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El río Potudán

[Cuento - Texto completo.]

Andréi Platónov

La hierba volvió a crecer en los caminos de tierra apisonados en la guerra civil porque la guerra había terminado. En el mundo, en las provincias, de nuevo había silencio y poca gente: algunos murieron en el frente, muchos se curaban las heridas y descansaban con sus parientes en un largo sueño olvidando el trabajo duro de la guerra, y algunos de los desmovilizados todavía no habían llegado a sus casas; caminaban con un capote viejo, una bolsa de campaña, un yelmo de tela o gorro de piel de cordero, caminaban por la hierba espesa y desconocida que antes no habían tenido tiempo de ver, o que a lo mejor entonces no crecía, aplastada por las marchas. Caminaban con el corazón perplejo y desvanecido, reconociendo los campos y los pueblos a lo largo de su camino; sus almas habían cambiado en el sufrimiento de la guerra, en las enfermedades y la felicidad de la victoria; iban a vivir por primera vez, acordándose vagamente de cómo eran hacía tres o cuatro años, que los habían hecho mayores y más inteligentes, con más paciencia, y habían sentido dentro de ellos la gran esperanza mundial que se convirtió en la idea de sus vidas, por ahora cortas, sin ningún fin ni objetivo antes de la guerra civil.

Al final del verano volvían a sus casas los últimos desmovilizados del Ejército Rojo. Se habían detenido en los ejércitos de trabajo, allí se dedicaron a oficios desconocidos y sufrieron por la impaciencia, y solamente ahora les habían ordenado que volvieran a casa para incorporarse a sus vidas y a las de los demás.

Por una colina larga que bordea el río Potudán, llevaba dos días y dos noches avanzando hacia su casa, a una ciudad de provincias desconocida, Nikita Firsov, un antiguo soldado del Ejército Rojo. Era un hombre de unos veinticinco años de edad, de cara modesta, como entristecida de continuo, pero probablemente esta expresión no se debía a la tristeza, sino a una bondad contenida, o a la concentración habitual de la juventud. El cabello rubio, hacía tiempo sin cortar, le caía por debajo del gorro hasta las orejas, los grandes ojos grises miraban a la naturaleza tranquila y aburrida del país monótono con una tensión sombría, como si el caminante fuera un forastero.

A mediodía Nikita Firsov se tumbó junto a su pequeño arroyo que fluía por el fondo de una hondonada hacia el río Potudán. El caminante empezó a dormitar al sol, en la tierra, entre la hierba de septiembre, ya cansada de crecer desde la primavera temprana. Parecía como si el calor de la vida se apagara dentro de él, y Firsov se durmió en medio del silencio de aquel lugar solitario. Sobre él volaban los insectos, flotaba la telaraña; un hombre vagabundo pasó por encima sin tocar al dormido, sin interesarse por él, y siguió su camino. El polvo del verano y la sequía se elevaba en el aire, haciendo la luz del cielo todavía más débil y vaga, pero el tiempo del mundo, como de costumbre, seguía al sol a lo lejos… De pronto Firsov se incorporó y se sentó,  respirando  agitadamente y asustado, como si se hubiera fatigado en una carrera invisible o en una lucha. Tuvo una pesadilla: lo ahogaba con su piel caliente un animalito pequeño y regordete, una especie de animal campestre, alimentado con trigo puro. El animal, bañado en sudor por el esfuerzo y la gula, se le había metido en la boca, en la garganta, tratando de penetrar con sus patitas pegajosas en el centro de su alma para quemarle la respiración. Ahogado entre sueños, Firsov quiso gritar y echar a correr, pero el mismo animalito salió fuera, ciego, mísero, asustado y tembloroso, y desapareció en la oscuridad de su noche…

Firsov se lavó la cara en el arroyo y se enjuagó la boca; luego se puso en marcha: la casa de su padre ya estaba cerca y antes de la noche podría llegar hasta ella.

Cuando empezó a oscurecer, Firsov vio su tierra en la noche naciente y confusa. Era un alto redondeado y lento, que se levantaba desde las orillas del Potudán hacía unos campos de cebada elevados. En el alto se encontraba la pequeña ciudad, casi invisible en la noche. No había ni una luz encendida.

El padre de Nikita Firsov estaba durmiendo: se había acostado enseguida al volver del trabajo, antes de que se pusiera el sol. Vivía solo, su mujer había muerto hacía tiempo, dos de sus hijos desaparecieron en la guerra imperialista y el último hijo, Nikita, estaba en la civil; a lo mejor volvería -pensaba el padre del último hijo-, la guerra civil va cerca de las casas y hay menos tiroteo que en la imperialista. El padre dormía mucho, desde la puesta del sol hasta el amanecer, si no dormía empezaba a pensar diferentes cosas, a recordar lo olvidado, y su corazón sufría de nostalgia por los hijos desaparecidos, de pena por una vida que había pasado sin interés. Desde por la mañana se marchaba al taller de muebles del pueblo, eso lo soportaba mejor, se distraía. Pero hacía la noche se sentía peor y, al volver a casa, rápidamente, casi asustado, se dormía hasta la mañana siguiente, ni siquiera necesitaba keroseno. Al amanecer las moscas empezaban a picarle en la calva, el viejo se despertaba y largamente, poco a poco y con cuidado, se vestía, se calzaba, se lavaba, suspiraba, recorría la habitación, la arreglaba, hablaba consigo mismo, salía a la calle, observaba el tiempo que hacía y volvía, todo para gastar el tiempo innecesario que le sobraba antes de ir al taller de muebles.

Aquella noche, el padre de Nikita Firsov dormía como de costumbre, por necesidad y cansancio. En el banco de tierra junto a la isba llevaba años viviendo un grillo que cantaba hacia la noche; podía ser el mismo de hacía dos veranos, quizá fuera su nieto. Nikita se acercó al banco y golpeó la ventana del padre; el grillo se calló un rato, como si estuviera escuchando quién había venido: un hombre desconocido y tardío. El padre se bajó de la vieja cama de madera, donde había dormido con la madre de todos sus hijos y donde había nacido el propio Nikita. El hombre viejo y delgado estaba en calzoncillos, que de tanto llevarlos estaban encogidos y estrechos, por eso le llegaban solo a la rodilla. El padre se arrimó al cristal de la ventana y de allí miró al hijo. Ya lo había visto y reconocido, pero seguía mirando sin poder apartar los ojos. Pequeño y delgado como un muchacho, echó a correr por la escalera al patio, para abrir la puerta de la verja cerrada durante la noche.

Nikita entró en la vieja habitación baja de techo, con un banco y una pequeña ventana a la calle. Había visto el mismo olor que en la infancia, que hacía tres años cuando él se había marchado a la guerra; incluso se sentía el olor de la falda de su madre; era el único sitio en el mundo con ese olor. Nikita se quitó la bolsa y el gorro, lentamente se despojó del abrigo y se sentó en la cama. El padre seguía de pie delante de él, descalzo y en calzoncillos, sin atreverse a saludarlo ni a hablar.

-¿Qué tal los burgueses y los cadetes? -preguntó al cabo de un rato-. ¿Los liquidaron a todos o queda alguno?

-Casi a todos –contestó el hijo.

El padre se quedó pensando, breve pero seriamente: matar a toda una clase era un gran trabajo.

-Cómo no, si todos son unos enclenques -comentó el padre acerca de los burgueses-. Qué pueden hacer si están acostumbrados a vivir de balde…

Nikita se puso en pie delante del padre, ahora le sacaba cabeza y media. El padre callaba junto al hijo, en un asombro tímido de su amor hacia él. Nikita puso la mano en la cabeza del padre y le atrajo hacia su pecho. El viejo se arrimó al hijo y empezó a respirar agitada y profundamente, como si hubiera llegado el momento de su descanso.

 

En una calle de aquella misma ciudad, que daba directamente al campo, había una casa de madera con unas contraventanas verdes. En tiempos en esa casa había vivido una viuda, maestra de la escuela de la ciudad; con ella vivían sus hijos, un chico de unos diez años y Liuba, una chica rubia de quince.

