El propietario del departamento
[Cuento - Texto completo.]
Alberto MoraviaHan terminado los preparativos. Transformé en cama el diván de la sala; allí dormiré yo. Él (o ella) dormirá en mi cama. Compré algunas conservas, varios kilos de pastas, cierta cantidad de queso y fiambres para el caso de que él (o ella) no quiera o no pueda salir de casa. Finalmente, despejé de mis ropas el placar que deberá servirle a él (o a ella) para guardar el material, como decimos en la dotación. Ahora no me resta más que esperar: según el llamado telefónico de ayer, él (o ella) deberá llegar dentro de un máximo de una hora.
Pero debemos entendemos acerca de las palabras. “Antes” tenían un sentido, digámoslo así, “normal”; ahora tienen un sentido que llamaré “organizativo”. Por ejemplo, en mi caso, el verbo esperar, en sentido organizativo, no significa aguardar a alguien o algo; significa permanecer en el sitio que me ha sido asignado y no moverme por ninguna causa. En suma, si es verdad, como creo que lo es, que en cada espera entra en juego un elemento personal, ésta no es una espera. En consecuencia, se cumple esta extraña contradicción: mientras espero que en un futuro utópico sobrevenga alguna cosa precisa, en mi existencia inmediata y cotidiana de hombre común no sé en verdad qué espero, y tal vez, bien visto todo, no espere nada. Esto, salvo que me decida a transformar el medio en fin; es decir a hacer de mí mismo, que solo soy un medio, el fin de todo. Pero, en ese caso, ¿cómo haría para creer en el fin último, el único satisfactorio, por remoto que sea en otros sentidos?
Por lo demás, incluso el término “hombre común” ha cobrado para mí, desde que pertenezco a la Organización, un significado distinto. “Antes” estaba convencido, no sin una pizca de complacencia, de que en verdad no era más que un hombre similar a tantos otros. “Ahora” tengo la certeza de que debo precisamente al hecho de ser un hombre común el papel más bien insólito que he sido llamado a desempeñar. Así, “hombre común”, en mi caso, viene a significar un hombre común que finge ser un hombre común con el fin de hacer algo muy poco común. Más bien complicado, ¿verdad?
Pero aunque no espere nada, debo igualmente matar el tiempo, y sin embargo solo puedo hacerlo pasar como “antes”, por ejemplo, como cuando esperaba a una mujer. Se trata de un tipo de espera que un hombre como yo, de edad mediana, no mal parecido, de cierta holgura económica, que vive solo en un departamento de dos habitaciones, baño y cocina, conoce bien. Es la espera por excelencia, por antonomasia, aquella que, así sea en un nivel cotidiano, compendia todas las esperas, incluso las más sublimes y utópicas. Naturalmente, en vista de que la Organización vacía las palabras de su pulpa y no deja más que la cáscara, yo no llegaré tanto a vivir el momento de la espera de una mujer cuanto a fingírmela, es decir, obraré como si en verdad esperase el momento, privilegiado entre todos, que separa el deseo de su satisfacción.
En primer término voy a la ventana, abro los vidrios y me pongo de pie frente al antepecho. Vivo en el segundo piso, lugar ideal para observar sin ser observado y menos aun comprometido. Ya anochece, tras una jornada de lluvia primaveral que dejó el asfalto empapado y el aire nebuloso y húmedo. Desde la ventana, mi mirada va directamente al otro lado de la calle, a un edificio muy parecido al mío, con filas y filas de ventanas todas iguales que se superponen hasta el cielo y otros tantos comercios en la planta baja, a derecha e izquierda de la entrada. Después, del edificio la mirada retrocede a los automóviles estacionados como un espinazo de pescado a lo largo de la acera, y de éstos a los grandes plátanos, ya revestidos por el minúsculo follaje de la primavera, plantados a intervalos regulares. Más acá, está el asfalto, por donde van y vienen incesantemente, en direcciones opuestas, dos filas de automóviles.
