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El relox: Primera parte

[Poema - Texto completo.]

José Batres Montúfar

Toda mujer que mucho otea o es risueña
dil sin miedo tus coitas, non te embargue vergüeña.
Si la primera onda de la mar airada
espantase al marinero cuando viene turbada
nunca en el mar entrarie con su nave ferrada.
non te espante la dueña de la primera vegada.
—El arcipreste Juan Ruiz.

Aunque el aconsejar a las señoras
lo juzgo necedad y es uso añejo,
hace tiempo, bellísimas lectoras,
que estoy pensando en daros un consejo,
y es el de que robéis algunas horas
a la ventana, al piano y al espejo,
y os dediquéis un tanto a la lectura,
por prevención para la edad madura.

Hermosas sois desde los pies al pelo,
frescas, bellas, lozanas como rosas,
vuestro color es el carmín del cielo,
talles tenéis de ninfas y de diosas,
etcétera; y bastante me recelo
que, siendo tan modestas como hermosas,
más me valiera el no deciros nada,
pues sé que la lisonja os desagrada.

Sin embargo, cual íbamos diciendo,
aunque tan bellas sois, vuestra hermosura
nada puede perder, a lo que entiendo,
por un poco de estudio y de lectura;
más cuando la lectura recomiendo
no me limito a la literatura,
pues novelas y dramas ya sospecho
que bastantes leeis, y con provecho.

Es un gusto aprender en los autores
que tratan de las ciencias naturales,
por qué de las semillas nacen flores,
cómo hacen para andar los animales,
para qué fin hay rayos y temblores,
o de qué se componen los metales.
Cosas que cada día estoy leyendo,
que siempre admiro y que jamás entiendo.

Y en los libros que tratan del gobierno,
del código ateniense, del romano,
del régimen antiguo y del moderno,
monárquico, feudal, republicano:
cuándo debe un congreso ser eterno,
cómo se erige un déspota en tirano,
qué se entiende por ley de garantías,
y por qué se ha de hollar todos los días.

Mas aquellos que tratan de la historia
a cualquiera lectura los prefiero,
solo por ir grabando en mi memoria
tanto nombre de rey, tanto guerrero,
tanta revolución, tanta victoria,
tanto ministro en busca de dinero,
tantas fechas, en fin, amontonadas
por calendas, hegiras, olimpiadas.

A las crónicas soy aficionado,
a las de Guatemala sobre todo,
y he grande copia de ellas registrado
de frontispicio al último recodo.
Ni solo el Juarros leo con agrado,
que también me deleitan a su modo
Ximénez, Vásquez, Remesal, Castillo,
Fuentes, y algunos más cuando los pillo.

Yo quiero demostraros que no miento
cuando digo que es una maravilla
lo que estos libros cuentan, y al intento
os voy a hacer la narración sencilla
del lance acontecido a un avariento
por el primer relox de campanilla
que vino a Guatemala —de contado
fue relox muy famoso, muy sonado.

Digo que fue sonado; pero ruego
que no por la campana se presuma
que yo de intento con las voces juego,
sino que al paso se me fue la pluma.
Un juego de palabras desde luego
se sufre en un Congreso; mas, en suma,
hace muy poco honor a cualesquiera
que tenga alguna sal en la mollera.

Toda andaba la gente alborotada
por ver aquella alhaja prodigiosa;
unos decían: —¡Obra delicada!
Decían otros: —¡Máquina curiosa!
Otros, en baja voz: —No vale nada,
Como sucede con cualquiera cosa.
Y su dueño, con mucha cortesía,
—Está a la orden de ustedes, les decía.

Don Alejo Veraguas era el dueño,
que aunque había nacido en Comayagua,
se decía asturiano o extremeño
porque su tío don Martín Veragua,
a Portugal se lo llevó pequeño,
y después a Gijón —a lengua de agua—
y allí se estuvo hasta que muerto el tío,
por la Habana se vino en un navío.

Por lo cual, a pesar de ser guanaco,
en su modo de hablar era europeo,
y además, tan galán, tan currutaco,
que nadie le igualaba en un paseo.
A la verdad, era un poquillo flaco,
y visto de perfil era algo feo,
y algo pecoso y le faltaba un diente;
mas era muy buen mozo, muy decente.

Tanto que en aquel tiempo las señoras,
máxime las viudas y solteras,
se morían por él, y a todas horas
andábanse por verle a las carreras:
no harían otro tanto mis lectoras,
que ni curiosas son ni noveleras:
mas era entonces diferente todo
y así las cosas iban de otro modo.

Cuál, su garbo elogiaba y su despejo,
cuál, su buen gusto y su vestir prolijo;
va don Alejo y torna don Alejo,
don Alejo hace, don Alejo dijo:
¿Había algún convite, algún festejo?
Con él antes contaban; era fijo;
y los hombres tomándolo a sonrojo
comenzaron a verlo de reojo.

Mas le hacían propuestas cada día
por el relox, ya en cambio, ya en dinero:
este doscientos pesos le ofrecía,
aquel diez onzas y un caballo overo,
quién una rifa en tercio proponía,
quién un catre, un tremol de cuerpo entero,
una frasquera de cristal completa,
un busto de Nerón y una escopeta.

Don Alejo inflexible se mostraba
sin admitir contrato, ni propuesta:
al del caballo overo contestaba:
—Tengo caballo. Al otro por respuesta
decía: —Tengo espejo, y acababa
por decirles a todos: —Más me cuesta:
trescientos pesos me costó sin sellos
y después un anillo dí por ellos.

Pero después de tanto defenderlo
de cambios y de rifas ¿quién dijera
de qué manera al fin vino a perderlo?
En igual caso yo, si mío fuera,
no queriendo trocarlo ni venderlo
con muchísimo gusto lo perdiera:
por salvar el honor de mi querida,
no digo mi relox, diera mi vida.

Don Alejo era mozo muy amable,
de buena educación, de buenos modos,
mas tenía un defecto bien notable
que con razón le criticaban todos.
Por la menor cuestión sacaba el sable,
y siempre se metía hasta los codos
en negocios de intrigas y de amores,
de los cuales contaban mil horrores.

