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El regreso

[Cuento - Texto completo.]

Joseph Conrad

El metro procedente de la City emergió impetuosamente del interior del oscuro túnel y se detuvo entre chirridos bajo la sucia luz crepuscular de una estación del West End de Londres. Cuando se abrieron las puertas salió de los vagones una multitud de hombres. Llevaban sombreros de copa, abrigos negros, botas relucientes, manos enguantadas con las que transportaban finos paraguas y diarios matutinos parecidos a trapos sucios de color blanquecino, rosáceo o verdusco y tenían rostros de una sana palidez. Entre ellos salió también Alvan Hervey, con un puro entre los labios. Una pequeña mujer vestida de un negro desvaído corrió a lo largo de todo el andén y se metió a toda prisa en el vagón de tercera antes de que el metro reanudara la marcha. El golpe de las puertas al cerrarse sonó violento y rencoroso como una carga de artillería, y una gélida ráfaga de viento envuelta en el humo del barrio recorrió el andén de parte a parte e hizo detenerse a un anciano con una bufanda que tosió con violencia. Nadie se tomó ni siquiera la molestia de volverse hacia él.

Alvan Hervey cruzó el torniquete. Entre las desnudas paredes de aquella lúgubre escalera los hombres subían con prisa y sus espaldas se parecían todas entre sí, como si a todos los hubiesen vestido de uniforme. Es cierto que sus rostros eran distintos, pero aun así guardaban cierta semejanza, como si se tratara de una multitud de hermanos que por desagrado, indiferencia, prudencia o dignidad, hiciesen caso omiso unos de otros, pero cuyos ojos, brillantes o fatigados, aquellos ojos que apuntaban hacia lo alto de las mugrientas escaleras, aquellos ojos marrones, negros o azules no fueran capaces de evitar una idéntica expresión ensimismada e insulsa, presuntuosa y vacía.

En el mismo instante en que cruzaron la puerta de la calle se dispersaron en todas las direcciones, alejándose unos de otros con la misma urgencia que si estuvieran escapando de un lugar comprometedor en el que se había producido una confidencia o algo tan sospechoso y oculto… como la verdad o la pestilencia. Alvan Hervey dudó unos instantes a la salida y acabó dirigiéndose a casa.

Caminaba a paso rápido. Una llovizna fina caía sobre los trajes como si fuera polvo de plata, humedecía los bigotes y los rostros, barnizaba la calzada, oscurecía los muros y goteaba de los paraguas. Él avanzaba en medio de aquella lluvia con una seguridad cargada de indiferencia, con la desenvoltura calmada de un triunfador seguro de sí mismo, un hombre al que no le faltaban ni el dinero ni los amigos. Era alto, armonioso, saludable y apuesto, y su rostro claro tenía un refinamiento sutil, ese leve signo de prepotencia que solo se adquiere cuando se han conquistado logros solo en parte difíciles, como destacar en el deporte o en el arte de hacer dinero, o como haber demostrado un dominio evidente sobre los animales o los hombres necesitados.

Iba a casa más temprano de lo habitual, recién regresaba de la City y no había pasado siquiera por el club. Se tenía por un hombre inteligente y bien situado —¿y quién no?—, pero a decir verdad tanto sus relaciones como su educación y su inteligencia eran casi idénticas a las del resto de los hombres con los que hacía negocios o con los que se entretenía. Se había casado hacía cinco años. En aquella época todos los que lo conocían aseguraban que estaba enamoradísimo, y también lo había corroborado él públicamente, ya que es bien sabido por todo el mundo que los hombres se enamoran una vez en la vida… a no ser que muera la esposa, en cuyo caso sería igualmente honorable enamorarse alguna que otra vez más. Era una joven saludable, alta y —a su juicio— hermosa, estaba bien relacionada y era educada e inteligente. Estaba aburridísima de su propia casa, donde se sentía atrapada como en el interior hermético de una caja fuerte, y le daba la sensación de que poseía una personalidad —de la que era extraordinariamente consciente— que no era libre de realizar. Caminaba con el mismo aire de un oficial de granaderos, era robusta y firme como un obelisco, tenía un rostro hermoso, una frente espiritual, unos ojos puros y ni una sola idea propia en la cabeza. Él se rindió a sus encantos a toda prisa y le pareció tan impresionantemente ideal que no dudó ni un segundo en declararse enamorado. Protegido por aquella ficción sagrada y poética, la quería de una manera frenética por muchas razones, entre las que destacaba la satisfacción con la que contemplaba que sus sueños se habían hecho realidad. Sobre ese asunto en particular se mostró muy solemne, y no dejó que la razón humana penetrara en aquel lugar como no fuese para encubrir sus sensaciones… cosa que es de una decencia impecable. A nadie le habría escandalizado de todas formas que no cumpliera con esa obligación, porque la sensación que lo movía en realidad era un deseo, un anhelo más íntimo y también más complejo, pero de un origen no más reprochable, que el apetito ante una buena cena.

Una vez casados ambos se empeñaron, con éxito considerable, en ampliar su círculo de amistades. Había treinta personas que los conocían de vista, veinte que toleraban su presencia en sus casas de cuando en cuando con una sonrisa, y otras cincuenta aproximadamente que sabían de su existencia. En aquella amplia esfera se relacionaban con hombres y mujeres encantadores que tenían más miedo de una emoción, un entusiasmo o un fracaso que del fuego, la guerra o una enfermedad letal, y que se permitían a sí mismos solo los más ordinarios pensamientos y los hechos más lucrativos. En cuanto al resto, el suyo era un mundo absolutamente delicioso, cuna de toda virtud, en el que la gente eludía hasta donde le era posible toda responsabilidad y se atenuaban prudentemente tanto las alegrías como los dramas, rebajándolos a la categoría de cosas agradables y cosas molestas. En ese sereno país en el que solo nacen los nobles sentimientos en un grado lo bastante grande como para camuflar el despiadado materialismo de todas sus ideas y aspiraciones, Alvan Hervey y su mujer vivieron cinco años de prudente felicidad jamás perturbada por la más mínima duda acerca de la rectitud y moralidad de sus vidas. Para desarrollar más eficientemente su personalidad, ella emprendió todo tipo de obras benéficas e ingresó en distintas sociedades protectoras y reformistas, todas ellas patrocinadas o presididas por damas de la alta sociedad. Él se interesó de una manera activa en la política y, en cierta ocasión que hizo amistad con un hombre de letras —que aun así tenía parentesco con algún conde—, se animó a prestar ayuda económica para rescatar una agonizante publicación social. Se trataba de una revista semipolítica y totalmente sensacionalista a la que redimía una relativa pesadez, y como no contenía ni una pizca de ideología propia ni de pensamiento original, ni tampoco el menor chispazo de humor ni de imaginación, le pareció que era suficientemente respetable. Poco después, cuando la revista ofreció algunos dividendos positivos, le pareció que incluso se trataba de un asunto virtuoso. Le parecía que facilitaba el camino a sus expectativas más ambiciosas y le producía placer esa vaga filiación con lo que él suponía que era la literatura.

Aquella filiación se acrecentó todavía más debido a la esfera en la que se movían. Con relativa frecuencia acudían a visitarlo hombres que escribían o dibujaban para el público, y el director de la revista se reunía habitualmente con él. A él le parecía un palurdo porque tenía los dientes muy grandes (lo correcto era tenerlos pequeños) y el pelo un poco más largo de la media. Aun así había también duques que llevaban el pelo largo, y no había duda de que el hombre sabía hacer bien su trabajo. Lo único extraño es que tenía una gravedad que lo hacía ligeramente sospechoso. Era elegante y robusto, y cuando se sentaba en el salón hacía bailar el bastón frente a sus enormes dientes, sin parar de hablar durante horas con aquellos labios carnosos (nunca decía nada que fuera inexacto o censurable), con un estilo que siempre se acababa haciendo irritante, aunque no de una manera evidente, sino más bien vaga y tortuosa. Tenía una frente altiva —llamativamente altiva— y bajo ella se veía una nariz muy recta que se perdía en medio de dos mofletes lisos que gracias a una curva suave terminaban en algo parecido a la punta de un esquí. En aquel rostro, que parecía el de un niño gordito precoz, brillaban un par de ojos negros penetrantes y algo cínicos. Por si fuera poco, escribía versos. Un palurdo, sí, pero el cortejo de hombres que lo seguía a la sombra de su enorme chaqué descubría sin parar cosas memorables en todo lo que decía. Alvan Hervey lo atribuía a la simple adulación. Bien pensado, esos artistas eran todos unos mentirosos. No obstante, no había duda de que todo aquello era de una decencia impecable, y además hasta daba la sensación de que le gustaba a su mujer, como si también ella encontrara cierto provecho en su vinculación a algo intelectual. Ella recibía a sus heterogéneos visitantes con una gracia altiva y laboriosa muy suya, que en la imaginación de aquellos huéspedes intimidados tenía algo de elefante, de jirafa, de gacela, de torre gótica y hasta de ángel desmesurado. Aquellos jueves se iban haciendo cada vez más famosos en su esfera, y ésta iba aumentando también de una manera imparable, sumando una calle tras otra… hasta abarcar la mansión de no-sé-quién, que estaba a un par de plazas de distancia.

De esa manera vivieron Alvan Hervey y su mujer cinco prósperos años. Con el paso del tiempo, se habían acabado conociendo lo suficientemente bien como para ir gestionando todos los efectos prácticos de la vida, pero eran tan incapaces de mantener una verdadera intimidad como dos animales que comen del mismo pesebre, bajo el mismo techo y en una cuadra de lujo. El deseo masculino se satisfizo con rapidez y se convirtió en costumbre, y ella por su parte consiguió lo que quería: salir del hogar paterno, desarrollar su personalidad, tener su propio círculo (mucho más elegante que el de sus padres), tener su propio hogar y su cuota de respeto, y también la envidia y el aplauso del mundo. Se entendían entre ellos con sagacidad y astucia, como si fuesen conjurados unidos en una misión productiva; y es que eran totalmente incapaces de observar ningún acontecimiento, sentimiento, principio o creencia a otra luz que no fuera la de su propio beneficio, gloria o dignidad. Se deslizaban de la mano sobre la superficie de la vida en medio de una atmósfera glacial, como si fuesen dos patinadores que describiesen movimientos sobre el hielo para asombro de los espectadores y desdeñando la corriente subterránea, agitada y oscura: la corriente en la que la vida era profunda y no estaba congelada.

 

 

Alvan Hervey dobló un par de esquinas a la izquierda y una a la derecha, recorrió dos lados de una plaza cuadrangular en cuyo centro había un grupo de árboles cautivos tras una verja de hierro y llamó a la puerta de su casa. Una sirvienta abrió la puerta. Su mujer había tenido el capricho de que solo hubiera sirvientas, en femenino. Mientras le dejaba el abrigo y el sombrero la sirvienta le dijo unas palabras que le llevaron a mirar el reloj. Eran las cinco y su mujer no estaba en casa. No había en ello nada de extraordinario.

—No, no quiero té —respondió, y subió las escaleras.

Subió en silencio. Las varillas de cobre iban brillando a medida que iba ascendiendo por las escaleras. En el primer rellano se podía ver una mujer de mármol cubierta con una decorosa túnica hasta los talones avanzando un pétreo pie hasta el borde del pedestal y alargando un rígido brazo que sostenía un haz de luces. A él le gustaban aquellas aficiones estéticas… en el hogar. Sobre un florido papel pintado colgaban algunos bocetos, acuarelas y grabados. Se podía decir que sus gustos eran abiertamente artísticos. Se veían viejas torres de parroquias alzándose sobre grandes masas de vegetación, montañas púrpuras, arenas amarillas, mares soleados y cielos azules. Al borde de una barca inmóvil se veía a una jovencita de ojos soñadores junto a una cesta de comida, una botella de champán y un novio con una camisa ligera. Unos jovencitos descalzos perseguían entre risas a unas chicas harapientas mientras otros dormían entre los juncos o jugaban con perros pequeños. Una niña un poco demacrada estaba apoyada contra un muro desnudo y, alzando unos ojos lastimeros, ofrecía una flor en venta, rodeada de enormes fotografías de algún famoso y semidestruido bajorrelieve que parecía representar una matanza tallada en piedra.

Como es lógico, él no miró ninguna de aquellas cosas, sino que se volvió hacia el segundo tramo de escaleras y entró directamente en el vestidor. Un dragón de bronce sujeto por la cola a una ménsula se retorcía apaciblemente y sostenía entre sus fauces una llama de gas cuya forma era parecida a la de una mariposa. No hace falta decir que la estancia estaba vacía, pero en cuanto él entró se vio llena de la agitación de muchas personas porque los espejos de las puertas de los roperos de su mujer lo reflejaron de pies a cabeza y multiplicaron su figura en múltiples caballeros vestidos igual que él. Adoptaban los mismos gestos mesurados y breves, se movían cuando él se movía, con la misma amabilidad, y mostraban las mismas apariencias de vida y sentimientos que las que él juzgaba que era justo manifestar. A semejanza de criaturas reales que fueran esclavas de ideas vulgares y comunes que ni siquiera son propias, manifestaban la misma independencia gracias a la aparente diversidad de sus movimientos. Evolucionaban al mismo tiempo que él, pero resultaba difícil saber quiénes eran los que se distanciaban de él y quiénes los que le salían al encuentro. Surgían sencillamente y luego desaparecían, daba la sensación de que se escondían tras el mueble de nogal para reaparecer al instante desde el centro o el interior de la propia luna, moviéndose con nitidez en la ilusión del vestidor. Al igual que todos los hombres a los que respetaba, de éstos se podía esperar que no hicieran nada original, personal ni sorprendente, nada imprevisible ni impropio.

Durante un rato estuvo vagando sin motivo entre aquella buena compañía, silbando una melodía popular y elegante, y con la mente perdida en cierta carta de negocios que acababa de llegar desde el extranjero y a la que habría que responder a la mañana siguiente con discretas evasivas. Cuando se inclinó sobre uno de los roperos vio a su espalda, y reflejado en el espejo de cuerpo entero, una esquina del tocador de su mujer y la forma rectangular de un sobre entre los objetos de plata que se encontraban allí. Resultaba tan poco habitual encontrarse con semejante cosa que se dio la vuelta de inmediato sin comprender por completo y todos sus imitadores se dieron la vuelta al unísono con él, todos parecían extrañados y se lanzaron directamente en dirección al sobre del tocador.

Reconoció la letra de su mujer y comprobó que estaba dirigida a él. La molestia lo hizo gruñir.

—¡Qué cosa más rara! —susurró—. Si todos los sucesos imprevisibles eran de por sí algo indecoroso, el hecho de que la causa fuese su propia mujer lo convertía en ofensivo por partida doble. Más ridículo era aún que le escribiera una nota cuando sabía que no iba a estar presente en la cena, pero que la hubiese dejado allí —de una manera tan expuesta que podría haberse encontrado con toda facilidad—; le pareció tan ofensivo que de repente lo inundó una sensación de inseguridad que lo hizo tambalearse, una impresión de que la casa había temblado de pronto bajo sus pies. Abrió el sobre, comenzó a leer la carta y se dejó caer en la butaca que había allí.

Mientras sujetaba el papel y trataba de mantener fija la mirada sobre aquella sucesión de seis renglones garrapateados se sintió acosado por un ruido violento y absurdo, como si alguien estuviese haciendo sonar un gong o golpeando un bombo, un estrépito sin sentido que de pronto no lo dejaba pensar y le dejaba la mente en blanco. Aquel tumulto absurdo y perturbador se parecía en realidad al de las palabras que habían sido escritas allí, emanaba de sus propios dedos que no podían evitar temblar sosteniendo el papel. De pronto tiró la carta al suelo como si se tratara de algo en llamas, venenoso u obsceno y se dirigió hacia la ventana con la misma urgencia irreflexiva con la que alguien se dirige a una ventana para gritar que hay fuego o que se ha cometido un asesinato. La abrió y se asomó.