En suma, veo una acera en todo similar a la del lado de la calle opuesta, con los plátanos y los automóviles estacionados en espinazo de pescado. Única diferencia: el puesto de diarios. En cuanto a la fachada de mi casa y los comercios alineados en la planta baja, es obvio que no los veo; sin embargo los “siento”, es decir, sé que están allí y que son en todo similares a la fachada y a las casas de comercio de enfrente. Es verdad: todo lo que resulta común y normal nadie lo imagina, sino que lo “siente”.
Ahora, al mirar este paisaje urbano, me doy cuenta de que ha cambiado. En otro tiempo, me parecía que yo mismo formaba parte de él; no solo me daba cuenta, a- demás me gustaba. De vez en cuando, sobre todo al anochecer, después de pasar un día sentado al escritorio, me levantaba, iba a la ventana, la abría y encendía con voluptuosidad un cigarrillo, mirando la calle. En realidad, no se trataba tanto de observar todas esas cosas conocidas y ya observadas mil veces, cuanto de saborear el agradecido afecto que me inspiraban: era como volver a encontrarme con presencias afectuosas y cordiales que me ayudaban a vivir. Por otra parte, ¿qué había de extraño en esto? Yo era un hombre común domiciliado en un barrio de los más comunes, y hacía vida de barrio; era equitativo, además de inevitable, que me complaciera, frente a la ventana, en mirar ahí afuera.
Sin embargo, ahora, no es así. Me doy cuenta del hecho de que en vez de encender el cigarrillo, me asomo al antepecho casi molesto, sin saber qué hacer, y experimento de pronto, a la primera mirada, la sensación de estar excluido de la realidad que se me ofrece a la vista. En efecto, no me reconozco más en la calle, como ante un espejo empañado donde es imposible reflejarse. Aquello que yo era se parecía a la calle; lo que ahora soy se limita a tener necesidad de la calle. En suma, la calle, después de haber sido durante tanto tiempo el lugar donde yo vivía, es ahora el lugar donde finjo vivir.
De pronto, mientras me formulo estas reflexiones, los faroles se encienden todos a la vez y la calle pasa de la sombra confusa del anochecer a la engañosa visibilidad de la noche, iluminada por las luces de la ciudad. Entonces, en ese preciso instante, una mujer, que ignoro de dónde viene, se desprende de la acera de enfrente y avanza hacia mí. Es joven, tal vez muy joven, grande, majestuosa, como circundada por un halo de belleza. Viste una larga remera de rayas horizontales, y blue jeans tan ajustados a las ingles, que le forman toda una cantidad de pliegues delgados alrededor del pubis, por lo que pienso en un sol que dispara sus rayos por encima del horizonte. Camina con la graciosa torpeza de las mujeres que son ágiles solo si están desnudas: echa adelante el busto y tira hacia atrás las caderas. Tiene un cuello redondo y fuerte, rostro grave, levemente henchido en la mejillas y más estrecho en las sienes, de pómulos altos y ojos grandes y límpidos. ¿Dónde he visto ese rostro? Tal vez en la reproducción de una figura femenina de Piero della Francesca que tengo colgada en el dormitorio.
Esa mujer, tan bella, se desprende de la oscuridad nocturna, avanza erecta entre los automóviles estacionados, con los ojos vueltos hacia arriba, hacia mí. Ella es, sin duda, la persona que me envía la Organización; es ella, y yo soy el hombre más afortunado de la tierra. Ahora está al pie de mi edificio, dentro de un momento desaparecerá de mi vista. No resisto, alzo el brazo, le hago con la mano un gesto expresivo que quiere decir: “Ven, sube, vivo en el segundo piso”. Me ve, asiente en seguida con un gesto de la cabeza, desaparece. Con el corazón palpitante, me retiro de la ventana, corro a la puerta, aplico el ojo a la mirilla.
Es el gesto que hice muchas veces, en el pasado, cuando estaba en la circunstancia de esperar a una muchacha. No soy hombre que haya tenido muchas aventuras; sé con certeza que también en este terreno mi experiencia es normal, o sea, poca y limitada. Todos han hecho todo, ésa es la verdad. Pero, por una vez, tengo la impresión de que me está sucediendo algo raro, único: la persona que la Organización me envía es también la mujer que amaré, que incluso ya amo. Este pensamiento me hace feliz, como se siente un jugador que, desde la primera apuesta, acierta con la ganancia máxima.
