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El secreto

[Cuento - Texto completo.]

Jun’ichirō Tanizaki

En aquel tiempo me venció el capricho de alejarme del ambiente deslumbrante que hasta ese momento me había rodeado y de retirarme discretamente de las mujeres y de los hombres con quienes acostumbraba a relacionarme. Busqué un lugar adecuado donde refugiarme. Al final encontré un templo budista de la escuela Shingon en el barrio Matsuba del distrito tokiota de Asakusa; y ahí alquilé una celda.

El lugar donde se hallaba el templo era intrincado y sombrío: había que pasar por el estanque del barrio Nihori, luego cruzar el puente Kikuya, seguir recto por detrás del templo Higashi Hongan hasta llegar al pie de una torre de doce pisos. Alrededor del templo se extendía una barriada humilde. Era como si alguien hubiera vaciado un gran cubo de basura y repartido su contenido por toda aquella zona. Sin embargo, el templo, cuyo muro anaranjado continuaba hasta lo lejos, producía una impresión tranquila, solemne y triste.

Yo imaginaba que, sin necesidad de refugiarme en barrios como Shibuya u Okubo, situados en las afueras de la ciudad, tenía que haber algún lugar misterioso y abandonado en el centro de la gran urbe. Suponía que, al igual que en un río hay remansos entre zonas del cauce donde el agua corre vertiginosa, entre las arterias principales de la ciudad debería encontrarme con algún rincón apacible, de esos que uno recorre en circunstancias excepcionales o por los que transitan serenamente personas raras.

Por mi cabeza daba vueltas esta idea: «Me gusta mucho viajar y he recorrido Kioto, Sendai, Hokkaido y hasta Kiushu. Aun así, no cabe duda de que hay calles que no conozco dentro de esta gran ciudad de Tokio en la que llevo viviendo veinte años, desde que nací en el barrio Ningyo. Sí, seguro que aquí hay más lugares de los que imagino, lugares en los que jamás he puesto los pies».

Fue así como empecé a preguntarme si habría más calles que desconocía de las que conocía en medio de la red de numerosas avenidas, grandes o pequeñas, que entrecruzaban la ciudad.

Recuerdo el día en que, a los doce años, mi padre me propuso visitar el santuario Hachiman de Fukagawa. Me dijo:

—Ahora vamos a cruzar el río en barca. Luego te invitaré a comer un cuenco de los famosos fideos soba en un restaurante llamado Fuyugi que hay en el mercado del arroz.

En aquella ocasión mi padre me llevó detrás del santuario sintoísta. Era un paisaje totalmente distinto al de los barrios Koami o Kobuna, situados en la otra ribera del río: vi que las orillas de este lado eran bajas y el cauce estrecho pero caudaloso. Sus aguas discurrían lentas entre las casas apiñadas a un lado y otro de los canales, como si las corrientes se abrieran paso entre los aleros de las viviendas. Una barca pequeña avanzaba apartándose de las demás embarcaciones dispuestas en hilera y utilizadas para el transporte de mercancías. Todas ellas, con el aspecto de ser más largas que el ancho del canal, navegaban arriba y abajo ayudadas por pértigas que rítmicamente golpeaban el fondo de las aguas.

Yo ya había visitado el santuario Hachiman varias veces, pero nunca había imaginado cómo sería la parte de atrás. Rezaba siempre desde el torii, el gran pórtico de la entrada, por lo cual al descubrir ese paisaje me recordó el de alguna estampa de una sola dimensión, sin profundidad. Cuando finalmente lo descubrí con todo su misterio, es decir, cuando mis pupilas se dilataron sobre el río con sus canales, el embarcadero y los terrenos que se extendían más allá, me pareció que todo ello formaba parte del mundo de los sueños, de un paraje que, pese a estar más lejano que Kioto u Osaka, pertenecía a esta ciudad, a Tokio.

Intentaba recordar cómo era el entorno detrás del templo budista consagrado a Kannon, en Asakusa, pero sólo acertaba a vislumbrar con nitidez las tejas bermejas del recinto sagrado que lograba atisbar desde una calle abarrotada de tiendas. Era incapaz de acordarme del resto del paisaje. Cuando me hice adulto, poco a poco el mundo se me fue haciendo más grande: visitaba las casas de mis amigos e iba de excursión a las montañas para disfrutar de las flores. Me parecía entonces que había recorrido todos los barrios de Tokio, pero de vez en cuando y de improviso surgía algún lugar ignoto y extraño que evocaba mi infancia.

Con la confianza de que en una zona singular y desconocida podría hallar fácilmente un sitio adecuado donde esconderme, me puse a buscar por todas partes el lugar ideal. Y mientras lo hacía, no dejaba de recorrer laberintos de olvidadas callejas. Aunque había cruzado varias veces los puentes Asakusa e Izumo, nunca había franqueado el de Saemon, que se encuentra entre los otros dos. Para ir a un teatro de kabuki, el Ichimura, del distrito de Nicho, siempre tenía que circular por la misma calle paralela a la línea del tranvía, y luego cruzar al lado derecho, dejando enfrente un restaurante de soba situado en la esquina. Sin embargo, nunca había puesto los pies en la calle que, dos o tres barrios más allá, conducía directamente al teatro Ryusei. Ignoraba qué aspecto tendría la otra orilla, la que estaba al otro lado del puente Eitai, hacia el sur. Además, había muchos otros sitios desconocidos para mí en las áreas de Hatchobori, Echizenbori, Shamisenbori y Yamatanibori.

Los alrededores del templo de Matsuba eran, entre los lugares ignotos, los más curiosos. Bastaba con adentrarse en un callejón, a dos pasos de Rokku y Yoshiwara, para estar en medio de alguno de esos barrios tristes y abandonados que tanto me cautivaban. Por otro lado, me alegraba enormemente ser capaz de observar con calma el tumulto de la ciudad y a la vez poder esconderme cuando quisiese. Era como dar esquinazo a una amiga hasta ahora íntima e inseparable; sí, a una amiga llamada «Tokio, ciudad atractiva, lujosa y frívola».

