Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

El septentrión, origen del microrrelato mexicano


Javier Perucho

El lindero norte de la república ha sido un reservorio de hombres, avances civilizatorios, procesos sociales o innovaciones literarias, entre otros muchos fenómenos socioculturales que han impactado en el acervo cultural de la nación.

A mí me corresponde hablar sobre los adelantos narrativos que han tenido lugar en dicha región, particularmente el caso del microrrelato, esa novedosa arquitectura narrativa que se configura como el Benjamín de los géneros literarios, que nació, como trataré de demostrar a partir de esta inicial hipótesis de trabajo, en los estados septentrionales de nuestro país hace ya un siglo.

Las figuras en que me baso para afirmar mi dicho, son el sinaloense Genaro Estrada, las figuras capitales de Alfonso Reyes, Julio Torri y Edmundo Valadés, además -por una licencia geográfica- de los escritores nacidos en el occidente de México: Juan José Arreola, Felipe Garrido y Martha Cerda, y concluyo con la pluma emergente de Luis Humberto Crosthwaite. Pero antes de sustentar dicha afirmación, veamos primero los antecedentes del género.

PANORÁMICA DE LA MICROFICCIÓN

El interregno literario que va del virreinato a la vida independiente nacional, da consistencia a una perquisición que proporciona un campo ya desbrozado y abonado a los estudios literarios del presente siglo. Las formas propias de la oralidad indígena (consejos, adivinanzas, fábulas, relatos orales) y mestiza (tradiciones, leyendas, dichos, refranes), aparte del caldo de cultivo que significó la herencia hispánica, amalgamaron el humus para el arraigo y florecimiento de esta institución literaria del microcuento, tanto en México como en el resto de Latinoamérica.

Para el siglo decimonónico, debemos buscar como prioridad en las prosas breves de Ángel del Campo (Micrós); en los textos concentrados y epigramáticos de Carlos Díaz Dufóo Jr. y en los poemas en prosa de Mariano Silva y Aceves, literatos a caballo entre los siglos XIX y XX, compinches en las andanzas literarias de Julio Torri.

Francisco Monterde (1894-1985) por pertenecer a una promoción literaria filial del siglo XIX que recreó los avatares, cuitas y nostalgia de una época perdida: la colonia, o la escuela colonialista, deben buscarse o, mejor dicho, debemos contemplarlos en una historia decimonónica de las arquitecturas narrativas cuyos formatos se valen de la brevedad para su expresión estética. Sí, en cambio, están presentes la figura tutelar de Alfonso Reyes; el padre fundador del microrrelato y el poema en prosa en México, Julio Torri; el maestro Edmundo Valadés, que sin sus fundamentales empresas editoriales el género aún seguiría permaneciendo sin categoría, cualidad y distinción narrativas; Juan José Arreola, por quien renació la fábula y el bestiario, dos géneros en desuso a mitad del siglo; Raúl Renán, en cuyos relatos breves el palimpsesto sobrepasa la mera estrategia literaria; Salvador Elizondo, en el que el sueño de la escritura es el soporte de la microficción; José de la Colina cuyos microcuentos se convierten en una miscelánea creativa; José Emilio Pacheco, sus historias rescatan segmentos olvidados de la historia trágica de la nación (cristeros y federales; migrantes desplazados a EE UU por motivos religiosos); René Avilés Fabila, donde los cuentos gota se amasan con la materia prima de la fantasía, se urden con los entretelones de la política y se sazonan con la voluntad de la imaginación; Felipe Garrido ha dado consistencia a una obra imprescindible para el entendimiento de la evolución del microrrelato; Guillermo Samperio trasplantó a la ficción breve los temas, hablas y sujetos arquetípicos de la ciudad de México. Las escritoras que importaron los temas ligados a la condición de la mujer, son Martha Cerda, quien los expresa con una escritura fallida, carente de voluntad crítica; Ethel Krauze, con mejor acierto, voluntad de estilo e imaginación literaria, da cuenta de las cuitas de la feminidad en el umbral del siglo XX, al igual que la novelista Rosa Beltrán, más cercana a la tradición anglosajona de la ficción súbita al modo de Ernest Hemingway. Y finalmente, Luis Humberto Crosthwaite, el escritor más joven en este recuento que habita en la ciudad más septentrional de la república, Tijuana, geografía que ha dado en estos últimos tiempos las novísimas voces que han refrescado el ambiente republicano de las letras.

