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El robo de Tiztla

[Cuento - Texto completo.]

Elena Garro

Tiztla es una pequeña ciudad situada al sur de la República de México. Sus habitantes son silenciosos y pequeños. Sus noches son profundas y cuando el sol se pone el hombre tiene miedo. Los meses de verano son tan calientes y secos como el corazón de una piedra puesta al sol. Las gentes viven soñolientas y exaltadas. El fuego corre por debajo de la tierra y los jardines hierven con el canto de las chicharras y los grillos. Un continuo «¡au!», «¡ae!», «¡au!», incendia la imaginación. Los campos se llenan de demonios, que de cuando en cuando irrumpen en la ciudad para meterse en los ojos de los hombres. Las gentes duermen alertas en sus hamacas. El rumor incesante los adormece, mientras el mal, en forma de alimañas y cuchillos, los espía. Duermen oyendo muchas cosas que las gentes de la capital no han oído nunca. Junto a ellos reposa siempre su machete.

Cuando sucedió el robo era verano y las mujeres veían en la luz resplandeciente algo que los hombres no veían. Por eso, en la mañana posterior al robo, las autoridades se ensañaron con las criadas y olvidaron a los hombres de la casa.

—¡Estas mujeres saben! —insistía el jefe policiaco.

—¡Claro que saben! —respondían sus ayudantes.

—Nada más dígame qué vio.

Y el jefe de la policía miró a Fili con ojos vidriosos, como si quisiera sacar de las pupilas de la mujer alguna imagen oculta. Fili bajó los párpados recelosa.

—Pues mire, señor, yo vi cincuenta hombres…

—¡Cincuenta hombres!

—Sí, señor, cincuenta hombres blancos, con ojos de lumbre, que andaban muy despacito en el jardín. Cada uno llevaba una antorcha en la mano y… estaban bailando…

—¿Bailando? ¡Apunte, compañero! Cincuenta hombres blancos, bailando en el jardín, con antorchas en la mano.

El compañero apuntó rápidamente.

—¿Y después del baile qué hicieron? —preguntó adusto el jefe.

—¿Después del baile…? Pues nada, siguieron baila y baila toda la noche…

—Apunte, compañero, que los cincuenta hombres continuaron el baile.

El jefe de la policía pareció desconcertado. Insistió en mirar con ojos vidriosos a Fili y ésta agachó la cabeza, entornó los párpados y se acomodó las trenzas sobre el pecho. El hombre miró a su derredor e hizo una especie de mueca, que quiso ser sonrisa, a la señora y a sus hijas, que escuchaban el interrogatorio con aire distraído, como si no les interesara lo más mínimo. Ahora era el turno de Carmen, la cocinera.

—¡Ay, señor, yo vi hartos hombres, hartos hombres!

—¿Cuántos eran? —preguntó el policía.

—Alcancé a contar treinta y siete.

—¿Solo eran treinta y siete? —exclamó el policía desilusionado.

—Es que no llego a contar más. Hasta treinta y siete aprendí… pero había muchos más. Cada uno tenía un machete en la mano… ¡y qué machete, señor, reverberaba! Relumbraba en la noche como fuego blanco. Y todos andaban agachados, agachados…

—Apunte, compañero: más de treinta y siete hombres agachados, con machetes relumbrantes en la mano.

El compañero apuntó nervioso.

—¿Y qué más vio? —repitió en voz severa el policía.

Carmen se le quedó mirando, indecisa.

—Pues, vi… cómo las plantas también se agachaban a su paso y ellos las rodeaban, las rodeaban…

—¿Ya apuntó usted lo que dice la declarante?

—Sí, señor, las plantas se agachaban al paso de los malhechores que las rodeaban —dijo con voz segura el ayudante.

—¿Tiene algo que agregar a su declaración?

—Yo, nada. Fue todo lo que vi, señor.

Y Carmen dio un paso atrás, mirando de reojo a Fili, que había escuchado sus palabras con gran atención.

—¡A ver, usted! ¿Qué vio?

Candelaria, la lavandera, con sus manos rosadas por el agua y el jabón, dio un paso adelante y se preparó a hablar con seriedad.

