El resto es selva
[Cuento - Texto completo.]
Mario BenedettiAmigos, nadie más. El resto es selva.
Jorge Guillén
1.
De un piso alto cayó algo sobre su cabeza, algo que quizá fueran brasas o excremento. No quiso averiguarlo. Se limpió como pudo con una hoja del Herald Tribune y en ese momento decidió dejar para más tarde su encuentro bautismal con la noche blanca de Times Square. Era imprescindible que regresara al hotel para darse la tercera ducha de la jornada.
Al día siguiente de haber llegado a Nueva York, un calor húmedo y hollinoso había envuelto a Orlando Farías. La camisa de nailon se había convertido en un cilindro de goma, permanentemente empapado, que apenas si le dejaba respirar.
En la Quinta Avenida y la calle 34, la gente frenaba una carrera bastante loca, nada más que porque el semáforo se empecinaba en el rojo. El propio Farías sufrió el contagio y contuvo su montevideana tendencia a la contravención. Durante la espera, contabilizó una gota que formaba una resbaladiza tangente de sudor a partir de su tetilla izquierda. Puteó en alta voz y, a su lado, una señora pecosa, rubia, cargada de paquetes, le sonrió afablemente, como si él solo hubiera hecho un comentario sobre el tiempo.
Ya estaba a punto de sentir vergüenza, cuando la muchedumbre arrancó, sobrepasándolo. El semáforo marcaba verde. Farías pensó que semejante impulso era anacrónico o, por lo menos, anaestacional. Un arranque así correspondía a una temperatura de quince grados bajo cero, y no a este horno. Caminó lentamente, más lentamente que en cualquier otra ciudad del mundo, solo por resentimiento. En dos oportunidades se detuvo frente a vidrieras que liquidaban diminutas radios a galena, con una actualizada forma de misiles. Era el primer rostro de la ciudad recién inaugurada.
En el hotel lo esperaba un mensaje. Lo había llamado Mr. Clayton, en realidad T. H. Clayton. Farías conocía a Clayton desde 1956. En ese año, el crítico norteamericano había pasado quince horas en Montevideo y dos días en Punta del Este, en un meritorio intento de informarse sobre literatura y folklore locales. Farías recordaba la obsesión con que Clayton se había interesado en el merengue (lo llamaba «miringo»). Alguien le había hecho creer que ése era el baile típico del Cono Sur. Después había puesto tres sillas en hilera y se había tirado sobre ellas, mirando al techo y haciendo preguntas sobre call girls.
Hasta ahora, Farías se las había arreglado bastante bien con su inglés de lector. A veces se daba cuenta de que hablaba en el estilo del New Yorker, pero igual lo entendían. Comunicarse por teléfono era otro cantar. Mr. T. H. Clayton habló con su voz apretada y monótona, y él pudo distinguir algunas palabras sueltas como American Council, very glad y dinner. ¿Lo estaría invitando a comer? Por las dudas, dijo que encantado, y tomó nota, con aparatosa fluidez, de una dirección que ya conocía.
Tenía poco tiempo. Subió al 407 y durante cinco minutos disfrutó del aire acondicionado. Después encendió la televisión y empezó a desnudarse.
Algo marchaba mal en aquel aparato. Un señor de lentes, que hablaba con la boca casi cerrada, en un perfecto estilo comisural, empezó a descender vertical e incesantemente. No había botón capaz de sujetarlo. Ya en pleno goce de la ducha alcanzó a entender que aquel pobre señor en perpetuo descenso se aferraba a una especie de estribillo: «And this is our reality.»
2.
«Llámeme Ted, por favor», dijo Mr. T. H. Clayton. El tono era realmente amable. El gesto, en cambio, tenía la monolítica seriedad de un hombre que se aburre, pero que está orgulloso de su aburrimiento. Comparándolo con sus recuerdos de años atrás, Farías lo encontraba menos delgado y más ostensiblemente miope.
«El gran problema es llamarlo a usted por su nombre.» Trató, por vigésima vez, de decir: «Orlando», pero solo le salió una especie de bocinazo, gutural e incoloro. «Creo que va a ser mejor que lo llame Orlie.»
Estaban en un basement-room de Greenwich Village, rodeados de libros, discos y botellas. En la ventana desfilaban piernas: con pantalones, desnudas, con zoquetes. Farías dedicó una mirada a la biblioteca y encontró que los lomos de los libros eran de colores mucho más vivos y brillantes que los de un anaquel rioplatense.
«Hoy vienen varios de los escritores nuevos, por eso quise que usted los conociera: Bradley, Cook, Blumenthal, Alippi. No todos son exactamente beatniks…»
«¿Larry Alippi?», preguntó Farías, «¿el de San Francisco?»
«Ése. ¿Conoce algo suyo?»
«Hace un tiempo leí More or less.»
«¿Le gusta?»
«No.»
«Es curioso. A los latinos no les agrada la poesía de Larry. En cambio, creo que a los americanos nos agrada precisamente porque…»
«Norteamericanos, dirá.»
«Claro, claro. Creo que a los norteamericanos nos agrada porque nos parece latina.»
«¿O porque Alippi es un nombre latino?»
«No sé. No estoy seguro.»
«De Cook no conozco nada.»