Como un latigazo, le golpeó en la cara una ráfaga de viento que había ido recogiendo el hollín de toda aquella acumulación de chimeneas y tejados. Vio una oscuridad infinita en la que se vislumbraba una oscura superposición de muros y entre ellos, las farolas de gas, como si se tratara de collares que estuvieran ensartando cuentas de fuego. Entre la tiniebla se abrió paso un siniestro relámpago como una conflagración oculta que se hubiese manifestado para caer sobre aquel mar de tejas y ladrillos. El rechinar de la ventana al abrirse hizo surgir bruscamente el mundo en medio de aquella noche y él sintió que se encaraba con él, al mismo tiempo que ascendía hasta sus oídos el murmullo de un rumor enorme y tenue, el rumor de algo enorme y vivo. Aquel ruido lo hizo temblar de miedo y abrió la boca. Desde la parada de carruajes de la plaza llegaba un ruido de voces roncas y de entre ellas se alzó una ominosa carcajada áspera y cruel. Metió la cabeza a toda prisa como si hubiera esquivado un golpe que alguien le había tratado de dar y cerró la ventana. Dio unos pasos atrás, tropezó con la butaca y se sobrepuso como pudo, intentando atrapar un pensamiento que no paraba de revolotear por su cabeza.

Por fin consiguió atraparlo, aunque con más esfuerzo del que había supuesto. Se había sofocado y resoplaba exactamente igual que si hubiese intentado agarrarlo con sus propias manos, pero su dominio mental con él era delicado, tan delicado que fue necesario repetirlo en voz alta y escucharlo pronunciado por él mismo con firmeza para poder tener de él una comprensión correcta, pero al mismo tiempo se resistía al sonido de su propia voz, a oír cualquier sonido en realidad, porque poco a poco se iba formulando en su interior la vaga certeza de que la soledad y el silencio eran los mayores bienes de la humanidad. Un segundo después le pareció que tanto uno como otra eran totalmente inasequibles: era necesario ver los rostros, decir las palabras, escuchar los pensamientos. ¡Todas las palabras! ¡Todos los pensamientos!

Con la mirada fija en la alfombra, dijo:

—Se ha ido.

Fue terrible. No tanto el hecho en sí como las palabras. Las palabras estaban impregnadas de la inmediata fuerza tenebrosa de un sentido, parecían haber adquirido el siniestro poder de hacer que la fatalidad descendiera sobre la tierra, a la manera de los misteriosos oráculos y conjuros de los sueños. Vibraron a su alrededor en aquel espacio metálico, un espacio que de pronto tenía la misma dureza del hierro y la resonancia de una campana de bronce. Mientras dejaba resbalar la mirada sobre las puntas de sus botas le pareció que todavía era capaz de escuchar absorto la onda sonora, una onda que se iba ensanchando en círculos cada vez más amplios y abarcaba calles, tejados, catedrales, montañas… viajaba hacia lo lejos, extendiéndose de una manera ilimitada hasta un lugar que ya no era capaz de imaginar, hasta…

—Y se ha ido encima con ese… palurdo —continuó diciendo sin el menor gesto expresivo. No tenía más que su propia humillación, nada más. No le parecía que hubiera ningún calmante para un caso como el suyo. Se mirara por donde se mirara, lo único que irradiaba era puro dolor. Dolor. ¿Qué clase de dolor? Le pareció que lo lógico era que sintiera que le habían roto el corazón, pero le bastaron unos segundos para darse cuenta de que su sufrimiento no era de una clase tan suave y digna. En realidad se trataba de algo mucho más cruel y formaba parte de esa clase de dolores agudos y frontales, como los producidos por una patada o un puñetazo.

Se sentía mal, pero mal de una manera literalmente física, igual que si hubiese comido algo nauseabundo. La vida, que para un hombre equilibrado tenía que ser motivo de alegría, durante esos segundos le pareció que adquiría un aspecto intolerable. Recogió aquella carta que seguía a sus pies y se sentó dispuesto a reflexionar sobre ella para tratar de entender por qué motivo su mujer —¡su mujer!— lo había abandonado por otro, por qué había despreciado toda la dignidad, el decoro y la posición ¡a cambio de nada! Trató de encontrar la lógica que se ocultaba tras el abandono de su esposa, un ejercicio que habría podido resultar idóneo para los locos de un manicomio, aunque en ese momento le habría costado darse cuenta. Pensó en su mujer desde todas las perspectivas posibles, menos desde la única que tenía sentido. La pensó desde su naturaleza de muchacha bien educada, desde su perspectiva de mujer culta, como ama de su casa, como cónyuge, como dama, pero en ningún momento se le ocurrió pensar en ella como mujer.

Tras aquello sintió una especie de nueva oleada de humillación espantosa que barría toda la superficie de su alma y que lo dejaba con una sensación de haber sido degradado de forma totalmente injusta. ¿Qué había hecho él para verse metido de lleno en aquella experiencia tan espantosa? Aquel simple suceso aniquilaba de un golpe todas las ventajas que había ido atesorando en su bien ordenado pasado, un suceso tan arrasador e injusto como una calumnia había dejado todo aquel pasado hecho pedazos. Su fracaso se ponía en evidencia, un fracaso que no admitía la menor duda. Era innegable y no se podía soslayar ni retirar la mirada, era imposible de digerir o salir de allí con una pose digna. ¡Si por lo menos ella se hubiese muerto!

¡Si se hubiese muerto! Casi envidiaba aquel sufrimiento, tan respetable y tan desprovisto de deshonra que ni siquiera su mejor amigo o su peor enemigo hubiesen podido hacer la menor réplica. A nadie le habría importado. Buscó un poco de amparo en ese acontecimiento que la humanidad jamás ha dejado de maquillar con ritos y palabras. Nada se presta tanto a la mentira como la muerte. ¡Si por lo menos se hubiese muerto! Le habrían dado las adecuadas palabras de pésame y él habría podido responder con otras palabras igualmente apropiadas. Para un caso así había muchos precedentes. Las promesas, esperanzas y terrores de la eternidad son algo que solo compete a los muertos y a los enterrados, pero a los vivos lo que les toca son los goces y deleites de la vida. Y a él lo que le tocaba era la vida: la saludable y provechosa vida en la que no intervenían los excesos ni de amor ni de arrepentimiento. Su mujer se había interpuesto en medio y la había destrozado. De pronto le pareció una locura haberse casado. Había sido lo mismo que exponerse con el corazón en la mano… Pero la verdad es que todo el mundo se casaba. ¡Qué loca estaba la humanidad!

En mitad del desasosiego que le provocaba aquel pensamiento, levantó la vista y se encontró rodeado, a derecha e izquierda, de una multitud de hombres sentados que lo miraban con los ojos brillantes, emisarios todos de aquella implacable humanidad que se entrometía para espiar su humillación y su sufrimiento. Resultaba insufrible. Se puso en pie de un salto y también lo hicieron todo los demás. Se quedó inmóvil en medio de aquel lugar, desanimado por la vigilancia que se imponía a sí mismo. ¡No había forma de escapar! Sintió algo cercano a la desesperación. Todo el mundo se enteraría y las criadas lo iban a saber esa misma noche. Le rechinaron los dientes… Nunca había sospechado nada, nunca le pareció que hubiera nada que sospechar. Se iba a enterar todo el mundo. Pensó: “Esa mujer es un demonio, pero de mí van a pensar que soy un idiota”, y se desató en su interior una tormenta de angustia tan grande que casi le dieron ganas de tirarse sobre la alfombra o de empezar a darse cabezazos contra la pared. Estaba enfadado consigo mismo y trataba de abrirse paso entre todas las murallas que normalmente protegen la hombría. Algo acababa de inundar su vida, algo desconocido, podrido y venenoso caminaba a su lado y lo contaminaba. Estaba pasmado. ¿Qué es lo que había sucedido? Que ella lo acababa de abandonar. ¿Por qué motivo? Estuvo a punto de explotarle la cabeza intentando comprender su decisión, del puro espanto que le producía. Ahora todo había cambiado. ¿Por qué? No se trataba en realidad más que de la fuga de una mujer y aun así no pudo evitar tener una visión, una visión tan nítida y real como la de una pesadilla: la de todo lo que él creía sólido e indestructible desmoronándose a su alrededor de la misma manera en que hasta los muros más resistentes se derrumban cuando llega un huracán. Le comenzaron a temblar las extremidades del sobrecogimiento que le producía sentir el misterioso y siempre estremecedor empuje de la lascivia desplomándose sobre la sólida paz de su hogar. Miró angustiadamente a su alrededor. Se podía perdonar un crimen, la inmolación provocada por el ofuscamiento, el fanatismo, la fe incendiaria y todo tipo de locuras, todo se podía comprender, el sufrimiento y hasta la muerte se podían asumir esbozando una sonrisa o frunciendo la frente, pero la lascivia era siempre la infamia más imperdonable de nuestro corazón, algo que solo se podía rechazar, combatir y tratar de exterminar, algo humillante y bochornoso que siempre arruinaba las promesas más florecientes de la vida. ¡Y a él lo había ultrajado! Había apartado con su mano sucia el telón de su existencia de un golpe y lo había expuesto a la mirada del mundo entero. ¡El mundo entero! De pronto le dio por pensar que el hecho de haber acogido bajo su propio techo a su adversario llevaba aneja una infamia añadida. Adelantó las manos como si intentara evitar que una horrible verdad se acercara a él, y aquel grupo de hombres congregados a su alrededor y erguidos en su irrealidad mostraron el mismo gesto de repulsa.

No le sirvió de nada mirar aquí y allá, como si fuese un hombre que estuviese buscando con desesperación un arma o un escondite, y acabó aceptando que estaba rodeado por un enemigo que le iba a golpear letalmente en pleno corazón y sin ningún miramiento. No iba a poder encontrar ayuda en ningún lugar, ni siquiera en su propio interior; y es que a causa precisamente de la inusitada conmoción que le había provocado la huida de su mujer, los sentimientos que de acuerdo a sus prejuicios y los de su entorno sabía que era su deber experimentar estaban tan mezclados con unos sentimientos reales, tan novedosos, tan primarios y tan ajenos a los credos, clases y enseñanzas que ya no distinguía entre lo que era y lo que debía ser, entre la inaplazable verdad y las justas apariencias. Algo en su intuición le seguía diciendo que la verdad no servía para nada. Parecía necesaria más bien una cierta reserva, porque había cosas que sencillamente no se podían expresar. ¡Claro que sí! ¿Quién querría escuchar algo así? Para mantener el primer puesto en las primeras filas de la vida era necesario parecer inmaculado e intachable.

Se dijo a sí mismo: “Es importante que me sobreponga en la medida en la que sea capaz”, y se puso a pasear de un lado a otro de la habitación. ¿Qué iba a pasar ahora? ¿Qué resultaba más conveniente? Pensó: “Me iré de viaje… No, lo mejor es actuar sobre el terreno”. Y tras aquella decisión lo animó mucho la idea de que su papel era en realidad mudo y fácil de interpretar, porque parecía más bien poco probable que alguien se dirigiese a él con intención de comentar el infame comportamiento de aquella… mujer. Se reafirmó pensando que en general a las personas decentes —y él no trataba con nadie que no lo fuera— no les interesaba hablar de asuntos poco delicados. Ella se había fugado… y se había fugado además con aquel repelente gordo que se las daba de periodista. ¿Por qué? Él había sido para ella todo cuanto puede ser un marido. Le había dado una posición, había compartido sus proyectos con ella y la había tratado siempre con respeto. Con un orgullo un tanto siniestro fue pasando revista a cómo había sido su comportamiento en general. Le pareció irreprochable. Entonces… ¿por qué lo había hecho? ¡Qué profanación! No podía haber amor ahí. No había más que un vergonzoso impulso de lascivia. Lascivia, sí… ¡Su mismísima mujer! ¡Por Dios santo…! Le pareció tan infamante la tan poco delicada naturaleza de su drama doméstico que, por un instante, se preguntó si no debería tal vez generar la impresión en la gente de que tenía la costumbre de golpear a su mujer. Hay, desde luego, quienes lo hacen… cualquier cosa era mejor que aquel hecho repugnante, porque resultaba evidente que había estado viviendo durante cinco años con su germen… y eso era demasiado bochornoso. ¡Mejor habría sido cualquier otra cosa! ¡Cualquier otra cosa! La brutalidad… Pero desechó aquella idea de inmediato y se puso a pensar en el Tribunal de Divorcios, aunque a pesar de su estricta observancia de las leyes y las costumbres, no le pareció aquél el lugar más indicado si estaba buscando una manera honrosa de vivir su dolor. En realidad tenía más el aspecto de una siniestra caverna en la que algún destino insensato obligaba a acudir a los hombres y a las mujeres a hacer penosos aspavientos ante la inflexible verdad. Deberían prohibir semejante cosa. ¡Esa mujer! Cinco años… Cinco años de matrimonio… y nunca había notado nada. Nunca, hasta el último día… el día en que ella se había marchado de casa con toda calma. Se dedicó a imaginar si toda la gente que conocía había estado pensando de él lo ciego que estaba, lo idiotizado o lo perdidamente enamorado. ¡Qué mujer! ¡Qué ciego…! No, de eso nada. ¿Cómo podía acaso un hombre de ideas puras imaginarse una depravación de esa naturaleza? No había manera. Respiró profundamente. Ésa era precisamente la actitud que le convenía tener, una que resultara lo suficientemente honorable, que le diera ventaja y que diera a conocer su altura moral. Sin ningún tipo de afectación suspiró al pensar en la moralidad (que su persona encarnaba), y que tenía ante los ojos del mundo un carácter triunfal. En cuanto a ella… la acabaría olvidando… ¡Que la olvidara todo el mundo, que quedara borrada en la indiferencia absoluta, perdida para siempre! Nadie se referiría a ella… La gente bien educada —y no tenía trato con nadie que no fuera así— sentía horror ante aquel tipo de cuestiones. ¿O no era así? Desde luego que era así. Nadie se atrevería a hablar de ella… al menos cerca de él. Dio unas cuantas patadas más al suelo y rasgó la carta. Le provocaba de pronto una furia de desconfianza pensar en los amigos que iban a acudir a darle el pésame por la situación. Tiró los pedacitos de papel. Se posaron revoloteando a sus pies como si se volvieran cada vez más blancos al reposar sobre la alfombra negra, pareciendo un puñado de copos de nieve.

A aquel acceso de cólera lo siguió una tristeza súbita. Una idea recorrió la superficie abrasada de su corazón del mismo modo que una nube recorre con su sombra refrescante la tierra bajo los rayos del sol. Comprendió que estaba bajo el efecto de una conmoción: no se trataba tanto de uno de esos demoledores golpes violentos que se pueden ver y resistir, devolver o ignorar, sino de un aguijonazo a mala fe, insidioso y penetrante, que había desatado a la vez todos los sentimientos secretos que las estratagemas del diablo, los temores de la humanidad y hasta quizá la misma e infinita compasión de Dios mantienen encerrados en lo más oculto de nuestro ser. Le pareció que se abría un oscuro telón y que se estaba asomando al misterioso mundo del sufrimiento espiritual. Del mismo modo que se puede ver un paisaje bajo la luz de un relámpago de manera completa y vívida, le dio la sensación de que descubría la inmensidad de dolor que puede concentrarse en un fugaz instante de duda humana. El telón se cerró de nuevo, pero había estado abierto el tiempo suficiente como para dejar en el alma de Alvan Hervey una tristeza invencible, un saber de amarga soledad, como si lo hubiesen expoliado y desterrado. Durante aquellos instantes había dejado de ser un miembro de la sociedad con una posición, un nombre y una carrera identificables, se había convertido en un simple ser humano expulsado del delicioso mundo de las avenidas y de las plazas. Estaba tan desnudo, abandonado y tenía tanto miedo como el primer hombre en el día de su pecado. En la vida hay episodios, experiencias y sucesos que parecen tener la virtud de poder cancelar el pasado de forma definitiva. De pronto se escucha un choque y un estruendo, como si una mano pérfida hubiese cerrado de golpe una puerta a nuestra espalda: “Necio o sabio, sal ahora a buscar otro paraíso”. A eso le sucede un instante de pasmo y entonces se recomienza el doloroso peregrinar, la búsqueda de ilusiones, la siembra de una nueva cosecha de mentiras que requerirá el sudor de nuestra frente para que de nuevo la vida sea posible, para que sea amable y así poder legar a la nueva generación de ciegos y errantes la preciosa leyenda de un país próspero, de una tierra prometida en la que manan la leche y la miel…