Decíase que a un cierto Timoteo,
marido de una linda tocoyana,
halló medio de enviarle de correo
por pasarse con ella la semana.
El lance ¡vive Dios! estuvo feo,
y después de conducta tan villana
siempre que se acordaba del asunto
en carcajadas prorrumpía al punto.

De cada nuevo amor, cada conquista,
cada beldad que a su pasión rendía
iba apuntando el nombre en una lista
que debiera llamarse letanía.
Era muy socarrón, gran pirronista,
y a todas las mujeres las tenía
en concepto de falsas, caprichosas
y de… qué sé yo cuántas otras cosas.

Se ve que era un insigne libertino
que siempre del amor había hablado
como de una botella de buen vino,
de un plato de perdiz o de pescado.
Al cabo castigole su destino,
y aquel soberbio corazón osado
que jamás doblegaba la cabeza
cayó redondo al pie de una belleza.

Era por aquel tiempo Alférez Real
de la Noble Ciudad de Goathemala
don Cornelio Peléznez del Cabral,
bajo cuyo apellido le señala
un viejo cronicón municipal;
mas él dejó el Peléznez por la mala
pronunciación, que daba muchas veces
ocasión a llamarle Pelanueces.

Por tanto conservó el apelativo
de Cabral, sin Peléznez, liso y llano:
Era chico de cuerpo, de ojo vivo,
de carácter tal cual: algo liviano,
un poco tonto, un poco vengativo,
un poco sin vergüenza, un poco vano,
un poco falso, adulador completo,
por lo demás, bellísimo sujeto.

Solo sí le tachaban una cosa,
que era el ser muy judío, muy avaro,
excepto, sin embargo, con su esposa,
que siendo una mujer de ingenio raro,
joven, alegre, antojadiza, hermosa
y con mil cualidades, era claro
que hacía de Cabral cuanto quería,
que hasta la bolsa a su pesar le abría.

Doña Clara, además de su hermosura
(porque este era su nombre: doña Clara),
que en verdad parecía una pintura,
tenía un cierto no sé qué en la cara
y una cierta expresión en la figura,
que el más hábil pintor no la pintara,
y un mirar, y un reír con un salero
capaz de volver loco al mundo entero.

Sobre su pie brevísimo y pulido
que apenas al andar dejaba huellas,
al ondular las faldas del vestido
podíanse entrever sus formas bellas:
la encarnadura, el torno, el colorido
que adivinaba el pensamiento en ellas
contrastaban lo fino, lo gracioso,
de su talle flexible y voluptuoso.

Además, al tocar el fortepiano,
si no igualaba a Adam en la destreza
le excedía en lo lindo de la mano
y en llevar el compás con la cabeza;
su voz era un dulcísimo soprano,
no diré que cantara con limpieza,
mas si algún desentono cometía,
su buena dentadura lo suplía.

Aunque de fierro, aunque de mármol fuera,
¿dónde encontrar un corazón tan frío
que a tantas cualidades resistiera?
Seguro está que no sería el mío,
y si tan arrogante alguno hubiera
que quisiese aceptar el desafío,
en mirando bailar a doña Clara
las orejas apuesto a que la amara.

Don Alejo la vio y un cierto fuego
de nueva calidad sintió en el alma,
desazón, inquietud, desasosiego
que le robaban su primera calma:
bien habría querido desde luego
añadir a las otras esa palma,
grabar en su blasón esa conquista,
ese nombre agregar a aquella lista.

Mas no era fácil semejante empresa
con mujer tan preciada y orgullosa,
que se tenía en más que una princesa
y tenía más humos que una diosa;
mujer que su virtud guardaba ilesa
por vanidad y no por otra cosa;
ni este orgullo salíale a la cara,
que antes era un almíbar doña Clara.

Por eso don Alejo el atrevido,
el audaz don Alejo vacilaba,
que nunca había cosa tal sentido
como la que esta bella le inspiraba.
Por más planes que hubiese concebido,
así que en su presencia se encontraba
todo el plan se cambiaba en un enredo
de duda, amor, placer, valor y miedo.

Si doña Clara al punto echó de ver
esta pasión, no lo sabré decir:
pues nada sé de astucias de mujer,
ni aventuro sobre ellas mi sentir.
Mucho menos alcanzo a comprender
en qué diablos podía consistir
que se viesen a tarde y a mañana
el en su calle y ella en su ventana.

Pasaba don Alejo y revolvía
y volvía a pasar y la miraba,
y ella ni aun advertirlo parecía
sino cuando al pasar la saludaba.
Entonces al saludo respondía;
mas nada en sus maneras demostraba
que le diese importancia a tal cortejo;
de que se daba al diablo don Alejo.

En esta situación, en este empeño
el tiempo se pasaba, y el amante
iba perdiendo el apetito, el sueño
y la antigua alegría del semblante.
A la luz de los ojos de su dueño
ardía el infeliz solicitante
rondando en torno de la bella dama
cual mariposa en torno de la llama.

—¿De cuándo acá tan tímido y cobarde?
Se decía a sí mismo con despecho.
—¿Por qué ocultar las llamas en que arde
callado el corazón dentro del pecho?
Tengo de hablar, y si he de hacerlo tarde
mejor será temprano: Dicho y hecho,
a la primera vez que la vio sola
acercose a la reja y saludola.

Don Alejo en sus mientes cavilando
lindas frases había prevenido
para decir su amor en tono blando,
patético, elocuente y comedido,
cual convenía al caso; pero cuando
vio faz a faz al dueño apetecido,
sin poder proferir un solo acento,
perdió el color y le faltó el aliento.

Como aquel que al saltar un ancho foso
midiendo la distancia se prepara
y toma espacio y lánzase animoso,
y corre al borde, y súbito se para
arredrado del salto peligroso:
del mismo modo al ver a doña Clara
arrugar el hermoso sobrecejo
se quedó como estatua don Alejo.