El padre de Nikita Firsov hacía años quiso casarse con la maestra viuda, pero pronto abandonó su proyecto. Dos veces llevó a Nikita, que todavía era un niño, a casa de la maestra, y Nikita vio allí a Liuba, la chica pensativa que leía un libro sin hacer caso a los invitados.

La vieja maestra convidaba al ebanista a té con galletas y decía algo de la ilustración de la mente del pueblo y la reparación de las estufas de la escuela. El padre de Nikita callaba todo el tiempo; estaba azorado, suspiraba, tosía y fumaba pitillos, y luego bebía té del platillo tímidamente, sin tocar las galletas, para demostrar que no tenía hambre.

En la casa de la maestra, en sus dos habitaciones y en la cocina había sillas, en las ventanas había cortinas, en la primera habitación, un piano y un armario ropero, y en la otra, más alejada, dos camas, dos butacas blandas de terciopelo rojo y allí mismo, en unos estantes, muchos libros, seguramente todas unas obras completas. Al padre y al hijo el mobiliario les pareció demasiado caro, y el padre, después de ir a ver dos veces a la maestra, dejó de visitarla. No llegó a decirle que quería casarse con ella. Pero Nikita tenía ganas de ver otra vez el piano y a la niña pensativa que leía un libro, por eso pidió a su padre que se casara con la vieja para poder ir a su casa.

-No puedo, Nikita -le dijo entonces el padre-. Tengo poca educación, ¡de qué vamos a hablar! Y tampoco podemos invitarlas, no tenemos vajilla, comemos mal… ¿Has visto las butacas que tienen? Son antiguas, de Moscú. ¿Y el armario? Por  todo el frente labrado y con aplicaciones, ¡si yo entiendo de eso…! ¡Y la hija! Seguro que se hará cursillista.

El padre llevaba varios años sin ver a su vieja novia; a lo mejor la echaba de menos a veces, o simplemente pensaba en ella.

Al día siguiente de volver de la guerra civil Nikita fue a la comisaría militar para darse de alta en la reserva. Luego Nikita dio una vuelta por toda la ciudad, conocida y familiar, y le empezó a doler el corazón al ver las casas pequeñas y envejecidas, las verjas y vallas destrozadas, los escasos manzanos en los jardines, algunos secos y muertos para siempre. En su infancia estos manzanos aún eran verdes, las casas de un piso parecían grandes y suntuosas, pobladas de personas inteligentes y misteriosas, y las calles eran largas, las bardanas altas y las malas hierbas de los solares y de las huertas abandonadas parecían un bosque cerrado y terrible. Nikita vio que las pequeñas casas eran míseras, bajas, que había que pintarlas y arreglarlas, las malas hierbas de los lugares yermos eran pobres, no daban miedo sino tristeza, y solo estaban pobladas de viejas y pacientes hormigas, y las calles en seguida daban al campo, al espacio claro del cielo; la ciudad se había hecho pequeña. Nikita pensó que había tenido una larga vida si los objetos grandes y misteriosos se habían convertido en pequeños e insignificantes.

Pasó lentamente junto a la casa de contraventana verdes que había visitado con su padre. La pintura verde solo estaba en su memoria, en realidad quedaban nada más que unos restos pálidos, había perdido el color con el sol, estaba lavada por las lluvias y los chaparrones, había desteñido descubriendo la madera, el tejado de hierro estaba muy oxidado, seguramente las lluvias penetraban a través del tejado y se mojaba el techo encima del piano. Nikita estudió con atención las ventanas de la casa; ya no había cortinas y al otro lado del cristal se veía una oscuridad ajena. Nikita se sentó en un banco junto a la verja de la casa destartalada, pero familiar a pesar de todo. Pensó que probablemente alguien se pondría a tocar el piano y así podría oír música. Pero la casa estaba en silencio, no se veía a nadie. Nikita esperó un rato y luego miró por una rendija de la verja; en el patio crecían ortigas viejas, entre el espesor de la hierba un caminito llevaba al cobertizo y a los tres escalones delante de la casa. Seguramente la vieja maestra y su hija Liuba habían muerto hacía tiempo, y el hijo se habría ido al frente, voluntario…

Nikita se dirigió a su casa. Se acercaba la noche, pronto volvería el padre y los dos tendrían que decidir cómo seguir viviendo y dónde encontrar trabajo.

En la calle principal había un pequeño paseo, porque la gente empezaba a revivir después de la guerra. Ahora por las calles se veían empleados, cursillistas, desmovilizados que mejoraban de sus heridas, muchachos jóvenes, gentes de trabajos caseros y pequeños talleres; los obreros saldrían al paseo más tarde, al anochecer. La gente llevaba ropa vieja y pobre o uniformes usados de la guerra imperialista.

Casi todos los transeúntes, hasta los que iban del brazo y eran novios, llevaban algo para la casa. Las mujeres llevaban bolsas de la compra con papas, a veces pescado, los hombres llevaban debajo del brazo barras de pan de racionamiento, media cabeza de vaca, o tripas para la sopa. Pero se veía poca gente triste, solamente alguien muy viejo y cansado. Los más jóvenes se reían y se miraban unos a otros de cerca, animados y confiados, como si estuvieran en vísperas de una felicidad eterna.

-¡Hola! -tímidamente le dijo a Nikita una mujer.

Inmediatamente aquella voz llegó hasta él y le dio calor, como si alguien amado y perdido hubiera venido en su ayuda. Pero a Nikita le pareció que había sido un error y que no lo saludaban a él. Temiendo equivocarse miró lentamente a las personas que lo rodeaban. Eran solo dos y ya le habían pasado. Nikita miró hacia atrás: una Liuba mayor y más alta se había parado y lo miraba. Sonreía triste y azorada.

Nikita se le acercó y la examinó con cuidado para ver si se había conservado sana y salva, porque incluso en la memoria era para él un tesoro. Sus botas austríacas, atadas con una cuerda, estaban muy usadas, el vestido de muselina pálida le llegaba solo hasta las rodillas, seguramente no había tenido bastante tela; este vestido hizo que Nikita sintiera lástima de ella; había visto vestidos como el suyo en mujeres muertas, y aquí la muselina cubría un cuerpo vivo, crecido y pobre. Encima del vestido llevaba una chaqueta vieja, seguramente la había llevado la madre de Liuba cuando era joven; en la cabeza no tenía nada, el pelo estaba recogido en la nuca en una trenza rubia y sólida.

-¿No se acuerda de mí? –preguntó Liuba.

-La recuerdo muy bien –contestó Nikita.

-No hay que olvidar nunca –sonrió Liuba.

Sus ojos puros, llenos de un alma secreta, lo miraban con ternura, como admirándolo. Nikita la miraba también, y su corazón se alegraba y dolía viendo los ojos de Liuba, hundidos de miseria e iluminados por una esperanza confiada.

Nikita acompañó a Liuba a su casa; seguía viviendo en el mismo sitio. Su madre había muerto no hacía mucho, y el hermano pequeño en la época de hambre iba a comer a la cocina militar, se había acostumbrado a estar con los soldados y se marchó al sur con el Ejército Rojo a luchar contra el enemigo.

-Se acostumbró a comer kasha, en casa no teníamos –explicó Liuba.

Liuba vivía ahora en una habitación, no necesitaba más. Con el corazón encogido Nikita examinó la habitación donde había visto por primera vez a Liuba y los muebles suntuosos. Ahora no había piano ni ropero con todo el frente labrado, habían quedado solo dos butacas blandas, la mesa y la cama, y la propia habitación parecía mucho menos interesante y misteriosa que en la adolescencia; el papel de las paredes estaba descolorido y roto, el suelo gastado, junto a la estufa grande había otra de hierro, pequeña, que se podía encender con un montón de astillas para entrar en calor.

Liuba sacó un cuaderno gordo que tenía debajo de la chaqueta, se quitó las botas y se quedó descalza. Estaba estudiando en la academia de medicina de la ciudad; en aquellos años en todas las ciudades un poco grandes había academias y universidades, porque el pueblo quería adquirir cuanto antes conocimientos superiores; la vida sin sentido, igual que la miseria y el hambre, habían agotado el corazón humano y había que averiguar qué era la existencia de la gente, si era en serio o no tenía sentido.