El objetivo de refugiarme no era exactamente poder trabajar. En aquella época mis nervios, siempre a flor de piel, se hallaban romos como una lima desgastada.

Además, me dominaba la seguridad de que no sentiría nada hasta que encontrara algo realmente llamativo y exuberante. Era incapaz de disfrutar de muestras de arte o de comida de primera calidad, de esas que exigen un paladar exquisito. Estaba tan abatido que no podía saborear la destreza de los cocineros de las tabernas y los humildes restaurantes de los barrios populares, de quienes se dice que son los mejores profesionales, ni rendirme ante el arte de actores de kabuki como Nizaemon y Ganjiro; ni siquiera gozar de cualquiera de las formas más elementales de ocio que hay en una ciudad. Mi vida cotidiana era rutinaria como su muelle, se movía por pura inercia; y sin embargo ya no podía soportarla más, al tiempo que deseaba descubrir un mode of life artificial y fabuloso, lejos de viejas costumbres.

¿No existiría algo extraño y sorprendente, algo capaz de excitar mis nervios hipersensibles, acostumbrados a estímulos ordinarios? ¿Podría darse ese algo en un mundo fantástico, confuso y salvaje, un mundo apartado de la realidad? Con estos interrogantes en la cabeza, mi alma vagaba por los tiempos legendarios de Babilonia y Asiria, recreaba las historias policiacas de Kuroiwa Ruiko o de Arthur Conan Doyle, anhelaba países abrasados por un sol intenso y praderas verdes de zonas tórridas, ansiaba el juego excéntrico de una infancia rebelde.

Creía que podría dotar de algún matiz misterioso y romántico mi propia vida si me alejaba del mundo ostentoso, si de repente desaparecía y mantenía en secreto mis actos. Desde la niñez había disfrutado intensamente del placer de la clandestinidad.

Cuando se juega al escondite, al zurriago escondido, a la gallinita ciega, sobre todo por la noche y en un cobertizo o frente a un portón de dos hojas batientes, el asunto tiene más sabor porque se puede experimentar con más fuerza cierto «misterio», una sensación extraordinaria en juegos de mesa.

Así pues, decidí ocultarme en un rincón oscuro y un tanto abandonado del barrio con el fin de revivir la experiencia del juego del escondite de la infancia. Si añado que la escuela Shingon, a la cual pertenecía el templo donde me había ocultado, es conocida por el esoterismo de sus doctrinas, por las prácticas ocultistas, los conjuros mágicos y los ensalmos, doy fe del límite al que me habían conducido la curiosidad y la obsesión por alimentar mis quimeras. La celda de ocho tatamis de superficie que me asignaron en el monasterio era parte de una sala recién reformada y estaba orientada al sur. Los tatamis, ligeramente tostados por la quemadura del sol, me transmitían una sensación plácida y dulce. Por el día, los rayos de un suave sol otoñal caían sobre el papel de las puertas deslizantes de la galería exterior como si de una lámpara de proyecciones se tratara, iluminando el interior de la celda con una luz tenue que me hacía sentir como dentro de un farol.

En el armario guardaba unos cuantos de mis libros predilectos de filosofía y arte, y en total desorden, sobre los tatamis, había dejado abiertos —como para que se secaran después de la estación de las lluvias— algunos libros con ilustraciones raras.

Entre ellos había volúmenes de hechicería, hipnotismo, novela policiaca, química o anatomía. A veces tomaba uno al azar y, tumbado, me sumergía en su lectura: El signo de los cuatro de Arthur Conan Doyle, Del asesinato considerado como una de las bellas artes de Thomas de Quincey, Las mil y una noches y un extraño libro francés sobre sexología.

Le había suplicado al superior del templo que me prestara pinturas sobre el infierno y el paraíso, sobre el monte Meru y el Buda reclinado, y otros dibujos antiguos de asuntos budistas que atesoraba la biblioteca del templo. Los colgué a mi capricho en las cuatro paredes de la celda, como anuncios en la sala de profesores de una escuela. De la boca de un pebetero situado en el tokonoma, el reducto sagrado de la estancia, ascendía sin parar el humo violáceo del incienso bañando con su fragancia el espacio claro y tibio de la celda. A veces me acercaba a una tienda que había junto al puente Kikuya para comprar un incienso de sándalo o de agar, y lo quemaba en el pebetero.

Cuando hacía buen tiempo, los rayos del sol de mediodía se filtraban por las puertas de papel y la escena se volvía sorprendente, fantasmagórica. Los personajes de los grabados, budas, sabios o arhats, monjes y monjas mendicantes, laicos budistas, elefantes, leones, quilines, se escapaban de los dibujos de colores fantásticos y nadaban dentro de la copiosa luz de la celda. Asesinos, hipnotizadores, morfinómanos, hechiceros, chamanes y líderes religiosos hacían aparición para fundirse con el humo del incienso. Entre esa humareda, colocaba en el suelo un tapiz de dos tatamis de superficie y, tendido encima, cada día fabricaba mis propias alucinaciones contemplando, con la mirada embrutecida y absorta, un punto fijo en el espacio vacío.

A las nueve de la noche, cuando casi todo el templo dormía, me bebía una botella de whisky de un trago para emborracharme, abría las puertas exteriores y trepaba por el seto de arbustos del cementerio para salir a dar un paseo. Cada noche vestía una indumentaria diferente a fin de no llamar la atención. Caminaba entre el gentío del parque Asakusa o bien recorría las tiendas de antigüedades y las librerías de segunda mano todavía abiertas. En una ocasión me cubrí la cabeza con un tenugui, una especie de toallita enrollada; otras veces me ponía un traje extranjero del revés, o mis pies, limpios y con las uñas pintadas de rojo, calzaban unas sandalias japonesas; o bien me colocaba unas gafas de montura dorada y un abrigo de invierno con el cuello alzado. Me divertía cambiar de apariencia: bigote y lunares postizos, magulladuras artificiales, pelucas… Una noche encontré un kimono de color azul marino decorado con dibujos grandes y pequeños en una tienda de ropa usada de Shamisenbori. Nada más verlo me entró un deseo irrefrenable de ponérmelo.