Y ella viendo pintado su desmayo
en la cara asustada que tenía,
que herido parecía estar del rayo,
tomó un aire de trisca y de ironía
y su rostro inclinando de soslayo,
le dijo con maligna cortesía
y risa entre burlona y desdeñosa
—¿Iba usted a decirme alguna cosa?

“Mal la mujer conoce quien presume,
a fuerza de suspiros obligarla;
en vano se desvive y se consume
en su necia pasión sin explicarla.
Valor, audacia: en esto se resume
la ciencia del amor y el resto es charla”.
Mas no penséis que esta sentencia es mía;
la digo porque Byron la decía.

Cuando alzó don Alejo la cabeza
para reconvenir a la inhumana
por su feo desdén y su crudeza
mano a mano se halló con la ventana.
Atónito, corrido, en su fiereza
clamaba a Lucifer con furia insana,
y al marcharse tirándose del pelo
oyó una carcajada: ¡qué consuelo!

No bien llegó a su casa el desdichado,
de infanda zaña el corazón henchido,
que se echó en su sillón desesperado,
descompuesto el cabello y el vestido:
y luego levantose endemoniado,
y exhalando un sordísimo gemido,
se puso a pasear como demente
pronunciando el monólogo siguiente:

—Lengua de Barrabás que en los pasados
tiempos, para mentir falsos amores,
veloz en gabinetes y en estrados
parecías redoble de tambores,
a manera de ciertos diputados
que quisieran pasar por oradores:
¿Cómo diablos ¡oh lengua! enmudeciste
hoy que decir una verdad quisiste?

Hizo una breve pausa y levantando
la voz, como cantor en un crescendo
que comienza en acento sordo y blanco
y progresivamente va subiendo,
apostrofó a su ingrata declamando
versos de Shakespeare; mas traduciendo
con la fidelidad con que interpreta
cierta arenga de un belga la Gaceta.

A woman sometimes scorns what best contents her,
fue el testo que tomó: testo que quiere
decir que algunas veces la mujer
hace burla de aquello que prefiere:
y que lo que más finge aborrecer
es lo mismo talvez por que se muere;
ni de su burla hay que asustarse tanto,
que lo que empieza en risa acaba en llanto.

Todo esto no lo dice solo el testo,
ni hay idioma en el mundo tan lacónico
que pueda en un renglón decir todo esto
inclusos el romano y el teutónico.
Mas los últimos versos son del resto
de un discurso satírico y sardónico
que dice, no me acuerdo que persona
del drama Dos hidalgos de Verona.

Y prosiguió: —¡Mujer, yo te aborrezco!
¡Mujer falaz, artificiosa, ingrata!
¡Al escuchar tu nombre me enfurezco
porque es tu nombre tósigo que mata!
¡Yo no quiero tu amor, yo no apetezco
tu corrompido corazón de plata
que solo vibra al retintín del oro!
Mujer… ¡Maldita seas!… Yo te adoro…

¡Yo te adoro… es decir, a pesar mío:
te aborrezco y te adoro juntamente,
como se juntan el calor y el frío
en el sudor glacial que arde mi frente:
yo perdonara tu desdén impío;
mas antes me arrojara en un torrente
que perdonarte tu sangrienta mofa!
(Es algo metafísica esta estrofa).

Dijo luego entre dientes otras cosas,
de manera que apenas se entendían
sino algunas palabras injuriosas
que acaso sin querer se le salían
como, necias… coquetas… veleidosas…
y otras que bien presumo cuál serían;
ya se ve, don Alejo estaba loco;
pero se fue calmando poco a poco.

¡Oh amor…! (este episodio es excelente,
el verso es suelto, fácil, bien hilado
y corre como el agua de una fuente)
¡Oh amor!… (y buen trabajo me ha costado)
¡Oh amor inconcebible, inconsecuente!
¿Qué nombre te daré (poned cuidado)
si a veces más que amor pareces odio?
(¡Arrogante principio de episodio!)

¿Qué es el amor? Es un sublime arcano,
símbolo del misterio de la vida.
¿Qué es el amor? Es un capricho vano,
un simple antojo, una ilusión fingida.
¿Qué es el amor? Es un delirio insano
que roe una existencia maldecida.
No hay del amor definición correcta
y la da cada cual según su secta.

Preguntad a Platón; en su sistema
es el amor un sentimiento puro,
una llama invisible que no quema
y que sé yo. La escuela de Epicuro
niega la esencia de esta unión suprema
y nos pinta el amor carnal, impuro;
aunque no fue Epicuro tan sensual,
más Aristipo lo entendió muy mal.

De unos y otros siguiendo la doctrina
funda Rousseau la suya en la pureza
del amor de platón, al cual se inclina,
y cree que por exceso de flaqueza
tenemos que ceder a la rutina
de nuestra material naturaleza;
más que, aplacando un tanto este incentivo,
vuela el alma al amor contemplativo.

Entre tantas escuelas y secciones
sobre esta gran cuestión de Erología
en que están divididos los campeones
de la moral y la filosofía,
y entre este laberinto de opiniones,
la que prefiero a todas es la mía,
y pues viene de perlas, os haré
una sincera profesión de fe.

Yo creo en el amor sentimental
y creo en la amistad del corazón,
y en el gusto, también, condicional
de Rousseau, de Voltaire, de Richardsón
(con acento en la sílaba final):
creo en la simpatía, en la atracción
de la fisiología de Roussel,
y si otro amor hubiere, creo en él.

Creo también (lo digo con verdad)
en el desinterés de la mujer,
en su fina y constante lealtad,
en su modo sublime de querer:
la mujer es un ángel de bondad
incapaz de engañar o de ofender;
ni tiene gracia que lo diga yo,
ellas mismas dirán si es cierto o no.

Yo conozco sus prendas; pero al cabo
vale más el callar porque no gusto
de que puedan pensar que las alabo
por mi propio interés; lo justo, justo:
ni acostumbro adular con menoscabo
de la verdad, ni empleo el tono adusto
o el estilo dogmático de un viejo…
Entre tanto ¿qué hacía don Alejo?