-Me hacen daño -dijo Liuba de sus botas-. Quédese sentado mientras duermo un poco, es que tengo mucha hambre y no quiero pensar en la comida…

Sin desnudarse Liuba se metió debajo de la manta y se tapó los ojos con la trenza.

Nikita permaneció sentado, sin decir una palabra, unas dos o tres horas hasta que se despertó Liuba. Había llegado la noche y Liuba se levantó en la oscuridad.

-Mi amiga no vendrá -dijo Liuba con tristeza.

-¿La necesita mucho? -preguntó Nikita.

-Mucho -contestó Liuba-. Tiene una familia grande y el padre es militar, me trae la cena si le queda algo… Como y luego nos ponemos a estudiar… ¿Tiene keroseno? -preguntó Nikita.

-No, me han dado leña… Encendemos la estufa y nos sentamos en el suelo, así se ve con el fuego.

Liuba sonrió con expresión débil y avergonzada, como si le hubiera pasado por la mente una idea cruel y triste.

-Seguramente su hermano mayor no se ha dormido -dijo-. No la deja que me dé de comer… ¡Y yo qué culpa tengo! A mí no me gusta comer, no soy yo, es la cabeza que me empieza a doler, piensa en el pan, y no me deja vivir ni pensar en otra cosa…

-¡Liuba! -se oyó una voz joven junto a la ventana.

-¡Zhenia! -contestó Liuba.

Llegó la amiga de Liuba. Sacó del bolsillo de su chaqueta cuatro papas asadas y las puso en la estufa de hierro.

-¿Has encontrado la histología? -preguntó Liuba.

-¿Dónde quieres que la encuentre? -contestó Zhenia-. Me han apuntado en la cola de la biblioteca…

-Bueno, no importa -dijo Liuba-. Me he aprendido los dos primeros capítulos de memoria en la facultad. Los diré y tú irás apuntando. ¿Te parece?

-Mejor, así se hace antes -se rio Zhenia.

Nikita encendió la estufa para iluminar los cuadernos con el fuego y se dispuso a marcharse a casa de su padre para dormir.

-¿Ya no me olvidará? -se despidió Liuba.

-No -dijo Nikita-. No tengo a nadie más que recordar.

Firsov se quedó dos días en cama después de volver de la guerra y luego se puso a trabajar en el mismo taller de muebles donde trabajaba su padre. Lo tomaron como carpintero para preparar el material, el sueldo era más bajo que el del padre, casi la mitad. Pero Nikita sabía que eso era transitorio, mientras se acostumbraba al oficio, entonces lo pasarían a trabajar de ebanista y ganaría más.

Nikita nunca había perdido la costumbre de trabajar. En el Ejército Rojo la gente no solo hacía la guerra; en las largas paradas y en la reserva los soldados hacían pozos, arreglaban las casas de los más pobres y plantaban matorrales en lo alto de los barrancos para que no los destruyera el agua. La guerra iba a terminar, pero la vida quedaría y había que pensar en ella de antemano.

Al cabo de una semana Nikita volvió a casa de Liuba; le llevó de regalo pescado cocido y pan, el segundo plato que le correspondía en el comedor del taller.

Liuba leía junto a la ventana aprovechando que el sol todavía no se había apagado en el cielo; por eso Nikita se quedó un rato callado, esperando la oscuridad de la noche. Pero pronto el crepúsculo se igualó con el silencio de la calle, y Liuba se frotó los ojos y cerró el libro.

-¿Cómo está? -preguntó Liuba en voz baja.

-Estamos bien, mi padre y yo -contestó Nikita-. Le he traído algo de comer; tómelo, por favor –pidió.

-Gracias, me lo voy a comer -contestó Liuba-. Ceno ahora mismo y ya no tendré hambre.

Nikita trajo del patio unas astillas y encendió la estufa para que Liuba pudiera estudiar. Se sentó en el suelo y empezó a colocar las astillas y los maderos finos de tal manera que dieran más luz y menos calor. Después de comerse el pescado con pan Liuba también se sentó en el suelo enfrente de Nikita, junto a la luz de la lumbre, y se puso a estudiar su medicina.

Leía en silencio, solo de vez en cuando susurraba algo, sonreía y escribía unas palabras en el cuaderno con una letra menuda y rápida, seguramente apuntaba las cosas más importantes. Nikita vigilaba cómo ardía el fuego y solo de tarde en tarde -no demasiadas veces- miraba a Liuba a la cara, pero luego se quedaba largamente mirando al fuego porque tenía miedo de hartarla con sus miradas. Pasaba el tiempo y Nikita pensó con tristeza que pronto iba a pasar del todo y que llegaría su hora de volver a casa.

A medianoche, cuando tocó el reloj del campanario, Nikita preguntó a Liuba por qué no había venido su amiga llamada Zhenia.

-Se le ha reproducido el tifus, seguramente se morirá -contestó Liuba y de nuevo se puso a leer su medicina.

-¡Qué pena! -dijo Nikita, pero Liuba no le contestó nada.

Nikita se imaginó a Zhenia, caliente y enferma; en realidad él también podría haberla querido sinceramente, si la hubiera conocido antes y si ella fuera algo buena con él. También parecía hermosa, lástima haberla visto mal en la oscuridad y no acordarse de cómo era.

-Tengo sueño -susurró Liuba suspirando.

-¿Ha comprendido todo lo que ha leído? -preguntó Nikita.

-¡Todo! ¿Quiere que se lo cuente? -propuso Liuba.

-No hace falta -dijo Nikita-. Es mejor que lo guarde en la memoria, yo lo olvidaría de todos modos.

Barrió con una escoba la basura que había junto a la estufa y se fue a casa del padre.

Desde entonces iba a ver a Liuba casi todos los días, solamente alguna vez dejaba pasar un día o dos para que Liuba lo echara de menos. No sabía si lo echaba de menos o no, pero esos días tenía que andar diez o quince verstas, dar la vuelta a la ciudad varias veces, procurando mantenerse solo, aguantar sin consuelo la nostalgia de Liuba y no ir a verla.

En casa de Liuba solía encender la estufa y esperar que le dijera algo al distraerse del estudio de su libro. Cada vez Nikita le traía algo del comedor que había en el taller de muebles; Liuba almorzaba en su academia, pero allí daban muy poca comida y Liuba pensaba mucho, estudiaba y además crecía, y esos alimentos no le bastaban. Con el primer sueldo Nikita compró en el pueblo más cercano dos piernas de vaca y pasó toda una noche haciendo gelatina en la estufa de hierro; Liuba estuvo estudiando hasta medianoche, entre libros y cuadernos, luego estuvo remendando su ropa y zurciendo medias; al amanecer fregó el suelo y antes de que la pudiera ver gente de fuera se bañó en el patio en una tina llena de agua de lluvia.

El padre de Nikita se aburría todas las tardes solo, sin su hijo, y Nikita nunca decía adónde iba. “Ya es un hombre -pensaba el viejo-. Podía estar muerto o herido en la guerra, y ya que está vivo, que vaya donde quiera”.

Una vez el padre se fijó que el hijo había traído dos barras de pan blanco. Las envolvió enseguida en un papel aparte y no lo convidó. Luego Nikita, como de costumbre, se puso la gorra y se marchó hasta medianoche, llevándose el pan.

-Nikita, llévame contigo -pidió el padre-. No diré nada, solo quiero verlo… Tiene que ser algo interesante y muy extraordinario.

-Otro día, padre -dijo Nikita azorado-. Ahora tienes que acostarte, mañana hay que ir a trabajar.

Aquella tarde Nikita no encontró a Liuba, no estaba en casa. Entonces se sentó en un banco junto a la verja y se puso a esperar a la dueña de la casa. El pan lo guardó en el pecho debajo de la chaqueta, calentándolo para que no se enfriara antes de que llegara Liuba. Estuvo sentado pacientemente hasta muy entrada la noche, observando las estrellas en el cielo y a los pocos transeúntes que corrían apresurados a sus viviendas para ver a los hijos. Escuchó las campanadas del reloj de la ciudad, el ladrido de los perros en los patios y muchos sonidos suaves y confusos que no existen de día. Podría vivir así, esperando, hasta su propia muerte.