Siempre tuve una pasión desmedida y exigente por la indumentaria, más allá del interés por los matices y el contraste de los colores o por la perfección de los diseños de las vestimentas. Si mis dedos rozaban no ya una prenda femenina, sino cualquier hermosa tela de seda, sentía un deseo apasionado y voluptuoso de apoderarme de ella.

A menudo temblaba de placer, como cuando se contempla el tono de la piel de la persona amada. ¡Qué envidia me daban las mujeres que podían vestir kimonos de seda y de crepé sin ningún reparo!

Aquel kimono de crepé de seda azul decorado con dibujos pequeños y grandes colgaba en la tienda con una languidez deliberadamente descuidada. Me estremecí al imaginar el intenso placer que sentiría con la seda fría y pesada envolviendo mi cuerpo. «¡Sí! Deseo caminar por las calles vestido con un kimono de mujer…». Con la cabeza a punto de estallarme por esa idea, entré en la tienda y compré al instante la prenda. De paso, adquirí un kimono interior teñido al estilo Yuzen, un sobretodo de crepé negro y otros complementos. El kimono que acababa de comprar parecía estar hecho para una mujer de talla grande, de modo que la prenda se adaptaba perfectamente a mi estatura y al tamaño más bien pequeño de mi cuerpo.

Llevé mis compras a la celda y por la noche, cuando el templo parecía estar vacío y en absoluta calma, empecé a maquillarme frente al espejo. En el momento de comenzar a cubrirme la punta de la nariz con los polvos blancos, me sentí un poco grotesco al ver mi reflejo, pero no me detuve. Antes bien, seguí extendiendo los polvos por toda la cara y alisándome con las manos el maquillaje níveo y espeso. Lo hice mejor de lo que hubiera imaginado. ¡Qué placer tan singular cuando las gotas frescas de olor dulzón penetraron los poros de mi piel! Después, a medida que esparcía el color rojo y el ocre, mi rostro, blanco como el yeso, se iba convirtiendo en una cara femenina viva y palpitante. ¡Qué metamorfosis tan graciosa! Me di cuenta de que el arte del maquillaje, que los actores, los músicos y en general las mujeres practican rutinariamente sobre la piel de sus cuerpos, era aún más interesante que la técnica de escritores y pintores.

El contacto con el kimono interior, con el cuello, con el koshimaki, esa especie de combinación de crepé que va debajo, con las mangas largas de seda roja haciendo frufrú, comunicaba a mi piel sensaciones desconocidas y voluptuosas, comparables a las que debe de experimentar con delicia la epidermis femenina. Me empolvé de blanco desde la nuca hasta las muñecas, me puse una peluca en forma de hoja de ginkgo, como un abanico, la cubrí con un pañuelo de seda y osadamente salí para internarme en las calles de la ciudad.

El cielo nocturno estaba nublado y oscuro. Vagué por barrios apartados como Senzoku, Kiyosumi y Ryusenji. Nadie reparaba en mi disfraz: ni el policía que estaba en el puesto de guardia ni tampoco un solo transeúnte. La brisa fría de la noche me acariciaba la cara reseca por el maquillaje, que sentía como pegada a una cáscara. El calor de mi aliento humedecía la parte del pañuelo con que me embozaba. Mientras caminaba, los bajos de la combinación de crepé se me enredaban juguetones entre las piernas. Además, el obi, la faja de la indumentaria, me apretaba el abdomen hasta aplastarme las costillas, por no hablar del otro obi, más fino, que llevaba atado justo encima de la pelvis. A medida que sentía la opresión de ambos obi me iba dominando la sensación de que una sangre femenina empezaba a correr por mis venas, al tiempo que mi espíritu y mis maneras de hombre se desvanecían.

Saqué la mano, igualmente empolvada de blanco, de la larga manga. Aunque su perfil robusto y fuerte se camuflaba en la oscuridad de la noche, no dejaba de destacar como un bulto blanco y rollizo. En ese momento sentí fascinación por su hermosura y, al mismo tiempo, envidia por las mujeres en posesión de una mano verdaderamente femenina. ¡Qué divertido sería poder cometer todo tipo de delitos amparado en el disfraz de mujer, al igual que el personaje Benten Kozo en la obra de kabuki…! Con estos pensamientos rondando mi mente, y entusiasmado tanto por mi «secreto» como por la incertidumbre del «qué pasará» que sobrecoge a los lectores de novela negra, me encaminé hacia el animado barrio Rokku, en Asakusa. Podía imaginar que era alguien que acababa de perpetrar un crimen particularmente atroz, un asesinato o un atraco a mano armada.

Desde la torre Ryonkaku llegué al borde de un estanque. Seguí caminando, y al alcanzar el cruce del teatro de la Ópera mi rostro generosamente maquillado recibió el impacto de la iluminación artificial y el resplandor de las farolas de arco. Pude apreciar entonces los matices de mi kimono y sus distintas tonalidades. Al llegar al teatro Tokiwaza, mi silueta de mujer anónima, magistralmente camuflada entre el gentío, se reflejó en el gran espejo que había a la entrada de un taller de fotografía situado enfrente del teatro.