Por parte de los transterrados europeos o latinoamericanos, destacan el gran tertuliano Max Aub, a quien debemos la promoción y educación literaria de varias generaciones de literatos; el suizo argentino Sergio Golwarz, que en su peregrinar por tierras mexicanas dio a la imprenta un olvidado cuentario que lo coloca como uno de los artífices de la microficción en los años sesenta; Augusto Monterroso, a pesar de que sus microcuentos trabajosamente suman una treintena, logró imprimir al género una consistencia nunca lograda y convertir a uno de sus cuentos en el paradigma literario del cuento brevísimo; Otto-Raúl González, aunque gira en la órbita de su compatriota, plantea en sus fabulaciones palimpsésticas novedosos acercamientos a los mitos literarios; Alejandro Jodorowsky, el escritor fundador del Teatro Pánico, también incursionó en el género atrayendo los desgarramientos sociales que el Cono Sur padeció en décadas pasadas e importó el tema del tirano al ámbito de la microficción.

LINDEROS DEL NORTE

¿Qué es el Visionario de la Nueva España? Aparte de una recreación del tiempo ido de la colonia, es la invención de un microcosmos atado a la idiosincrasia criollista. Genaro Estrada (Sinaloa, 1887-1937) dio a la imprenta esas “letras minúsculas” en 1921, como llamó él mismo a sus prosas breves.

Michoacán (Mariano Silva y Aceves), Coahuila (Julio Torri) y Sinaloa (Genaro Estrada) fueron los hombres y las tierras fértiles de donde surgió la literatura colonial.

Esas fantasías mexicanas, qué son genéricamente, ¿estampas?, ¿viñetas?, ¿o un antecedente de lo que hoy llamamos microrrelato? Reúnen todo para considerarlas como tales: son breves, se ajustan a la brevedad natural del género, también son concisas, por ello han sufrido un proceso de condensación narrativa; la elipsis es otro de sus atributos literarios y, sobre todo, encierran una epifanía, donde hay una revelación súbita en cada fantasía.

Por su parte, Alfonso Reyes (Monterrey, 1889-1959) nos sentó definitivamente en el banquete de la cultura; en su mesa nos enseñó la diferencia entre lo crudo y lo cocido, la miel y la sal, el vino y el agua. Las maneras de mesa.

Junto con Jorge Luis Borges, el regiomontano acuñó las primeras ficciones breves donde el sueño y la vigilia, la metaficción y el palimpsesto, la economía verbal y el adjetivo sopesado, convivieron por primera vez en la narrativa microficcional; sin embargo, por su alto prestigio y proyección internacional o de plano puro malinchismo, Borges se constituyó en el paradigma prosístico del cuento cortísimo desplazando, a veces eclipsando, en otras iluminado, a la ficción alfonsina. Empero, ubico otras dos causas por las cuales desconocemos o nos resulta poco familiar la obra del regiomontano en su faceta de relator de microcosmos: el inmenso sarcófago que suman veintitantos volúmenes -y los que restan- en que se ha enclaustrado su obra completa, nada fácil de manejar, complicada en su orden, sin facilidades editoriales de lectura, pues carece de una cartografía para su navegación (índices general, onomásticos o de obras, entre otros referencias). Por último, en la academia no hemos sabido transmitir el inmenso saber cultista que acumuló en sus papeles, tampoco hemos logrado facilitar y acercar su lectura a nuestros estudiantes de bachillerato o licenciatura. Muy pocos de ellos podrán responder -en caso de interpelación- a la pregunta, ¿conocen Ifigenia cruel, La afición de Grecia o Ficciones?

Siendo Reyes un fundador de instituciones, además de un polígrafo versátil, el establecimiento y la aclimatación del microrrelato en México no le fue ajeno. A él debemos también el impulso definitivo que recibió Julio Torri para proseguir y concluir una empresa literaria que, aunque escasa, es canónicamente una de las más perdurables de la república literaria.

Aunque don Alfonso publicó muy dispersamente sus cuentos cortísimos en cuanta revista literaria le cedió sus páginas, no fue sino hasta Ficciones donde recogió de manera plena sus cuentos, en apariencia de menor envergadura, que hoy podemos leer con asombro, placer y deleite por los microcosmos que en ellos fueron recreados. También fue autor de un disperso bestiario, que José Luis Martínez se encargó de recopilar y Juan Soriano de ilustrar en Animalia (1990), cuya fauna doméstica, ordinaria o autóctona -el colibrí, la sirena, el manatí- se encuentra muy distante de la zoología fantástica que pastorea en el universo borgiano.

