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El suéter italiano

[Cuento - Texto completo.]

Doris Lessing

Los celos nunca habían afectado a aquel matrimonio, que duraba ya diez años. Era un buen matrimonio, como ellos mismos solían decir, al observar que a su alrededor las uniones iban y venían. “No lo estamos haciendo tan mal”, debía de concluir él, a la espera de que ella lo confirmara con su risilla estridente pero graciosa (que ya tenía antes de casarse), y: “Somos listos; lo somos. James, listo. Jill, lista”. Luego él: “Jill, lista. James, listo”. Y después un beso. O muchos.

Había una hija, una agradable niña pequeña, a la que las cosas le iban bien.

La depresión de 1991, o recesión —palabra considerada en apariencia como menos alarmante—, dejó a Jill sin su trabajo de recepcionista en un salón de belleza. El negocio quebró. James no podía perder su puesto, ya que era funcionario en la Agencia Tributaria. Alguien tenía que hacerlo, solían decir bromeando. Se vieron obligados a apretarse el cinturón, pero no de un modo inquietante. No se fueron de vacaciones y supusieron que tampoco podrían irse al año siguiente. No cambiaron el coche. Comían menos carne y no iban a los parques y museos en los que se cobraba entrada. Como todo el mundo, tenían los armarios repletos de ropa. A veces comentaban, con la misma sensación que debe de experimentar quien se une a una expedición por arenas movedizas, que era un mal asunto si superar la crisis dependía de que hubiera gente suficiente que saliera de viaje y que comprara productos que no necesitaba.

Ella afirmó que tenía muchas cosas que hacer para mantenerse ocupada aun sin trabajo. Pintó el cuarto de baño y el dormitorio y trabajó en el jardín. Quedaba con sus amigas en casa de alguna de ellas y no en los cafés, como en tiempos mejores.

A menudo, cuando James le preguntaba cómo le había ido el día, Jill le contaba que se había encontrado con Joan o Betty o Rebecca en la biblioteca o en el parque. Cuando se veían las parejas, las mujeres decían que habían estado juntas en un lugar u otro. Entonces, una noche, los amigos fueron a cenar y James recordó que Jill había dicho que ellas habían estado tomando café en casa de Norah. Pero cuando lo mencionó, Norah se quedó en blanco y Jill aturdida y avergonzada. El incidente se resolvió según los hábitos de felicidad, o de buenas maneras, que regían en aquel matrimonio. Pero en algún que otro lugar había dejado una pequeña señal de sospecha. Entonces, más o menos una semana después, James vio a su mujer en Knightsbridge y esa noche se lo comentó, y el rostro de ella se estremeció de —bueno, ¿qué era?— miedo; sí, era eso.

 

Y en ese instante él se sumió en una gélida fiebre de celos que al principio no reconoció y luego tuvo que admitir: ¡eran celos! Era una región de imágenes espantosas y prolongadas, enrojecidas por el ardor de los ojos. Y de repente, transformando con astucia su cara con una falsa sonrisa, dijo: “Debía de ser alguien que se te parecía. ¿En la puerta de Harrods?”.

El interrogante sin contestar osciló entre ambos mientras ella arqueaba las cejas, se mordía los labios e intentaba sonreír.

Entonces empezó una época en la que él, de pasada —y, oh, era tan obvio, él se conocía—, le preguntaba lo que había hecho durante el día. Había ido al supermercado o al cine; había llevado a la niña a la clase de violín o había ido a ver a su mejor amiga, o a la piscina.

Pero le parecía que en cada día quedaba un par de horas sin relatar, y cuando preguntaba entonces: “Pero ¿qué has hecho después de comer? No has ido a buscar a Joyce al colegio hasta las cuatro menos cuarto”, o alguna humillante pregunta por el estilo, ella parecía nerviosa, sonreía y le dirigía, sin saberlo, fugaces miradas de súplica que él entendía como confesiones.

