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El que más valía

[Cuento - Texto completo.]

O. Henry

Ante nuestros dos platos de espagueti, en el restaurante provenzano, Jeff Peters me explicaba cuáles son las tres maneras ilícitas de ganar dinero.

Todos los inviernos Jeff iba a Nueva York con el fin de comer espagueti, mirar los barcos en el East River desde las profundidades de su gabán de piel de chinchilla, y adquirir en un almacén de Fulton Street ropas hechas en Chicago. Durante las otras tres temporadas del año podía encontrársele en el Oeste, en un diámetro comprendido entre Spokane y Tampa. Jeff tiene por su profesión un orgullo que sostiene y defiende con una seria y única filosofía de la ética. Su profesión, desde luego, no es nueva. Consiste en mantener un asilo no autorizado, ilimitado y no capitalizado para la recepción de los pródigos dólares de sus indiscretos semejantes.

En el yermo de piedra en el que Jeff busca su anual y solitaria vacación le complace relatar sus múltiples aventuras, igual que a un muchacho le gustaría silbar en un bosque después de ponerse el sol. Por lo tanto, siempre marco en mi calendario la fecha de su llegada. Luego, ya en el provenzano, surge entre nosotros la cuestión de privilegio respecto a quién de los dos ha de sentarse antes a la mesita, sucia de vino, que hay en el rincón comprendido entre la planta cauchifera y el cuadro 11 palazzo della; no sé qué cuelga de la pared.

—Hay dos géneros de ilicitud —dijo Jeff Peters— que debieran ser reprimidos por la ley. Me refiero a la especulación al estilo de Wall Street y al robo.

—Todo el mundo concordará unánimemente contigo respecto, al menos, a una de esas ilicitudes —respondí riendo.

—Pues el robo debe ser reprimido también —insistió Jeff. Y yo temí que mi risa le hubiera parecido una impertinencia.

—Hace tres meses —dijo Jeff— tuve el gusto de encontrarme con representantes de esas dos reprobables ramas de la actividad. Me encontré, sine qua grata, con un miembro del sindicato de fracturadores de cajas y puertas, y con un Juan D. Napoleón de la finanza. Y todo a la vez.

—Interesante combinación —observé mientras se me escapaba un bostezo—. ¿Te he contado alguna vez que en el Ramapos maté de un solo tiro a un pato y una ardilla?

No ignoraba el modo de conseguir que Jeff me relatase sus proezas. Por eso hablé así.

—Antes de contármelo, déjame que te explique mi aventura con esas lapas de la sociedad que entorpecen el normal funcionamiento de las ruedas de la vida con el virus ponzoñoso de sus ojos —impuso Jeff, que tenía en los suyos la pura expresión del que aspira a eliminar viscosidades mundanas.

“Como te digo, hace tres meses me hallé en mala compañía. Hay dos veces en la vida de un hombre en que forzosamente sucede eso: cuando está a dos velas y cuando es rico.

“Hay ocasiones en que el más legítimo de los negocios no se ve amparado por la suerte. Estando en Arkansas tomé un camino equivocado en una bifurcación y, sin darme cuenta, fui a parar a Peavine, población que ya había yo asaltado y desfigurado la primavera del año anterior, vendiendo por valor de seiscientos dólares arbolitos tiernos que debían producir ciruelas, melocotones, peras y cerezas. Y los peavineses estaban ojo avizor por si yo aparecía otra vez por sus andurriales. Avancé por la calle Mayor hasta la botica que llaman Palacio de Cristal antes de que me diera cuenta de que yo mismo me había preparado una emboscada, como al Bill, mi caballo blanco.

“Los peavinenses nos cogieron, a mi de sorpresa y al Bill de la brida, e iniciaron una conversación no del todo ajena al tema de los árboles frutales. Una comisión de los reunidos me sujetó con cadenas de un sobaco a otro y me hizo cruzar sus huertos y sus jardines.

“Los árboles que yo les vendí no habían cumplido lo prometido cuando la venta. La mayoría, al crecer, resultaron ser persimomos, álamos y otras especies baratas e incapaces de rendir fruto. El único que mostraba signos de rendir algo era el algodonero joven sobre el que pude ver un nido de avispas y medio cubrecorsé.

