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El señor Projarchin

[Cuento largo - Texto completo.]

Fiodor Dostoyevski

En el rinconcito más oscuro y modesto del piso de Ustinia Fiódorovna se alojaba Semión Ivánovich Projarchin, un hombre ya entrado en años, formal y que no bebía. Teniendo en cuenta que el señor Projarchin, conforme a su bajo rango y los servicios que prestaba, tenía un sueldo muy modesto, Ustinia Fiódorovna no tenía fuerza moral para cobrarle más de cinco rublos mensuales de alquiler. Había quien comentaba que llevaba sus propias cuentas respecto a él; pero, como quiera que fuese, y en respuesta a los chismorreos, el señor Projarchin incluso era tratado como un favorito, en el sentido honesto y magnánimo de la distinción. Habría que señalar que Ustinia Fiódorovna, mujer respetabilísima y corpulenta, tenía debilidad por tomar carne y café, y, aunque pasaba enormes sacrificios en Cuaresma, tenía en su casa a unos cuantos inquilinos fijos, que pagaban incluso el doble que Semión Ivánovich, pero que, en caso de que fueran poco pacíficos y «se guasearan» de sus quehaceres femeninos y su condición de huérfana, perderían bastante en cuanto a la buena disposición de la patrona y, si no pagaran la mensualidad, ella no solo no les dejaría vivir allí sino que no los querría ni ver. Semión Ivánovich pasó a categoría de favorito de la patrona desde el momento en que murió un funcionario retirado, al que enterraron en el cementerio de Vólkovo, que en vida se había aficionado mucho a fuertes licores. Retirado del servicio, y aunque anduviera con un ojo amoratado y una sola pierna, a causa de su bravura (como decía él mismo), sabía al menos granjearse la buena disposición de Ustinia Fiódorovna, de la que solo ella era capaz; y probablemente habría vivido aún mucho más tiempo como su gorrón y fiel cómplice, de no haberse muerto finalmente a causa de las borracheras más lamentables. Todo esto ocurrió en Peski, cuando Ustinia Fiódorovna tenía solo tres inquilinos, de los cuales, al trasladarse al nuevo piso de establecimiento más amplio para alojar a una decena de inquilinos, solo le quedó el señor Projarchin.

¿Tendrían la culpa de ello los inalienables defectos del propio señor Projarchin o sus compañeros de piso? El caso es que por ambas partes las cosas parecieron empezar de forma poco halagüeña. Habría que señalar que los inquilinos de Ustinia Fiódorovna, desde el primero hasta el último, convivían como hermanos de sangre; incluso algunos trabajaban en el mismo lugar. En general, todos, uno tras otro, se gastaban entre ellos su paga en el juego el primer día del mes. Gustaban todos juntos de disfrutar y pasar bien, como decían ellos, los buenos momentos de la vida. También les gustaba a veces hablar de temas existenciales y, aunque en escasas ocasiones la cosa acababa sin discusión y todos los prejuicios estaban excluidos del grupo, la buena relación entre ellos jamás se alteraba en tales casos. De los inquilinos más notables hay que señalar a Mark Ivánovich, hombre inteligente que había leído mucho. También a Oplevániev; otro que se llamaba Prepolovenko, también hombre discreto y buena persona. Después, otro más, que se llamaba Zinovi Prokófievich, que tenía como meta imprescindible ingresar en la alta sociedad. Finalmente el escribiente Okeánov, que estuvo en su momento a punto de llevarse el rango de favorito de Semión Ivánovich. Había otro escribiente más, Sudbín; Kantarióv, que pertenecía a los intelectuales que no eran parte de la nobleza rusa, y otros inquilinos más. Pero ninguno de ellos consideraba a Semión Ivánovich un compañero. Nadie, claro está, le deseaba nada malo, máxime cuando desde el principio supieron tratarle con justicia y decidieron, según palabras de Mark Ivánovich, que él, el señor Projarchin, era una persona buena y pacífica; y aunque poco sociable, en cambio era leal, y no mentía; que tenía sus defectos, y si en algún momento sufría por algo, ello no sería más que a causa de su falta de imaginación. Por si fuera poco, el señor Projarchin jamás pudo impresionar a nadie positivamente (cosa de la que a los demás les gustaba burlarse). Sin embargo, tampoco le perjudicaba su mal aspecto físico. En efecto, Mark Ivánovich, siendo persona inteligente, se declaró formalmente defensor de Semión Ivánovich, alegando con soltura y con estilo maravillosamente florido que Projarchin era un hombre maduro y serio, que hacía tiempo había dejado atrás su época de elegías. Y, de ese modo, si Semión Ivánovich era incapaz de convivir con la gente, de ello solo él tenía la culpa.

Lo primero que saltaba a la vista era indudablemente la avaricia y la cicatería de Semión Ivánovich. De ello se percataron todos al instante, tomándolo en cuenta, ya que Semión Ivánovich por nada del mundo prestaba jamás su tetera a nadie ni por un momento, cosa muy excusable, puesto que apenas tomaba té, y si lo hacía era en escasas ocasiones, tomándose alguna agradable infusión de plantas y hierbas medicinales, de las que siempre guardaba un buen acopio. Además, sus hábitos alimenticios tampoco se parecían en nada a los de los demás inquilinos. Jamás se permitía tomarse una ración entera de la comida que Ustinia Fiódorovna ofrecía diariamente a sus compañeros. Su precio era cincuenta cópecs. Semión Ivánovich se gastaba únicamente veinticinco cópecs sin excederse jamás en ello, y, por eso, bien cogía porciones sueltas o solo un plato de sopa de repollo con empanada o ternera asada. Pero lo más habitual en él era no comer shi ni ternera, sino llenarse de pan con cebolla, requesón, pepinillos y otras guarniciones que le salían más económicas. Cuando ya veía que no podía más, recurría nuevamente a su media porción…

 

En este punto, el biógrafo reconoce que no se habría atrevido a hablar de estos detalles reales, ruines, delicados, y diríase que hasta ofensivos para los lectores, amantes del estilo noble, de no ser porque en todas estas particularidades se ocultara una singularidad, un rasgo dominante en el carácter del héroe de esta historia. Projarchin estaba lejos de tener tan pocos recursos (como afirmaba él a veces) como para no tener siquiera un bocado con que llenarse el estómago, y por el contrario hacía cosas incomprensibles sin miramiento alguno a los prejuicios mundanos, únicamente para satisfacer sus extraños caprichos, a causa de su avaricia y exceso de celo, que más adelante se verán con claridad. Pero tendremos cuidado para no aburrir al lector con la descripción de todos los detalles de Semión Ivánovich, y no solo pasaremos por alto la curiosa descripción de su vestimenta, sino que, de no haber sido por indicación de la misma Ustinia Fiódorovna, probablemente no habríamos mencionado que Semión Ivánovich jamás entregó su ropa a la lavandería, y que, de haberlo hecho en alguna escasa ocasión, uno no se percataría de ese detalle. En la declaración de la patrona figuraba que «el pobre Semión Ivánovich, que Dios lo tenga en su gloria, estuvo durante veinte años guardando sin el menor recato todo tipo de basuras en su rincón, y que, durante su vida terrenal, evitó continua y empecinadamente el uso de los calcetines, pañuelos y otros objetos similares; y que hasta la propia Ustinia Fiódorovna había visto, por la rendija del viejo biombo, que el pobre no tenía a veces con qué taparse su cuerpo blanquecino». Esos rumores corrieron tras el fallecimiento de Semión Ivánovich. Pero mientras vivió (y en ello reside uno de los puntos más importantes de la discordia) no soportaba de ninguna de las maneras, y sin reparar en las relaciones más llevaderas de la camaradería, que alguien, sin su permiso, metiera sin querer, y gracias al desvencijado biombo, las narices en su rincón. Era un hombre poco comunicativo, callado, y nada dado a conversaciones vanas. No gustaba de los que venían a darle consejos, ni tampoco de los que se hacían notar, y siempre (a veces en el mismo instante) reprendía al que se burlaba de él o venía a darle algún consejo. Lo ridiculizaba y sanseacabó. «¡Eres un mocoso que solo sabe silbar, y no tienes nada de consejero; eso es! ¡Más te vale mirar lo que hay en tu propio bolsillo y contarlo mejor! ¡Eres un crío! ¡Sabrás tú darme lecciones! ¡Más vale que te repases a ti mismo!». Semión Ivánovich era un hombre sencillo y tuteaba a todo el mundo. Tampoco soportó jamás que alguien, sabiendo de su petate, empezase a veces, por la sencilla razón de meterse con él, a burlarse y a preguntarle qué era lo que guardaba él en su baulillo… Semión Ivánovich tenía un baulillo. Ese baúl lo tenía él debajo de su cama guardándolo como oro en paño; y todos sabían que en su interior no había nada aparte de trapos viejos, dos o tres pares de botas en mal estado y, en general, todo tipo de trastos antiguos e inservibles; pero el señor Projarchin apreciaba mucho ese patrimonio suyo, e incluso en una ocasión, disgustado por su vieja pero fuerte cerradura, expresó su intención de hacerse con otra: especial, de modelo alemán, con todo tipo de fantasías y un muelle secreto. Pero cuando un día Zinovi Prokófievich, a causa de su necedad, expresó la idea, indecorosa y tosca, de que probablemente Semión Ivánovich escondiera y acumulara en su baúl, para sus herederos, todo cuanto encontraba a su alrededor, los que estaban presentes se quedaron de una pieza por las extraordinarias consecuencias que tuvieron las palabras de Zinovi Prokófievich. En primer lugar, el señor Projarchin no encontró al momento una respuesta adecuada que dar a una idea tan tosca y absurda. Durante un buen rato estuvieron saliendo de su boca palabras sin sentido, y solo finalmente se pudo entender que Semión Ivánovich en primer lugar le reprochaba a Zinovi Prokófievich un asunto sórdido de hacía tiempo. Después descifraron que, al parecer, Semión Ivánovich predecía que Zinovi Prokófievich por nada del mundo entraría en la alta sociedad, y que el sastre, al que le debía dinero, le correría irremediablemente a palos, porque ese «crío» llevaba mucho tiempo sin pagarle. «Eres un mocoso», añadió Semión Ivánovich. «Quieres pertenecer a los abanderados de los húsares, pero no vas a entrar, ya lo verás, y en cuanto los jefes se enteren de todo, mocoso, te cogerán y te meterán a escribiente. ¡Como lo oyes, mequetrefe!». A continuación Semión Ivánovich se tranquilizó, pero, tras permanecer cinco horas echado, primero empezó a hablar solo, y después, dirigiéndose ya a Zinovi Prokófich, de nuevo le reprendió y avergonzó. Pero la cosa no quedó ahí, y al atardecer, cuando Mark Ivánovich y el inquilino Prepolovenko decidieron tomar el té, invitando con ellos a su compañero, el escribiente Okeánov, entonces Semión Ivánovich se levantó de la cama, se sentó junto a ellos, dándoles sus quince o veinte cópecs, y, haciendo ver que también quería tomar té, se puso con bastante naturalidad a entrar en materia para expresar que un hombre pobre, no siendo más que un pobre, no tenía posibilidades de ahorrar dinero. Llegado a este punto, el señor Projarchin incluso confesó, porque venía al caso, que él era pobre, y que llevaba ya tres días pensando en pedirle un rublo a un impresentable, y que ahora ya no se lo pediría para que no fuera por ahí diciendo que tenía un sueldo que no le llegaba ni para comer; y finalmente que, el pobre de él, tal y como lo veían, enviaba cinco rublos cada mes a su cuñada de Tver, y que de no enviárselos esta se moriría de hambre, y, si esto sucediera, él podría ya comprarse ropa nueva… Y así estuvo hablando largo y tendido Semión Ivánovich sobre el hombre pobre, sobre los rublos, sobre la cuñada, repitiendo lo mismo para impresionar a los que le escuchaban, pero finalmente se trastabilló del todo, se quedó callado, y, pasados tres días, cuando ya nadie pensaba meterse con él y se habían olvidado de todo, el señor Projarchin soltó como coletilla algo parecido a que, cuando Zinovi Prokófich entrara en los húsares, al grosero de él le cortarían una pierna en la guerra, y se la sustituirían por una de madera, y vendría entonces Zinovi Prokófich y le pediría un pedazo de pan, y que él no se lo daría y ni siquiera lo miraría al muy presuntuoso, y que allá él con su suerte.

