Quien de vanos desdenes no se arredra
cuando en cortejos y en amores anda,
tarde o temprano en sus amores medra
si porfía tenaz en su demanda.
¿Qué puede haber más duro que la piedra?
¿Qué cosa habrá más que las olas blanda?
Y el agua al fin las mismas peñas parte,
como Ovidio Nasón dice en su Arte.
Así pues, el epígrafe propuesto
en la primera parte de esta historia
está corroborado por el testo
de aquel poeta de feliz memoria:
y yo en mi narración lo manifiesto
poniendo a punto de alcanzar victoria
al que dos meses antes, salvo yerro,
hemos visto tratado como un perro.
A gala tengo yo llevar al cabo
la verdad del epígrafe que pongo
y soy de mis epígrafes esclavo
aunque sea una sílaba, un diptongo.
Un epitafio por leyenda acabo
de dar a este capítulo, y propongo
que me tengáis por rústico y por zafio
si a buen puerto no llevo el epitafio.
Y no es esta leyenda inoportuna,
pues expresa un sistema, un pensamiento
(como dice Guizot en la tribuna)
que es tipo de este siglo macilento,
en que sin duda ni excepción alguna
toda la poesía es un lamento;
y debo sujetarme a dicha norma
aunque no sea más que por la forma.
Pienso, por tanto, hacer en adelante
disertaciones líricas completas,
en verso misterioso y delirante
como el canto mortal de los profetas.
Quiero así que mi nombre se levante
sobre los del común de los poetas,
mas por hoy tolerad la poca lima,
la humilde prosa de mi octava rima.
Y mientras yo discurro, don Alejo
en cuatro pies ¡oh mísero! soporta
la situación ingrata en que le dejo.
Pero su situación ¿qué nos importa?
Hela sufrido igual y no me quejo,
aunque mi desventura no fue corta,
no pudiendo moverme a ningún lado
por causa de un barrote condenado.
Figuraos un hombre boca abajo,
en la inmovilidad más absoluta,
tragar polvo y hacerse un estropajo
respirando… no aromas de Calcuta
oriundos de Pankaia: ¡qué trabajo
suele costar un bien que se disfruta!
Y todo ello ¿por qué? ¿por un marido?
no ¡vive Dios! por un cuñado ha sido.
Que a ser por el marido, ¡en muy buena hora!
Y más si era un alférez y un Cabrales
y si era doña Clara la señora;
mas no todos los casos son iguales.
Sea, en fin, como fuere; el que enamora
debe estar preparado a lances tales,
pues la fortuna es varia y es preciso
sufrirla con espíritu sumiso.
No sé si don Alejo era paciente,
mas, que lo fuese o no, poco valía,
porque en su situación el más valiente
paciencia ha menester, no valentía.
En cuatro pies estaba, tristemente,
oyendo que Peléznez refería
a su mujer la causa y el motivo
del súbito retorno e intempestivo.
Y fue que don Jerónimo Cardoso,
viniendo de la costa, entró de paso
a cenar con Cabral, que era goloso,
y no anduvo en la cena el vino escaso.
Siendo el huésped un hombre muy chistoso,
a contarle empezó, entre vaso y vaso,
aventuras, amores, lances, tretas,
porque no era un san Luis ni un san Nicetas.
Contó que en una aldea, enamorado
de cierta joven hija de dominio,
no pudiéndole hablar por el cuidado
de tres días, usó del lenocinio
de fingir que leía un gran tratado
(la Historia natural de Cayo Plinio)
y como el libro el rostro le cubría,
a su salvo los ojos esgrimía.
Y como se tragaron el anzuelo
la doncella y los argos de sus tías,
y con cuántos trabajos y desvelo,
a fuerza de rondar las cercanías,
sin más testigo que el azul del cielo
se juntó a los catorce o quince días
con la joven, tras una enorme piedra,
como el olmo se junta con la yedra.
