El retrato
[Cuento - Texto completo.]
Aldous Huxley—Cuadros —dijo Mr. Biggers—, usted quiere ver unos cuadros. En este momento tenemos aquí una exposición muy interesante de cosas modernas de contraste admirable: cosas inglesas y cosas francesas…
El comprador alzó una mano y sacudió la cabeza:
—No, no; nada de cosas modernas —dijo con agradable acento del Norte—. Quiero cuadros de verdad, cuadros antiguos. De Rembrandt, de Reynolds… Cosas así.
—¡Ah, perfectamente! —dijo Mr. Biggers, asintiendo—. Pintores clásicos. Naturalmente, tenemos lo antiguo y tenemos lo moderno.
—Verá usted; lo que pasa es que acabo de comprar una casa bastante grande, un palacio en el campo —explicó con cierta prosopopeya.
Mr. Biggers sonrió. Aquel buen hombre, en medio de su ingenuidad, le resultaba de sencillez simpática. Se preguntó cómo habría hecho su fortuna. Un palacio en el campo. Lo había dicho de manera realmente deliciosa. «He aquí un hombre —pensó— que ha logrado abrirse camino desde siervo a señor de palacios, desde la ancha base de la pirámide feudal a su aguzada cumbre». Había logrado resumir su historia, y toda la historia de la lucha de clases, de manera implícita en el orgulloso énfasis con que pronunció aquellas palabras: «Un palacio en el campo». Pero el desconocido estaba hablando y Mr. Biggers no pudo continuar pensando en estas cosas.
—En una casa de esa clase —estaba diciendo el desconocido—, y cuando se tiene mi posición, hay que tener unos cuantos cuadros. De pintores conocidos, como Rembrandt y gente así.
—Naturalmente —asintió Mr. Biggers—. Los cuadros clásicos son símbolo de nuestra excelente posición social.
—Exacto —repuso el otro, encantado—; ha expresado usted muy bien mi pensamiento.
Mr. Biggers se inclinó sonriente. Era delicioso encontrar a alguien capaz de interpretar en serio esta clase de ironías.
—Naturalmente, solamente necesitaré cuadros clásicos para el piso bajo, en el salón. Sería demasiado ponerlos también en las alcobas.
—Claro, claro; sería excesivo, evidentemente.
—Además, mi hija —continuó el dueño del palacio— pinta algo. Y hace unas cosas muy bonitas. He mandado ponerles marco a unas cuantas y las colgaré en las alcobas. No está mal eso de tener una artista en la familia. Le ahorra a uno tener que comprar cuadros. Pero, claro, en el piso hay que poner algo que sea viejo.
—Creo que tengo exactamente lo que necesita usted —dijo Mr. Biggers, y se levantó y llamó al timbre.
Pensó en la hija que pintaba algo, y se imaginó a una mujer grandota, rubia, con aspecto de servidora de bar, cumplidos los treinta, aún soltera y ya algo pasada. Apareció en la puerta su secreta.
—Miss Pratt, haga el favor de traer el retrato veneciano, el que está en el cuarto trasero. Ya sabe usted el que quiero decir.
—Está usted bien instalado aquí —dijo el señor del palacio—. ¿Qué tal el negocio? ¿Bien?
Mr. Biggers suspiró:
—La crisis… Los que negociamos en cosas del arte la notamos más que nadie.
—¡Ah, la crisis! Yo la vi venir. La gente se creía que los buenos tiempos iban a durar siempre. ¡Grandísimos mentecatos! Yo vendí todo cuando los precios estaban en el momento mejor. Por eso puedo comprar cuadros ahora.
También Mr. Biggers rió. Éstos eran los compradores ideales.
—Mucho me hubiera gustado haber tenido algo que vender cuando los precios eran buenos…
El señor del palacio rió hasta que las lágrimas le corrieron por las mejillas.
Aún reía cuando regresó Miss Pratt. Traía un cuadro que sujetaba con ambas manos, como si fuera un escudo.
—Póngalo en el caballete, Miss Pratt.