Liuba surgió silenciosa en la oscuridad delante de Nikita. Él se puso en pie pero ella le dijo: “Mejor váyase a su casa”, y se echó a llorar. Luego se dirigió a la casa; Nikita se quedó un rato sorprendido y después la siguió.

-Se ha muerto Zhenia -le dijo Liuba ya en la habitación-. ¿Qué va a ser de mí?

Nikita estaba callado. El pan caliente seguía debajo de su chaqueta, no sabía si había que sacarlo o si ya no hacía falta nada. Liuba se acostó en la cama vestida, se volvió hacia la pared y siguió llorando para sí misma, sin un sonido y casi sin moverse.

Nikita permaneció mucho rato de pie en la habitación nocturna, temiendo molestar a la triste desgracia ajena. Liuba no le hacía ningún caso porque la pena de una desgracia propia hace a la gente indiferente a todos los demás que sufren. Nikita se sentó a los pies de la cama de Liuba sin pedir permiso y sacó el pan para meterlo en algún sitio, pero no encontraba dónde.

-¿Y si me quedara con usted? -dijo Nikita.

-¿Qué va a hacer aquí? -preguntó Liuba entre lágrimas.

Nikita se quedó pensando, temiendo cometer un error y ofender a Liuba sin querer.

-No haré nada -contestó-. Viviremos como todo el mundo, para que usted no sufra.

-Hay que esperar, no tenemos prisa ninguna -dijo Liuba pensativa y razonable-. Antes hay que pensar cómo vamos a enterrar a Zhenia, no tienen ataúd…

-Lo traigo mañana –prometió Nikita y colocó el pan sobre la cama.

Al día siguiente Nikita pidió permiso al jefe del taller y se puso a hacer el ataúd; siempre permitían hacerlos libremente y no descontaban el material. Por falta de experiencia tardó mucho en hacerlo, pero trabajó con esmero, especialmente el lecho interior para la muchacha; al imaginarse a Zhenia muerta, Nikita se disgustó y dejó caer unas lágrimas encima de la viruta. El padre al pasar por el patio vio a Nikita y se dio cuenta de su disgusto.

-¿Qué te pasa, se ha muerto tu novia? -preguntó el padre.

-No, es su amiga –contestó.

-¿La amiga? -dijo el padre-. Bueno, eso no importa tanto. Déjame que te iguale los flancos, te han salido feos, no se ve precisión.

Después del trabajo Nikita llevó el ataúd a casa de Liuba: no sabía dónde estaba su amiga muerta.

 

Aquel año el buen tiempo en otoño duró mucho y la gente estaba contenta. “Hemos tenido mala cosecha de trigo, por lo menos ahorraremos leña”, decía la gente económica. Nikita Firsov encargó con tiempo que arreglaran su abrigo militar para Liuba; el abrigo ya estaba hecho, pero hacía bueno y no había que usarlo. Nikita seguía yendo a casa de Liuba para ayudarla a vivir, y él mismo recibir alimento para el placer de su corazón.

Una vez le preguntó cómo iban a vivir, juntos o separados. Ella le contestó que hasta la primavera no tenía posibilidad de sentir su corazón porque debía terminar la academia de medicina cuanto antes, y luego ya se vería. Nikita escuchó esta promesa remota; no pedía más felicidad de la que tenía gracias a Liuba, y no sabía si existía otra mayor, pero su corazón estaba agotado de tanta paciencia e inseguridad: ¿lo necesitaba Liuba precisamente a él, un hombre pobre, inculto y desmovilizado? A veces Liuba lo miraba sonriendo con sus ojos claros en los que había unos puntos grandes, negros e incomprensibles, y su cara alrededor de los ojos estaba llena de bondad.

Una vez Nikita se echó a llorar tapando a Liuba con la manta antes de marcharse a su casa; Liuba solo le acarició el pelo y le dijo: “No se ponga así, no se puede sufrir de esta manera mientras estoy viva”.

Nikita se apresuró a marcharse a su casa para taparse, volver en sí y no ir a ver a Liuba varios días seguidos. “Me voy a poner a leer -pensó-, voy a empezar a vivir de verdad, olvidaré a Liuba y no volveré a pensar ni a acordarme de ella. ¿Qué tiene de particular? En el mundo hay muchos millones, habrá alguien mejor que ella. ¡Es fea!”

Por la mañana no se levantó de la cama que tenía hecha en el suelo. El padre, antes de marcharse al trabajo, le tocó la frente y dijo:

-Estás caliente, échate en la cama. Puedes estar enfermo unos días y luego te pondrás bueno… ¿No te han herido en la guerra en alguna parte?

-No -contestó Nikita.

Hacia la tarde perdió el conocimiento; al principio veía solo el techo y dos moscas moribundas, que se habían instalado allí al calor para prolongar la vida, luego estos objetos empezaron a producirle angustia y repugnancia, como si el techo y las moscas se hubieran metido dentro de su cerebro; ya no se podía echarlos de allí y dejar de pensar una idea que se iba agrandando y le comía los huesos de la cabeza. Nikita cerró los ojos, pero las moscas hervían en su cabeza; se levantó de la cama para echar las moscas del techo, pero se cayó encima de la almohada: le pareció que la almohada olía a la respiración de su madre -la madre había dormido allí junto al padre-, Nikita se acordó de ella y se quedó amodorrado.

A los cuatro días Liuba encontró la casa de Nikita Firsov y fue a verlo por primera vez. Era mediodía, en todas las casas donde vivían obreros no había nadie, las mujeres se habían ido a buscar comida y los niños pequeños estaban en los patios y en los campos. Liuba se sentó en la cama junto a Nikita, le acarició la frente, le frotó los ojos con su pañuelo y le preguntó:

-¿Qué te duele?

-Nada -dijo Nikita.

La fiebre se lo llevaba en su corriente lejos de todas las personas y los objetos próximos, veía y reconocía a Liuba con dificultad, temiendo perderla  en la oscuridad de la razón indiferente, agarró con la mano el bolsillo de su abrigo, hecho del capote militar, y se sujetó a él como un nadador cansado a una orilla abrupta, hundiéndose y saliendo a flote. La enfermedad procuraba arrastrarlo al horizonte vacío y deslumbrante, al mar abierto, para que descansara en las lentas y pesadas olas.

-Seguramente tienes gripe, te voy a curar -dijo Liuba-. O a lo mejor es el tifus… No importa, no tengas miedo.

Levantó a Nikita por los hombros y lo sentó de espaldas a la pared. Luego le puso rápidamente su abrigo, encontró la bufanda del padre y envolvió en ella la cabeza del enfermo y le metió los pies en unas botas de fieltro que estaban tiradas debajo de la cama esperando el invierno. Abrazando a Nikita le ordenó que anduviera y lo sacó, helado de frío, a la calle. Allí había un coche de punto. Liuba lo ayudó a subirse en el coche y se pusieron en marcha.

-¡Esta buena la gente! -dijo el cochero dirigiéndose al caballo y arreándolo continuamente para que fuera al trote menudo de ciudad.

En su habitación, Liuba desnudó a Nikita, lo acostó en su cama y lo tapó con la manta, una alfombra vieja y un chal deshecho de su madre: con todos sus bienes que daban calor.

-¿Para qué vas a estar en tu casa? -decía Liuba satisfecha remetiendo la manta alrededor del cuerpo caliente de Nikita-. ¡Para qué! Tu padre está trabajando, estás todo el día solo, nadie te cuida y me echas de menos…

Nikita estuvo largo rato pensando dónde había sacado Liuba el dinero para el coche. A lo mejor había vendido sus botas austríacas o el libro de estudios (se lo había aprendido de memoria para no necesitarlo) o habría pagado al cochero toda la beca del mes…

Nikita sentía la conciencia confusa: a veces comprendía dónde se encontraba y veía a Liuba, que encendía la estufa y hacía la comida, luego Nikita observaba las visiones desconocidas de su mente que actuaba aparte de la voluntad en el espacio apretado de su cabeza.

