Casa digital del escritor Luis López Nieves


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El rey de los griegos

[Cuento - Texto completo.]

Jack London

Alec el Fuerte nunca se había dejado coger por la patrulla de la pesca. Se vanagloriaba de que no le cogeríamos vivo, y contaba a todo aquel que quisiera escucharle que, de todos los que habían intentado capturarle, ninguno lo había conseguido, y que dos hombres que esperaban volver a tierra con su cadáver habían perecido en el mar. Sin embargo, nadie violaba las reglas de la pesca de manera tan sistemática y desvergonzada como Alec el Fuerte.

Le llamaban Alec el Fuerte a causa de su gran anchura de pecho. Medía seis pies y tres pulgadas de alto, y la anchura de sus hombros y la profundidad de su pecho eran por el estilo. Era prodigiosamente musculoso y sólido como el acero, un número incalculable de anécdotas sobre su extraordinaria fuerza circulaban entre los pescadores. Tan audaz y dominante era como robusto su cuerpo; también se le conocía por otro nombre: El rey de los griegos.

La población de pescadores, compuesta en su mayoría por griegos, se pusieron bajo su protección y le obedecieron como a un jefe. Como tal, él defendía sus derechos, los amparaba con su influencia, los arrancaba de las garras de la ley cuando por desgracia les pillaban en falta y, en los momentos de peligro, les enseñaba a unirse en la lucha.

En otro tiempo, la patrulla había intentado arrestarle y, después de varios fracasos, había renunciado a ello; por eso, desde que me enteré de que el rey de los griegos iba a llegar a Benicia, deseé ardientemente verlo. No tuve que buscarle por mucho tiempo. Con su audacia habitual, nada más llegar nos hizo una visita. En aquella época, Charley Le Grant y yo trabajábamos a las órdenes de un tal Carmintel; los tres nos encontrábamos a bordo del “Reindeer” y nos estábamos preparando para hacer una ronda de inspección cuando Alec el Fuerte saltó sobre el puente. A todas luces, Carmintel le conocía: se estrecharon la mano como personas que se habían visto anteriormente. Alec el Fuerte no nos prestó ninguna atención ni a Charley ni a mí.

—He venido aquí para pescar el esturión durante uno o dos meses —le anunció a Carmintel.

Sus ojos brillaban desafiantes, y vimos que nuestro jefe bajaba los suyos bajo la mirada arrogante del visitante.

—Entendido, Alec —dijo Carmintel en voz baja—. Te dejaré tranquilo. Entra en la cabina y lo hablaremos más detenidamente —añadió.

Cuando hubieron cerrado la puerta de la cabina detrás suyo, Charley me miró significativamente. Demasiado joven aún en aquella época, no conocía muy bien a los hombres ni los procedimientos que algunos utilizaban entre ellos, por lo que no comprendí lo que Charley había querido decirme. No me dio ninguna explicación, pero yo me olía algo turbio en aquel asunto.

Dejándolos en su reunión, bajamos al bote y nos fuimos al muelle del viejo vapor, donde estaba amarrada el arca de Alec el Fuerte. Un arca es una pequeña gabarra de fondo plano habilitada como vivienda, llamada también “house-boat”. Este tipo de barco, que se parece bastante al arca de Noé, le es tan necesario a los pescadores de la bahía superior como lo son sus redes y sus botes.

Todos nos moríamos de ganas de ver de cerca el arca de Alec el Fuerte, pues decían que había sostenido más de una batalla y que su casco estaba acribillado por los agujeros dejados por las balas.

Vimos en efecto los agujeros (taponados con clavijas de madera pintadas), pero no eran tan numerosos como me figuraba. Charley se echó a reír ante mi desengaño. Para consolarme, me contó el relato auténtico de una expedición dirigida contra la casa flotante de Alec el Fuerte. Los hombres tenían por misión capturarlo vivo preferiblemente, muerto si era necesario. Al cabo de media jornada de lucha, los patrulleros se retiraron con sus embarcaciones en un lamentable estado, llevando consigo un muerto y tres heridos.

