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El rey

[Cuento - Texto completo.]

Isaac Babel

Terminada la bendición nupcial el rabí se dejó caer en un sillón; después salió de la habitación y observó las mesas a todo lo largo del patio. Eran tantas, que la cola asomaba por el portón a la calle Gospitálnaya. Cubiertas con terciopelo, las mesas serpenteaban por el patio como culebras de vientre recosido con remiendos multicolores; cantaban con voces graves, los remiendos de terciopelo naranja y rojo.

Los apartamentos quedaron transformados en cocinas. Por las puertas hollinadas salía una llamarada suculenta, llamarada borracha y rolliza. En sus rayos ahumados se tostaban rostros de ancianas, papos temblones de mujer, tetas sobadas. Un sudor rosado como la sangre, rosado como la baba de un perro rabioso, bordeaba aquellos montones de medrada carne humana y de dulce pestilencia. Tres marmitonas, sin contar las fregonas, preparaban la cena nupcial; dirigíalas la octogenaria Reizl, tradicional como un rollo del Thora, menuda y jibosa.

Aún no iniciada la cena entró en el patio un joven desconocido por los convidados… Preguntó por Benia Krik y llamó aparte a Benia Krik.

—Oiga, Rey —dijo el joven—, debo comunicarle un par de palabras. Me manda la tía Jana de la calle Kostétskaya…

—Bien —respondió Benia Krik, alias el Rey—, venga ese par de palabras.

—Ayer llegó a la comisaría el jefe nuevo; la tía Jana me encargó que se lo dijera.

—Me enteré anteayer —observó Benia Krik—. ¿Qué más?

—El comisario reunió al personal y le echó un discurso.

—La escoba nueva barre limpio —respondió Benia Krik—. Quiere una redada. ¿Qué más?

—¿Sabe usted, Rey, cuándo es la redada?

—Será mañana.

—Es hoy, Rey.

—¿Quién te ha dicho eso, niño?

—Lo dijo la tía Jana. ¿Conoce a la tía Jana?

—Conozco a la tía Jana. ¿Qué más?

—El comisario reunió al personal y le echó un discurso. “Debemos aplastar a Benia Krik”, dijo, “porque al lado de su majestad imperial no hay rey que valga. Hoy que Krik casa a su hermana y todos estarán allí haremos la redada…”.

—¿Qué más?

—… Entonces los agentes se asustaron. Dijeron: “Si hacemos la redada cuando Benia anda de fiesta se disgustará y correrá mucha sangre”. El comisario dijo: “Por encima de todo está mi amor propio…”

—Bien, vete —respondió el Rey.

—¿Qué le digo de la redada a la tía Jana?

—Que Benia está enterado de la redada.

El joven se fue y con él tres amigos de Benia. Dijeron que regresarían a la media hora. Y regresaron a la media hora. Eso fue todo.

Se sentaron a la mesa sin tener en cuenta la edad. La vejez chocha es algo tan deplorable como la juventud cobarde. Tampoco se sentaron de acuerdo a las fortunas. El forro de una pesada talega está zurcido con lágrimas.

En el lugar de preferencia se sentaron los novios. Era su ocasión. Después estaba Sénder Eijbaum, suegro del Rey. Era su derecho. El historial de Sénder Eijbaum es digno de conocerse: no es un historial cualquiera.

¿Cómo Benia Krik, atracador y cabecilla de atracadores, llegó a yerno de Eijbaum? ¿Cómo llegó a yerno de un propietario de sesenta menos unas vacas lecheras? Todo ocurrió a raíz de un atraco. Hacía solo un año Benia escribió a Eijbaum una carta.

“Mosié Eijbaum —le ponía—, ruego que coloque mañana bajo el portón de la Sofíyevskaya, 17, veinte mil rublos. Si no, le espera algo jamás oído y Odesa entera hablará de usted. Respetuosamente, Benia el Rey”.

Tres cartas, a cual más diáfana, no tuvieron respuesta. Entonces Benia actuó. Una noche se presentaron nueve hombres con palos largos. En los palos llevaban estopa embreada amarrada. Nueve estrellas fulgurantes se encendieron en la vaqueriza de Eijbaum. Benia rompió las cerraduras del establo y sacó las vacas, una por una. Un muchacho armado de cuchillo tumbaba la vaca de un golpe y clavaba el cuchillo en el corazón de la vaca. En la tierra encharcada de sangre las antorchas florecieron como rosas de fuego; sonaron disparos. Con los disparos Benia intimidaba a las empleadas apiñadas cerca del establo. Los otros asaltantes también dispararon al aire porque si no se tira al aire puede haber víctimas. Cuando la sexta vaca se derrumbó a los pies del Rey con un postrer mugido, en el patio apareció Eijbaum en calzoncillos y se interesó:

—¿Qué consecuencias tendrá esto, Benia?