Los escalofríos eran cada vez más fuertes. De tarde en tarde Liuba pasaba la mano por la frente de Nikita y le tomaba el pulso. Por la noche le dio de beber agua hervida y templada, se quitó el vestido y se acostó junto a él debajo de la manta porque Nikita tiritaba y había que hacerle entrar en calor. Liuba abrazó a Nikita y lo atrajo hacía sí, y él se hizo un ovillo de frío y arrimó la cara a su pecho, para sentir más de cerca otra vida superior y mejor y para olvidar el sufrimiento, su cuerpo helado y vacío. Pero ahora Nikita no quería morir, no por él, sino por la proximidad de Liuba, de la otra vida, y por eso le preguntó a Liuba si se iba a morir: ella había estudiado y tenía que saberlo.

-Pronto te vas a curar… Los hombre mueren porque están enfermos y solos y nadie los quiere, y tú estás conmigo…

Nikita entró en calor y se durmió.

A las tres semanas Nikita mejoró. En la calle había nevado, todo estaba en silencio, y Nikita se fue a pasar el invierno con el padre; no quería molestar a Liuba hasta que terminara la academia, quería que su inteligencia se desarrollara por completo: ella también era de familia pobre. El padre se alegró al ver que el hijo volvía, aunque lo iba a ver a casa de Liuba cada tres días, llevándole comida y con algo para Liuba.

Nikita volvió a trabajar en el taller durante el día y por las tardes visitaba a Liuba, y así pasaba el invierno tranquilamente: sabía que en primavera sería su mujer y que entonces empezaría una vida larga y feliz. A veces Liuba lo tocaba, lo hacía rabiar, se escapaba de él corriendo por la habitación y entonces, después del juego, Nikita la besaba con cuidado en la mejilla. Pero generalmente Liuba no lo dejaba tocarla sin necesidad.

-Te vas a hartar de mí, tenemos toda la vida para vivir juntos -decía-. No soy tan rica como te parece.

Los días de fiesta Liuba y Nikita salían de la ciudad por los caminos de invierno, o paseaban abrazados por el hielo del dormido Potudán, lejos hacia abajo, siguiendo la corriente veraniega. Nikita se tumbaba boca abajo y miraba a través del hielo, donde se veía cómo el agua corría lentamente. Liuba se colocaba junto a él y los dos, hombro con hombro, observaban el movimiento suave del agua y hablaban de lo feliz que era el río Potudán porque saldría al mar, y el agua que se veía bajo el hielo fluiría a lo largo de las orillas de unos países lejanos, donde crecían flores y cantaban los pájaros. Después de pensarlo un rato Liuba le dijo a Nikita que se levantara inmediatamente del hielo: Nikita llevaba una chaqueta vieja de su padre que le estaba corta y abrigaba poco, podía enfriarse.

Y así fueron amigos durante todo el largo invierno, inquietos por el presentimiento de su felicidad futura, ya próxima. El río Potudán también pasó todo el invierno debajo del hielo, y los trigos de otoño dormían cubiertos de nieve;  estos fenómenos de la naturaleza tranquilizaban y hasta consolaban a Nikita Firsov: su corazón no era el único enterrado hasta la primavera. En febrero, al despertarse por la mañana, escuchaba si se oía el zumbido de moscas nuevas, y en el patio miraba al cielo y a los árboles de los vecinos: a lo mejor habían empezado a llegar los primeros pájaros de los países lejanos. Pero los árboles, las hierbas y los embriones de las moscas todavía dormían en el fondo de sus fuerzas en el germen.

A mediados de febrero Liuba le dijo a Nikita que los exámenes finales empezarían el día veinte, porque se necesitaban muchos médicos y el pueblo no podía esperar más. Hacia el mes de marzo los exámenes iban a terminar, por eso la nieve podía seguir en los campos y el río bajo el hielo hasta el mismo mes de julio. La alegría de sus corazones llegaría antes que el calor de la naturaleza.

El tiempo que le quedaba hasta el mes de marzo Nikita lo quiso pasar fuera de la ciudad, para que se le hiciera más corta la espera de la vida con Liuba. Se ofreció en el taller para ir junto con un grupo de carpinteros a arreglar muebles en los Soviets de las aldeas y en las escuelas de pueblo.

Mientras tanto, para el mes de marzo, el padre, sin prisas, les hizo a los novios un armario grande, parecido a aquel que estaba en casa de Liuba cuando su madre era casi novia del padre de Nikita. Ante los ojos del viejo ebanista la vida se repetía por segunda o tercera vez.

Eso se podía comprender, pero, seguramente, sería imposible cambiarlo, y suspirando, el padre colocó el armario en el trineo y lo llevó a casa de la novia de su hijo. La nieve se estaba calentando y se derretía al sol, pero el viejo todavía era fuerte y arrastró el trineo hasta por el cuerpo negro de la tierra descubierta. Pensaba en secreto que él también se hubiera podido casar con esa chica Liuba  ya que no se había atrevido a hacerlo con su madre; pero le daba algo de vergüenza, y en la casa no había bastante dinero para mimar y atraer a una muchacha tan joven. Y por eso el padre de Nikita pensaba que la vida estaba lejos de ser normal. El hijo acababa de volver de la guerra y ahora se marchaba de casa, ya para siempre.  Seguramente el viejo tendría que llevar a casa aunque fuera a una pordiosera de la calle, y no para tener la vida de familia, sino igual que se lleva un erizo o un conejo doméstico; para que en la casa haya otro ser vivo: aunque estorbe y ensucie: sin él dejas de ser persona.

Al entregarle a Liuba el armario, el padre de Nikita le preguntó cuándo tenía que venir a la boda.

-Cuándo llegue Nikita, yo estoy lista –dijo Liuba.

Por la noche el padre fue al pueblo, que estaba a veinte verstas de distancia, donde Nikita trabajaba haciendo pupitres para el colegio. Nikita estaba dormido en el suelo de una clase vacía, pero el padre lo despertó y le dijo que ya era hora de volver a casa: podía casarse.

-Vete, yo terminaré los pupitres –dijo el padre.

Nikita se puso el gorro y enseguida, sin esperar al amanecer, se dirigió hacia la ciudad. Anduvo solo la segunda mitad de la noche por sitios vacíos; el viento del campo rondaba sin orden alguno a su alrededor, soplándole en la cara o en la espalda, y a veces desapareciendo para descansar en algún barranco junto al camino. En las laderas de los montes y en los campos altos la tierra era oscura, la nieve se había escurrido hacia abajo, olía a agua joven y a hierba antigua, caída desde el otoño. Pero el otoño era un tiempo olvidado, remoto, la tierra era libre y pobre, ahora lo crearía todo de nuevo, y solo nacerían aquellos seres que no habían vivido nunca. Nikita no tenía prisa en llegar hasta Liuba; le gustaba estar entre la luz sombría de la noche en esta tierra temprana y sin memoria, que había olvidado todo lo que había muerto en ella y no sabía qué iba a nacer en el calor del nuevo verano.

Al amanecer Nikita se acercó a la casa de Liuba. Una escarcha ligera había cubierto el tejado conocido y los cimientos de ladrillo; seguramente Liuba dormía dulcemente en la cama caliente, y Nikita pasó de largo para no despertar a la novia y no enfriar su cuerpo por su propio interés.

Por la tarde de aquel mismo día Nikita Firsov y Liubov Kuznetsova registraron su matrimonio en el Soviet de la ciudad, luego fueron a casa de Liuba sin saber qué hacer. Nikita estaba avergonzado de que la felicidad le llegara por completo, de que la persona que más necesitaba en el mundo quería vivir su vida con él, como si él tuviera oculto un bien enorme y precioso. Agarró a Liuba de la mano y se quedó largo rato sin soltarla; estaba disfrutando del calor de aquella mano, sentía a través de ella los latidos lejanos de un corazón que lo quería, y pensaba en el incomprensible misterio: por qué Liuba le sonreía y lo amaba. Él mismo no sabía muy bien por qué Liuba le era tan querida.

-Vamos a comer primero -dijo Liuba y retiró su mano.

Había preparado algo: al terminar la academia le dieron una ayuda especial en forma de alimentos y dinero.

Nikita, avergonzado, empezó a comer la comida variada y rica de su mujer. No recordaba que alguien lo convidara a comer, nunca había tenido la ocasión de visitar a la gente para su placer y encima comer.