La odiaba. La volvió a amar profundamente. Su vida sexual se convirtió en lo que había sido antes de que se adueñara de ella el desgaste de la cotidianidad. Al principio incluso estaba preparado para sentirse culpable por forzarla, a ella, que estaba enamorada de un rival, pero lejos de rehuirlo o de mostrar signos de estar simplemente soportándolo, respondía con un gozo espontáneo que él casi había olvidado.

¡Una segunda luna de miel! Y lo contaron así. Pero en todo momento las miradas y sonrisas de culpa de ella lo atormentaban, más si cabe por el intenso erotismo que suscitaban, y no podía evitarlo.

 

La vio de nuevo por sorpresa, al entrar en otra tienda de Knightsbridge, cuando él se iba a comer. No fue a comer, sino que entró en la enorme tienda, que era como una ciudad, y deambuló entre bolsos y sombreros y bufandas, hasta que la vio en unas escaleras mecánicas, justo encima de él. La siguió con cautela, permaneció en las escaleras cuando ella salió, y volvió a bajar, y esperó entre carritos de compra, escudriñándolo todo con miradas de culpabilidad que temía que lo hicieran pasar por un ladrón. Justo cuando estaba a punto de abandonar aquella planta vio a una criatura divina, una muchacha radiante que llevaba un vestido negro muy corto, hecho de alguna tela ligera, y que se deslizaba hacia él. Era su esposa Jill, cuyas largas y elegantes piernas, cubiertas con un sutil brillo, hendían el aire como tijeras conforme se daba la vuelta, posaba, se mantenía en equilibrio, mientras tres dependientas entraban en trance, tan concentradas como ella. Reconoció esa mirada que la confinaba al narcisismo. Era el ardor extasiado que veía en su rostro en los momentos de extremo placer, al hacer el amor. Las dependientas estaban embelesadas porque su esposa resultaba una hermosura enfundada en ese traje negro. ¿Y quién iba a pagarlo? Él no, su marido; no en ese momento de estrechez ni, de hecho, nunca, puesto que era un traje para una mujer rica. Debía de costar cientos de libras. ¡Estaba tan bonita! Tan delicada, tan ajena a la mujer corriente que pintaba un techo o plantaba una hilera de lechugas, ponía las patatas en el horno o iba con él al bar de la esquina el domingo por la mañana. Si los celos lo consumían incluso más que antes, también sentía —¿qué era?— compasión; sí, eso era. Porque por primera vez pensaba en la belleza pasajera de las mujeres y en lo que debía de significar para las que la poseían. ¿Cómo sería eso de ponerse unos cuantos metros de tela por la cabeza y de repente convertirse en algo tan exótico como una flor de cactus y, después, perderlo todo? Pero seguro que ya era hora de ir a buscar a la niña al colegio. Tendría que darse prisa. Bajó las escaleras sigilosamente y se quedó en la acera montando guardia hasta que la vio, sin que ella lo viera, ese yo cotidiano otra vez, con la gabardina azul y un pañuelo sobre la cabeza. Subió al autobús de un salto; llegaba tarde a recoger a la niña. No llevaba ningún paquete; no se había comprado el traje. Y ahora, junto con el alivio, sentía indignación por la injusticia que suponía que no pudiese poseer el traje que tan bien le quedaba. Y si lo tuviera, ¿cuándo se lo iba a poner? ¿Significaba eso que iba a lugares vestida con esa ropa? Y si así fuera, ¿quién la acompañaba? Acaloradas sospechas otra vez. Tendría que inspeccionar su armario cuando no estuviera. Pero ¿cómo? Ellos no se espiaban.