Al día siguiente por la mañana volvieron con refuerzos, y no encontraron más que los postes de amarre del arca de Alec el Fuerte; la barca permaneció escondida entre los altos juncos de Suisun durante meses.

—¿Por qué no lo han colgado por asesinato? —pregunté—. Los Estados Unidos son lo suficientemente fuertes como para hacer comparecer a este hombre ante la justicia.

—Él mismo se entregó y el juicio tuvo lugar —respondió Charley.

A Alec el Fuerte le costó cincuenta mil dólares ser absuelto, ya que tuvo que procurarse los servicios de los mejores abogados, que lo sacaron de allí gracias a sus hábiles tácticas.

Todos los pescadores griegos de la bahía contribuyeron con su dinero. Alec el Fuerte, como si de un rey se tratase, lo dedujo de sus impuestos.

—Los Estados Unidos son todopoderosos, hijo mío. Y no es menos cierto que Alec el Fuerte es un monarca en el seno de una nación, con su propio reino y sus propios súbditos.

—¿Qué piensas hacer a propósito de la pesca del esturión? Seguramente empleará un “sedal chino”.

Charley se encogió de hombros, y dijo con voz enigmática:

—Ya veremos qué pasa.

Un “sedal chino” es un artefacto muy ingenioso inventado por los ciudadanos que le dan nombre. Por un simple sistema de flotadores, pesas y anclas, se colocan miles de anzuelos, cada uno en un sedal especial, a una distancia variable de seis pulgadas y a una profundidad de un pie por debajo del mar. Lo más destacable de esta clase de sedal es que el anzuelo, en vez de estar provisto de una lengüeta, es afilado y termina en una punta aguda como la de una aguja. Los anzuelos se colocan a pocas pulgadas el uno del otro y cuando varios miles de estos artilugios están suspendidos como una franja sobre una longitud de cuatrocientos a quinientos metros, constituyen un formidable obstáculo para el pez que avanza por bandadas en el fondo del mar.

El esturión pertenece a esta categoría. Rebusca en la tierra como un cerdo, y por esta misma razón se le denomina “cerdo de mar”. Cogido por el primer anzuelo, pega un brinco de sorpresa y entra en contacto con otra media docena de anzuelos. Entonces se debate tan violentamente que por todos lados las puntas de aguja penetran en su tierna carne; y los anzuelos dispuestos en ángulos diferentes retienen al desdichado pez hasta que le llega la muerte.

Al no poder ningún esturión escapar al sedal chino, las leyes que rigen la pesca llaman “trampa” a este instrumento y, como su uso conduce al exterminio del esturión, está prohibido.

Estábamos seguros por adelantado de que Alec el Fuerte pensaba tender uno de estos sedales chinos ante las mismísimas narices de los representantes de la ley.

Durante unos cuantos días, Charley y yo vigilamos las idas y venidas de Alec el Fuerte. Remolcó su arca a lo largo del muelle de Solano hasta la cala del Astillero de Construcciones Navales Turner. Sabíamos que esta cala era un sitio donde abundaba el esturión: por eso no dudamos ni un instante de que el rey de los griegos iba a emprender su tarea.

Dentro y fuera de esta cala, la corriente de la marea circulaba como el agua en el saetín de un molino y era imposible, salvo en caso de mar plana, levantar, deslizar o poner un sedal chino en este lugar. Por tanto, entre el flujo y el reflujo de las mareas, Charley o yo nos apostábamos en el muelle Solano para vigilar la bahía.

Al cuarto día, estaba echado al sol detrás del cerco del muelle cuando vi a lo lejos un bote ligero que se alejaba de la orilla y avanzaba hasta el medio de la cala. Me llevé rápidamente los prismáticos a los ojos y seguí todos los movimientos de la embarcación.