Y luego, volviéndose hacia el comprador, añadió:
—Ahí tiene usted. ¿Qué le parece?
El cuadro que había en el caballete era un retrato de medio cuerpo. La retratada, llena de cara, de tez blanca, con el pecho exagerado por el vestido de seda azul y muy adornado, parecía el prototipo de una dama italiana de mediados del XVIII. Una sonrisa complaciente curvaba la boca llena; en una mano sujetaba un antifaz negro, como si acabara de quitárselo al final de un baile de máscaras.
—Muy bonito —dijo el señor del palacio en el campo; pero luego añadió, menos seguro—: No parece de Rembrandt, ¿verdad? Es tan claro y tan luminoso… Generalmente, en los cuadros antiguos no ve uno nada. Son tan oscuros y tan raros…
—Muy cierto —dijo Mr. Biggers—, pero, claro está, no todos los grandes pintores que ha habido son como Rembrandt.
—Sí…, claro, supongo que no —dijo el señor del palacio poco convencido.
—Éste es un cuadro veneciano del siglo dieciocho. Tenían un colorido muy luminoso. Lo pintó Giangolini. Como usted sabrá, murió muy joven No se conocen más que media docena de cuadros suyos. Y éste es uno de ellos.
El señor del palacio asintió con un gesto. No se le ocultaba el valor de lo que escasea.
—Se advierte inmediatamente la influencia de Longhi —continuó Mr. Biggers con fácil gracia—. Y se nota también algo de la morbidezza de Rosalba en el tratamiento de la cara.
El comprador miraba con cierta intranquilidad a Mr. Biggers y al cuadro. Hay pocas cosas más desagradables que el hablar con una persona que nos aventaja notoriamente en conocimientos. Mr. Biggers se aprovechó sin piedad de su ventaja.
—Es curioso que no se observe, en absoluto, ni la más pequeña influencia de Tiépolo, ¿no le parece a usted?
El señor del palacio dijo que sí con la cabeza. Su expresión era de manifiesta incomodidad. Su boca de niño dibujó un gesto de tristeza. Casi pudiera esperarse de él que comenzase a hacer pucheros.
—Es agradable —dijo Mr. Biggers, al fin piadoso— al hablar con alguien que sabe de pintura. Son muy pocos los enterados.
—Yo, la verdad, no he estudiado a fondo el asunto, ¿sabe? —dijo el comprador modestamente—. Pero sé lo que me gusta y lo que no me gusta —y su cara recobró algo de alegría, al encontrarse pisando terreno más firme.
—Tiene usted lo que se llama intuición. Es un don preciosísimo. He podido ver por su cara que lo tiene usted. Lo advertí en el momento que entró usted.
El señor del palacio en el campo estaba encantado.
—No sé…, la verdad…, yo…
Pero sentía que su importancia aumentaba, que se estaba convirtiendo en alguien cuya opinión valía la pena.
—Sí —dijo ladeando la cabeza, con gesto crítico—; este cuadro está bien, muy bien. Pero… a mí me gustaría algo más… histórico, si comprende usted lo que quiero decir. Algo más parecido al retrato de un antepasado. Un retrato de alguien acerca del cual hubiera una historia, como Ana Bolena, o alguien así, o como Neil Gwynn o el duque de Wellington…
—Pero ¡si ahora mismo iba a decírselo! Este cuadro tiene historia.
Mr. Biggers se inclinó hacia el comprador y le dio unos golpecitos en la rodilla. Le brillaban los ojos con fulgor benevolente y regocijado que no lograba ocultar sus peludas cejas:
—Una historia muy notable —continuó— existe acerca de este cuadro.
—¿De veras? —preguntó el comprador subiendo las cejas.
Mr. Biggers se recostó en su silla:
—Esta señora que ve usted ahí —comenzó, indicando el retrato con un gesto de la mano— fue la esposa del cuarto conde de Hurtmore. El título se ha extinguido. El noveno conde murió el año pasado. Yo compré este cuadro al deshacer la casa. ¡Le duele a uno ver cómo desaparecen estas familias y estas casas de tan rancia nobleza!