 

Esa noche la familia estaba cenando, los tres juntos, en su vieja, ligeramente descuidada y agradable cocina. Comieron ensalada, patatas al horno, queso y pizza para la pequeña, que no tardó en levantarse de un salto e irse a jugar con las niñas de los vecinos. Los padres permanecieron sentados ante el café, amigablemente, sin hablar. Ella apoyó la cabeza en la mano delgada, sucia después de cocinar, y parecía soñar. Él sabía lo que estaba imaginando. Veía ante sí a una mujer demasiado delgada al final de la treintena. Estaba pálida. ¿Tenía quizá un poco de anemia? Los ojos siempre habían sido su rasgo más bello, enormes ojos verde azulados, con párpados delicadamente moldeados, ribeteados con pestañas doradas que, a veces sí, a veces no, se teñían de negro. Ahora se veían negras y le daban a ese rostro soñador cierto aire hierático, como egipcio. Llevaba una camiseta azul descolorida y vaqueros con manchas de pintura. Su cabello… le pareció que los delicados pétalos dorados de cabello estaban muy bien cortados… Un corte caro; ese no era un estilo propio de la peluquería de calle abajo. La sospecha lo estaba consumiendo como un veneno.

Tenía que examinar su ropa. ¿Cuándo? Ella sabía todo lo que él hacía en casa, al igual que él sabía lo que ella hacía. Sonó el teléfono. Una vecina la llamó para discutir algún problema común y salió. Volvería en un minuto, dijo. Y además la pequeña podría entrar y encontrarlo.

Fue corriendo al dormitorio, abrió las puertas del armario y lo envolvió de repente un olor como de pan recién hecho, un aroma a vainilla propio del cabello, la piel y las manos de ella, aroma que le reprochaba sus sospechas, sus figuraciones descabelladas y crueles que el familiar olor denunciaba como un disparate. Pero sacó un suéter, luego un vestido viejo, una prenda tras otra; conocía cada una de ellas, eran como pieles de serpiente arrancadas, o los aros concéntricos del tronco de un árbol, pieles de su propia memoria tanto como de la de ella.

 

En ese momento casi aceptó la verdad que martilleaba en los márgenes de su pobre cerebro enfebrecido. ¿O es que había algo agradable en ese estado enfebrecido? Después de todo, llevaba una vida bastante discreta, y las emociones extremas, para bien o para mal, no avivaban sus días, o en este caso sus noches. Se iban a la cama temprano y ella acudía a sus brazos con alegría cuando él los extendía. Se aferraba a la exquisita criatura que había visto en la tienda, y ansiaba y se maravillaba de la delicada y blanca piel, que tenía un brillo sudoroso de amor, y de su cuerpo excesivamente delgado, como el de una cigüeña o una grulla, al que sus celos habían rejuvenecido y hecho vulnerable.

Qué extraordinario, pensó a la mañana siguiente, mientras la veía enfundarse los viejos vaqueros y el suéter; una mujer común en la que nadie habría reparado demasiado en la parada del autobús, y que se convirtiera en aquello en lo que él había visto el día anterior.

El suyo no era un trabajo que pudiera abandonar un par de horas sin dar explicaciones. Trabajaba muy duro. A menudo no se tomaba una verdadera pausa para comer sino que salía a almorzar un bocadillo rápido. Trabajó toda la mañana y toda la tarde con la mente puesta en lo que debía de estar haciendo su mujer, y con quién. Y entonces, por primera vez en su vida consciente, se inventó una crisis familiar y pidió una semana de baja. Todavía disponía de bastantes permisos. Y, por primera vez, no se lo contó a Jill.

Esa noche era como si ella brillara y reluciera. Estaba muy lejos de la pequeña, su hija, y de él. ¿Con quién?

 

A la mañana siguiente, James fingió que iba al trabajo como de costumbre. Que no sintiera la menor culpa al engañar a la otra mitad de sí mismo, su pareja en todo, le dio a entender que iba por mal camino. Espiar su propia casa era imposible. La custodiaba un comité de vigilancia vecinal. Cerca de la parada del autobús había un jardincillo público, y se dirigió hacia allí, a pesar de que tenía sus riesgos. ¿Y si alguien le decía a Jill: “He visto a tu marido a las once de la mañana”?

Ella no tardó en llegar corriendo por la acera, como una muchacha; se subió de un salto al autobús y fue a la parte delantera, en el piso de abajo. Sonreía, sin prestar demasiada atención. Él subió al piso superior y cuando vio que se apeaba, esta vez no en Knightsbridge sino cerca de Bond Street, lo hizo también.