«Terriblemente influido por Mailer. ¿Compró Advertisements for Myself?»
«Todavía no.»
«Cómprelo. Cook tiene, por supuesto, un lenguaje original.»
En la ventana se había estacionado un par de piernas femeninas y sucias. Un chorrete de mugre no demasiado reciente singularizaba en cierto modo un tobillo vulgar. Uno de los pies a veces se replegaba y pisaba al otro. Si uno se olvidaba de que se trataba de algo tan común, podía hasta convencerse transitoriamente de que eran dos tímidos monstruos, con vida y móviles propios.
«¿Vio esto?» Clayton le alcanzó un ejemplar de The New York Times. Había sido doblado en una página interior; un óvalo rojo cercaba un párrafo de una nota breve. Farías leyó que en la nueva edición del American College Dictionary sería incluida una definición de la beat generation. Repitió en voz alta: «Beat generation: miembros de la generación que alcanzó la mayoría después de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Corea, se unió en el común propósito de aflojar las tensiones sociales y sexuales, y abogó por la antirregimentación, la desafiliación mística, y los valores de simplicidad material, suponiéndose que todo ello fue un resultado de la desilusión que trajo consigo la guerra fría.»
El rostro de Clayton se conservó impasible. Al cabo de unos segundos, se permitió una sonrisa que tenía un poco de burla y otro poco de satisfacción.
«Esto es casi como ingresar a la Academia», dijo Farías, con un tono provisorio.
«¿Sabe qué quiere decir eso de desafiliación mística?» preguntó Clayton, desentendiéndose de toda probable ironía.
«No exactamente», dijo Farías, cuya ignorancia en el rubro era completa.
«Es una de las tantas formas de dialecto conceptual usado por los beatniks y que solo es comprendido por quienes están en el secreto.»
«Ah.»
«Desafiliación es un término usado en varios artículos que Lawrence Lipton escribió en The Nation acerca de esta actitud de los nuevos intelectuales. Lipton colocó un epígrafe de John L. Lewis, que solo decía: Nosotros nos desafiliamos.»
«Y… ¿de qué se desafilian?», preguntó Farías, sintiéndose terriblemente provinciano.
Pero sonó el timbre y Clayton tuvo que ir hasta la puerta. Eran dos mujeres y tres hombres. Antes de las presentaciones, una de las mujeres se quitó los zapatos. Después de las presentaciones, la otra mujer (más formal) también se los quitó.
«Ann, Joe, Tom, Bradley, Mary, Jim Blumenthal», había enumerado Clayton. Farías observó que los notables eran presentados con apellido. Le gustó la cara de Blumenthal. Un tipo muy joven, no más de veinticinco años. Lentes y barba. Sin bigote. Tenía además unos ojos de rara vivacidad, de los que no era posible desprenderse así nomás. Difícil saber si se trataba de un ingenuo, o de alguien dispuesto a estrangular a un niño con una sonrisa de beatitud.
Los demás llegaron todos a la vez, exactamente a la hora programada. «Asquerosamente puntuales», pensó Farías. Eddie, un negro alto y con un cordoncito de barba marcándole la mandíbula, miraba a los demás como a través de un vidrio esmerilado. Todos, menos el negro y una pareja que estaba en el rincón, junto al estante de los NO japoneses, se habían sacado los zapatos. Dentro de los suyos, Farías movió maquinalmente los dedos. Si le llegaban a pedir que se los quitara, simplemente diría que no. No sabía por qué, pero en ese momento sentía que quedarse en calcetines era más indecente que quedarse en calzoncillos o sin ellos. «Ésta es la pornografía del olor», pensó y no pudo menos que sonreír, imaginando cómo le habrían festejado el diagnóstico en la rueda del Sportman.
De pronto vio una caja de cigarrillos frente a sus ojos, un Chesterfield más salido que los otros, invitante. «No, gracias, no fumo», dijo al salir de su distracción. Blumenthal, el ofertante, bajó la mano y sonrió, comprensivo. «Perdón», murmuró, «lamentablemente, hoy no tengo marihuana».
Farías no dijo nada. En realidad, ahora no sabía si se sentía provinciano o feliz. No podía desengañarlo, eso era todo. Igual que si a él, mañana o pasado, alguien lo convenciera de que los yanquis no mastican chicles.
Larry Alippi, el de San Francisco, había llegado solo. Cualquier cosa, menos italiano. ¿Sería un seudónimo? Las manos le temblaban un poquito. Éste sí tenía marihuana. Era tal la consigna de anticelebridad, que Farías lo reconoció por la afectada indiferencia de los otros, de esos otros que sin embargo eran sus admiradores.
Pusieron un viejo disco de Bessie Smith, casi inaudible. Solo el rasguido de la púa se oía a la perfección. Tres parejas bailaban, de a ratos. Farías nunca había asistido a una diversión tan desolada. Hello, Jack. Hello, Mary. Hello, Orlie. Farías se sintió ridículo con ese nombre de aeropuerto. Sin el tuteo, era imposible comunicarse a fondo.
«Attention, please», dijo alguien, desde un sillón profundo y negro. Era el llamado universal de los transatlánticos. Pero aquí era solo una voz delgada, un hilo de voz. El alguien era un muchachito deshuesado y descarnado, algo así como un croquis de persona, con unas orejas puntiagudas como alitas y unas manos danzantes.
