, buscando las más ignorantes, siendo este el tema de su opinión, que el mucho saber hacía caer a las mujeres en mil cosas; y para mí, él no debía de ser muy cuerdo, pues tal sustentaba, aunque al principio de su historia dije diferente, porque no sé qué discreto puede apetecer a su contrario, mas a esto le puede disculpar el temor de su honra, que por sustentarla le obligaba a privarse de este gusto.

Llegó el día de la boda, salió Gracia del convento admirando los ojos su hermosura y su simplicidad los sentidos. Solemnizose la boda con muy grande banquete y fiesta, hallándose en ella todos los mayores señores de Granada, por merecerlo el dueño. Pasó el día, y despidió don Fadrique la gente, no quedando sino su familia, y quedando solo con Gracia, ya aliviada de sus joyas y, como dicen, en paños menores y solo con un jubón y un faldellín, y resuelto a hacer prueba de la ignorancia de su esposa, se entró con ella en la cuadra donde estaba la cama y sentándose sobre ella, le pidió le oyese dos palabras, que fueron estas:

—Señora mía, ya sois mi mujer, de lo que doy mil gracias al cielo, para mientras viviéremos; conviene que hagáis lo que ahora os diré, y este estilo guardaréis siempre: lo uno porque no ofendáis a Dios y lo otro para que no me deis disgusto.

A esto respondió Gracia con mucha humildad que lo haría muy de voluntad.

—¿Sabéis —replicó don Fadrique— la vida de los casados?

—Yo, señor, no la sé —dijo Gracia—; decídmela vos, que yo la aprenderé como el Ave María.

Muy contento don Fadrique de su simplicidad, sacó luego unas armas doradas y poniéndoselas sobre el jubón, como era peto y espaldar, gola y brazaletes, sin olvidarse de las manoplas, le dio una lanza y le dijo que la vida de los casados era que, mientras él dormía, le había ella de velar paseándose por aquella sala.

Quedó vestida de esta suerte tan hermosa y dispuesta, que daba gusto verla, porque lo que no había aprovechado en el entendimiento, lo hacía en el gallardo cuerpo, que parecía con el morrión sobre los ricos cabellos y con espada ceñida, una imagen de la diosa Palas.

Armada como digo la hermosa dama, le mandó velar mientras dormía, que lo hizo don Fadrique con mucho respeto, acostándose con mucho gusto y durmió hasta las cinco de la mañana.

Y a esta hora se levantó, y después de estar vestido, tomó a doña Gracia en sus brazos, y con muchas ternezas la desnudó y acostó, diciéndola que durmiese y descansase; y dando orden a las criadas no la despertasen hasta las once, se fue a misa y luego a sus negocios, que no le faltaban, respecto de que había comprado un oficio de veinticuatro. En esta vida pasó más de ocho días, sin dar a entender a Gracia otra cosa, y ella como inocente entendía que todas las casadas hacían lo mismo.

Acertó a este tiempo suceder en el lugar algunas contiendas, para lo cual ordenó el consejo que don Fadrique se partiese por la posta a hablar al rey, no guardándole las leyes de recién casado la necesidad del negocio, por saber que como había estado en la corte, tenía en ella muchos amigos.

Finalmente, no le dio lugar este suceso para más que para llegar a su casa, vestirse de camino, y subiendo en la posta decirle a su mujer que mirase que la vida de los casados la misma había de ser en ausencia suya que había sido en presencia: ella lo prometió hacer así, con lo cual don Fadrique partió muy contento. Y como a la corte se va por poco y se está mucho, le sucedió a él de la misma suerte, deteniéndose no solo días sino meses, pues duró el negocio más de seis.

Prosiguiendo doña Gracia su engaño, vino a Granada un caballero cordobés a tratar un pleito a la chancillería, y andando por la ciudad los ratos que tenía desocupados, vio en un balcón de su casa a doña Gracia las más tardes haciendo su labor, de cuya vista quedó tan pagado que no hay más que encarecer, sino que cautivo de su belleza la empezó a pasear.

Y la dama, como ignorante de estas cosas, ni salía ni entraba en esta pretensión, como quien no sabía las leyes de la voluntad y correspondencia: de cuyo descuido sentido el cordobés andaba muy triste, las cuales acciones viendo una vecina de doña Gracia, conoció por ellas el amor que le tenía a la recién casada; y así un día le llamó, y sabiendo ser su sospecha verdadera, le prometió solicitarla, que nunca faltan hoyos en que caiga la virtud.

Fue la mujer a ver a doña Gracia, y después de haber encarecido su hermosura con mil alabanzas, la dijo como aquel caballero que paseaba su calle la quería mucho y deseaba servirla.

—Yo lo agradezco en verdad —dijo la dama—, mas ahora tengo muchos criados y hasta que se vaya alguno no podré cumplir su deseo, aunque si quiere que yo se lo escriba a mi marido, él por darme gusto podrá ser que lo reciba.