Y de qué modo, estaba entretenido,
le pillaron las tías por sorpresa,
dejando su deseo mal cumplido;
y que él agazapose a toda priesa
tras la piedra fatal, así que vido
el triste resultado de su empresa,
ardiendo de rubor más que una brasa
porque estaba de huésped en la casa.
Y entraba el narrador en el detalle
hasta de la facción más subalterna
de aquel lirio fresquísimo del valle:
el breve pie, la torneada pierna,
el grueso muslo y el delgado talle,
la no muy blanca tez, mas sí muy tierna,
el alto pecho y el redondo cuello,
el largo, negro y sérico cabello.
Escuchaba Cabral cada proeza
hirviendo ya su sangre con el vino:
y puéstose a pensar en la belleza
de su mujer ¡oh fuerza del destino!
Se le metió la idea en la cabeza
de ponerse sin rémora en camino
con Cardoso, a las ocho u ocho y media,
y si tarda … sucede una tragedia.
De suerte que llegó precisamente
a tiempo de estorbar que le saliera
el adorno que a Minos en la frente
Pasifae, vestida de ternera
le puso (si la fábula no miente)
por el amor de un toro, a cuya fiera
pospuso aquella impúdica coqueta
un gran legislador, un rey de Creta.
Un hijo, en fin, de Jove y de una vaca;
pero váyase Minos con sus cuernos
(de donde el nombre de cabrón se saca,
pensad si es cosa antigua) a los infiernos,
en cuya inhospital región y opaca
no tenemos nosotros que meternos.
Llegó, pues, don Cornelio muy a punto
de interponer recurso en el asunto.
Y a pesar de dos leguas de camino,
no se habían colmado los efectos
ni de las narraciones ni del vino;
por tanto persisúa en sus proyectos
de hacer del seductor, del libertino
con su propia mujer, cuyos afectos
distaban del marido, cuanto dista
de decir la verdad un periodista.
Así fue que jamás, desde su boda,
Cabral había estado más galante,
y aunque estaba reñido con la moda,
un espejo se puso por delante,
en que su estampa recorriendo toda
se le pintaba el gusto en el semblante,
al verse chico, gordo, colorado,
ancho de las facciones y cuadrado.
Y después de mirarse a su sabor,
entregando el espejo a su mujer,
le dijo lo llevase al tocador
con cuidado no fuéralo a romper.
Tomó luego el Pouget, de cuyo autor
las páginas se puso a revolver,
guiñando a doña Clara entrambos ojos
de ardor hinchados y de vino rojos.
No entendía la dama aquellos gestos
hacia qué fin estaban dirigidos,
ni aquellos ademanes descompuestos,
ni el saltar de los músculos henchidos,
ni el dirigirle dichos inmodestos,
ni el clavarle los ojos encendidos:
que todo esto en la calma de un esposo
era, además de extraño, indecoroso.
Y solo discurría la manera
de llevarse a Cabral del aposento,
para que don Alejo se escurriera
antes de que una tos, un movimiento,
un estornudo, en fin, le descubriera;
mas no pudo con todo su talento
impedir que hacia el lecho se llegase
y a su pie don Cornelio se bajase.
¡Y cuál fue su sorpresa cuando vido
que la mano metió bajo la cama,
buscando alguna cosa, su marido!
¡Perdida soy! dijo entre sí la dama.
Mas presto vio que solo había sido
para alcanzar… (no sé cómo se llama)
algún objeto, que al que está debajo
no le sirve de alivio en su trabajo.
Terminada esta previa operación,
don Cornelio se puso a desnudar,
como dicen en Francia, sans foçon,
ni dar tiempo a su esposa de chistar.
Presto quedó como el primer varón
que se dejó de una mujer mandar,
a cuyo ruego y sin ninguna gana
se comió la mitad de una manzana.
Fuerza fue a su mujer seguirle al lecho
y procurar que luego se durmiera;
pero ¿cómo adormir al que en el pecho
un volcán parecía que tuviera?
Y ¿cómo contentarle, si en acecho
estaba don Alejo hecho una fiera,
no tanto por la saña y la bravura
cuanto por la cuadrúpeda postura?