«¿Quién ha sentido esta semana el éxtasis natural?», dijo una gorda descalza, mientras se frotaba lánguidamente el tobillo peludo y varicoso.
«¡Yo!» dijo el etéreo Alguien del sillón. Farías conjeturó que aquello debía ser un diálogo preparado, una especie de libreto para visitantes extranjeros. «Yo sentí el éxtasis natural», siguió diciendo el Croquis, «fue el miércoles pasado, durante quince minutos».
Ahora Farías pudo decidirse. No. No se sentía feliz. Solo provinciano. Experimentó, sin poderlo evitar, la tibia vergüenza de no haber sentido nunca el éxtasis natural. Después de todo, ¿qué sería? ¿Un nuevo modelo de cosquilla, una tos, una alergia inédita? Pensó en alguna lejana borrachera de la Aguada, pero decidió rápidamente que eso no podía ser.
No podía ser. No podía ser que ese contacto húmedo que estaba sintiendo en la nuca fuese una lengua. Giró lentamente, no tanto para evitar el derrame del asqueroso bourbon que tenía en el vaso, como para irse acostumbrando a lo que iba a encontrar. Después de todo, era una lengua. Su propietaria: una mujer flaca, alta, con intermitentes huellas de viruela o algo semejante. Debía andar por el décimo bourbon y Farías no tuvo inconveniente en suministrarle el undécimo. Un ventiladorcito que ahora estaba detrás suyo, le hizo sentir un frío desagradable en la región de la nuca que había quedado húmeda de saliva.
«Orlie», dijo la flaca, «después de Dag Hjalmar Agne Carl Hammarskjold, debe ser el nombre más hermoso que he escuchado jamás. ¿Puedo besarlo?»
Farías sonrió, mecánicamente, no supo bien por qué, pero no dijo nada.
«No, en la boca no. Eso es muy square. Detrás de la oreja. Así.» Otra vez sintió aquella cosa húmeda, y otra vez el ventilador lo hizo estremecerse. La mujer se encogió como si quisiera guarecerse debajo de la oreja, y allí se quedó inmóvil. La mano que sostenía la copa se aflojó lentamente y se derramaron algunas gotas de bourbon sobre el cenicero egipcio. Clayton no se preocupaba más de él, pero enfrente, desde una silla Windsor, Larry Alippi sonreía con los ojos entornados. Farías se dio cuenta de que la mujer se había dormido. Tomó la copa, la colocó junto al cenicero egipcio y se sintió obligado a cargar con la flaca. Le pasó una mano por debajo de los brazos, otra a la altura de los muslos, y la levantó en el mejor estilo de noche-de-bodas hollywoodense. Entonces se le ocurrió vengarse de la sonrisa de Alippi. Caminó hacia él y depositó la carga en sus rodillas. Tuvo la sensación de que se desafiliaba de aquella mujer. Pero Alippi slguió sonriendo; simplemente, por el costado del cigarrillo, empezó a cantar una ninnananna con la pronunciación de Anthony Franciosa.
Farías se alejó un poco, todo lo que era posible alejarse en aquel reducto, y se dejó caer en un sillón. Cerró los ojos. Sin abrirlos, extrajo el pañuelo y se limpió primero la nuca, después la oreja. Ahora que no veía, le llegaba una mezcla de voces, jazz, vasos rotos, ronquidos, y el tartajoso canto de Alippi. Durante diez o quince minutos tuvo la agradable sensación de que nadie lo miraba. Nadie, con una excepción. Sintió que la excepción estaba frente a él y abrió los ojos. Era Blumenthal.
«¿Está cansado?»
«Un poco. Debe ser el día en que he hablado y escuchado más inglés en toda mi vida. Si no se está acostumbrado, eso agota.»
«Sí», dijo Blumenthal y se quedó mirándolo. «Mientras usted estuvo semidormido, me dediqué a contemplar su bigote.»
«¿De veras?»
«¿Usted escribe solo cuentos? ¿O también escribe poemas?»
«¿Por qué?»
«Por nada.»
«No. Solo escribo cuentos.»
«¡Qué lástima!»
«¿Prefiere poemas?»
«Dije qué lástima, porque usted tendría que escribir un poema inspirado en su bigote.»
Farías se rió, pero no estaba seguro. Blumenthal se quedó serio.
«¿Me permite que le toque su bigote», dijo, y ya alargaba índice y pulgar.
Farías le tomó con fuerza la muñeca. Entonces el otro hizo un gesto resignado, y bajó la mano.
Eran las dos y cuarto. Como inauguración, ya era suficiente. Vio que el tambaleante Clayton no estaba en condiciones de echarlo de menos. Se acercó a la puerta. Alippi se había dormido sobre su durmiente. Blumenthal, uno de los pocos que no estaban borrachos o dopados, le hizo un gesto con la mano, totalmente desprovisto de rencor. Salió al aire libre. Respiró; más aún, disfrutó respirando.