 

Todo esto, como era de esperar, resultó extraordinariamente gracioso a la vez que divertido. Sin pensarlo mucho, todos los inquilinos de la patrona se unieron para posteriores pesquisas y, simplemente por curiosidad, decidieron acorralar definitivamente a Semión Ivánovich. Y puesto que al señor Projarchin últimamente, o, mejor dicho, desde el momento en que empezó a vivir en compañía, le dio por sacarle gusto a enterarse de todo y curiosear, lo que hacía por alguna causa desconocida, las hostilidades empezaron a aumentar por ambas partes sin dificultades ni preámbulos, como si surgieran espontáneamente y por sí solas. Para sobrellevar aquella situación diplomáticamente, Semión Ivánovich se reservaba una forma suya de proceder especial, bastante pícara, y, además, demasiado alambicada, que en parte ya conoce el lector. A la hora de tomar el té, se levantaba de la cama y, si veía que algunos se disponían a tomarlo en grupo, se les acercaba como una persona discreta, inteligente y cariñosa, y les daba sus veinte cópecs, haciéndoles saber que quería participar y tomar té. Llegados a este punto, los jóvenes empezaban a hacerse señas entre sí con guiños y, tras dar su conformidad a la participación de Semión Ivánovich, sacaban alguna conversación seria y formal. A continuación, alguno de ellos se ponía a contar, como si tal cosa, diferentes tipos de novedades, la mayoría de las veces inciertas y absolutamente falsas. Como, por ejemplo, que uno de ellos había oído hoy cómo Su Excelencia le había dicho al mismísimo Demid Vasílievich que opinaba que los funcionarios casados «valían» más que los solteros y que ascendían antes de rango, ya que hasta los más pacíficos adquirían con la vida conyugal bastantes cualidades; y que por ello el narrador, para destacar y alcanzar el rango, tenía prisa por contraer matrimonio lo antes posible con una tal Fevronia Prokófievna. Otras veces, uno, por ejemplo, decía haber observado en alguno de sus compañeros la ausencia de todo tipo de decoro y buenas maneras, razón por la que no podía gustar a las damas de la sociedad, y que, para subsanar tal estado de cosas, se iba a proceder inmediatamente a descontarles dinero de su sueldo, y con la suma recaudada se montaría un salón donde se aprendiera a bailar, adquirir buenas maneras y saber estar, amabilidad, respeto a los mayores, fortaleza de carácter, bondad de corazón y otras cualidades positivas. De pronto se ponían a decir que algunos funcionarios, comenzando por los más antiguos, para hacerse inmediatamente más cultos debían examinarse de todas las asignaturas, y que de este modo (añadía el narrador) saldrían a relucir bastantes cosas y que a muchos de los caballeros no les quedaría más remedio que poner sus cartas boca arriba; en resumidas cuentas, se contaban allí miles de disparates de ese tipo. Todos aparentaban creérselos y, tomando parte activa, se preguntaban los unos a los otros, fingían ser ellos y, poniendo caras de apesadumbrados, movían sus cabezas como si buscaran una solución en el caso de que les tocara a ellos semejante trance. Claro que incluso alguien que fuera menos simple y pacífico que el señor Projarchin podía perder la cabeza confundiéndose con tanto disparate seguido. Al margen de ello, se podría concluir irrefutablemente por todos los detalles que Semión Ivánovich era extraordinariamente torpe y corto de miras para captar alguna idea nueva, y que, después de oír alguna novedad, al principio siempre se veía obligado a digerirla y rumiarla, buscándole sentido, confundiéndose y perdiéndose para, finalmente, aceptarla; pero también esto lo hacía de un modo especial, que solo él conocía… Así salieron de pronto a relucir en Semión Ivánovich unas facultades diferentes, curiosas y desconocidas hasta entonces… Empezaron a correr rumores y comentarios, y todo ello, aumentado, llegó finalmente por su propio camino hasta su oficina. Especialmente notable fue que sin ton ni son el señor Projarchin, teniendo desde tiempos inmemoriales la misma expresión, cambió de pronto de fisionomía. Empezó a tener un rostro intranquilo, la mirada asustadiza y recelosa. Andaba deprisa, se estremecía y prestaba oído a cuanto se hablaba; y como colofón de todas sus nuevas cualidades empezó a amar apasionadamente la búsqueda de la verdad. Su amor a la verdad lo condujo finalmente a que en un par de ocasiones se arriesgara, de entre una decena de noticias recibidas durante el día, a buscar la verdadera, dirigiéndose a Demid Vasílievich; y, si aquí no mencionamos las consecuencias de la reacción de Semión Ivánovich, no es más que por la sincera compasión hacia su reputación. De este modo, llegaron a la conclusión de que era un misántropo que desdeñaba los miramientos mundanos. Después se dijo de él que tenía muchas cualidades fantásticas, y no se equivocaron en absoluto, ya que en más de una ocasión quedó patente que Semión Ivánovich se quedaba a veces totalmente ensimismado, sentando boquiabierto ante el escritorio con la pluma en el aire, como alelado, pareciéndose más a una sombra del ser racional que al ser racional mismo. En ocasiones, algún compañero despistado se cruzaba de pronto con su mirada escurridiza, opaca, como si buscara algo; entonces se estremecía, se avergonzaba y a renglón seguido ponía sobre su papel de trabajo la palabra «judío», o alguna otra completamente inadecuada. La indecorosa conducta de Semión Ivánovich intimidaba y ofendía a personas verdaderamente nobles… Finalmente, ya nadie puso en duda la inclinación fantástica de la cabeza de Semión Ivánovich cuando, un buen día, corrió por la oficina el rumor de que este había asustado incluso al propio Demid Vasílievich, quien, al encontrárselo en el pasillo, lo vio tan raro y extraño que tuvo que retroceder ante él… Esta metedura de pata llegó a oídos del mismo Semión Ivánovich. Tras enterarse, se levantó inmediatamente, pasó con cuidado por entre las mesas y sillas, y llegó hasta el vestíbulo. Él mismo descolgó su capote, se lo puso, salió y desapareció por un periodo de tiempo indefinido. No sabemos si su proceder había sido a causa del susto o por alguna otra razón, pero no se le pudo localizar durante un tiempo ni en casa ni en la oficina.

Pero no vamos a explayarnos sobre el destino de Semión Ivánovich por su orientación fantástica; sin embargo, no podemos dejar de señalar al lector que nuestro héroe era un hombre insociable, completamente pacífico, que vivía, antes de tener compañía, en una completa e impenetrable soledad, distinguiéndose únicamente por su silencio y hasta podría decirse que por algo de misterio, ya que, durante todo el tiempo que vivió en Peski, permaneció tumbado detrás del biombo, callado y sin tratar con nadie. Sus dos viejos compañeros de habitáculo habían vivido exactamente igual que él. También fueron los dos misteriosos y también permanecieron quince años tumbados detrás del biombo. En un silencio patriarcal pasaron, uno tras otro, los felices y adormecidos días y horas, y, puesto que todo alrededor también seguía su orden, ni Semión Ivánovich ni Ustinia Fiódorovna se acordaban ya de cuándo les había unido el destino. «Hará diez, quince o, tal vez, veinticinco años que el pobre se instaló en mi casa. ¡Que Dios le ampare!», dijo en una ocasión la patrona a sus nuevos inquilinos. Por eso resulta tan comprensible que nuestro héroe, tan formal y discreto, se sintiera a disgusto aquel último año, en compañía de aquel ruidoso grupo de una decena de jóvenes y nuevos compañeros suyos de pensión.