Hízose solemne la expresión del señor del palacio, como si se encontrara en la iglesia. Después de irnos segundos de silencio, Mr. Biggers continuó, en distinto tono de voz:
—A juzgar por sus retratos, que he visto, el cuarto conde fue un hombre de expresión taciturna, de cara alargada, de aspecto… gris. Es difícil imaginársele joven; fue uno de esos hombres que siempre parecen tener cincuenta años. Casi lo único que le interesaba eran la música y las antigüedades romanas. Existe un retrato suyo que le muestra con una flauta de marfil en una mano, mientras en la otra descansa sobre un fragmento de un friso romano. Se pasó media vida viajando por Italia, viendo antigüedades y escuchando música. Cuando cumplió los cincuenta y cinco años, se le ocurrió que ya era hora de casarse. Ésta fue la dama que eligió por esposa.
Mr. Biggers señaló el cuadro.
—Su título y su gran fortuna, supongo que serían eficaz compensación de otros defectos. Es difícil al mirar a Lady Hurtmore el imaginar que sintiera un especial interés por las antigüedades. Ni creo yo que fuera apasionada estudiante de la ciencia o de la historia de la música. Le gustaban los trapos, las fiestas, el coqueteo, jugar fuerte y, en general, lo que se llama divertirse. Parece que la pareja no se llevaba demasiado bien. No obstante, conservaban las apariencias. Al año de casado Lord Hurtmore decidió hacer una visita más a Italia. Llegaron a Venecia a principios de otoño. Venecia significaba para Lord Hurtmore superabundancia de música, los conciertos diarios de Galuppi en el Orfanato de la Misericordia, Puccini en Santa María, óperas nuevas en San Moise, cantatas maravillosas en cien iglesias distintas, conciertos particulares de aficionados, Porposa y las voces más subyugadoras de Europa, Tartini y los violines mejores del mundo. Para Lady Hurtmore, Venecia quería decir algo muy distinto: quería decir que los juegos de azar en Ridotto, bailes de máscaras, alegres cenas y todas las delicias de la ciudad más animada del mundo. Los dos hubieran podido ser perfectamente felices durante un tiempo indefinido en Venecia, llevando cada uno su vida. Pero un día Lord Hurtmore tuvo la desastrosa idea de que le pintaran a su mujer un retrato. Alguien le recomendó a Giangolini, un pintor joven que prometía llegar a ser famoso. Lady Hurtmore comenzó a acudir a su estudio. Giangolini era apuesto y decidido. Giangolini era joven. Su técnica amorosa era tan perfecta como su técnica artística. Hubiera necesitado Lady Hurtmore no ser humana para poder resistirle. Lady Hurtmore era humana.
—Todos lo somos, ¿eh? —dijo el señor del palacio rural hundiendo un dedo en las costillas de Mr. Biggers y acompañando el gesto juguetón con una risa.
Mr. Biggers hizo eco cortés de la risa. Cuando ésta se hubo apagado, prosiguió:
—Acabaron por decidir huir juntos, cruzando la frontera. Vivirían en Viena con el producto de vender las joyas de los Hurtmore, las cuales la Lady tendría buen cuidado de incluir en el equipaje. Valían más de veinte mil libras las tales joyas, y en Viena, en los tiempos de María Teresa, se podía vivir muy agradablemente con los intereses de veinte mil libras esterlinas.