Dos hombres la manejaban y, aunque se encontraba aproximadamente a una milla de distancia, vi que uno de ellos era Alec el Fuerte, y antes de que el bote volviera de nuevo a la orilla, había visto lo suficiente como para afirmar que el rey de los griegos acababa de poner su sedal.

—Alec el Fuerte ha puesto un sedal chino en la cala que hay más allá de los Astilleros Turner —le anunció a mediodía Charley Le Grant a Carmintel.

Una expresión de fastidio pasó por los rasgos del jefe, luego respondió de forma evasiva y ahí quedó todo.

Conteniendo su ira, Charley se mordió el labio y dio media vuelta.

—¿Tienes agallas, pequeño? —me preguntó más avanzada la tarde, en el momento en que acabábamos de lavar los puentes del “Reindeer” y nos preparábamos para bajar a acostamos.

Mi garganta se contrajo y no pude responder más que con un movimiento de cabeza.

—Entonces, perfecto —dijo Charley brillándole los ojos de decisión—. Es absolutamente necesario que entre tú y yo pesquemos a Alec el Fuerte, a pesar de Carmintel. ¿Puedo contar contigo? No va a ser fácil —añadió tras una pausa— pero a pesar de todo, con un poco de valor, lo conseguiremos.

—No lo dudo —dije con voz entusiasta.

—Bueno, pues de acuerdo —dijo estrechándome la mano.

Después de esto nos fuimos a dormir.

La tarea que nos habíamos asignado presentaba diversas dificultades. Para acusar a un hombre de faltar a las leyes de pesca había que sorprenderlo en delito flagrante y con las pruebas en la mano: anzuelos, sedales y pescado. Dicho de otra manera, teníamos que capturar a Alec el Fuerte en mar abierto, donde podía vernos llegar y prepararnos una de las cálidas recepciones que constituían su especialidad.

—Imposible sorprenderlo —dijo Charley una mañana—. Si tan solo pudiéramos acercarnos a él, las posibilidades serán las mismas para él que para nosotros. Probemos, a pesar de todo, de pasar a lo largo de su bordo.

Estábamos sobre el salmonero, el barco que, en compañía del “Reindeer”, había dado caza a los pescadores de gambas. El mar estaba en calma, y cuando dimos la vuelta al extremo del muelle Solano, vimos a Alec el Fuerte volver a subir el sedal y sacar el pescado.

—Cambiemos de sitio —ordenó Charley—. Mantente justo detrás suyo, como si te dirigieras hacia la cala de sirga.

Me hice cargo del timón, y Charley se sentó sobre un travesaño en medio del barco, con el revólver al alcance de su mano.

—Si se le ocurre disparar —me aconsejó—, métete en el fondo y lleva el timón de tal forma que solo se vea tu mano.

Asentí con un movimiento de cabeza; seguidamente, guardamos silencio. El barco se deslizaba suavemente sobre el agua y nos acercábamos cada vez más a Alec el Fuerte. Le veíamos claramente retirar los esturiones y lanzarlos al fondo del barco mientras su compañero largaba el sedal y separaba los anzuelos antes de sumergirlos en el agua. Nos encontrábamos a quinientos metros de él cuando el gordo pescador nos gritó:

—Eh, vosotros, ¿qué queréis?

—Sigue adelante —me dijo Charley en voz baja—. Haz ver que no le oyes.

Los minutos siguientes fueron pródigos en emociones. Alec el Fuerte nos observaba con insistencia, mientras cada segundo nos acercábamos lentamente a él.

Sin duda adivinó nuestra identidad, ya que de repente nos soltó:

—¡Largaos de una vez! Os agujerearé la piel si os quedáis ahí.

Se llevó el fusil a la altura del hombro y me apuntó.

—¿Os vais a largar, sí o no? —preguntó.