La desaparición de Semión Ivánovich produjo bastante alboroto en la pensión. En primer lugar, se trataba del favorito de la patrona. En segundo, el pasaporte, que lo tenía ella bajo su custodia, no se encontró aquellos días por ninguna parte. Ustinia Fiódorovna empezó a sollozar, cosa que le sucedía en momentos críticos. Llevaba justo dos días sin dejar en paz a los demás inquilinos diciéndoles que lo habían acorralado como a un polluelo, y que «aquellos malvados que le gastaban bromas y se burlaban de él» le habían arruinado la vida. Al tercer día, los echó a todos a buscar al fugitivo hasta encontrarlo, vivo o muerto. Por la tarde vino el primer escribiente Sudbín, diciendo que había seguido sus pasos, y que vio al fugitivo en el mercado de Tolkuchi y en otros lugares, por los que también le siguió; que estuvo cerca de él, pero que no se atrevió a hablarle; que había estado junto a él durante un incendio cuando ardía una casa en la callejuela de Krivói. Al cabo de media hora llegaron Okeánov y Kantarióv (el intelectual que no pertenecía a la nobleza rusa) confirmando, palabra por palabra, lo dicho por Sudbín. Que también habían estado muy cerca de él, a solo diez pasos, y que tampoco se atrevieron a hablarle, pero se percataron de que Semión Ivánovich iba acompañado de un mendigo borrachuzo. Finalmente llegaron los demás inquilinos, y, tras escuchar atentamente todo, decidieron que el señor Projarchin debía ahora rondar por allí, y que no tardaría en regresar. Pero lo que ya no era novedad era que el señor Projarchin frecuentaba la compañía de un mendigo borrachín. Era este un hombre poco recomendable, bullicioso y adulador, y era evidente que había seducido a Semión Ivánovich con alguna trampa. Aquel hombre había hecho su primera aparición justo una semana antes de desaparecer Semión Ivánovich. Vino junto al compañero Remnióv, y pasó algunos días en la casa de huéspedes. Afirmaba sufrir por la verdad. Dijo que había prestado servicios en provincias, y que, cuando se presentó el Revisor, este les destituyó a él y a sus compañeros por amor a la verdad; que vino a San Petersburgo y cayó a los pies de Porfiri Grigórievich, a quien pidió que le colocara en una oficina, pero que, por la cruel persecución del destino, le despidieron de ese lugar tras desaparecer la propia oficina, que se transformó en otra, sin admitirle en el nuevo rango de funcionarios por sus claras ineptitudes en cuestiones administrativas y la inadaptación a otras labores completamente diferentes… Todo ello también por amor a la verdad y, finalmente, por los enredos de los enemigos. Al terminar de contar la historia, el señor Zimovéikin abrazó varias veces a su severo, y sin afeitar, amigo Remnióv, se inclinó para saludar a todos cuantos estaban presentes, sin olvidar a Avdotia, la sirvienta, los llamó a todos bienhechores y explicó que él era un hombre indigno, latoso, ruin, bullicioso y estúpido, rogando a aquella buena gente que no le juzgara por su infeliz y mísero estado. Después de granjearse la protección de aquellas personas, el señor Zimovéikin resultó ser un juerguista, dio muestras de alegría y besó las manos a Ustinia Fiódorovna, sin reparar en sus discretas alegaciones de que su mano no era digna. Por la tarde ofreció mostrar a todos los presentes su talento en un maravilloso y característico baile. Pero, al día siguiente, el asunto se resolvió de un modo lamentable. Bien porque su baile resultara demasiado característico, bien porque afrentara a Ustinia Fiódorovna, pues, según sus palabras, la había ofendido y humillado, que ella «conocía a Iaroslav Ilich, y que, de haber querido, podía desde hacía tiempo haber sido la mujer de un oficial», el caso es que Zimovéikin tuvo que largarse de allí. Se fue, regresó, de nuevo fue expulsado ignominiosamente, se granjeó la amistad y simpatía de Semión Ivánovich, al que en un santiamén le robó sus pantalones nuevos, y justo después reapareció de nuevo en calidad de seductor del señor Projarchin.

En cuanto la patrona se enteró de que Semión Ivánovich estaba sano y salvo, y de que ya no tenía que seguir buscando el pasaporte, al momento dejó de estar triste y se tranquilizó. En aquel momento, a uno de los inquilinos se le ocurrió hacerle un recibimiento triunfal al fugitivo. Estropearon la falleba del biombo, lo apartaron de la cama del desaparecido, la aplastaron ligeramente, cogieron el célebre baúl, lo colocaron a los pies de la cama y pusieron encima a la cuñada, es decir, una muñeca, hecha con un viejo pañuelo de la patrona, con su cofia, de modo que realmente parecía la cuñada. Al finalizar su trabajo, se sentaron a esperar la llegada de Semión Ivánovich para decirle que su cuñada había venido de provincias y que la pobre se había hospedado en su sitio, detrás del biombo. Pero estuvieron esperando un buen rato… Mientras tanto, a Mark Ivánovich le dio tiempo a apostar y ganarles la mitad del sueldo a los inquilinos Prepolovenko y Kantarióv. A Okeánov se le enrojeció y se le abultó la nariz jugando a las cartas. A Avdotia, la criada, le dio tiempo a dormir lo suyo, y levantarse dos veces a por leña para la estufa, y Zinovi Prokófievich se caló hasta los huesos saliendo a cada minuto al patio a esperar la llegada de Semión Ivánovich. Pero no llegaba nadie, ni el señor Projarchin ni el mendigo borrachín. Finalmente, todos se fueron a la cama, dejando detrás del biombo la muñeca en forma de cuñada. Serían las cuatro de la madrugada cuando oyeron el ruido de los portones. Era tan fuerte que podría decirse que los recompensaba a todos por el trabajo realizado. Era el mismo Semión Ivánovich, el señor Projarchin, solo que venía en tal estado que todos se quedaron estupefactos, y a nadie se le ocurrió pensar en el simulacro de cuñada. El desaparecido regresó sin conocimiento. Lo llevaron a la habitación, o, mejor dicho, lo llevó a hombros el cochero nocturno. Estaba calado hasta los huesos, tiritando y harapiento. Al preguntarle la patrona al cochero dónde se había emborrachado, este le respondió «que no estaba borracho y que no había tomado ni gota, sino que verdaderamente le debió de dar un síncope o un pasmo». Se pusieron a observarlo y, para que entrara en calor, sentaron al sospechoso junto a la chimenea comprobando que realmente no estaba bebido, y que tampoco se trataba de un ataque de apoplejía, sino de algún otro tipo de desgracia por la que Semión Ivánovich no era capaz ni de mover la lengua, pareciendo que le había entrado una especie de temblor, y no hacía más que pestañear mirando estupefacto tan pronto a unos como a otros como un búho en un baile de máscaras. Después se pusieron a preguntarle al cochero dónde se lo había encontrado en aquel estado. «Pues me lo entregaron unos señores de Kolomna», respondió este. «¡Quién sabe! ¡Parecían estar de juerga y alegres! Así que me lo entregaron en ese estado. No sé si hubo pelea o qué es lo que sucedió, si le dio un pasmo o ¡Dios sabe qué!, pero los señores parecían buena gente y estaban alegres». Cogieron a hombros a Semión Ivánovich y lo llevaron a la cama. Pero cuando este, acomodándose en su cama, palpó el simulacro de su cuñada y rozó con los pies su baúl secreto, lanzó un terrible grito, se puso a gatas y temblando empezó a hacer gestos a lo largo y ancho de su cama como si escarbara para enterrar el baúl. Con ojos enfurecidos y fieros miraba a todos, cual si quisiera decirles que antes prefería morir que ceder una centésima parte de su pobre tesoro…

 