Empezó a caminar hacia la Avenida de las Américas y de pronto vio que alguien venía con él. Era Eddie, el negro grandote, uno de los tres que no se habían quitado los zapatos, el único quizás que le había dicho una cosa inteligente: «Ustedes los latinoamericanos siempre se interesan por el problema negro en los Estados Unidos y además simpatizan con nosotros. Yo me he preguntado por qué será. Y he llegado a la conclusión de que debe ser porque el Departamento de Estado a ustedes los trata como a negros.»
«¿Qué le parece todo esto?», preguntó ahora Eddie.
El negro tenía la expresión tranquila de alguien que ya está de vuelta del asombro. Caminaba con las manos en los bolsillos y la cabeza levantada.
«¿Por qué lo hacen?», preguntó a su vez Farías.
«Oh, es difícil de explicar.»
«¿De veras es tan difícil?»
«Se niegan a mirar. Eso es todo. Huyen.»
«Pero… ¿de qué?»
Habían llegado a la Sexta Avenida. Eddie le hizo señas de que venía el ómnibus. Farías le estrechó la mano. Después subió de un salto.
Desde la vereda llegó la voz del negro, más grave que de costumbre: «Llámele realidad, si quiere…»
3.
Desde Phoenix hasta Albuquerque hay una hora y media de vuelo. Los primeros treinta minutos los pasó hablando en inglés con su vecino de asiento. Era un gordito achatado, semicalvo, que sudaba copiosamente en cada pozo de aire. A Farías le llamó la atención lo bien que se entendía con él. Por fin un tipo que usaba un inglés sin giros inéditos, sin novedades idiomáticas. De pronto entró a sospechar. Contó las veces que el gordo usaba el verbo to get. Solo una vez en tres minutos. Ése no era norteamericano. «Where are you from?», preguntó, receloso. «Aryen-ti-na», silabeó el gordito. «¿Desde cuándo Aryentina?», protestó Farías, en estallante español, «¡y hace media hora que nos estamos jodiendo con este inglés de biógrafo!». El otro rió y le tendió la mano: «¿Montevideo?» «Montevideo», confirmó Farías. «Lo conocí por el jodiendo. Ustedes lo emplean bastante más que nosotros.»
De ahí en adelante el gordo se volvió imparable. Le contó su vida, le contó su beca, le contó su ruta. No. No se quedaba en Albuquerque (Farías respiró). Solo media hora de espera para tomar otro avión hasta Dallas. Sus frases empezaban siempre a lo porteño: «Ustedes tienen la suerte de ser un país chico, casi insignificante, pero nosotros que, etc.», o también: «Felices de ustedes que tienen la lana, y pare de contar; en cambio, nosotros que tenemos la desgracia de ser uno de los países más ricos del mundo, etc.», o, por último: «Y bueno, fiftyfifty, como dicen aquí; nosotros jugamos el mejor fútbol del mundo y ustedes ganan los campeonatos.» «Ganábamos», murmuró Farías con la cabeza vuelta hacia el pasillo.
Para el gordo, Estados Unidos era un bluff. Con excepción de los puentes («y eso mismo, ¿qué importancia tiene?») todo en la Argentina era mejor. «No me hable de la comida, no me hable. El postre que usted come en Wyoming tiene el mismo gusto a material plástico que el que come en Washington, D. C.» Se veía a las claras que hacía muy poco se había enterado de que existía otro Washington, el «Evergreen State». «No me hable del baseball, no me hable. ¿Usted entiende esa porquería? Con decirle que prefiero el golf… ¡Cómo va a comparar eso con el fútbol rioplatense!» Farías entendió perfectamente que el término rioplatense era una concesión, una especie de deferencia de la Casa Central hacia la mejor atendida de sus sucursales.
Sobrevino otro pozo de aire. El argentino balbuceó: «Con-su-per-mi-so» y se inclinó violentamente sobre la bolsita de la TWA. Después se calló y cerró los ojos. Solo durante quince minutos, porque las ruedas del DC-8 no tardaron en tocar la pista de Albuquerque.
«Mr. Olendou Feriess. Mr. Olendou Feriess Required at the TWA counter.» A Farías siempre le costaba entender la voz de los parlantes, inclusive cuando éstos vociferaban en español. De modo que tuvieron que llamarlo cuatro o cinco veces. «Es a usted», dijo el argentino, que también había bajado para esperar su conexión.
Junto al mostrador de TWA había una mujer flaca, más aún, flaquísima, de unos sesenta o sesenta y cinco años, lentes con aro metálico y un sombrero horroroso, lleno de pinchos que salían hacia todos los puntos cardinales. «¿Mr. Farías?», preguntó. «Yo soy Miss Agnes Paine. Vengo a recibirlo en nombre de las poetisas de Albuquerque.» Farías estrechó los huesos de aquella mano y tuvo la impresión de que podían quebrarse en el apretón. «Esperaremos un momento más», agregó Miss Paine, «va a venir también Miss Rose Folwell.» Farías averiguó si ella, Miss Paine, escribía poemas. «Sí, claro», dijo ella, y extrajo del bolso negro un volumen delgado, de tapas duras. «Es mi último libro —tengo tres— son treinta y nueve poemas.» Farías leyó de una ojeada el sorprendente título: Annihilation of Moon and Carnival. «Gracias», dijo, «muchas gracias». Pero Miss Paine ya agregaba: «En realidad, quien es verdaderamente importante es Miss Folwell. «Ah…» «Sí, ella ha colaborado nada menos que en el Saturday Evening Post.» Farías pensó que todo era relativo; tirajes y primores tipográficos aparte, allí eso debería ser algo parecido a colaborar en Mundo Uruguayo.