Decepcionado, Charley masculló entre dientes:

—Volvamos. Hemos fallado por esta vez.

Enderecé el timón y aflojé la escota de la vela, lo que nos apartó de nuestra ruta primitiva en cinco o seis puntos. Alec el Fuerte nos siguió con la mirada hasta que estuvimos fuera de su alcance, y reemprendió su trabajo.

—Sería mejor que no os metierais en los asuntos de Alec el Fuerte —le recomendó Carmintel a Charley aquella noche, con aspecto huraño.

—¡Vaya! ¿Se te ha venido a quejar? —le preguntó Charley, sarcástico.

Carmintel, incómodo, empezó a enrojecer y repitió:

—Más vale dejarlo tranquilo. Ese tipo es peligroso y no sacaríamos nada con molestarle.

—En efecto —replicó Charley—, creo comprender que es más provechoso dejarle en paz.

Era una piedra echada sobre el tejado de Carmintel y, por la expresión del jefe, vimos que Charley había puesto el dedo en la llaga. Era notorio que Alec el Fuerte estaba tan dispuesto a sobornar a la policía como a luchar contra ella, y se citaban los nombres de más de un patrullero a quien el rey de los griegos había untado la mano.

—¿Acaso insinúas…? —empezó a decir Carmintel con voz amenazadora.

Pero Charley no lo dejó continuar.

—No insinúo nada —dijo—, has captado perfectamente el sentido de mis palabras, y si te das por aludido, a fe mía…

Se encogió de hombros. Carmintel, cortado, se contentó con abrir desmesuradamente los ojos.

—Lo que tenemos que hacer es competir en imaginación con ese tipo —me dijo Charley, un día que habíamos intentado vanamente sorprender a Alec el Fuerte en la grisalla de la aurora. Una salva de disparos de fusil nos había forzado a batirnos en retirada.

Durante los días siguientes me devané los sesos para descubrir una estratagema con la cual dos hombres, en mar abierto, pudieran capturar a un tercero, tirador excepcional y que no se separaba jamás de su arma. Cada día, entre las dos mareas, a la vista de todos, Alec el Fuerte echaba su sedal al agua. Lo más exasperante era que todos los pescadores, desde Benicia a Vallejo, estaban al corriente de las malas pasadas que el rey de los griegos nos jugaba impunemente.

Por otra parte, Carmintel nos enviaba, expresamente, contra los pescadores de sábalos de San Pablo, de modo que nos quedaba muy poco tiempo para ocuparnos del célebre Alec. Pero la mujer y los hijos de Charley vivían en Benicia, que se convirtió en nuestro cuartel general, y al cual volvíamos bastante regularmente.

—No veo más que una manera de actuar —dije después de varias semanas de infructuosas reflexiones—. Cuando el mar esté en calma, aprovecharemos que Alec el Fuerte haya vuelto a tierra con su pescado para mangarle el sedal. Le hará falta algún tiempo y dinero para procurarse otro, que le quitaremos de la misma manera. Si el tipo se nos escapa, por lo menos tenemos ahí un medio excelente para desanimarlo. ¿Qué te parece?

Charley respondió que no le parecía mala idea. Aguardamos el momento propicio y, a la primera encalmada de marea baja, cuando Alec, tras haber retirado el pescado del sedal, regresó al pueblo, salimos en el salmonero. Conocíamos la situación del sedal por las señalizaciones que habíamos hecho en tierra, y nos fue fácil localizarlas. La marea empezaba a subir de nuevo cuando llegamos más o menos al lugar donde creíamos que se sumergía el sedal, echamos el tipo de ancla que usan los barcos de pesca. Dándole al ancla la cuerda justa para que apenas tocara el fondo, la hicimos resbalar muy suavemente hasta que se enganchó y el barco se quedó tenso y parado.

—¡Ya lo tenemos! —exclamó Charley—. Ayúdame a subirlo a bordo.