Semión Ivánovich se pasó dos o tres días echado en la cama, rodeado de su biombo y alejado de la vida diaria y el mundanal ruido. Como era de esperar, al día siguiente todos se olvidaron de él, y mientras tanto el tiempo llevaba su curso y las horas y los días pasaban volando. Una especie de duermevela o delirio se asentó en la embotada y febril cabeza del enfermo, que estaba tumbado pacíficamente, sin gemir ni quejarse; antes al contrario, permanecía silencioso y callado, con el cuerpo aplastado contra la cama cual conejo asustado que se pega a la tierra al oír a los cazadores. A veces, un largo y melancólico silencio se adueñaba del piso, señal de que los huéspedes se habían ido a trabajar, y el recién despierto Semión Ivánovich podía estar distrayendo su abatimiento a gusto, escuchando el cercano ruido de la cocina, donde trasteaba la patrona, así como el rítmico golpeteo de las desgastadas zapatillas de Avdotia, la criada, que andaba gimiendo y quejándose mientras recogía, poniendo orden en los rincones de la casa. Así transcurrían horas enteras: pesadas, soporíferas, perezosas, adormecidas y aburridas, como el agua de la cocina que gotea sonora y regularmente desde el grifo a la tina. Finalmente venían los inquilinos, uno tras otro o en grupo, y Semión Ivánovich oía perfectamente cómo se quejaban del tiempo, las ganas que tenían de comer, cómo hacían ruido, fumaban, regañaban entre ellos, se amigaban, jugaban a las cartas y trasteaban con las tazas al disponerse a tomar el té. Maquinalmente, Semión Ivánovich hacía el esfuerzo para levantarse, unirse a ellos y pagar legalmente su parte para tomar el té, pero al instante caía presa del letargo, soñando que ya llevaba un rato sentado a la mesa del té participando y conversando, y que a Zinovi Prokófievich ya le había dado tiempo, aprovechando la ocasión, de meter el tema de no se sabía qué proyecto sobre las cuñadas y las relaciones morales que tiene diversa gente de bien respecto a ellas. Llegado a este punto, Semión Ivánovich se apresuraba a presentar disculpas y responder, pero la poderosa frase que reinaba en boca de todos de «se ha observado reiteradamente» le dejaba finalmente sin posible réplica, y a Semión Ivánovich no le quedaba más remedio que ponerse nuevamente a soñar con que era el primero de mes y le tocaba cobrar en la oficina. Desenvolviendo el sobrecillo en la escalera, echaba una rápida mirada alrededor, se apresuraba a apartar la mitad del bien merecido sueldo en la bota, y después, en la misma escalera, y sin reparar lo más mínimo en lo que sucedía en su cama, decidía entre sueños que al llegar a casa le entregaría inmediatamente a la patrona lo que correspondiera por la comida y el alojamiento. Después se apartaba algo de dinero para comprar lo imprescindible y a continuación dejaba constancia, disimuladamente y sin intención alguna, ante quien debía, de lo que se le descontaba y de que ya no disponía de dinero, ni para él ni para enviárselo a su cuñada. Más tarde se afligía por ella, hablando dos o tres días seguidos de ella, y, transcurridos diez, volvía una vez más a mencionar de pasada su estado de indigencia, para que los compañeros no lo olvidaran. Una vez tomadas esas decisiones, se percataba de que también Andréi Efímovich (hombre diminuto y calvo, siempre callado, que trabajaba en su oficina separado de él por tres despachos, y al que no había dirigido la palabra en veinte años) también estaba en la escalera contando sus rublos, y moviendo la cabeza le decía: «¡Esto es el dinerito! Si no lo tienes, no comerás», esgrimía en tono severo bajando la escalera, y ya en el soportal concluía: «y yo, señor mío, tengo siete bocas que alimentar». Aquí, el hombrecito calvo, probablemente sin sospechar lo más mínimo que actuaba como un fantasma, y que en absoluto era real, se alzaba exactamente una arshina y un vershok, indicando con la mano hacia el suelo en línea descendente, y sacudiendo los dedos murmuraba que el mayor iba al liceo; a continuación miraba indignado a Semión Ivánovich, como si el señor Projarchin fuera culpable de que él tuviera siete hijos. Después se encasquetaba el gorro, sacudía el capote, giraba a la izquierda y desaparecía. Semión Ivánovich se asustó sobremanera y, aunque estuviera completamente convencido de su inocencia en cuanto a los siete hijos de aquel hogar, a la hora de la verdad parecía que en realidad el culpable no era nadie más que él. Amedrentado, quería salir corriendo, pues se imaginaba que el señor calvo se daba la vuelta, le alcanzaba, forcejeaba con él queriendo quitarle todo el sueldo, basándose en los siete hijos que tenía y negando decididamente toda posible relación de Semión Ivánovich con cualquier cuñada suya. El señor Projarchin corría y corría hasta perder el aliento… Junto a él también corría un incontable número de personas, haciendo sonar todos su sueldo en los bolsillos traseros de sus raquíticos chalequitos. Finalmente, todo el mundo se echaba a correr y, al sonar las sirenas de los bomberos, oleadas enteras de gente lo sacaban prácticamente a hombros al mismo lugar del incendio donde estuvo la última vez junto al mendigo borrachín. Este, es decir, el señor Zimovéikin, que ya estaba allí, encontraba a Semión Ivánovich, se agitaba extremadamente, lo cogía de la mano y lo introducía en la más espesa muchedumbre. Al igual que ocurriera la otra vez, alrededor de ellos bramaba y sonaba la enorme masa de gente, inundando el malecón de la calle Fontanka entre ambos puentes, las calles adyacentes y sus callejuelas. Igual que sucediera en otra ocasión, el gentío arrastraba a Semión Ivánovich junto con el borrachín hasta llevarlos detrás de una valla, donde los apretujaban, cual garrapatas en el enorme patio lleno de leña, curiosos venidos de todos los lados, del mercado de Tolkuchi, de las casas de los alrededores, de los bares y de las tabernas. Semión Ivánovich lo veía todo igual que cuando sucedió, sintiéndolo también del mismo modo; en aquel torbellino de delirio y fiebre empezaron a refulgir diferentes rostros extraños. Recordaba alguno de ellos. Uno era aquel mismo caballero extraordinariamente grande, que medía una sázhena de estatura y unos bigotes inmensos, que durante el fuego se encontraba detrás de Semión Ivánovich, y que le animaba desde atrás cuando nuestro héroe entusiasmado daba patadas al suelo queriendo aplaudir el trabajo de los bomberos, pues lo veía perfectamente desde el lugar en que se situaba. Otro era aquel mismo joven vigoroso del que nuestro héroe recibió un puñetazo que le lanzó a la otra valla, cuando ya se disponía a pasar por encima de él, probablemente para salvar a alguien. También refulgió ante sus ojos la figura del anciano con cara de padecer hemorroides y que llevaba una vieja bata, con algún cordón que hacía de cinturón, que se había ausentado antes de estallar el fuego para ir a la tienda a comprar pan tostado y tabaco para su inquilino, y que ahora, con una frasca de leche y una botella de tres cuartos de vodka en la mano, se abría paso para llegar a su casa, donde ardían su mujer, su hija y treinta rublos escondidos en un rincón debajo de un colchón de plumas. Pero la que se le presentaba con más claridad al señor Projarchin era aquella pobre e infeliz mujer con la que ya había soñado en más de una ocasión durante su enfermedad. Se le presentaba tal y como la había visto entonces, con unas viejas alpargatas, una muleta, un hatillo a la espalda y vestida de harapos. Gritaba más alto que los bomberos y la gente, agitaba la muleta y las manos diciendo que sus propios hijos la habían echado de algún sitio y que además había perdido también dos monedas de cinco cópecs. Los hijos y las monedas, las monedas y los hijos, estaban presentes en su discurso en un profundo sinsentido que todos dejaron por imposible de descifrar después de muchos esfuerzos por entenderla. Pero la mujer no se aplacaba y continuaba gritando, gimiendo, moviendo las manos, haciendo caso omiso del fuego, hacia el que la condujo el gentío, así como a la muchedumbre humana que se encontraba alrededor. Tampoco prestaba atención a las desgracias ajenas ni a los tizones y las chispas que pululaban en torno a la gente que permanecía allí de pie. Finalmente, el señor Projarchin sintió que el pánico se apoderaba de él. Veía con claridad que todo aquello no surgía del azar, y que no pasaría sin dejar rastro. Y realmente, en aquel mismo lugar, cerca de él, se encontraba un campesino de cabello y barba rubios con una pelliza harapienta y sin abrochar que se encaramaba sobre la leña, y empezaba a azuzar a la gente contra Semión Ivánovich. La muchedumbre se hacía cada vez más numerosa, y el campesino era un cochero al que hacía cinco años lo había engañado él bochornosamente para no pagarle, escabulléndose por entre los portones de un pasaje y corriendo a todo correr levantando tanto los talones como si pisara descalzo una plancha incandescente. El desesperado señor Projarchin quería hablar y gritar pero no le salía la voz. Sentía que la enfurecida multitud lo rodeaba como una serpiente, apretándole y asfixiándole. Hizo un esfuerzo sobrehumano y se despertó. Pero al abrir los ojos vio que todo estaba en llamas, que su rincón y su biombo ardían, así como todo el piso, incluida Ustinia Fiódorovna y todos sus inquilinos. Veía arder su cama, su almohada, su manta, su baúl y finalmente su valiosísimo colchón. Semión Ivánovich se levantó, se agarró al colchón y salió corriendo llevándoselo consigo. Pero, al entrar nuestro héroe en la habitación de la patrona sin pedir permiso y descalzo y en paños menores, tal y como estaba, lo agarraron, lo redujeron y se lo llevaron nuevamente detrás del biombo (que en absoluto estaba en llamas, más bien lo estaba la propia cabeza de Semión Ivánovich) para meterlo en la cama, donde depositaron al señor Projarchin del mismo modo que un organillero harapiento, severo y sin afeitar, coloca en el fondo de la caja a su polichinela, después de armar bastante alboroto repartiendo golpes a diestro y siniestro y de haber vendido su alma al diablo y que termina por fin su existencia hasta una nueva actuación, metido en el baúl junto al diablo, los moros, el payaso, Katalina y su feliz amante, el Jefe de policía de distrito.