Después de comer Liuba fue la primera en levantarse de la mesa. Abrió los brazos y le dijo a Nikita:

-¡Ven!

Nikita se levantó y la abrazó tímidamente, temiendo estropear algo en ese cuerpo tan especial y delicado; Liuba lo estrechó entre sus brazos para ayudarse a sí misma, pero Nikita pidió:

-Espera, me duele mucho el corazón -y Liuba dejó al marido.

Había oscurecido y Nikita quiso encender la estufa para que diera luz, pero Liuba le dijo: “No hace falta, he terminado mis estudios y además hoy es nuestra boda”. Entonces Nikita deshizo la cama y Liuba se desnudó delante de él, sin tener vergüenza de su marido. Nikita se escondió detrás del armario del padre, se quitó rápidamente la ropa y se acostó junto a Liuba.

A la mañana siguiente Nikita se levantó temprano. Barrió la habitación, encendió la estufa para hervir agua para lavarse y después de hacer todo eso no sabía a qué dedicarse mientras Liuba dormía. Se sentó en una silla y se quedó triste: seguramente Liuba le iba a decir que volviera para siempre con su padre, porque resulta que hay que saber gozar y Nikita no podía hacer sufrir a Liuba por su propia felicidad, y toda su fuerza le latía en el corazón, afluía a la garganta y no quedaba en ningún sitio más.

Liuba se despertó y miró al marido:

-No te preocupes, no vale la pena -dijo sonriéndole-. ¡Ya se arreglará!

-Déjame que friegue el suelo -pidió Nikita-, está muy sucio.

-Bueno, friégalo si quieres -contestó Liuba.

-¡Qué débil y mísero lo hace su amor hacia mí! -pensaba Liuba en la cama-. Como lo quiero, y no me importa quedarme siempre doncella… Aguardaré. A lo mejor algún día me querrá menos y entonces se volverá un hombre fuerte.

Nikita gateaba por el suelo con un trapo mojado quitando la suciedad de las tablas, y Liuba se reía de él desde la cama.

“Ya estoy casada”, se alegraba Liuba, y salió de la cama en camisón.

Después de fregar el suelo Nikita limpió todos los muebles con un trapo húmedo, mezcló en el cubo el agua fría con la caliente y sacó de debajo de la cama una palangana para que Liuba se pudiera lavar.

Después del té Liuba le dio un beso en la frente y se fue a trabajar a la clínica diciendo que tardaría tres horas en volver. Nikita tocó en la frente el lugar donde lo había besado su mujer y se quedó solo. No sabía por qué no había ido al trabajo; le parecía que era vergonzoso vivir, y que, a lo mejor, no había necesidad de ello: ¿qué sentido tenía ganarse el pan? Decidió seguir viviendo hasta el final como fuera, hasta que llegara la muerte de vergüenza y de pena.

Nikita estudió toda la propiedad común que había en la casa y encontró cosas de comer; preparó la comida de un solo plato: kulesh con carne. Después de ese trabajo se tumbó en la cama boca abajo y se puso a calcular cuánto tiempo quedaba hasta el deshielo para tirarse al Potudán.

-Esperaré hasta el deshielo, ya falta poco -se dijo para tranquilizarse y se durmió.

Liuba trajo de la clínica un regalo: dos tiesos con flores de invierno; la habían felicitado los médicos y las enfermeras. Ella mantuvo una actitud importante y misteriosa, como una verdadera mujer. Las chicas jóvenes, enfermeras, le tenían envidia, y una empleada sincera de la farmacia le preguntó ingenuamente si era verdad que el amor  era algo mágico y que el matrimonio por amor era una felicidad embriagadora. Liuba le contestó que todo eso era la pura verdad, que por eso la gente vivía en este mundo.

Por la tarde el marido y la mujer estuvieron hablando. Liuba decía que a lo mejor tendría niños y que había que pensar en eso con tiempo. Nikita prometió hacer en el taller unos muebles para niños: una mesita, una silla y una cuna mecedora.

-La revolución ha quedado para siempre, ahora da gusto tener niños -decía Nikita-. ¡Ya nunca serán desgraciados!

-Qué fácil decirlo, yo tendré al niño y no tú -se ofendía Liuba.

-¿Te dolerá mucho? -preguntaba Nikita-. Entonces mejor no tenerlos, para que no sufras…

-No, creo que podré resistirlo -contestaba Liuba.

Al anochecer hizo la cama y para que no estuvieran estrechos arrimó dos sillas para los pies y le dijo que se acostara a lo ancho de la cama. Nikita se acostó en el lugar indicado, se calló y a medianoche se puso a llorar en sueños. Liuba tardó mucho en dormirse, oyó las lágrimas de Nikita y con cuidado le secó la cara dormida con el extremo de la sábana, y por la mañana, al despertarse, Nikita no se acordó de su pena nocturna.

Desde entonces la vida en común siguió su curso. Liuba curaba a la gente en la clínica y Nikita hacía muebles de campesinos. En las horas libres y los domingos hacía trabajos en la casa y en el patio, aunque Liuba no se lo pedía; ella ya no sabia de quién era la casa. Antes pertenecía a su madre, luego pasó a ser propiedad del Estado, pero el Estado se había olvidado de la casa, nadie vino a comprobar si seguía en buenas condiciones ni a cobrar el alquiler. A Nikita eso le daba igual. A través de unos amigos del padre consiguió pintura verde de cobre y en cuanto llegó la primavera pintó de nuevo el tejado y las ventanas. Con la misma aplicación arregló poco a poco el cobertizo que había en el patio, la verja y la valla, y se dispuso a hacer un pozo nuevo, porque el viejo estaba medio destruido.

En el río Potudán empezó el deshielo. Nikita fue dos veces a la orilla del río, miró el agua que fluía y decidió no morir mientras lo aguantaba Liuba, y cuando dejara de aguantarlo, siempre tendría tiempo de morirse; el río tardaría en helarse de nuevo. Los trabajos del patio Nikita los solía hacer despacio, para no estar en la habitación y no hartar a Liuba. Y cuando terminaba el trabajo llenaba la falda de la camisa con arcilla y se reunía con Liuba en la habitación. Allí se sentaba en el suelo y hacía figuritas de hombres y objetos que no tenían  semejanza ni utilidad alguna, eran simplemente inventos muertos, como una montaña de la que salía una cabeza de animal o las raíces de un árbol, y la raíz parecía normal, pero era tan enredada, intransitable, pegada con un retoño a otro, comiéndose y mortificándose a sí misma, que después de mirarla un rato daba sueño. Nikita sonreía sin querer, feliz, mientras trabajaba con la arcilla, y Liuba estaba a su lado, en el suelo, cosiendo, cantando canciones que había oído alguna vez, y de tarde en tarde lo acariciaba con una mano: le pasaba la mano por la cabeza o le hacía cosquillas debajo del brazo. Nikita vivía estos momentos con el corazón humilde y encogido, sin saber si necesitaba algo superior y más fuerte, o si la vida era realmente así de pequeña, como la que él tenía. Pero Liuba lo miraba con los ojos cansados, llenos de paciente bondad, como si la bondad y la felicidad se hubieran convertido para ella en un trabajo penoso. Entonces Nikita deshacía sus figuras, las convertía de nuevo en arcilla y le preguntaba a su mujer si tenía que encender la estufa para calentar el agua del té o hacer algún recado…

-No hace falta -sonreía Liuba-. Lo haré yo misma…

Y Nikita comprendía que la vida era grande, demasiado grande para él, que no toda estaba concentrada en su corazón, que era más interesante, más fuerte y más querida en la otra persona, para él inaccesible. Cogió el cubo y se fue por agua al pozo de la ciudad, donde el agua era más limpia que en los pozos de las calles. No había nada, ningún trabajo que podía aplacar la desgracia de Nikita y, como en la infancia, tenía miedo cuando se acercaba la noche. Con el cubo lleno Nikita fue a ver a su padre y se quedó allí un rato.

-¿Cómo no han celebrado la boda?  -preguntó  el padre-. ¿Qué, lo arreglaron en secreto, a lo soviético?

-Ya la celebraremos -prometió el hijo-. Vamos a hacer una mesa pequeña con una silla y una cuna-mecedora, habla mañana con el jefe del taller para que te dé el material… Seguramente tendremos niños.