—Verá usted, señor, yo soy de buen dormir y andaba yo perdida entre mis sueños, cuando aquí Carmen, me recordó: «Quién sabe quién anda en el jardín», me dijo. «¡Déjate de tonterías!», le respondí y me volví para el otro lado. «Sí, quién sabe quién andará por el jardín», dijo Fili, que estaba tiembla y tiembla. Entonces el sueño se me espantó y me asomé por la ventana, y vi lo que ellas vieron.

—Precise lo que vio.

—Pues ya lo precisé, vi lo que ellas vieron —contestó Candelaria, molesta por la brusquedad del hombre.

—Pero, ¿qué fue lo que ellas vieron?

—¿Para qué se lo voy a repetir? Yo tengo mucho quehacer y no puedo perder mi tiempo con palabras. Siempre he dicho que palabrear para nada sirve. Uno habla y habla, y el sol sale y se mete, y llega la luna, y el quehacer parado…

—Es verdad, solo que ésta es una circunstancia extraordinaria. Haga usted el favor de decir lo que vio o quedará detenida por encubridora —dijo el policía, lanzando una mirada de complicidad a la señora. Su mirada quedó sin respuesta, pues la señora estaba ocupada en ver los tulipanes que yacían en el suelo.

—Bien dicen que mientras más suben más ganan por no hacer nada —respondió Candelaria enojada.

—¡No retobe, diga lo que vio!

—Pues ni tanto que hubiera visto; un manojito de hombres emparejados a sus cuchillos…

—Apunte usted: mientras la declarante dormía, un manojito de hombres armados de cuchillos, habían tomado posesión del jardín…

—¿Eso es todo? —preguntó Candelaria disponiéndose a alejarse.

—¿Hacia dónde dirigían sus pasos dichos hombres?

—Eso sí solo Dios lo sabe… Ahí andaban ellos, sus intenciones quién sabe…

—La declarante desconoce las intenciones de los intrusos —dictó al policía. Después, sonriente, se dirigió a la señora.

—¿Y usted, señora, me hace el favor de decirme, qué oyó, qué vio, etcétera?

La señora de la casa abrió mucho los ojos y se quedó pensativa unos minutos. El coro de curiosos guardó silencio.

—Yo oí al perro que ladraba muy enojado. Puse una silla, me subí en ella y me asomé por la ventanilla de la puerta que da al corredor, y entonces vi a unos hombres en el fondo del jardín. Algunos tenían una antorcha en la mano… otros un machete… otros creo que nada…

—¡Apunte, compañerito! ¡Apunte la súbita aparición del perro!

—No fue súbita, ya tenía una media hora de ladrar —corrigió la señora.

—Súbita en las declaraciones. Es la primera vez que irrumpe en esta declaración —repuso cortésmente el policía.

Los curiosos se miraron entre sí e hicieron signos de admiración ante la sagacidad de la autoridad. Ésta se volvió hacia la señora.

—¿Y cuántos hombres eran?

—Pues no los conté. Pero… ¿Cuántos podrían ser? ¿Unos catorce?… ¿Unos treinta y dos? No. Tal vez unos siete… No sé, se movían mucho, ¿sabe?…

—Entre siete y treinta y dos malhechores —dictó el jefe.

—No puedo decir el número exacto, pero aproximadamente eran ésos, entre siete y treinta y dos —repitió la señora distraída.

—Vayamos ahora a hacer una inspección ocular —dijo el policía con voz pomposa.

La autoridad seguida de la señora, los niños, los sirvientes y los curiosos que habían entrado a la casa, se dirigieron al fondo del jardín. Los árboles mostraban huellas profundas de machetazos; los plátanos estaban por tierra; los tulipanes destrozados a cuchilladas; los helechos, como cabelleras tiradas en el suelo, se secaban lentamente al sol. Los malhechores odiaban las plantas. Era como si hubieran entrado en la casa para acabar con el verdor del jardín.

—¡Apunte compañero!

El compañero apuntaba, mientras los gendarmes y los campesinos, que habían entrado en la casa, miraban indiferentes aquel destrozo.

—Vamos al bodegón —dijo la señora.