En una buena parte de dichos cuentos prevalece -afirmación sin ningún afán de enmienda o insensata corrección estilística- ese hábito muy suyo proclive a la reflexión, la crítica o el análisis más propio de su obra ensayística. Aun así, “La elefanta”, “El basurero” o cualquier otra historia cortísima suya, se lee con el más profundo agrado, por la revelación que contiene la clausura de la historia, por la súbita epifanía que nos conforta, tal como confortó el narrador oral en la primitiva noche, apenas iluminado y abrigado por la llama de la hoguera, en medio de la inhóspita llanura.

Ahora bien, del reyismo literario pasemos a la cepa del torrismo. Se ha afirmado que el microrrelato es un género inédito y novedoso, pero sólo en apariencia lo es, porque se trata de una institución literaria con al menos un siglo de antigüedad en nuestras letras.

Por el establecimiento de la historia literaria se puede establecer que el primer cuento brevísimo mexicano, fue publicado por Julio Torri, bajo el nombre bautismal de “Werther”, en las páginas de una publicación llamada La Revista, que se editó en Saltillo; microcuento de cuyo excipit extraigo la siguiente frase: “Yo no pude contenerme, lancé un grito y desperté; me había quedado dormido sobre el Werther.”

Alteraciones de la vigilia en el sueño, palimpsesto y metaficción, valores predominantes del microrrelato contemporáneo, que se convierten en innegables aportaciones del coahuilense. Por ésos y otros valores lo considero el padre fundador del microrrelato contemporáneo.

El paso del tiempo prueba mi dicho: acaba de cumplirse el primer centenario de la publicación de su minicuento “Werther”, piedra de fundación del microrrelato mexicano que, como ya se dijo, fue publicado en La Revista el 1 de febrero de 1905.

Don Julio nació al mundo en Coahuila (1889), y murió en la ciudad de México en 1970. Él y Genaro Estrada fueron dos de los pilares del Ateneo de la Juventud; ellos fueron dos de los escritores que junto con Alfonso Reyes abrieron el surco para el cultivo y florecimiento de un género legitimado por su práctica durante el siglo pasado en América Latina y España.

La primera edición de Poemas y Ensayos data de 1917 (Librería y Casa Editorial de Porrúa Hermanos), hoy escritores y analistas literarios la hemos convertido en la Biblia de la microficción, pues en ese esbelto volumen se contienen los temas campo por los cuales los narradores del siglo pasado transitaron, verbigracia: el escritor derrengado o imposibilitado de escritura (presente en Arreola, Monterroso, Renán et al.), la sirena -a partir de “Circe”, el cuento circadeano está presente en todos los literatos incursionados en el microrrelato, desde Raúl Renán hasta Marcial Fernández-; el conflicto entre civilización hispana y anglosajona vislumbrado en “De una benéfica institución”, preludio al cuento monterrosiano “Mr. Taylor” y al doctorando de Minnesota que Arreola boceta irónicamente en “De balística”.

Los temas que arropa dicho libro inaugural están anclados a su época -decenio de 1910-1920-, durante la cual la revolución mexicana estaba en su más alto fulgor. Fenómeno social que no se encuentra registrado en Ensayos y Poemas, al contrario, la conquista de la Luna, el deseo de pérdida, la sinceridad, la vida de ultratumba, la patria mendicante, el escritor sin genio, el pretendiente timorato y la idiosincrasia del criollismo, lo alejan de su reconocimiento. Tal vez sólo “Noche mexicana”, narración que tiene como proscenio la sublevación de La Ciudadela, en la que falleció el padre de Alfonso Reyes, y la parodia que se gasta en “De fusilamientos” -que por cierto, es el único texto datado (1915) en su obra, como si el autor quisiese atraer la atención hacia el contexto histórico nacional- sean las escasas referencias al fervor revolucionario.

Sin embargo, también fue un adelantado de los mundos descubiertos por la ciencia ficción (“La conquista de la Luna”), la reconstrucción de la mentalidad, vida cotidiana del virreinato y la idiosincrasia del criollismo que ofreció la literatura colonial en la recreación de sus minificciones identitarias “Fantasías mexicanas” y “Vieja estampa”.