Lo que entretanto don Alejo hacía
era estar recostado en un escaño
rendido a su dolor ¡Quizá dormía!
¿Vosotras lo extrañáis? Yo no lo extraño.
Si una pena durase todo un día
tan cruda como empieza, haría un año
que no saliera un verso pareado
de mi cráneo vacío y oradado.

Dejémosle dormir enhorabuena
que el sueño si no cura al desgraciado
alíviale, a lo menos, de su pena,
a lo menos da tregua a su cuidado.
Duerme el cautivo atado a su cadena,
duerme junto a sus armas el soldado,
duerme el piloto al pie del gobernalle
y duermen los serenos en la calle.

Duerman en paz, en paz mi cuento sigo:
Apenas despertó de su letargo
un poco sosegado nuestro amigo
de su gran pesadumbre, sin embargo
de no estarlo del todo; como digo,
viéndose en el escaño largo a largo
tendió los brazos y estiró el pescuezo
exhalando un suspiro… y un bostezo.

También yo bostezara si tuviera
de seguirle en su historia paso a paso
sin omitir ninguna friolera;
no la habría emprendido en ese caso:
un buen pintor que pinta una pradera
dibuja al sol cayendo en el ocaso
y al ganado paciendo en la verdura;
mas no llena su cuadro con basura.

Baste, pues, el decir, “que recobrado,
y del primer terror convalecido”
tornó a su galanteo acostumbrado ,
olvidando el desaire recibido.
(Esto se llama estar enamorado)
Ni desistió jamás de este partido
aunque vio ser su diligencia vana,
pues siempre hallaba sola la ventana.

Por abreviar mi tarda narración
voy a cortarla aquí: como el Congreso
que teniendo la ley en discusión
para darla más presto entra en receso.
Cumple así cada cual su obligación
al público aliviando de su gran peso:
el diputado el de su inútil dieta,
y el de algunas estrofas el poeta.

Pero no puedo menos que copiar
una carta que guardo para muestra
del femenil estilo epistolar
en época tan varia de la nuestra.
Se hace en ella mención particular
del lance acaecido en la fenestra;
(fenestra significa la ventana)
y dice: “Jueves diez”—Querida Juana:

“No puedes figurarte con la pena
que me tiene tu viaje pues a cada
rato estoy preguntando como un ena-
morado cuándo vuelves, pero nada
importa lo demás como estés buena
que es lo que yo deseo y muy hallada
y engordes mucho con los baños en
unión de Don Jerónimo con quien

estoy muy enojada, pero mucho,
pues yo ninguna tuya he recibido;
y dime si ha salido bueno tu cho-
colate para enviarte, no me ha sido
posible conseguir que el avechucho
de don Blas mi cuñado haya querido
llevarme a verte; es tanto lo que extraño
tu falta que ya pienso que hace un año

pues tengo mucho que contarte ya sa-
brías el casamiento de la Coso
con Don Juan Catarino, y que se casa
a disgusto de todos pero yo so-
lamente por la pobre Nicolasa
lo ciento porque dicen que es celoso
…(un borrón hay aquí sobre lo escrito)…
pues no me gusta el novio ni tantito.

Y no me alargo más por estar suma-
mente indispuesta con dolor de cara
y escribiendo muy mal de modo que
humanamente no podrás leer mis gara-
vatos, y por estar fatal la pluma.
No dejes de escribir dos letras para
tu amiga que desea veretete
(Así el original) Clara Roblete

de Cabrales. —Post data: Ya ves como
don Alejo llegó por la ventana
con ánimo de hablarme y empezó mo-
liéndome con que soy una tirana,
pues estaba más pálido que el plomo
y se puso a decir cuanto la gana
le dió, que era muy linda como un cielo
pero ni la mitad es esto cierto de lo

que me decía, qué dirá la gente
de haberlo visto allí con su tontera
por más que yo le dije que era un ente
muy insignificante y que se fuera:
pues si vieras, es hombre muy corriente
y que tiene la sangre muy ligera
mas a mí no me gusta por osado
pues amantes como él se encuentran a do-

cenas. Pero por fin se fue llorando
así que me quité, ve que locura
y andaba por allí Cornelio cuando
esto pasó y cayó con calentura
don Alejo y ha estado delirando,
más ¡por mí! que se muera—ya me apura
el portador.—Jesús que priesa de hombre,
saluda a don Jerónimo en mi nombre”.

Así escribían antes las señoras.
¡Cómo los tiempos mudan! Hoy en día
en que todo es progresos y mejoras
da gusto lo que escriben, a fe mía:
y entre ellas sobresalen mis lectoras:
¡Qué estilo!, qué dicción!, qué ortografía!
¡Qué delicada construcción de frases
sin mentiras, sin pueses y sin mases!

¿Pudiera ser acaso de otro modo?
Sin que nos extendamos más sobre esto,
con decir quiénes son se dijo todo.
Alguno juzgará que me he propuesto
ser su panegirista y que acomodo
una lisonja con cualquier pretexto;
no es mi carácter ese: si supiera
alguna cosa en contra, lo dijera.

Pero vuelvo a mi historia y os convido
a dar conmigo un salto… ¿qué os espanta?
No es el salto de Léucades temido,
ni el que con un dogal en la garganta
dio Judas de su infamia arrepentido,
ni el salto que Solís tanto decanta
de Alvarado con todos sus arneses:
es simplemente un salto… de dos meses.

El de noviembre es clásico en la historia
del reino de Utatlán (hoy Guatemala)
por la recordación de una victoria
que en unión de los indios de Tlaxcala
aquel héroe ganó: y en su memoria
se hacía en este mes con pompa y gala
un militar paseo, en la vigilia
del día veinte y dos (Santa Cecilia).

Llegado, pues, aquel famoso día
en el año que vamos refiriendo,
comenzó la función como solía,
al son de las campanas y al estruendo
de dos piezas o tres de artillería…
o fuese de arcabuces: no pretendo
que se me preste fe sobre este punto,
mas las salvas importan a mi asunto.

