El sueño
[Cuento - Texto completo.]
León TolstóiI
-No la considero hija mía, compréndelo. Pero, de todos modos, no soy capaz de dejarla a cargo de personas extrañas. Arreglaré las cosas de manera que pueda vivir como se le antoje; mas no quiero saber nada de ella. Nunca hubiera imaginado una cosa así… ¡Es terrible!… ¡terrible…!
Se encogió de hombros, sacudió la cabeza y alzó los ojos. Era el príncipe Mijail Ivánovich Sh., un hombre sesentón, quien hablaba así con su hermano menor, el príncipe Piotr Ivánovich, de cincuenta años, mariscal de la nobleza de esa provincia.
La conversación tenía lugar en la ciudad provinciana, a la que había ido el hermano mayor, desde San Petersburgo, al enterarse de que su hija, que huyera un año atrás, se había instalado allí con su criatura.
El príncipe Mijail Ivánovich era un anciano apuesto, lozano, de cabellos grises y hermoso rostro, de expresión altiva. Su familia constaba de su esposa, una mujer vulgar que, a menudo, reñía con él por cualquier nimiedad; de su hijo, un muchacho despilfarrador y juerguista, aunque “decente”, según decía el viejo; y de dos hijas, la mayor, que se había casado bien y vivía en San Petersburgo, y la pequeña, Liza, su favorita, que había huido de casa hacía casi un año, apareciendo por aquellos días, con su criatura, en aquella lejana ciudad provinciana. Piotr Ivánovich hubiera querido preguntar a su hermano en qué condiciones se había marchado Liza y quién era el padre del niño; pero no se atrevió. Aquella misma mañana, cuando su mujer demostró compasión a su cuñado, Piotr Ivánovich había podido ver el sufrimiento en el rostro de Mijail Ivánovich, los esfuerzos que hacía por ocultarlo, bajo una expresión de altivez; y que, para cambiar de conversación, le había preguntado cuánto pagaba por el piso. Durante el almuerzo, rodeado de familiares e invitados, se había mostrado burlón e ingenioso, como de costumbre. Solía tratar altivamente a todo el mundo, exceptuando a los niños, a quienes mostraba gran afecto. Sin embargo, era tan natural, que todos parecían concederle el derecho a mostrarse altivo.
Por la noche, su hermano organizó una partida de cartas. Cuando Mijail Ivánovich se hubo retirado a la habitación que le habían preparado y se quitaba la dentadura postiza, alguien dio dos golpecitos en la puerta.
-¿Quién es?
–C’est moi, Michel.
El príncipe reconoció la voz de su cuñada. Hizo una mueca, volvió a ponerse la dentadura; y, mientras se preguntaba qué diablos podía necesitar, exclamó:
–Entrez.
Su cuñada era una mujer dulce y tranquila, que obedecía en todo a su marido. No obstante, algunos la consideraban estrambótica, y otros, incluso tonta. Aunque se trataba de una mujer bastante bien parecida, siempre iba despeinada y mal vestida; y, a veces, con gran asombro de Piotr Ivánovich y de los conocidos, exponía unas ideas muy extrañas, nada aristocráticas, que no cuadraban en absoluto a la esposa de un mariscal de la nobleza.
–Vous pouvez me renvoyer, mais je ne m’en irai pas, je vous le dis d’avancé1 -empezó diciendo, con la falta de lógica que le era propia.
–Dieu préserve -replicó Mijail Ivánovich; y le acercó un sillón, con su habitual cortesía, un tanto exagerada-. Ça ne vous dérange pas?2 -añadió, sacando un cigarrillo.
-Escuche, Michel; no he de decirle nada desagradable. Sólo quería hablarle respecto de Liza.
Mijail Ivánovich suspiró; probablemente eso le resultaba doloroso; pero no tardó en recobrarse y, sonriendo con expresión cansada, dijo:
-Mi conversación con usted sólo puede ser sobre un tema, precisamente sobre el que quiere hablarme.