En esta ocasión no eran unos grandes almacenes, sino una tienda pequeña; sería mucho más difícil espiarla. Se paseó arriba y abajo por la acera, lanzando cautelosas miradas dentro. Y allí estaba, esta vez con un conjunto de playa, la playa a la que no irían ese año; ni ningún otro: no a una playa en la que encajara esa ropa. Llevaba un pijama de verano de seda pálida, como los de los años treinta, y un sombrero flexible de paja fina. También aquí la admiraban las dependientas. Una le llevó un pañuelo para anudárselo en la muñeca, otra una bolsa divertida, una tercera collares de colores. De nuevo percibió la intensa concentración de las mujeres, absortas en el cuerpo y el alma de su esposa. La conocían en la tienda, que tenía el nombre de uno de los diseñadores internacionales más prestigiosos. Si no iba a comprar esa ropa, entonces por qué… Pero la verdad era que estaba encantadora. Las dependientas se pasaban el día vendiendo prendas a mujeres gordas, feas o simplemente comunes, y debían de sufrir varias veces al día cuando un modelo perdía su brillo al adaptarse a una huésped inapropiada. Pero allí estaba esa criatura de mágica belleza (su mujer), que llevaba la ropa como debía llevarse. Así era. ¿Y para quién iba a posar? Ahora ya no tenía más remedio que aceptarlo: para sí misma. Eran sueños hechos realidad. No sabía que anhelaba el glamour, las playas caras, las fiestas en las que pudiera exhibir su delicada belleza… aunque quizá no, en realidad no, sino solo en algún rincón de sí misma que no consideraba importante. Al menos esperaba que fuera así.

Salió de la tienda y entró en otra de una calle paralela, y otra vez desfiló con ropa valorada en cientos de libras, y en esta ocasión los clientes creyeron que se trataba de una modelo. La gente de la tienda le guardó el secreto y Jill interpretó su papel. Su marido sufría al ver cuánto disfrutaba consigo misma, lo bien que lo hacía. El vestido, que sobre su cuerpo parecía una extensión cristalina —los movimientos de ella como los de una bailarina—, era una prenda de color melocotón pensada para ponerse en algún baile importante, y quedaba vulgar en la señora árabe que lo compró. Pero no importaba. Los empleados de la tienda, y ella, por no hablar de él, habían visto el vestido tal y como debía lucir, y esa inmersión en la banalidad carecía de toda importancia.

Vio que iba a un peluquero cuyo nombre era conocido en los cinco continentes. No le guardaba rencor; debía de estar recortando de los gastos domésticos un poco de aquí y un poco de allí, pero su diablillo interior le dio permiso, e incluso comprendió que el hecho de que él no lo supiera formaba parte del atractivo.

Tomó el metro un par de paradas para asegurarse de que no se iban a encontrar en el mismo café y pasó allí una hora y comió un bocadillo. Sentía que estaba de rodillas ante un estanque insondable, mirándolo fijamente, y que en las profundidades estaba su mujer, su propia Jill, su mejor mitad, pero en una dimensión apartada para siempre de él. No se dio cuenta, pero sonrió con una ternura y una compasión de la misma intensidad que los amargos celos que acababan de esfumarse.

 

No podía regresar a casa hasta la hora acostumbrada. Eso significaba que tenía varias horas por delante. Entonces hizo algo que ni siquiera se había sentido tentado de hacer antes. Fue a la sección masculina de los grandes almacenes y se probó ropa que no se había puesto en su vida. ¿Cómo es que ahora podía llevarla? ¿Para ir adónde? Con esos trajes, esas americanas, se convertiría en un desarraigado en su vida laboral, y nada de lo que formaba parte de su vida en familia podía acomodarse a ellas. Salió de los grandes almacenes y se percató de que los trajes y americanas y abrigos de las tiendas de este nivel se repetían por toda la ciudad; no lo sabía, puesto que para él comprar ropa era un asunto sin relieve. Entró en una tienda que podía equipararse a aquellas en las que había visto a Jill. Los precios… bien, comprendía que la gente debía pagar por sus fantasías. Con la ayuda de un joven que se percató a primera vista de que no se sentía precisamente como en casa en ese lugar, James se probó varios suéters, y al final se entretuvo con uno que estaba inspirado, al parecer, en pinturas aborígenes, un mapa de otra dimensión en azules y verdes, con un toque de ocre tostado y un poco de amarillo. Italiano. El tejido era como de ante suave o seda gruesa, y la pieza sin duda merecía que la enmarcaran y la colgaran en la Tate Gallery.