Se rehízo con un leve escalofrío y adquirió conciencia de su asombrosa desolación. No iba más allá de ser una sensación subjetiva, es verdad, pero la sensación que le produjo fue tan física como si alguien le estuviese oprimiendo el pecho con un torno. Estaba tan desamparado y el dolor lo atenazaba de una forma tan opresiva que, si se producía una nueva vuelta de tuerca, no iba a poder evitar que sus ojos se llenaran de lágrimas. Se estaba viniendo abajo. Aquellos cinco años de vida matrimonial habían saciado su deseo masculino por completo. Sí, y en realidad desde hacía mucho. Con los cinco primeros meses fue suficiente, pero… la costumbre permanecía aún, estaba acostumbrado a la presencia de ella, a su sonrisa, sus gestos, su voz y sus silencios. Su rostro era virginal y tenía un pelo precioso. Qué asco le producían ahora todas aquellas cosas. La mirada pulcra, el bonito cabello… aquellos ojos increíblemente hermosos. Le maravillaba la cantidad de detalles que de pronto le asaltaban la memoria. No podía dejar de recordar el sonido de sus pasos, el rumor de su ropa, su manera de alzar la cabeza, el gesto que ponía al decir “Alvan”, el temblor de las aletas de su nariz cuando se disgustaba por algún motivo. ¡Todas esas cosas habían sido de su propiedad, de su íntima y exclusiva propiedad! La melancolía lo hacía rabiar al calcular las pérdidas. Tenía el aspecto de un hombre que calcula las pérdidas de una mala inversión, estaba irritado, abatido y enfadado con todo y con todos, con los que tenían suerte y con los que no, con los indiferentes y los endurecidos, y es que el perjuicio que se le había causado le parecía tan cruel que sin duda se habría permitido derramar unas lágrimas si no hubiese estado convencido —como estaba— de que los hombres no lloran. Los extranjeros sí lloraban, y hasta llegaban a matar en circunstancias parecidas. Con todo, apretó los puños y las mandíbulas con fuerza. Y al mismo tiempo sintió miedo, ese miedo que parece ser capaz de pulverizar el corazón en un solo latido. El sentimiento que le producía el odio a su mujer parecía estar contagiando al universo entero, lo ensuciaba también a él y despertaba todas las infamias que habían estado latentes, le proporcionaba de pronto una increíble visión ubicua con la cual contemplaba todas las ciudades y campos de la tierra, todos sus templos y hogares habitados por monstruos, monstruos de lascivia, falsedad y crimen. Ella era un monstruo y había provocado que él tuviera ahora ideas monstruosas… y aún así seguía siendo idéntico a cualquier otra persona. ¿Cuántos hombres en su situación estarían ya maquinando alguna atrocidad? Resultaba espantoso solo imaginarlo. Rememoró todas las calles (las calles de buenos barrios que recorría en el camino a su casa), todas aquellas innumerables casas de puertas cerradas y ventanas de cortinas echadas. Ahora todas le parecían el hogar de la angustia y la locura, y, como se sentía tan sobrepasado, sus pensamientos se detuvieron temporalmente en ese silencio mudo que parecía tener todo el aire de una gran conspiración, el siniestro silencio de impenetrables kilómetros de muros tras los que se escondían tantas pasiones, sufrimientos y maquinaciones criminales. Desde luego que ni él era el único hombre al que le había ocurrido algo así ni su hogar el único… pero aun así, nadie lo sabía, nadie era capaz de sospecharlo… Pero él, desde luego, sí lo sabía. Lo sabía y con una convicción tan inequívoca que ni siquiera era capaz de engañarlo el respetable silencio de los muros, las puertas cerradas y las ventanas tapadas con cortinas.

Se vio reflejado en uno de los espejos y le pareció un alivio. Era tan impresionante la angustia de las emociones que estaba viviendo que no le habría sorprendido ver allí reflejado un rostro demente y fruncido; por eso fue una grata sorpresa no encontrarse con nada parecido. Al menos su aspecto no lo iba a delatar frente a nadie. Se examinó a sí mismo con gran atención. Tenía arrugados los pantalones y las botas un poco manchadas de barro, pero por lo demás era el mismo de siempre. Lo único que tenía un aspecto un poco desordenado era su pelo, pero se trataba de un desorden que era un termómetro de su inquietud, por eso se apresuró a coger uno de los cepillos que había sobre el tocador y se dedicó a borrar aquel único indicio de sus sentimientos. Se peinó con esmero, prestando mucha atención al resultado, mientras su rostro le devolvía la mirada desde el espejo un poco lívido y más crispado que de costumbre. Dejó los cepillos, pero el resultado no lo convenció del todo porque los volvió a coger y comenzó a peinarse maquinalmente hasta quedarse totalmente ensimismado en su labor. Aquel torrente de pensamiento fue confluyendo en un perezoso flujo de ideas, de una manera semejante al avance casi imperceptible de un arroyo de lava tras una erupción volcánica sobre la tierra. Es sin duda un acontecimiento destructivo, pero también apacible. Alvan Hervey se sintió aliviado con aquel refreno del ritmo de sus pensamientos. Poco a poco iban desapareciendo uno tras otro todos sus límites mentales arrasados por el fuego de la experiencia, sepultados bajo aquella manta de fango ardiente. Se enfriaba ya… en la superficie, pero quedaba todavía suficiente calor en el cuerpo como para poner bruscamente los cepillos sobre el tocador de nuevo y decir en un murmullo violento:

—Que le aproveche esa maldita mujer.

Estaba totalmente envenenado por la maldad femenina y la demostración más clara era aquella amarga satisfacción moral con la que lo reconocía. Blasfemó deliberadamente en su interior, inventó insultos y luego los enmarcó en un hondo silencio cínico; sus más grandes convicciones le parecieron de pronto simplezas inventadas para convencer a imbéciles. Una manada de pensamientos impuros cruzó su mente a la carrera como una horda de salteadores encapuchados de camino a una fechoría. Se metió las manos en los bolsillos. Escuchó de nuevo un leve martilleo: “No soy el único, no soy el único”. Y luego otro. ¡Estaban llamado a la puerta principal!

En un instante el corazón le subió a la garganta y luego le bajó hasta los talones. ¡Una visita! ¿Quién? ¿Por qué? Por un momento pensó en gritarle a la doncella que respondiera que no estaban, que se habían ido de viaje, cualquier excusa, le parecía imposible recibir a nadie, imposible. Mañana tal vez… Antes de que consiguiera librarse de aquel aturdimiento que lo envolvía como una sábana de plomo, escuchó muy bajo, como si el sonido se hubiese engendrado en las misma entrañas de la tierra, el cerrarse de una puerta. La casa vibró como por efecto de un trueno. Se quedó de piedra y deseó volverse invisible. La habitación estaba helada. Nunca había creído que pudiera sentirse de ese modo, pero era necesario recibir a la gente, afrontarlo, hablar y sonreír. Oyó cómo se abría la puerta —mucho más cercana— del salón y cómo se cerraba a continuación. Durante un momento le pareció que estaba cerca de desmayarse. ¡Qué absurdo era todo! Era necesario sobrellevar aquel tipo de cosas. Se escuchó una voz. No consiguió entender del todo las palabras. Habló de nuevo y se escucharon unos pasos por el rellano. ¡Al diablo! ¿Es que iba a tener que oír aquella voz y aquellos pasos siempre que alguien hablara y anduviera? Pensó: “Esto es parecido a una obsesión, supongo que durará una semana o poco más. Hasta que consiga olvidar. ¡Olvidar!”. Empezó a subir un pequeño tramo de peldaños. ¿Era una criada, tal vez? Aguzó un poco el oído y luego, como si alguien hubiese gritado una confesión tremenda desde una gran lejanía, se puso a gritar en la habitación vacía:

—¡Qué! ¡Qué!

Lo hizo en tono tan enloquecido que hasta se asustó a sí mismo. Los pasos se detuvieron al otro lado de la puerta. Él seguía inmóvil y pasmado, como en medio de una catástrofe. El picaporte hizo un pequeño ruido. De pronto tuvo la sensación de que se abrían las paredes y se le caían los muebles sobre la cabeza; por un instante el techo se inclinó de una manera extraña y él se agarró a algo que al final resultó ser el respaldo de la butaca. ¡Así que se había tropezado con una butaca! ¡Maldita sea! Se aferró con fuerza.

 

 

La mariposa en llamas que estaba entre las fauces del dragón de bronce irradió un fogonazo, un fogonazo que parecía saltar de un golpe con una fuerza tan brutal que le costó trabajo distinguir con claridad la figura de su mujer apoyada contra el umbral de la puerta. La miró, pero apenas alcanzaba a oír su respiración. La luz era brusca y le daba de lleno en la cara, y a él le asombró que tuviera tan buen aspecto en medio de aquel abrasador resplandor que parecía ante sus ojos una niebla ardiente. Tampoco lo habría sorprendido gran cosa que se desvaneciera en ella de la misma manera en la que se había materializado. Él la miraba y trataba de agudizar el oído como si estuviera pendiente del más mínimo rumor, pero estaba rodeado del más absoluto silencio, en un solo instante le daba la sensación de haberse quedado totalmente sordo y ciego. De pronto recobró el oído, prematuramente fino. Se oyó batir la lluvia en los cristales tras las persianas bajadas y abajo, muy abajo, en el abismo artificial de la plaza, un murmullo de ruedas y trotes mojados de caballos. Escuchó también un gruñido… perfectamente nítido… en la habitación, junto a su oreja.

Pensó asustado: “He debido de ser yo el que ha hecho ese ruido”. Su mujer se separó de la puerta en ese momento, pasó decidida a su lado y se sentó en la butaca. Él conocía muy bien aquellos pasos, no había la menor duda. ¡Ella había vuelto! Estuvo tentado de exclamar “¡Evidentemente!” por lo rotundo e indestructible que le pareció en ese momento el carácter de su mujer. Nada podía destruirla… y nada que no fuera la destrucción de Alvan Hervey podía conseguir que él se separara de ella. Ella era la perfecta encarnación de todos esos volátiles momentos que el hombre consigue escatimar a la vida para ofrecérselos a los sueños, las ilusiones más queridas. La observó con temor. Le pareció misteriosa y llena de sentido, como si se tratara de un símbolo. La observó inclinado hacia delante, como si en ese momento estuviese contemplando cosas nunca vistas. Avanzó inconscientemente un paso hacia ella y luego otro, pero ella hizo un decidido gesto con el brazo y él se detuvo. Se había recogido el velo. Fue como si alzara una visera.

El encanto se deshizo. Tuvo una conmoción parecida a la de quien acaba de despertar de un momento de trance tras el ruido de una explosión. En realidad fuee algo más sobrecogedor y preciso, fue un cambio de una gran intimidad: en ese mismo instante tuvo la sensación de haber entrado en el vestidor por primera vez, de haber regresado desde muy lejos; tuvo conciencia de que una parte esencial de sí mismo había regresado a su cuerpo en ese momento, de que por fin estaba de vuelta de una región siniestra e inhóspita, de la morada de los corazones desnudos. Amaneció una increíble infinitud del desprecio, una burlona amargura de la extrañeza envuelta en una enorme convicción. Tuvo una visión fugaz de una fuerza irresistible por un lado y por otro lado, pudo medir lo endebles que habían sido hasta ese punto sus convicciones, las de su mujer. Le pareció que ya era incapaz de volver a equivocarse, pero aquella seguridad no le produjo ninguna alegría, sino todo lo contrario, le inquietaba enormemente el precio que iba a tener que pagar, había una especie de mortal escalofrío en aquel triunfo de los principios, aquella victoria que se alcanzaba en el mismo límite del desastre.

La última señal de su ánimo se desvaneció de pronto como una estrella fugaz en la oscura inmensidad del firmamento, era el parpadeo de una idea penosa que se extinguió en cuanto rozó su mente, la idea de que al fin y al cabo nada, aparte de la presencia de su mujer, era lo que le había dado la fuerza necesaria para recomponerse. La contempló fijamente. Se había sentado con las manos en el regazo y la mirada gacha. Tenía los botines sucios y el borde de la falda húmeda como si hubiese cruzado un charco de lodo en un ataque de pánico repentino. Estaba sorprendido, extrañado e indignado, pero sus sentimientos ahora tenían un carácter natural y sano, por lo que consiguió apaciguar aquellas sensaciones con su prudente dominio de sí. La luz de la habitación ya no tenía nada de rara, era la luz más apropiada para observar con atención aquel rostro femenino. Estaba muy fatigada. El silencio que había entre los dos era similar al de cualquier hogar tranquilo, apenas interrumpido por los suaves rumores que llegaban desde la calle en un buen barrio. Él estaba calmado y frío, y de aquella manera calmada y fría fue como pensó que tal vez lo mejor de todo sería que ninguno de los dos volviera a hablar nunca más. Ella seguía sin abrir los labios, con aire un poco vencido en el pétreo descuido de su postura, pero un segundo después levantó los párpados y, ante aquella excitada e inquisitiva mirada masculina, ella ofreció otra que tenía toda la renuente e informe fuerza de un grito. Atravesaba y conmovía, pero sin llegar a decir nada concreto, era el mismo corazón de la angustia desprovisto de palabras, palabras que siempre dan pie a la risa, a la discusión, al silencio o al desprecio. Se trataba de una angustia desnuda y abierta, el dolor puro de la existencia encarnado en la franqueza de una mirada que rebosaba agotamiento, la seguridad insolente, el impudor de una confesión forzada. Alvan Hervey se quedó tan asombrado como si ante sus ojos se hubiese manifestado lo inimaginable y algo oscuro estuviese a punto de gritar: “¡Jamás habría podido creerlo!”, pero su herida susceptibilidad dejó sin formular aquel pensamiento.

De pronto creció en él una crispación rebosante de rencor ante una mujer que era capaz de mirarlo de aquella manera. Lo investigaba con la mirada, se metía dentro de él. Resultaba tan inquietante como una confesión de falta de fe realizada por un sacerdote en el interior sagrado de una iglesia, era impura, perturbadora como un consuelo cínico susurrado en medio de la oscuridad que tuviera la cualidad de ensuciar el propio dolor y corromper el pensamiento o envenenar el corazón. Pensó en gritarle furiosamente: “¿Quién te has creído que soy yo? ¿Cómo te atreves a mirarme de esa manera?”. Se veía impotente ante la intensidad que emanaba de aquella mirada, la sufría con una inquietud penosa, como una herida secreta que nunca pudiera cicatrizar. Pensó en humillarla un poco con alguna frase. Él era inmaculado. No era solo la justicia la que se ponía de su parte, también lo hacía la moral, los hombres y los dioses, la ley, la conciencia, ¡el universo entero! Ella no tenía más que aquella mirada. Pero lo único que se le ocurrió decir fue:

—¿Durante cuánto tiempo piensas quedarte aquí?

Los ojos de su mujer ni siquiera pestañearon, sus labios seguían sellados y si hubiese que juzgar la situación por las palabras emitidas, bien se podría haber pensado que estaba hablando con una muerta, con la única diferencia de que ésta respiraba aceleradamente. Su propia frase lo decepcionó en extremo; el desencanto fue tremendo; le produjo casi el mismo efecto de una traición. Se había engañado a sí mismo. Todo habría podido ser radicalmente distinto: si hubiese dicho otras palabras, habría obtenido otro resultado. Frente a aquellos ojos, tan fijos que en ocasiones apenas alcanzaban a distinguir nada, ella tenía un aspecto tan inconsciente como si se encontrara a solas, y seguía clavándole esa mirada de impúdica confesión… parecía estar clavándola en el mismo espacio vacío. Fue él quien, significativamente, siguió hablando:

—¿Piensas que soy yo el que se tendría que marchar? —preguntó pensando que no tenía ni la menor intención de hacer semejante cosa.