Al pronunciar estas palabras, el príncipe evitó mirar a su cuñada, así como nombrar el tema de la conversación. Pero ella, la mujer regordeta y bien parecida, no se turbó; y continuó mirando a Mijail Ivánovich, con sus ojos azules, bondadosos y suplicantes.
–Michel, bon ami, apiádese de ella. Liza también es una persona -añadió, con un profundo suspiro, lo mismo que el de Mijail Ivánovich.
-Nunca lo he dudado -replicó éste, con una sonrisa desagradable.
-Es su hija.
-Lo era. Pero, querida Aline, ¿a qué viene esta conversación?
-Michel: tiene usted que verla. Quería decirle que el culpable de todo…
El príncipe Mijail Ivánovich se arrebató; y su rostro se tornó terrible:
-¡No hablemos más, por Dios! Ya he sufrido bastante. Ahora ya no me queda más que el deseo de crearle una situación tal que no sea una carga para nadie, que no tenga ninguna clase de relaciones conmigo y que viva su propia vida. Nosotros seguiremos nuestra existencia familiar, ignorándola por completo. Quiero que sea así.
-Michel: siempre habla usted de su propio “yo”. Ella también tiene su yo…
-Nadie lo duda; pero, querida Aline, le ruego que dejemos este tema. Me resulta demasiado doloroso.
Alexandra Dimitrievna guardó silencio y movió la cabeza.
-¿Masha opina lo mismo?
Se refería a la mujer de Mijail Ivánovich.
-Exactamente igual.
Alexandra Dimitrievna chascó la lengua.
–Brisons là dessus. Et bonne nuit3 -dijo, pero no se fue.
Guardó silencio durante un rato.
-Piotr me dijo que se propone usted dar dinero a la mujer que la hospeda. ¿Sabe las señas?
-Sí.
-Entonces no lo haga por medio de nosotros; vaya usted mismo. Y fíjese bien en cómo vive. Si no quiere verla, probablemente no la verá. Él no se encuentra allí; no hay nadie en la casa.
El príncipe se estremeció de pies a cabeza.
-¿Por qué me atormenta? Su actitud no es hospitalaria.
Alexandra Dimitrievna se puso en pie; y pronunció, enternecida y con la voz dominada por las lágrimas:
-¡Es tan buena y tan digna de lástima!
El príncipe se había levantado y esperaba así a que su cuñada terminase de hablar. Ella le tendió la mano.
-Michel, eso no está bien -murmuró, abandonando la estancia.
Después de esto, Mijail Ivánovich paseó largo rato por la alfombrada habitación, que habían convertido en dormitorio para él; y, haciendo muecas y estremeciéndose, exclamaba: “¡Ay, ay!”.
Pero al oír su propia voz se asustaba y volvía a guardar silencio.
Lo atormentaba su orgullo ofendido. ¡La hija de Mijail Ivánovich, que había sido educada en casa de su madre, la célebre Avdosia Borisovna, la cual recibía en su casa a la emperatriz; la hija de Mijail Ivánovich, que había pasado su vida como un caballero, sin tacha ni reproche… ¡El hecho de que tuviera un hijo natural, de una francesa, al que había instalado en el extranjero, no menguaba en absoluto la elevada opinión que tenía en sí mismo! Y he aquí que, de pronto, su hija, por la cual no sólo había hecho lo que debe hacer cualquier padre -la había educado perfectamente, dándole posibilidad de elegir un partido entre la mejor sociedad rusa- sino a la que adoraba y de la que se enorgullecía, lo había mancillado; y ahora no podía mirar a nadie a la cara sin sentirse avergonzado.
El príncipe recordó la época en que no sólo la trataba como a su hija, como a un miembro de la familia, sino que le profesaba un amor muy tierno y se sentía orgulloso de ella. La recordó, tal como era a los ocho o nueve años: una chiquilla inteligente, graciosa y vivaracha, de ojos negros y brillantes y de cabellos rubios, que le caían por la espalda huesuda. Solía subírsele a las rodillas; y, echándole los brazos al cuello, le hacía cosquillas, riendo a carcajadas y sin hacer caso de sus protestas. Después, lo besaba en la boca, en los ojos y en las mejillas. El príncipe era enemigo de toda expansión; pero esto lo enternecía y, a veces, se entregaba a ella. Y, en aquel momento, evocó los ratos agradables que pasara acariciando a su hija.