Empeñose un combate muy reñido
(sobre el cual será justo echar un velo)
entre la casta esposa y el marido,
no tan casto como ella, en cuyo duelo
el Alférez real quedó vencido:
y el amante, escuchando desde el suelo,
servía de padrino, acongojado
de pensar cual sería el resultado.
Cobrando aliento para nueva lid,
entre su vencedora y la pared
yacía rasguñado el adalid,
devorado de saña, amor y sed;
cada cual meditaba algún ardid
para rendir al otro a su merced,
guardando tal silencio y tal quietud,
que el lecho parecía un ataúd.
En estos armisticios y demoras
las once dan, y empieza del amante
el maldito relox a dar las horas
con su campana sin piedad vibrante,
tan pausadas, tan claras, tan sonoras,
que a sofocar su son no fue bastante
la repentina tos y la algazara
que metió al escucharlas doña Clara.
Con la mano apretábase el bolsillo
don Alejo, al sonar de la campana,
por apagar el golpe del martillo:
¡diligencia tan simple como vana!
Cual suele acontecer con un chiquillo
que empieza a hablar cuanto le da la gana
por más que con las manos se batalla
por hacerle callar y no se calla.
Y como don Cornelio bien sabía
que de repetición como el presente,
otro relox en la ciudad no había,
sacó por consecuencia buenamente,
que aquel relox cuya campana oía
era el de don Alejo: y en su mente
jamás un raciocinio tan hilado
desde su infancia había devanado.
—¿Qué significa ese relox maldito?—
exclamó don Cornelio echando un terno
en voz tan alta que rayaba en grito.
—¿Qué hace aquí esa campana o ese cuerno?
—Sosiégate, cabeza de chorlito—,
le dijo su mujer en tono tierno;
y echándole los brazos con modestia:
—Mi querido Cornelio… eres muy bestia.
—Bonitas son tus chanzas; pero explica—,
—Cabral repuso ya con faz serena—
ese relox aquí ¿qué significa,
y dónde está, que tan cercano suena?
Quitándose del cuello la cadena,
a medida que el diálogo lo indica,
quitándose del cuello la cadena,
el relox por el borde la cama
puso el amante en manos de la dama.
—Ahí está lo que tanto te alborota,
—díjole doña Clara: —No te asustes.
¡Jamás creí que fueras tan idiota!—
Y respondió Cabral: “di cuantos gustes,
que bien sé que lo dices por chacota.
Pero, por fin, dejándonos de embustes,
¿quién trajo ese relox, y con qué objeto?
Vamos, mujer, descúbreme el secreto.
—Pues bien—, repuso entonces doña Clara,
supe que don Alejo lo vendía,
y antes que otro ninguno lo comprara
le mandé yo decir que lo quería,
que me enviase el relox y que aguardara
hasta que tú volvieses, que sería
mañana a más tardar, para pagarlo:
y don Alejo no tardó en mandarlo.
¿Y cuánto quiere el bárbaro por él?,
preguntó todo trémulo Cabral—.
—Porque ese es un judío, es un lebrel
y se vendrá pidiéndome un caudal!
La esposa replicó con voz de miel:
—Eres, Cornelio mío, un animal;
doscientos pesos es un precio vil
para un relox que vale más de mil.
—Doscientas puñaladas fueran pocas—,
clamó el avaro—, para ver su odiosa
sangre correr por otras tantas bocas:
¡Habrase visto semejante cosa!
—¡Oh corazón más duro que las rocas!—
murmuró su mujer medio llorosa—.
¡Oh maldito cabrón! —pensó el amante—
¡Quién te cogiera a solas un instante!
—¡Doscientos pesos! El traidor ignora
¡cuánta faena y cuánta desventura
cuesta al hombre de bien lo que atesora!
¡Cómo encorva la espalda con la dura
fatiga, y cuánta angustia le devora
royendo el pan que escaso se procura
a costa del trabajo de sus huesos!
