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El tapir (1835)

[Cuento - Texto completo.]

Manuel Mujica Lainez

Mister Hoffmaster no se ha quitado todavía la pintura del rostro. Brillan sus ojos de mico en la máscara blanca, azul y roja que le retuerce los labios y le inventa unas cejas angulares. Al terminar la última función, terció una capa sobre el traje de fantoche, ocultó bajo ella el bulto que tenía preparado y echó a andar por los senderos del Vaux-Hall. Ése es el nombre que le dan los europeos: Vaux-Hall, pero los criollos prefieren llamarlo sencillamente Parque Argentino.

El frío de junio hace tiritar los árboles y las plantas, bajo un cielo fúnebre y unas estrellas que también tiritan, casi celestes. Ya se despobló el jardín. El invierno no tienta a trasladarse desde el centro de la ciudad hasta el parque de diversiones creado por Santiago Wilde donde fue la antigua quinta de Zamudio, en la manzana comprendida por las calles Córdoba, Paraná, Uruguay y del Temple, frente a las tunas de la quinta de Merlo. La función de adiós de la compañía contó con un público escaso, difícil de entusiasmar. Sí: Mister Laforest tiene razón; lo mejor es irse a otra parte. Hace un año que trabajan allí y Buenos Aires empieza a cansarse del espectáculo.

Mister Hoffmaster no se preocupa por estas cosas. Lo que ansía ante todo es que no le descubran a la claridad de las linternas que mueve la brisa. Se esconde ahora detrás de un aguaribay y se hace más pequeñito, él que es casi enano, porque los mulatos desafinadores de la orquesta atraviesan entre las mesas abandonadas, con los bombos a la espalda y las cornetas erguidas como cuernos bestiales dentro de sus fundas.

El payaso sigue su camino. Aquí está, en su jaula, el jaguar del Chaco. Mister Hoffmaster se detiene y lo contempla. Siempre le pareció que el felino tenía los mismos ojos verdes de Mister Laforest, y que cuando se desliza con sinuoso paso recuerda a Peter Smith, el rápido y grácil Peter Smith, orgullo del circo. Pero él no ha venido a ver al tigre. El tigre es su enemigo, como lo son los bellos bailarines ecuestres.

La señora Laforest se aleja hacia su carromato por la avenida de paraísos. Camina canturreando el aria de Rossini que tantos aplausos le valió. Y Mister Hoffmaster vuelve a emboscarse, temeroso de que le encuentren. Sería muy grave que le descubrieran.

¡Qué hermosa es la señora Laforest! ¡Cómo espejea su traje de luces! En las pantomimas no hay quien se le compare. Cuando representó la parte de Torilda en “Timour, el Tártaro”, la concurrencia alfombró la pista de flores. Ella lo hace todo bien: lo mismo emociona con una canción de Weber que transporta con sus danzas. Mister Hoffmaster la prefiere en el ballet de “El tirano castigado o El naufragio feliz”. Y su marido, Mister Laforest, es también insuperable cuando aparece en el ruedo guiando sus ocho caballos de la Banda Oriental. Todos son insuperables en el Circo Olímpico de los ingleses. Peter Smith, con sus audaces dieciocho años, se lleva las ojeadas y el corazón de las porteñas.

Este Peter Smith llega a realizar pruebas asombrosas. Una tarde, de pie sobre el lomo de Selim, el mejor de los caballos, se despojó de nueve chalecos que, con ser tantos, apenas desfiguraban su elegancia de junco. Luego se arrebujó en un manto de pieles y se puso un sombrero de mujer crepitante de plumas sobre el pelo dorado. Todo ello sin que Selim parara de trotar. Mister Hoffmaster le perseguía tropezando y cayendo, dando vueltas de carnero y pegándose unos golpes sonoros, porque así lo exige su condición de clown. Cazaba al vuelo las prendas arrojadas por el muchacho con tan fina desenvoltura y las revestía a su vez. El público rió hasta no poder más. Los negros pateaban en la galería llena del humo de los cigarros. Hasta se esbozó una sonrisa sobre los labios de don Juan Manuel de Rosas, el gobernador, en el palco ennoblecido por el oro de los uniformes.

Sale de su escondite, frente a la jaula del jaguar, y se dirige hacia el corral de troncos duros donde el tapir le estará aguardando como todas las noches. El tapir es su amigo, su único amigo. Los demás no le buscan más que para reírse.