Y este ser, que antaño le fuera tan querido, había podido convertirse en lo que era ahora. Un ser en el que no podía pensar sin sentir repulsión.
Evocó la época en que Liza se hizo mujer y en el sentimiento especial de temor y ofensa que experimentara al notar que los hombres la miraban. Recordó los celos que sintiera hacia ella, cuando venía a verlo, vestida con traje de noche, en actitud coqueta, porque sabía que estaba bella, así como cuando la veía en los bailes. Siempre le daba miedo de que le dirigieran miradas impuras; en cambio, ella no comprendía esto, y hasta parecía alegrarse. “Es una idea equivocada creer en la pureza de la mujer -pensó-. Al contrarío, no saben lo que es la vergüenza, no la tienen”.
Recordó también que, sin que él comprendiera el motivo, su hija había rechazado a magníficos pretendientes y que, al frecuentar la sociedad, se apasionaba cada vez más por su propio éxito. Pero eso no podía durar mucho. Transcurrieron tres años. Todos la conocían. Era bella, pero no estaba ya en su primera juventud y se convirtió en un accesorio habitual de los bailes. Mijail Ivánovich presentía que se iba a quedar soltera; y no deseaba más que una cosa: casarla cuanto antes. Si no podía ser tan brillantemente como antes, al menos que hiciera una boda decente. Pero la actitud de su hija era altanera y provocativa. Al recordarla ahora, experimentó un sentimiento de ira hacia ella. ¡Había rechazado a tantos hombres decentes, para caer luego en este horror! “¡Ay, ay!”, gimió de nuevo; y, deteniéndose encendió un cigarrillo. Empezó a pensar en la manera de entregarle el dinero y cómo iba a arreglárselas para prohibirle que fuera a verlo. Pero recordó, de nuevo, que hacía relativamente poco -Liza tenía ya más de veinte años- había coqueteado con un chiquillo de catorce, un paje, al que habían invitado a su casa de campo. Había enloquecido al muchacho, el cual lloraba a lágrima viva. Replicó a su padre en actitud fría e incluso grosera, cuando éste, para poner fin a esos estúpidos amoríos, mandó al muchacho que se fuese. Desde entonces, las relaciones con su hija, frías de por sí, se enfriaron aún más. Era como si la muchacha se considerase ofendida por algo.
“¡Tenía yo más razón que un santo! Tiene una naturaleza malvada e impúdica”, pensó.
Finalmente, recordó el horrible momento en que se recibió su carta de Moscú. Escribía que no podía volver en las condiciones en que estaba; que era una mujer perdida y desgraciada; y rogaba que la perdonase y la olvidase. Evocó asimismo las desgarradoras conversaciones que tuviera con su mujer, así como las suposiciones, las suposiciones cínicas que finalmente se hicieron realidad: la desgracia había sucedido en Finlandia, donde habían mandado a Liza, por una temporada, a casa de una tía suya. El culpable, un estudiante sueco, casado, era un hombre insignificante, vacío, miserable.
Ahora recordaba todo esto, dando paseos por la habitación; pensaba en el amor que había profesado a su hija; se horrorizaba por su caída, incomprensible para él; y la aborrecía por el dolor que le había causado. Al pensar en las palabras de su cuñada, trató de imaginarse el modo de perdonar a Liza; pero en cuanto surgía su propio ‘Yo”, su corazón se invadía de sentimiento de repulsión, ofensa y orgullo. Volvió a emitir un gemido; y trató de pensar en otra cosa.
“No; esto es imposible. Le daré el dinero a Piotr, para que él se lo entregue mensualmente. Ya no tengo hija.”
Y de nuevo lo embargó la extraña y confusa sensación que lo atormentaba sin cesar: una especie de enternecimiento al recordar el cariño que había profesado a su hija; y una ira atormentadora, por el dolor que ésta le había causado.