«Fueron hechos los necesarios preparativos sin dificultad. Giangolini tenía un amigo que se encargó de todo. Les consiguió pasaportes con nombres falsos, alquiló caballos, que aguardarían en tierra firme; puso su góndola a disposición de los amantes. Decidieron huir el día en que el retrato quedase terminado. Y llegó ese día. Lord Hurtmore, según costumbre, llevó a su esposa al estudio del pintor en una góndola, la dejó allí sentada en un trono de alto respaldo y se fue a escuchar un concierto de Galuppi en la Misericordia. El carnaval estaba en su apogeo. Todo el mundo iba enmascarado, incluso de día. Lady Hurtmore llevaba un antifaz de seda negra, el cual puede usted ver en su mano en el cuadro. Milord, aunque poco aficionado a tales mojigangas, y a pesar de que le molestaba el carnaval, prefirió seguir la costumbre grotesca de la localidad, antes que llamar la atención al no obedecerla. Durante las semanas de carnaval, los caballeros venecianos solían vestir una larga capa negra, un inmenso sombrero de tres picos y una máscara de muy larga nariz y hecha de papel blanco. No le gustaba a Lord Hurtmore llamar la atención; y ésas eran las prendas que vestía. Debió de ser encantadoramente absurdo e incongruente el ver a aquel Milord inglés grave y solemne, con el uniforme de un alegre enmascarado veneciano. “Polichinela con el traje de Arlequín”, fue la descripción que de él hicieron los amantes; el viejo estúpido de todas las comedias vestido con la indumentaria del pícaro eterno. Pues, como le digo, aquella mañana Lord Hurtmore llegó, como siempre, en su góndola alquilada acompañado de su esposa. Ella traía recatado bajo la amplia capa el joyero de cuero en cuyo sedoso lecho reposaban las joyas de los Hurtmore. Sentados en la pequeña cabina de la góndola, fueron contemplando las iglesias, las adornadas fachadas de los palacios, las altas casas de los burgueses, todas las cuales iban pasando dulcemente ante sus ojos.
»De debajo de la máscara de Polichinela salió la voz de Lord Hurtmore, grave, lenta, imperturbable: “El sabio padre Martini —dijo— me ha prometido hacerme el honor de venir a comer mañana con nosotros. No creo que haya un hombre en todo el mundo que sepa más de la historia de la música que él. Os ruego que os esforcéis en recibirle con las mejores atenciones”. “Podéis confiar en que así lo haré, Milord”. La condesa apenas pudo ocultar la risa que le retozaba en los labios. Pues al día siguiente a la hora de la comida estaría muy lejos, ya cruzada la frontera, allende Goritzia, galopando por la carretera de Viena. ¡Pobre Polichinela! Pero no le inspiraba ninguna lástima. Después de todo, allí se quedaba con su música y con sus trozos rotos de mármol. Apretó el joyero oculto bajo los pliegues de la capa. ¡Qué encantador encontró el secreto!».
Mr. Biggers juntó las manos, entrelazó los dedos y las apretó contra el corazón con gesto teatral. Lo estaba pasando muy bien. Volvió su caía zorruna hacia el señor del palacio rural y sonrió beatíficamente. El señor del palacio era todo oídos.
—¿Bien? —dijo.
Mr. Biggers separó las manos y las dejó caer sobre las rodillas.
—Llega la góndola a la puerta de Giangolini. Lord Hurtmore ayuda a su esposa a bajar, la conduce hasta el gran estudio del pintor, en el primer piso; la deja a su cargo con las acostumbradas palabras formularias, y se va al concierto matinal que da Galuppi en la Misericordia.
»Los amantes tienen dos horas para hacer los últimos preparativos.
En cuanto el viejo Polichinela desaparece, surge el servicial amigo del pintor, enmascarado y con una larga capa, como todos los hombres que se ven por las calles y canales de Venecia. Abrazos, risas, parabienes. Todo ha salido a pedir de boca, sin suscitar la más ligera sospecha. Lady Hurtmore saca el joyero de debajo de su capa y lo abre. Admiradas exclamaciones italianas de asombro. Los diamantes, las perlas, las grandes esmeraldas de los Hurtmore, los alfileres de rubíes, los arillos de brillantes, todas aquellas refulgentes preseas son examinadas con amor y sabiduría. El servicial amigo las tasa en cincuenta mil sequines, por lo menos. Los dos amantes se abrazan entusiasmados.
»El amigo servicial los interrumpe: quedan por hacer unas cuantas cosas. Han de ir al Ministerio de la Policía para firmar sus pasaportes. No es más que una formalidad, pero han de ir. Él saldrá con ellos y venderá uno de los diamantes de Milady para obtener fondos con que pagar los gastos del viaje.