«Allá viene», exclamó Miss Paine, súbitamente iluminada. En la escalera que comunicaba con el lobby, Farías pudo distinguir la figura de una viejecita increíblemente viejita (podía tener ochenta años, o ciento quince, daba lo mismo), levemente temblorosa pero nada encorvada. Miss Paine y Farías se acercaron a ella. «Mr. Farías», presentó Miss Paine, «Miss Rose Folwell, destacada poetisa de Albuquerque, colaboradora del Saturday Evening Post.» Miss Folwell detuvo un momento su temblor y le dedicó su mejor sonrisa del siglo XIX. «Hagámosle probar comida mexicana», dijo Miss Folwell, dirigiéndose a Miss Paine. «Sí, claro», dijo la aquiescente colega.
Farías se encaminó lentamente hacia la salida, con sus dos valijas y sus dos viejitas. Desde el lobby, el argentino lo saludó con grandes ademanes y guiños descomunales. Farías supo desde ya cuál iba a ser la versión del gordo, al final de la beca: «Estos uruguayos son un caso. Allá en Estados Unidos conocí a uno que tenía el berretín de irse de farra con unas calandracas impresionantes.»
Dejaron las valijas en el hotel, le concedieron cinco minutos para que se lavara las manos y se peinara, y arrancaron nuevamente en el auto de Miss Paine hacia el restaurante mexicano. Fueron ellas (en realidad, Miss Folwell) quienes ordenaron la comida. Las mesas eran atendidas por unas indiecitas que hablaban español con acento inglés, e inglés con acento español.
Entonces dijo Miss Paine: «Rose, ¿por qué no le recita a Mr. Farías alguno de sus poemas?» «Oh, tal vez no sea el momento», dijo Miss Folwell. «Pero sí, cómo no», se sintió obligado a agregar Farías. «¿Cuál le parece más adecuado, Agnes?», preguntó Miss Folwell. «Todos son hermosos», y agregó, dirigiéndose a Farías, con el tono de quien lo dice por primera vez: «Miss Folwell es colaboradora del Saturday Evening Post.» «¿Qué le parece Divine Serenade of The Navajo?» «Magnífico», aprobó Miss Paine, de modo que, antes de que llegara el primer plato, Miss Folwell recitó con su tono vacilante pero implacable las veinticinco estrofas de la divina serenata. Farías dijo que el poema le parecía interesante. El rostro arrugado de Miss Folwell conservó la impasibilidad con que había acompañado la última estrofa. Farías se sintió impulsado a agregar: «Muy interesante. Realmente interesante.» Era evidente que Miss Folwell estaba más allá del Bien y del Mal. Farías se dio cuenta de que sus frases no eran demasiado originales, pero se sintió reconfortado al ver que Miss Folwell condescendía a sonreír.
«Hagámosle probar tequila a Mr. Farías», dijo la colaboradora del Saturday Evening Post. Miss Paine llamó a la indiecita y ordenó tequila. Entonces Miss Folwell le dijo a Miss Paine: «Agnes, también usted tiene poemas hermosos. Dígale, por favor, a Mr. Farías, aquel que le publicaron en The Albuquerque Chronicle.» Farías comprendió que esta última referencia estaba destinada a él, a fin de que apreciara la enorme distancia que mediaba entre una poetisa que colaboraba en el Saturday Evening Post y otra que colaboraba en The Albuquerque Chronicle. «¿Usted se refiere a Waiting for the Best Pest?», preguntó inocentemente Miss Paine. «Claro, a ése me refiero.» «Tal vez no sea el momento», dijo, sonrojándose, la viejita más joven. «Pero sí, cómo no», intervino Farías, tomando conciencia de que su frase formaba parte de un diálogo cíclico.
Miss Paine comenzó el recitado en el preciso instante en que Farías se llevaba a la boca una especie de empanada mexicana y sentía que el picante le invadía la garganta, el esófago, el cerebro, la nariz, el corazón, su ser entero. «Tome un trago de tequila», bisbiseó comprensiva Miss Folwell, en tanto que Miss Paine rimaba muzzle con puzzle y troubles con bubbles. Luego, con gestos sumamente expresivos, Miss Folwell le enseñó, sin pronunciar palabra, que el tequila se acompañaba con sal, poniendo unos granos en el dorso de la mano izquierda, entre el nacimiento del índice y el pulgar, y recogiendo la sal con la punta de la lengua. «Me lo enseñaron en Oaxaca», volvió a murmurar Miss Folwell, mientras Miss Paine terminaba por cuarta vez una estrofa con el estribillo: «Bits of pseudo here and there.» A Farías le pareció que el tequila, sobre el picante, era fuego puro. Miss Paine dijo el estribillo por séptima y última vez. Farías quiso decir: «Interesante», pero solo pudo emitir una especie de gemido entrecortado. Tres cuartos de hora más tarde, tuvo conciencia de que las dos poetisas de Alburquerque le estaban recitando sus obras completas.