II
En el último año, Liza había sufrido incomparablemente más de lo que sufriera en los veinticinco precedentes. Durante ese año se le reveló repentinamente lo vacía que había sido su vida anterior; y vio, de un modo claro, la bajeza de la existencia que llevara entre la alta sociedad petersburguesa, así como en su casa, donde, lo mismo que los demás, disfrutaba de una vida animal, aunque tan sólo superficialmente, sin llegar a caer en sus profundidades.
Durante los primeros tres años las cosas marcharon bien; pero, luego, los bailes, las veladas, los conciertos, las cenas, los peinados y los trajes de noche, que realzaban la belleza del cuerpo; los pretendientes -unos jóvenes y otros de edad, pero todos iguales, que parecían saberlo todo y tener derecho de aprovecharse y de reírse de cuanto tuvieran delante-; los meses de verano en el campo, los mismos paisajes, que sólo proporcionaban placeres superficiales, la música y la lectura que planteaba los problemas de la vida, pero no los resolvía… Cuando todo esto duraba ya siete u ocho años, sin prometer cambio alguno, e iba perdiendo cada vez más el encanto, Liza se sumió en la desesperación y deseó la muerte. Sus amigas procuraron atraerla hacia las actividades benéficas. Y, entonces, vio la miseria auténtica, que repelía, y la miseria fingida, aún más digna de lástima y más repulsiva, así como la terrible frialdad de las damas del patronato, que llegaban en sus coches, avaluados en miles de rublos, vestidas con lujosos atuendos; y se sintió aún más desesperada. Deseaba hallar algo auténtico: vivir, y no jugar a la vida. El mejor de sus recuerdos era el amor que sintiera por un cadete, al que llamaban Koko. Había sido un sentimiento bueno y honesto; pero ya no podía haber nada semejante. Cada vez estaba más triste; y cuando fue a Finlandia a casa de su tía, se encontraba en ese estado de ánimo. El nuevo ambiente, la naturaleza y la gente, tan distinta; todo le resultó interesante y atractivo.
No hubiera podido decir el día en que comenzó aquello. En casa de su tía había un invitado, de nacionalidad sueca. Solía hablar de su trabajo, de su pueblo y de una novela que estaba escribiendo: Liza ignoraba cuándo y cómo habían empezado aquellas miradas y aquellas sonrisas, cuyo sentido no hubiera podido expresar por medio de palabras, pero que, según ella, sobrepasaban todo lenguaje. Les revelaban a ambos, no sólo sus almas, sino también unos misterios magnos e importantísimos, comunes a toda la humanidad. Gracias a esas sonrisas, cada palabra pronunciada por el sueco adquiría un significado grandioso. Y también la música, siempre que la oían juntos cantaban a dúo. Lo mismo ocurría con los libros, leídos en voz alta. A veces discutían, defendiendo cada uno su opinión; pero bastaba que se encontrasen sus ojos y que se sonrieran, para que la discusión cayese por tierra, mientras el sueco y Liza se elevaban a unas regiones que sólo les estaban reservadas a ellos. Liza no sabía cuándo había sucedido esto. Ignoraba cómo y cuándo había surgido el diablo entre esas miradas y esas sonrisas, envolviéndolos a ambos al mismo tiempo; pero cuando tuvo miedo, los hilos invisibles que los unían estaban entrelazados ya, con tal fuerza, que se sintió impotente para liberarse; y puso sus esperanzas en él, en su caballerosidad. Esperaba que el sueco no se valiera de su fuerza, aunque eso era lo que deseaba vagamente.