Mr. Biggers se interrumpió, encendió un cigarrillo, echó una bocanada de humo y continuó su relato:
—Y, en efecto, salen todos con sus máscaras y sus largas capas; el amigo en una dirección, el pintor y su amante en otra. ¡Ah! ¡El amor en Venecia!
Mr. Biggers alzó al cielo dos ojos extáticos.
—¿Ha estado usted enamorado alguna vez en Venecia, señor mío?
—Nunca he pasado de Dieppe —respondió el señor del palacio, sacudiendo la cabeza.
—¡Ah! Ha perdido usted una de las grandes delicias de esta vida. No puede usted comprender exactamente lo que sentirían la deliciosa Lady Hurtmore y su amigo el pintor según se deslizaban a lo largo de los canales, contemplándose mutuamente a través de los agujeros de sus antifaces. Algunas veces quizá se besaban, aunque puede que esto les resulte demasiado difícil sin quitarse las máscaras…, y además con ello corrían el peligro de ser reconocidos a través de los cristales de su diminuto camarote… No; después de pensarlo, creo que nos debemos limitar a suponer que no hicieron más que mirarse. Pero en Venecia, mientras uno flota dulcemente por los canales, puede bastar con mirarse para sentirse feliz y satisfecho; sí, pueden bastar las miradas.
Acarició el aire con la mano y permitió que su voz se apagara gradualmente hasta quedar muda. Dio tres o cuatro chupadas a su cigarrillo sin decir nada. Cuando comenzó a hablar de nuevo, lo hizo con voz tranquila y poco modulada.
—Media hora más tarde, una góndola atracaba junto a la puerta de Giangolini, y un enmascarado con una gran capa negra y el inevitable sombrero de tres picos, bajó de la góndola y subió al estudio del pintor. Lo halló vacío. El retrato le sonreía desde el caballete con dulzura algo fatua. Pero ningún pintor daba los últimos toques, y el trono de la modelo estaba vacante. El narigudo enmascarado paseó la mirada inexpresivamente por el estudio. Fue ésta a descansar sobre el joyero que permanecía abierto sobre la mesa en la que los amantes lo dejaron aturdidamente. Los ojos hundidos y ensombrecidos por la máscara grotesca contemplaron largamente el joyero. Polichinela pareció sumirse en profunda meditación.
«Pasados unos minutos, oyó rumor de pasos en la escalera, de dos voces que reían a coro. El enmascarado se volvió y se puso a mirar por la ventana. Se abrió la puerta a su espalda ruidosamente: ebrios de excitación, de irresponsabilidad alegre y risueña, los dos amantes irrumpieron en la estancia.
»—¡Ah, caro amico! ¿Ya estáis de vuelta? ¿Lograsteis buen precio por el diamante?
»El enmascarado que estaba junto a la ventana permaneció inmóvil. Giangolini siguió parlando alegremente. No había habido dificultad alguna con las firmas, ni les hicieron ninguna pregunta; tenía en el bolsillo los pasaportes. Podían ponerse en camino inmediatamente.
«Lady Hurtmore comenzó a reír de bonísima gana. No podía dejar de hacerlo.
»—¿Qué os pasa? —le preguntó Giangolini, riendo también.
»—Estaba pensando —repuso ella entre las carcajadas—, estaba pensando en el viejo Polichinela, sentado en la Misericordia, escuchando el concierto con cara de mochuelo.
«Se ahogaba con la risa, y las palabras salían entrecortadas, dichas con voz aguda, forzadas como si escaparan por entre lágrimas.
»—¡Allí estará —añadió— oyendo las tediosas cantatas de Galuppi!
»Se volvió el enmascarado:
»—Desgraciadamente, señora, el sabio maestro está indispuesto. No ha habido concierto esta mañana.
»Se quitó el antifaz y continuó:
»—Y me he tomado la libertad de regresar más temprano de lo acostumbrado.