Y él, maldito de Dios… ¡doscientos pesos!
Sintió formarse en su garganta un nudo
y terminó su insólita elocuencia
con un bramido el ávido carnudo.
Escuchole su esposa con paciencia,
y así que vio que parecía mudo
(cosa que acontecía con frecuencia)
con un par de caricias y un suspiro
les dio a sus pensamientos otro giro.
Vuelto en sí don Cornelio del acceso
tornó a sus pretensiones primitivas
rompiendo el armisticio con un beso:
y la dama tornó a sus negativas,
y a sus temores el amante preso,
dirigiendo furiosas invectivas
desde su corazón, contra el esposo,
que llamaba grosero y licenciosos.
¡Tremenda sinrazón! Pero yo creo
que el mundo de otra cosa no está lleno;
lo infiero así de todo cuanto veo,
de mi propio destino y del ajeno:
siempre llama venal al juez el reo,
el amante al marido llama obsceno,
al pobre llama infame el usurero
como el contrabandista al aduanero.
Pero todo va bien; es bueno todo
en nuestro dichosísimo planeta:
todo está calculado de tal modo
que reine la armonía más completa.
En mi querida patria, sobre todo,
al menos consta así de la Gaceta:
¡dejémoslo rodar!, y mientras rueda
gastemos bien el tiempo que nos queda.
Basta de digresión y voy al grano;
mas es lo malo, que decir no puedo
en lenguaje modesto y castellano
la conclusión del conyugal enredo.
Dejarla de decir no está en mi mano,
de decírosla claro tengo miedo
porque quizá vuestro rubor su ofende…
¡Qué fortuna es hablar con quien me entiende!
Quien sepa como yo lo que son celos
contemple a don Alejo en ese instante,
gimiendo despechado por los suelos
en cuatro pies, como león rapante.
Una fiera a quien roban sus hijuelos
arde en menos furor que el triste amante
oyendo lo que oyó, y echando en cara
(entre sí) su flaqueza a doña Clara.
Pero yo la disculpo ¿qué podía
en aquel caso hacer la desgraciada?
Adormecer a don Cornelio urgía
y calmar su cabeza acalorada;
ítem, el avariento le ofrecía
en desquite la suma mencionada,
que con tanto calor negó primero:
y ¿qué razón más fuerte que el dinero?
Doscientos pesos y un relox de oro,
en pago de una leve complacencia,
es una tentación, que sin desdoro
da en tierra con cualquiera resistencia.
¿Qué importa de un amante el triste lloro
cuando media la propia conveniencia?
lectoras que a la dama osáis culpar,
¡os quisiera poner en su lugar!
La mañana siguiente ¡cosa rara!
todo el mundo sabía la aventura
que pasó entre Cabral y doña Clara
en el silencio de su alcoba oscura.
Sea que don Cornelio la contara
o don Alejo hiciese la locura
de confiar el lance a algún amigo,
todo el mundo lo supo, como digo.
Preguntaréis, quizá, ¿de qué manera
el mismo don Alejo, y a qué hora
pudo salir sin que Cabral le viera?
Vuestro obediente servidor lo ignora;
mas luego que el marido se durmiera
es probable lograrse la señora
el hacerle salir por donde entró;
lo que yo sé decir es que salió.
Y no quiero meterme en otra cosa:
el hecho fue que en el siguiente día
todo el mundo a Peléznez o a su esposa
llegaba a preguntar qué hora tenía.
Cada persona gárrula y ociosa
alguna buena pulla prevenía
que decir a los dos sobre el contrato:
¡Excelente relox! ¡relox barato!
—¡Ah! señor don Cornelio, ¿qué horas son?
¿Qué tal noche? ¿madama durmió bien?
Muéstreme usted su nueva adquisición;
¡Le doy a doña Clara el parabién!
Digo, ¿qué significa ese chinchón
que veo que le asoma por la sien?
¿Es cierto que asustaron a madama
ciertos ruidos debajo de la cama?