Juntos, izamos la cuerda hasta que apareció el ancla con el sedal para esturiones enredado en una de sus patas. Pronto decenas de anzuelos de aspecto mortífero brillaron ante nuestras miradas. Acabábamos de empezar a soltar el sedal para alcanzar el extremo por el cual podríamos levantarlo, cuando un ruido seco dentro del barco nos sobresaltó. Miramos a nuestro alrededor, pero al no ver nada sospechoso nos pusimos de nuevo a trabajar. Un instante después se reprodujo un ruido parecido y la andana se resquebrajó en el lugar situado entre Charley y yo.

—Eso se parece mucho a una bala, hijo mío —me dijo mi compañero—. Alec nos envía peladillas de largo alcance.

—Usa pólvora sin humo —añadí—, midiendo con la mirada la distancia hasta la orilla, que estimé aproximadamente en una milla.

Escruté la orilla sin descubrir a Alec el Fuerte. Sin duda se escondía detrás de alguna roca desde donde nos tenía a su merced. Un tercer proyectil dio en el agua, rebotó y silbó por encima de nuestras cabezas antes de caer de nuevo un poco más lejos.

—Mejor sería que nos fuéramos —señaló Charley con voz calmada—. ¿Qué opinas tú?

Yo compartía su opinión y le hice observar que no teníamos nada que hacer con aquel trozo de sedal. Lo dejamos todo e izamos la vela a un tercio. Al punto las balas cesaron y nos alejamos de allí, decepcionados, con el pensamiento de que Alec el Fuerte a los lejos se reía de nosotros.

Mucho peor aún: al día siguiente, en el muelle de pesca donde inspeccionábamos las redes, estimó oportuno burlarse abiertamente de nosotros delante de todo el mundo. Charley, rojo de ira, tuvo la fuerza suficiente para contenerse, pero le prometió solemnemente al rey de los griegos que un día conseguiría meterlo entre rejas. Según su costumbre, Alec se jactó de que ningún patrullero le había cogido todavía y que nunca le cogerían; todos los pescadores le aplaudieron. Los hombres se excitaban cada vez más y una pelea podía estallar de un momento a otro, pero Alec el Fuerte demostró su prestigio real restableciendo la calma entre sus hombres.

Por su parte, Carmintel se burló de la actitud de Charley, le hizo varias observaciones sarcásticas e incluso intentó sacarle de sus casillas.

Aunque hervía de cólera, Charley respondió a estas provocaciones con una sangre fría admirable. Me aseguró no obstante que estaba completamente decidido a capturar a Alec el Fuerte, aunque tuviera que dedicarse a ello el resto de su vida.

—No sé de qué manera, pero, tan cierto como que me llamo Charley Le Grant, lo cogeré. La idea me vendrá a la mente en el momento preciso.

En efecto, surgió de la manera más insólita.

Había pasado un mes entero, durante el cual habíamos surcado la bahía de arriba abajo sin poder distraernos un momento para ocuparnos de cierto pescador que, sabíamos, utilizaba un sedal chino en la cala del Astillero de Turner. Aquel mediodía estábamos patrullando cuando vimos un yate averiado cargado de pasajeros mareados. Este gran yate, aparejado como un balandro, se encontraba en una difícil situación, debido a que el alisio soplaba fuertemente y a que no había ningún marino digno de tal nombre a bordo.

Desde el muelle de Selby seguíamos con indiferencia las torpes maniobras ejecutadas para que el barco pudiera fondear y enviar el bote a la orilla. Un tipo de aspecto lamentable, que vestía un uniforme de un blanco más que dudoso, nos pasó la amarra de la embarcación y saltó sobre el embarcadero después de que varias veces casi hiciera volcar el barco en las turbulentas aguas. Se tambaleaba como si la tierra se abriera bajo sus pies, y nos explicó sus dificultades.