-Bueno, se puede hacer -contestó el padre-. Aunque va a pasar tiempo antes de que ustedes tengan niños, todavía es pronto…

Al cabo de una semana Nikita terminó todos los muebles infantiles; todas las tardes se quedaba horas extraordinarias y trabajaba a conciencia. El padre remató los muebles y los pintó.

Liuba colocó todas las cosas del niño en un rincón especial, puso dos tiestos en la mesa y colgó en el respaldo de la silla una nueva toalla bordada. Agradecida por la fidelidad a ella y a los niños desconocidos, Liuba abrazó a Nikita, lo besó en el cuello, se apretó a su pecho y estuvo largo rato disfrutando del calor del hombre que la quería, sabiendo que no se podía hacer nada más. Nikita, los brazos colgados a lo largo de su cuerpo, ocultando su corazón, estaba callado delante de ella porque no quería parecer fuerte siendo indefenso.

Aquella noche Nikita se durmió pronto y se despertó después de medianoche. Estuvo mucho tiempo sin dormir en el silencio, escuchando el reloj de la ciudad: las doce y media, la una, la una y media: tres campanadas. Afuera, en el cielo, empezaba a clarear vagamente, todavía no era el amanecer, solamente el movimiento de la oscuridad, el despojamiento lento del espacio vacío, y todas las cosas en la habitación y los nuevos muebles del niño empezaron a divisarse, aunque después de la noche oscura que habían vivido parecían míseros y cansados, como si pidieran ayuda. Liuba se movió debajo de la manta y suspiró; seguramente tampoco dormía. Por si acaso, Nikita se quedó inmóvil y se puso a escuchar. Pero Liuba no volvió a moverse, de nuevo respiraba acompasadamente, y a Nikita le gustaba tener a Liuba a su lado, viva, imprescindible para su alma y sin darse cuenta en el sueño de que él, su marido, existía. Que fuera sana y feliz, y a Nikita para vivir le bastaba la conciencia de que lo era. Se quedó medio dormido, tranquilo, consolado con el sueño de la persona querida y próxima. Luego abrió los ojos de nuevo.

Liuba lloraba conteniéndose, casi no se oía. Estaba con la cabeza tapada y sufría sola, ahogando su pena para que muriera sin sonido. Nikita volvió la cara hacia Liuba y vio cómo ella, encogida bajo la manta, respiraba agitadamente y se apenaba. Nikita estaba callado. No toda desgracia tiene consuelo, hay penas que se terminan solo con el agotamiento del corazón, en el largo olvido o en la distracción de las preocupaciones cotidianas.

Al amanecer Liuba se calmó. Nikita esperó un rato, luego levantó la manta y miró la cara de su mujer. Estaba durmiendo tranquilamente, templada, quieta, con las lágrimas secas…

Nikita se levantó, se vistió sin hacer ruido y salió fuera. Una mañana débil empezaba en el mundo, un mendigo pasaba con la bolsa llena en medio de la calle. Nikita fue siguiendo a ese hombre para que su marcha tuviera algún sentido. El mendigo salió de la ciudad y se dirigió por la carretera principal al barrio Kantemírovka, donde desde siempre había grandes mercados y vivía gente rica; es verdad que allí al mendigo le daban poco, tenía que comer precisamente en los pueblos lejanos y pobres, pero en cambio Kantemírovka era ociosa, interesante, se podía vivir en el mercado solo de observar a la gente, para que el alma se distrajera un rato.

El mendigo y Nikita llegaron a Kantemírovka hacia mediodía. A la entrada de la ciudad el mendigo se sentó en una cuneta, abrió la bolsa y se puso a comer junto con Nikita; en la ciudad se separaron porque el mendigo tenía sus planes y Nikita no los tenía. Nikita llegó al mercado, se sentó a la sombra de una gran artesa cerrada y dejó de pensar en Liuba, en los problemas de la vida y en sí mismo.

 

El guarda del mercado llevaba viviendo allí veinticinco años, y todos esos años él y su vieja gorda y sin hijos comieron opíparamente. Los comerciantes y en las tiendas de cooperativa siempre le daban restos y despojos de la carne que no se podía vender y le vendían a precio de coste géneros para coser y objetos para la casa: hilos, jabón y demás artículos. Él mismo llevaba años vendiendo envases vacíos y defectuosos, acumulando poco a poco dinero en la caja de ahorros. Entre sus obligaciones de guarda estaba el barrer todo el mercado, lavar la sangre en los puestos de carne, limpiar el retrete público y, por las noches, vigilar los puestos y los locales comerciales. Lo único que hacia era pasearse por las noches con un abrigo gordo, y todo el trabajo sucio lo encargaba a los vagabundos y mendigos que dormían en el mercado; su mujer casi siempre tiraba los restos de la sopa de carne en el cubo de la basura, por eso el guarda siempre podía dar de comer a algún pobre a cambio de la limpieza del retrete.

Continuamente la mujer le recordaba que no hiciera trabajos sucios: ya tenía la barba blanca y no era guarda sino vigilante. ¡Pero cómo acostumbrar a un vagabundo al trabajo constante a cambio de una comida ya hecha! Trabaja una vez, come lo que le dan, pide más y luego desaparece de nuevo en la ciudad.

Últimamente el guarda llevaba varias noches seguidas echando del mercado al mismo hombre. Cuando el guarda lo empujaba para despertarlo, el hombre se levantaba y marchaba sin decir nada y luego estaba nuevamente sentado o acostado detrás de alguna artesa lejana. Una vez el guarda pasó toda la noche a la caza del hombre desamparado, hasta empezó a hervirle la sangre del deseo de acabar con aquel ser desconocido y cansado… Dos veces el guarda le tiró un palo y le dio en la cabeza, pero al amanecer el hombre se escapó, seguramente se iría de la plaza. Por la mañana el guarda lo encontró de nuevo, estaba durmiendo en el tejado del pozo negro detrás del retrete. El guarda lo llamó, el hombre abrió los ojos, pero no contestó y siguió durmiendo indiferente, el guarda pensó que era mudo. Le dio con el palo en el vientre y le hizo una seña para que lo siguiera.

En su casa limpia -de una habitación y cocina- el guarda le dio al mudo un poco de sopa fría con restos de grasa y, cuando terminó de comer, le ordenó que cogiera una escoba, una pala, un rascador y un cubo con cal y que limpiara el retrete público. El mudo miraba al guarda con los ojos nebulosos, seguramente era también sordo… Aunque luego pensó que no: el mudo recogió en la puerta todos los instrumentos y el material que le indicara el guarda, eso significaba que oía.

Nikita hizo el trabajo con esmero; luego apareció el guarda para ver cómo había quedado. Para ser la primera vez no estaba mal, por eso el guarda lo llevó a la traba y le confió la recogida del estiércol y le dijo que se lo llevara en un carrito.

En la casa el guarda vigilante le dijo a la mujer que no tirara a la basura los restos de cena, que los guardara en un plato aparte para que los comiera el mudo.

-¿No me irás a decir que va a dormir en el cuarto? -preguntó la mujer.

-Eso no -dijo el dueño-. Dormirá afuera: no es sordo, que escuche si hay ladrones y si oye algo vendrá a decírmelo… Dale una manta, ya se buscará un sitio para dormir…

Nikita vivió mucho tiempo en el mercado del barrio. Al dejar de hablar, pensaba, recordaba y sufría mucho menos. Solo de vez en cuando sentía opresión en el corazón, pero lo aguantaba sin pensar, y la sensación de desgracia poco a poco se cansaba y pasaba. Ya estaba acostumbrado a vivir en el mercado, y la muchedumbre de la gente, el ruido de las voces y los acontecimientos cotidianos lo distraían de la memoria de él mismo y de sus intereses: de la comida, el descanso, el deseo de ver al padre. Nikita trabajaba sin parar; hasta por la noche, cuando Nikita se dormía en un cajón vacío en medio del mercado silencioso, iba a verlo el guarda vigilante y le ordenaba que dormitara y escuchara, que no se durmiera como un muerto. “Quién sabe lo que puede pasar -decía el guarda-. Anoche unos bandidos arrancaron dos tablas de un puesto y se comieron sin pan un pud  de miel.” Al amanecer Nikita ya estaba trabajando; tenía prisa por limpiar el mercado antes de que llegara la gente; de día tampoco tenía tiempo para comer: había que cargar el estiércol en el carro de la comunidad, luego hacer un nuevo pozo para la basura y la suciedad, luego deshacer cajones viejos que el guarda cogía a los comerciantes sin pagar y luego los vendía en el pueblo en forma de tablas, o bien había algún trabajo más.