“Los ciudadanos de Peavine prolongaron nuestro infructuoso paseo hasta los extremos de la localidad. Se apropiaron mi dinero y mi reloj a cuenta de lo que según ellos debía pagarles y retuvieron a Bill y el carro como garantía de lo restante. Añadieron que en cuanto uno de aquellos árboles rindiese tan solo un melocotón tempranero, yo podía volver a recoger lo que era mío, pero que, de momento, era suyo. Luego me quitaron las cadenas y me señalaron, con un ademán muy expresivo, el camino de las Montañas Rocosas. Y me dirigí, como un niño desvalido, hacia los invadeables ríos y las impenetrables selvas.

“Cuando recobré el uso de mis facultades me encontré andando por una población desconocida en la línea del Ferrocarril A. T & S. F. Los peavinenses no me habían dejado nada en los bolsillos, salvo un trozo de tabaco de mascar.

“Porque no querían atentar contra mi vida, y eso me salvó. Me senté sobre unas traviesas, junto a la vía, y procuré reordenar mis sensaciones relativas a la perspicacia.

“Entonces llegó un rápido de mercancías, que amenguó un tanto la marcha al acercarse al poblado, y de uno de los vagones se desprendió un bulto negro que rodó unos veinte metros por el suelo y entre una nube de polvo; después el bulto se incorporó y le dio por escupir carbonilla y palabrotas. Comprobé que se trataba de un hombre joven, de semblante despejado, vestido de una manera más apropiada para viajar en un coche pullman que en un vagón de mercancías, y, a pesar de las circunstancias, con una sonrisa capaz, al descubrir su dentadura, de conseguir que Febe Nieve pareciese una deshollinadora al comparársela con él.

“—¿Se ha caído usted? —le pregunté.

“—No —repuso—. Pero es que había llegado al final de mi viaje. ¿Cómo se llama este pueblo?

“—Aún no he mirado el mapa —le contesté—. Llegué cinco minutos antes que usted. ¿Se ha hecho daño?

“—El golpe ha sido duro —dijo él, palpándose el brazo—. Me parece que este hombro… No, no hay novedad.

“Se inclinó sobre la maleza mientras sacudía el polvo de la ropa, y, entonces de uno de sus bolsillos cayó una ganzúa o no sé qué utensilio de ladrón, de nueve pulgadas de longitud. La recogió y me miró fijamente. Luego sonrió y me tendió la mano.

“—Le saludo, hermano —dijo—. ¿Ye le vi a usted en el sur de Missouri, el verano pasado, vendiendo arena de color, a medio dólar la cucharada, para ponerla en los quinqués e impedir que estallasen?

“—El petróleo —repuse— no estalla nunca. Lo que estalla es el gas que desprende.

“No obstante, estreché la mano del sujeto.

“—Me llamo Bill Bassett —me dijo—. Y, si a lo que voy a confiarle lo considerara usted orgullo profesional y no soberbia, le diría que soy el mejor ladrón que jamás ha llevado suelas de goma en las tierras bañadas por el Misisipi.

“En resumen, Bill Bassett y yo nos sentamos en las traviesas y cambiamos las naturales jactancias propias de los artistas cuando se encuentran en circunstancias parecidas. Bill tampoco tenía un centavo, con lo cual ambos nos hallábamos en la más crítica de las situaciones. Me explicó por qué un ladrón hábil como él carecía de dinero, diciéndome que en Little Rock una criada de servicio le había traicionado, obligándole a huir sin despedirse de nadie.

“—Forma parte de mi oficio —dijo— apelar a las faldas para que me ayuden cuando necesito hacer el papel de un Raffles. El amor abre muchas puertas. Muéstrenme usted una casa de ricos donde haya una doncella bonita y puede usted dar la plata que allí se encuentre por fundida y vendida, y a mí, con la servilleta bajo la barba, comiendo frutas y bebiendose chateau que usted sabe, mientras la policía asegura que los ladrones tienen que ser gente de la casa, solo porque la sobrina de la dueña se dedica a dar clases de Biblia en la escuela protestante. Primero procuro impresionar a la doncella —aclaró Bill—, y cuando ella me deja entrar, modelo en cera las cerraduras. Pero la muchacha de Little Rock me vendió. Me pilló dando un paseo en tranvía con otra joven, y, claro, cuando fui a verla, la puerta, en vez de abierta, estaba cerrada. Y yo había mandado hacer llaves para la puerta del piso alto. Pero habían echado todos los cerrojos. Esa mujer fue mi verdadera Dalila —concluyó Bill Bassett.