La señora guió al grupo hacia un cuarto construido sobre el muro, que separaba al jardín de la calle. El bodegón era un cuarto de proporciones enormes, techo bajo y piso de ladrillo. No tenía ventanas; una puerta pequeña, pintada con permanganato, daba acceso a aquel lugar inhóspito. Hacía apenas tres años que don Antonio, el dueño de la casa, lo había mandado construir. Nadie sabía el objeto de aquella construcción. La cal de las paredes, manchada de humedad, la gigantesca proporción del cuarto y la ausencia de luz le daban un aspecto misterioso y vacío. Las palabras sonaban huecas ahí dentro y un silencio frío y viscoso se pegaba a la nariz.

La autoridad y sus acompañantes entraron en silencio. Algo, adentro, cortaba la respiración. Y allí precisamente era donde los malhechores habían dirigido sus pasos. Las paredes estaban llenas de agujeros, los ladrillos levantados aquí y allá y unos costales de maíz destrozados a machetazos, habían dejado escapar el grano que brillaba tibio y dorado en la humedad. La confusión de ladrillos y maíz pisoteado imponía silencio. El policía se quedó perplejo.

—Apunte esta fechoría, compañero —dijo para darse tiempo de pensar y decir algo más adecuado.

Sus palabras dieron la señal para que todo el mundo quisiera hablar al mismo tiempo.

—¡Jesús Santísimo!

—¡Alabado sea Dios!

—¡El Señor nos socorra!

—¡Aquí anduvo el Enemigo!

—¡Estos perversos vinieron en el nombre del Demonio!

—Sí, aquí estuvieron toditita la noche —dijo Candelaria.

—¡Uy! Si se fueron cuando ya rayaba el día… —agregó Carmen.

—Lo más curioso es que no se llevaron nada —explicó la señora al policía, que la escuchó atónito. Los demás se dispusieron a oír el relato que ya conocían de memoria, pues desde las siete de la mañana en Tiztla no se hablaba de otra cosa.

—Antes de dormir revisé toda la casa. Usted sabe que mi marido está en México desde hace tres días. Cuando desperté imaginé que algo sucedía… y me dio miedo. Después que vi a los hombres a través de las ventilas, desperté a los niños y les dije que se callaran, pues podían venir a las habitaciones y matarnos si se daban cuenta de que los espiábamos. Los niños se portaron muy valientes, sobre todo esta niña. ¡Figúrese que quiso que la subiera a la silla para ver lo que pasaba!

La señora extendió la mano y la puso sobre la cabeza de Eva. La niña enrojeció y bajó la vista ante la mirada de admiración del policía.

—¿Me permite, señora, que interrogue también a la niña? Es una pura formalidad.

—¡Claro, pregúntele lo que quiera! —aceptó la señora.

—A ver, Evita, ¿qué viste en el jardín?

La niña se quedó muda.

—¿Qué viste, chula? No te va a pasar nada —insistió el hombre al encontrarse con los ojos obstinados de la niña.

—Pues vi a unos hombres que estaban quemando el jardín. Eran muchos, muchos, muchos. Yo creo que estaban contentos… Y vi también… —la niña Evita se calló bruscamente. El policía esperó, inclinado sobre ella, pero la niña escondió la cara.

—¿Qué más viste, chula? —dijo solícito.

La niña se mordió la boca y miró al suelo con terquedad.

—¡Di qué más viste! —le ordenó su madre.

—Nada… —contestó Eva.

—Di qué viste, linda —insistió el hombre endulzando la voz.

—¡Nada! —respondió la niña con firmeza.

—¿Vas a decir lo que viste? —le gritó su madre zarandeándola.

—¡No! —dijo la niña.

—No la asuste, señora, si se asusta no hablará nunca. ¿Qué viste, chula? —preguntó otra vez el policía con una voz melosa en la que Evita distinguió más cólera que afecto.

—Dime, ¿qué viste, qué vieron esos ojitos?

La niña lo miró rencorosa.

—¡No la espanten!, déjenla que hable —gritó uno de los curiosos.

—¡Habla!, ¿qué viste? —gritó indignada la madre, que se sentía devorada por la curiosidad.

—¡Nada!

—¡Algo vio! ¡Algo vio! Pero no lo va a decir, tiene espanto —dijeron los vecinos.

—Sí, algo vio —asintió el policía mirando a la chiquilla sin esperanzas.