Solo entonces pudo empezar a disfrutar del episodio. Entre el picante y el alcohol, cabeza y corazón se le habían convertido en sustancias maleables, indefinidas, dispuestas a todo. Sentía que lo iba invadiendo una incontenible ola de simpatía hacia las dos viejitas que, entre tequila y tequila, entre guindilla y guindilla, le iban propinando sus odas y serenatas, sus responsos y melancolías. Estaba viviendo un cuento, un cuento que no era necesario reelaborar, porque las viejitas se lo estaban dando hecho, pulido, acabado. Se sintió invadido por una especie de amor, generoso y espléndido, frente a aquellas dos muestras de lúcida sensibilidad, que habían sobrevivido inconmovibles a la extensa sucesión de tequilas. Él, en cambio, estaba bastante conmovido, y, como siempre que el alcohol lo encendía, tuvo conciencia de que iba a tartamudear. «¿Y cu-cuál de esos po-poemas fue pu-publicado por el Saturday?», preguntó en medio de su propia niebla, sin fuerzas para agregar Evening Post. «Oh, ninguno de éstos», respondió Miss Folwell desde su admirable serenidad y sin asomo de tartamudeo. «Qui-quiero que me di-ga los que le pu-publicó el Satur…» Por primera vez Miss Folwell se sonrojó levemente. «Fue uno solo», dijo con imprevista humildad. «Dígalo, Rose», insistió Miss Paine. «Tal vez no sea el momento», dijo Miss Folwell. «Pe-pero síííí…», balbuceó Farías automáticamente, y agregó con un énfasis sincero: «¡Adelante, Rose!»
Miss Folwell mojó sus labios con su último tequila, carraspeó, sonrió, parpadeó. Luego dijo: «Now clever, or never.» Nada más. Farías dio cauce a su estupefacción con un soplido levemente irrespetuoso que expelió entre los labios apretados. Pero Miss Folwell agregó: «Eso es todo.» Otro soplido. Entonces Miss Paine, discreta y servicial complementó: «Una verdadera proeza, Mr. Farías. Fíjese qué tremendo sentido en solo cuatro palabras: Now clever, or never. Lo publicó el Saturday Evening Post, el 15 de agosto de 1949». «Tre-tremendo», asintió Farías, en tanto que Miss Folwell se levantaba en tres etapas y se dirigía a LADIES.
«Di-dígame, Agnes», empezó Farías lo que creyó iba a ser una frase mucho más larga, «¿po-por qué les gusta tanto el pi-cante y la po-poesía?» «Qué curioso que usted junte las dos cosas en una sola pregunta, Orlando», dijo Miss Paine correspondiendo al nuevo tratamiento y a la nueva confianza, «pero tal vez tenga razón. ¿Cree usted que sean dos formas de evasión?» «¿Po-por qué no?», dijo Farías, «pero ¿eva-vadirse de qué?» «De la sordidez. De la responsabilidad.» A Farías le pareció que Miss Paine elegía las palabras al azar, como quien escoge naipes de un mazo. Ella emitió un suspiro antes de agregar: «De la realidad, en fin.»
4.
«Tenemos que recoger a Nereida Pintos en Georgetown», dijo el guatemalteco, «y después seguimos hasta casa de Harry. Van a ver qué gringo más divertido.» «¿Y quién es la Nereida?», preguntó el chileno. «Mira, nació en Tegucigalpa, pero hace como mil años que está aquí en Washington. Dicen que cocina unos poemas muy pastoriles y unas albóndigas estupendas. Además es lesbiana, pobre…»
Desde el asiento trasero del Volkswagen, Farías los escuchaba y se dejaba llevar. Había conocido a Montes, el chileno, y a Ortega, el guatemalteco, en una fiesta del Pen Club, en Nueva York. Montes enseñaba literatura hispanoamericana en la Universidad de Notre Dame (Notredéim, pronunciaban los yanquis) y ahora estaba en Washington para alguna investigación en la Biblioteca del Congreso. Ortega no era profesor, ni poeta, ni siquiera periodista; solo un arevalista repugnado del castillo-armismo y su colofón llamado Ydígoras. Desde hacía dos años, se las rebuscaba como podía en los Estados Unidos, particularmente en Washington, donde tenía un apartamentito y conseguía todo tipo de descuentos y oportunidades a los miembros de la colonia latinoamericana. Al apartamento concurrían con frecuencia norteamericanas jóvenes, desatendidas por sus maridos. Ortega tenía una explicación para esa infelicidad sexual: «Saben, chicos, estos gringos necesitan muchos martinis para tomar coraje, pero siempre les viene el sueño antes que el coraje.»
Farías los oía hablar y reírse y blasfemar, y le parecía que esos dos, nacidos a tantos miles de kilómetros uno de otro, eran ciertamente más semejantes entre sí que cualquiera de ellos con respecto a él mismo. Uno venía de Cuajiniquilapa y otro de Valdivia, pero algo tenían en común: la fruta guatemalteca y el cobre chileno que les explotaba el gringo. Ése era el idioma único, latinoamericano, en que se entendían. En Nueva York le había dicho el chileno: «Ustedes los uruguayos tienen la suerte y la desgracia de que Estados Unidos no precise la lana. No les compra. No los explota. No los indigna.»