En medio del verano a Nikita lo metieron en la cárcel sospechándolo de haber robado artículos de droguería en la sucursal de la tienda del pueblo que estaba en el mercado: pero la instrucción lo absolvió porque el mudo, un hombre terriblemente agotado, se mostraba demasiado indiferente a la acusación. El juez no descubrió en el carácter de Nikita y en su modesto trabajo en el mercado, como ayudante de guarda, ningún indicio de avaricia ni atracción por el bienestar y el placer, hasta en la cárcel no se terminaba su comida. El juez comprendió que aquel hombre no conocía el valor de los bienes personales y comunitarios, y en las circunstancias de su caso no había pruebas evidentes. “¡No hay por qué ensuciar la cárcel con hombres como este!” -pensó el juez.

Nikita permaneció en la cárcel solamente cinco días y de allí fue de nuevo al mercado. El guarda vigilante estaba rendido de trabajar sin él y por eso se alegró cuando el mudo volvió a aparecer junto a las artesas del mercado. El viejo lo llamó a su casa y le dio de comer sopa caliente y recién hecha, violando con eso el orden y el ahorro de su hogar. “No me va a arruinar por comer una vez -se tranquilizó el guarda-. Luego volverá a pasar a la comida fría del día anterior, si es que queda algo.”

-Ve a barrer los puestos de comestibles -le dijo el guarda a Nikita cuando este terminó con la sopa.

Nikita volvió a su trabajo de siempre. Se sentía a sí mismo débilmente y pensaba poco. Hacia el otoño se olvidaría de quién era, y al ver a su alrededor la acción del mundo no tendría idea de ello; aunque toda la gente pensara que este hombre vivía en el mundo, en realidad él solamente estaba presente y existía en la inconsciencia, en la pobreza de la mente y en la falta de sentidos, como en el calor de un hogar, como en el refugio de una pena mortal…

Poco después de la cárcel, ya al final del verano -cuando las noches se hicieron más largas-, al anochecer Nikita quiso cerrar la puerta del retrete público según mandaba el reglamento, pero de dentro se oyó una voz:

-Espera, no cierres… ¿O es que de aquí se roban algo?

Nikita esperó al hombre. Del retrete salió su padre con un saco vacío debajo del brazo.

-¡Hola, Nikita! -dijo el padre y de pronto se echó a llorar quejumbroso, avergonzado de sus lágrimas y sin secarlas para no considerarlas existentes-. Pensábamos que te habías muerto hace tiempo. ¿Estás vivo?

Nikita abrazó a su padre, envejecido y más delgado, y sintió agitarse su corazón, que había perdido la costumbre de los sentimientos. Luego fueron al mercado desierto y se colocaron entre dos artesas.

-Vine aquí por cereales, están más baratos -explicó el padre-. Pero ya ves, he llegado tarde, ya se han ido todos… Bueno, me quedaré a dormir y mañana los compro… ¿Y tú que haces aquí?

Nikita quiso contestar al padre pero tenía la garganta seca y se había olvidado de cómo se hablaba. Tosió y susurró:

-Estoy bien. ¿Y Liuba? ¿Vive?

-Se tiró al río -dijo el padre-. Pero la vieron enseguida los pescadores y la sacaron, estuvo en el hospital y mejoró.

-¿Y ahora vive? -preguntó Nikita en voz baja.

-Todavía no se ha muerto -contestó el padre-. A menudo echa sangre por la boca, se habrá enfriado al estar en el río. Eligió mal el tiempo, hacía frío, el agua estaba helada…

El padre sacó del bolsillo un trozo de pan, le dio la mitad al hijo y se lo comieron de cena. Nikita estaba callado. El padre extendió el saco en el suelo y se dispuso a acostarse.

-¿Tienes un sitio? -preguntó el padre-. Si no, túmbate en el saco, yo puedo dormir en el suelo, no me enfriaré, soy viejo…

-¿Y por qué Liuba se tiró al río? -susurró Nikita.

-¿Te duele la garganta, o qué? -preguntó el padre-. Ya se pasará… Estaba muy desesperada, te echaba de menos, por eso se tiró… Todo un mes estuvo yendo de arriba abajo por el río Potudán, por la orilla, unas cien verstas. Pensaba que te habías ahogado y que ibas a aparecer, quería verte. Ahora resulta que estás viviendo aquí. No está bien eso…

Nikita pensaba en Liuba y su corazón se llenaba de nuevo de pena y de fuerza.

-Padre, quédate a dormir solo -dijo Nikita-. Voy a ver a Liuba.

-Bueno, vete. Ahora da gusto andar, hace fresco. Llegaré mañana, ya hablaremos…

Al salir del barrio Nikita echó a correr por la carretera principal, desierta. Cuando se cansaba iba a paso lento, luego volvía a correr en el aire libre y ligero por los campos oscuros.

Ya avanzada la noche Nikita llamó en la ventana de Liuba y tocó las contraventanas que hacía tiempo había pintado de verde; ahora en la oscuridad de la noche parecían azules. Arrimó la cara al cristal de la ventana. La sábana blanca, que se había bajado de la cama, daba una luz débil y difusa, y Nikita vio que los muebles del niño, hechos por el padre, estaban intactos. Entonces Nikita dio unos golpes fuertes en el marco de la ventana. Pero Liuba seguía sin contestar, no se acercó a la ventana para reconocerlo.

Nikita saltó la verja, subió las escaleras y entró en la habitación; la puerta estaba abierta: el que vivía en la casa no pensaba en proteger las cosas de los ladrones.

En la cama, debajo de la manta, estaba Liuba con la cabeza tapada.

-¡Liuba! -llamó Nikita en voz baja.

-¿Qué? -preguntó Liuba desde debajo de la manta. No dormía. A lo mejor estaba enferma y tenía miedo, o pensaba que los golpes y la voz de Nikita eran un sueño.

Nikita se sentó en el borde de la cama.

-¡Liuba, soy yo! -dijo Nikita.

Liuba apartó la manta de su cara.

-¡Ven conmigo! -pidió con su voz de siempre, muy tierna, y le alargó los brazos.

Liuba temía que todo desapareciera; cogió las manos de Nikita y lo atrajo hacia sí. Nikita abrazó a Liuba con esa fuerza que trata de encerrar a la otra persona, la amada, dentro de su alma ansiosa; pero pronto se dio cuenta y se avergonzó.

-¿Te hago daño? -preguntó Nikita.

-No. No siento el dolor -contestó ella.

La deseó toda, para que se consolara, y le vino la fuerza cruel y mísera. Pero Nikita no conoció de su amor íntimo con Liuba una alegría superior a la que había sentido siempre, solamente sintió que ahora su corazón reinaba en todo el cuerpo y que compartía su sangre con el placer pobre, pero imprescindible.

Liuba pidió a Nikita que encendiera la lumbre; la oscuridad en la calle todavía iba a durar. Quería que hubiera luz en la habitación; ya no tenía sueño y podría esperar el amanecer y mirar a Nikita.

Pero en la despensa ya no había leña. Por eso Nikita arrancó del cobertizo dos tablas, las partió en trozos y astillas y encendió la estufa de hierro. Cuando el fuego se hizo fuerte, Nikita abrió la puertecilla para que saliera la luz. Liuba bajó de la cama y se sentó en el suelo junto a Nikita, en el lugar más iluminado.

-¿Ahora no te importa vivir conmigo? -preguntó.

-No, no me importa -contestó Nikita-. Estoy acostumbrado a ser feliz contigo.

-Echa más leña, estoy helada de frío -pidió Liuba. Llevaba solamente un camisón viejo y su cuerpo desmejorado estaba aterido en las tinieblas frías de la hora tardía.

FIN


El río Potudán, 1937


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