El secreto de mi identidad masculina permanecía oculto bajo el espesor untuoso de los polvos blancos. Cuando miraba, movía los ojos igual que una mujer, y cuando reía, imitaba asimismo el movimiento de los labios. Varios grupos de mujeres que se cruzaron conmigo exhalando un olor dulzón a aceite de alcanfor y produciendo al caminar el frufrú de un arroyo rumoroso no sospecharon nada de este hombre disfrazado que pasaba a su lado. Todas me tomaron por una igual. Hasta hubo alguna que fijó su mirada en mis facciones coquetas y admiró, no sin cierta envidia, el refinamiento de mi indumentaria.

En el parque, el alboroto nocturno al que estaba acostumbrado tenía otra luz, una luz nueva, por la sencilla razón de que ahora estaba en posesión de un «secreto». Los objetos y los lugares me parecían raros y extraordinarios, como si los estuviera viendo por primera vez. Así, engañando a la gente y burlando las luces de las farolas, deambulé oculto bajo la capa de mi maquillaje y el hermoso y sensual tejido de las prendas, observando el mundo a través del velo de un secreto, un velo que teñía aquella realidad ordinaria con los matices maravillosos del sueño.

A partir de entonces me acostumbré a salir cada noche disfrazado. A veces iba al teatro Miyato a ver una obra, aunque me tocara estar de pie, o me introducía en alguna sala de cine sin recato alguno. Volvía al templo hacia las doce de la noche.

Entonces encendía una lámpara de aceite apenas entraba en la celda, me tumbaba agotado y sin desvestirme sobre el tatami, y así, en una pose indecente, contemplaba los colores vistosos de mi atuendo. Después me despojaba con pesar del kimono y sacudía las mangas sin dejar de regalarle largas miradas. Luego me contemplaba en el espejo: el maquillaje blanco y casi despintado seguía adherido a la piel ruda de un hombre con las mejillas hundidas. Sentía entonces, como borracho de esa embriaguez que procura un vino añejo, un placer decadente que me obnubilaba el alma. Con el dibujo del infierno y el paraíso en la pared del fondo, me arrastraba lentamente con el kimono interior puesto, como haría una cortesana, hasta tenderme sobre el futón, y empezaba a hojear alguno de los libros raros que por allí había. Así permanecía hasta altas horas de la madrugada.

Paulatinamente, con el paso de las noches, fui depurando el arte de mi disfraz, al tiempo que crecía mi atrevimiento. Salía a la calle con un cuchillo o con un anestésico metido entre los pliegues de mi obi por el puro placer de regodearme en mis imaginaciones favoritas. Quería olfatear bien ese aroma romántico y seductor que envuelve los crímenes, sin cometerlos en realidad. Una noche, una semana después de disfrazarme de mujer por primera vez, cierto suceso imprevisto supuso el comienzo, favorecido por circunstancias puramente fortuitas, de una aventura que sobrepasó a todas las demás por su carácter extraño, fantástico y misterioso.

Tras haber bebido más whisky de lo normal, di con mis pies en el cine Sanyukan.

Serían más o menos las diez de la noche. Me acomodé en uno de los palcos de honor, en el primer piso. El cine rebosaba de público y el aire, enrarecido por el gentío, estaba turbio como una niebla. El calor sofocante emanado de la masa negra, que bullía en la sala igual que un enjambre de bichos apelotonados, amenazaba con arruinar el maquillaje blanco de mi rostro. La película avanzaba a una velocidad de vértigo sobre la pantalla, iluminada por un proyector que rechinaba en la oscuridad.

Cada vez que la luz me aguijoneaba las pupilas, sentía dolor en mi cabeza ebria. A ratos el haz de luz del proyector titilaba suavizando o iluminando la penumbra de la sala. Entonces, y con el rostro embozado en el pañuelo, me dedicaba a observar las expresiones del público a través del humo del tabaco que desde las cabezas de la muchedumbre se elevaba denso como una nube que asciende desde el fondo de una cañada. Me satisfacía constatar la seguridad de mi secreto: eran muchos los hombres que, curiosos, echaban un vistazo a mi pañuelo y numerosas las mujeres que furtivamente ojeaban con miradas ansiosas la sabia combinación de colores de mi vestimenta. Entre ellas no había ninguna dama más llamativa que yo, tanto por la originalidad del atuendo como por el voluptuoso encanto de la figura.

Cuando encendieron las luces de la sala de cine por segunda o tercera vez, advertí que una mujer y un caballero ocupaban los asientos que había a mi izquierda, unas butacas que antes estaban vacías.

La mujer se esforzaba por aparentar veintidós o veintitrés años, pero en realidad debía de tener veintiséis o veintisiete. Llevaba el pelo recogido en un moño de joven distinguida, se cubría todo el cuerpo con un manto azul celeste y desplegaba, no sin ostentación, una belleza tan fresca como el agua recién caída del cielo. En ese momento me vi incapaz de precisar si se trataba de una geisha o de una muchacha de buena familia. En cambio, por su actitud podía deducirse que no era la esposa de su acompañante.

Arrested at last —murmuró en voz baja leyendo los subtítulos que aparecían en la pantalla. Después sopló en dirección a mi rostro el humo fragante de su cigarrillo turco, al tiempo que en la penumbra de la sala clavaba en mí unas pupilas más grandes y resplandecientes que la piedra preciosa de un anillo.

Su voz, ronca como la de un maestro de canto dramático, no encajaba bien con su sensual aspecto. No cabía ninguna duda de que esa voz pertenecía a T, una mujer con quien dos o tres años antes yo había mantenido una relación fugaz durante una travesía en barco rumbo a Shanghái.

