¡Oh, vedle; vedle! ¡Turbia y ardiente la mirada, en brazos de su culpa que le acrimina austera, tan lejos y tan cerca de la insondable nada, del mundo que le arroja, del polvo que le espera!… ¡Luchando con extrañas y horribles agonías que traen ante sus ojos en rápida carrera sus inocentes horas, sus conturbados días, el cuadro pavoroso de su existencia entera!
Ayer, aunque entre sombras, lo porvenir incierto, brindábale ilusiones de amor y de ventura, y hoy, asomado al borde de su sepulcro abierto, contempla horripilado la eternidad obscura. La muerte, que le acosa con misterioso grito, despierta los terrores de su conciencia impura: quiere llamar, y apaga sus voces el delito, quiere huir, y le asalta la hambrienta sepultura.
¡Ay, si recuerda entonces el dulce hogar sereno donde pasó ignorada su infancia soñadora, la amante y pobre madre que le llevó en su seno, único ser acaso que le disculpa y llora! ¡Ay triste de él si al lado del hondo precipicio su amparo no le presta la fe consoladora; la fe que se levanta potente en el suplicio y da sus alas de ángel al alma pecadora!
¡Miradle! Cada paso que hacia el cadalso avanza de su agitada vida los horizontes cierra: apágase en sus ojos la luz de la esperanza y el peso de la muerte fatídico le aterra. ¡Ay, ten valor! Si un día de imprevisión y dolo te puso con los hombres y con la ley en guerra, mañana entre los muertos abandonado y solo en su profundo olvido te envolverá la tierra.
Aparta tu mirada terrífica y sombría de esa apiñada turba que bulle en el camino para gozar del triste placer de tu agonía y presenciar el término de tu fatal destino. ¡Oh! no la empuja sólo su imbécil sentimiento hacia el cadalso infame que espera al asesino. ¡Hasta la cumbre misma del Gólgota sangriento siguió también los pasos del Redentor divino!
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