Una de aquellas manos femeninas tembló ligeramente sobre el regazo, como si se hubieran escurrido allí algunas de esas palabras y ella las quisiera arrojar al suelo. Su silencio le dio ánimos. Puede ser que fuera el remordimiento lo que lo motivara, o el mismo miedo. ¿Era su actitud…? Ella bajó los párpados. ¡Él se daba cuenta de tantas cosas… se daba cuenta de todo! Todo estaba bien, pero era conveniente hacerla sufrir. Era algo a lo que él tenía derecho. Se daba cuenta de todo, pero aun así le pareció conveniente decir con cortesía afectada:

—No entiendo lo que ha sucedido, si tuvieras la amabilidad de…

Ella se puso en pie. Durante un segundo él tuvo la sensación de que se iba a marchar y que alguien tiraba de un alambre atado a su corazón. Le dolió eso. Se quedó con la boca abierta, en silencio, pero ella dio un paso hacia donde él se encontraba y él se apartó instintivamente. Los dos estaban de pie, frente a frente, y entre los dos quedaban los restos de la carta… ¡ahí estaban, tirados a sus pies, como el signo evidente, el muro infranqueable de su superación! Otras tres parejas estaban a su alrededor, erguidas y también frente a frente, como si esperaran la más mínima señal para a la acción, una disputa o una pelea, una danza. Ella dijo:

—¡Deja de comportarte así, Alvan! —Y al sufrimiento del tono con el que se habían dicho aquellas palabras, él sintió que se añadía la leve señal de una advertencia. Entrecerró los ojos como si por un segundo quisiera atravesarla con la mirada. Lo había conmovido el tono de su voz. Le invadió de pronto un vago deseo de caballerosidad y generosidad… interrumpido también por un nuevo relámpago de ansiedad e indignación, una ansiedad tremenda por saber hasta dónde había llegado ella. Ella posó la mirada en los fragmentos de la carta y de nuevo alzó la mirada. Sus ojos se volvieron a encontrar y se quedaron atados el uno al otro como en un vínculo indestructible, un abrazo de eterna complicidad, y el silencio y la calma en que estaba la casa y que envolvía la comunión de sus miradas por un momento se convirtió en algo espantosamente vil, porque él de pronto empezó a tener miedo de que le contara barbaridades y acabara con la posibilidad de cualquier tipo de magnanimidad. En la oscuridad de aquel rostro femenino brotaba una pena: la pena de las cosas irrevocables, el sufrimiento de haberse retrasado, el pensamiento de que si hubiese llegado una semana antes… un día antes… una hora antes… Tenían miedo de volver a escuchar el sonido de sus voces y de lo que se pudieran llegar a decir, tal vez algo que luego sería imposible borrar porque a veces las palabras pueden llegar a ser más terribles que los hechos. Pero la fatalidad que se esconde tras los impulsos más oscuros se abrió paso sutilmente entre los labios de Alvan Hervey, y escuchó el sonido de su voz con la atenta y a la vez incrédula curiosidad con la que se suele escuchar a los actores cuando se encuentran en escena en una situación patética.

—Si te has olvidado alguna cosa, tranquila que yo…

Durante unos instantes los ojos de ella lo miraron relampagueantes y sus labios temblaron… también en ese momento ella fue la portavoz de esa fuerza que se inclina implacable sobre nosotros, de esa inspiración que sopla donde quiere, como el espíritu.

—¿Por qué me dices eso, Alvan? Sabes perfectamente por qué he vuelto… Sabes que sería incapaz de…

La interrumpió furioso:

—Entonces… ¿Qué diablos es esto? —preguntó señalando los trozos de la carta.

—Un error —respondió ella a toda velocidad y con la voz quebrada.

Lo sorprendió aquella respuesta y se quedó en silencio, mirándola con altivez. Casi le daban ganas de ponerse a reír a carcajadas, pero al fin se dibujó en sus labios una sonrisa tan involuntaria como su dolor.

—Un error… —repitió lentamente, pero se sintió incapaz de añadir nada más.

—Sí… por intentar ser honesta —dijo casi en un susurro, como si estuviera hablando de un sentimiento tan lejano que apenas era capaz de recordarlo.

Él no pudo evitar estallar:

—¡Maldita honestidad! ¿Qué honestidad ves aquí? ¿Ahora resulta que eres honesta? ¿Qué haces aquí? ¿Quién eres ahora? ¿Estás siendo honesta todavía? —respondió furioso avanzando hacia ella ciegamente. Dio tres grandes zancadas hacia ella y al hacerlo sintió que perdía todo tipo de contacto con el mundo material, como si algo lo hubiese arrojado a la nada de un universo vacío compuesto sencillamente por ira y angustia, hasta que de pronto se encontró frente a aquel rostro femenino pegado al suyo. Se detuvo con brusquedad y le pareció estar recordando algo oído hace siglos, y gritó—: ¡Ni siquiera sabes lo que significa esa palabra!

Ella no movió un solo músculo. Él percibió con miedo lo inmóvil que estaba todo a su alrededor. Una tranquilidad infinita envolvía sus cuerpos, la casa, la ciudad, el mundo entero… También aquella inútil tempestad de sus sentimientos. La violencia de aquel estallido suyo había sido tan fuerte que podría haber quebrado la creación entera y sin embargo no había sucedido absolutamente nada. Se encontraba junto a su mujer en una habitación común de su propia casa. Nada se había desmoronado. Todas las casas que estaban a su alrededor alineadas muro contra muro habían resistido a la perfección la descarga de su pasión y seguían impertérritas ofreciendo el siniestro silencio de sus muros, la discreción impenetrable de las puertas cerradas y las ventanas cubiertas. Lo oprimían aquella calma y aquel silencio que de pronto parecían cómplices de esa mujer que estaba plantada frente a él, tranquila y en silencio. De repente, se sintió derrotado. Su impotencia se ponía de manifiesto. Lo tranquilizó el alivio de una relativa resignación que parecía emanar de la paz que lo rodeaba.

Dijo con dignidad villanesca:

—Sea como sea no me basta con eso. Quiero saber más… suponiendo que tengas intención de quedarte.

—No tengo nada más que contarte —respondió ella tristemente, y sonó tan cierto que él no se atrevió a replicar nada. Continuó—: Nunca lo comprenderías…

—¿Eso crees? —respondió con mesura. Se había conseguido reprimir para no estallar de nuevo.

—Quería ser fiel… —respondió ella.

—¡¿Y qué me dices de esto?! —gritó señalando los trozos de carta.

—Un instante de debilidad —replicó ella.

—De eso no me cabe duda —se lamentó con amargura.

—Quería ser fiel a mí misma, Alvan… y sincera contigo.

—Tal vez habrías hecho mejor tratando de serme fiel a mí —interrumpió iracundo—. Yo sí te he sido fiel, y tú me has arruinado la vida… nos has arruinado la vida… —Tras una pequeña pausa el egocentrismo se alzó de nuevo, y añadió con rencor—: ¿Me podrías informar desde hace cuánto estás engañándome? —Ella pareció escandalizarse mucho ante aquella pregunta. Él no esperó ninguna respuesta y continuó paseándose de un lado a otro, tan pronto se aproximaba a ella como se retiraba nervioso hasta el otro lado de la estancia—. Me gustaría saberlo. Supongo además que lo sabrá todo el mundo menos yo… ¡Y a eso te atreves tú a llamarlo honestidad!

—Te digo que no tengo nada más que contarte —dijo ella hablando sin fuerza, como si le costara un gran trabajo—. No es lo que piensas. No me entiendes. La carta es el comienzo y el final.

—El final… esto no tiene final —gritó él contra todo pronóstico—. ¿No lo entiendes? Pues yo sí… El comienzo… —Se detuvo un instante mirándola a los ojos en silencio con una ansiedad tan reconcentrada, un anhelo tan grande de ver, de penetrar y entender que contuvo la respiración hasta que le pareció que estaba empezando a ahogarse—. ¡Por Dios! —dijo estudiándola a menos de medio metro—. ¡Por Dios! —repitió a continuación, despacio y en un tono tan particular que le pareció un misterio hasta para sí mismo—. ¡Por Dios, en este momento sería capaz de creer… cualquier cosa que me dijeras! —Dio media vuelta y comenzó a pasear de nuevo de un lado a otro de la habitación con el mismo aspecto de alguien que hubiese hecho un acto irrevocable del que nunca se podría retractar ni aunque quisiese. Ella seguía igual que si estuviese hundiendo sus raíces en la alfombra. Con la mirada iba acompañando sus movimientos, a pesar de que él evitaba mirarla. Aquella mirada extraña, atenta y atemorizada no se separaba de él—. Y ese personaje siempre estaba de visita por aquí —añadió desconcertado—, supongo yo que para intentar seducirte… y… y… —dijo en voz baja— en fin… parece que tú consentiste.

—Yo consentí —susurró ella, imitando involuntariamente su misma entonación, dando el aspecto servil e involuntario de un eco.

Él volvió a gritar un par de veces más, violentamente:

– ¡Tú! ¡Tú! —Y a continuación se volvió a contener—. ¿Pero qué viste en un tipo como ése? —preguntó con sincero y legítimo asombro—. Un palurdo afeminado y seboso, ¿qué viste…? ¿Es que no eras feliz? ¿No tenías todo lo que deseabas y necesitabas? Háblame con sinceridad… ¿Es que te he defraudado en algo? ¿No estabas contenta con la posición que teníamos, o tenías otras expectativas? Sabes de sobra que deberías estar más que contenta y que todo esto que tienes a tu alrededor es mucho más de lo que habrías podido desear razonablemente cuando nos casamos… —A partir de ahí se olvidó de la contención más elemental y prosiguió su discurso con todo tipo de gestos y muecas violentas—. ¿Pero qué podías esperar de un tipo como ése? Si no es más que un don nadie, un miserable don nadie. Si no hubiese sido por mi dinero (por mi dinero, fíjate bien), ese tipo no habría tenido dónde caerse muerto. Ni siquiera sus parientes querían saber nada de él. Ni siquiera tenía una posición. Es cierto que era un hombre que se podía aprovechar y por eso fue que… Supuse en ti la bastante inteligencia como para que te dieras cuenta… ¡Y tú…! ¡No! ¡Increíble! ¿Qué fue lo que te dijo? ¿Es que ni siquiera te importa la opinión de la gente? ¿Es que las mujeres no conocen la contención? ¿Pensaste en mí aunque solo fuera un segundo? Yo intentaba ser un buen marido. ¿Es que no lo conseguí? Explícamelo entonces, ¿qué es lo que hice mal? —Se llevó las manos a la cabeza y exclamó de nuevo—: ¿Qué hice mal? ¡Explícamelo! ¿Qué?

—Nada —respondió ella.

—¡Ah! ¿Has visto? Ni siquiera puedes… —comenzó a decir con tono triunfal mientras se alejaba, pero se detuvo de golpe, como si se hubiese tropezado con un muro invisible, y, dándose la vuelta, gritó furioso—: ¿Qué es lo que esperabas de mí que yo no hice?

Ella se alejó con pasos cortos hasta el tocador sin decir nada, se sentó y se reclinó apoyándose con el codo y tapándose los ojos con la mano. Durante todo aquel proceso él no dejó de observarla con atención, como si pudiera obtener la respuesta de la suma de todos aquellos movimientos, pero no le pareció sacar nada en claro ni consiguió entrever el indicio de ningún pensamiento femenino. Trató de contener sus ganas de gritar y, tras una pequeña pausa, continuó con sarcasmo:

—¿Esperabas acaso que te escribiera poemas ridículos, que me sentara a contemplarte arrobado durante horas y que compusiera cantos dedicados a tu espiritual belleza? Debiste entender desde el primer día que ésa no es mi naturaleza y que tenía mejores cosas que hacer, pero si por eso pensabas que estaba totalmente ciego…

Con toda rapidez comprendió de pronto que sería capaz de enumerar una lista enorme de detalles reveladores. En ese momento creyó recordar muchas ocasiones en las que él mismo lo notó, el gesto absurdamente truncado de la gorda mano de aquel tipo, una expresión demasiado extasiada en la cara de ella, el centelleo de su mirada, retazos inteligibles de conversación que no consideró relevantes, silencios que en ese entonces no le parecieron significativos y que ahora resultaban luminosos como un rayo de sol… Recordó todas aquellas cosas. No había estado ciego. ¡Desde luego que no! Y le pareció un extraordinario alivio reconocerlo de pronto porque restituía en él una especie de dignidad. Dijo con solemnidad:

—Me parecía indigno sospechar de ti. —Una frase que, desde cualquier punto de vista, tenía una especie de poder mágico, porque bastó pronunciarla para que comenzara a sentir un alivio maravilloso y hasta cierto asombro por que su imaginación le hubiese puesto en bandeja una declaración tan noble y sincera. Observó el efecto de sus palabras. Cuando las escuchó, ella lo miró por el rabillo del ojo y él descubrió unos ojos humedecidos, una mejilla sonrojada por la que rodó a toda prisa una lágrima veloz; un segundo después, ella volvió a taparse el rostro con las manos. Él continuó despacio—: Lo único que quiero es que seas sincera conmigo.

—Ya lo sabes todo —respondió atemorizada.

—Sí, he leído la carta, pero…

—¡Y sabes que he vuelto! —exclamó—. Ya sabes todo lo que hay que saber.

—Me alegro… por ti —dijo con inexpresiva solemnidad, con la misma solemne emoción con la que se escuchaba hablar a sí mismo. Le daba la sensación de que en aquella habitación estaba sucediendo algo de una importancia inefable, y que hasta el menor de sus gestos tenía la relevancia de los hechos prescritos desde el origen de la creación y era también un resumen de su finalidad última. Añadió de nuevo—: Me alegro por ti. —Y al decirlo comprobó que la espalda de su mujer se agitaba como si estuviera sollozando. Él se quedó como hipnotizado contemplando su pelo. Le pareció que sentía una especie de sobresalto, como si se despertara de improviso, y preguntó con mucha calma y en un tono parecido al de un suspiro—: ¿Te has encontrado con él alguna vez?

—¡Nunca! —gritó ella.

Aquella contestación lo dejó mudo durante unos segundos, y sus labios temblaron unos instantes antes de continuar diciendo:

—En ese caso preferíais amaros aquí mismo, delante de mis narices —dijo con furia. Incómodo, en ese punto se detuvo durante unos instantes, como si por culpa de aquel exabrupto hubiese descendido unos cuantos escalafones en la opinión que su mujer tenía de él. Ella se puso de pie y lo encaró con los ojos ya secos y una mano apoyada en el respaldo de la silla. En cada una de aquellas mejillas se veía una franja carmesí.

—Cuando tomé la decisión de escaparme con él escribí esa carta —dijo.

—Pero no te has fugado con él —añadió con el mismo tono—. ¿Hasta dónde has llegado? ¿Qué te hizo volver?

—Ni yo misma lo sé —murmuró. Lo único que se movió de ella fueron los labios.

Él la miró fijamente.

—¿Y él se lo esperaba? ¿Habíais quedado en algún lugar? —Ella respondió con un ademán afirmativo casi invisible y él siguió mirándola fijamente sin despegar los labios. Continuó—: Y supongo que te estará esperando todavía, ¿no es así? —Ella asintió de nuevo con la cabeza y, por alguna extraña razón, él sintió el impulso de mirar la hora. Consultó el reloj con tristeza. Eran las siete y media. Se metió de nuevo el reloj en el bolsillo y comentó—: De modo que todavía te está esperando… —Alzó la mirada y, como si lo hubiese dominado un humor siniestro, lanzó una carcajada seca que reprimió de inmediato—. ¡Lo nunca visto! —exclamó mientras, frente a él, su mujer se mordía el labio inferior sumida en sus propios pensamientos. Rio de nuevo en un estallido atenuado, sin saber por qué sentía de pronto aquel repentino y desmesurado desagrado por la vida, por la realidad en general, un desagrado que hasta impregnaba el inmenso número de los días ya vividos. Se sentía exhausto. El mismo hecho de pensar le daba la sensación de que quedaba al margen de sus posibilidades. Añadió—: Antes me engañabas a mí y ahora engañas al otro… ¡Qué espanto! ¿Por qué lo has hecho?

—A quien he engañado ha sido a mí misma.

—¡Bah, no digas estupideces! —respondió impaciente.

—Estoy dispuesta a marcharme si eso es lo que quieres —continuó a toda prisa—. Tenías derecho a saber lo que pasaba… ¡Sí! ¡No he sido capaz! —gritó y se quedó retorciendo las manos a escondidas.

—Me alegro de que te hayas arrepentido antes de que fuera demasiado tarde —respondió él con la voz densa y la mirada perdida en la punta de sus botas—. Me alegra que hayas tenido por lo menos un chispazo de sentido común —murmuró para sí y luego, alzando la mirada y en voz un poco más alta—: Me alegra que te quede al menos un poco de decencia —siguió mirándola y pareció dudar un poco ante las consecuencias de lo que estaba a punto de decir. Finalmente continuó—: Al fin y al cabo yo te amaba…

—No lo sabía —murmuró ella.

—¡Dios santo! ¿Y por qué me casé contigo, entonces?

A ella le disgustó la falta de delicadeza de su estupidez masculina.

—¿Por qué? —respondió entre dientes. Él sintió un escalofrío de miedo y vigiló sus labios con atención—. He pensado que podía haber muchas razones —dijo ella lentamente y calló de nuevo. Él esperaba aguantando la respiración, y, como si hubiese estado pensando en voz alta, ella prosiguió—: He intentado entenderlo, en verdad que lo he intentado… ¿Por qué te casaste conmigo? Supongo que por la misma razón por la que has hecho el resto de las cosas, para darte satisfacción a ti mismo…

Él se alejó en el acto y cuando se volvió de nuevo hacia ella mostró un rostro completamente encendido.