Si algo vio la niña, no se supo nunca. Ella se empeñó en guardar silencio y fue inútil que los demás estuvieran pendientes de sus labios. Exasperados por su actitud, optaron por callarse también y se dirigieron silenciosos hacia el muro que los malhechores habían horadado para entrar. El muro era altísimo y espeso; los asaltantes habían hecho un boquete muy cerca de la tierra. El policía penetró por él y salió a la calle con toda facilidad. Asombrado, volvió al interior de la casa.

—De modo que por aquí entraron —dijo meditabundo.

—Sí, señor, por ahí —dijo la niña con tranquilidad.

—¿Y cómo lo sabes, chulita? —preguntó el hombre con odio.

La niña Evita volvió a callarse. El policía le dio la espalda. Quería simular indiferencia. Molesto por la mirada de la chiquilla, trató de reconstruir los hechos.

—Primero horadaron el muro; luego entraron y se dirigieron al bodegón, allí rompieron la puerta, destrozaron los costales de maíz, el piso y las paredes; después salieron al jardín a causar más estropicios, despedazaron las plantas a machetazos. ¿Eso es todo, señora?

—Sí, señor. Lo curioso es que no robaron nada —volvió a insistir la dueña de la casa.

—Es un robo sin robo. Muy raro, señora.

—Muy raro. Mire, ni siquiera se llevaron la ropa que estaba tendida.

En esa parte del jardín serenaban la ropa; la noche anterior Candelaria la había dejado tendida y allí estaban todas las prendas, blancas y frescas.

—¡Intactas! Ni siquiera se llevaron las sábanas. ¿Ha visto usted, compañero?

El escribano asintió con la cabeza.

—¡Pues apunte usted, compañero! No espere a que yo le dicte todo. Estas gentes son torpes —agregó dirigiéndose a la señora. Las «gentes» bajaron la cabeza.

El policía pareció satisfecho de su observación y se acercó a la señora.

—¿Me permite usted un aparte?

La señora lo miró con asombro y sin saber lo que quería de ella aceptó con un signo de cabeza. Los dos se retiraron a un sitio alejado. El policía se inclinó confidencial.

—Dígame sus sospechas, señora.

—¿Mis sospechas…? Yo no tengo sospechas —contestó ella extrañada.

—¿Tiene usted plena confianza en sus sirvientes?

—¡Claro! Hace años que los conozco. ¿Cómo se atreve usted a insinuar que en mi casa hay bandidos?

El policía se disculpó. Durante toda la mañana continuó sus diligencias en la casa de don Antonio. La verdad era que no hallaba ni pies ni cabeza al robo que no era robo. Para no quedar como un mal funcionario interrogó una y otra vez a los habitantes de la casa. De cuando en cuando lanzaba miradas de rencor a Evita, que impávida lo veía ir y venir, cada vez más preocupado.

—Esta mocosa sabe todo —le dijo en voz baja al escribano.

Después, de mal talante por su fracaso, llamó al velador Rutilio. Éste confesó con humildad que cuando oyó los primeros ruidos, en vez de hacer la ronda por los corrales y el jardín, se metió en la carbonera y allí esperó a que amaneciera. El hombre no había visto nada. Las criadas repitieron su misma versión.

—¿Ya todos rindieron declaración? —preguntó el jefe de la policía.

—Todos, menos la pobre de Lorenza, que se asustó tanto que perdió el habla —respondió la señora.

—¿Perdió el habla? —saltó el policía.

—Sí, señor —dijeron los sirvientes, los curiosos y la señora.

El policía, seguido de toda la comitiva, se dirigió al cuarto de la sirvienta. Abrió la puerta con cuidado y entró. Lorenza, tendida en su cama de otates, con el vestido rosa empapado de sudor, los miró con los ojos muy abiertos por el miedo. A las preguntas del jefe de la policía de Tiztla respondió con miradas extraviadas y quejidos, mientras de su frente caían gotas gruesas de sudor. El policía parecía consternado. Cuando la torre de la iglesia dio las doce campanadas del mediodía, levantó la diligencia y él y los curiosos se retiraron a comer. Ya habían visto y oído todo. La única conclusión plausible era que aquellos extraños visitantes eran enemigos de don Antonio. ¿Y qué hacen los enemigos si no el mal? Durante varios días en Tiztla no se habló sino de los «enemigos». A medida que las lenguas los pulieron, se transformaron en enemigos cada vez más sospechosos y más extraños, hasta que un día tomaron la forma de demonios. ¡Claro! Por eso la niña Evita nunca quiso decir lo que vio y Lorenza perdió el habla.