De gentes se cuajaron las esquinas,
de damas se adornaron los balcones,
colgáronse los muros de cortinas,
se alegraron las calle con festones,
armáronse pendencias, tremolinas,
corrillos, carcajadas, estrujones;
pañuelos y sortijas se perdieron,
y muchachas también… pero volvieron…

Al son de chirimías y atabales,
los de Tlaxcala claros descendientes
llevando a cuestas arcos triunfales,
la marcha precedían diligentes.
Bellas plumas de pavos y quetzales
coronaban los arcos relucientes,
y otros indios vestidos de soldados
los custodiaban, de arcabuz armados.

A caballo seguía la nobleza
en unión del ilustre Ayuntamiento
ostentando su brío y gentileza
en selecto y lucido regimiento.
Cada corcel llevaba en la cabeza
un penacho o florón; el paramento
era de plata y oro, y enrizadas
la cola y crin con cintas enlazadas.

Cerraba la brillante cabalgata
la Audiencia y la Real Chancillería:
también bordado traje de oro y plata
más vistoso que el sol a medio día.
Vestido el presidente de escarlata,
con más ostentación que un rey venía,
trayendo a la derecha en su bridón
al alférez real con el pendón.

Por último, venía paso a paso
el cuerpo provincial de los dragones,
de disciplina y de valor escaso,
en caballos muy flacos y trotones.
Al son de un mal tambor, sin hacer caso
de guardar formación, por pelotones,
con mucha gravedad y muy despacio
venía encaminándose a Palacio.

Cuyo balcón estaba rebozando
de damas y señoras de gran cuenta
el egregio paseo contemplando,
junto con la señora presidenta.
Al ir los caballeros desfilando
la excelsa multitud estaba atenta
(la llamo excelsa porque estaba en alto)
viendo cada corveta y cada salto.

Pasó el primero don Martín Lamprea,
muy estirado en una yegua baya;
tras él don Juan Gonorreitigorrea,
natural de Pasages, en Vizcaya.
Seguíanles don Sancho Bocafea,
don Luis Tenaza, don Andrés Malhaya,
don Blas Cabral y don Manuel Cornada,
hombre de una nariz desaforada.

Venía don Crisóstomo Zamporda
en una caballo negro salpicado:
don Bruno Rueda en una yegua torda
le seguía torciéndose de lado.
Cerca de él don Gregorio Panzagorda
hundía el lomo en un rocín melado,
y el de un overo don José Portilla
agarrado del pico de la silla.

En un zaino de trote furibundo
don Tonino Lenguaza atrás venía,
el hombre más chismoso de este mundo
y el más cobarde que en el reino había:
don Julio Mier iba a su lado, oriundo
de Carmona, ciudad de Andalucía,
y con ellos don Marcos Bahamonde,
corregidor que fue de no sé dónde.

A estos seguía don Julián Moncada,
teniente coronel, mayor de plaza,
mayordomo mayor de la Cruzada
y tercero del Carmen, dando traza
de alcanzar a don Cosme de Valnada
que montaba un bridón de buena raza,
y a don Justo Patilla, que en su potro
con un estribo va más largo que otro.

No quiero fastidiar con los demás,
como los Garrafuerte, los Gallín,
los Peladas, los Moscas, los Reiyás,
los Trampeas, en número sin fin:
todos con sus lacayos por detrás
puesta la mano en la anca del rocín;
mas, ¿quién son esas damas que los miran
desde el balcón, y viéndolos suspiran?

La presidenta doña Petra Almonda
era la principal, y su sobrina
doña Lucía, natural de Ronda,
muy salada gitana y muy ladina.
Doña Isabel Sinnóes, linda y blonda,
doña Inés Tresamantes de Pesquina
y doña Cruz Malpara del Pezado,
les hacían la corte a cada lado.

Prendida la mantilla con hilvanes,
muy mirlada en su silla, se seguía
doña Coronación de Cienfustantes:
después doña Tamasa de Maldía,
guiñando el ojo a todos los galanes;
luego doña Joaquina Cararpía
con el rostro muy seco y afligido
por la muerte del séptimo marido.

Estaba allí doña Rosita Alfaca,
cuñada de un oidor de campanillas,
y doña Dorotea Tomaydaca,
que cantaba muy bien las seguidillas.
También doña Ana Espín, señora flaca,
empeñada en cubrir las pantorrillas
de doña Engracia Ordez, señora gorda
que a la solicitud se hacía sorda.

Doña Clara Roblete, por supuesto,
a todas excedía en hermosura,
en tez, en cara, en talle y en el resto,
y en el traje también, cuya pintura
haría si pudiera; mas sobre esto
nada sé, ni de frases de costura;
¿qué entiendo yo de nesgas, lazos, golas,
bebederos, jaretas ni escarolas?

Estas y otras bellezas sobrehumanas
el mirador magnífico cubriendo,
parecían huríes y sultanas
que un bazar estuviesen presidiendo,
gordas y flacas, jóvenes y ancianas
en silencio ¡oh prodigio! estaban viendo
pasar los caballeros, como digo,
cual si fuese el ejército enemigo.

De repente un clamor estrepitoso
se oyó rodar entre las damas bellas,
y un volver las cabezas, y un ansioso
mirar al mismo lado todas ellas,
así al ver algún cuerpo luminoso
el campo atravesar de las estrellas,
todos para mirarlo se voltean
y a la vez dicen todos: “¡Vean! ¡vean!”

—¡Allá viene! ¡Allá viene! ¡Qué galán!
¡Don Alejo es aquel que se adelanta!
¡Allá viene montado en su alazán!
¡Qué planta de animal! ¡Qué hermosa planta!
Estas palabras circulando van
y el eco del rumor que se levanta
va a repetir en último reflejo:
—¡Aquel es!… ¡Allá viene!… ¡Don Alejo!

En esto despuntaba por la plaza,
más que Orlando gallardo el caballero,
no cubierto de casco ni coraza,
sino de una casaca y un sombrero,
ni llevaba montante, lanza o maza,
ni pulido broquel de fino acero,
mas un estoque armado en pedrería
que del dorado cinturón pendía.