Su impotencia para luchar se acentuó, debido a no tener a qué aferrarse. Su vida mundana, tan superficial y falsa, se le había vuelto odiosa. No quería a su madre; y se imaginaba que su padre la había apartado de sí. Deseaba ardientemente vivir la vida y no jugar a vivir; y se representaba la realización de sus deseos en el amor, en un amor completo de mujer a hombre. Su naturaleza, saludable y apasionada, la arrastraba a lo mismo. Liza creía que la verdadera vida estaba en él, en ese hombre de alta y apuesta figura, de cabellos rubios y tiesos mostachos, bajo los que resplandecía una sonrisa atractiva y poderosa. En él veía la promesa de lo mejor que existe en el mundo. Así, pues, esa sonrisa y esas miradas, esas esperanzas y esas promesas de algo magnífico e irrealizable, la condujeron a lo que debían conducirla, inevitablemente. Y, de pronto, todo lo que parecía encantador, espiritual y alegre, todo lo que estaba lleno de esperanza, se tornó repulsivo, brutal, triste y desesperante.
Liza le miraba a los ojos, trataba de sonreír, de disimular, de hacer ver que no temía nada, que así debía ser; pero, en el fondo de su alma, le constaba que todo se había echado a perder, que el sueco no encerraba lo que había buscado, ese algo que poseían ella y Koko. Le dijo que escribiera a sus padres, pidiéndola en matrimonio. Él se lo prometió. Pero, en la próxima entrevista, le comunicó que no podía hacerlo en seguida. Liza leyó en sus ojos una expresión tímida, equívoca, que le hizo sospechar aún más. Al día siguiente, recibió una carta; el sueco le confesaba que era casado: su mujer lo había abandonado hacía mucho. Se acusaba de ser culpable; y le pedía que lo perdonase.
Liza lo llamó, para decirle que lo amaba y que, aunque fuera casado, se consideraba ligada a él para siempre, y que no lo abandonaría.
Cuando se volvieron a ver, el sueco dijo a Liza que carecía de bienes; que sus padres eran pobres y sólo le podía ofrecer una vida penosa. Liza respondió que no necesitaba nada; estaba dispuesta a seguirle a donde quisiera.
El sueco la disuadió, aconsejándole que esperase. Pero los continuos disimulos, las entrevistas fortuitas y la correspondencia secreta la hacían sufrir. Insistió en partir de allí.
Cuando, finalmente, se marchó a San Petersburgo, el sueco le escribió unas cuantas veces, prometiéndole que iría a reunirse con ella: pero después dejó de escribir, y desapareció. La muchacha trató de vivir lo mismo que antes; mas le fue imposible. Empezó a sentirse mal. Y, aunque la pusieron a tratamiento, su estado empeoraba constantemente. El día en que se convenció de que no podría ocultar lo que iba a sobrevenir, decidió suicidarse. Y quería hacerlo de modo que la muerte pareciera natural. Se procuró veneno; y lo hubiera tomado, a no ser porque, en el momento en que se disponía a hacerlo, irrumpió en la habitación su sobrino, el hijo de su hermana, un niño de cinco años. Venía a enseñarle un juguete que le acababa de regalar su abuela. Liza atendió al niño; y, repentinamente, estalló en sollozos. Pensó que hubiera podido ser madre si el sueco no estuviera casado. Y la idea de la maternidad la obligó a reconcentrarse y a pensar en su vida auténtica y no en lo que pensarían y dirían de ella los demás. Le parecía fácil suicidarse, teniendo en cuenta la opinión de la gente; pero, por ella misma, le resultaba imponible. Tiró el veneno y abandonó la idea del suicidio. Desde entonces, empezó a vivir su vida interior, que, aunque atormentadora, era una vida auténtica. Y ya no pudo ni quiso apartarse de ella. Empezó a rezar -no lo hacía desde mucho tiempo atrás-; pero eso no la alivió. No sufría por sí misma, sino por el dolor de su padre, al que comprendía y compadecía; sin embargo, no veía el medio de evitarlo. Su vida transcurría así, por espacio de varios meses, cuando, de repente, sobrevino un acontecimiento que pasó inadvertido para los demás, transformando por completo su existencia. Un día, mientras hacía una manta de punto, sintió una extraña sensación dentro de sí, como si alguien se moviera en sus entrañas.
-¡No puede ser! ¡No puede ser! -exclamó, quedando petrificada, con el ganchillo y la labor entre las manos.