«Y ya sabes, Farías», estaba recomendando Ortega, «Si precisas radios o transistores, grabadoras, planchas, banlones, bolígrafos o cámaras, no vayas a caer en esos Discount que son unos gangsters. Me dices a mí y te consigo lo mejor, más todavía, te cedo la mitad de mi comisión. No te digo que te lleves una refrigeradora, porque a lo mejor te encuentras un guardia incomprensivo y te la sacan en tu aduana. Ustedes en el Sur tienen tanto melindre…»
Nereida salió de su casa no bien tocaron el timbre. A la vista de sus ojeras (anchas, profundas, moradas) Farías sintió una especie de choque que no era vértigo ni repugnancia, pero que participaba de ambas sensaciones. Tendría unos cincuenta años y unos noventa kilos, aunque estoicamente embretados en quién sabe cuántas fajas o sucedáneos. Se sentó atrás con Farías. Éste, por decir algo, elogió a Georgetown. «Ah, me encanta Georgetown», dijo ella, «me encanta Washington, me encanta Estados Unidos. Creo que jamás podría volver a Centroamérica.» «¿Por qué, Nereida?» preguntó Ortega desde el frente, «¿somos salvajes?» «Son una sociedad feudal, eso es lo que son, con esos maridos que se creen Júpiteres Tonantes y esas mujeres que se creen felpudos de Júpiter. Aquí es un matriarcado, qué hermosura. Seguro que usted, Orlando, habrá sido invitado a cenar en un Typical American Home. ¿No le parecen un encanto esos americanitos rozagantes y con delantal, vigilando el pastel que pusieron en el horno? ¿Se fijó que aquí son las mujeres las que descorchan las botellas?» Se rió tan fuerte que Ortega la hizo callar. «Son estupendos», siguió Nereida, «yo estoy por el matriarcado. Por eso este país llegó a donde llegó.» «¿Adónde llegó?», preguntó Montes. Nereida no dijo nada. En rigor, nadie se molestó en responder.
En Riverdale los esperaban Harry y su mujer. Farías pasóal auto del matrimonio. Era un privilegio al que le hacía merecedor su inglés deshilachado. Harry hablaba algo de español, pero Flora solo sabía decir: «Hasssta la visssta.» Lo miraba a Farías, le hacía adiós con la mano, decía: «Hasssta la visssta», y soltaba una carcajada. Farías la acompañó sin mayor convicción en varios de esos estallidos, pero a los quince minutos empezó a sentir un poco doloridas sus mandíbulas, y desde ese momento se limitó a sonreír con elaborada solidaridad.
«Los voy a llevar a un sitio maravilloso», dijo Harry, feliz de poder gastar su vocación de líder, y agregó en seguida: ¿Qué les pareció Nueva York?» «Fascinante, por muchas razones», contestó Farías. «¿Cuántas de esas razones usaban faldas?», inquirió Flora. Farías volvió a sonreír y sacudió la cabeza: «Ya sé, ya sé», dijo Flora, «ahora abandonó Nueva York y les dijo Hasssta la Visssta». Por primera vez, Harry acompañó a su mujer en la carcajada. «¿Estuvo en el Radio City?», preguntó Harry. «Claro que estuve. Es una de las cosas que más me fascinaron. Ese afán de hacerlo todo con mayúscula, esa falta de originalidad para ser originales. Dígame una cosa, Harry, ¿por qué cuando esa enorme orquesta, que sube y baja y da vueltas sobre su gigantesca plataforma, tiene que tocar un concierto para violín y orquesta, se elige que la solista toque corneta en vez de violín y vista de shorts en vez de largo? Me parece muy bien que las monjas norteamericanas vayan a escuchar rock y pataleen junto a las fans, pero no puedo tragar ese conglomerado de Sibelius y lindas pantorrillas.» «Take it easy, Orlando», interrumpió Harry, «me parece que usted está influido por Fidel Castro». La diversión fue general. «Ahora le digo en serio. No crea que se puede ser musicalmente antiimperialista. Esa receta del Radio City no está mal, después de todo. Gracias a las lindas pantorrillas, el público deglute a Sibelius. Difusión cultural, ¿okei? De todos modos, lo que usted me cuenta es bastante mejor que el programa de la Navidad pasada, cuando Papá Noel volaba en helicóptero por el interior de la sala.
El sitio maravilloso era Great Fall, estado de Maryland. Farías reconoció que el espectáculo de los saltos de agua valía la pena. «A ver esa formidable organización de picnic», dijo el guatemalteco refiriéndose a Harry. «Harry es el especialista», completó Nereida.
Entonces Harry extrajo del auto una valija, no demasiado voluminosa, y de ella sacó la pequeña heladera, un verdadero chiche, donde estaba la carne; luego, una especie de parrilla aerodinámica y desarmable que en un minuto fue puesta en condiciones: también un combustible sintético (algo así como pelotas de carbón); por último, un pomo con un líquido inflamable, especial para carbón sintético, especial para picnics especiales. Farías encontró que el fósforo y el hambre eran los únicos puntos de contacto con un asado del Cono Sur. Flora infló unos almohadones de nailon y todos se sentaron alrededor de aquel fuego civilizado y sin problemas, excesivamente resuelto y preparado. Si no hubiera sido por el toque natural que representaba el salto de agua, el picnic podría haberse realizado en el piso del Empire State Building.