El único marino de verdad a bordo, el único con el que se podía contar en caso de mal tiempo, había tenido que ir a San Francisco a causa de un telegrama, y habían intentado continuar solos el viaje. La tempestad y las grandes olas de la bahía de San Pablo habían podido con el resto de la tripulación; todos los marineros estaban enfermos, y ninguno de ellos sabía ni podía hacer nada; habían echado el ancla ante Selby con la intención de abandonar el barco o de encontrar a alguien que los condujera a Benicia. En una palabra, ¿sabíamos de algún marino que quisiera pilotar el yate hasta Benicia?

Charley me interrogó con la mirada. El “Reindeer” estaba fondeado en un lugar seguro. No teníamos ningún trabajo en particular antes de medianoche. Con la brisa que había, podíamos singlar hasta Benicia en dos horas, pasar algunas horas en tierra y volver a Selby en el tren de la tarde.

—De acuerdo, capitán —le dijo Charley al desdichado balandrista, quien esbozó una tímida sonrisa al oír conferírsele este título.

—No soy más que el propietario del yate —explicó a guisa de excusa.

En pocos golpes de remo lo devolvimos a bordo y constatamos el lamentable estado de los pasajeros. Había allí una docena de hombres y mujeres, todos ellos enfermos e incapaces de sentir la más mínima satisfacción ante nuestra presencia. El yate se movía terriblemente de un lado a otro, y apenas el propietario había puesto el pie sobre el puente, se derrumbó y se unió a los demás. Nadie estaba en condiciones de echarnos una mano, de manera que Charley y yo tuvimos, los dos solos, que deshacer el montón embrollado de aparejos deslizantes, izar una vela y sacar el ancla.

Fue una bordada dura, aunque rápida. El estrecho de Carquinez era un inmenso campo de espuma y de olas encrespadas; lo atravesamos a toda velocidad viento en popa, con la botavara de la inmensa vela mayor ora sumergiéndose en el agua, ora apuntando al cielo. Pero los pasajeros, así como los tripulantes, permanecían indiferentes a todo.

Agachados dentro de la caseta del timón, dos o tres hombres, entre los cuales se encontraba el propietario, temblaban cuando el barco subía, planeaba y se deslizaba vertiginosamente sobre las olas. En los intervalos, dirigían ávidas miradas hacia la orilla. El resto se apiñaba, sobre los cojines, en el suelo de la cabina. De vez en cuando alguno emitía un gemido, pero la mayoría de los pasajeros permanecían inertes como cadáveres.

La cala de Turner se encontraba en nuestra ruta, y Charley se adentró en ella para buscar aguas más tranquilas. Benicia estaba a la vista, y navegábamos sobre un mar relativamente tranquilo cuando, justo delante nuestro, divisamos un pequeño bote tambaleándose sobre las olas. La marea estaba baja. Charley y yo intercambiamos significativas miradas. No pronunciamos ni una palabra, pero al punto el yate inició una serie de movimientos extravagantes, virando mal a propósito y dando bandazos como si el más novato de los aficionados llevara el timón. Nuestro barco ofrecía el espectáculo de un yate huyendo ante el tiempo; corría como enloquecido a través de la bahía, tratando de vez en cuando de recuperar un poco de su dominio en un desesperado esfuerzo por alcanzar Benicia.

El propietario olvidó momentáneamente su mareo y la inquietud invadió de nuevo sus facciones. El bote, que al principio no era más que un punto sobre el agua, pronto se agrandó en el horizonte, y reconocimos a Alec el Fuerte y su socio quienes, tras haber enrollado un trozo del sedal en una cornamusa, detenían su trabajo para reírse a nuestras expensas. Charley bajó su capucha sobre sus ojos y yo seguí su ejemplo, sin adivinar todavía la idea que había surgido en su mente y que, con toda evidencia, quería llevar a cabo.