 

Inmediatamente, todos los inquilinos, del más joven al mayor, rodearon en un corrillo la cama de Semión Ivánovich, observando al enfermo con rostros expectantes. Enseguida volvió en sí, pero, por pudor o algún otro motivo, empezó de pronto a tirar con todas sus fuerzas de la manta para cubrirse con ella, o probablemente para esconderse de todas las miradas que lo contemplaban. Finalmente, Mark Ivánovich fue el primero en romper el silencio, y, como hombre inteligente que era, en tono sosegado y cariñoso empezó a decir que a Semión Ivánovich le vendría bien tranquilizarse del todo, que resultaba desagradable y vergonzoso ponerse enfermo, que eso solo lo hacían los niños pequeños, y que era menester restablecerse para después incorporarse al servicio. Mark Ivánovich terminó su discurso gastando una broma, diciendo que a los enfermos no les correspondía cobrar el sueldo íntegro, y que, según estaba informado, tratándose de un nivel o grado modesto, una situación similar a la suya no podía realmente resultarle beneficiosa. En una palabra, todos se interesaban por el destino de Semión Ivánovich sintiéndolo verdaderamente. Pero él, con incomprensible grosería, seguía en cama, callado, tirando cada vez más obstinadamente de la manta para taparse. Sin embargo, Mark Ivánovich no se dio por vencido y se dirigió a Semión Ivánovich haciéndose nuevamente el duro, en tono cariñoso, a sabiendas de que así es como había de comportarse uno con un enfermo. Pero Semión Ivánovich se hizo el desentendido, bien al contrario, rugió muy desconfiado algo entre dientes, lanzando miradas hostiles y moviendo los ojos de derecha a izquierda, como si deseara pulverizarlos a todos hasta convertirlos en ceniza. Llegados a este punto, Mark Ivánovich ya no pudo más y, viendo que Semión Ivánovich sencillamente se había empecinado en ponerse terco, ofendido y completamente enfadado, le dijo claramente, y ya sin dulzuras ni circunloquios, que ya era hora de levantarse, que ya estaba bien de estar tumbado dando vueltas de un lado a otro; que era absurdo, indecoroso y ofensivo que un hombre se pasara día y noche gritando sobre fuegos, cuñadas, borrachillos, candados, baúles y no se sabe qué más cosas, y que si Semión Ivánovich no quería dormir, al menos no molestara a los demás, y que, finalmente, hiciera el favor de tener todo aquello en cuenta. El discurso tuvo su efecto, ya que Semión Ivánovich se dio inmediatamente la vuelta hacia el orador, y le espetó con firmeza, aunque todavía con voz débil y ronca: «¡Tú, mocoso, cállate! ¡Eres un charlatán, un blasfemo! ¿Lo oyes? ¡Retaco! ¿Acaso te crees un príncipe? ¿Entiendes?». Al oír aquellas palabras, Mark Ivánovich se encendió, pero, al reparar en que trataba con un enfermo, generosamente dejó de ofenderse, procurando en cambio reprenderlo por su conducta; pero falló en su intención, ya que Semión Ivánovich enseguida manifestó que no consentía bromas y que Mark Ivánovich había gastado el tiempo en vano componiendo estrofas. Se hizo un silencio que duró un par de minutos. Finalmente, repuesto de su asombro, Mark Ivánovich señaló rotunda y claramente, en un bello pero firme discurso, que Semión Ivánovich debía ser consciente de que se hallaba entre personas nobles; y que él, que era «todo un caballero», tenía que saber comportarse con personas magnánimas. Mark Ivánovich sabía, en debidas circunstancias, hablar con un tono grandilocuente, gustándole impresionar a los oyentes. Por su parte, Semión Ivánovich, probablemente a causa de su largo silencio, hablaba y se comportaba entrecortadamente y cuando tenía que decir una frase larga, a medida que se adentraba en ella, parecía que cada palabra daba lugar a otra nueva, esta última a otra, y así sucesivamente, de modo que la boca se le llenaba de palabras que no venían al caso, sucediéndose finalmente en el más pintoresco desorden. He aquí por qué Semión Ivánovich, siendo inteligente, de vez en cuando decía cosas terriblemente absurdas, como estas: «¡Mientes! ¡Fortachón! ¡Mocoso juerguista! ¡En cuanto te hagas con un poco de dinero, irás a pedir limosna! ¡Si eres un librepensador, un depravado! ¡Allí va eso, bardo!».

—¿Todavía está usted delirando, Semión Ivánovich?

—¿Qué dices? —respondió Semión Ivánovich—. Delira un necio, un borrachín, un perro, mientras que un sabio se debe a causas nobles. ¿Lo oyes? ¡No tienes ni idea! ¡Eres un depravado! ¡Sabihondo! ¡Pareces un libro escrito! Y el día que menos te lo esperes, empezarás a arder sin percatarte de que te arde la cabeza. Eso es; ¿has oído lo que quiero decirte?

—Sí… pero ¿cómo es que…? ¿Cómo dice Semión Ivánovich que empezará a arderme la cabeza…?

Sin que Mark Ivánovich terminara de hablar, todos se habían dado cuenta de que Semión Ivánovich aún no estaba cuerdo y seguía delirando. Pero la patrona no pudo por menos que señalar que la casa de la callejuela de Krivói se prendió fuego por culpa de una chica calva. Que allí vivía una chica pelona que encendió una vela y prendió toda la despensa. Pero que esto no le ocurriría a ella y que todos sus rincones estarían a salvo.

—¡Pero Semión Ivánovich! —exclamó fuera de sí Zinovi Prokófievich, interrumpiendo a la patrona—. ¡Semión Ivánovich! ¡Hay que ver cómo es usted! ¿Acaso se cree que le están gastando bromas? ¿Que le hablan de su cuñada o de los exámenes de baile? ¿Es eso lo que usted cree?

—¡Pues ahora escúchame tú! —respondió nuestro héroe, incorporándose en la cama, sacando fuerzas de flaqueza y enojándose con los que se compadecían de él—. ¿Quién es el payaso? ¡Tú eres un payaso, el perro lo es, hombre bufón! ¡Pero yo no haré payasadas porque tú me lo ordenes! ¿Lo oyes, mocoso? ¡No soy tu criado!

Llegado a este punto, Semión Ivánovich quiso decir algo más, pero cayó desfallecido en la cama. Todos cuantos lo rodeaban se quedaron perplejos y boquiabiertos como si se dieran cuenta de lo que le sucedía a Semión Ivánovich, sin saber qué hacer. De repente se oyó chirriar la puerta de la cocina y el compañero del señor Projarchin, el borrachín señor Zimovéikin, introdujo tímidamente su cabeza dentro, olfateando cuidadosamente el lugar, tal y como acostumbraba. Parecían estarle esperando. Todos a una le hicieron señas para que entrara deprisa, y Zimovéikin, todo ufano y sin quitarse el capote, entró rápidamente, decidido a abrirse paso para llegar a la cama de Semión Ivánovich.

Era visible que Zimovéikin había pasado la noche en vela y con grandes dificultades. En la parte derecha de la cara llevaba un esparadrapo. Tenía los ojos hinchados y llorosos por una infección. La chaqueta y el abrigo estaban totalmente rotos, y además todo el lado izquierdo de su ropa parecía absurdamente salpicado del barro de algún charco. Bajo el brazo llevaba el violín de alguien para venderlo en alguna parte. Al parecer no se equivocaron haciéndole entrar para prestar ayuda, pues, en cuanto supo de lo que se trataba, se dirigió al pícaro de Semión Ivánovich y, con el aire de superioridad de alguien que sabe de lo que se está tratando, le dijo:

—¿Qué ocurre, Senka? ¡Vamos, levántate! ¿Qué haces, Senka? ¡Vamos, Projarchin, con lo sabio que eres, entra en razón! ¡Si sigues fingiendo, te sacaré de la cama a rastras! ¡No finjas!

Aquel breve pero convincente discurso asombró a los presentes, máxime cuando se dieron cuenta de que Semión Ivánovich, al oír aquello y ver delante de él aquel rostro, se azoró hasta tal punto, quedándose tan turbado y avergonzado, que entre dientes y a media voz apenas pudo susurrar una expresión precisa:

—¡Tú, desgraciado, lárgate de aquí! —dijo—. ¡Eres un infeliz, un ladrón! ¿Lo oyes? ¿Lo entiendes? ¡Eres un rufián, señorito, un gandul!

—¡No, hermano! —respondió extendiendo las sílabas Zimovéikin, conservando el ánimo templado—. ¡No estás obrando bien, hermano! ¡Si eres un sabio, Projarchin, como te corresponde! —continuó Zimovéikin, parodiando ligeramente a Semión Ivánovich y mirando satisfecho alrededor—. ¡No te hagas el pícaro! ¡Resígnate, Senia! ¡Pues, de lo contrario, lo desvelaré todo, querido hermano! ¡Lo contaré todo! ¿Comprendes?

Pareció que Semión Ivánovich lo había comprendido totalmente, pues se estremeció al concluir el discurso, y empezó rápidamente y con aspecto completamente perdido a mirar alrededor. Satisfecho por el efecto producido, el señor Zimovéikin quiso continuar, pero Mark Ivánovich se adelantó a él y, tras esperar a que Semión Ivánovich se apaciguara y se quedara absolutamente tranquilo, estuvo un buen rato sugiriéndole al inquieto señor Projarchin que alimentar ideas semejantes, como las que tenía ahora en la cabeza, en primer lugar, no daba resultado, y, en segundo lugar, incluso podía ser perjudicial. Finalmente, concluyó que no solo resultaba contraproducente, sino completamente inmoral; y la razón de ello residía en que Semión Ivánovich los cautivaba a todos dando con ello un mal ejemplo. De semejante discurso todos esperaban unas consecuencias más juiciosas. Además, Semión Ivánovich estaba ahora apaciguado del todo y respondía con mesura. Comenzó una discreta discusión. Todos se dirigían a él en tono fraternal, informándose de la razón que le había asustado tanto. Semión Ivánovich respondía, pero lo hacía alegóricamente. Le replicaban, pero Semión Ivánovich contestaba. Unos y otros volvieron a tomar la palabra, y después todos, desde el más joven al mayor, se metieron en la conversación, ya que la discusión comenzó a girar de pronto en torno a un asunto tan divertido y extraño que decididamente no sabían cómo expresarlo. Finalmente, la discusión llegó hasta lo insospechado, y ello los condujo a los gritos, los gritos a las lágrimas, y Mark Ivánovich, con espumarajos en la boca, se apartó hacia un lado diciendo que hasta aquel momento no había conocido semejante persona. Oplevániev escupió, Okeánov se agitó, a Zinovi Prokófievich se le humedecieron los ojos, mientras que Ustinia Fiódorovna se puso a sollozar desesperadamente diciendo que se le iba un inquilino que había perdido el juicio; que se moría joven y sin pasaporte, y que a ella, que era huérfana, la marearían. Resumiendo, finalmente todos vieron que la siembra había sido productiva, que cuanto se había sembrado agarró con creces, que el terreno abonado era bueno y que Semión Ivánovich había perdido el juicio en su compañía, gloriosa e irreversiblemente. Todos quedaron en silencio al ver a Semión Ivánovich completamente apocado, quedándose también en esta ocasión azorados los allí presentes…

—¡Cómo! —exclamó Mark Ivánovich—. Pero ¿de qué tiene miedo usted? ¿Por qué ha perdido la cabeza? ¿Quién piensa en usted, señor mío? ¿Acaso tiene derecho a tener miedo? ¿Quién es? ¿Qué es? ¡Un cero, señor! ¡Un aplastante cero! ¡Eso es! ¿Porque a una mujer la haya atropellado en la calle un coche, también a usted le va a atropellar? ¿Que si un borrachín cualquiera no supo guardarse bien su bolsillo, también a usted le van a cortar el faldón de la levita? ¿Que si se ha quemado una casa, también a usted se le quemará la cabeza? ¿Eh? ¿Es eso, señor mío? ¿Es así?