—En aquella época tú también tenías un aspecto de lo más satisfecho… —susurró iracundo—. Me parece que ya no tiene mucho sentido preguntarte si me amabas.

—En este momento me doy cuenta de que era totalmente incapaz de tal cosa —dijo ella con tranquilidad—. Si te hubiera amado lo más probable es que no te habrías querido casar conmigo.

—Y seguramente es que no lo habría hecho si te hubiese conocido como te conozco ahora.

Por un instante le pareció estar viéndose a sí mismo declarándole su amor hace siglos. Estaban dando un paseo por la ladera de un prado y se veían varios grupos de gente desperdigados bajo el sol. Sobre el corto césped caían las inmóviles sombras de las ramas y los parasoles de colores brillantes parecían mariposas luminosas y delicadas que se deslizaban entre los árboles sin ningún aleteo. Algunos hombres alegres y otros serios, todos protegidos por el refugio de sus negras chaquetas, iban acompañando a mujeres ataviadas con claros vestidos de verano, que recordaban a esos relatos fantásticos de jardines encantados donde flores que cobran vida comienzan a hablar con caballeros hechizados. En toda aquella estampa había una especie de implacable serenidad, una excitación vibrante y una convicción cabal parecida a la de la ignorancia absoluta que le hizo creer, por un instante, que la felicidad era patrimonio de la humanidad entera, y sentir un deseo extravagante de conquistar para sí mismo un poco de aquel esplendor no tocado por la sombra de ninguna duda ni cavilación. A su lado caminaba una joven en medio de un espacio despejado, no había nada cerca y él se detuvo de pronto, como si algo lo hubiese poseído y se declaró. Se recordó a sí mismo contemplando aquellos ojos puros, aquel rostro terso, recordó la forma en la que volvió a echar un vistazo alrededor para comprobar si alguien los miraba y que se dijo que nada podía salir mal en un mundo como aquél, tan repleto de belleza, sencillez y elegancia. Estaba orgulloso de sí mismo. Él se encontraba entre los hacedores, los poseedores, los protectores, los ennoblecedores. Quería agarrarlo con seguridad para extraer de él toda la alegría que fuera posible, y aquel deseo brutal le pareció al mismo tiempo la aspiración más noble del mundo debido a la influencia de esa atmósfera inmaculada. Bastó un abrir y cerrar de ojos para rememorar toda aquella escena, y, como en este momento el patetismo de su fracaso era tan sórdido, casi sintió que se le caían las lágrimas al decir involuntariamente:

—¡Dios mío! ¡Cómo te quería!

Ella se conmovió con la emoción de su voz. Sus labios se estremecieron, y ya estaba a punto de dar un indeciso paso hacia él con los brazos abiertos en un gesto de ternura cuando se dio cuenta, justo a tiempo, de que en realidad él estaba hipnotizado por la tragedia de su propia vida, hasta el extremo de haberse olvidado, literalmente, de su existencia. Se detuvo y poco a poco se le fueron cayendo aquellos brazos que acababa de alzar. Él seguía demasiado inmerso en la amargura de aquellos pensamientos como para darse cuenta de su movimiento y de su intención. Dio una furiosa patada al suelo, se pasó la mano por la cara y estalló:

—¿Y qué diablos se supone que tengo que hacer ahora?

Otra vez se quedó inmóvil. Ella pareció comprender y se acercó decidida hasta la puerta.

—Es muy sencillo, me marcho —dijo en voz alta.

Él sintió que se estremecía ante el sonido de su voz, la miró espantado y preguntó con tono patético:

—¿Tú? ¿Adónde? ¿Con él?

—No, yo sola… adiós.

El picaporte rechinó un poco bajo la mano como si estuviera tratando de salir de un sitio oscuro.

—¡No, quédate! —gritó él. Ella lo escuchó a lo lejos y él escuchó cómo su hombro pasaba rozando la jamba de la puerta. Ella se tambaleaba como si le fallara la cabeza y los dos se sintieron durante unos instantes al borde de la aniquilación espiritual, a un paso de caer en un abismo. A continuación, casi al instante, gritó—: ¡Vuelve aquí!

Ella soltó el picaporte y se dio media vuelta con una especie de desesperación tranquila, como quien renuncia a su última esperanza en la vida, y por un instante la estancia a la que regresaba le pareció completamente siniestra, espantosa, lúgubre, como una tumba. Él continuó con un tono seco:

—Esto no puede acabar así, haz el favor de sentarte.

Ella cruzó de nuevo la habitación hasta la silla que estaba frente al tocador, él abrió la puerta y asomó la cabeza para observar y escuchar. La casa parecía tranquila y en calma. Él se tranquilizó un poco más, se dio la vuelta y preguntó:

—¿Es verdad todo lo que me has dicho? —Ella asintió y él continuó, desconfiado—: Parece que llevas ya mucho tiempo urdiendo unas mentiras monumentales con todo esto.

—Las aceptabas con mucha facilidad —respondió ella.

—¿Te atreves a hacerme reproches? ¿A mí?

—¿Cómo podría? —respondió ella—. No tengo ningún derecho a hacerlos… llegados a este punto.

—¿Qué quieres decir con…? —continuó él, pero se detuvo de pronto y prosiguió—: No voy a preguntarte nada. ¿Es la carta lo peor del caso? —Las manos femeninas hicieron un movimiento nervioso y él añadió con vehemencia—: Te exijo una respuesta sincera.

—¡Pues no! Lo peor de todo es que haya regresado.

Hubo entre los dos un silencio sepulcral en el que ambos intercambiaron unas miradas escrutadoras. Él dijo con autoridad:

—No sabes ni lo que dices, estás desvariando. No debes estar en tus cabales o no te atreverías a decir algo así. Estás fuera de ti. Tus remordimientos… —Se detuvo un segundo y luego prosiguió con aire académico—: En la vida el dominio de uno mismo lo es todo. —Ella utilizó el pañuelo con nerviosismo mientras él seguía observando con atención las consecuencias de sus palabras. No tuvo lugar ninguna reacción satisfactoria. Ella se cubrió el rostro con las manos y él continuó hablando—: Supongo que ya te estarás dando cuenta de las repercusiones que puede tener una falta de dominio: sufrimientos, humillaciones, perder el respeto de los amigos, todo cuanto da dignidad a la vida puede perderse en un instante. Un verdadero desastre —concluyó tajante.

Ella no se movió. Él se quedó un rato mirándola como si tratara de reorganizar los melancólicos pensamientos que le suscitaba el espectáculo de la humillación de su mujer. La mirada masculina se fue volviendo cada vez más pesada e inmóvil. Estaba ahogado por la solemnidad de aquel momento y lo agobiaba la profunda magnitud de toda la situación. Las paredes de la casa parecían más impregnadas que nunca de los ideales a los que ahora se veía obligado a ofrecer aquel sacrificio. Y él era el sumo sacerdote de ese templo, el guardián formal de los rituales y del ceremonial que encubría las negras dudas de la vida. Y desde luego, no era el único. Había también otros —los mejores, sin duda— que se encargaban de vigilar y proteger cada uno de esos fuegos que hacían de altares de aquella fe. Habitaba en aquella sabiduría innombrable del silencio y por él velaba una fe eterna capaz de resistir a cualquier ataque, todas las blasfemias de sus apóstatas y el hastío secreto de sus confesores. Estaba unido a un universo entero de ventajas indudables, era el representante de toda una fuerza espiritual de una hermosa discreción cuya pureza era capaz de triunfar sobre todas las lamentables debilidades de esta vida, sobre el miedo, la fragilidad y el pecado… Sobre la misma muerte. Incluso le parecía estar cerca de vislumbrar la respuesta a todos los misteriosos secretos de la existencia. Nada más sencillo.

—Supongo que solo ahora estarás comprendiendo la insensatez, la locura absoluta de la indecencia —continuó diciendo, adoptando un aire de solemnidad—. Es necesario hacerse cargo de las responsabilidades de la propia posición o verse privado de todas sus ventajas. ¡De todas! ¡De todas! —Alargó el brazo al gritar y tres réplicas exactas de su rostro, la de su traje, la de su solemne seriedad y la de su pesado dolor ampliaron con él aquel gesto extenso que parecía abarcar un auténtico infinito de bienestar moral que incluía las paredes, los cuadros, la casa entera, toda la multitud de casas, todas las efímeras e impenetrables fosas en las que habitan los vivos con sus puertas numeradas igual que las celdas de las prisiones y tan impenetrables como el mármol de las tumbas—. ¡Así es! Lo que se espera de nosotros es disciplina, cumplimiento del deber, fidelidad. La paz y la recompensa dependen de eso y solo de eso. Contra el resto de las cosas debemos combatir porque solo llevan al oprobio y a la infamia, y la infamia es espantosa, espantosa. Tenemos que ignorarla siempre que podamos, no tenemos ninguna necesidad de saber de su existencia. Se trata de nuestro deber con nosotros mismos y con el prójimo, puesto que no estás sola en este mundo… y aunque tú hayas demostrado muy poco respeto hacia la dignidad de la existencia, has de saber que los demás no lo hacen. La vida es un asunto serio. Si no aprendes a obedecer sus leyes no eres nadie, acabas viviendo en una especie de muerte. ¿Nunca se te había ocurrido pensar en todo esto? Para comprobar que todo lo que te digo es cierto lo único que hace falta es que eches un vistazo a tu alrededor. ¿O es que has vivido durante todos estos años sin observar ni comprender nada? Desde que eras una niña has tenido a tu disposición ejemplos, ha estado en tu mano desde entonces contemplar la belleza y la santidad de los principios. —Su voz iba elevándose y cayendo con una cadencia extraña, mientras sus ojos permanecían inmóviles y su mirada iba adquiriendo una cualidad algo rígida; estaba inflexiblemente arrebatado por aquella especie de fascinación que lo había comenzado a poseer y que hervía en su interior como una locura de fe. De cuando en cuando extendía el brazo derecho sobre la cabeza femenina y hablaba con arrogancia a la pecadora, con un aire de vengador intachable y un intenso regocijo interno, como si desde lo alto de su torre la forma en la que decía cada una de sus palabras hiriese como una piedra de justicia. Finalmente, tras una pausa, concluyó—: Unos sólidos principios, una verdadera adhesión a todo lo que es bueno…

—¿Y qué es lo bueno? —preguntó ella sin descubrirse el rostro, pero con perfecta nitidez.

—¡Realmente tienes el alma corrompida! —exclamó dignamente—. Una pregunta así solo puede nacer de un terreno podrido, completamente podrido. Tienes ojos y puedes mirar a tu alrededor; ahí tienes la respuesta a tu pregunta, lo único que te hace falta es querer ver. Nada que vaya en contra de las creencias que nos han legado puede ser bueno. Es tu propia conciencia la que te lo dicta. Y nos han legado esas creencias y no otras porque ésas son las mejores, las más nobles y las únicas que merece la pena asumir. Son las que persisten… —Sentía la complaciente carga filosófica de sus palabras, pero no tenía tiempo de detenerse para disfrutarlo como correspondía porque tanto la inspiración como la verdad misma lo impulsaban a seguir adelante—. Nuestro deber es respetar los cimientos morales de una sociedad que ha hecho que nosotros seamos lo que somos. Correspondámosle entonces con nuestra lealtad. En eso consisten el deber, el honor y la decencia. —Sintió una gran pasión en su interior, como si hubiese comido algo muy caliente, y ella elevó la mirada hacia él con algo parecido a una ardiente expectativa, lo que reforzó la impresión de trascendencia de aquel momento, y, como si estuviese a punto de entrar en éxtasis, añadió—: ¿Qué es lo bueno?, me preguntas. No te pido más que reflexionar. ¿Qué habría sido de ti si te hubieses fugado con ese palurdo? ¿Qué habría sido de ti? ¡De ti! ¡De mi mujer!

Se vio reflejado en el gran espejo de pies a cabeza con una cara tan pálida que si lo hubiesen mirado desde lejos, habrían pensado que sus ojos eran los negros huecos de una calavera. Le pareció que esa figura estaba preparada para dejar caer una ola de imprecaciones sobre aquella humillada cabeza femenina. Su actitud lo abochornó hasta tal punto que volvió a meterse las manos en los bolsillos. Susurrando como para sí misma, ella respondió:

—¡Ah! ¿Y qué se supone que va a ser ahora de mí?

—Se da el caso de que todavía eres la mujer de AlvanHervey… para tu inmensa suerte, habría que añadir —respondió con sencillez. Caminó hasta el rincón más lejano de la habitación y, cuando se dio la vuelta, la vio sentada en la butaca, completamente rígida, con las manos clavadas en el regazo y una mirada perdida y fija a la vez, como la de los ciegos, bajo aquella luz de gas que salía llameante e inmóvil de las fauces del dragón de bronce. Se acercó mucho a su mujer y se plantó frente a ella separando las piernas y sin sacar las manos de los bolsillos. Parecía estar eligiendo en su interior, en medio de aquella abundancia de pensamientos, las palabras que diría a continuación… Al final dijo—: Te has aprovechado de mí hasta el extremo. —En cuanto pronunció aquella frase le pareció que perdía su compostura espiritual, y se sentía cayendo desde la cima de su rencor contra aquella rastrera criatura que había estado al borde de destrozarle la vida—. Te has aprovechado de mí como jamás se debería aprovechar nadie de persona alguna —añadió con amargura—. Todo lo que has hecho ha sido increíblemente injusto. ¿Qué es lo que te impulsó… lo que te impulsó a escribir semejante…? ¡Y después de cinco años de felicidad absoluta! Te seguro que nadie podría creerlo nunca… ¿Acaso no te dabas cuenta de que ibas a ser incapaz de hacerlo? Porque no eras capaz, no era más que un imposible, y lo sabías muy bien. ¿No es así? Piensa… ¿No es así?

—Era imposible —murmuró ella con docilidad.

Ni lo alegró ni lo tranquilizó que le diera la razón con tanta facilidad; lo invadió el mismo miedo que cuando alguien piensa que está en una situación totalmente segura y se ve de pronto bajo la condición de un nuevo e insospechado peligro. ¿Cómo no iba a ser imposible? Él lo sabía. Y ella también. Ella misma lo acababa de confesar. ¡Era imposible! Y si había alguien que lo sabía mejor que ninguno era el tipo ese. Y a pesar de todo, aquellas dos personas se habían confabulado en una conjura contra su paz interior, una abominable empresa para la que ni siquiera tenían la ayuda y el sostén de una fe. ¡No podían contar con ella! Y sin embargo, qué cerca habían estado de… En medio de un momentáneo escalofrío se encontró inmerso en un círculo de inaplazable locura. Nada se podía predecir, de nada se podía uno proteger. La sensación era intolerable y padecía el desalentado horror que sigue a la impresión de haber perdido toda esperanza. En medio del caos de sus pensamientos el infamante suceso se separaba de todo cuanto le resultaba próximo y familiar, de las condiciones terrenas, y hasta del sufrimiento humano, de una manera tan implacable que se convertía de pronto en una convicción terrorífica; la alucinante convicción de que existía una fuerza ciega y demoníaca. Por su mente, y de una manera vaga e imprecisa, brilló durante unos instantes la posibilidad de ponerse de rodillas frente a aquella fuerza y suplicar clemencia de alguna manera, pero al rato tuvo la sensación, la persuasión, la certeza de que lo mejor que se puede hacer frente al mal es no prestarle ninguna atención, que es preferible soslayarlo para rehabilitar la posibilidad de la vida, que es necesario expulsar del alma la certidumbre del mal, apartarla de la mirada, de la misma manera que los hombres esquivan la certidumbre inevitable de la muerte. Reunió en su interior todas las fuerzas que pudo y el paso siguiente se reveló de una gran sencillez; era en realidad perfectamente plausible: lo único que tenía que hacer era apegarse estrictamente a las condiciones de la realidad, entregar su alma a las exigencias de la realidad y no a su significado. Como se dio cuenta también de que entre tanto había pasado un largo silencio, carraspeó para poner un punto y aparte y dijo con firmeza:

—Me alegra mucho que pienses de ese modo, celebro que… al menos lo hayas entendido a tiempo, porque ya ves… —vaciló.

—Sí, ya veo —respondió ella.

—Por supuesto que lo ves —añadió él con la mirada perdida en la alfombra y hablando como quien tiene la cabeza puesta en otra cosa. Levantó la mirada—. Aun así me cuesta creer que después de todo esto… que seas… quiero decir, que seas totalmente distinta a como te creía yo. La verdad es que me resulta imposible de aceptar.

—También a mí —suspiró ella.