—Que no, señora —dijo la astuta tercera, conociendo su ignorancia—, que este caballero es muy noble, tiene mucha hacienda y no quiere le recibáis por criado, sino serviros con ella, si le queréis mandar que os envíe alguna joya o regalo.

—¡Ay amiga! —dijo entonces doña Gracia—, tengo yo tantas que muchas veces no sé dónde ponerlas.

—Pues si así es —dijo la tercera— que no queréis que os envíe nada, dadle por lo menos licencia para que os visite, que lo desea mucho.

—Venga enhorabuena —dijo la boba señora—, ¿quién se lo quita?

—Señora —replicó ella—, ¿no veis que los criados, si le ven venir de día públicamente, lo tendrán a mal?

—Pues mirad —dijo doña Gracia—, esta llave es de la puerta falsa del jardín y aun de toda la casa, porque dicen que es maestra, y llevadla y entre esta noche, y por una escalera de caracol que hay en él subirá a la propia sala donde duermo.

Acabó la mujer de conocer su ignorancia y así no quiso más batallar con ella, sino tomando su llave se fue a ganar las albricias, que fueron una rica cadena; y aquella noche don Álvaro, que este era su nombre, entró por el jardín como le habían dicho, y subiendo por la escalera, así como fue a entrar en la cuadra vio a doña Gracia armada, como dicen, de punta en blanco y con su lanza, que parecía una amazona: la luz estaba lejos y no imaginando lo que podía ser, creyendo que era alguna traición, volvió las espaldas y se fue.

A la mañana dio cuenta a su tercera del suceso, y ella fue luego a ver a doña Gracia, que la recibió con preguntarla por aquel caballero, que debía de estar muy malo, pues no había venido por donde le dijo.

—¡Ay mi señora! —dijo ella—, y cómo que vino, mas dice que halló un hombre armado, que con una lanza se paseaba por la sala.

—¡Ay Dios! —dijo doña Gracia, riéndose muy de voluntad—, ¿no ve que soy yo, que hago la vida de los casados? Este señor no debe de ser casado, pues pensó que era hombre; dígale que no tenga miedo, que como digo, soy yo.

Tornó con esta respuesta a don Álvaro la tercera; el cual la siguiente noche fue a ver a su dama, y como la vio así la preguntó la causa. Ella respondió riéndose:

—¿Pues cómo tengo de andar sino de esta suerte para hacer la vida de los casados?

—¿Qué vida de casados, señora? —respondió don Álvaro—, mirad que estáis engañada, que la vida de los casados no es esta.

—Pues, señor, esta es la que me enseñó mi marido; mas si vos sabéis otra más fácil, me holgaré de saberla, que esta que hago es muy cansada.

Oyendo el desenvuelto mozo esta simpleza, la desnudó él mismo, y acostándose con ella gozó lo que el necio marido había dilatado por hacer probanza de la inocencia de su mujer.

Con esta vida pasaron todo el tiempo que estuvo don Fadrique en la corte, que como hubiese acabado los negocios y escribiese que venía, y don Álvaro hubiese acabado el suyo, se volvió a Córdoba.

Llegó don Fadrique a su casa, y fue recibido de su mujer con mucho gusto, porque no tenía sentimiento como no tenía discreción. Cenaron juntos, y como se acostase don Fadrique, por venir cansado, cuando pensó que doña Gracia se estaba armando para hacer el complimiento de la orden que la dejó, la vio salir desnuda, y que se entraba con él en la cama, y admirado de esta novedad la dijo:

—¿Pues cómo no hacéis la vida de los casados?

—Andad, señor —dijo la dama—, ¡qué vida de casados, ni qué nada! Harto mejor me iba a mí con el otro marido, que me acostaba con él y me regalaba más que vos.

—¿Pues cómo? —replicó don Fadrique—, ¿habéis tenido otro marido?

—Sí, señor —dijo doña Gracia—, después que os fuisteis vino otro marido tan galán y tan lindo, y me dijo que él me enseñaría otra vida de casados mejor que la vuestra.

Y finalmente, le contó cuanto le había pasado con el caballero cordobés, mas que no sabía qué se había hecho, porque así como vio la carta de que él venía, no le había visto.

Preguntole el desesperado y necio don Fadrique de dónde era y cómo se llamaba. Mas a esto respondió doña Gracia que no lo sabía, porque ella no le llamaba sino «otro marido». Y viendo don Fadrique esto, y que pensando librarse había buscado una ignorante, la cual no solo le había agraviado, mas que también se lo decía, tuvo su opinión por mala, y se acordó de lo que le había dicho la duquesa. Y todo el tiempo que después vivió alababa las discretas que son virtuosas, porque no hay comparación ni estimación para ellas; y si no lo son, hacen sus cosas con recato y prudencia.