—¡Eres un estúpido! —murmuró Semión Ivánovich—. Te cortarán las narices y te las comerás con pan sin enterarte.

—¡Un retaco! ¡Pues que sea un retaco! —exclamó Mark Ivánovich, sin prestar atención—. Bueno, pues supongamos que sea un retaco. Si no tengo que pasar un examen, ni voy a casarme, ni a aprender a bailar; no se va a hacer un agujero bajo mis pies. ¿Qué, señor mío? ¿No hay un lugar lo suficientemente ancho para usted? ¿Acaso se va a abrir el suelo bajo sus pies?

—¿Y qué? ¿Acaso te lo van a preguntar? Lo cerrarán y se acabó.

—¡No! ¿Qué es lo que van a cerrar? ¿De qué habla? ¿Eh?

—Pues ahí está el borrachín, al que han echado…

—Lo han echado porque era un borrachín, mientras que usted y yo somos personas decentes.

—Bueno, decentes. Mientras que ella está allí sin estar…

—¡No! Pero ¿quién es ella?

—Pues ella, la oficina… ¡¡¡O-fi-ci-na!!!

—¡Pero hombre de Dios! Pero si ella hace falta, la oficina, digo…

—Ella hace falta, ¿lo oyes? Hace falta hoy y mañana. Pero pasado mañana, de algún modo dejará de ser necesaria. Yo he oído…

—¡Pero entonces le pagarán a usted el sueldo de todo el año! ¡Hay que ver lo incrédulo que es! Por antigüedad lo colocarían en otra oficina…

—¿El sueldo? Si me comí todo el sueldo, y vendrán los ladrones y me quitarán el dinero. Y yo que tengo una cuñada… ¿lo oyes? ¡Una cuñada! ¡Cabeza hueca…!

—¡Una cuñada! Vamos: ¿es usted un hombre…?

—Sí, soy un hombre, mientras que tú, tan instruido que pareces, eres un estúpido. ¿Lo oyes, cabeza hueca? ¡Eres un hombre con la cabeza hueca! ¡Eso es! Yo no sigo tus bromas. Pero existen oficinas así, que un día están allí y al día siguiente desaparecen. Y Demid, ¿lo oyes?, Demid Vasílievich dice que la oficina desaparece…

—¡Ah! ¡Demid, Demid! Un pecador, pero…

—Sí, zas, y basta, te has quedado sin puesto. ¡A ver qué me dices a esto…!

—Pero si usted simplemente miente o ha perdido completamente la cabeza. ¿De qué se trata? ¡Reconózcalo, pues existe la posibilidad! ¡No tiene por qué avergonzarse! ¿Se le ha ido la chaveta, padrecito? ¿Eh?

—¡Ha perdido la cabeza! ¡Se ha vuelto loco! —gritaron todos alrededor retorciéndose las manos de desesperación mientras la patrona retenía a Mark Ivánovich para impedirle lanzarse sobre Semión Ivánovich.

—¡Pareces un pagano! ¡Sabihondo! —porfiaba Zimovéikin—. ¡Senia, si tú no te enfadas, eres agradable y amable! Eres sencillo y virtuoso… ¿Lo oyes? Lo que te pasa es por exceso de virtud. Mientras que yo soy un liante y un imbécil, soy un mendigo, pero aquí tienes a estos caballeros que no me desprecian. ¿Lo ves? Hasta me tratan con dignidad. Pues a ellos les estoy agradecido. ¿Lo ves? Me inclino ante ellos hasta bien abajo, ¿lo ves? ¡Y no hago más que cumplir con mi deber, patroncita! —y en ese momento, Zimovéikin, realmente con pedante dignidad, hizo un giro inclinándose hasta la tierra. Después de aquello, Semión Ivánovich se dispuso a hablar de nuevo, pero en esta ocasión ya no le dejaron. Todos participaban, rogaban, aseveraban y tranquilizaban, consiguiendo incluso que Semión Ivánovich se avergonzara y finalmente con voz debilitada les pidiera permiso para dar una explicación.

—Pues bien. Está bien —dijo él—. Soy agradable y pacífico, ¿lo oyes?, y también virtuoso, leal y fiel. Hasta la última gota de mi sangre daría yo, ¿lo oyes, mocoso…?, para que eso continuara en su sitio, la oficina, digo. Si yo soy pobre, pero en cuanto la cojan y… ¿entiendes, imbécil?, y ahora calla y atiende; cogerán también la otra… y ella, hermano, estará, y luego dejará de estar… ¿comprendes? Mientras que yo, hermano, tendría que largarme con la faltriquera a la espalda a otra parte, ¿lo oyes?

—¡Senka! —aulló fuera de sí Zimovéikin, apagando en esta ocasión con su voz el alboroto que se había armado—. ¡Eres un librepensador! ¡Ahora te denunciaré! ¿Qué eres? ¿Quién eres? ¿Acaso eres un camorrista, alma de cántaro? Al camorrista, al estúpido, lo echan a la calle sin darle el despido, ¿lo oyes? ¿Y tú qué eres?

—Pues eso mismo…

—¿Cómo eso mismo? ¡Pues puedes ir a hablar con él…!

—¿Por qué tengo que ir a hablar con él?

—Porque si uno es libre, libre es; mientras que, si se queda en la cama…

—¿Qué?

—Como un librepensador. ¡Un librepensador! ¡¡Senka, eres un librepensador!!

—¡Espera…! —exclamó el señor Projarchin, moviendo la mano e interrumpiendo el griterío que había estallado—. No estoy diciendo eso… ¡Compréndelo! ¡Tú solo compréndelo, cabeza de chorlito! Yo soy un hombre pacífico. Lo soy hoy, lo seré mañana, y después dejo de serlo, y puedo soltar una grosería. ¡Se rompe la hebilla y ya tienes aquí al librepensador…!

—Pero ¿qué es lo que tiene? —rugió nuevamente Mark Ivánovich, saltando de la silla en la que se había sentado para descansar, y todo excitado y fuera de sí se acercó a la cama, tembloroso de furia y enloquecido, para decirle—: pero ¿qué es lo que tiene? ¡Es usted un borrego! ¡Ni chicha ni limonada! ¿Acaso está solo en este mundo? ¿Acaso el mundo fue creado para usted? ¿O se cree que es Napoleón? ¿Qué es? ¿Quién es? ¿Es usted Napoleón? ¿Eh? ¿Es Napoleón o no? ¡Respóndame, señor! ¿Es Napoleón o no…?

 