—Claro, eso te parece ahora —dijo él—, pero ¿y esta mañana…? ¿Y mañana…? Eso es en realidad lo que… —De pronto, al darse cuenta del rumbo que estaba tomando su razonamiento se inquietó y calló bruscamente. Toda sucesión de ideas posible parecía acabar sin remedio en el desesperado reino de una incontrolable locura, provocaba la misma incertidumbre y el mismo horror que pretendía evitar. Continuó con rapidez—: Mi situación es muy dolorosa, realmente dolorosa… Creo que…

La miró fijamente con aire dolido, como si lo abrumara la incapacidad de ordenar sus ideas.

—Estoy dispuesta a irme —dijo ella con un hilo de voz—. He renunciado a todo para saber… por aprender…

Hundió la barbilla en el pecho y su voz se desvaneció en un suspiro. Él hizo un breve ademán de asentimiento irascible:

—¡Está bien! ¡Está bien! No es necesario que lo digas. Has renunciado a todo… Renunciaste espiritualmente… Si tuviera que creer todo lo que me estás diciendo… —Ella se puso en pie de un salto y él se alarmó—. Oh, te creo, te creo… —Se apresuró a decir, y ella se sentó de una manera tan inesperada como se había levantado. Él prosiguió tristemente—: He sufrido mucho y todavía sigo sufriendo, no eres capaz de hacerte una idea cabal de todo lo que sufro. Sufro tanto que cuando te oigo sugerir una separación definitiva casi me siento tentado… Pero no, lo primero es el deber. Puede que tú lo hayas olvidado, pero yo no lo olvido. Dios sabe que no lo he olvidado ni un solo día de mi vida, pero, cuando a uno le dan una noticia tan terrible, la razón humana se puede extraviar con facilidad… por lo menos durante un tiempo. ¿Sabes lo que sucede? Tú y yo (al menos así es como yo lo veo) somos uno a los ojos del mundo, cosa que es más de lo que debe ser. Por lo general, el mundo lleva razón, o no podría ser… o no podría ser lo que es. Y nosotros formamos parte de él. Y tenemos también un deber que cumplir con nuestros iguales que no quieren… no… —La miró pasmado un instante, con la boca abierta, para continuar farfullando—: dolor… ni indignidad… Es muy fácil malinterpretarlo todo, y yo ya he sufrido más que suficiente. Si, como tú afirmas, no ha sucedido nada que no sea irreparable, entonces…

—¡Alvan! —gritó ella.

—¿Qué? —respondió contemplándola con la misma sombría expresión de quien contempla unas ruinas o la devastación provocada por una catástrofe natural, para continuar retomando el hilo de lo que estaba diciendo—: Lo mejor para nosotros es… para todos también… lo menos doloroso y también… sí, también lo más altruista… —Le empezó a temblar la voz y ella ya solo pudo escuchar palabras sueltas—. Hablo de deber… obligaciones… nosotros… cautela. —Se quedó totalmente callado unos instantes—. Apelo a tu conciencia —dijo de pronto— para que no añadas ni un punto más a toda esta vergüenza, para que me ayudes a silenciar todo lo que ha sucedido a partir de este momento. Sin secretos entre los dos, ¿me escuchas? ¡Con lealtad! No me negarás que la ofensa ha sido muy cruel, y que el afecto que me debes se merece…

Hizo una pausa como si quisiera dar a entender con ella la ansiedad que sentía por escucharla.

—No te escondo ningún secreto —dijo ella con tristeza—. ¿Cómo podría? De pronto me vi en la calle y regresé —sus ojos brillaron con desprecio un segundo—, y regresé a lo que me estás proponiendo. Ahora ya puedes… confiar en mí…

Él estuvo escuchando con gran atención cada una de sus palabras, y cuando ella terminó se quedó esperando, como si todavía quedara algo por escuchar.

—¿Y eso es todo lo que tienes que decirme? —preguntó.

Ante aquel tono de reproche ella se inquietó y replicó con debilidad:

—Ya te he contado la verdad, ¿qué más quieres que te cuente?

—¡Diablos! Podrías decir algo un poco más humano —estalló—. Lo que me estás ofreciendo no se llama sinceridad, sino desfachatez, si es que te interesa saberlo. No me has dado a entender con una sola palabra que te hayas hecho cargo de la situación… Ni de la mía… No has pronunciado una sola palabra ni de arrepentimiento ni de agradecimiento… ni de remordimiento… ni de nada.

—¡Palabras! —murmuró ella con desprecio, al tiempo que él pegó una patada en el suelo y replicó:

—¡Esto resulta intolerable! ¿Palabras, dices? ¡Sí, eso es, palabras! Por supuesto que las palabras tienen su valor, a pesar de toda esta infernal hipocresía. Para mí tienen su valor… para todo el mundo… también para ti. ¿O es que utilizaste algo que no fueran palabras para comunicarme tus sentimientos (¿sentimientos?, bah), que te habían llevado a olvidarte de mí, y de tus obligaciones y de tu decencia? —Empezaba a acumular espuma en la comisura de la boca mientras gritaba desaforadamente, presa de una furia instantánea—. ¿O es que entre vosotros solo os comunicabais a base de miradas?

Ella se puso en pie.

—No puedo tolerar todo esto —dijo temblando de arriba abajo—, me marcho de aquí.

Durante unos segundos los dos estuvieron frente a frente.

—No te atrevas —dijo él provocándola a conciencia, y comenzó a pasear de nuevo de un lado a otro de la habitación. Ella se quedó tan silenciosa que parecía estar contando sus propias palpitaciones, y a continuación se sentó de nuevo y suspiró como si hubiese desistido ante una empresa que supera sus fuerzas—. Malinterpretas todo cuanto digo —dijo de nuevo con calma—, aunque prefiero creer que simplemente no eres dueña de tus actos en este momento. —Se plantó de nuevo delante de ella—. Si decides marcharte en este momento lo único que conseguirás es añadir un crimen (sí, un crimen) a tu insensatez. No quiero un escándalo en mi vida, cueste lo que cueste. ¿Quieres saber por qué? Estoy seguro de que me vas a malinterpretar, pero aun así te lo quiero explicar. Por simple sentido del deber. Sí, estoy totalmente seguro de que vas a malinterpretar… no hay remedio, siempre ocurre lo mismo con las mujeres… son un poco… un poco cortas de mente.

Durante un buen rato estuvo callado, pero ella no despegó los labios, ni siquiera se dignó a mirarlo. Él se sintió incómodo, realmente incómodo, como quien sospecha que están desconfiando de él. Para intentar acabar cuanto antes con aquella irritante sensación habló lo antes posible. El sonido de sus palabras estimulaba sus ideas, y en medio de aquel despliegue vislumbraba la roca de sus convicciones alzada en solitaria grandeza sobre el páramo de las pasiones y las debilidades.

—La idea se impone por sí sola… —continuó con cauta vitalidad—. De acuerdo con las leyes más elementales de la vida, no tenemos derecho a imponer nuestras debilidades a quienes es lógico que esperen mejores cosas de nosotros. No hay hombre en este mundo que no quiera que su vida sea bella y pura, y entre personas de nuestro rango un escándalo de este tipo puede ser catastrófico para la moralidad pública, un descrédito realmente irremediable, ¿entiendes? Me refiero para nuestra clase social… una clase importantísima, esencial… la más importante, me parece, dentro de una comunidad. Ése es uno de mis convencimientos más arraigados. También tú te darás cuenta de eso cuando vuelvas a ser la mujer de la que me enamoré y en la que he confiado… —Hizo una pequeña pausa, como si se hubiese conmovido de pronto, y continuó—: Porque sabes perfectamente que te he amado y he confiado siempre en ti. —Guardó silencio, ella se tapó la cara con el pañuelo—. Y comprenderás también la justicia de todas estas… razones mías. Lo primero que las motiva es la lealtad suprema a todas las condiciones en las que está basada nuestra existencia, que tú (nada menos que alguien como tú) has traicionado. No hace falta que te diga que ésta no es mi forma habitual de hablar, pero en un caso como éste… supongo que no te costará admitir conmigo que siempre acaban pagando justos por pecadores. El mundo no tiene piedad, y por desgracia no falta la gente dispuesta a malinterpretarlo todo. Yo no tengo nada que reprocharme a mí mismo, ni ante ti ni delante de mi propia conciencia, pero en este punto cualquier indiscreción podría socavar el poder de mi influencia. Es necesario preservar el ideal, aunque solo sea desde el punto de vista externo, eso está tan claro como la luz del día. A pesar de que en este momento tengo una llaga repugnante, resultaría más abominable todavía exhibirla ante todos de una manera impúdica, ¡eso sería realmente abominable! En el caso de la vida (si se considera la vida desde su más elevada concepción), la transparencia puede llegar a considerarse en ciertas situaciones un asunto casi criminal. Todo el mundo siente esa tentación, nadie tiene excusa, y ahí es donde entran los débiles… —su tono fue volviéndose cada vez más feroz—, y también los necios y los envidiosos… sobre todo los envidiosos, en el caso de las personas de nuestra posición. Yo no soy más que un hombre inocente en medio de esta horrible… horrible desgracia, pero si tú me aseguras que no ha sucedido nada irreparable… —Por su rostro cruzó una lóbrega sombra, como si se tratara de una espesa tiniebla—. Si tú me aseguras que no ha sucedido nada irreparable, y puedes ver que en este momento estoy de nuevo dispuesto a creer lo que me digas, entonces nuestro deber solo puede ser uno.

Bajó los ojos. Su expresión cambió una vez más de aquella locuacidad imparable a una especie de contemplación silenciosa en la que todavía vibraban todas esas consoladoras ideas que había vislumbrado en su interior. Se quedó con la mirada fija en la alfombra durante aquella breve comunión con esas verdades íntimas. El rostro tenía un aspecto grave y la mirada un aspecto vacío. Parecía estar asomándose a un pozo. A continuación y sin estremecerse lo más mínimo prosiguió:

—Sí, solo puede ser uno. Te has aprovechado de mí hasta el auténtico límite y me veo obligado a decirte que durante algún tiempo mis viejos sentimientos… mis viejos sentimientos puede que estén… —suspiró—. Pero te perdono.

Ella hizo un pequeño gesto sin llegar a destaparse los ojos. Tenía la mirada perdida en la alfombra, pero él no lo notó. Se impuso el silencio exterior y el silencio interior, como si todas aquellas palabras hubiesen hecho detenerse el latido de la vida hasta un punto parecido al de aquella casa que hubiese estado contraída en un páramo, en medio de una tierra desierta.

Él levantó la cabeza e insistió con solemnidad:

—Te perdono por mi sentido del deber y con la esperanza de…

Se escuchó una carcajada que tuvo la virtud no solo de interrumpir el flujo de palabras sino también de destruir aquella pequeña paz de su ensimismamiento con el dolor de una realidad que irrumpe en medio de la belleza de un sueño. Al principio ni siquiera consiguió acertar el lugar del que provenía el sonido. Lo único que alcanzaba a distinguir era aquel triste rostro femenino en escorzo, totalmente bañado en lágrimas, con la cabeza inclinada hacia atrás y mirando hacia el techo. Por un momento le pareció que aquel sonido no había sido más que una alucinación, pero al instante se escuchó otra carcajada, acompañada de un hondo suspiro y seguida de otra nueva ristra de risas. Alcanzó la puerta a toda prisa. Estaba cerrada. Echó el cerrojo, pero luego pensó: “Mejor no”.

—¡Basta ya! —gritó aturdido, y comprobó con espanto que apenas alcanzaba a escuchar su propia voz en medio de los gritos de ella. Tuvo intención de acercarse a ella y asfixiar aquel ruido insufrible con sus propias manos, pero se quedó inmóvil y presa del desconcierto, tan incapaz de hacerlo como si hubiese estado en llamas. Gritó “¡Basta ya!” del mismo modo que en medio de una pelea lo gritan los hombres con el rostro encendido y los ojos totalmente abiertos, y ante la nueva ola de carcajadas se apartó de aquellos tres espejos a toda prisa, alejándose de la presencia femenina. Ella siguió riéndose y sollozando en medio de la quietud de aquella habitación.

Él reapareció a grandes pasos con un vaso de agua en la mano. Susurró:

—No es más que un ataque de histeria… Ya está bien… Te van a acabar oyendo… bebe un poco… —Ella lanzó hacia el techo una nueva carcajada—. ¡Ya está bien, cállate! —gritó.

Le tiró el agua a la cara poniendo en aquel gesto toda la brutalidad que había reprimido hasta ese punto, y le pareció que habría sido legítimo tirarle también el vaso. Consiguió contenerse, pero en su fuero interno estaba tan convencido de que era imposible detener aquellos demenciales alaridos que, cuando por fin percibió el silencio, no se le ocurrió pensar otra cosa que tal vez se había quedado sordo de pronto. Cuando comprobó que lo que sucedía era que estaba callada y tranquila, su sensación fue más bien la de que todo —la humanidad, los objetos, las sensaciones— había hecho un alto. Estaba dispuesto a mostrar gratitud. No se atrevía a apartar la mirada de ella, le daba miedo que se desbocara de nuevo, y es que aquella experiencia que acababa de vivir, por mucho que intentara restarle importancia, le había dejado en el cuerpo la desazón de un terror enigmático. Aquel rostro femenino chorreaba agua y lágrimas, tenía un mechón de pelo pegado en la frente y otro en la mejilla, el pelo despeinado, el sombrero indignamente ladeado y el velo mojado como trapo sobre la frente. Su aspecto externo era de un desarreglo completo. Con toda la compostura abandonada tenía esa fealdad de la verdad que solo es posible apartar de la experiencia cotidiana gracias a un meticuloso cuidado en las apariencias. Desconocía el motivo por el cual al mirarla pensaba sin remedio en el día de mañana, y aquel pensamiento le producía una desolada sensación de cansancio, tenía miedo de afrontar el porvenir. ¡Mañana! Mañana quedaba tan lejos como ayer. En ocasiones entre dos amaneceres se producía una verdadera eternidad. Estudió aquellos rasgos femeninos como quien estudia un país olvidado. No estaba desfigurada, reconocía la geografía, por decirlo de alguna manera, pero lo que contemplaba no era más que una vaga semejanza de la mujer que había sido ayer… ¿o era tal vez algo más que la mujer de ayer? ¿Cómo podía saberlo? ¿Era tal vez algo nuevo? ¿Se trataba de una expresión nueva o de un cambio de matiz en una expresión conocida? ¿Se trataba de algo más profundo, de una antigua verdad que había sido desvelada por fin, una verdad esencial y esquiva, una certidumbre? De pronto tuvo conciencia de que estaba temblando con fuerza, y de que el tiempo seguía transcurriendo, y de que en la mano tenía aún un vaso vacío. Sin dejar de mirarla con desconfianza alargó la mano para dejar el vaso vacío sobre el tocador y se llevó un susto al comprobar que atravesaba la madera. Lo había soltado antes de que alcanzara el borde. La sorpresa y el tintineo estridente lo llenaron de vergüenza; se enfrentó a ella fuera de sí:

—¿Y eso a qué ha venido? —preguntó furioso. Ella se pasó la mano por la cara tratando de incorporarse—. No te vuelvas a comportar de esa manera tan absurda. Te juro que nunca te creí capaz de olvidar tus modales hasta ese punto. —No hacía ni el menor esfuerzo por ocultar su desagrado físico porque le parecía censurable toda la escena—. Te aseguro que ha sido una situación realmente indigna, totalmente degradante.

Ella se levantó como si le hubiesen puesto un resorte, pero a continuación pareció indecisa. Él avanzó bruscamente hacia ella y ella se agarró al respaldo y se sobrepuso. Los dos se quedaron mirando fijamente e indecisos, y regresando poco a poco a la realidad de las cosas, aliviados y atónitos como si se hubiesen despertado en ese mismo instante de toda una noche de sueños febriles. Cuando vio que iba a despegar los labios, le dijo con rapidez:

—Te pido por favor que no enloquezcas de nuevo. Creo que al menos me merezco un poco de consideración… y te aseguro que me ha enfadado muchísimo tu indigna actuación de hace un segundo. Espero de ti mucho más, y creo que tengo derecho a… —Ella se apretó los puños contra las sienes y él añadió—: ¡Bah! Tonterías… Estoy convencido de que estás en condiciones de bajar a cenar. Nadie sospechará que ha sucedido algo, ni siquiera las criadas. ¡Nadie! Seguro que eres capaz…

Ella dejó caer los brazos sin fuerza y se le descompuso la cara. Lo miró intensamente a los ojos. Parecía incapaz de articular ni una sola palabra. Él frunció el ceño y añadió tiránico:

—Ésa es mi voluntad… Lo digo también por tu bien.