—Que si yo me quedo sin el dinero, usted se queda sin las vacas. Como que dos y dos son cuatro.

—Entra en el local, Benia.

En el local se pusieron de acuerdo. Se repartieron a medias las vacas degolladas. La inviolabilidad de Eijbaum quedó garantizada y confirmada por un certificado acuñado. Pero lo más asombroso vino después.

En el asalto de aquella terrible noche, cuando las vacas acuchilladas mugían y las terneras resbalaban en la sangre de sus madres, cuando las antorchas danzaban como negras doncellas y las lecheras se espantaban y chillaban intimidadas por las pistolas benevolentes, aquella noche terrible bajó al patio en camisa escotada Tsilia, la hija del viejo Eijbaum. La victoria del Rey se transformó en su derrota.

A los dos días, sin aviso previo, Benia devolvió a Eijbaum el dinero arrebatado y una tarde se presentó de visita. Vestía un traje color naranja, bajo el puño de su camisa centelleaba una pulsera de brillantes; entró en la habitación, saludó y pidió a Eijbaum la mano de su hija Tsilia. El viejo sufrió un ligero ataque, pero se recuperó. Al viejo le quedaba vida para otros veinte años.

—Oiga, Eijbaum —le dijo el Rey—, el día que usted se muera le entierro en el primer cementerio judío y muy cerca de la entrada. Le pongo, Eijbaum, un monumento de mármol rosado. Le hago parnas de la sinagoga Bródskaya. Dejo mi especialidad, Eijbaum, y me asocio a su empresa. Usted, Eijbaum, tendrá doscientas vacas. Mataré a todos los lecheros, excluyéndole a usted. Ningún ladrón rondará la calle en que usted vive. Le construyo un chalet en la estación dieciséis… Recuerde, Eijbaum: en su juventud usted tampoco fue rabí. No diremos en voz alta quién falsificó el testamento, ¿eh?… Usted tendrá por yerno a un Rey. No a un mocoso, sino a un Rey, Eijbaum…

Benia Krik se salió con la suya porque era apasionado y las pasiones imperan en el mundo. Los recién casados pasaron tres meses en la exuberante Besarabia en medio de uvas, de comida abundante y de sudor amoroso. Después Benia regresó a Odesa para casar a su hermana Dvoira, una cuarentona que padecía la enfermedad de Basedow. Ahora, relatada la historia de Sénder Eijbaum, podemos retornar a la boda de Dvoira Krik, la hermana del Rey.

En la cena de boda hubo pavo, pollo asado, pescado relleno y ujá con islotes de limón de reflejos nacarinos. Sobre las cabezas muertas de los pavos cimbreaban flores semejantes a penachos vaporosos. Pero ¿acaso la resaca del mar de Odesa deposita en la orilla pollos asados?

Aquella noche estrellada y azul todo lo más noble de nuestro contrabando, todo lo que del uno al otro confin honra a nuestra tierra, dejó sentir su efecto destructivo y seductor. El vino forastero calentaba los estómagos, quebraba dulcemente las piernas, embotaba los cerebros y provocaba regüeldos sonoros como las notas de la trompa de guerra. El cocinero negro del “Plutarco”, llegado hacía dos días de Port Said, trajo más acá de la raya aduanera barrigudas botellas de ron de Jamaica, oleoso vino de Madera, cigarros de las vegas de Pearpont Morgan y naranjas de las proximidades de Jerusalén. Eso deposita en la orilla la espumosa resaca del mar de Odesa, de eso se benefician en ocasiones los mendigos de Odesa en las bodas judías. En la boda de Dvoira Krik se beneficiaron de ron de Jamaica. Por eso, borrachos como cerdos, los mendigos judíos repiqueteaban ruidosamente con sus muletas. Eijbaum, el chaleco desabrochado, observaba con un ojo entreabierto la estruendosa asamblea y eructaba con esmero. La orquesta tocaba la fanfarria. Parecía la parada militar de una división. Fanfarria y más fanfarria. Los atracadores, sentados en filas estrechas, cohibidos al principio por la presencia de gente ajena, se fueron animando. Liova Katsap estrelló una botella de aguardiente en la cabeza de su querida. Monia, el artillero, disparó al aire. El entusiasmo llegó a su apogeo cuando, según las viejas costumbres, los invitados ofrecieron sus regalos a los novios. Los salmistas sinagogales se encaramaron a las mesas y, secundados por la estrepitosa fanfarria, contaban los rublos y cucharas de plata regalados. Los amigos del Rey hicieron gala de la sangre azul y de la caballerosidad inextinguida del barrio de Moldavanka. Con ademán descuidado dejaban caer en las bandejas de plata monedas de oro, sortijas y corales.