James no estaba nada mal; tenía un porte alto y delgado, con una sonrisa graciosa (si bien no siempre en los últimos tiempos), y su cabello ya no era negro, porque le estaban saliendo canas. Pero tenía un aspecto espléndido con este suéter, no había ninguna otra palabra para calificarle. Costaba… se tomó un tiempo, mirándose a sí mismo con incredulidad. También lo hizo el dependiente. Fue él quien se ofreció:

—Le haré un descuento… es perfecto para usted.

Pero todavía costaba mucho más de lo que él, la familia, podía permitirse.

—Es demasiado caro —dijo James.

El dependiente quería que se lo llevara. Por razones estéticas y por algo más. El lánguido joven lo admiraba, estaba claro. Fuerzas opuestas normalmente ajenas a James generaron un equilibrio invisible en su interior. Compró la prenda, mientras se sentía como si estuviera aceptando una calamidad, y salió de la tienda, a sabiendas de que los ojos del joven lo seguían.

 

¿Y ahora qué iba a hacer con el suéter? No podía llevarlo a casa. Jill se horrorizaría: costaba lo mismo que dos meses de gastos del hogar. Si lo llevaba a la oficina, a la cual él pertenecía tanto como pertenecía a su familia, en un momento sacarían la prenda y la admirarían y exclamarían: “¿Has ganado la lotería? ¿La quiniela?”. Y la pregunta sería una burla, eso lo sabía. Pensarían que se había vuelto loco… ¿Dónde podía guardarlo? Lo envolvió con esmero y lo colocó en el cajón inferior del escritorio.

Esa noche acarició el cabello dorado de su amada, rozó sus delicadas mejillas y dijo, con expresión de impotencia: “Te quiero, te quiero…”. Y ella se rió exaltada y preguntó: “¿Qué te pasa? Me gustaría saberlo… Bueno, no me estoy quejando”.

James extendió los brazos mientras se colocaba boca arriba en la cama y se rió en voz alta ante el exceso de emociones que hervían y burbujeaban en su interior. Vio el rostro eufórico de Jill inclinándose sobre él, y pensó que harían una gran pareja, él y ella, con su ropa prohibida, dirigiéndose juntos a… bueno, ¿adónde?

Todavía le quedaban cuatro días de “vacaciones”. No los quería. No sabía qué hacer con ellos.

 

Al día siguiente, a la hora de comer, entró furtivamente en la oficina, dijo que había olvidado allí algo que necesitaba, sacó el suéter, se lo puso en el aseo de caballeros y salió a hurtadillas de la oficina como un criminal. ¿Adónde podía ir? Fue al Ritz, se sentó en un lugar desde el que observar más que ser observado y pidió un té. De pronto se dio cuenta de que si allí su suéter no destacaba, lo que ocurría entonces era que nada del resto —los zapatos, los pantalones, ni siquiera el peinado— funcionaba. Solo su suéter italiano encajaba, e incluso, quizá, resultaba un poco excesivo. ¿Dónde se supone que debía llevarse una prenda así? Probablemente en un yate con amigos. ¿En una casa en la costa, a última hora de la tarde, cuando refrescaba? Con gente —y esa era la cuestión— que diera mucha importancia a la forma de vestir de los demás y considerara esa prenda como un cumplido. Tal y como estaba, se sintió en el lugar inadecuado y con un aspecto inadecuado… En la sala había demasiada gente. Estaban concentrados en tomar el té y comer pasteles y todo lo demás. Nadie se fijaba en él… Pero sí, alguien lo hizo. Un joven que estaba solo lo miraba, un joven como el dependiente de la tienda. Ahora James se sentía observado. Evaluado. Apreciado. Otro chico se unió al joven, y ambos se fijaron en James, y estudiaron su suéter y después a él. Era fácil suponer que ambos se dedicaban al negocio de la moda… James pagó el té y se marchó. Se fue sintiéndose tan culpable como si hubiera robado una tienda, o incluso a su propio departamento.