Estaba decidido a insistir en ese punto, y a no mostrar piedad. ¿Por qué no decía ella nada? Le dio miedo aquella resistencia pasiva. Ella tenía que… era necesario obligarla a bajar a cenar. Arrugó un poco más la frente, y ya estaba empezando a pensar en el recurso de ejercer la fuerza cuando ella respondió con voz templada:

—Sí, estoy en condiciones… —Y agarró de nuevo el respaldo. Él sintió en ese momento un descanso infinito y dejó de preocuparle su actitud femenina. Lo más importante de todo era que con aquel acto sencillo comenzaría de nuevo su vida, era algo que no se podía malinterpretar y que, gracias a Dios, no tenía ninguna implicación moral ni complejidad alguna, pero aun así simbolizaba una especie de armonía ininterrumpida del pasado… y también del futuro. En aquella mesa habían desayunado juntos esa misma mañana y hoy cenarían juntos de nuevo. ¡Todo había pasado ya! Aquel suceso se podía olvidar tranquilamente, debía olvidarse, como ese tipo de cosas que solo suceden una vez en la vida, como la muerte, por ejemplo.

—Te espero abajo —dijo él abriendo la puerta. Le costó un poco hacerlo, porque había olvidado que la había cerrado con cerrojo. El contratiempo le pareció un poco irritante y la impaciencia que le había entrado por salir cuanto antes de aquella habitación le provocó vahídos mientras giraba la llave, consciente de que su mujer lo estaba observando a sus espaldas. La miró por encima del hombro y terminó—: Ya es un poco tarde, ¿sabes?

La encontró inmóvil en el mismo lugar en el que la había dejado, con el rostro blanco como el alabastro y perfectamente inmóvil, como si estuviera en trance.

Al principio le preocupó que se hiciese esperar, pero apenas tuvo tiempo de tomar aliento y ya estaba sentado a su lado en la mesa en su compañía. Estaba decidido a comer y charlar, a fingir que todo era de lo más natural. Le parecía imprescindible instaurar el teatro en su propia casa. Las criadas no debían saber nada, nadie debía sospechar. Aquel intenso deseo de reserva, de una reserva aplastante, totalizadora, oscura e ilimitada, lo había poseído con la fuerza de una alucinación, y hasta parecía estar extendiéndose sobre todos los objetos inanimados que habían sido hasta ese punto los silenciosos compañeros de su existencia. Le daba un sesgo de enemistad a todas las cosas que había almacenado entre aquellas leales paredes que se interponían ahora entre los hechos y el escándalo del mundo. Incluso en las ocasiones —como sucedió un par de veces— en los que las doncellas salían, él continuaba actuando de la manera más esmeradamente natural, fingiendo que tenía apetito, como si quisiera engañar también al armario negro de roble, a las cortinas, a las sillas de respaldos rígidos, tratando de hacerles creer a todos que vivía en una nube de felicidad. No confiaba tanto en que su mujer fuera tan capaz de tener control de sí misma, por eso evitaba mirarla y dirigirse a ella, para que no se delatara con algún gesto o alguna palabra, pero al rato le pareció que el silencio también tenía su peligro y que si era excesivo podía tener el mismo resultado que los gritos. Ansiaba acabar con aquel silencio, lo mismo que se desea acabar con una confesión inconveniente, pero cuando recordaba los gritos y las carcajadas que se acababan de producir en la planta de arriba no se atrevía a darle oportunidad de despegar los labios. De pronto se oyó a sí mismo haciendo un comentario intrascendente. Apartó la mirada del centro del plato, tan nervioso como si se dispusiera a contemplar un milagro, porque lo cierto era que había pocas cosas tan milagrosas como la compostura que ella estaba demostrando. Observó esos ojos puros y el rostro cándido que había contemplado en ese mismo sitio todas las noches durante años, y escuchó aquella voz que había escuchado día tras día durante cinco años. Puede que estuviera un poco más pálida que de costumbre, pero también era cierto que uno de sus mayores encantos era precisamente su sana palidez. Puede que también tuviera el gesto un poco rígido, pero aquella impasibilidad marmórea, aquella soberbia altivez como de estatua cincelada por algún gran escultor amenazado de muerte por los mismos dioses, aquella impresionante quietud inmóvil de sus facciones siempre le había parecido que reflejaba toda la dignidad de aquella alma de la que hasta ese día él se había sentido el dueño único, como si se tratara de la cosa más natural. Aquéllos eran los signos externos que la diferenciaban de la chusma innoble que sufre, peca, fracasa y carece de todo valor más que el de ofrecer un contraste a los grandes espíritus. En cierta época el aspecto de su mujer lo había llenado de orgullo. Poseía toda la contundente armonía de la perfección y le espantaba comprobar que eso no había cambiado. Tenía ese aspecto, hablaba del mismo modo, precisamente de esa misma manera, hace un año, hace un mes… ayer mismo, cuando… Sucediese lo que sucediese en su interior, su aspecto externo era el mismo. ¿Qué estaba pensando? ¿Qué significaban ahora su palidez, su frente espiritual, su rostro inocente y sus ojos puros? ¿Qué había estado pensando de verdad durante todos aquellos años? ¿Qué había estado pensando ayer y hoy, qué pensaría mañana? Ahora sentía la necesidad de saber todas esas cosas… pero ¿cómo hacerlo? Le había mentido a él, al otro, a sí misma, lo más probable es que volviera a mentir… a mentirle a él. Su apariencia era una mentira, respiraba mentiras, vivía mentiras… siempre… e iba a seguir siendo así hasta el fin de los tiempos. Nunca podría saber lo que pensaba de verdad. ¡Jamás! ¡Jamás se lo diría nadie! Era imposible saberlo.

Dejó bruscamente los cubiertos sobre la mesa, como si hubiese tenido una iluminación gracias a la cual hubiese tenido noticia de un veneno en su comida y hubiese decidido para sí no volver a probar bocado en la vida. La cena proseguía en aquel salón que poco a poco había ido adquiriendo el calor de un horno. Sintió ganas de beber y eso fue lo que hizo, una y otra vez, hasta quedarse asustado de la cantidad de líquido que había ingerido, pero era solo agua. Lo inquietó descubrir la inconsistencia de sus propias acciones, le atemorizaba la mala disposición de su ánimo. Exceso de sentimiento, todo aquello no era más que exceso de sentimiento, y si había algo que decían sus convicciones es que cualquier exceso de sentimiento era malsano, moralmente infecundo y una mácula para la hombría. La culpa era de ella, sin duda, totalmente suya. Y su falta de dominio estaba resultando realmente contagiosa. Le inspiraba ahora pensamientos que no había tenido nunca, pensamientos terroríficos y enrevesados que minaban el corazón mismo de la vida, pensamientos parecidos al susurrado anuncio de la llegada de una peste que infundía el miedo hasta en el aire, en la luz, en la humanidad entera.

Las sirvientas se encargaban del servicio sin hacer ningún ruido, y, para poder evitar a su mujer, él las seguía con la mirada, primero a una y luego a la otra, sin llegar a distinguirlas bien. Se movían alrededor en silencio y no se podía ver cómo lo hacían porque las faldas les llegaban hasta el suelo, las veía deslizarse de un lado al otro, retroceder, aproximarse, con aquellos gestos precisos y vestidas de blanco y negro, sin ni siquiera una chispa de vida en la mirada, como dos marionetas de luto. Le parecía casi sospechoso aquel aire impasible e impostado, le resultaba hostil. Jamás en toda su vida le había pasado antes por la cabeza que pudieran importarle lo más mínimo los pensamientos o los sentimientos de aquellas criaturas. Tenía entendido que no tenían ambición, principios, elegancia ni valor, y, sin embargo, en aquel momento se rebajó a preguntarse cuáles eran los íntimos pensamientos del servicio. En varias ocasiones atacó con miradas furtivas a las dos, pero resultaba imposible saberlo. Puede que le cambiaran los platos, pero rodeaban totalmente su existencia sin rozarla. Qué doblez tan increíble. Mujeres. A su alrededor únicamente había mujeres, no había forma de saber nada. Por un momento sintió ese tipo de soledad feroz y angustiosa que a veces asalta al explorador solitario de un país ignoto. Qué alivio inmenso sería poder contar allí con la imagen de un rostro masculino, no importaba cuál. Si así fuera al menos podría entender algo… podría comprender… Decidió sobre la marcha que había que incluir a un hombre en el servicio. En cuanto tuviera la menor oportunidad, contrataría a un mayordomo. Finalmente, aquella cena que parecía haber durado dos horas, terminó y ese momento lo sorprendió, como si llegado a ese punto pensara que iba a estar sentado allí para siempre.

Pero en cuanto subió de nuevo, fue víctima de un destino fatal que le impidió sentarse. Ella se dejó caer en una butaca baja y, agarrando el abanico de marfil que había sobre la mesa auxiliar, y se protegió con él del calor de la chimenea. Las brasas estaban calientes, pero sin llama, y se recortaban en el rojo resplandor las siluetas de las barras verticales de la parrilla, negras y curvas, como si fueran las negras costillas sobrantes de un sacrificio ya consumado. Una bombilla colgada de una vara de cobre iluminaba desde el interior de una ancha pantalla de seda; en medio de las sombras de la estancia, aquél se convertía en el centro desde el que, debido a la calidez de su tono, emanaba algo refinado, elegante e infernal. Se acompasaron los regulares y suaves pasos masculinos con el tic tac del reloj que estaba sobre la repisa de la chimenea, como si el tiempo y él se hubiesen enzarzado en una pelea y recorrieran juntos, y lentamente el terreno que los separaba de cierta misteriosa meta.

Paseaba sin descanso de un lado a otro de la habitación, como un viajero que de noche persiste en una especie de peregrinación sin fin. La miraba de cuando en cuando. Era imposible saber nada. La exactitud de aquel pensamiento hacía que se condensara en su cerebro algo ilimitado e infinitamente rebuscado: la sutileza de toda una sensación, el origen indiscernible de su congoja. Aquella mujer lo había aceptado primero, luego lo había abandonado y finalmente había regresado a él, y de lo que en verdad había pasado por su cabeza él estaba condenado a no saber nunca nada. Nunca. Jamás, hasta la muerte… y no, ni siquiera entonces… ni en el Juicio Final, cuando se desvelaran todos los pensamientos, las acciones, los castigos y las recompensas, porque el secreto de los corazones estaba destinado a regresar al Creador del bien y del mal, el señor de todas las dudas y todos los impulsos.

Se detuvo a contemplarla. Estaba recostada con el rostro apartado de él, no se movía, podría haber estado dormida. ¿En qué estaba pensando? ¿Qué sentía? Él se sintió, ante aquella inmovilidad y aquel silencio, como un prisionero con grilletes, insignificante e impotente a la vez. La furia que le provocaba su impotencia hizo nacer en su interior imágenes siniestras con ese tormento que en los momentos de angustia hace que los hombres murmuren amenazas o realicen gestos aterradores en la soledad de una habitación, pero aquella racha pasional cedió de nuevo y lo dejó temblando, con el mismo miedo pensativo de un hombre que se encuentra al borde del suicidio. La paz de la verdad y la serenidad de la muerte solo se podían obtener cuando un hombre había despreciado con franqueza todas las ventajosas esclavitudes de la vida. Se dio cuenta de que ya no deseaba saber. Era mejor no saber. Todo había pasado ya. Era como si nunca hubiese sucedido y lo más correcto, tanto desde el punto de vista moral como desde el punto de vista práctico, era que nadie lo supiera.

Habló de pronto, como si tuviera intención de acabar con una discusión:

—Lo mejor que podemos hacer es olvidar todo lo que ha pasado. —Ella se asustó un poco y cerró el abanico de un golpe. Él insistió como si estuviera hablando solo—: Así es… perdonar y olvidar.

—Yo nunca olvidaré —dijo ella con voz emocionada—, y jamás perdonaré.

—Pero si no puedes reprocharme nada… —dijo dando un paso hacia donde se encontraba ella.

Ella se levantó de un salto.

—¡No he venido a buscar tu perdón! —exclamó como si procurara librarse de una acusación calumniosa.

Él se limitó a contestar:

—¡Oh! —Y se quedó en silencio. No era capaz de entender a qué había venido aquella repentina e injustificada agresividad y estaba realmente lejos de sospechar siquiera que la causa de aquel irreprimible estallido de franqueza había sido el vago asomo de algo parecido a una emoción en sus anteriores palabras. No salía de su asombro, pero también es cierto que ya no sentía irritación. Parecía que estaba sencillamente paralizado ante la fascinación que provoca lo incomprensible. Ella seguía frente a él, alta y difusa como siempre, como un espectro negro alzado en medio del crepúsculo. A pesar de no tener ninguna seguridad sobre lo que iba a suceder si despegaba los labios, murmuró:

—Pero si mi amor es lo bastante fuerte… —Y dudó.

En medio de aquel silencio letal algo había chasqueado de una forma ruidosa. Ella acababa de romper el abanico. Uno tras otro cayeron dos pequeños trozos de marfil sobre la mullida alfombra, y él se agachó a recogerlos por inercia. Mientras lo hacía, pensó que aquella mujer tenía en sus manos un don que ninguna otra cosa de la tierra le podía ofrecer, y cuando se incorporó, su pecho estaba henchido de la convicción de que el enigma estaba a su alcance y que al mismo tiempo se le escapaba el misterio de su existencia: ¡su certidumbre, maravillosa e inmaterial! Ella se dirigió hacia la puerta y él la siguió, buscando tal vez una palabra mágica con la que resolver el enigma, que la obligara a entregarle ese don. ¡Pero no existía tal palabra! Aquel enigma solo se podía resolver con sacrificio. El don del cielo está en las manos de todos, pero los dos se habían acostumbrado a vivir en un mundo que no solo niega el enigma sino que no anhela más dones que los que se pueden comprar en el mercado. Ya casi había llegado a la puerta. Él se apresuró a decir:

—Te juro que te amaba… Te amo aún.

Hubo una pausa apenas perceptible en la que ella se detuvo para regalarle una mirada de indignación antes de reanudar su marcha. Era esa intuición tan natural en las mujeres —astutas y al mismo tiempo corrompidas por un instinto de defensa propia siempre dispuesto a presuponer una maldad intrínseca donde se encuentran con algo que son incapaces de comprender— la que hizo que sintiera de pronto una ira sin límites contra aquellos dos hombres que, frente a la lucha espiritual de sus sentimientos, solo le ofrecían la tosquedad de un materialismo esquemático. En aquel desencanto le parecía que tenía odio suficiente como para repartirlo entre los dos. ¿Qué era lo que querían? ¿Y éste, qué quería ahora? Cuando se puso delante de ella impidiéndole abrir el picaporte se preguntó si era inexcusablemente tonto o sencillamente malvado.

Dijo nerviosamente y muy rápido:

—Te equivocas, no me has amado nunca. Buscabas una mujer… alguna… cualquiera que pensase y hablase y se comportase de determinado modo… de un modo que a ti te parecía digno de tu aprobación. Te amabas a ti mismo.

—¿No me crees? —preguntó él lentamente.

—Si hubiese creído que me amabas… —empezó ella con gran pasión, pero se calló de pronto; retomó el aliento con calma y, durante aquella pequeña pausa, sintió el zumbido de su propia circulación sanguínea en los oídos. Concluyó al final—: Si lo hubiese creído no habría regresado nunca.

Él continuó de pie con la mirada clavada en el suelo, como si no hubiese escuchado ninguna de esas palabras. Ella esperó. Tras un instante él abrió la puerta y en el descansillo se vio a la ciega mujer de mármol arropada hasta la barbilla.