Recordé que en aquel tiempo ella se comportaba y vestía igual que ahora, es decir, con un estilo que no permitía reconocer si se trataba de una prostituta o de una mujer honrada. En cambio, el hombre de esta noche en el cine era totalmente diferente, tanto por su aspecto como por las facciones del rostro, a aquel otro caballero que solía acompañarla a bordo del barco. Con toda probabilidad, entre uno y otro había habido una larga cadena de hombres ceñida en torno al cuerpo de la mujer. En todo caso, no había ninguna duda de que se trataba del tipo de mujer que mariposea de hombre en hombre. Cuando la conocí en el barco dos años atrás, no intercambiamos nuestros nombres o direcciones ni nos contamos nuestras situaciones en la vida. Así, sin saber apenas nada el uno del otro, el barco llegó a Shanghái y yo desaparecí de su vida como a escondidas, burlando a una joven enamorada de mí. La verdad es que me quedé boquiabierto al volver a ver a una mujer en la que hasta entonces sólo había pensado como en un sueño entrevisto en pleno océano. En aquel viaje su cuerpo era más bien rotundo, pero ahora parecía espléndidamente delgada, con unos ojos redondos de largas pestañas que brillaban como recién limpios, y respirando una dignidad y lozanía verdaderamente majestuosas ante los hombres. Sin embargo, sus labios vivos, cuya sangre carmesí daba la impresión de ir a verterse al menor contacto, y el pelo corto que casi le tapaba los lóbulos de las orejas eran iguales que antes. En cuanto a la nariz, se me antojaba más prominente que entonces.

¿Me había reconocido? Imposible asegurarlo. Cuando se encendían las luces de la sala, se distraía con el caballero y parecía ignorar por completo mi existencia, o bien considerarme con desdén una mujer común y corriente. De hecho, sentado a su lado, no pude menos que despreciar mi propio disfraz, del que un momento antes estaba tan orgulloso. Me quedé simplemente abrumado por el encanto de aquella dama tan expresiva, misteriosa y viva, tanto, en efecto, que mi maquillaje, aplicado con esmero y destreza, y mi vestimenta me parecieron ahora ordinarios y monstruosamente feos.

No podía rivalizar en absoluto con la mujer que tenía a mi lado, ni en feminidad ni en belleza. Me sentí tan descolorido e insignificante como la luz de una estrella ante el resplandor de la luna.

En medio del aire enrarecido que impregnaba la sala de cine, el perfil de esta mujer resaltaba con toda limpieza. A la sombra de su manto, movía las manos con la elegante agilidad con que un pez nada en el agua. Mientras hablaba con su acompañante, a ratos miraba hacia el techo como perdida en un ensueño, a ratos observaba al público con el ceño fruncido, y otras veces sonreía mostrando unos dientes inmaculados. Todas estas expresiones no dejaban de dibujarse con perfecta nitidez en su rostro. Desde cualquier rincón de la planta baja del cine, el fulgor de sus dos pupilas negras y grandes se habría distinguido a la perfección, como las dos joyas de más valor de la sala entera. Todos los órganos de la cara con que los demás seres humanos podemos ver, oler, oír y hablar, en el semblante de esta hembra provocaban demasiadas emociones y perdían su función fisiológica para convertirse en un dulce e irresistible cebo con el cual seducir a los machos. Ya nadie fijaba la mirada en mí. De repente me acometieron unos celos absurdos y una rabia inexplicable ante la hermosura de una mujer que me robaba la atención del público. Era humillante que el hechizo de una joven a la que había seducido y abandonado tiempo atrás surgiera ahora para apagar y aplastar la luz de mi figura. ¿O quizá había regresado para, después de reconocerme, lanzarme todo su sarcasmo y vengarse de mí?

Pero mis celos, ante semejante belleza, cedieron poco a poco para trocarse en amor. Vencido por su feminidad en mi secreto como mujer, quería conquistarla como hombre, y así, ufano, lanzar al aire un grito de victoria. Incapaz de controlar mis deseos, me vinieron unas ganas irresistibles de agarrar de repente el cuerpo de esa mujer y zarandearla con violencia.

Decidí aprovechar la oscuridad de la sala para sacar un papelito y un lapicero de mi obi y garabatear apresuradamente las siguientes líneas: Estoy seguro de que me has reconocido. Te reencuentro esta noche al cabo de tanto tiempo y, ¿sabes?, he vuelto a enamorarme de ti. ¿No te apetece que nos cojamos de la mano? ¿Querrás venir de nuevo a este mismo palco mañana por la noche y reunirte conmigo? No me gusta revelar a nadie dónde vivo, por lo que te ruego que me esperes aquí mañana a esta misma hora.

Con toda discreción dejé caer la nota dentro de la larga manga de su kimono sin que nadie se percatase. Luego seguí observándola.

Debió de ser a eso de las once cuando, terminada la película, la mujer se quedó unos instantes mirando la pantalla con calma. Todo el público se levantaba de sus butacas y abandonaba la sala en desorden. Fue el momento que ella eligió para repetir en mi oído con un susurro:

… Arrested at last…

Sus ojos me perforaron con un aplomo irreconocible y enseguida se perdió entre la multitud hasta esconderse al lado del caballero que la acompañaba.

Arrested at last… Sí, era evidente que me había reconocido. No sabía desde qué momento, pero la constatación de este hecho me hizo estremecer y quedarme como petrificado. En cualquier caso, ¿aceptaría dócilmente mi invitación y se presentaría al día siguiente?, ¿habría dejado entrever mi punto débil al arriesgarme a tomar la iniciativa sin tener en cuenta que estaba ante una mujer con más experiencia que antes? En fin, regresé al templo con el corazón encogido por la preocupación y la duda.

Fiel a mi costumbre desde que me disfrazaba, comencé a despojarme del kimono exterior para quedarme en el interior cuando, de repente, del pañuelo de la cabeza cayó al suelo una nota doblada en forma cuadrada. Iba dirigida al señor S. K. El tono de la tinta con que estaba escrita brillaba como un tejido de seda. La letra era indudablemente femenina. Era posible que la mujer hubiera hallado la ocasión de abandonar el asiento durante la película, retirándose a algún rincón y apañándoselas para escribir la respuesta a mi mensaje. Después, había conseguido introducir el papelito en el pañuelo de mi kimono sin que nadie —ni yo mismo— se diera cuenta.