Y viendo que ya no había remedio, disimuló su desdicha, pues por su culpa sucedió: que si en las discretas son malas pruebas, ¿qué pensaba sacar de las necias? Y procurando no dejar de la mano a su mujer porque no tornase a ofenderle, vivió algunos años.

Cuando murió, por no quedarle hijos, mandó su hacienda a doña Gracia, si fuese monja en el monasterio en que estaba Serafina, a la cual escribió un papel en que le declaraba cómo era su hija. Y escribiendo a su primo don Juan a Madrid, le envió escrita su historia de la manera que aquí va.

En fin, don Fadrique, sin poder excusarse por más prevenido que estaba, y sin ser parte las tierras vistas y los sucesos pasados, vino a caer en lo mismo que temía, siendo una boba quien castigó su opinión.

Entró doña Gracia monja con su madre, contentas de haberse conocido las dos; porque como era boba, fácil halló el consuelo, gastando la gruesa hacienda que le quedó en labrar un grandioso convento, donde vivió con mucho gusto, y yo le tengo de haber dado fin a esta maravilla.

A los últimos acentos estaba don Alonso de su entretenida y gustosa maravilla, y todos absortos y elevados en ella, cuando los despertó de este sabroso éxtasis el son de muchos y muy acordes instrumentos que en una sala, antes de llegar a esta en que estaban, se tocaron.

Y volviendo a ver quién hacía tan dulce armonía vieron entrar hasta doce mancebos vestidos de vaqueros y monteras de raso morado y guarnición de plata, con hachas blancas encendidas en las manos, danzando diestramente, y después de haber hecho un concertado paseo, se dividieron en dos órdenes, y uno de ellos, el más airoso y galán, empezó a danzar solo con una hacha en la mano, y después de dar la vuelta por la sala, se fue a la hermosa Lisarda y con una cortés reverencia la sacó a danzar.

Obedeció la dama, y después de ponerla en su puesto, volvió el airoso mozo a la discreta Matilde, y tras de ella a Nise, y tomando por compañero a don Juan, como en la danza de la hacha se usa, la danzaron con grandísimo desenfado y donaire, y dejando la hacha a Lisarda, vueltas las otras dos damas a sus asientos, prosiguió la dama sacando a don Miguel, don Lope y don Diego, el cual yendo por la sala, suplicó a Lisarda sacase a su prima: y ella, como a quien no le estaba mal esta voluntad, se llegó a la camilla donde Lisis estaba, y con una hermosa reverencia y muy corteses palabras la suplicó que se sirviese de honrar la fiesta, pues sus cuartanas eran tan corteses que desde el primer día que se empezó no la habían molestado.

Obedeció Lisis, más por dar gusto a don Diego que a su prima, y danzó tan divinamente que a todos dio notable contento, y más a don Diego, que mientras duró la danza y al volverla a su asiento, le dio a entender su voluntad, y ella a él cuán agradecida estaba, juntamente con licencia para tratar con su madre y deudos su casamiento.

Finalmente, mientras los criados de don Diego se aderezaban para el ridículo entremés, no quedó caballero ni dama en la sala que no danzase. Empezose a representar, y como para dar lugar se mudasen algunos asientos, vinieron a sentarse don Diego y don Juan juntos. Y don Juan como agraviado le dijo a don Diego:

—Favorecido estás de Lisis, y si bien por haber sido pretensor suyo me pesa, por no verme molestado de sus quejas lo doy por muy bien empleado: mas bueno fuera haberme dado parte de esto, pues soy mejor para amigo que para enemigo.

—Así es —replicó don Diego con enfado—, que un poeta, si es enemigo, es terrible, porque no hay navaja como su pluma; y a Lisis deseo servir, y como ella es libre, yo con su beneplácito me contento. Lisarda es vuestro cuidado, debéis contentaros con ella y no querer una para estimar y otra para maltratar. Licencia tengo de Lisis para pedirla a su madre para mi esposa, y si de esto os agraviáis, aquí estoy para daros la satisfacción que quisiéredes y como quisiéredes.

—Soy contento —replicó don Juan—, ya no por Lisis, que pues ella quiere ser vuestra, yo no quiero sea mía; acabada es sobre esto la cuestión, sino porque sepáis que si soy poeta con la pluma, soy caballero con la espada.

—Sea así —dijo don Diego—, mas no es razón que perturbemos el gusto a estas damas atajando la fiesta; tres días faltan, dejemos que se acaben y después trataremos de esto donde fuéredes servido.

—Soy contento —dijo don Juan: y con esto se volvieron a ver el entremés que andaba en los últimos fines.

Bien oyó Lisis lo que había pasado, y aunque quisiera remediarlo, lo sufrió, viendo que don Juan y don Diego dejaban su desafío para después de la fiesta, y que había lugar para impedir su intento.

*FIN*


Novelas amorosas y ejemplares 1637


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