Eran de raso blanco los calzones,
llegándole nomás a las rodillas,
cubiertas las costuras con galones
y sujetos al cuerpo con hebillas.
No diré que alcanzase a los talones
la casaca, mas sí a las pantorrillas,
de seda de Milán color de perla
y bordada, que daba gusto verla.

La larga chupa al muslo descendía
de igual color y de las mismas telas,
y una y otra cartera guarnecía
un hermoso alamar de lentejuelas.
Por su brillo tal vez se juzgaría
que llevaba en los muslos escarcelas;
era el ropaje, en fin, de los más ricos,
así como el sombrero de tres picos.

Tenía el alazán la frente blanca,
ancha nariz cabeza breve y cuello
largo y delgado ijar, redonda el anca,
robusto pecho, liberal resuello,
rasgado el ojo, la mirada franca,
el brazo negro, levantado, bello,
que en tierra estampa el casco desdeñoso
como quien pisa el cráneo de un chismoso.

En el aire flotando su copete,
iba el coronel erguido como un gallo;
y su dueño, estirado del jarrete,
parecía sultán en su serrallo.
Las mujeres miraban al jinete
y los hombres miraban al caballo:
al par iba el rocín que el dueño, ufano,
con fundamento igual para ser vano.

Al dar frente al balcón con algazara
saludole aquel círculo festivo,
y en medio del bullicio, doña Clara,
haciendo un ademán no poco esquivo,
decirles parecía con la cara
—Ese sultán que veis es mi cautivo:
señal de que sentía allá en su pecho
cierto placer de orgullo satisfecho.

El desdeñado amante, con deseos
de ostentar más y más su gallardía,
caracoles haciendo y escarceos,
delante de las damas se lucía.
Estando en estos saltos y paseos
su salva disparó la artillería…
(Por eso hablé de salvas; mas ahora,
si queréis, suprimidlas en buena hora).

Al estallido los caballos fieros
parecían demonios desatados,
arrojando de sí a los caballeros
sobre los circunstantes apiñados.
Volaron espadines y sombreros
y volaron también por todos lados
unas cuantas polvíferas pelucas,
dando a luz los secretos de las nucas.

Aunque se hacía el alazán pedazos
guardaba don Alejo los arzones,
hasta que al repetir los cañonazos,
no pudiendo sufrir los empellones
soltó las riendas y alargó los brazos;
y mostrando el revés de sus calzones
cayó haciendo a la noble concurrencia
una inversa y profunda reverencia.

Muy lejos de burlar al caballero
por aquella ridícula aventura,
Decían: —¡Qué valiente! Qué ligero!
¡Con qué gracia se cae!; Qué soltura!
El aura popular con un guerrero
hace siempre lo mismo y transfigura
cualquier ardid que le sugiere el miedo
en estrategia, en táctica, en denuedo.

¡Don Alejo cayó! De su caída
alzose con más gloria, más preciado:
las mujeres temblaron por su vida,
su relox a los hombres dio cuidado.
La misma doña Clara conmovida
juzgándole en las piedras estrellado,
tan pálida se puso, que cualquiera
viéndola así, su novia la creyera.

De suerte que las damas lo notaron
y afectando interés y simpatía,
la causa del pavor le preguntaron;
mas ella: —¡Mi marido!, les decía,
hacia a Cabral entonces se tornaron
y viendo que el caballo le cernía,
exclamó a carcajadas la asamblea:
¡Vean cual pelanueces bambolea!

Juzga así el mundo… etcétera (con esta
dos etcéteras van). La blanca lumbre
de la luna bañada la alta cresta
del monte, y la aureola de su cumbre
se empezaba a teñir, cuando la fiesta
dió fin con el refresco de costumbre
en casa del alférez, donde os ruego
me permitáis llevaros desde luego.

Por no cansar no pasaré revista
a los helados, vinos y licores,
ni haré la larga y dilatada lista
de los variados dulces y las flores
que el olfato halagaban y la vista
con su grato perfume y sus colores;
ni de cuanta invención el arte engendra
como las ricas tártaras de almendra.

Cubiertas de brillantes perendengues,
cien beldades (en número hiperbólico)
digerían lisonjas y merengues,
con aire diferente y melancólico.
No harían más melindres y más dengues
al tomar el brebaje más diabólico
que los que a vista del sorbete hacían;
pero ¡cómo ha de ser! se lo bebían.

Cerca de doña Clara colocados,
hartos de limonada y de rosquillas,
dos señores estaban reclinados
contra los espaldares de sus sillas,
hablando de cosechas, de ganados,
del precio del cacao en las Antillas,
de las noticias últimas de España
y del conflicto con la Gran Bretaña.

El más mozo decía: —Estoy seguro,
porque a mí me lo escriben de Valencia,
de que estalló la guerra. El más maduro
preguntole: —¿Y qué dice su excelencia?
Es regular que en semejante apuro
dictará alguna seria providencia…
—¡Toma! dispuso ya las necesarias,
como son rogativas y plegarias.

—Y de Asturias ¿qué escriben? ¿Será cierto
que se va don Alejo en el verano?
—Dicen que sí: le llama don Roberto
a recibir las minas del hermano…
Oyendo doña Clara aquel aserto,
dejó caer el vaso de la mano,
el cual dando al más viejo en las rodillas
fue rodando a sus pies a hacerse astillas.

—¡El vaso! ¡el va…! —clamó Cabral ansioso;
mas viendo el ceño a su mujer al paso
concluyó con un gesto lastimoso,
si acabar de repetir “el vaso”.
Por enmendar el yerro de su esposo,
y corrida la dama del fracaso
díjole, dominando su sorpresa:
—Conduce a estos señores a la mesa.

No andaba don Alejo tan remoto
de la escena del cuadrúpedo congreso
que no viese muy bien el vaso roto
y el cómo y el por qué de aquel suceso:
y vio la necedad y el alboroto
que metió don Cornelio, y que por eso
a refrescar le dijo doña Clara
que a entrambos caballeros se llevara.