Estas eran sus palabras:

¿Quién me hubiera dicho que le encontraría en un lugar como este? Y además ¡con ese aspecto tan increíble! A pesar de su disfraz, le he reconocido enseguida. ¿Cómo iba a olvidarme de una persona a la que he seguido viendo en sueños estos últimos años? En efecto: nada más ver a una mujer con la cabeza tapada por el pañuelo, comprendí que era usted. No se crea, siempre supe que tenía unas aficiones bastante peculiares, lo cual nunca dejó de hacerme mucha gracia. Sé que ha sido para satisfacer su fantasía por lo que me ha invitado a verlo mañana, y debo reconocer que estoy tan contenta que no acabo de ver las cosas claras. De acuerdo: aceptaré su invitación y mañana por la noche nos reuniremos sin falta. Pero no será en el cine. Como tengo cosas que hacer, le ruego que acuda a la puerta Kaminari, aquí en el barrio Asakusa, entre las nueve y las nueve y media de la noche. Yo no estaré ahí, pero enviaré al mozo de un  rikisha  para que lo conduzca hasta mi casa. Ya ve que yo también tengo mis razones para guardar ciertos secretos y no revelar mi domicilio. Por eso le ruego que acepte que el mozo le vende los ojos y se deje conducir por él. Si no lo hace así, entonces, con gran dolor de mi corazón, no podrá verme nunca más.

Conforme iba leyendo esta carta, la sensación de que me convertía en el personaje de una novela de misterio se iba adueñando de mí. Me sentí invadido por una curiosidad y un recelo absolutamente disparatados. Dudaba de si la mujer habría tomado todas esas precauciones sabedora de mis inclinaciones amatorias.

La noche del día siguiente daba gusto ver cómo diluviaba. Me cambié de ropa de arriba abajo, me puse el sobretodo impermeable encima del kimono y del chaquetón de seda de Oshima, y salí a la calle. Una lluvia torrencial azotaba el paraguas también de seda impermeable. Al ver el agua desbordándose de las cunetas de las calles de Shinbori, me guardé los tabi, los calcetines blancos a juego con mi vestimenta, en la escotadura del kimono para no mancharlos. Bajo la luz de las lámparas de las casas resplandecían mis pies desnudos y empapados por la lluvia. Una incalculable cantidad de agua se precipitaba del cielo con tanto estrépito que ahogaba el traqueteo producido por las puertas correderas exteriores de las casas alineadas a un lado y otro de la ancha calle. Ésta, por lo habitual muy animada, aparecía así con las puertas cerradas y por ella podía verse a unos hombres que, con los bajos de los pantalones doblados, corrían como soldados que se dieran a la fuga tras una derrota. De vez en cuando pasaba un tranvía y las gotas de agua sobre los raíles salpicaban el pavimento.

En derredor, las luces de los postes eléctricos y de la publicidad irradiaban borrosamente en medio del aire caliginoso de la lluvia.

Con los antebrazos mojados llegué finalmente a la puerta Kaminari, en el centro de Asakusa. Era el lugar de la cita, y ahí esperé solo y de pie mirando a todas partes con ayuda de la iluminación de las farolas de arco. No se veía un alma. «¿Me estará observando alguien desde algún rincón oscuro y escondido?», pensé. Permanecí así durante un rato hasta que en medio de la oscuridad del puente Azuma vi cómo se balanceaba la lucecita roja de una lámpara. Era un rikisha, el ligero carrito de dos ruedas de tracción humana, que avanzaba a toda velocidad cruzando los raíles del tranvía hasta detenerse frente a mí.

—¿Quiere usted hacer el favor de subir, señor?

El conductor llevaba un impermeable y un gran sombrero de paja calado hasta los ojos. En cuanto su voz desapareció bajo el ruido atronador de la lluvia torrencial, de improviso se puso a mi espalda y me vendó los ojos rápidamente con una tela de tafetán que apretó hasta retorcerme la piel de las sienes.

—¿Sube? —me conminó. Adelantó una mano áspera y me empujó al carruaje con premura.

Podía oír las gotas de lluvia caer sobre el capote del rikisha; la tela apestaba a humedad. Pero el interior del vehículo lo bañaban la fragancia de unos polvos blancos de maquillaje y el vapor cálido de un cuerpo femenino. Sí; no había duda de que una mujer estaba sentada a mi lado. El conductor levantó las varas del carruaje, dio dos o tres vueltas en el mismo sitio para que yo perdiera el sentido de la dirección y luego se puso en marcha con un acelerón. Giraba a derecha e izquierda, una y otra vez, como si recorriéramos un laberinto. De vez en cuando salíamos a alguna calle con raíles de tranvía en el pavimento y atravesábamos algún puente pequeño.

Durante un buen rato estuve a merced de los tumbos del vehículo. Era evidente que la mujer sentada a mi lado era «ella», la dama T, aunque no abrió los labios y permaneció todo el tiempo inmóvil. Su presencia probablemente se debía a que deseaba asegurarse de que llevaba los ojos bien tapados. Una precaución innecesaria, pues, aun sin vigilancia, no me habría quitado la venda. La joven conocida en alta mar, el refugio bajo la capota de un rikisha en una noche de lluvia feroz, el secreto de la ciudad nocturna, la ceguera, el silencio…, todos esos elementos se conjugaron para formar la bruma pura de misterio en cuya espesura yo decidí lanzarme de cabeza.

No pasó mucho tiempo antes de que la mujer abriera mis labios bien apretados para introducir un cigarrillo que encendió con un fósforo.

Al cabo de aproximadamente una hora, el rikisha se detuvo. El conductor me ayudó a salir del carruaje con sus manos rudas. Caminamos unos cinco metros por un callejón estrecho hasta que el hombre abrió una puerta de madera, que chirriaba y podía ser el portillo trasero de alguna casa. Entramos en una sala. Me senté sobre el tatami y me quedé solo con los ojos tapados durante un rato. Luego oí que alguien abría una puerta corredera de papel. La mujer se me acercó y, en silencio y con ágil calma, como una sirena, apoyó el tronco en mis rodillas y me desató el lazo de la venda de tafetán después de rodearme las sienes con sus brazos.