Pero el payaso tiene que disimularse de nuevo en los matorrales. Aprieta, bajo la capa, el bulto que envolvió tan cuidadosamente. Las linternas chinas le muestran a Peter que avanza del brazo de una muchacha. Es una muchacha bonita, de ojos oscuros, y Mister Hoffmaster recuerda haberla visto muchas veces, en uno de los escaños del circo, acompañando con la mirada anhelosa los brincos mortales del adolescente. Van hacia el pórtico oriental de siete arcos. Detrás, en el palenque, los gauchos pobres atan sus mancarrones junto a los parejeros de los paisanos ricos y a los caballitos nerviosos de los dandis. Mister Hoffmaster les oye partir al galope. Tendrán que aprovechar la noche bien, porque es la última. Mañana el circo se irá, con sus carros, con sus toldos, con sus gallardetes.

El payaso bordea el pequeño lago artificial donde la luna ascendente copia su mueca. Se asoma al agua pacífica, entre los patos inmóviles y los flamencos de biombo, para observar su faz pintarrajeada, blanca como la luna y como ella triste.

He aquí los troncos que limitan la morada del tapir. Dulcemente, el clown lo llama, y el animal acude a su voz. Mister Hoffmaster le pasa la mano sobre el lomo áspero y lo contempla largamente. El tapir es su amigo, su hermano.

Cuando hace buen tiempo, en el centro de la ciudad de Buenos Aires, en la azotea de la casa de don Pablo Villarino, izan cuatro banderas, dos blancas y dos encarnadas, visibles desde muy lejos. Entonces los porteños saben que hay función en el Parque; saben que podrán llegar hasta su pórtico de siete arcos, porque el agua turbia del Zanjón de Matorras no alcanza a cubrir el puente de ladrillo levantado por Santiago Wilde. Señoras y señores hacen el viaje a caballo o en volanta. Muchos lo hacen a pie, saltando los charcos entre grandes risotadas, para no enlodarse. El general Rosas fue así una vez desde el Fuerte, con sus edecanes.

Mister Hoffmaster piensa en ese extraño general Rosas, mientras acaricia el lomo del tapir. Dijérase que el payaso trata de que otros pensamientos le distraigan del que esta noche le guía hasta el corral. Piensa en Rosas presidiendo el palco del Gobierno, en el circo, el día en que asumió el mando por segunda vez. Le rodeaban unos militares, unos perfiles de litografía enmarcados por las patillas crespas. Al mirarles desde la pista, deslumbrantes de alamares y charreteras, áureos, escarlatas y azules, tuvo la curiosa sensación de que no eran hombres sino imágenes esculpidas, iconos terriblemente quietos, y aunque no los había, se le antojó que la luz surgida de sus rostros y de sus bordados procedía de centenares de cirios que temblaban alrededor. Ahora el retrato del Héroe del Desierto pende sobre la entrada del circo.

¡Cuánta gente desfiló por allí desde que iniciaron las funciones hace un año! Iban a admirar los terciopelos y las fosforescencias del tigre y a burlarse del tapir, que es una caricatura de animal, un poco jabalí y un poco rinoceronte, con algo de mulo y algo de cebú. Iban a admirar el ritmo majestuoso de Selim, de Bucephalus, de Poppet, de los caballos de larga cola y revueltas crines; a admirar la destreza con que Mister Laforest dibuja arabescos en el aire, restallante el látigo sutil; a admirar a Peter en el cuadro del regreso de Napoleón de la Isla de Elba, en el que treinta y un corceles relinchan entre nubes de polvo. Iban a pasmarse con los gorgoritos de la señora Laforest, que cuando canta crispa los dedos en que chispean las piedras falsas, sobre el pecho redondo. E iban a reír hasta las lágrimas de Mister Hoffmaster, el clown. Mister Laforest siempre inventaba algo nuevo, ingenioso, para que el payaso lo hiciera. Una vez el mamarracho debió vestirse de mujer, coronarse con el enorme peinetón de moda, y así ataviado sentarse en la cazuela entre las damas. ¡Cómo reían! Le palmeaban y él repetía en su castellano tartamudo la frase que le enseñara Mister Laforest:

—¿Cómo está, compadre? ¿Cómo está, comadre?

Otra vez le hicieron trepar a la punta de una barra larguísima, colocarse allí de cabeza, con los pies en alto, y aguardar para descender a que se encendieran las ruedas de fuegos de artificio ubicadas en la parte inferior. Pero las ruedas no se encendían. Mister Laforest arrimaba una antorcha, guiñando un ojo al público, y luego la apartaba. La gente enronquecía de reír. Y él, allá arriba, esperaba, muerto de miedo, muerto de miedo.