“Saqué en concreto que Bill había tratado de abrirse paso con su ganzúa, pero la muchacha empezó a gritar como un energúmeno, y Bill tuvo que salvar apresuradamente la distancia entre la casa y la estación. Como no llevaba equipaje, era más difícil atajar su carrera, y logró saltar a un tren que arrancaba en aquel instante.

“—En fin —dijo Bill Bassett, cuando hubimos cambiado impresiones sobre nuestros muertos pasados—, tengo hambre. El pueblo ese no parece que esté cerrado con una llave Yale. Podríamos cometer alguna ligera atrocidad que nos proporcione dinero para los gastos inmediatos. No creo que traiga usted consigo un tónico capilar, unas cadenas de reloj de oro batido, u otros similares objetos de pacotilla que puedan venderse a los papanatas que se dedican a callejear. ¿Verdad que no?

“—No —dije—, pues dejé una gran cantidad de elegantes zarcillos con diamantes patagones, y otras cosas útiles para casos apurados, en la maleta que tengo en Peavine. Y alli seguirán hasta que algunas de las plantas gomiferas que antes dejé en el mismo sitio empiecen a dar ciruelas claudias y cerezas japonesas. Presumo que no podemos contar con eso, a no ser que tomemos como asociado a Lutero Burbank.

“—Muy bien —repuso Bassett—. Haremos lo que podamos. Acaso yo tome en préstamo un valioso alfiler de alguna dama, y abra con él las puertas del Banco Local de Campesinos y Arrieros.

“Mientras hablábamos, un tren de pasajeros llegó a la estación. Un hombre con sombrero de copa se apeó de un carruaje por el lado opuesto al andén y avanzó por la vía, hacia donde nos encontrábamos. Era un individuo gordo y bajo, nariz grande y ojos de ratón. Vestía un traje de algún precio y llevaba un saco de mano con tanto tiento como si llevase huevos o valores consolidados. Pasó junto a nosotros y siguió adelante, sin que, al parecer, reparase en la población.

“—Vamos —dijo Bill.

“Y siguió al desconocido.

“—¿Adónde? —pregunté.

“—¡Por Dios! —exclamó Bill—. ¿Ha olvidado que nos hallamos en el desierto? ¿No ha visto que el coronel Maná acaba de caer ante nuestros ojos? ¿No oye el batir de las alas del general Cuervo? Me asombra usted, Elías.

“Alcanzamos al desconocido en el lindero de un bosque y, como el lugar era solitario y estaba a punto de ponerse el sol, nadie nos vio asaltar al infeliz. Bill le quitó el sombrero de copa, lo limpió con una manga y lo restituyó a su sitio.

“—¿Qué significa esto? —dijo el hombre.

“—Cuando llevo un sombrero como el suyo —contestó Bill— y me encuentro en un aprieto, siempre hago lo que he hecho ahora. Y como en este preciso instante no llevo sombrero, me he valido del suyo. No sé, señor, cómo empezar a explicarle el negocio que nos aconseja hablarle, pero creo que lo más urgente es registrarle los bolsillos.

“Bill Bassett hizo lo que decía, y pronto puso un semblante compungido.

“—Ni siquiera reloj —anunció—. ¿No le da vergüenza, sepulcro blanqueado? Viste usted como un jefe de camarero y no tiene más medios pecuniarios que un conde cualquiera. No llevaba usted ni billete de tren. ¿Qué ha hecho usted con sus transferencias?

“El hombre contestó diciendo que no tenía dinero, ni valores de género alguno. Bassett le abrió el saco de mano y lo examinó. Había unos cuellos, unos calcetines y media página de periódico cuidadosamente recortada. Bill la leyó, y luego ofreció su mano al hombre a quien habíamos asaltado.