Con la popa cubierta de espuma llegamos a la altura de la embarcación, tan cerca que pudimos oír, por encima del ruido del viento, las voces de Alec y de su compañero. Escupían sobre nosotros todo el desprecio que sienten los marinos profesionales por los aficionados, sobre todo por los aficionados torpes.

Pasamos en tromba cerca de los pescadores, y no pasó nada. Viendo mi decepción, Charley se rió burlonamente y me gritó:

—¡Atención a la vela mayor y al foque!

Puso todo el timón a barlovento y el yate, dócilmente, viró al mismo tiempo. La vela mayor, sin viento, se aflojó, se quedó fláccida, osciló un instante con la botavara, y bruscamente se puso tirante sobre la perilla de mesana. El yate se inclinó hasta mojar el extremo de los baos, y profundos gemidos surgieron del grupo de pasajeros aquejados de mareo, que rodaron por el suelo de la cabina para ser, en resumidas cuentas, comprimidos en montones en las literas de estribor.

No teníamos tiempo para pensar en ellos. El yate, completando la maniobra, puso proa al viento, con las velas en relinga, y recuperó el equilibrio. Pero avanzábamos sin parar y la embarcación se encontraba ahora justo delante de nuestra ruta. Entonces vi a Alec el Fuerte lanzarse al agua y a su compañero saltando para agarrarse a nuestro bauprés. Después sobrevino un estruendo, seguido de una serie de golpes y chirridos, mientras la embarcación pasaba por debajo de nuestra quilla.

—Esta vez ya no hay que temer ningún tiroteo —murmuró Charley corriendo a la parte posterior para ver qué había sido de Alec el Fuerte.

El viento y el mar detuvieron pronto nuestro movimiento hacia adelante, y empezamos a derivar retrocediendo hacia el lugar de la colisión. La cabeza oscura y la cara morena del rey de los riesgos emergieron del agua y, manifestando solamente su ira contra los torpes aficionados, el hombre se dejó izar a bordo. Además, estaba sin aliento, ya que había tenido que sumergirse un buen rato y profundamente para evitar nuestra quilla.

Charley saltó sobre Alec el Fuerte y lo mantuvo debajo suyo en la caseta del timón mientras yo le ayudaba a maniatarlo con sólidas cuerdas. Consternado, el propietario del yate pedía explicaciones, cuando el socio de Alec el Fuerte, que venía del bauprés, se dejaba caer en la parte trasera y echaba una mirada llena de aprensión por encima de la brazola al interior de la caseta del timón. Bruscamente Charley le rodeó el cuello con su brazo y lo mandó rodando sobre la espalda al lado de Alec el Fuerte.

—¡Más cuerdas! —gritó Charley.

Se las procuré rápidamente.

La embarcación, abandonada a una corta distancia, flotaba tranquilamente a barlovento. Tensé las velas mientras Charley, tomando el timón, se dirigía hacia ella.

—Son dos viejos delincuentes —le explicó Charley al propietario, que estaba furioso—. Violan continuamente las leyes de pesca. Acabáis de verlos cogidos en flagrante delito, y seguramente seréis llamados como testigos en el tribunal.

Mientras hablaba, alejaba la embarcación. El sedal se había roto, pero un trozo se había quedado enganchado. Retiramos unos cuarenta o cincuenta pies, con un joven esturión atrapado en un montón de anzuelos sin barbas. Charley cortó de un navajazo esta parte del sedal y lo lanzó a la caseta del timón cerca de los dos cautivos.

—He aquí la prueba… la muestra —añadió Charley—. Miradla bien a fin de reconocerla ante los jueces, y acordaros de la hora y el lugar de la captura.

Sin volver a virar mal a propósito ni dar bandazos de un lado a otro, llegamos triunfalmente a Benicia, llevando con nosotros al rey de los griegos sólidamente atado en la caseta del timón, prisionero por primera vez por la Patrulla Pesquera.

*FIN*


“The King Of The Greeks”,
The Youth’s Companion, 1905


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