No se elige. El tapir hubiera preferido ser jaguar; tener una piel como el manto de un príncipe, en lugar de su cuero; tener una cabeza fina y astuta como la del tigre, en lugar de la que prolonga su trompa grotesca. Y él también, él hubiera preferido ser esbelto como Peter; hubiera preferido no embadurnarse la cara. Hubiera querido revestir una malla de lentejuelas y no el levitón disparatado que destaca su ridícula pequeñez. Hubiera querido… Sobre todo hubiera querido no provocar la risa todo el tiempo, no hacer reír con cualquier gesto, con cualquier ademán, aun los más naturales, los más simples, los que no persiguen la carcajada. Pero no se elige. Quien elige es el destino.

Y Mister Hoffmaster piensa que el tapir es su hermano, su único hermano. Por eso, noche a noche, ha acudido a verlo, a consolarlo. Le hablaba a media voz, mientras se extinguían las postreras linternas sobre los canteros diseñados al modo inglés. Así le habla ahora, quedamente. Le dice que el circo se irá mañana. Le dice que el jaguar y él permanecerán en el Vaux-Hall, el uno para entusiasmar con su soberbia afelpada, el otro para que la concurrencia, después de estallar en carcajadas rotundas o de aguzar la risa hasta el silbido, declare, meneando la cabeza:

—Es un monstruo. Este animal es un monstruo.

¿Será un monstruo él también? Mister Hoffmaster se palpa la nariz respingada, los pómulos manchúes, la boca cuyo carmín le pinta las yemas. Se toca las canillas, el pecho hundido, los hombros desiguales. Súbitamente ese impulso trae a su mente otro similar que tuvo hace muchos años, quizás treinta.

Fue en Stratford-on-Avon, su ciudad natal. Vivía en una casa vieja, revieja, en Henley Street, casi frente a la morada donde Shakespeare vio la luz. De niño soñaba con ser poeta. Vagaba cerca del río Avon y sus cisnes, y recitaba los versos de Hamlet. A los catorce años se enamoró de una niña del vecindario, rubia como Peter Smith. Juntos paseaban por las calles torcidas. A veces se asomaban a las ventanas de la casa del bardo, para espiar su interior, y creían adivinar al espectro del gran Will en la penumbra, cerca de la chimenea, volcado sobre el jubón el cuello de encaje isabelino, con un libro en la mano, la alta frente iluminada por el fuego.

Una tarde le declaró su amor a la mocita y le rogó que huyera con él. Ella se echó a reír con la crueldad inocente de los chicos.

—¡Mi pobre Harry —pudo entenderle—, estás loco! ¿Nunca te has mirado bien?

Y Harry Hoffmaster, como hoy ante el tapir, deslizó sus dedos sobre su cara, sobre sus bracitos, sobre su pecho magro. Al día siguiente escapó solo de Stratford. Unos saltimbamquis le recogieron en Warwick y le llevaron con ellos. Desde entonces pasó de un circo al otro, sin cesar, y siempre haciendo de payaso, siempre con la cara pincelada de blanco, de amarillo, de azul.

El tapir entrecierra los ojos tímidos bajo la presión que se demora sobre su pelambre. A la distancia, Mister Hoffmaster oye a Mister Laforest que le está llamando. Tendrá que ir a ayudarle a embalar las ropas de las pantomimas; los trajes de “La batalla de Montereau”, la plumajería de “Los caciques rivales”, a la cual la lisonja británica agregó una que otra divisa punzó. ¡Bah! que le ayude Fay, el pintor de telones… él tiene otras cosas de que ocuparse.

Se pone de hinojos y deshace el envoltorio. Saca de él una barra de hierro y un cuchillo filoso, grande, y entra resueltamente en el corral del tapir. De un golpe en la nuca, derriba al confiado animal. Luego le hunde entre las vértebras la hoja fría. Es tan duro el cuero, que debe afirmarse con ambas manos para que el facón penetre. La sangre mana a borbotones y mancha el levitón del payaso.

Ya no tornarán a hacer mofa del tapir. Ha regresado a sus bosques verdes, donde lo aguardan los papagayos relampagueantes, como él quisiera regresar a Stratford-on-Avon, a sus cisnes melancólicos, a lo que fue de niño, cuando recorría las calles medievales entre las enseñas antiguas que el viento hacía chirriar, rumbo a la casita de Anne Hathaway, la mujer del poeta; ha vuelto como él quisiera volver a lo suyo, lejos de este mundo de generales impávidos y de muchachas que ríen sin fin.

Mister Hoffmaster, el diminuto clown, está llorando en la soledad de la noche. Limpia el cuchillo en las hierbas que el rocío abrillanta; alza la muerta cabezota horrible, la besa con sus labios pintados y murmura:

—Alas, poor Yorick!

Después corre hacia el circo, donde los hombres robustos como gladiadores empaquetan las armaduras de latón.

*FIN*


Misteriosa Buenos Aires, 1950


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