Estas razones, dichas tantas veces
por todas las personas que encontraba,
hicieron el magín de Pelanueces.
que su significado no alcanzaba.
—¿Qué me querrán decir con sus sandeces?—
A solas entre sí se preguntaba:
—“¿Qué me querrán decir?— y esa porfía
con trabajo en su mente resolvía.
Mas de la duda le sacaron presto
de amigos una cáfila, sin duda
por ver el nombre de Cabral bien puesto,
cada cual ofreciéndole su ayuda.
El chisme y la calumnia algún pretexto
busca sagaz, detrás del cual se escuda,
y se complace en promover el mal
afectando interés por la moral.
—Vea usted —le decía don Tonino—
que don Alejo y su señora esposa
parece que han tomado mal camino,
siento el decirlo: delicada cosa
es mezclarse en asuntos de vecino,
pero, por muy amarga y muy odiosa
que sea esta verdad, yo se la digo
para que vea usted que soy su amigo.
Don Sancho Bocafea le decía:
—Porque lo estimo a usted, señor Cabral,
vengo a decir lo que callar quería;
¿cómo ha de ser? Lo exige la moral.
Parece que su esposa… Sentiría
clavar a usted tan áspero puñal…
dizque Veraguas es su … chischisveo…
Así lo dicen, pero no lo creo.
Don Luis Tenaza obró con más franqueza;
sin rodeos ni excusas, ni sermones,
le contó de los pies a la cabeza
el suceso, con notas y adiciones:
y para demostrarle la certeza
de tal desgracia, a más de sus razones,
le citó el testimonio de Malhaya
que hacía un mes vivía en atalaya.
Escuchaba callado como un muerto,
el marido las honras de su esposa,
con semblante confuso y aire incierto
como si compasase cada glosa:
inmóvil, cabizbajo y boquiabierto,
en una y otra arenga maliciosa,
a medias enterándose del testo,
al orador seguía con el gesto.
Mas las arengas tan seguidas fueron,
y su deshonra tanto ponderaron
a Cabral, que por fin le persuadieron
de que estaba furioso; y no pararon
hasta que ardiendo en cólera le vieron,
según de sus casillas le sacaron;
no obstante el ser de suyo don Cornelio
más paciente y cabrón que Marco Aurelio.
Con el dedo tocándose la frente
pensaba cuál partido tomaría
en tan difícil caso y tan urgente,
como el de ver su honor en agonía.
Las ideas a pausas por su mente
perezosas y tardas revolvía,
como aquel que una rueda de molino
hace rodar por áspero camino.
Vino a fijar por fin el pensamiento
en consultar con fray Gregorio Holgado,
franciscano, exguardián de su convento,
gran latino, doctor y jubilado.
Hallábase en su celda soñoliento
sobre un sillón al muro recostado,
en la mano un volumen entreabierto
y el rostro más dormido que despierto.
—¡Deo gratias! —¿Quién es? —Yo soy . —¡Adentro!
tronó la voz del sabio religioso,
al salir de Peléznez al encuentro,
con paso grave, lento y majestuoso.
Saludole, y girando sobre el centro
de su talón izquierdo, a su dichoso
sillón tornó, mostrándole por señas
al huésped otras sillas más pequeñas.
Sumido fray Gregorio en su poltrona
y después de sentado el caballero,
se comenzó a informar de su persona
y de su esposa le informó primero.
—Nihil potentius est muliere bona.
le dijo, y sacudiendo el tabaquero,
llevolo a la nariz del reverendo,
y la nariz sonose con estruendo.
Comenzó don Cornelio balbuciente
a dar razón de su presente apuro,
y el fraile a responder con en torrente
de frases en latín del más obscuro.
—Pedir consejo es de varón prudente,
Concilium bonis datur: lo seguro
es vivir bien; el sabio lo acredita:
bene vivere melius est quam vita.
—Señor —dijo Cabral—, lo que deseo
deciros brevemente es que mi esposa…
y el fraile interrumpiole: —Ya lo veo,
algún disgusto o semejante cosa.