“—Se le saluda, hermano —dijo—. Acepte las excusas de dos amigos. Yo soy el ladrón Bill Bassett. Le presento, señor Feters, al señor Alfred E. Ricks. Estréchele la mano, porque el señor Peters —explicó Bill— ocupa una linea intermedia, señor Ricks, entre los que nos consagramos al estrago y a la corrupción. Es hombre que siempre da algo a cambio de lo que toma. Celebro mucho conocerle, señor Ricks. Tanto como el señor Peters. Esta es la primera vez que asisto a una reunión plenaria del Sínodo de los Granujas. Aquí estamos debidamente representados los ladrones, los timadores y los financieros. Sírvase examinar las credenciales del señor Ricks, señor Peters.

“El papel que Bassett me entregó contenía una buena pintura de lo que Ricks era. Era un recorte de periódicos de Chicago dando definiciones acerca de Ricks de manera asaz concreta y en pocos párrafos. Leyéndolos, llegué al conocimiento de que el susodicho individuo había vendido, parcelada, la parte del territorio de Florida que está sumergida en las aguas, entregando los respectivos lotes a inocentes compradores a quienes supo engañar recibiéndolos en sus oficinas de Chicago, magníficamente amuebladas. Después de haber obtenido de sus clientes alrededor de cien dólares, poco más o menos, uno de esos hombres obstinados en buscar conflictos realizó una excursión a su propiedad, para examinar su terreno y ver si necesitaba alguna nueva cerca o algo por el estilo. De paso pensaba comprar unos cuantos limones porque se aproximaban las navidades. Contrató los servicios de un agrimensor para fijar mejor su parcela. Tiraron las oportunas lineas y vieron que la floreciente ciudad Paraíso Hondo —que así se la denominaba en los prospectos de propaganda— se hallaba situada a cuarenta varas y veintisiete grados este al sur del centro matemático del lago Okeechobee. La parcela del investigador estaba a una profundidad de treinta y seis pies bajo la superficie del lago, y, por si era poco, lo usufructuaban tantos caimanes y otras alimañas acuáticas que el titulo de propiedad parecía, podríamos decir, un poco discutible.

“Naturalmente, el hombre volvió a Chicago y puso ante Alfred E. Ricks las cosas tan calientes como una mañana de esas que el observatorio meteorológico ha predicho nevada. Ricks negó los asertos, pero no pudo negar la existencia de caimanes. Una mañana los periódicos dedicaron columnas al asunto y Ricks tuvo que huir por la escalera de escape. Las autoridades a las que se apeló intervinieron, los centros donde Ricks guardaba sus fondos, y el desventurado financiero tuvo que escapar hacia el Oeste sin llevarse en su saco de mano más que unos calcetines de repuesto y una docena de cuellos ingleses, del treinta y nueve. Por casualidad le quedaban algunos cupones en su kilométrico, permitiéndole llegar hasta la población del páramo donde nos encontró a Bill y a mí, y vino a convertirse para nosotros en Elías III, sin cuervo alguno a la vista para nuestra sustentación.

“Tras esto, Alfred E. Ricks nos dijo quejumbrosamente que se moría de hambre, y no admitió ni la hipótesis de que tuviese, no ya dinero, sino crédito, ni para un plato de rancho. Y allí estábamos los tres representando, si hubiéramos estado de humor para establecer silogismos y parábolas, los tres grandes elementos sociales: el trabajo, el comercio y el capital. Resulta, empero, que cuando el comercio no tiene capital, no puede esperar ganar ni un centavo. Y cuando el capital no tiene dinero, surge un estancamiento en el suministro de carne con cebolla. Y eso nos ponía a merced del hombre de la herramienta.

“—Hermanos en la soledad —dijo Bill Bassett—, no hay noticias de que yo haya abandonado jamás a un compañero en un apuro. Ahí cerca, entre esos árboles, veo un edificio que me parece deshabitado. Refugiémonos en él hasta que oscurezca.

“En efecto, en el lugar indicado había una cabaña vieja y vacía. Los tres tomamos posesión de ella. Después de anochecer, Bill nos dijo que le aguardásemos, y se fue y regresó al cabo de media hora. Traía consigo unos trozos de pan, varias chuletas y unos emparedados.