La habitación tendría una superficie de ocho tatamis. La decoración y los materiales eran espléndidos, y la madera muy bien elegida. No podía precisar, sin embargo, si se trataba de la pieza de una casa de citas o del hogar de una mantenida, ni tampoco si su dueño pertenecía a la clase alta. Más allá de la galería exterior se vislumbraba un jardín con plantas arbustivas vallado de planchas de madera. Muy pocos indicios para deducir en qué parte de Tokio me encontraba.

—Bienvenido.

La mujer se acercó a la mesa cuadrada de madera de palisandro que había en el centro de la estancia y extendió con abandono unos brazos blancos sobre la superficie como si se tratara de dos criaturas vivas. Me llamó la atención el cambio radical operado en su aspecto: ahora llevaba un kimono de crepé de rayas en colores sobrios, ceñido con un obi de varias telas superpuestas, y el pelo recogido en un peinado, elegante y juvenil, en forma de hoja de ginkgo.

—Ya ve usted cómo voy vestida esta noche. Seguramente le hará mucha gracia.

Pero no me queda más remedio que cambiarme de ropa todos los días si quiero que la gente no se entere de mi posición social.

Mientras hablaba daba vueltas con los dedos a una copa que estaba colocada boca abajo sobre la mesa y en la que finalmente vertió vino. Sus movimientos eran más delicados y lánguidos de lo que imaginaba.

—Es muy gentil de su parte acordarse de mí —siguió diciendo—. Después de separarnos en Shanghái, he tenido muchas dificultades con unos hombres y otros, pero curiosamente no me podía olvidar de usted. No me abandone esta vez, por favor.

Sea siempre mi amigo, considéreme la mujer de un sueño, una mujer de la que no conoce ni su posición social ni su situación.

Cada una de sus palabras, cada una de sus frases despedían un eco tan melancólico que resonaban en mi pecho como la melodía de un país remoto. ¿Cómo era posible que una mujer que ayer parecía tan brillante, orgullosa e inteligente mostrase ahora una actitud tan triste y dócil? Daba la impresión de abrir ante mí su alma, de ponerse a mis pies.

Para gozar de esta «mujer de un sueño», de la «dama del secreto», y saborear esta aventura amorosa a caballo entre la realidad y el ensueño, no dejé de visitarla casi todas las noches. Hacia las dos de la madrugada, me volvían a vendar los ojos y me conducían de nuevo a la puerta Kaminari. Así seguimos uno o dos meses, viviendo dentro de la nube del secreto, ignorantes de nuestros respectivos nombres y direcciones.

No tenía la más mínima intención de enterarme de dónde vivía esta mujer o en qué situación se encontraba. No obstante, el tiempo incubó en mí la extraña curiosidad de saber simplemente a qué lugar de Tokio me llevaba el rikisha cuando iba con los ojos vendados. A lo largo de media hora, de una hora o a veces de hora y media, el carrito trotaba por la ciudad hasta que el conductor bajaba las varas frente a la misma casa de la mujer. Es probable que estuviera ubicada más cerca de la puerta Kaminari de lo que yo pensaba. Mientras me movía de un lado a otro con el traqueteo del vehículo, no podía evitar dar rienda suelta a mil conjeturas sobre la dirección.

—Quítame la banda. Sólo un momento, por favor —le pedí, incapaz de aguantar más, una noche en que íbamos montados en el rikisha.

—¡Ni hablar! —respondió la mujer sujetando con fuerza mis manos con las suyas y apoyando la cabeza encima. Y continuó—: ¡Vamos, no sea caprichoso…! El lugar en el que vivo es mi secreto. Si se lo dijera, estoy casi segura de que me dejaría.

—¿Por qué te iba a dejar? —pregunté.

—Muy sencillo: porque si lo supiera, ya no sería la «mujer de un sueño». Usted no está enamorado de mí, sino de una mujer misteriosa, la mujer de un sueño.

Rechazó mis ruegos, pero yo insistí tanto en que me quitara la tela que al final dijo con el tono resignado:

—¡Qué le vamos a hacer! Le dejaré ver…, pero sólo unos segundos.

Después de descubrirme los ojos, me preguntó con un mohín de inquietud en el rostro:

—¿A que no sabe dónde estamos?

El cielo, límpido de nubes, mostraba unos tonos extrañamente ennegrecidos. En el amplio firmamento titilaban las estrellas, y la Vía Láctea, como una niebla blanca, lo cruzaba de un extremo a otro. A ambos lados de un callejón estrecho se alineaban tiendas cuyas luces alumbraban alegremente la calzada.

Sin embargo, me resultaba imposible adivinar en qué parte de la ciudad estábamos a pesar de su animación a esa hora de la noche. El rikisha recorrió a toda velocidad el callejón, al fondo del cual, unos cien o doscientos metros más adelante, pude distinguir el cartel, escrito con letras grandes, de una tienda de estampas: SEIBIDO.

Aunque estaba lejos, me fijé en el número y el nombre del distrito escritos en otro cartel en caracteres más pequeños. Al percibir mi mirada, la mujer exclamó:

—¡Ay!

Y volvió a taparme los ojos con la tela.

Sí, la calle estaba animada, con muchas tiendas, y al fondo se veía el cartel de un comercio de estampas… Di muchas vueltas a estos detalles al tiempo que intentaba grabar en la memoria la fugaz visión. Pensé que debía de ser una de esas callejas en las que no había puesto un pie en mi vida. De nuevo me asaltó la sensación de hallarme inmerso en un mundo misterioso, la misma sensación enigmática de mi infancia.

—¿Ha podido leer las letras del cartel?