«Tenían delante la cara afilada, grave y gris de Lord Hurtmore.
»Los dos amantes la contemplaron mudos. Lady Hurtmore se llevó la mano al corazón; le había dado un terrible salto en el pecho, y sentía un espantoso vacío en el estómago. El pobre Giangolini estaba tan blanco como su antifaz de papel. Incluso en aquellos días de cicisbei, de cortejos oficiales, había casos en los que un marido injuriado y celoso se mostraba cruel vengador de su honra. Giangolini estaba desarmado, y no sabía qué armas mortíferas pudiera ocultar la capa enigmática. Pero Lord Hurtmore no hizo ningún gesto brutal o poco digno. Con la gravedad calmosa de todos sus actos, se dirigió a la mesa, cogió el joyero, lo cerró cuidadosamente y dijo:
»—Creo que esto es de mi propiedad.
»Se guardó el joyero y salió del estudio. Los dos amantes se quedaron solos, mirándose, con ojos que hablaban mil preguntas.
Mr. Biggers calló.
—¿Qué ocurrió entonces? —preguntó el señor del palacio rural.
—Sobrevino el anticlimax —respondió Mr. Biggers, sacudiendo la cabeza tristemente—. Giangolini había calculado escaparse con cincuenta mil sequines. Lady Hurtmore, al pensarlo, no apetecía experimentar las delicias del amor en la pobreza. Decidió que el lugar de una mujer casada está junto a su marido, en su hogar…, con las joyas de la familia. Pero ¿sería ésta la opinión de Lord Hurtmore? Ésa era la cuestión, la muy alarmante cuestión, la torturadora cuestión. Decidió ir ella misma a encontrarle respuesta.
»Llegó justo a la hora de comer. Su ilustrísima excelencia, le dijo el mayordomo, está aguardando en el comedor». Abrió las grandes puertas para la condesa y ésta entró majestuosamente, con la cabeza erguida…, pero con el corazón aterrado. Su marido estaba en pie junto a la chimenea. Salió a su encuentro.
»—Os esperaba, señora —le dijo, y luego la condujo a su lugar.
»Nunca se volvió a referir para nada a lo ocurrido. Aquella tarde mandó a un criado por el retrato. El cuadro formaba parte de su equipaje cuando regresaron a Inglaterra un mes más tarde. La anécdota ha ido pasando de generación en generación con el retrato. Me la contó un antiguo amigo de la familia, cuando compré el retrato el año pasado».
Mr. Biggers arrojó su cigarrillo en la chimenea. Se encontraba complacido. Juzgaba que había relatado la historia muy bien.
—Muy interesante —dijo el señor del palacio—; interesantísimo. Y es histórico, ¿no? Realmente, sería difícil superar el cuento si se tratara de Neil Gwynn o de Ana Bolena, ¿no cree?
Mr. Biggers sonrió vagamente, como si estuviera distraído. Estaba pensando en Venecia, en la condesa rusa que conoció en la pensión, en el árbol curiosamente podado que crecía en el patio y que se veía desde la ventana de su cuarto, en el perfume caliente y muy acentuado que usaba la condesa, que hacía contener la respiración la primera vez que se olía; y pensaba también en los baños del Lido, en una góndola, en el cimborrio de la Salute recortado contra un cielo nuboso, exactamente tal y como lo pintó Guardi. ¡Qué lejano estaba todo aquello! ¡Cuánto tiempo parecía haber pasado desde entonces! Apenas era un muchacho él. Aquélla fue su primera gran aventura. Despertó sobresaltado de su ensimismamiento. El señor del palacio estaba hablando.
—¿Y cuánto pide usted por el cuadro?
Hizo la pregunta con aire indiferente, como si la cosa no tuviera importancia. Se daba maña excelente para regatear.
—Pues, verá usted —dijo Mr. Biggers abandonando a disgusto sus recuerdos de la condesa rusa y de la maravillosa Venecia de hacía veinticinco años—, he cobrado mil libras por cuadros menos importantes que éste. Pero no me importa cedérselo por setecientas cincuenta.
