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El señor y la señora Palomo

[Cuento - Texto completo.]

Katherine Mansfield

Naturalmente sabía —nadie podía saberlo mejor que él— que no tenía ni sombra de esperanza, ni la más mínima posibilidad. El simple hecho de que se atreviese a pensar en ello ya era tan descabellado que hubiese comprendido perfectamente que el padre de ella… —bueno, cualquier cosa que su padre hiciese iba a estar perfectamente justificada—. La verdad es que, a no ser por su desesperación, a no ser por el hecho que aquél era decididamente su último día en Inglaterra hasta solo Dios sabía cuándo, no se hubiera atrevido a dar aquel paso. E incluso así… Abrió un cajón de la cómoda y eligió la corbata, una corbata ajedrezada, a cuadros azules y beiges, y se sentó al borde de la cama. Suponiendo que ella respondiese: “¡Menuda impertinencia!”, ¿se sentiría sorprendido? Decidió que no, que no se sentiría sorprendido lo más mínimo, y dobló el cuello de la camisa ocultando la corbata. En realidad esperaba que ella dijera algo por el estilo. Si consideraba la situación con absoluta sobriedad no veía como ella podía responder otra cosa.

¡Ahora la suerte ya estaba echada! Nerviosamente se anudó la corbata frente al espejo, se alisó el pelo con ambas manos, y sacó por fuera las tapidas de los bolsillos de la chaqueta. Ganaba entre 500 y 600 libras al año en una explotación frutícola nada menos que ¡en Rodesia! No tenía ningún capital. No esperaba heredar ni un penique. No había posibilidad de que su sueldo aumentase al menos hasta dentro de cuatro años. Y en cuanto a su atractivo físico y todas esas cosas, más le valía considerarlos inexistentes. Puestos a presumir ni siquiera podía presumir de tener una salud a toda prueba, aquel trabajo en Africa oriental le había dejado tan derrengado que había tenido que tomarse seis meses de vacaciones. Todavía estaba muy pálido —aquella tarde más que de costumbre, pensó, inclinándose hacia adelante y contemplándose en el espejo—. ¡Dios mío! ¿Qué le había ocurrido? Tenía el pelo casi de color verde brillante. Aquello era demasiado, estaba seguro de que el pelo no podía habérsele vuelto verde. Era increíble. Y entonces la luz verdosa osciló en el espejo; era la sombra del árbol que había en la calle. Reggie se dio media vuelta, sacó la pitillera, pero recordó que a su madre no le gustaba que fumase en el dormitorio, y se la volvió a guardar dirigiéndose hacia la cómoda. No, ni loco no hubiese encontrado una sola cosa que estuviese de su parte, mientras que ella… ¡Ah…! Se detuvo en seco, cruzó los brazos, y se recostó en la cómoda.

Y a pesar de la posición de Anne, a pesar de la fortuna de su padre, de ser hija única y, con mucho, la muchacha más popular de todo su círculo de relación; a pesar de su belleza y de su inteligencia. —¡Inteligencia!—, en realidad era mucho más que eso, la verdad es que no había nada que no hiciese a la perfección; a pesar de que Reggie creía que, si hubiese sido necesario, Anne podía llegar a ser un genio en cualquier cosa; a pesar de que sus padres la adoraban, y ella a sus padres, y no estarían dispuestos a permitir que se fuese tan lejos… A pesar de absolutamente todas las cosas en las que uno fuese capaz de pensar, su amor por ella era tan intenso que no podía por menos de abrigar algo de esperanza. Bueno, ¿era aquello esperanza? ¿O tal vez aquel extraño y tímido anhelo por tener la oportunidad de cuidar de ella, por tomar sobre sus hombros la responsabilidad de que nada le faltase, de que jamás se acercase a ella algo que no fuese absolutamente perfecto…, era, simplemente, amor? ¡La amaba, amaba! Apretóse contra la cómoda murmurando: “La quiero, la quiero”. Y durante aquellos segundos le pareció viajar con ella camino de Umtali. Era de noche. Anne estaba sentada en una esquina, y dormía. Su delicada barbilla se apoyaba en su dulce pecho, sus doradas pestañas descansaban sobre sus ojos. Su mente resiguió con fruición su esbelta naricilla, sus labios perfectos, su orejita infantil casi tapada por un rizo broncíneo. Estaban atravesando la jungla. Era de noche y se hallaba lejos, en un clima caluroso. Y ella se despertó y preguntó: “¿Me he dormido?” Y él respondió: “Sí. ¿Te encuentras bien? Déjame que te…” Y se inclinó para… Se inclinó hacia ella. La felicidad de aquel gesto era tanta que no pudo seguir soñando. Pero le dio la valentía necesaria para descender rápidamente a la planta baja, tomar el panamá del vestíbulo, y murmurar mientras cerraba la puerta de la casa:

—Bueno, no puedo hacer otra cosa que probar suerte, eso es todo.

Pero su suerte le metió en un mal trance, por no decir otra cosa, casi inmediatamente. Su madre estaba paseando por el sendero del jardín seguida de Chinny y Biddy, los dos viejos pequineses. Naturalmente, Reginald quería a su madre y todo eso. Ella…, bien, ella lo hacía con las mejores intenciones, era mujer de extraordinaria firmeza, y todo lo demás. Pero no había vuelta de hoja, como madre era inflexible. En la vida de Reggie habían existido momentos, muchos momentos, antes de que tío Alick muriese y le dejase la explotación de Rodesia, en los que pensó que ser hijo único de una viuda era el peor castigo que uno podía recibir. Y lo que lo hacía todavía peor era que, le gustara o no, ella era lo único que tenía. No se había limitado a hacerle de padre y madre a un tiempo, por así decirlo, sino que además se había peleado con toda su parentela y con la del gobernador antes de que Reggie empezase a llevar pantalón largo. De modo que cada vez que Reggie se añoraba en su explotación africana, sentado en el porche en sombras, bajo la luz de las estrellas, mientras el gramófono desgranaba las notas de ¿Qué es la vida sin amor, cariño mío?, su única visión era la figura alta y maciza de su madre paseando arriba y abajo por el sendero del jardincito seguida de Chinny y Biddy…

Su madre, con las tijeras de podar abiertas dispuestas a cortarle la cabeza a cualquier planta muerta, se detuvo al ver a Reggie.

—Supongo que no vas a salir, Reginald —espetó, viendo que iba a hacerlo.

—Estaré de vuelta para el té, mamá —dijo él acobardado, hundiendo las manos en los bolsillos de la chaqueta.

¡Zas! Flor decapitada. Reggie casi pegó un brinco.

—Había pensado que al menos podrías dedicar a tu madre tu última tarde —dijo ella.

Silencio. Los pequineses le miraron. Comprendían todo lo que decía su madre. Biddy estaba tendida en el suelo con la lengua fuera; estaba tan gorda y reluciente que parecía un caramelo de café con leche medio deshecho. Pero los ojos de porcelana de Chinny se ensombrecieron al ver a Reginald, y olisqueó ligeramente, como si todo el mundo fuese un desagradabilísimo olor. ¡Zas!, volvieron a sonar las tijeras. ¡Pobrecillas flores, ahora eran ellas quienes recibían!

—Y se puede saber a dónde vas, si es que le está permitido a tu madre preguntártelo —añadió ella.