—No, no pude leerlas. Te confieso que no tengo la menor idea de dónde estamos.

En cuanto a tu vida, solamente sé de ti lo que nos ocurrió a bordo de un barco en el Pacífico hace tres años. Nada más. Reconozco que me has hechizado para arrastrarme a un país de fantasía, un lugar mágico perdido en el mar.

Al escuchar mi respuesta replicó, con una pizca de pesar en la voz:

—¡Ay, cómo me gustaría que siempre pensase así! Considéreme la mujer de un sueño que vive en un mundo irreal. Le ruego que nunca más vuelva a mostrarse tan caprichoso como esta noche.

Me pareció que vertía alguna lágrima.

Pasó el tiempo, y durante una temporada no pude olvidar el extraño paisaje urbano que aquella noche la mujer me había permitido ver tan sólo unos segundos.

Albergaba en la memoria con toda nitidez el cartel de la tienda de estampas al fondo de aquella calle estrecha, animada e iluminada por las luces de las lámparas. Estudié la manera de dar con el lugar. Al final se me ocurrió una estratagema.

A lo largo del tiempo en que me llevaron casi todas las noches hasta la casa de la dama hice esfuerzos por retener las vueltas que, apenas sin desplazarse, realizaba el rikisha frente a la puerta Kaminari. Poco a poco logré calcular el número de veces que giraba a la derecha y a la izquierda. Una mañana me situé en la esquina de la puerta Kaminari y con los ojos cerrados di dos o tres vueltas en la misma dirección en que se movía el rikisha. Una vez seguro de que los giros que daba eran los correctos, empecé a correr más o menos a la misma velocidad que el carruaje y en la misma dirección. Como me sabía los tiempos, sabía que debía girar en un lugar y luego en otro. Fue así como crucé un puente y una calle con raíles, sitios por donde debía pasar, según mis conjeturas. Estaba convencido de que andaba en la pista correcta hacia la misteriosa casa.

En primer lugar, desde la puerta Kaminari llegué al barrio Senzoku rodeando el parque Asakusa y caminando por una calleja de Ryusenji en dirección al distrito de Ueno. Luego doblé a la izquierda en la zona de Higashi Sakashita, recorrí una calle de Okachi a lo largo de unos ochocientos metros y volví a girar a la izquierda. Ahí estaba: el callejón que había visto aquella noche. Frente a mí se mostraba el cartel de la tienda de estampas.

Avancé por el callejón con la mirada fija en el cartel. Era como si estuviera explorando las oquedades de una gruta dentro de la cual se escondiera algún enigma insondable. Al llegar al fondo del callejón, de repente me di cuenta de que me encontraba en una calle del barrio Shitayatake donde todas las noches se abrían puestos ambulantes. Unos trescientos metros más allá se veía también la tienda de ropa usada en la que había comprado el kimono de seda azul. ¡Qué extraña casualidad! El callejón donde yo me hallaba conectaba la calle Shamisenbori con otra del barrio Okachi, y lo más curioso era que yo no creía haber pasado por él hasta ese día. Me coloqué delante del cartel de la tienda Seibido que tanto me había ayudado en mis pesquisas y me quedé un rato inmóvil. Cuando reparé en las casas pobres y resecas bajo el sol cálido del otoño, tan diferentes de la casa a la que yo acudía, envuelta en el halo misterioso de la luz roja de las lámparas bajo el cielo de rutilantes estrellas, me sentí súbitamente abatido y, al mismo tiempo, desengañado.

Pero, excitado por una curiosidad febril, igual que un perro que vuelve a su casa olisqueando el camino, me lancé de nuevo a la búsqueda, relamiéndome ante mi siguiente hallazgo. Me adentré en pleno distrito de Asakusa, giré a la derecha cuando llegué al barrio Kojima, crucé la calle con raíles que se encontraba cerca de la zona de Sugabashi, giré hacia el puente Yanagibashi al llegar a Daichigashi y finalmente di con mis pasos en la amplia avenida Ryogoku. Caí entonces en la cuenta de que la mujer me hacía dar un enorme rodeo para despistarme y para que no supiera dónde vivía. Pasé por los barrios Yagenbori, Hisamatsu y Hama… Crucé el puente Kakihama. Y ahí me perdí.

Tuve la impresión de que la casa de la mujer debía de estar en alguna callejuela de la zona. Anduve investigando una hora por las estrechas calles del lugar. Luego, cuando me encontraba justo enfrente del templo Saijo, reparé en un callejón angosto y medio oculto entre casuchas apiñadas y tuve la corazonada de que la casa de la mujer se hallaba escondida al fondo del mismo. Me interné en él, y en la segunda o tercera casa del lado derecho atisbé, a través de las ramas de un pino, a una mujer.

Era ella. Con las facciones lívidas como las de un cadáver, me miraba desde lo alto de la galería exterior de la primera planta de una casa vallada con tablas de madera muy bien trabajadas.

Cuando alcé la cabeza y dirigí hacia ella una mirada involuntariamente desdeñosa, simuló estar distraída y, como si no me conociera, se limitó a observarme sin sonreír. Su aspecto era tan distinto… ¿Sería la misma persona de la víspera? Dejó ver en su semblante una expresión de desesperación y profundo pesar por haber atendido a mi ruego quitándome la venda de los ojos. Con toda calma, se ocultó en la penumbra de la puerta de su casa.

Resultó ser la viuda de un hombre acaudalado, de nombre Yoshino, que había vivido en ese barrio. Todo acabó cuando despejé el misterio después de haber visto el cartel de la tienda de estampas. Desde entonces no volví a verla.

Dos o tres días después desalojé bruscamente mi celda del templo y me mudé al barrio Tabata. Las delicias tibias e indolentes del «secreto» dejaron de satisfacer mi corazón. Mis inclinaciones iban ahora en pos de goces más apasionados e intensos.

*FIN*


Cuentos de amor, 1910


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