El señor del palacio rural dejó escapar un silbido.
—¿Setecientas cincuenta? Es demasiado.
—Pero, señor mío —protestó Mr. Biggers—, piense usted en lo que tendría que pagar por un Rembrandt de este tamaño y de esta calidad; por lo menos veinte mil liras… Setecientas cincuenta no es demasiado, ni mucho menos. Antes al contrario, es muy poco, si tiene usted en cuenta la importancia del cuadro que se lleva. Le sobra a usted juicio artístico para comprender que se trata de una obra de arte admirable.
—No, no; si no quiero negarlo —dijo el señor del palacio—; pero digo que setecientas cincuenta libras es mucho dinero. ¡Menos mal que mi hija pinta un poco! ¡Imagínese usted si tuviera que decorar las alcobas con cuadros a razón de setecientas cincuenta libras a mil libras cada uno!
Rió su propio chiste. Mr. Biggers sonrió y dijo:
—Debe usted recordar que al comprar este cuadro hace usted una buena inversión de capital. Los cuadros de la escuela veneciana de la última época están subiendo de precio. Si yo tuviera que invertir algún dinero…
Se abrió la puerta y asomó la cabeza rubia y rizada de Miss Pratt:
—Mr. Crowley pregunta que si podrá recibirle.
Mr. Biggers frunció el ceño.
—Que espere —contestó con irritación.
Luego tosió y volviéndose de nuevo hacia el señor del palacio siguió:
—Como le decía, si yo tuviera dinero, créame que lo invertiría todo en venecianos de la última época. Todo en absoluto.
Según hablaba, se preguntó cuántas veces había dicho a unos y otros que si tuviera dinero invertiría hasta el último céntimo en primitivos, en cubistas, en esculturas negras, en grabados japoneses…
El señor del palacio rural acabó por firmar un cheque de seiscientas ochenta libras esterlinas.
—Le agradecería que me mandase una copia a máquina de la historia del cuadro —dijo, según se ponía el sombrero—. Es muy a propósito para contarla a los invitados después de cenar, ¿no le parece? Pero me gustaría no olvidar ningún detalle.
—Claro, claro; los detalles son lo más importante —dijo Mr. Biggers.
Acompañó al hombrecillo hasta la puerta.
—Adiós adiós; buenos días; adiós.
Desapareció.
Y ahora entró un muchacho pálido y con patillas. Tenía los ojos oscuros y melancólicos. Su expresión y todo su aspecto eran románticos y al mismo tiempo dignos de lástima. Era Crowley, el pintor.
—Siento haberle hecho esperar —le dijo Mr. Biggers—. ¿Qué deseaba?
Crowley mostró evidente embarazo y vacilación. Le molestaban profundamente estas gestiones:
—Pues… nada; pues verá, es que… ando algo mal de dinero y me he dicho que quizá, que tal vez…, que si no le viene a usted mal pagarme aquella cosilla que le hice… Le ruego que me perdone si le molesto…
—No, hombre, no; nada de eso —dijo Mr. Biggers, que tenía verdadera lástima a aquel desgraciado que no sabía cómo andar por el mundo; era como un niño…—. ¿Recuerda usted en cuánto lo ajustamos?
—Creo que fueron veinte libras…
Mr. Biggers sacó la cartera:
—Le voy a dar a usted veinticinco.
—¡Oh, no, no! ¿De veras? ¡Muchas gracias, muchas gracias! —dijo Crowley ruborizándose como una muchacha—. Supongo que no querría usted exponer mis paisajes, ¿verdad? —preguntó animado por la benevolencia de Mr. Biggers.
—No, no. Obras suyas, ni hablar —repuso Mr. Biggers en tono inexorable—. Convénzase de que no hay dinero en lo moderno. Pero le tomaré las que quiera de esas imitaciones suyas de cuadros antiguos.
Tamborileó con los dedos sobre el pintado hombro de Lady Hurtmore.
—Trate de pintar otro veneciano. Éste ha tenido mucho éxito.
*FIN*