Parecía tan abismado en sus pensamientos que, a pesar de que ya se disponía a salir ella, se quedó extrañada al mirarlo. Mientras ella le había hablado, él había estado persiguiendo la solución a aquel enigma en el mundo de los sentidos y había ingresado de pronto en el mundo de los sentimientos. ¡No le importaba ya lo que ella hubiera hecho o dicho con tal de que, gracias al dolor causado por todas aquellas frases y acciones, él pudiera encontrar por fin la palabra mágica! ¡No es posible una vida sin fe y sin amor: fe en un corazón humano, amor a un ser humano! Ese don que, aunque solo sea una vez en la vida, está al alcance hasta de los más indignos, abría de par en par las puertas del más allá, y cuando pudo intuir allí aquella certidumbre inmaterial y preciosa, se olvidó de inmediato de todas las insignificantes vicisitudes de la vida: el placer del triunfo, el deleite del placer, todas las variables proteicas y seductoras de la avidez sobre el mundo material de placeres elementales. ¡Fe! ¡Amor! Se trataba de la clara fe inquebrantable de un espíritu humano, aquella gran ternura profunda como un océano, tan serena y eterna como la infinita paz del cosmos por encima de las ridículas y diminutas tempestades de la tierra. Era en realidad lo que había estado deseando durante toda su vida, pero lo entendía ahora por primera vez. Había llegado a poseer aquel conocimiento gracias a haberse puesto al borde de la posibilidad de perder a su mujer. ¡Ella tenía ese don! ¡Lo tenía! Y, entre todas las personas del mundo, ella era la única que podía entregarle aquel anhelo inmenso. Avanzó hacia ella extendiendo los brazos con intención de estrecharla, pero en cuanto alzó la mirada se encontró con un rostro tan consternado que dejó caer de nuevo los brazos como si se los hubiesen roto en el acto. Ella se alejó de él a toda prisa y medio se tropezó al cruzar el umbral. Se dio la vuelta hacia él al llegar al rellano. La cola de su vestido silbó al cortar el aire alrededor de sus pies. Mostraba un pánico indisimulado, resoplaba enseñando los dientes y mostrando su odio a la fuerza física, al desdén de la debilidad, a la eterna fijación en el sexo; todas aquellas cosas brotaron en un instante, como si se tratara de un muñeco con resorte.

—Todo esto es odioso —exclamó.

Él no se inmutó, pero tanto el rostro de ella como todos sus movimientos, y hasta el sonido de su voz, conformaban una espesa niebla que se interponía entre él y la visión que acababa de tener del amor y la fe. Se desvaneció; poco a poco fue regresando al mundo de los sentidos mirando aquel rostro tortuoso, aquella cara imperiosa y displicente. Su primer pensamiento nítido fue: “Estoy casado con esta mujer”. Y el siguiente: “Jamás me entregará nada más que lo que veo en este instante”. Sintió la necesidad de no ver, pero el recuerdo de una visión jamás abandona al visionario y eso lo impulsó a decir con la misma ingenua austeridad con la que un alarmado devoto acepta un nuevo credo:

—No tienes el don.

Le dio la espalda dejándola totalmente desconcertada, y ella fue subiendo con lentitud los escalones tratando de enfrentarse a la ingrata sospecha de que tal vez se había encontrado con algo más espiritual que ella misma, y más digno, profundo e incomprendido que sus propios sentimientos.

Él cerró la puerta de la sala y se dedicó a dar vueltas sin sentido, a solas en medio de aquellas sombras, como si lo hiciera en un refinado antro de perdición. Ella no tenía el don, nadie lo tenía. Pisó un libro que se había caído de una de las mesillas. Lo recogió y se lo llevó hasta la lámpara con la pantalla carmesí. En aquel resplandor rojizo se fue revelando poco a poco la tonalidad rojiza de la portada y las letras doradas que estaban impresas sobre ella. Espinas y arabescos. Leyó el título un par de veces. Espinas y ar… Era el libro de poemas del otro. Lo dejó caer a sus pies, aunque sin sentir ninguna sensación de ira ni de celos. ¿Qué sabía él? ¿Qué? Las brasas crepitaron en la chimenea y volvió la cabeza para mirarlas. Aquel hombre había estado dispuesto a renunciar a todo por aquella mujer… que no había acudido… que no había tenido el suficiente valor, ni la fe, ni el amor para acudir. ¿Qué estaba esperando aquel hombre, qué era lo que deseaba? ¿Deseaba realmente a aquella mujer o solo la preciosa e inmaterial certidumbre? El primer pensamiento generoso que salió de su inteligencia tenía como beneficiario precisamente al hombre que había estado a punto de causarle el peor perjuicio. Ya no sentía ninguna ira. Estaba triste, con una especie de tristeza impersonal, una enorme melancolía, como si toda la humanidad anhelara algo inalcanzable. Le pareció sentir una plena fraternidad con todos ellos, también con aquel tipo. ¿Qué estaría pensando ahora? ¿Habría dejado de esperar y desear? ¿Es que se dejaba alguna vez en la vida de esperar y de desear? ¿Comprendería al fin que aquella mujer que no había tenido valor suficiente no tenía tampoco el don? ¡No tenía el don!

Sonó el reloj de la sala e inundó la estancia con el eco de su vibración, como si se tratara de una campana que estuviera sonando a lo lejos. Contó las campanadas. Fueron doce. Comenzaba un nuevo día. Ya estaba allí el mañana, aquel mañana misterioso e hipnótico que conseguía engañar a los hombres que no creían ni en la fe ni en el amor y los hacía inquietarse por todos aquellos penosos bienes perecederos que no tenían más recompensa que la tumba. Contó las campanadas y, mientras las contaba, dejó la mirada fija en las brasas como si estuviera esperando algo más. Luego, como si hubiese sentido la llamada de alguien, salió de la sala a paso rápido.

Ya afuera, sintió pasos en la planta inferior y se detuvo. Se oyó primero el chasquido de una cerradura y luego el de la otra. Cerraban y dejaban así todos sus anhelos y decepciones recogidos en la crítica de un mundo que solo tenía alabanzas para quienes se mantenían inmaculados e intachables. Se encontraba a salvo. El aldabón se cerró y sonó la cadena. ¡Nadie lo sabría nunca!

¿Por qué motivo aquella garantía resultaba aún más pesada que el miedo y ese día que apenas acababa de comenzar le parecía de pronto el último de todos, como si ese hoy no tuviera mañana? Y sin embargo, nada habría cambiado en realidad porque nadie lo sabría, todo seguiría igual que antes: el triunfo, el deseo, el placer de una ambición insaciable que encontraba su fruto todos los días, todos los placeres de la vida, todos ellos… Todos menos aquella certidumbre inmaterial y maravillosa, la certidumbre del amor y de la fe. En cierta época pensó que la sombra de aquella certidumbre siempre lo había acompañado, que era aquella presencia invisible la que dirigía su vida, y ahora que la sombra había surgido y se había desvanecido, era incapaz de acabar para siempre con el anhelo de conseguir la verdad de su substancia. Se trataba de un anhelo ingenuo y tan imperativo como las necesidades materiales en las que está fundada la existencia, pero, a diferencia de ellas, ésta era irrealizable. Era la tiranía de una idea que no toleraba tener rival, una idea solitaria, iracunda y peligrosa. Subió las escaleras con pasos lentos. Nadie lo sabría nunca. Los días seguirían transcurriendo como siempre y llegarían muy lejos. Puede que aquella idea fuese inconquistable, pero las personas no lo eran, ni la suerte, ni el mundo, ni las personas. La solemnidad de aquella perspectiva lo deslumbró de pronto, la brutalidad de aquel destino práctico que le aseguraba que solo tenía sentido perseguir aquello que se podía obtener. Se detuvo a la mitad del tramo de escaleras. Ya habían apagado la luz del recibidor y abajo solo brillaba una pequeña llamita amarilla. De pronto sintió un tremendo desprecio por sí mismo que sirvió de acicate. Retomó la marcha, pero cuando se encontró frente a la puerta del dormitorio matrimonial le tembló un poco la mano al extenderla para abrirla. Vio la cabeza de la sirvienta, que estaba en el rellano inferior cerrando las puertas. Dejó caer el brazo y pensó: “Esperaré hasta que se haya ido”. Se escondió entre los pliegues de una portière.

La vio subir gradualmente, como si estuviera saliendo de un pozo. A cada peldaño que ascendía temblaba la frágil llama de la palmatoria frente a su cansado y joven rostro, y la oscuridad del recibidor parecía ir tras ella, pegada a su falda negra como si se tratara de una silenciosa inundación o como si la noche descomunal del mundo hubiese irrumpido en el interior de la casa, quebrando así la discreción de los muros, las puertas cerradas, las ventanas cubiertas por cortinas. Asaltaba los peldaños y subía por las paredes cual ola furiosa, cubría el azul del cielo, el amarillo de la arena, el sol de los paisajes, el patetismo de la juventud y la necesidad de la infancia. Absorbió el idilio amoroso que sucedía sobre una pequeña barca y la inmortalidad mutilada en famosos bajorrelieves. Brotaba desde el exterior, crecía en un destructivo silencio; en lo alto, la mujer de mármol, serena y ciega sobre su pedestal, parecía tratar de cerrarle el paso a la noche inexorable con un haz de luces.

Él contemplaba impaciente toda esa marea de impenetrables tinieblas como si solo desease que cayera una oscuridad lo bastante negra como para encubrirlo. Aquella marea ya estaba cerca. El haz de luces se apagó. La sirvienta pasó a su lado sin darse cuenta, y tras ella recorrió la pared la sombra de una mujer enorme. Cuando pasó la sirvienta él cerró los párpados y aguantó la respiración y tras su paso la marea tenebrosa del océano ocupó la casa, hizo un pequeño remolino a sus pies y a continuación lo cubrió hasta la cabeza.

Ya había llegado el momento, pero todavía no abrió la puerta de la habitación. Todo estaba en calma, pero en vez de ceder a las amables exigencias de la vida prefirió esconderse en las tinieblas de la casa. Era la estancia de una noche sin fin, parecía haber terminado ya el último de los días y haber sumido el mundo en una oscuridad sin mañana. La mujer de mármol se perfilaba con claridad con la forma de un paciente espectro que sostenía en mitad de la noche un haz de luces apagadas.

Su cerebro desplegaba frente a él un bosquejado cuadro de una vida en la que nada se había perdido, el prestigio y las ventajas de una posición exitosa, pero su rebelde corazón seguía palpitándole con violencia en el pecho enloquecido por aquel deseo de una certidumbre inmaterial y maravillosa, la certidumbre del amor y de la fe. ¿Qué sentido tenía refugiarse en la oscuridad de su casa si en el exterior brillaba aquel sol bajo el que los hombres podían sembrar y cosechar? Nadie lo sabría. Y así pasarían días, y más días, años… Recordó que la había amado. Pasarían años enteros… Pensó en ella como se piensa en los muertos, con una nostalgia tierna y el sueño que provoca recordar todas las cualidades idealizadas. La había amado, la había amado y nunca había sabido la verdad… Pasarían los años y él seguiría viviendo en la angustia de la duda… Recordó su sonrisa, su voz, sus silencios, y lo hizo como si la hubiese perdido definitivamente y sin remedio. Pasarían los años y siempre desconfiaría de esa voz, dudaría de aquellos silencios, sentiría desconfianza de aquella sonrisa y de aquellos ojos. ¡No tenía el don! ¡No tenía el don! ¿Qué era ella? ¿Quién era? Pasarían los años y también se extinguiría el recuerdo de este momento mientras compartía a su lado la tranquilidad de una vida sin tacha. Ella no tenía ni fe ni amor para nadie. Consagrarle a ella su fe y su amor era lo mismo que hacerle una confesión al universo, nadie respondería jamás, ni siquiera un eco.

En medio del sufrimiento provocado por aquella idea nació su conciencia: no era ese temor o remordimiento que crece y decrece lentamente ante la realidad del mundo, sino una divina sabiduría que brotaba de una forma madura, dispuesta a combatir la secreta vileza escondida en el corazón de los motivos. Se le hizo palpable con la evidencia de un rayo que el decoro no era un camino posible para alcanzar la felicidad. Fue una revelación terrorífica. Comprendió de pronto que nada de lo que conocía importaba lo más mínimo. Las acciones de los hombres y de las mujeres, el éxito, la humillación, la honra, el fracaso… nada importaba. No era un problema de que hubiera más o menos sufrimiento, de esta alegría en concreto o de esa otra pena era una cuestión de verdad y mentira, de vida y muerte.

Se encontraba en medio de una noche de revelaciones, en la oscuridad que hacía que los corazones se pusieran a prueba, una noche aparentemente inútil para el trabajo de los hombres, pero durante la cual la mirada, como no estaba cegada por la luz del sol, podía conocer la luminosidad de las estrellas. Había cierta solemnidad en aquella total quietud que lo rodeaba, pero consideró que se parecía más a la engañosa calma de un templo consagrado a unos ritos satánicos. El silencio que reposaba entre aquellos muros hablaba de seguridad pero, por un momento, le pareció que lo único que hacía era encubrir una falacia rentable, ¡en realidad no era otra cosa que la prudente cueva de unos ladrones, una casa de lenocinio! Pasarían los años y nunca lo sabría nadie. ¡Nunca! Ni siquiera cuando llegara la muerte…

—¡Nunca! —gritó en medio de aquella noche de revelaciones.

Y dudó. También el secreto de los corazones, por muy espantoso que fuera para el ojo humano, se representaría siempre frente a la mirada del inescrutable Creador del bien y del mal, el Señor de las dudas y los impulsos. Ya había asistido al nacimiento de su conciencia, ahora escuchaba la voz y dudaba si rendirse o no a la fuerza fatídica del secreto de su corazón. Resultaba un enorme sacrificio arrojar su vida entera al fuego de aquella nueva fe. Pidió misericordia ante aquel decreto tan cruel de su redentor. Sintió la necesidad de una complicidad tácita y de buscarla en el lugar en el que no le había faltado nunca: la costumbre de tantos años. Puede que ella lo ayudara… Abrió la puerta y entró en la habitación con la furia de un fugitivo.

Se plantó en medio de la estancia sin haber visto otra cosa más que el brillo deslumbrante de las luces y, como si estuviera aislada y flotando frente a él, vio una cabeza femenina. Se había puesto en pie de un salto en cuanto lo vio entrar.

Se contemplaron mutuamente, mudos de asombro. El pelo de ella brillaba como oro bruñido deslizándose sobre su espalda. Él se asomó a la pureza insondable de su mirada. No había nada allí, ni mucho ni poco.

Murmuró confuso:

—Quiero sa… quiero saber algo.

Unas sombras cruzaron la luz pura de aquellos ojos, unas sombras de duda, de sospecha, la certeza de un antagonismo irresoluble, la desconfianza desatada por la defensa propia, el odio, un odio delirante y profundo que volcaba un esquemático materialismo en la trágica batalla de sus sentimientos.

—Alvan… no toleraré… —Comenzó a resoplar—. Yo también… Yo también tengo mi derecho a…

Él levantó el brazo con un aspecto tan amenazador que ella se asustó y retrocedió un poco.

Continuó con la mano en alto. Pasarían los años y él tendría que convivir para siempre con la pureza insondable de aquella mirada en la que ya brillaban el odio y la desconfianza. Pasarían los años y no llegaría a saber la verdad jamás… nunca confiaría. Pasarían todos aquellos años sin fe ni amor…

—¿Cómo puedes soportarlo? —gritó él como si tuviera la sensación de que ella le podía leer la mente. Tenía un aspecto realmente amenazador. Ella pensó en todo tipo de peligros, en la posibilidad de la violencia, y dudó de que hubiera en toda la tierra algo capaz de compensar una experiencia tan brutal. Gritó otra vez—: ¿Cómo puedes soportarlo?

Y sus ojos brillaron como los de un desquiciado. También brillaron los de ella, que no podía oír en realidad el clamor de los pensamientos masculinos. Sospechó que él había cambiado de parecer y que estaba teniendo un ataque de celos, o que trataba de hacer algún tipo de maniobra de distracción. Ella gritó exasperada:

—¡Puedo!

Él tuvo la sensación de estar sacudiéndose para romper unas cuerdas invisibles. Ella temblaba de pies a cabeza.

—¡Pues yo no! —gritó, e hizo un gesto brusco como si tratara de apartarla de una vez y abandonó la habitación a toda prisa. Cerró la puerta de un golpe brutal. Ella dio tres pasos hacia ésta, pero se quedó inmóvil con la mirada fija en aquellos paneles blancos y dorados. En el otro lado no se escuchaba ni un rumor, ni un murmullo, ni siquiera los pasos que recorrieron la mullida alfombra. Daba la sensación de que, en el mismo instante de salir por la puerta, él hubiese fallecido de pronto: había muerto allí, y con su alma se había extinguido también su cuerpo. Ella aguzó el oído con los labios abiertos y la mirada incrédula. En ese momento escuchó a lo lejos, muy por debajo de ella, como si el ruido se hubiese producido en las mismísimas entrañas de la tierra, el tremendo golpe de la puerta al cerrarse, que hizo temblar aquella apacible casa de los cimientos hasta el techo como si se hubiese tratado de un trueno.

No regresó jamás.

*FIN*


“The Return”,
Tales of Unrest, 1898


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