Me pregunto por los árboles.
¿Por qué deseamos soportar
siempre sus sonidos
más que otro sonido
tan cerca de nuestra morada?
Los sufrimos día tras día
hasta que perdemos toda medida del ritmo,
y la fuerza de nuestras alegrías,
y adquirimos el aire del que escucha.
Son eso que habla de marcharse
pero nunca se escapa;
y no dejan de hablar pese a aprender,
según se hacen viejos y más y más sabios,
que no habrá otra elección sino quedarse.
Mis pies tiran del suelo
y a veces mi cabeza se oscila entre mis hombros
cuando veo los árboles balancearse,
desde la ventana o la puerta.
Partiré hacia alguna parte,
tomaré la imprudente decisión
algún día cuando estén hablando
y dando vueltas para asustar
las nubes blancas que tienen sobre ellos.
Tendré menos que decir,
pero me iré.