Acercósele entonces el amante
con el valor que le faltó primero,
leyendo su ventura en el semblante
ora tan blando y antes tan severo,
y en voz le dijo tierna y suplicante:
—No sabe usted lo mucho que la quiero,
por Dios, no esconda tan hermosa cara,
¡Clara! ¡Mi dulce, mi querida Clara!”

Ella, más colorada que un celaje,
encendidos y lánguidos los ojos
respondiole en suavísimo lenguaje
no se qué de peligros y de arrojos,
del susto del caballo y del viaje:
todo entre mil sonrisas y sonrojos,
con abandono tal y tal gracejo
que se quedaba absorto don Alejo.

Esta manera de decir su amor
parecerá trivial, pero no importa:
yo digo como César: la mejor
es la menos pensada y la más corta;
ni es posible otra cosa en el ardor
de una declaración que el alma aborta
en vértigo febril, que en su agonía
el corazón al corazón envía.

Por lo demás, no es esta mi manera;
y acaso dos o tres de mis lectoras
podrían recordarla, si no fuera
porque piensan en otras a estas horas.
El éxito (compruébelo el que quiera)
excede al de las frases más sonoras
que anticipado el ánimo prepara:
díganlo don Alejo y doña Clara.

Dulce como resbala de la fuente
el cristal entre márgenes de flores,
el tiempo resbalaba su corriente
sobre nuestros ternísimos actores.
No quiero ya decir que enteramente
tuviesen ajustados sus amores:
¿Dónde está la mujer tan sin orgullo,
que dé los brazos al primer arrullo?

En confuso rumor los caballeros
andaban ya buscando por las sillas
látigos, abanicos y sombreros,
y las damas prendiendo sus mantillas,
y, los criados llamando a los cocheros,
y don Cornelio dando zancadillas
por hacer reverencias sempiternas,
con la espada enredada entre las piernas.

Las señoras en pie para marcharse,
con abrazos sin fin se despedían;
todas hablando juntas, sin curarse
de lo que mutuamente se decían.
Grato rumor que puede compararse
al que presumo yo que formarían,
por sonoras, por fuertes y por largas,
de Waterloo las últimas descargas.

Mas, en fin, una a una iban saliendo
llevando cada cual su cucurucho
de los mejores dulces, y comiendo,
y sobre todo platicando mucho.
Los caballeros íbanles siguiendo
como sigue a la garza el arguilucho;
y en los jacos montaban los lacayos
que partían veloces como rayos.

Fuerza fue, pues, a nuestros dos amantes
dejar sus dulces diálogos pendientes,
resueltos a seguirlos cuanto antes
y diciendo ternezas entre dientes
Por equivocación trocaron guantes
(acaso no serían diferentes)
y al protector estruendo de los coches
se dieron las postreras buenas noches.

—¡A dormir! ¡A dormir! Que estoy cansado—
le dijo a doña Clara su marido
cuando quedaron solos. —¿Qué hora han dado?
—Las nueve. —¡Con razón! Tremenda ha sido
la jornada… y el gasto… demasiado,
y mañana el almuerzo… ¡Estoy lucido!
¿No vienes a acostarte? ¿Qué horas son
por el relox? —Las nueve. —¡Con razón!

Diez minutos después Cabral dormía
y al lado suyo su mujer velaba.
Así dio fin la fiesta de aquel día
que tanto en la ciudad se celebraba.
El día veinte y dos se repetía
la misma operación y se almorzaba
en casa del alférez, y acabado
volvía todo a su normal estado.

Cabral dormía, digo, sin cautela
a pierna suelta, de su esposa al lado:
a su lado la esposa estaba en vela,
y en la calle el amante desvelado
cantaba al blando son de su vihuela
una canción en tomo bemolado
de do menor: con el compás consueto
de seis por ocho, en aire de larghetto.

Duerme ¡oh bella! en paz y en calma
sobre tu dorado lecho,
sin pesares en el alma
ni temores en el pecho.
Duerme tú, mientras yo canto
lánguida trova,
sin que te turbe en tu alcoba
mi quebranto.

Sueña mágicos jardines
con fuentes, grutas y flores;
sueña espléndidos festines
con danzas y con amores.
Sueña tú, mientras yo velo,
¡ídolo mío!
y al aire el acento envío
de mi duelo.

Duerme, hermosa, y en el sueño
séate blando el ambiente,
esté tu rostro risueño
y placentera tu frente.
Ríe tú, mientras yo muero,
ríete; ¡oh cara!
por tu sonrisa trocara
el mundo entero.

Esta canción cantaba don Alexo,
(don Alejo con equis se firmaba,
pero no con acento circunflejo)
y doña Clara en vela le escuchaba:
“Duerme tú, duerme tú, mientras me quejo”.
Esta canción, repito, que cantaba:
“Duerme tú, duerme tú, mi dulce sueño”
¡Bonito modo de llamar el sueño!

Velaba doña Clara, y su marido
a cada copla del cantor nocturno
con un trinado y áspero ronquido
al compás respondíale por turno.
O profería frases sin sentido
entre sueños, mohíno y taciturno,
como “Clara…, no saltes…, ¡ay!…, detente…
soy de cristal…, me rompes…, ¡cuánta gente!…”

Así sueña el gobierno con la bula,
el obispo y el fuero: mientras tanto
que canta el enemigo en Tapachula¹
y en los Altos resuena el ronco canto,
¡Oh Patria! ¡Cara patria! disimula
si tus llagas no baño con mi llanto;
mas ya mis ojos cóncavos y huecos
a fuerza de llorar quedaron secos.

Yo quisiera saber en qué consiste
que en el curso de un día está mi mente
unas veces alegre y otras triste;
como mujer fantástica y demente,
que de luto y de púrpura se viste,
mudando de color continuamente.
No llego a conocer mi fantasía,
y las ajenas… menos que la mía.

Propongo este dilema: ¿es un entero
nuestra imaginación? ¿Es un quebrado,
(entiéndame quien pueda), o es un cero?
Cero no puede ser por de contado,
ni se vaya a pensar que me refiero
a la tesorería del Estado
cuando de ceros hablo, ni se crea
que aludo a lo que hizo la Asamblea.