El jefe de la policía redactó un acta en la cual explicaba detalladamente la visita nocturna efectuada por los demonios en la casa de don Antonio Ibáñez. El acta relataba todas las formas extravagantes que adoptaron los demonios esa noche memorable, cómo destruyeron un pabellón y un jardín y «la ronda del fuego infernal» que hicieron. La sirvienta Lorenza Varela perdió el habla a causa de lo que presenció esa noche, lo cual prueba que fue algo del otro mundo, ya que nunca se pudo saber qué fue lo que la hizo quedar muda.

El misterio quedó encerrado en la mudez de Lorenza y en el silencio de Evita. Hoy, muchos años después, Evita, que soy yo, se decide a decir la verdad sobre el robo de Tiztla.

El jardín era el lugar donde a mí me gustaba vivir. Tal vez porque ése era el juguete que me regalaron mis padres y allí había de todo: ríos, pueblos, selvas, animales feroces y aventuras infinitas. Mis padres estaban muy ocupados con ellos mismos y a nosotros nos pusieron en el jardín y nos dejaron crecer como plantas. Y como plantas fuimos creciendo mis hermanos y yo. Durante un tiempo mi padre se dedicó a hacer reformas en la casa: levantó la altura de los muros y construyó el bodegón. La casa se llenó de albañiles, de cal y de mezcla fresca. Mi madre encontró inútiles aquellos gastos. Entonces mi padre compró unas cargas de maíz, para utilizar la bodega inútil que había construido. Recuerdo con claridad la tarde en que llegaron los arrieros y cómo mi padre, lleno de alegría, dirigió las maniobras que se realizaron con rapidez. Los seis costales de grano quedaron recargados en la pared del fondo de la bodega. Después, salimos todos de allí y mi padre, con gran solemnidad, puso un candado a la aldaba de la puerta, lo cerró y se echó la llave al bolsillo. Todo quedó igual y quieto mucho tiempo.

En aquellos días, entre un 16 de septiembre y otro 16 de septiembre pasaba mucho tiempo. Yo fui jugando en cada árbol, en cada macizo de flores, en cada desnivel de terreno, hasta que llegué cerca de la puerta del bodegón. Su vista me inquietaba y en vano traté de abrirla muchas veces. Me daba pesadumbre ver la velocidad con que envejecía, tal vez de pena porque nunca nadie la iba a abrir. Me dejaba triste aquella puerta abandonada y alguna vez le pedí la llave a mi padre para abrirla. Pero él la había perdido y la puerta siguió cerrada, inútil y melancólica.

Yo era muy amiga de las criadas de mi casa. Me gustaban sus trenzas negras, sus vestidos color violeta, sus joyas brillantes y las cosas que sabían. Lorenza, la más joven, me confiaba secretos a condición de que yo le confiara otros de igual importancia que los suyos. Solo que era difícil deslumbrarla. Lorenza tenía una ventaja sobre mí: era hija de una bruja y su conocimiento del misterio era muy vasto. Ante la sabiduría de su madre yo no encontré nada sino enfrentarla a los tesoros de mi padre. Le expliqué que los jarrones chinos valían más que un barco, aunque ni ella ni yo sabíamos lo que era un barco, ni lo habíamos visto nunca. Pero lo imaginábamos como una torre gigantesca, que giraba y echaba luces radiantes en medio de un agua mucho más clara y azul que el agua de la fuente de la casa. Cuando Lorenza supo que los jarrones eran tan preciosos, me contó un secreto de brujería, que me sirvió para dar órdenes a mis hermanos. En cuanto empezaba a oscurecer yo me iba al cuarto de planchar y hablaba con ella. Salía vapor de la ropa y los ojos oscuros de la mujer brillaban en aquel calor. Me contaba cosas terribles y luego dejaba caer la plancha y cantaba canciones de abandonados, que lloraban en la noche, junto a caminos polvorientos, por una mujer ingrata. Sus canciones eran muy tristes y el cuarto se llenaba de lágrimas y de pajaritos extraviados. Después agregaba: «Julián anda dado a la bebida por mi causa». Y se echaba a reír. Me gustaba que se riera y que hablara, para verle las encías de color rosa pálido, los dientes blancos y su lujoso colmillo de oro.