Tomó un autobús para regresar a la calle de la tienda y entró. Ni un cliente; había recesión, al fin y al cabo. El mismo lánguido muchacho del día anterior, ansiando sin duda tener un motivo para mostrarse petulante, estaba de pie contemplando la calle. Supo al instante la razón por la que James había vuelto. Se quedaron el uno frente al otro, mirándose. La cara de James era una disculpa y una súplica; la del joven, al principio, ofendida, dispuesta a acusar.

James dijo: “No me lo puedo permitir. Debo de haberme vuelto loco”.

La actitud agresiva del muchacho desapareció. Era como si se hubiera quedado pensando un rato en las injusticias del mundo. Luego asintió y dijo con educación: “Bien, ya lo pensé en su momento…”. Tomó la prenda, que sabía que estaba usada, buscó un elegante papel de seda de color café para envolverla y la devolvió a un cajón, donde tendría enteramente una vida propia. Buscó el cheque de James, que todavía estaba allí; lo anuló y, tomándose su tiempo, rectificó algunos documentos.

—Créame —dijo James—, le estoy muy agradecido, de veras.

—Son cosas que pasan —respondió el joven. Y añadió—: Bueno, quizá algún día usted haga lo mismo por mí.

Semejante ridiculez —con sus tintes de insinuación—, que el joven no vaciló en espetar, mirando detenidamente, por no decir comiéndose con los ojos, a James, hizo que ambos estallaran en carcajadas.

Y entonces, todavía riendo, abandonó la tienda y fue a su oficina y explicó que la crisis familiar estaba resuelta. Si querían, podía volver al día siguiente. Claro que querían. Nunca había suficiente personal en la Agencia Tributaria. Solo le quedaban dos días más de permiso; dos días que en lo sucesivo concebiría como un terreno peligroso que podría haberlo destruido.

 

Pensar que un suéter, algo tejido y teñido y diseñado en la mente de un genio, o de cualquiera, una cosa con forma y color, pudiera abrir esas puertas… del mismo modo que la bonita ropa que su Jill se probaba podría abrir puertas con solo… Pero sus excursiones a la fantasía no duraron mucho. Debía de haber un número limitado de tiendas a las que incluso una belleza enloquecedora como Jill pudiera acudir una y otra vez a jugar con sus fantasías y las de los dependientes. ¿Y adónde podría ir después? Esa era la cuestión. Llegaría un momento en el que, al igual que James, perdida en ese enfervorizado mundo de dinero y peligro, Jill se dijera a sí misma: ¿Y ahora adónde voy?

Su corazón estaba dolido. Se lamentaba por ella, por ese otro yo que quedaría insatisfecho para siempre. Seguiría siendo su buena y cariñosa esposa y él sería su marido bueno y cariñoso; pero él siempre sabría, al estrecharla en sus brazos, que en algún lugar que quedaba justo fuera del alcance de su vista brincaba ese otro yo, tan frágil como una mariposa, y que ella podía ver ese yo; pero ella nunca sabría que él también podía verlo. Porque no había modo de contarle que la había estado espiando; el ambiente fresco y cándido en el que vivía el matrimonio no habría tolerado una confidencia así.

A pesar de todo, era algo interesante; su esposa trabajaba en el jardín, cocinaba, llevaba a la niña al colegio; el otro yo era alguien a quien todo el mundo admiraría, respetaría, halagaría… si llegaran a verlo. Y él con su suéter italiano, no podía imaginar ningún escenario adecuado salvo alguno de mala fama. Pero ¿por qué? ¿No había un desequilibrio en alguna parte?

*FIN*


“The Italian Sweater”,
Discovery , 1992


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