Prosigamos. Aquella serenata
significaba “ven a la ventana”
y aunque no aquella noche, en la inmediata
la súplica del bardo no fue vana:
envuelta doña Clara en una bata,
hasta más de las dos de la mañana,
en gran coloquio estuvo con su amigo,
al través de una reja y un postigo.

Y no obstante de estar enamorada
hizo la resistencia más lúcida,
cual valerosa guarnición sitiada,
antes de dar la plaza por vencida:
el “no puedo”, el “no debo”, el “soy casada”
a su tiempo vinieron, en seguida
un silencio obstinado, un aire inquieto,
por último el encargo del secreto.

Guardar secreto es condición forzosa
que impone la mujer, con el objeto
de mostrar que si cede es pesarosa:
“te quiero, pero guárdame el secreto”.
Y el hombre, por jurar alguna cosa,
le jura con mil cruces ser discreto:
ambos juran callar!, y a sus amigos
del juramento ponen por testigos.

Habláronse en la reja muchas veces
el amante y la dama sin recelo,
en tanto que soñaba Pelanueces
que se venía del caballo al suelo.
Oculto don Alejo en los dobleces
de la capa, calado su chapelo
y bajo el brazo la ancha toledana,
como Cid asediaba la ventana.

Ya podéis suponer que pocos días
pasaron sin que todas las vecinas
comenzasen a armar habladurías
acerca de estas citas clandestinas.
El que dice vecinas dice espías,
¡Lleve el diablo sus lenguas viperinas!
Odiosa, inútil y maldita raza
que solo sirve de espantar la caza!

Al soplo de la brisa más ligera
la llama débil ríndese y se apaga,
mientras que al huracán la inmensa hoguera
arde con más violencia y se propaga.
Muere un débil amor de igual manera
al primer contratiempo que le amaga;
mas a la par que el contratiempo crece
el amor verdadero se enardece.

Así Clara y Alejo (los tuteo
harto de tanto don y tanto doña)
no cedieron al necio cacareo
que levantó la vecinal ponzoña.
Antes bien se encendieron en deseo
de quitarse a la vez aquella roña
y de poderse ver con más franquicia
siempre que fuese la ocasión propicia.

Cerca de la ciudad y al medio día
hay una fertilísima campaña
que en su tortuosa y rauda travesía
el Guacalate con sus aguas baña.
En ella don Cornelio poseía
una soberbia plantación de caña,
cual consta de viejísimo expediente
de un litis que en la corte está pendiente.

Entiéndase la Corte de Justicia,
supremo tribunal por excelencia
In quo dolos non est Corte propicia
Al jus, al suum cuique, a la inocencia:
tribunal que no quema ni ajusticia
por no firmar con sangre una sentencia:
tribunal el más claro; porque, en fin,
no se habla allí ni griego ni latín.

Y no por ignorancia, desde luego
en Guatemala hay más de un abogado
que sepa traducir latín y griego
y español, a pesar de ser letrado.
Bien que en estas materias soy un lego
y acaso en lo que digo voy errado:
siendo así, de lo dicho me desdigo
y mi sencilla narración prosigo.

Peléznez con frecuencia a su plantío
iba a ver el progreso de un trabajo
cuyo objeto era hacer subir el río
que del cañaveral corría abajo.
A fin de establecer el regadío
hizo de arena un dique y de cascajo…
pues aquí hasta las ciencias las estancan
porque suban, y el paso les atrancan.

Ello es que a pocas noches doña Clara,
hallándose en la hacienda su marido,
a solas en su alcoba y cara a cara
tuvo ocasión de hablar con su querido.
Con aldaba tenía la mampara
y cubierto el velón, aunque encendido,
iluminando apenas el estrado
en que los dos se hallaban lado a lado.

Él reclinado sobre el hombro de ella
posaba el brazo en su redondo cuello,
y ella, lánguida y tierna al par que bella,
blandamente rizábale el cabello.
Era cada mirada una centella,
alternando en recíproco destello
de esas miradas húmedas y ardientes
que el corazón inundan a torrentes.

De esas miradas con que el alma quiere
en otra alma verterse y sepultarse,
último acento de la voz que muere
sintiendo el imposible de explicarse:
dulce lenguaje que el amor prefiere
al más dulce que puede imaginarse,
que el amante locuaz al encontrarlo
deja al punto de hablar por imitarlo.

Y nuestros dos actores, no contentos
con lanzarse miradas peregrinas,
se decían primores y portentos,
aunque entrambos sus voces con sordinas
sonaban menos ya que sus alientos,
que parecían fraguas damasquinas;
y hacían repetidos calderones,
en suspiros envueltas las razones.

Suspiros que el amante acompañaba
de un silbido levísimo y ligero
que la falta de diente ocasionaba,
semejante al trinado de un jilguero.
Apenas otra voz se pronunciaba,
que —“vete”—“no me quieres”—“sí te quiero”
“Nadie nos oye”—“cállate”—y el resto
que bien sabéis vosotras por supuesto.

Mas ¡ay! que entre el silencio interrumpido
por el trino larguísimo de un beso,
entre el hondo y patético gemido
del labio ardiente entre los labios preso,
la sorda voz y hueca del marido
dejose oír llamando en el ingreso,
como la voz en la tragedia suena
de un aspecto feral que entra en la escena.

¿Qué hacer? ¿Por dónde huir? ¿Por qué camino
evitar el encuentro del tirano?
¿Cómo parar el golpe del destino?
Cualquier arbitrio les parece vano.
La dama por instinto femenino
mostró al galán la cama con la mano,
mas no para brindar la mitad de ella;
¡ay! que no era tan próspera su estrella.

Mientras fue doña Clara a abrir la puerta
don Alejo más presto que una llama,
alzando el rodapié de la cubierta,
a gatas se metió bajo la cama.
Quiero dejarle allí :que se divierta
oyendo los coloquios de madama
con su marido, sin perder vocablo:
¡imaginad qué posición del diablo!


1. La estrofa de este lugar no ha
podido descifrarse del original
que el autor dejó sin corregir.


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