Por fin había terminado aquel mal trago, pero Reggie no aminoró el paso hasta perder de vista su casa, ya a medio camino de la del coronel Proctor. Solo entonces se dio cuenta de que hacía una tarde de primera. Por la mañana había llovido, una típica lluvia de finales de verano, cálida, intensa y pasajera, y ahora el cielo ya estaba despejado y solo quedaba una larga hilera de nubecillas, como patitos, que eran empujadas hacia el bosque. La brisa conseguía sacudir las últimas gotas de los árboles; una cálida estrella le salpicó la mano. ¡Plaf!, tamborileó otra en su sombrero. La calle desierta relucía, los setos olían a escaramujos, y las malvalocas brillaban enormes y hermosas en los jardines de las casas de campo. Y allí estaba la casa del coronel Proctor, ya había llegado. Tenía la mano sobre la cancela, el codo rozaba las matas de lilas, y polen y pétalos habían caído salpicándole la manga de la chaqueta. Pero esperemos un poco. Se estaba dando demasiada prisa. Todavía quería volver a pensárselo. Ahora, con tranquilidad. Pero ya estaba caminando por el sendero flanqueado por los grandes rosales. No podía hacerlo de aquel modo. Pero su mano ya había agarrado la campanilla, había dado un tirón, y la campanilla se había puesto a repicar alocadamente, como si hubiese ido a avisar que se calaba fuego en la casa. Y la doncella debía estar en el vestíbulo porque la puerta se abrió inmediatamente, y Reggie se encontró encerrado en la sala de estar antes de que la desbocada campanilla hubiese cesado de repicar. Y lo que todavía era más extraño, cuando dejó de hacerlo, la enorme sala, parcialmente sumida en la penumbra, con una sombrilla que alguien había olvidado posada sobre el piano, pareció animarle, o, mejor dicho, le excitó. Todo permanecía tan silencioso y, sin embargo, la puerta iba a abrirse de un momento a otro, y quedaría zanjado su destino. La sensación no era muy distinta de la que produce la espera en la consulta del dentista; casi se sentía impaciente. Pero al mismo tiempo, y ante su propia, e inmensa, sorpresa, Reggie se oyó musitar: “Oh, Señor, Tú que todo lo sabes, y que todavía no te has dignado hacer gran cosa por mí…” Aquello le hizo cobrar ánimos; le hizo volver a comprender la seriedad de aquel instante. Demasiado tarde. La manecilla de la puerta acababa de girar. Y Anne entró, cruzó el espacio en sombra que les separaba, y dijo, con aquella vocecita delicada:

—Lo siento mucho, papá no está. Y mamá ha ido a la ciudad dispuesta a comprarse un sombrero. Solo estoy yo para hacerte los honores de la casa, Reggie.

Reggie emitió un chasquido, se apretó el sombrero contra los botones de la chaqueta y balbuceó:

—La verdad es que solo había venido a… despedirme.

—¡Oh! —exclamó Anne suavemente, y dio un paso atrás, apartándose de él, y sus ojos grises parecieron cabrilear—. ¡Qué visita tan corta!

Y luego, ladeando un poco la barbilla, le miró y se echó a reír, con una risita blanda, mientras se alejaba de él, hacia el piano, y se recostaba en él jugando con la borla de la sombrilla.

—Lo siento —dijo—, siento que me dé esta risa. No sé qué me coge, es una ma…, mala costumbre —dijo, dando un ligero taconazo con el zapatito gris y sacándose un pañuelo de la blanca chaqueta de lana—. Debo aprender a dominarme, es totalmente absurdo —añadió.

—Por Dios, Anne —exclamó Reggie—, ¡pero si me encanta oírte reír! No podría imaginar nada más…

Aunque la verdad era, y ambos lo sabían, que no siempre estaba riendo; no era cierto que fuese una costumbre. Solo desde el día en que se habían conocido, a partir de aquel mismísimo instante, y por alguna extraña razón que Reggie hubiese deseado comprender a cualquier precio, Anne no podía contener la risa cuando le veía. ¿Por qué? No importaba dónde se encontrasen o de lo que estuviesen hablando. Podían empezar estando absolutamente serios, mortalmente serios —al menos en cuanto a él se refería—, pero luego, de pronto, a mitad de una frase, Anne le miraba, y un velocísimo estremecimiento cruzaba por su rostro. Sus labios se abrían, le cabrilleaban los ojos y empezaba a reír.