“—Lo he forrojeado en una casa de Washita Avenue —dijo—. Comed, bebed y alegraos.

“Lucía la luna llena y a su luz cenamos, sentados en el suelo de la cabaña Después Bill Bassett comenzó a fanfarronear.

“—A veces —dijo, con la boca llena de los productos locales— me impacientáis los que creéis estar en más alto grado que yo en la escala de nuestros oficios. Pero, en la presente situación, ¿qué hubierais hecho para sostenernos? ¿Hubierais valido lo mismo que yo, Ricksy?

“—Confieso, Bassett —respondió Ricksy con voz casi inaudible, porque estaba masticando un emparedado—, que en esta inmediata coyuntura quizá no hubiese podido yo promover una empresa que resolviese la situación. Las operaciones en grande, como las que yo dirijo, requieren una preparación cuidadosa, y…

“—Ya lo sé, Ricksy —interrumpió Bill Bassett—. No tienes que hablar más. Necesitas quinientos dólares para hacer el primer pago de una máquina a plazos, una mecanógrafa rubia y un departamento con cuatro habitaciones llenas de muebles de roble, y además quinientos dólares para la publicidad de tu negocio. Item más subsistir dos semanas mientras echas el anzuelo y esperas que la gente empiece a picar. Tus capacidades serían tan útiles en un caso de urgencia como apelar a las autoridades municipales para curar a un hombre que dé las últimas boqueadas debido a un escape de gas. Y tus habilidades no son mucho más útiles, hermano Peters —remachó.

“—Aún no he visto que conviertas nada en oro con tu varita, señora hada —dije—. No es tan extraordinario conseguir en una casa los restos de una cena.

“—Hasta ahora no he hecho más que recoger unos míseros despojos —contestó Bassett, jactancioso y optimista—. Pero a lo mejor aparece de pronto tu carroza de seis caballos, señorita cenicienta. ¿Es posible que tengas entre ceja y ceja algún proyecto que nos salve de esta situación?

“—Mira —repuse—, tengo quince años más que tú, y soy, sin embargo, lo bastante joven para poder tomar un seguro de vida. No es la primera vez que me veo en un mal paso. Desde aquí diviso las luces de una población, a media milla de distancia. Recibí mis lecciones de Montague Silver, el vendedor de plazuela que mejor ha sabido hablar a las gentes desde un carro. En estos momentos, por las calles de ese pueblo, andan cientos de hombres con manchas de grasa en sus ropas. Si me dais una lámpara de gasolina, un cajón de huevos y una barra de dos dólares de jabón de Castilla, cortada en trocitos…

“—¿Dónde están los dos dólares? —atajó Bill Bassett.

“Era inútil discutir con un ladrón tan insolente.

“—Vosotros —prosiguió— sois ahora los niños perdidos en el bosque. Las finanzas han corrido la tapa de sus pupitres y el comercio ha echado los cierres de sus establecimientos. Y los dos miráis al que representa el trabajo manual para que ponga en movimiento las ruedas del carro. Muy bien. Sé que lo reconocéis. Y esta misma noche voy a probaros quién es Bill Bassett.

“Nos dijo a Ricks y a mí que no abandonáramos la cabaña hasta que él volviera, aunque fuese de día, y echó a andar hacia la población, silbando alegremente.

“Alfred E. Ricks se quitó los zapatos y la chaqueta, puso un pañuelo de seda sobre su sombrero y se tendió en el suelo.

“—Voy a ver si puedo dormir un poco —dijo—, porque el día ha sido muy fatigoso. Buenas noches, señor Peters.

“—Recuerdos a Morfeo —contesté.

“Serían las dos de la madrugada, como yo hubiera adivinado de no tener mi reloj en Peavine, cuando vino otra vez nuestro comandita y despertó a Ricks de un puntapié. Luego nos hizo salir a la puerta de la cabaña, iluminada por la luna. Puso en el suelo cinco paquetes de a mil dólares cada uno, y comenzó a emitir ruidos como los cacareos de una gallina cuando pone un huevo.