Pero el señor Projarchin ya no respondió a esa pregunta. Y no es que le avergonzara la idea de ser Napoleón, o que le intimidara semejante responsabilidad. Ya no podía discutir ni decir nada coherente… Le sobrevino una crisis de la enfermedad. Un raudal de lágrimas brotó de sus ojos pardos, que centelleaban febriles. Con sus manos huesudas y enflaquecidas por la afección, se agarró su cabeza loca, se incorporó en la cama y sollozando empezó a decir que él era un hombre completamente pobre, que era desgraciado, una persona sencilla, que era estúpido y poco claro, que las buenas gentes le perdonaran, le protegieran, le defendieran, le dieran de comer y de beber, y no le dejaran a su merced en la desgracia, y ¡Dios sabe qué más cosas pudo decir Semión Ivánovich! Diciendo esto con salvaje temor miraba alrededor, como si esperara que de un momento a otro se le derrumbara el techo encima o que el suelo se le abriera bajo los pies. Todos sintieron lástima del pobrecillo y se les enterneció el corazón. La patrona, llorando desesperadamente y mencionando su orfandad, acostó ella misma al enfermo en la cama. Mark Ivánovich, al ver lo inútil que resultaba remover el recuerdo de Napoleón, también cayó inmediatamente en la benevolencia y se dispuso igualmente a prestar ayuda. Los demás, para a su vez hacer algo, ofrecieron una infusión de frutos del bosque, alegando que esta arreglaba inmediatamente todos los males y que le sentaría bien al enfermo. Pero Zimovéikin se opuso alegando que en tales casos no había nada mejor que una buena taza de manzanilla amarga. En cuanto a Zinovi Prokófievich, dado que era una persona de buen corazón, derramaba lágrimas, arrepentido de haber asustado con diferentes fábulas a Semión Ivánovich, y, reparando en las últimas palabras del enfermo, cuando dijo que era un hombre completamente pobre y que le alimentaran, se puso a hacer una lista de suscripciones, que en principio se limitaba a los huéspedes de la pensión. Todos suspiraban y se lamentaban, sentían lástima y angustia. Al margen de esto, estaban sorprendidos de cómo era posible que un hombre se acobardara tanto. ¿Y por qué se había acobardado? Otra cosa sería si hubiera ocupado un puesto importante y tuviera mujer e hijos, o si tuviera que someterse a algún juicio; mientras que, en este caso, se trataba de un hombre de lo más insignificante, con solo un baúl de cerradura alemana, que se pasó más de veinte años detrás del biombo, sin hablar, ni haber visto el mundo, ni haber catado pena ni gloria, racaneando, y al que de pronto, por una palabra trivial y ociosa, se le ocurrió darle completamente la vuelta a su cabeza acobardándose porque en el mundo la vida se había puesto muy difícil… ¿Y no se dio cuenta de que también lo era para los demás? «Con solo haber tenido en cuenta que la vida era muy difícil para todos», dijo más tarde Okeánov, «habría podido salvar su cabeza, habría dejado de parrandear y habría tirado para delante como debía ser». Durante todo el día no se hizo otra cosa que hablar de Semión Ivánovich. Lo venían a ver, le preguntaban cómo se encontraba, lo calmaban. Pero al anochecer ya no había quién lo tranquilizara. Al pobre le sobrevinieron el delirio y la fiebre. Se quedó inconsciente y ya querían ir en busca del médico. Todos los inquilinos se comprometieron a cuidar y tranquilizar a Semión Ivánovich por turnos durante toda la noche, y en caso de que pasara cualquier cosa, acordaron levantarse todos. Con esa finalidad, y para no quedarse dormidos, se pusieron a jugar a las cartas, dejando a cargo del enfermo al borrachillo, que se quedó al pie de la cama, y que llevaba todo el día deambulando por los rincones y pidió pasar la noche allí. Como no jugaban a dinero, enseguida se aburrieron, dejaron el juego y se pusieron a discutir, a hacer ruido y dar golpes, para irse finalmente cada uno a su rincón. Pasaron todavía mucho rato replicándose los unos a los otros, y, como terminaron por enfadarse, abandonaron la guardia y se quedaron dormidos. Pronto un silencio sepulcral invadió la casa. Además, hacía muchísimo frío. El último en dormirse fue Okeánov, y, como dijo más tarde, «no se sabe si en el sueño o en la realidad», pero le pareció que al amanecer dos personas hablaban cerca de él. Okeánov contó que reconoció a Zimovéikin y que este se puso junto a él a despertar a su viejo amigo Remnióv, que estuvieron hablando en voz baja durante un buen rato. Después, Zimovéikin salió y se oyó cómo intentaba abrir con una llave la puerta de la cocina. Y la llave, según aseguró después la patrona, la guardaba ella debajo de la almohada y había desaparecido aquella noche. Finalmente Okeánov indicó que había oído cómo los dos se dirigían donde el enfermo, detrás del biombo, y encendían una vela. Dijo que no recordaba nada más, y que después se quedó dormido. Se despertó después, cuando todos los inquilinos se hubieron levantado de golpe de sus camas, porque detrás del biombo se oyó un grito tan estridente como para resucitar a un muerto, y en ese momento a muchos les dio la impresión de que de pronto se había apagado la vela. Se armó el alboroto y se quedaron todos desconcertados. Se pusieron a gritar a cuál más, pero en aquel momento detrás del biombo se armó mucha bulla: griterío y pelea. Cuando encendieron la luz vieron que Zimovéikin y Remnióv estaban peleando, que se hacían reproches y regañaban. Cuando orientaron la luz hacia ellos, uno gritó: «¡No he sido yo, sino el bandido ese!». Y el otro, concretamente Zimovéikin, replicó: «¡No me toques, no tengo la culpa! ¡Estoy dispuesto a jurarlo!». Ninguno de los dos tenía aspecto humano, pero en un primer momento la situación no era como para reparar en ellos: el enfermo no estaba en su cama detrás del biombo. Al instante separaron a los que se peleaban, los apartaron y vieron que el señor Projarchin estaba tumbado debajo de la cama, al parecer completamente inconsciente. Había arrastrado consigo la manta y la almohada, quedándose sobre la cama únicamente su colchón desnudo, viejo y completamente sucio (jamás se le habían puesto las sábanas). Sacaron a rastras a Semión Ivánovich de debajo de la cama, lo colocaron sobre el colchón, pero enseguida se dieron cuenta de que no podían hacer gran cosa por él, y de que había llegado su hora; sus manos se estaban quedando rígidas y apenas se tenía en pie. Todos lo rodearon: su cuerpo entero se estremecía y agitaba, intentaba hacer algún gesto con las manos, pero su lengua no se movía, sus ojos parpadeaban igual que suelen hacer las cabezas cercenadas por el hacha del verdugo que acaban de separarse del cuerpo y por las que aún sigue circulando sangre.

 

Finalmente, reinó el silencio. El estremecimiento y la agitación cesaron antes de que muriera. El señor Projarchin falleció y se dirigió al otro mundo a responder por sus buenas y malas acciones. ¿Se había asustado Semión Ivánovich por algo?; ¿había tenido alguna pesadilla (como más tarde aseguró Remnióv)?; ¿o quizás por algún pecado?: es algo que desconocemos. Lo cierto es que si ahora apareciera en la casa el mismísimo juez, para presentarle a Semión Ivánovich el despido por librepensador, alborotador o borrachín, o entrara alguna mendiga haciéndose pasar por la cuñada de Semión Ivánovich, o este recibiera al instante un premio de doscientos rublos o, finalmente, ardiese la casa y se le prendiera fuego a la cabeza de Semión Ivánovich, probablemente ya no habría movido él un dedo ante semejantes acontecimientos. Pero mientras se iba el primer momento del estupor, mientras los presentes pudieron hacerse con las palabras, y se entregaron al alboroto, a las suposiciones, dudas y exclamaciones, mientras Ustinia Fiódorovna arrastraba de debajo de la cama el baúl, y revolvía a toda prisa debajo de la almohada, debajo del colchón e incluso en las botas de Semión Ivánovich, mientras declaraban Remnióv y Zimovéikin, el inquilino Okeánov, que hasta entonces era el que menos luces tenía, el más pacífico y tranquilo de los inquilinos, recobró de pronto toda la fortaleza de su espíritu y tuvo un golpe de talento: cogió su sombrero y, aprovechando el alboroto, se escabulló del piso. Y cuando, por falta de dirección, todos los horrores llegaron a su punto culminante en los ajetreados, y hasta ahora tranquilos, rincones, se abrió la puerta, y de golpe como un jarro de agua que cae en la cabeza, entró primero un señor de aspecto noble pero semblante serio y malhumorado; detrás de él caminaba Iaroslav Ilich y, a continuación, su cabildo y la tropa correspondiente; después, algo confuso, iba el señor Okeánov. El caballero de semblante serio y aspecto noble se acercó directamente a Semión Ivánovich, lo palpó, torció la cara, se encogió de hombros y declaró lo que ya era evidente, concretamente que el cadáver estaba muerto, añadiendo por su parte que uno de esos días le había sucedido lo mismo a un caballero bastante distinguido que también murió instantáneamente a causa de una pesadilla. En aquel momento, el señor de aspecto honorable pero malhumorado se apartó de la cama, dijo que lo habían molestado en vano y se marchó. Al instante lo sustituyó Iaroslav Ilich (al mismo tiempo que Remnióv y Zimovéikin se encontraron en poder de quien correspondía), que hizo preguntas a algún que otro inquilino, se hizo hábilmente con el baúl que la patrona ya estaba intentando abrir, puso las botas en el lugar de antes, señalando que estaban rotas y eran absolutamente inservibles, exigió que se le diera la almohada, llamó a Okeánov, le pidió la llave del baúl, que estaba en el bolsillo del amigo borrachín del señor Projarchin, y con aire triunfal, como merecía el momento, procedió a abrir los bienes de Semión Ivánovich. Nada faltaba allí: dos trapos, un par de calcetines, medio pañuelo, un sombrero viejo, algunos botones, viejas suelas de zapatos, y las cañas de unas botas. En una palabra, toda clase de harapos, es decir, cosas inservibles y viejas, basura, morralla que desprendía olor a viejo. Lo único valioso del baúl era su cerradura alemana. Llamaron a Okeánov, y en tono serio intercambiaron palabras con él, aunque estaba dispuesto a prestar juramento. Pidieron la almohada y la examinaron: únicamente estaba sucia, pero en lo demás realmente parecía una almohada. Se pusieron manos a la obra con el colchón, se dispusieron a levantarlo, se quedaron un rato pensativos, pero de pronto, de manera completamente inesperada, algo pesado y sonoro cayó y golpeó el suelo. Se agacharon, lo examinaron y vieron un envoltorio de papel, y dentro de él una decena de rublos. «¡Ajajá!», exclamó Iaroslav Ilich, indicando hacia un punto del colchón del que se salía el relleno de guata. Examinaron el hueco y comprobaron que lo habían abierto recientemente con un cuchillo, pero que tenía media arshina de largo; metieron la mano dentro y se encontraron con el cuchillo de cocina de la patrona, que se había quedado allí y con el que fue abierto el colchón. Sin que a Iaroslav Ilich le diera tiempo a sacar el cuchillo del lugar indicado, de nuevo dijo «¡Ajajá!» cuando otro envoltorio cayó al suelo, y, detrás de él y en solitario, cayeron dos monedas de cincuenta cópecs, una de veinticinco, después alguna calderilla y una vieja y enorme moneda de cinco cópecs. Todo ello lo recogieron al momento. En aquel instante consideraron oportuno abrir con unas tijeras todo el colchón. Pidieron que las trajeran…