Los precursores del microrrelato latinoamericano fueron Julio Torri con Ensayos y Poemas (1917), el colombiano Luis Vidales, por Suenan timbres (1926) y José Antonio Ramos Sucre, de Venezuela, por El cielo de esmalte (1929).

Edmundo Valadés (Sonora, 1915-1994) en el medio siglo mexicano, se convirtió en el promotor, divulgador y animador del “cuento brevísimo”, así llamado por él en las páginas de El Cuento. Revista de Imaginación -revivida en 1964, pero su primera época se remonta a junio de 1939-. El primer concurso que premiaba el relato cortísimo fue celebrado en su número 3, de julio de 1964.

También el maestro Valadés recogió su experiencia como editor y fabulador de minificciones en su olvidada pero luminosa e ilustrativa “Ronda por el cuento brevísimo”, en la que compartió con las generaciones inmediatas, próximas y futuras su sabiduría literaria, donde definió la naturaleza del género, así como sus diferencias con otras modalidades expresivas, y preliminarmente estableció una taxonomía y una deontología del cuento jíbaro.

Nunca estará de más recordar que sus microficciones dispersas en los diarios, suplementos, revistas y demás publicaciones que dirigió o en las que participó, aún no han sido recopiladas en volumen, las que calculo -por las que tengo noticia y registro- en más de un centenar.

Sonora, por ser uno de sus hijos ilustres y nosotros (analistas de lo literario) estaremos en deuda con él hasta no recoger en un volumen todas y cada una de sus ficciones mínimas.

Al inicio del ensayo anuncié una licencia geográfica a mi establecimiento de los linderos del norte mexicano, pues ni Juan José Arreola (Jalisco, 1918-ciudad de México, 2001), ni Felipe Garrido (nacido en Jalisco en 1942), ni menos aun Martha Cerda (Jalisco, 1945), nacieron en los confines de la patria, muy al contrario, nacieron al mundo en el mero occidente del país. Pero sin ellos este recuento quedaría muy incompleto. Sobre todo si no se habla de Arreola, hijo legítimo de Torri, su heredero en la continuidad de los temas, amor al terruño, relatos telúricos, obcecada obediencia a la economía verbal, al laconismo y a la precisión léxica.

La brevedad y concisión de las invenciones arreolistas, así como la condensación, elipsis y lograda epifanía, son sus mejores atributos narrativos, bebidos del manantial torriano.

Habitualmente, se consideraba que después de Reyes y Torri se producía un vacío autoral en el terreno de la minificción, se pensaba que había un brusco salto generacional que aterrizaba hasta Augusto Monterroso, también se creía que en ese ínterin no existía continuidad, de obras y autores, que prolongara el cultivo del género. Mas ahora se puede afirmar que Arreola fue el puente, la correa de transmisión entre aquel soberbio grupo literario que inauguró el siglo literario y las sucesivas hornadas de escritores que contemplaron en el cuento brevísimo una expresión genuina y legítima de las artes de la narración.

Arreola fue, entonces, el paso franco que dio continuidad a la tradición, desde sus empresas editoriales (que impulsaron a los entonces jóvenes talentos Pacheco, De la Colina, Avilés Fabila y muchos más, y a los consagrados, entre ellos la figura binacional de Max Aub), o desde su obra, cuyo derrotero inicia con Varia invención (1949), libro inaugural de su bibliografía, otra piedra de fundación en el arte de buen narrar; le siguieron Confabulario (1952); Bestiario (1958), obra renovadora en las letras latinoamericanas de un género cuyo cultivo más cercano se remonta al medioevo; La feria (1963) y concluye con Palindroma (1971), libros representativos que sintetizan las temáticas, modos, estructuras y topografía del legado arreoliano.

Las series Cantos de mal dolor, Prosodia y Variaciones sintácticas, se desprendieron, las dos primeras, de Bestiario, y la tercera, de Palindroma. Cinco libros que despliegan un arco creativo que abarca dos décadas de escritura e invención.