Observar por la mirilla me ha producido siempre un extraño efecto. Las cosas se ven en una perspectiva lejana cuando, en realidad, están muy cerca, ante las propias narices. Tal vez porque parecen tan lejanas, las personas tienen un aspecto meditativo, fúnebre, irreal; parecen imágenes de sueños o incluso fantasmas de difuntos; me inspiran un sentimiento de culpa como si estuvieran allí, en sereno acecho, para reprocharme quién sabe qué falta cometida por mí. También esta vez experimento las dos sensaciones conjuntas del sueño y de la culpa. Veo mi pequeño rellano transformado en un larguísimo corredor, al fondo del cual asoma el primer peldaño de la escalera de la cual surgirá, dentro de poco, la figura de la mujer de remera rayada. El peldaño parece distar un millón de años luz; pero al mismo tiempo sé que cuando abra la puerta, ella caerá directamente entre mis brazos, tan cerca estará.
El rellano permanece vacío un tiempo infinito; tal vez la mujer se demore en leer las tarjetas de las puertas, en busca de mi nombre. Después, he aquí que allá, en el fondo, emerge la cabeza desde la escalera.
De pronto advierto que algo debe de marchar mal. Es mucho más flaca que la mujer que vi en la calle. El cuello no es fuerte ni redondo, sino más bien sutil y nervioso. La cara no tiene la expresión de gravedad angelical de las mujeres de Piero della Francesca; es una cara triangular, vulpina, de expresión alelada. El cabello le cuelga liso y como mojado a lo largo de las mejillas enjutas; la remera no se alza sobre el pecho sino mucho más abajo, como si los senos hubieran resbalado hacia la cintura. Se acerca, y entonces descubro que no observa las tarjetas, como haría una enviada de la Organización; y en efecto, tras vacilar un momento, hete aquí que sigue por la escalera, en dirección al tercer piso. Entonces abro, me asomo y digo:
—Eh, tú, ¿adónde vas?
En el acto se detiene, se vuelve. Tiene una erupción rojiza entre la nariz y la comisura de la boca; esboza una sonrisa:
—No sabía dónde encontrarte. Me hiciste una seña y después desapareciste.
Tiene una voz muy fea, que llega a ser al mismo tiempo ronca y chirriante. Vuelve a bajar hacia mi rellano; dentro de un instante, habrá entrado en mi casa; cierro de golpe la puerta. En seguida ella exclama, en tono desagradable:
—Eh, ¿qué te agarró?
—Discúlpame —contesto a través de la puerta—, te confundí con otra.
Dice con humildad:
—Hubiera debido imaginármelo. Siempre me sucede eso, me confunden con otra. Bueno, ¿me das algo, por lo menos?
—¿Qué quieres?
—Dame cincuenta mil liras, para comer.
No sé por qué, de pronto recuerdo que pocos días atrás encontré en el zaguán de mi edificio una jeringa, de esas descartables. Sin duda alguien, demasiado impaciente para esperar, se había aplicado la inyección precisamente allí, en vez de dársela por la calle. Con rabia, digo:
—Comer, ¿eh? ¿O para drogarte, en cambio?
—En definitiva, ¿me das las cincuenta mil liras?
Saco un billete de la cartera, lo hago pasar por debajo de la puerta. Ella se agacha a tomarlo, y exactamente en ese instante, detrás de ella, se perfila siempre lejanísima, sin embargo, la figura de un hombre rechoncho y bajo, de cara muy blanca y barba muy negra, y dos ojos redondos como dos castañas bajo la frente prolongada por la calvicie. Le cuelga de la mano una valija más bien grande; lanza una mirada interrogativa a la muchacha. Ésta me vuelve la espalda, se va moviendo sin gracia las delgadas ancas. Abro la puerta y él entra.
*FIN*