Otro hecho extraño a este respecto era que Reggie creía que Anne no tenía la menor idea de por qué se reía. La había visto girarse, fruncir el seño, morderse los carrillos, apretarse las manos. Pero no servía de nada.

Siempre acababa por brotar aquella risita larga y dulce, incluso mientras exclamaba: “No sé por qué me río”. Era un misterio…

Había vuelto a guardarse el pañuelo.

—Siéntate, por favor —le dijo—. Puedes fumar si quieres. Ahí tienes cigarrillos, en esa cajita, a tu lado. Yo también fumaré uno.

Reggie encendió una cerilla para alumbrárselo y al inclinarse ella hacia adelante descubrió el destello de la llamita en la perla del anillo de Anne.

—Te vas mañana, ¿no? —dijo ella.

—Sí, mañana. Ya no hay vuelta de hoja —dijo Reggie, expulsando una bocanada de humo. ¿Por qué demonios estaba tan nervioso? Aunque nervioso no era la palabra.

—Me cuesta…, me cuesta mucho hacerme a la idea —añadió.

—Sí, resulta difícil, ¿verdad? —dijo ella amablemente, y se inclinó hacia adelante para hacer rodar la punta de su cigarrillo en el borde del verde cenicero. ¡Qué hermosa estaba así! Sencillamente espléndida. ¡Y parecía tan chiquita en aquel enorme sillón! El corazón de Reginald estaba henchido de ternura, pero lo que en verdad le hacía estremecerse era su voz, aquella voz suave—. Me parece como si hiciera años que estás aquí —dijo ella.

Reginald aspiró profundamente del cigarrillo.

—A mí me parece horrible tener que volver —dijo.

—Co-ro-co-co-co —se oyó en medio del silencio.

—Pero te gusta estar allí, ¿no? —dijo Anne. Y dobló un dedo alrededor del collar de perlas—. Precisamente la otra noche papá estuvo comentando que creía que tenías mucha suerte pudiendo tener tu propia vida. —Y le miró. La sonrisa de Reginald fue un tanto desvaída.

—Yo no me considero terriblemente afortunado —dijo sin darle mayor importancia.

—Ro-co-co-co —volvió a oírse. Y Anne murmuró:

—Quieres decir que es solitario.

—No, no es la soledad lo que me preocupa —dijo Reginald, apagando bruscamente el cigarrillo en el cenicero verde—. La soledad puedo soportarla perfectamente, incluso me gustaba. Es el pensar que… —y de pronto, para horror suyo, notó que se ruborizaba.

—Ro-co-co-co. Ro-co-co-co.

Anne se incorporó de un saltito.

—Ven a decirle adiós a mis palomas —dijo—. Ahora las hemos puesto en la terraza aquí al lado. A ti te gustan las palomas, ¿verdad, Reggie?

—Muchísimo —dijo Reggie, con tal entusiasmo que, mientras él le abría el balcón y se hacía a un lado para dejarla pasar, Annie salió corriendo y en lugar de reírse de él empezó a reírse de las palomas.

De aquí para allá, de aquí para allá por la arenilla roja que tapizaba el suelo del palomar, se paseaban dos palomas. Una iba siempre delante de la otra. Una corría hacia adelante con un leve gritito y la otra la seguía solemnemente, saludando con la cabeza.

—¿Ves? —explicó Anne—. La que va delante es la señora Paloma. Se vuelve a mirar al señor Palomo, suelta una risita, y sale corriendo, y él la sigue, siempre saludando con la cabeza. Y eso hace que ella vuelva a reír. Y sale corriendo, y el pobre señor Palomo —exclamó Anne, sentándose sobre sus talones— la vuelve a seguir, siempre inclinando la cabeza… Y así se pasan la vida. No hacen otra cosa en todo el día, ¿sabes? —Se incorporó y cogió un puñado de granos dorados de una bolsa que se hallaba en el techo del palomar—. Cuando pienses en ellas desde Rodesia, Reggie, puedes tener la absoluta seguridad que eso será lo que estarán haciendo…

Reggie no dio el menor signo de haber visto las palomas ni de haber oído una sola palabra. De momento solo era consciente del inmenso esfuerzo que requería arrancar aquel secreto que llevaba dentro y brindárselo a Anne.