Mientras tanto, un trozo de vela alumbraba una escena extraordinariamente interesante para un observador. Cerca de una decena de inquilinos se agrupaban en torno a la cama con unas ropas de lo más pintoresco, todos arrugados, sin afeitar ni lavar y medio dormidos, tal y como se encontraban antes de irse a la cama. Algunos estaban absolutamente pálidos, otros tenían gotas de sudor en la frente. A unos les entraba la tiritera y a otros les daban golpes de calor. La patrona, completamente embobada, permanecía de pie en silencio, con las manos cruzadas y esperando algún milagro por parte de Iaroslav Ilich. Desde encima de la estufa, con miradas curiosas y asustadas, se asomaban Avdotia, la criada, y las gatas favoritas de la patrona. Alrededor yacían los pedazos del biombo roto. El baúl abierto mostraba su poco noble interior. En el suelo estaban tiradas la manta y la almohada, con trozos de guata sacada del colchón, y, finalmente, sobre la mesa de madera de tres patas, fue creciendo paulatinamente el brillante montón de plata y todo tipo de monedas. El único que conservaba completamente su indiferencia era Semión Ivánovich, que estaba tumbado tranquilamente sobre la cama y en absoluto parecía presentir su ruina. Pero, cuando trajeron las tijeras y el ayudante de Iaroslav Ilich, deseando ser útil en su servicio, sacudió algo inquieto el colchón para liberarlo de la espalda de su dueño, entonces Semión Ivánovich, de acuerdo con las normas de la urbanidad, dejó al principio un poco de espacio, resbalando hacia un lado y dando la espalda al que estaba rebuscando. A continuación, ante la segunda sacudida, se volvió boca abajo, finalmente dejó libre otro poco de espacio, y, dado que faltaba una lámina de madera en el lateral de la cama, se hundió inesperadamente con la cabeza hacia abajo, dejando al descubierto solo sus dos huesudas y delgadas piernas azules, que se quedaron hacia arriba, como dos ramas de un árbol quemado. Puesto que el señor Projarchin, ya por segunda vez en la mañana, se asomó debajo de la cama, enseguida suscitó la sospecha, y algunos de los inquilinos, encabezados por Zinovi Prokófievich, se metieron debajo con intención de comprobar si allí no habría algo secreto. Pero los curiosos chocaron sus frentes inútilmente y, puesto que Iaroslav Ilich les dio al instante una voz ordenándoles sacar a Semión Ivánovich de aquella desagradable situación, dos dispuestos colaboradores cogieron al inesperado capitalista, cada uno por una pierna, y lo sacaron a la luz del día, colocándolo atravesado en la cama. Mientras tanto, el relleno del colchón revoloteaba alrededor, y el montón de plata crecía y ¡Dios mío! ¡Nada faltaba allí…! Los nobles rublos, las fuertes y macizas monedas de rublo y medio, una buena moneda de cincuenta cópecs, las monedas plebeyas de veinticinco, algunas de veinte, e incluso la poco deseable y vieja morralla de diez cópecs y de cinco en plata… Todo ello estaba envuelto en sus papeles, con el orden más metódico y presentable. También había cosas inusuales: un par de fichas no se sabe de qué tipo, una moneda de Napoleón, otra desconocida y muy poco vista, algunos rublos también muy antiguos, monedas desgastadas y picadas de los tiempos de Elizavieta, monedas alemanas de la época de Pedro I el Grande y de Catalina, también monedas poco corrientes, unos antiguos quince cópecs perforados para ser usados como pendientes, completamente borrados, pero con el número legal en sus contrastes; incluso había cobre, pero todo mohoso y oxidado… Encontraron un papelito de color rojo, y nada más.

Finalmente, al terminar la búsqueda y tras sacudir varias veces la funda del colchón y ver que ya nada hacía ruido, colocaron todo el dinero sobre la mesa y se pusieron a contar. A primera vista uno podía confundirse y calcular directamente un millón de rublos. ¡Tan grande era el montón! Pero allí no había un millón, aunque salió una considerable cantidad de dinero: exactamente dos mil cuatrocientos noventa y siete rublos con cincuenta cópecs, de modo que si se hubiera llevado a cabo la suscripción que el día anterior había propuesto Zinovi Prokófievich, posiblemente habría ascendido justo a dos mil quinientos rublos. Recogieron el dinero y sellaron el baúl del fallecido, escucharon los lamentos de la patrona y le indicaron cuándo y dónde debía presentar ella el certificado de lo que le debía el fallecido huésped. Tomaron firmas a quien correspondiera; se trastabillaron en lo tocante a la cuñada; pero convencidos de que la cuñada en cierto modo era un mito, es decir, producto de la falta de imaginación de Semión Ivánovich, lo cual reiteradamente reprochaban al difunto, abandonaron esta idea, inservible y dañina, que podía perjudicar el buen nombre del señor Projarchin. Y en esto terminó la cosa. Cuando se pasó el primer susto, y una vez que todos se habían tranquilizado y enterado de quién era el fallecido, se quedaron callados, se apaciguaron y empezaron a mirarse los unos a los otros de un modo un tanto desconfiado. Algunos se tomaron a mal la actitud de Semión Ivánovich y hasta se enfadaron un poco… ¡Qué capital! ¿Cómo pudo hacerlo? Mark Ivánovich, sin perder la moral, se puso a dar explicaciones de por qué se había asustado tanto; pero ya no le escuchaban. Zinovi Prokófievich estaba excesivamente pensativo. Okeánov se tomó un trago, los demás se apretujaron unos contra otros, y el hombre menudo, Kantarióv, que se distinguía por su nariz aquilina, se marchó de casa por la tarde atando y sellando concienzudamente todos sus baulillos y hatillos, y explicando con frialdad a los curiosos que los tiempos que corrían eran muy duros, y que le resultaba muy caro vivir allí. La patrona sollozaba sin cesar, lamentándose y maldiciendo a Semión Ivánovich por ofender su orfandad. Le preguntó a Mark Ivánovich por qué el difunto no había ingresado su dinero en el banco, y este le respondió: «Era simple, madrecita; no tuvo imaginación para eso».

—Pero si en simple le iguala usted, madrecita —dijo Okeánov—. Veinte años viviendo en su casa, de un capirotazo se le fue la cabeza y usted sin enterarse, guisando shí en la cocina como estaba… ¡Ay, madrecita…!

—¡Oh! ¡Eres muy joven! —respondió la patrona—. ¿Qué falta hacía el banco? De haberme traído él un puñadito y haberme dicho: «¡Toma, Ustiniushka, aquí tienes para ti, y dame de comer mientras viva!», juro ante el icono que le habría dado de comer, de beber y le habría cuidado. ¡Pero qué impertinente y embustero! ¡Mira que engañar a una huérfana…!

De nuevo se acercaron a la cama de Semión Ivánovich. Ahora estaba tumbado como correspondía, con mejor aspecto, aunque el mismo y único atuendo, escondiendo su rígida barbilla debajo de la corbata, atada torpemente. Yacía limpio, con la ropa planchada, pero afeitado a medias, pues no se encontraron navajas de afeitar entre los inquilinos. La única que había en la casa era una del año pasado que pertenecía a Zinovi Prokófievich, pero que se había vendido por buen precio en el mercado de Tolkuchi. Los demás iban al barbero. Todavía no les había dado tiempo de poner en orden las cosas. El biombo roto estaba tirado como antes y, desnudando la soledad de Semión Ivánovich, parecía un emblema de aquello que la muerte arranca como un telón, desvelando todos nuestros secretos, intrigas y dilaciones. El relleno del colchón no se había recogido y se agolpaba en espesos montones esparcidos por todos lados. Ese rincón, convertido inesperadamente en mortecino, lo podría comparar fácilmente un poeta con el destruido nido de una «laboriosa» golondrina: todo estaba destrozado y roto por la tormenta, los pajarillos y la madre, muertos, y su cálida cuna de plumón, plumas y algodón, esparcida en derredor… Por otra parte, Semión Ivánovich parecía ahora un viejo egoísta y un ladrón de gorriones. Ahora estaba en silencio, como si estuviera agazapado, sin ser el culpable; como si no hubiera sido él quien había engañado y burlado a toda la buena gente, de la forma más innoble y sin ápice de conciencia y vergüenza. Ahora ya no escuchaba los sollozos y llantos de su ofendida y huérfana patrona. Antes al contrario, asemejándose a un capitalista experimentado, que ni en la tumba quiere perder un minuto de su actividad, parecía estar ahora completamente entregado a algunos cálculos especulativos. Su semblante reflejaba algún pensamiento profundo, y los labios estaban apretados con un aire tan significativo como jamás se habría podido sospechar de él estando en vida. Parecía más inteligente. Su ojo derecho estaba pícaramente cerrado. Parecía que Semión Ivánovich quería decir algo, comunicar algo extraordinariamente importante, explicarse lo antes posible sin perder el tiempo, antes de que surgiera algo y ya no se pudiera… Y realmente parecía estar diciendo: «¿Qué? ¿Dejas ya de llorar, estúpida? ¡No lloriquées! ¿Lo oyes, madrecita? ¡Ve a dormir! Es decir, que ya he muerto. ¡Ahora ya no hace falta! ¡Ah, qué bien se está tumbado…! Pero si yo (¿oyes?) no te estoy hablando de eso. Tú, madrecita, eres una estúpida, ¿lo entiendes? Ahora estoy muerto. Parece mentira que haya sucedido, y, sin embargo, pasó, pero ¿qué ocurriría si no me hubiera muerto y me levantara?; ¿me oyes?; ¿qué harías entonces?, ¿eh?».

*FIN*


“Господин Прохарчин”,
Отечественные записки, 1846


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