Al cabo de un rato, sintió de nuevo aquel asombroso movimiento dentro de sí. ¿Era posible que fuera una criatura? ¿Un niño o una niña? Y olvidándolo todo, olvidando la vileza y la mentira del sueco, la irascibilidad de su madre y el dolor de su padre, sonrió; pero no con la sonrisa abominable con que solía corresponder a las de su amante, sino con una sonrisa pura, radiante y alegre.
Y se horrorizó de haber podido matarlo a “él” al suicidarse. Se concentró, preguntándose dónde iría para ser madre, una madre desgraciada y digna de lástima; pero madre, al fin. Después de hacer una serie de proyectos y de arreglarlo todo, se instaló en una lejana ciudad de provincia, donde esperaba estar alejada de los suyos. Pero, para desgracia suya, nombraron gobernador de dicha ciudad a un hermano de su padre, cosa que nunca se hubiera podido figurar.
Hacía ya cuatro meses que vivía en casa de una comadrona, llamada María Ivanovna, cuando se enteró de que su tío se hallaba en la misma ciudad; y se dispuso a marcharse.
III
Mijail Ivánovich se despertó temprano. Sin esperar nada, se dirigió al despacho de su hermano, para entregarle una cantidad de dinero, que le rogó diera mensualmente a su hija. Luego, entre otras cosas, se informó de cuándo salía el tren hacia San Petersburgo.
La salida era a las siete de la noche, de manera que le daba tiempo para comer antes de marcharse. Después de tomar café en compañía de su cuñada -la cual no hizo alusión a lo que le era tan doloroso, limitándose a mirarlo, de cuando en cuando, con expresión tímida- siguiendo una costumbre saludable, fue a dar su paseo habitual.
Alexandra Dimitrievna lo acompañó hasta el vestíbulo.
-Michel, vaya al parque municipal; se está muy bien allí; además, se encuentra cerca de cualquier sitio -dijo, acompañando de una mirada lastimera el semblante irritado de Mijail Ivánovich.
Éste siguió su consejo. Fue al parque municipal. Pensaba en la tontería, la terquedad y la dureza de corazón de las mujeres. “No me compadece”, se dijo, recordando a su cuñada. “No puede comprender mis sufrimientos. ¿Y Liza? Sabe perfectamente lo que esto supone para mí, lo mucho que sufro. ¡Ese terrible golpe, al final de mi vida! Probablemente se acortará por su culpa. Claro que es preferible que llegue la muerte a soportar tales sufrimientos. Y todo eso pour les Meaux yeux d’un chenapan“4. ¡Ay! -exclamó, sintiéndose invadido por un sentimiento de odio y de ira ante la idea de lo que se hablaría en la ciudad, cuando todos se enterasen. Quiso ir a ver a Liza y decírselo todo; era necesario que supiera el alcance que tenía su proceder. “Se encuentra cerca de cualquier sitio”, se dijo, mientras sacaba su libro de notas y leía lo siguiente: “Señora Abramova, Viera Ivanovna Seliverstova, calle Kujonaya”. Liza vivía con un apellido supuesto. El príncipe se dirigió hacia la salida del parque, y alquiló un coche.
-¿Por quién pregunta, señor? -inquirió María Abramova, la comadrona, cuando Mijail Ivánovich hubo llegado al rellano de la estrecha, empinada y maloliente escalera.
-¿Vive aquí la señora Seliverstova?
-¿Viera Ivanovna? Sí, pase. Acaba de salir; ha bajado a la tienda, pero vendrá en seguida.
Mijail Ivánovich entró en un saloncito, en pos de la gruesa comadrona. Le pareció que le daban una puñalada cuando oyó los desagradables gritos de un recién nacido, que provenían de la habitación contigua.
María se retiró, tras de excusarse. Mijail Ivánovich la oyó mecer al niño. Cuando lo hubo tranquilizado, regresó al salón.
-Es el niño de Viera Ivanovna. Volverá en seguida. ¿Quién es usted?
-Un conocido. Es mejor que vuelva luego -replicó el príncipe, disponiéndose a marchar, hasta tal punto lo atormentaba la idea de encontrarse con su hija. Le parecía imposible llegar a un acuerdo.
