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El techo

[Cuento - Texto completo.]

Jacques Sternberg

Él estaba inmovilizado en su lecho, con las dos piernas quebradas. Llevaba seis semanas mirando fijamente al techo. Llevaba seis semanas buscando en vano, en ese páramo de yeso, un detalle, una fisura, una mancha, lo que fuera. Por fin, cierta mañana advirtió una cosa en un rincón, muy cerca de la ventana.

Pegó un salto de alegría; con avidez, se consagró a seguir los movimientos del punto rojo, porque el punto se movía, claro que sí, veloz y lento a la vez, puesto que era minúsculo. Lo siguió con la mirada, temeroso de perderlo de vista. Aquel puntito procedente de un rincón del techo era una hormiga.

Al cabo de unos segundos, la hormiga pareció dudar, rehízo sus pasos, se detuvo en otra esquina del techo y debió de emitir señales porque enseguida otra hormiga apareció.

Las dos avanzaron juntas, pero luego se separaron.

Entonces aparecieron, provenientes de otros rincones, más hormigas. Y todas, tras unas veloces piruetas sincronizadas, conformaron patrullas de seis unidades.

El enfermo seguía observando con idéntica avidez, sonriente y subyugado.

Una hora después, el techo hervía de caravanas de hormigas y la más numerosa iba hacia la pared, roja y pesada como un coágulo de sangre.

Los grupos se coordinaban bien. Cada movimiento parecía calculado y algunas patrullas iban y venían de un grupo a otro soltando órdenes al tiempo que otros grupos parecían dirigir el tránsito, que, por cierto, era sumamente ordenado.

El enfermo no dejaba de sonreír, aturdido de placer y desconcierto.

A eso de la una de la tarde, el ejército abandonó el techo para agruparse verticalmente a milímetros de la unión entre la pared y el suelo.

Allí estuvo detenido.

Una patrulla de una decena de hormigas se separó del lote, fue hasta cierto punto del piso de madera y, desde aquel punto, proveniente de algún hueco disimulado, otra oleada de hormigas se esparció por el suelo.

Esta invasión era acaso la señal tan esperada puesto que todo el ejército del techo descendió masivamente, pero con calma, sin desorden.

Al dar las dos, el enfermo dejó de sonreír.

Llegaban sin tregua otros manojos de hormigas, una suerte de refuerzo que venía del techo, del suelo, de la pared. Todo el piso no era más que un vasto campo de maniobras.

Solo cuando notó que el ejército se inmovilizaba, el enfermo sintió verdadero terror. Esperó, pues, unos segundos.

Pronto ocurrió lo que él tanto temía: una hormiga alcanzó las sábanas de su cama y desde allí pareció escrutar el horizonte, el porvenir, las cosas y los objetivos próximos.

Una segunda hormiga se sumó.

La primera se retiró.

Y el ejército entero se puso de nuevo en marcha.

En ese instante, aterido de miedo, el enfermo tomó la perilla eléctrica al alcance de sus dedos. Apretó con furia, más y más fuerte. Fue en vano. Ningún sonido. No había cómo producir ningún sonido. Previniendo aquella reacción, las hormigas habían cortado, hace ya rato, los cables.

FIN



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