—Mamá, ¿me quieres poner un colmillo de oro? —le pedía por las noches a mi madre.

—¡Cállate! No digas tonterías, es una costumbre horrible.

Un día le dije a Lorenza que había visto a Julián con Amparito. La planchadora tiró las ropas al suelo y se enojó conmigo. De ese enojo partió todo el mal. Durante varios días la rondé queriendo contentarla.

—¡Lárguese! ¡No entre, escuintla entrometida! —me gritaba apenas asomaba la cabeza al cuarto de planchar.

—¡Todavía no te he dicho en dónde está el gran tesoro de mi papá! —le grité una tarde, por la rendija de la puerta.

Lorenza guardó silencio. Después, desde el rumor de las sábanas rociadas, me contestó:

—¡Pues ándele, pase!

No recuerdo bien cuánto oro le dije que había en el bodegón.

—¡Ah! Entonces con ese fin lo construyó tu papá…

—Sí, con ese fin.

—¿Y si alguien se llevara todo ese oro, qué haría tu papá?

—Nada, porque tiene mucho más.

—¿En dónde?

—No te lo digo.

Era bueno dejar algo en reserva, no fuera a ser que se volviera a enojar conmigo y ya no tuviera yo ningún secreto que ofrecerle.

La noche en que mi madre me trepó en la silla, vi a Lorenza que atravesaba el jardín, en medio de las antorchas de los asaltantes. Iba con su vestido rosa y sus trenzas deshechas. Corría despavorida buscando el camino de su cuarto. Julián iba detrás de ella con un machete en la mano. Yo me bajé de la silla y no le dije nada a mi madre. Pensé que era mejor esperar a que amaneciera y hablar con la planchadora. Muy temprano fui a verla.

—¡Caray, niña Evita, no había nada! Es usted una mentirosa. ¡Pero por ésta —y besó la cruz— que se lo voy a decir a mi mamá y usted se va a secar como un odre!

No supe qué decir. Me aterraron sus palabras. Lorenza se enderezó en su cama.

—¡Y para más, Julián por poco y me mata! ¡Y todo por una escuintla lenguaraz! Pero mi mamá la va a embrujar. ¡Ya la veré en el mercado, colgada de un mecate, como cualquier odre seco!

No supe qué decir. La miré con desesperación. ¿Alguien de ustedes ha visto a los odres secándose al sol en el mercado de Tiztla?

—¡Julián y yo iremos a prisión! —rugió Lorenza en voz baja y me miró con ferocidad.

Yo bajé los ojos y sentí que el estómago se me escapaba por una rendija del suelo.

—Pero desde allí a carcajadas me voy a reír de usted, cargada de moscas y amarilla como un buen pellejo.

—¡Ay! Lorenza, qué triste es todo, yo embrujada y tú en la cárcel… —y me eché a llorar.

—No llore, niña Evita, no le voy a hacer el mal. No le diré nada a mi mamá si usted no le dice nada a la suya —contestó Lorenza echándose a llorar a su vez.

—¿Y si nos preguntan, Lorenza?

—Usted diga: no vi nada. ¡Al fin yo, por el espanto, perdí el habla…!

Lorenza perdió el habla muchos meses, hasta que su mamá bajó de la cuadrilla donde vivía, en las cercanías de Chilapa. Mató a un conejo en el lugar en donde aparecieron los demonios que se llevaron la lengua de su hija y pronunció unas palabras mientras se llenaba las trenzas de ceniza. Desde entonces Lorenza pudo hablar con lengua de animal. Y con ella sigue hablando hasta ahora. A Julián no lo volví a ver. Una tarde en medio del vapor de la ropa me acerqué a ella:

—¿Y Julián…?

—¡Hum! Piense usted, niña Evita, no me quiere ver. A él no le gustan las mujeres que hablan con lengua de animal…

Y era verdad que su voz había cambiado. La lengua del conejo era demasiado chica y apenas le alcanzaba para hablar suspirando…

FIN


La semana de colores, 1964


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