Pero, de pronto, resonaron unos pasos rápidos y leves en la escalera; y el príncipe reconoció la voz de Liza, que decía:
-¡María! ¿Ha llorado el pequeño…? He…
De pronto, Liza vio a su padre. Dejó caer al suelo el hatillo que llevaba en las manos.
-¡Papá! -exclamó; y se detuvo en el quicio de la puerta palideciendo y estremeciéndose, de pies a cabeza.
El príncipe permanecía inmóvil, mirándola. Liza había adelgazado, tenía los ojos más grandes, la nariz más afilada y las manos muy enjutas. Su padre no sabía qué decir ni qué hacer. En aquel momento olvidó lo que pensara acerca de su oprobio; sólo sentía lástima de ella. La compadecía, porque había adelgazado, porque iba mal vestida y, sobre todo, porque su rostro lastimoso tenía una expresión suplicante, mientras clavaba los ojos en él.
-Papá, perdóname -pronunció, acercándose al príncipe.
-Perdóname tú a mí…, tú a mí… -replicó éste; y, sollozando como un niño, le cubrió de besos el rostro y las manos.
La compasión por su hija reveló al príncipe su propio yo. Y, al darse cuenta de cómo había sido en la realidad, comprendió hasta qué punto era culpable ante ella, por su orgullo, su frialdad e, incluso, sus malos sentimientos. Le alegró el hecho de no tener que perdonar, sino, por el contrario, pedir que lo perdonasen.
Liza lo condujo a su habitación; le contó la vida que hacía; pero no le enseñó a su hijo, ni mencionó para nada el pasado, sabiendo que eso le era doloroso. El príncipe le dijo que debía instalarse de otro modo.
-Es verdad; si pudiera ir a la aldea…
-Ya pensaremos en esto.
Repentinamente se oyó el llanto del niño, al otro lado de la puerta. Liza abrió desmesuradamente los ojos y, sin quitarlos del rostro de su padre, se quedó perpleja e indecisa.
-Tienes que darle el alimento -dijo Mijail Ivánovich, frunciendo las cejas, a causa del evidente esfuerzo que hacía por dominarse.
La muchacha se puso en pie. De pronto, le acudió la idea descabellada de enseñar al ser que más quería en el mundo a aquel a quien quisiera tanto antaño. Pero, antes de decirlo, miró al rostro de su padre. ¿Se enfadaría?
La expresión del príncipe no era de enojo, sino de sufrimiento.
-¡Sí! ¡Vete, vete! -exclamó-. Gracias a Dios, mañana volveré. Entonces, decidiremos. ¡Adiós, querida! ¡Adiós!
Y de nuevo tuvo que hacer grandes esfuerzos para contener los sollozos que le apretaban la garganta.
* * *
Cuando Mijail Ivánovich volvió a casa de su hermano, Alexandra Dimitrievna le preguntó:
-¿Qué hay?
-Pues… nada.
-¿La has visto? -preguntó Alexandra Dimitrievna, adivinando, por la expresión del príncipe, que había ocurrido algo.
-Sí -pronunció éste, rápidamente; y, de pronto, se deshizo en lágrimas-. La verdad es que he envejecido y me he vuelto tonto -añadió al tranquilizarse.
* * *
Mijail Ivánovich perdonó a su hija, la perdonó sin reservas; y, gracias a eso, pudo vencer el miedo que tenía a la opinión que formaran de él. Instaló a Liza en casa de una hermana de Alexandra Dimitrievna que vivía en una aldea. Iba a verla a menudo, pasaba temporadas con ella; y no sólo la quería como antes, sino mucho más. Pero evitaba ver al niño; y no era capaz de vencer el sentimiento de repulsión, de asco, que le inspiraba. Eso constituyó la fuente de sufrimiento de Liza.
FIN
13 de noviembre de 1906
1. Puede usted echarme; pero no me iré, se lo digo de antemano.
2. Dios me libre… ¿No le molesta?
3. Dejemos esto. Y buenas noches.
4. Por los bellos ojos de un granuja