—Anne, ¿crees que algún día podrías sentir algo hacia mí? —Ya estaba. Lo había dicho. Y en la pequeña pausa que se produjo, Reginald vio el jardín inundado de luz, el tembloroso cielo azul, las hojas que se estremecían sobre la barandilla de la terraza, y a Anne dando vueltas con un dedo a los granos de maíz que tenía en la palma de la mano. Luego le vio cerrar lentamente la mano, y aquel nuevo mundo fue desvaneciéndose a medida que ella murmuró:

—No, no del modo que tú quieres decir.

Pero Reggie apenas tuvo tiempo de sentir nada porque ella salió corriendo, de modo que la siguió bajando los peldaños, por el sendero del jardín, bajo la rosaleda de encendidas flores, y por el césped. Una vez allí, con aquel alegre seto herbáceo tras ella, Annie se volvió hacia él.

—Reggie, yo te aprecio muchísimo. De verdad —dijo—. Pero… —sus ojos se abrieron más—, no de ese modo. —Su rostro pareció estremecerse con un escalofrío—. No del modo que se necesita apreciar a otra persona para poder… —y sus labios se abrieron y fue incapaz de contenerse. Empezó a reír—. ¡Lo ves, lo ves! —exclamó—, es por culpa de tu corbata a cuadros. ¡Incluso en un momento como éste, cuando uno piensa que realmente debería mostrarse solemne, no puedo hacer nada porque me recuerda la chalina que les pintan a los gatos en los dibujos! ¡Oh, por favor, Reggie, perdóname! ¡Soy horrenda, lo sé!

Reggie se apoderó de una de sus tibias manecitas.

—No tengo nada que perdonarte —dijo rápidamente—. ¿Qué iba a perdonarte? Y me parece que sé por qué te doy risa. Es porque tú estás por encima mío que siempre resulto ridículo. Lo comprendo, Anne. Pero si tuviese que…

—No, no, por favor —dijo ella apretándole la mano con fuerza—. No es eso. Eso no es verdad. No estoy por encima de ti. Tú eres mucho mejor que yo. Tú eres maravillosamente altruista y… amable y sencillo. Y yo no soy nada de eso. No me conoces. Tengo un carácter endiablado —dijo Anne—. Por favor, no me interrumpas. Además, no se trata de eso. La verdad es —dijo, moviendo la cabeza— que no podría casarme con un hombre que me hace reír. Seguro que esto lo comprendes. El hombre con quien me case… —suspiró dulcemente Anne. Pero se interrumpió. Hizo un ademán y, mirando a Reggie, le sonrió de un modo extraño, ensoñador—. El hombre con quien me case…

Y Reggie creyó ver a un extraño alto, apuesto y deslumbrante que aparecía frente a él y ocupaba su lugar; el tipo de hombre que Anne y él habían visto a menudo en el teatro, apareciendo en el escenario desde no se sabe dónde, tomando la heroína en sus brazos sin pronunciar palabra, y llevándosela tras una larga e intensísima mirada…

Reggie tuvo que ceder ante esa visión.

—Sí, comprendo… —dijo hoscamente.

—¿Lo dices de verdad? —preguntó Annie—. ¡Oh, me gustaría que de verdad me comprendieras! Me siento horrible, pero es tan difícil explicarlo… Comprende que yo nunca había… —se detuvo. Reggie la miró. Ya se estaba sonriendo—. ¿No es curioso? —prosiguió ella—. A ti te puedo decir cualquier cosa. Siempre he podido contártelo todo, desde el principio.