Los personajes que transitan de un libro a otro, son: el cuentero, el comerciante, el marido, el cornudo. Las problemáticas sociales, las paradojas morales, los conflictos humanos. Los rasgos del estilo: el prodigio en la economía de los vocablos, la conciencia de la palabra justa, el dominio del oficio, los ardides del narrador que administra lo dicho y lo callado, los mecanismos sutiles del cuento. La inocencia del adolescente. Los estímulos de lectura convertidos en ejercicios creativos. El costumbrismo. La fantasía. El cosmopolitismo. La mexicanidad. En fin, la extemporaneidad de un artista ajeno a las modas, las corrientes, las vanguardias. Sin embargo, a pesar de todas esas virtudes, también se notan las fallas estructurales en el diseño de interiores. Varios de sus libros no cuajan por los constantes cambios de tono, registros, saltos abruptos de espacialidades a temporalidades; extensiones y brevedades. Vaya un solo ejemplo que no intenta la enmienda del escritor, menos aún la profanación de su memoria.

Si descartamos de Confabulario los relatos largos “El guardagujas”, “El prodigioso miligramo”, “De balística”, “Pablo”, “Un pacto con el diablo”, así como “El silencio de Dios”, ya que encuentran su logro estético en la extensión, nos quedamos con veinticuatro textos breves, y si a este primer cernimiento restamos la “Parábola del trueque” y la “Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos”, por pertenecer a otra tipología narrativa, tendremos entonces veintidós relatos que cumplen cabalmente con las características buscadas y solicitadas al microrrelato. Entonces hallaremos el paradigma del microrrelato. Torri, Arreola y Monterroso, entonces, conforman lo que he denominado el canon Torremonte, que soportan valores narrativos y un paradigma de escritura que rigen la invención y la trama de las microficciones mexicanas, latinoamericanas y acaso, españolas.

Absolutamente septentrional y reciente, Luis Humberto Crosthwaite (Tijuana, 1962) pertenece a la nueva ola de narradores que se ha desparramado del norte literario. Sus primeras incursiones en la microficción se pueden rastrear en el libro No quiero escribir no quiero (1993), donde se prefiguran sus temas (la mujer, el pachuquismo, la adolescencia, el cholismo, el convivio con los gringos), escenarios (la frontera: los linderos de la patria: Tijuana), las innovaciones lingüísticas (caliche, bilingüismo, regionalismos, neologismos), sintácticas (uso indiscriminado de mayúsculas, alteraciones del párrafo oracional, coma lúdica), estilísticas e influencias más inmediatas (los narradores de la Onda, la música mexicana, el rock y el bolero, además del uso sopesado de los epígrafes).

Este libro de cuentos prefigura en su estructura una de sus novelas más recientes: Idos de la mente. La increíble historia y (a veces) triste historia de Ramón y Cornelio (2001), porque está elaborada por breves segmentos narrativos subordinados a la anécdota principal, elaborados con el mismo principio de autonomía narrativa que distingue al microrrelato.

Como en sus cuentos, los aparentes fragmentos que constituyen cada capítulo, estriban entre cinco y diez líneas que son contenidas en una sola parrafada. Los susodichos Ramón y Cornelio, dos fenómenos de la música norteña, son los protagonistas de esta historia que transcurre en el norte mexicano.

Junto con Cristina Rivera Garza, Luis Humberto inaugura un nuevo paradigma en la república literaria mexicana. El tijuanense y la tamaulipeca han roto con la regla dominante que subordinaba desde el centro del país. Tradicionalmente, los escritores nacidos fuera de la capital federal hacían su carrera en el Distrito Federal, desde donde a veces la iniciaban, aprendían el oficio, o consolidaban y difundían su fama y gloria al resto del país o, en el mejor de los casos, las promocionaban hacia el extranjero.

Desde San Diego y Tijuana, Rivera Garza y Crosthwaite se han proyectado como dos figuras indispensables en el horizonte de la joven literatura mexicana. En sus obras, Cristina y Luis Humberto han cristalizado dos estéticas en el último confín de la patria.

Los escritores que se revisan en este rápido panorama dan cuenta de los avatares de la microficción hecha en el norte mexicano; en él se trazaron las coordenadas espacio temporales para la ubicación de obras, comprobación de fechas y seguimiento de los escritores adeptos al género.

En fin, en esta vista panorámica se procuró dar noticia certificada de un género, en una región específica del país y en un mismo siglo, a partir de una pesquisa basada en indicios, rendición de pruebas y la comprobación de las hipótesis de posibilidad planteadas. Su ejecución, conclusiones y claridad de exposición a ustedes les corresponde evaluar.

FIN


JNota: Javier Perucho, editor y ensayista. Su libro más reciente es la compilación de ensayos Estéticas de los confines (México, Verdehalago, 2003).



Más Historia y teoría de Javier Perucho