Bien puede usted decirla sin rodeo:
la mujer es altiva y rencorosa,
Contumelias afficere est muliebre,
ni se puede tocar sin que se quiebre.
—Padre, no es eso solo lo que pasa—,
le replicó Peléznez. —Es más serio
el mal que pesa hoy sobre mi casa…—
Y el fraile: —¿Pues a qué tanto misterio?
Fictilia sunt corpora nostra vasa,
frágiles somos todos: refrigerio
del mal es confesarlo: ¡gran doctrina!
Confessio sit errante medicina.
Por mucho que admirase tanta ciencia
(ya que por ciencia su latín tenía)
Cabral se consumía de impaciencia
cada vez que el doctor le interrumpía.
—Señor—, díjole, —hablando con licencia
de su paternidad, lo que me guía
a pedirle consejo es que mi esposa
engañándome vive cautelosa…
Omnia sun fraudes el perfidiae plena
—respondiole el doctor—. Aquesta vida
de perfidias y fraudes está llena:
usted tirante téngala la brida
a su mujer y con la faz serena
dígale: “Te conozco, mi querida,
no me engañan tus fábulas astutas:
Ignota nobis verba dare putas?”
—¿Dar en qué? ¡Habrá latín más insolente!
gritó Cabral, tomando su sombrero:
—Calle, padre, su lengua maldiciente…
bien puede ser verdad, mas yo no quiero
que nadie me lo diga frente a frente.
—Pero ¿qué es lo que digo, majadero?—
El fraile replicó: —Me entendéis mal.
—¡Insolente latín! —dijo Cabral.
Y el final este fue de la consulta
(si acerca del honor alguna cabe)
de que después veremos la resulta,
más de lo que parece, seria y grave.
Cuando un lance de amor se dificulta
se pone tal un hombre, que no sabe
si tiene a Satanás entre el pellejo;
y en este caso estaba don Alejo.
Y en este caso don Alejo estaba,
de rivales envuelto y de vecinos,
cada paso observándole que daba,
y cubriéndole todos los caminos.
Por cualesquiera partes se encontraba
los Malhayas, los Moscas, los Toninos,
de su conducta todos en acecho,
como si les tocase de derecho.
No es posible explicar lo que sufría
la triste doña Clara por su parte,
que bajo el celo de Cabral vivía
como bajo la guarda de un baluarte.
Escuchaba sermones todo el día,
sermones adornados con tal arte
que producían el efecto propio
que producen tres granos de buen opio.
—No, querida, no creas que me engañas
—le decía Peléznez: ¡No lo creas!
Conozco tus malicias y tus mañas—,
por más astuta y más falaz que seas.
Tú misma te descubres y te dañas
con las artes torpísimas que empleas:
Ese muliebre datur ¡voto a Cristo!
¡No sé cómo a la cólera resisto!
Es principio asentado y conocido,
que toda acción la reacción provoca,
ya sea de un gobierno, de un marido,
o de una masa que con otra choca.
La mujer de Cabral así que vido
su prisión más guardada que una roca
cual la de Gibraltar o Santa Elena,
despechada mordía su cadena.
Descuidose por fin una mañana,
y permitiole el vigilante esposo
ir a ver a su amiga doña Juana,
mujer de don Jerónimo Cardoso.
Poco tardó en hallarla en la ventana
don Alejo solicito y ansioso,
y en comenzar un diálogo con ella,
o sea idilio, en forma de querella.
—¡En fin te vuelvo a ver! En fin te miro,
—decía don Alejo— ¡Mi tesoro!
tú, más cara que el aire que respiro,
tú, más tierna que el llanto que devoro.
¿Eres, bien mío, tú? ¿O yo deliro
creyendo ver a la mujer que adoro?
¿En fin permite la fortuna avara
que yo te vuelta a ver? —Y doña Clara…¹
1. Nota: En este estado quedó
la segunda parte, por la
muerte prematura del autor.
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