Reggie intentó sonreír y decirle: “Me alegro”. Pero ella prosiguió:

—Nunca he conocido a nadie que me agrade tanto como tú. Nunca me había sentido feliz con nadie. Pero estoy segura de que no es lo que la gente y los libros describen cuando hablan de amor. ¿Me comprendes? ¡Ah, si supieses qué violenta me siento! Pero juntos seríamos… como la señora y el señor Palomo.

Aquello bastó. A Reginald le pareció que era la puntilla final, y, al mismo tiempo, que era tan cruelmente cierto que apenas podía soportarlo.

—Por favor, no prosigas —dijo, y se apartó de ella, mirando hacia el jardín. Allí cerca estaba la casita del jardinero, con el oscuro acebo a su lado. Una nubecilla húmeda y azulenca, de humo transparente, estaba suspendida sobre la chimenea. Parecía una imagen irreal. ¡Cómo le dolía la garganta! ¿Podía hablar? Había recibido su merecido—. Tengo que volver a casa —farfulló, y se puso a caminar por el césped. Pero Annie corrió tras él.

—No, espera. No te vayas todavía —le suplicó—. No te puedes ir así con esta sensación —y le miró a los ojos frunciendo el ceño y mordiéndose el labio.

—Oh, no importa —dijo Reggie, obligándose a sobreponerse—. Ya se… —e hizo un gesto con la mano como para decir “ya me pasará”.

—Pero es terrible —dijo Anne, apretándose las manos y deteniéndose ante él—. Seguro que eres capaz de comprender que sería fatídico si nos casásemos, ¿no?

—Oh, sí, perfectamente —dijo Reggie, mirándola con ojos macilentos.

—Pero si es espantoso, tremendo, sintiéndome como me siento. Lo que quiero decir es que con el señor y la señora Palomo es muy divertido, ¡pero imagínalo en la realidad, imagínalo!

—Sí, ya veo —dijo Reggie y reemprendió su camino. Pero Anne volvió a detenerle. Le tiró de la manga, y ante su sorpresa, esta vez, en lugar de echarse a reír, le pareció que era una niña a punto de romper a llorar.

—¿Entonces, si me entiendes, por qué eres tan desgraciado? —sollozó—. ¿Por qué le das tantísima importancia? ¿Por qué pones esa cara tan…, tan desolada?

Reggie tragó saliva y de nuevo hizo ademán de apartar algo.

—No le puedo hacer nada —dijo—. Ha sido un golpe muy fuerte. Si nos separamos ahora creo que podré…

—¿Cómo puedes hablar de separamos, ahora? —dijo Annie despectivamente. Y pegó una patada en el suelo delante de Reggie; estaba sonrojada—. ¿Cómo puedes ser tan cruel? No puedo dejarte marchar hasta que sepa que eres tan feliz como lo eras antes de preguntarme si quería casarme contigo. Tienes que comprenderlo, es sencillísimo.

Pero a Reginald no le parecía tan sencillo como todo eso. Le parecía dificilísimo, imposible.

—Incluso si no puedo casarme contigo, ¿cómo voy a saber que estás tan lejos, solo escribiendo a ese ogro que tienes por madre, y que te sientes desgraciado, y que todo es por culpa mía?

—No es culpa tuya. No lo creas. Es el destino —dijo Reggie quitándole la mano que le agarraba de la chaqueta y besándola—. No me compadezcas, Annie, cariño —añadió amablemente. Y esta vez casi echó a correr, por debajo de la rosaleda en flor, y por el sendero del jardín.

—Ro-co-co-co. Ro-co-co-co —se oyó desde el palomar.

—¡Reggie, Reggie! —sonó en el jardín

Se detuvo y se dio media vuelta. Pero cuando ella vio su mirada tímida, confusa, no pudo contener una risita.

—Vuelve, señor Palomo —dijo.

Y Reginald regresó poco a poco por el césped.

*FIN*


“Mr and Mrs Dove”,
Sphere, 1921


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