“—Voy a contaros algunas cosas sobre esa ciudad —dijo—. Se llama Rocky Springs. Están construyendo un templo masónico; parece que el candidato demócrata al cargo de alcalde va a ser vencido por el populista, y la mujer del juez Tucker, que ha estado enferma de pleuresía, se encuentra un poco mejor. He hablado de estas tesis liliputienses antes de aplicar un sifón a las fuentes del conocimiento que obtuve después. Y que existe un banco denominado Institución de Ahorros Lumberman y Plowman. Ayer cerró la oficina con veintitrés mil dólares en caja. Esta mañana la abrirá con dieciocho mil, todos en plata, que es por lo que no he traído más. Ya ven ustedes la verdad de las cosas, señores Comercio y Capital.

“—¡Mi mejor amigo! —exclamó Alfred E. Ricks, alzando los brazos al cielo—. ¡Haber robado un banco! ¡Válgame Dios, válgame Dios!

“—No debías emplear la palabra ‘robar’ porque suena muy dura —dijo Bassett—. Todo lo que tuve que hacer fue averiguar en qué calle había un banco. La ciudad es tan tranquila que yo, situándome en la esquina, podía oír el ruidillo de los dispositivos de la caja fuerte: (derecha, cuarenta y cinco; izquierda, dos veces ochenta; derecha, una vez sesenta; izquierda, quince…) Y eso tan claro como la voz del capitán de Yale dando órdenes a sus hombres en la jerga futbolística. Tras lo cual, muchachos —añadió Bassett—, tenéis que saber que ésta es una población muy madrugadora. Según me han dicho, los ciudadanos se levantan y andan ya por las calles antes de rayar el día. Pregunté a qué se debía eso y me contestaron que es porque el desayuno ya está preparado a esa hora. Vaya, ¿qué me decís del alegre Robin Hood? Debierais vitorearme y empezar el coro de los caldereros. En fin, os socorreré. ¿Cuánto necesitáis? Habla tú primero, Capital.

“—Mi joven y querido amigo —dijo aquella especie de ardilla que era Ricks, procurando sostenerse sobre sus patas traseras y haciendo el ademán de juguetear con unas cuantas nueces entre las patas—, tengo en Denver amigos que me ayudarán. Si yo dispusiera de cien dólares…

“Bassett deshizo uno de los paquetes y arrojó cinco billetes de veinte dólares a los pies de Ricks.

“—¿Y tú cuánto, Comercio —me preguntó.

“—Puedes guardarte tu dinero, Trabajo —respondí—. Nunca he explotado al honrado operario privándole de aquello con que atiende a su modesta pitanza. Los dólares que me embolso son cantidades sobrantes que tienen entre sus manos los inexpertos o los locos. Cuando vendo en una esquina un anillo de oro por tres dólares, puedo ganar dos con sesenta centavos. Pero el individuo que lo compra va a dárselo a una muchacha en sustitución de otro que le iba a costar ciento veinticinco, por lo que él aún gana ciento veintidós.

“—¿Quién de los interesados es el más hábil faquir? Arena para impedir que le estalle el quinqué, ¿qué ganancias tiene la compradora, puesto que la arena va a cuarenta centavos la tonelada?

“—Escucha —repliqué—, yo aconsejo a mi parroquiana que mantenga el quinqué bien limpio y lleno. En esas condiciones el quinqué no estallará. Ella presume que, añadiendo la arena, ya no va a producirse la explosión, y se queda tranquila. Es una especie de ciencia cristiana aplicada a la industria. A cambio de sus cincuenta centavos, la mujer recibe a la vez la ayuda de Rockefeller y de la señora Eddy. No todos hacen lo mismo que yo cuando se trata de ganar dinero.

“Alfred E. Ricks estaba a punto de lamer el polvo de los zapatos de Bassett.

“—Mi joven y querido amigo —le dijo—, jamás olvidaré su generosidad. El cielo sabrá recompensarle. Pero permítame implorarle que se aparte de la senda de la violencia y del crimen.

“—Y un jamón —contestó Bill—. Tus exhortaciones me suenan como las últimas palabras de una bomba de hinchar neumáticos de bicicleta. ¿Qué ganancias te han producido tus métodos de pillaje en grande, con principios morales y servicio de ascensor? Penuria y miseria. El mismo hermano Peters, que insiste en contaminar el arte del robo con teorías de comercio y mercantilismo, admite que se encuentra en las últimas. Los dos vivís según las reglas doradas. En fin, hermano Peters —acabó Bill—, tendré mucho gusto en hacerte participe de esta balsámica moneda. Tienes acceso de ella. Habla.