Después del almuerzo miraron un rato la TV a transistores, especial para picnics, pero Nereida dijo que no le gustaban las de vaqueros. Entonces Harry extrajo su Polaroid, reunió al grupo junto a las cenizas esféricas del carbón sintético, e insistió en que Flora tomase una foto en la que él apareciese junto a los cuatro latinoamericanos. Hizo una broma sobre la diferencia entre sus 1,93 m de altura y los 1,69 que medía el más alto de los otros. «Y son capaces de creer que no son subdesarrollados», dijo. A los cuatro minutos de haber tomado la foto, la copia ya estaba disponible. «Esto es civilización», dijo Harry respondiendo a los aplausos de Nereida. Farías no hubiera podido asegurar si el yanqui estaba orgulloso o solo se burlaba de los hábitos nacionales. Quizás hubiese un poco de ambas cosas. Farías lo encontraba simpático y sincero. Flora le gustaba un poco menos, no sabía bien por qué. En ese momento, ella le estaba mostrando una botella de whisky que tenía agregados unos senos de plástico, monstruosamente inflados. «Esto lo trajo Harry de New Orleans.» Nereida dedicó al artefacto una mirada ansiosa, casi masculina. El chileno se aburría y se fue a contemplar la cataratita, una especie de versión para Reader’s Digest de las Niagara Falls.
Ortega se llevó discretamente a Farías hasta cerca del camino. «Harry es un buen tipo, ¿no te parece? Por lo menos, no es el producto corriente.» «Sí, me gusta bastante.» «Sabes, admite el American Way of Life, pero lo admite con cierta sorna, y eso en definitiva lo está salvando. No te voy a decir que nos entiende (eso es muy difícil aquí) pero se puede hablar con él de Guatemala o de Bolivia o hasta de Cuba, sin que se ponga histérico. Eso es mucho. Por lo menos, no cree que Roosevelt haya sido comunista.» «¿Y Flora?» «Bueno, Flora se considera una frustrada, porque en la casa Harry es el que manda. De acuerdo al esquema de Nereida, Harry es el que descorcha las botellas y Flora es la que cocina. Claro, no te olvides de que él vivió dos años en México. Tal vez allí se acostumbró…»
Flora andaba con Montes saltando entre las rocas. Harry fumaba con delectación junto al Volkswagen. Nereida leía un Esquire, recostada en un árbol. Ortega optó finalmente por unirse a los saltarines de las rocas, y entonces Farías se echó sobre la gramilla, la cabeza apoyada en el rollo que había hecho con su saco. Pensó que en el Uruguay siempre le había huido a los picnics. No tuvo tiempo de sacar conclusiones. Se durmió.
Dos horas más tarde, venía sentado junto a Harry y Flora en el asiento delantero del Chrysler 1960. Los otros se habían ido en el Volkswagen de Ortega, y el matrimonio se había ofrecido a llevarlo hasta Washington. Estaba contento. «Buena gente», pensó. Flora había cruzado las piernas. «Buenas piernas», pensó. Evidentemente, esta tarde sería un buen recuerdo.
«¿Por qué todos ustedes viven fuera de Washington?», preguntó por preguntar. «A mí me parece una ciudad muy agradable.» El perfil de Harry se transfiguró. «¿Cómo quiere que los seres humanos vivamos en Washington si aquí hay nada menos que un 65% de negros?» Farías tragó «¿Y eso qué?» Flora lo miró con dulzura, sin alterarse, seguramente compadecida frente a la incomprensión. «¡Cómo! ¿No entendió, Orlando? ¡65% de negros!» Farías guardó silencio, pero se sintió horrible guardando silencio. Al final tuvo que decir: «Ustedes perdonen, pero no puedo entenderlo.» Harry tenía una expresión cada vez más colérica.
En el cruce de Massachusetts Avenue y calle 4, el Chrysler tuvo que detenerse porque el semáforo estaba rojo. Por la franja reservada a peatones cruzó toda una familia de color. Los dos últimos negritos señalaron a Harry y se rieron. Se rieron como siempre se ríen, con toda la boca, mostrando hasta la campanilla. Eso ya era demasiado para Harry. Dio un tremendo puñetazo sobre el volante y gritó dirigiéndose a Farías: «¡Y usted pregunta por qué no vivimos en Washington! ¡Fíjese, fíjese, ésta es nuestra realidad! ¡Nuestra realidad! ¿Entiende ahora?» «Take it easy, Harry», dijo Flora. «Sí, ahora entiendo», murmuró Farías, y pensó en el party de Greenwich Village, en las invictas viejitas de Albuquerque.
Lo dejaron frente al National. Farías tuvo que construir una larga frase de gracias por el paseo, el picnic, la comida, la copia de la Polaroid, el regreso al hotel. Harry le dio la mano y dijo, ahora más calmo: «Fue un gran placer conocerlo, Orlando, verdaderamente un gran placer». Flora le dio un beso en la mejilla.
Farías se quedó un momento en la puerta del hotel, esperando que el coche arrancara. En el instante en que el Chrysler 1960 empezaba a moverse, Flora hizo adiós con la mano y dijo con fruición: «¡Hasssta la visssta!»
*FIN*