La aristocracia de Moldavanka llevaba chalecos carmesí, abrazaban sus hombros chaquetas rojas y en sus piernas carnosas reventaba el cuero color turquesa. Erguidos, barriga en ristre, los bandidos palmeaban al son de la música, gritaban “amargo” y lanzaban flores a la novia. Esta, la cuarentona Dvoira, la hermana de Benia Krik, la hermana del Rey, desfigurada por la enfermedad, de papo abultado y ojos desorbitados, estaba sentada sobre un montón de almohadas y tenía a su lado a un niño canijo comprado con el dinero de Eijbaum y mudo de angustia.

La entrega de los regalos llegaba a su fin: los salmistas enronquecieron y el contrabajo se enemistó con el violín. De pronto, sobre el patio se extendió un ligero olor a chamusquina.

—Benia —dijo papá Krik, un viejo carretero con fama de mal educado entre los carreteros—, Benia, ¿sabes qué me se ocurre? Me se ocurre que aquí arde el hollín…

—Papá —respondió el Rey a su padre beodo—, coma y beba, por favor, y no se preocupe de esas tonterías…

Papá Krik siguió el consejo de su hijo. Comió y bebió. Pero la nube de humo se hacía más asfixiante. En algunas partes el borde del cielo se tiñó de rosa. Una lengua de fuego, fina como una espada, lanzó una estocada por alto. Los convidados se levantaron y olfatearon el aire. Sus mujeres chillaron. Los atracadores se miraron unos a otros. Solo Benia, que no notaba nada; estaba afligido.

—Me están aguando la fiesta —gritaba con desesperación—. Queridos: coman y beban, por favor…

Mas en ese momento apareció en el patio el joven que había estado antes de comenzar la fiesta.

—Rey —dijo—, debo comunicarle un par de palabras.

—Dilas —respondió Krik—. Tú siempre tienes en reserva un par de palabras…

—Rey —pronunció el joven desconocido con una risita—, la cosa tiene gracia. La comisaría entera arde como una antorcha…

Enmudecieron los tenderos. Sonrieron los atracadores. Manka, una sesentona, progenitora de bandidos del barrio, se metió dos dedos en la boca y produjo un silbido que hizo tambalearse a sus adláteres.

—Mania, que no está usted en el trabajo —observó Benia—. Más paciencia, Mania…

El joven mensajero seguía riendo.

—Salieron de la comisaría unos cuarenta —decía moviendo la mandíbula— para hacer la redada. Se apartaron unos quince pasos y empezó el incendio… Corran a verlo, si quieren…

Benia prohibió a los convidados ir al incendio. Fue él con dos compañeros. La comisaría ardía por los cuatro costados. Los policías corrían por la escalera meneando el trasero, envuelto en humo y lanzaban cofres por las ventanas. Los detenidos aprovecharon la confusión y se fugaron. Los bomberos se sentían pletóricos de entusiasmo, pero en el grifo inmediato no había agua. El comisario, la escoba nueva que barre limpio, estaba en la acera de enfrente mordiéndose el mostacho, que se le metía en la boca. La nueva escoba estaba quieta. Benia pasó cerca del comisario y le saludó a lo militar.

—Muy buenas, excelencia —dijo compadecido—. ¿Vaya calamidad, eh? Es algo de pesadilla…

Detuvo la mirada en el edificio en llamas, meneó la cabeza y chasqueó los labios:

—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!…

Benia retornó a casa cuando en el patio se apagaron los faroles y en el cielo se encendía la aurora. Los convidados se habían retirado; los músicos dormitaban con la cabeza descansando en el mástil de sus contrabajos. Solo Dvoira no está dispuesta a dormir. Empujaba al marido asustado hacia la puerta del dormitorio conyugal; mirábale con la lascivia del gato que lleva un ratón en la boca y lo palpa suavemente con los dientes.

*FIN*


“Король”,
Моряк, 1921


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