“Repetí a Bill Bassett que podía guardarse su dinero. Nunca he sentido por el latrocinio la admiración que sienten otros. Siempre he dado algo a cambio de dinero que he tomado, aunque fuese una insignificancia que recordase a mis clientes que no debían dejarse coger en otra trampa del mismo tipo.

“Después, Alfred E. Ricks rindió nuevos homenajes a los pies de Bill y nos dijo adiós, agregando que se proponía alquilar un cochecillo en una granja, bajar a la estación y tomar el tren de Denver. La atmósfera pareció purificarse cuando aquel gusano hinchado se separó de nosotros. Era un baldón para todas las profesiones no industriales del país. Con todos sus grandes planes y sus suntuosas oficinas se había demostrado incapaz de resolver ni siquiera una modesta comida, y si algo le entró por la boca se debía a la amabilidad de un ladrón desconocido y quizá poco escrupuloso en sus procedimientos. Celebré verle marcharse, aunque me inspiraba cierta pena el saberle arruinado para siempre. ¿Qué iba a hacer un hombre semejante sin disponer do capital para trabajar? Alfred E. Ricks, tal como le dejábamos, era tan impotente como una tortuga boca arriba. No hubiese sido capaz de trazar planes ni para arrebatar un pizarrín a una colegiala.

“Cuando Bill Bassett y yo quedamos solos realicé un ligero cambio de frente en mi cerebro, con un plan transactivo al final de todo. Me proponía demostrar a aquel señor ladrón la diferencia que hay entre el comercio y el trabajo. Bassett había herido en cierto modo mi orgullo profesional con sus sátiras contra los hombres que nos dedicábamos al tráfico.

“—No te tomaré dinero como préstamo, Bassett —le dije— pero si me aceptas como compañero de viaje, a tus expensas, hasta que salgamos de la zona de peligro que ha producido el inmoral déficit suscitado en las finanzas de esta ciudad tu actividad reciente, te quedaré agradecido.

“Bill Bassett aceptó, y salimos hacia el oeste tan pronto como pudimos tomar un tren que no ofreciese peligro.

“Al llegar a una población de Arizona que se llama Los Perros, propuse que probásemos nuestra fortuna en aquel lugar. Allí residía Montague Silver, mi antiguo instructor, entonces retirado de los negocios. Sabía que Montague no dejaría de prestarme dinero si yo le mostraba una mosca gorda zumbando por la localidad. Bill Bassett dijo que todas las poblaciones le parecían lo mismo, porque él trabajaba principalmente después de anochecer. Abandonamos el tren en Los Perros, un bonito pueblo de una región argentífera.

“Mentalmente, yo me reservaba una operacioncilla con la que me proponía asestar a Bassett un golpe detrás de la oreja. No pensaba quitarle el dinero mientras durmiese, pero si dejarle una especie de billete de lotería por un valor de cuatro mil setecientos cincuenta y cinco dólares, que era la cantidad que calculé que podía quedarle cuando nos apeamos del tren. La primera vez que le insinué algo a propósito de una inversión, me replicó en los siguientes términos y expresiones:

“—Hermano Peters, no me parece mala la idea la de entrar en algún negocio. Pienso hacerlo. Solo que, si me decido, será sobre algo tan sólido que Roberto E. Peary y Carlitos Fairbanks no tendrían a menos entrar en el consejo de administración.

“—Ya me parecía que para sacarle provecho querías situar en algo serio tu dinero.

“—Tienes razón —convino—. No se puede dormir toda la noche del mismo lado. Y te explicaré todo, hermano Peters. Voy a abrir una casa de juego. No me gustan timos con sus barullos, ni andar vendiendo por la calle cosas raras, como batidores de huevo y otras por el estilo, lo que viene a ser ganarse la vida haciendo competencia a Barnum y Bailey y ponerse a la altura de los que extienden paja en las pistas de los circos. Pero el negocio del juego —especificó—, si es desde el lado ganancioso de la masa, constituye un buen término medio entre robar cucharaditas de plata y vender secaplumas en un bazar de caridad del Waldorf-Astoria.

“—¿De modo, Bassett —insistí—, que no quieres que hablemos sobre mi proposición para montar un negociejo?

“—Mira —dijo—, si vivo aquí, no te aconsejo que montes un instituto Pasteur en cincuenta millas a la redonda. Muerdo demasiado a menudo.

“En resumen, Bassett alquiló unas habitaciones en el piso superior de una taberna, comprando los correspondientes muebles y cuadros. Aquella misma noche fue a ver a Monty Silver, que me prestó doscientos dólares a costa de mis probables ganancias. Luego fui a la única tienda de Los Perros donde se vendían barajas, y compré todas las que tenían. A la mañana siguiente, cuando el establecimiento abrió sus puertas, ya estaba yo en él otra vez, con mis barajas. Dije al dueño que mi asociado en el juego había cambiado repentinamente de idea y que yo deseaba revender las barajas. El tendero me las admitió a mitad del precio.

“Esa vez perdí setenta y cinco dólares. Pero mientras tuve las barajas en mi poder me dediqué a marcar todos los naipes. Aquello si que fue trabajo. Porque las cosas del comercio tienen también aspectos secretos, y él pan que yo parecía tirar al agua iba a serme devuelto en formas de tarta dulce con salsa de vino.

“Fui de los primeros en comprar fichas en la casa de juego de Bill Bassett. Él había tenido que adquirir las únicas barajas que había en la ciudad, y yo conocía el revés de cada carta mejor que el de mi cabeza cuando el barbero me corta el cabello y me muestra mi nuca reflejada en dos espejos.

“Al terminar el juego yo tenía en mi poder cinco mil y pico de dólares. A Bill Bassett no le quedaba más que la noche y el día y un gato negro que había comprado como mascota. Cuando salí Bill me estrechó la mano.

“—Hermano Peters —dijo—, para mi no es negocio meterme en negocios. Estoy predestinado a trabajar. Cuando un ladrón de primera clase pretende convertir su ganzúa en una llave de caja de caudales, perpetra un acto muy poco profundo. Tienes mucha suerte y un muy eficaz y elaborado sistema de jugar a las cartas. La paz sea contigo.

“Y no he vuelto a ver a Bill Bassett.

—Bien, Jeff —dije cuando el intrépido aventurero hubo descubierto el meollo de su aventura—. Ahora es de esperar que administres bien ese dinero. Dispones de un respeta…, de un considerable capital básico si resuelves establecerte en algún negocio regular.

—Puedes tener la seguridad —dijo Jeff, con aire virtuoso— de que ya me he ocupado de eso.

Y se golpeó el pecho con entusiasmo.

—He invertido hasta el último centavo —declaró— en acciones de minas de oro. Rendirán un quinientos por ciento dentro de un año. Y son seguras. De la mina Blue Gopher. Se descubrió hace un mes. Puedes invertir algo en ella, si tienes dinero disponible.

—A veces —insinué— esas minas…

—Esta es segura de toda seguridad —respondió Jeff—. Cincuenta mil dólares en mineral hay a la vista, y la ganancia mensual está garantizada en un diez por ciento.

Se sacó del bolsillo un sobre largo y lo puso encima de la mesa.

—Siempre las llevo conmigo —dijo—. Así no las robarán los ladrones ni los capitalistas podrán hacer ningún desaguisado con ellas.

Miré las bellas viñetas que decoraban las láminas.

—Esto está en Colorado —dije—. A propósito, Jeff: ¿cómo se llamaba el hombrecillo a quien Bill y tú conocisteis en la estación y dejasteis camino de Denver?

—Alfred E. Ricks —respondió Jeff— se llamaba ese renacuajo.

—Es que —observé yo— el presidente de esta minera firma A. L. Fredericks, y se me ocurría…

—Déjame ver esas láminas —dijo Jeff, arrebatándomelas de un tirón.

Para mitigar, por levemente que fuera, el subsiguiente embarazo, llamé al camarero y le encargué otra botella de Barbera. Me pareció que era lo menos que podía hacer.

*FIN*


“The Man Higher Up”,
The Gentle Grafter, 1908


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