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El tesoro

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Lo que voy a referir sucedió en el país de los sueños. ¿Verdad que algunas veces gusta echar un viajecillo a esta tierra encantada, de azules lejanías, de irisadas playas, de bosques floridos, de ríos de diamantes y de ciudades de mármol, ciudades donde nada deja que desear la Policía urbana, ni el servicio de comunicaciones, ni el tiempo, que siempre es espléndido; ni la temperatura, que jamás sopla el trancazo y la bronquitis?

En tan deliciosa comarca vivía una moza como un pino de oro, llamada Inés. Quince mayos agrupaban en su gallarda persona todas las perfecciones y gracias de la Naturaleza, y en su espíritu todos los atractivos misteriosos del ideal. Porque instintivamente -supongo que lo habréis notado- atribuimos a las niñas muy hermosas bellezas interiores y psicológicas que correspondan exactamente a las que en su exterior nos embelesan. Aquellos ojos tan claros, tan nacarados y tan húmedos de vida, no cabe duda que reflejan un pensamiento sin mancha, comparable al ampo de la misma nieve. Aquella boca hecha de dos pétalos de rosa de Alejandría, solo puede dar paso a palabras de miel, pero de miel cándida y fresca. Aquellas manitas tan pulcras, en nada feo ni torpe pueden emplearse: a lo sumo podrán entretejer flores, o ejecutar primorosas laborcicas. Aquella frente lisa y ebúrnea no puede cobijar ningún pensamiento malo: aquellos pies no se hicieron para pisar el barro vil de la tierra, sino el polvo luminoso de los astros; aquella sonrisa es la del ángel… ¡Acabáramos! Esta es la palabra definitiva: de ángeles se gradúan todas las doncellitas lozanas, y de brujas todas las apolilladas y estropajosas viejas: que así como así el alma no se ve por un vidrio, sino envuelta en el engañoso ropaje de la forma, y si Carlota Corday no es linda, en vez del ángel del asesinato le ponen el demonio.

De lo dicho resulta que Inés poseía y ostentaba el diploma de angelical, y no solo lo poseía, sino que era digna de él. Sus ojos radiantes, su ingenua boca entreabierta, su frente sin una nube, no mentía, no. Inés no sabía jota de lo malo. Imaginaos una tabla rasa donde nada hay escrito: suponed un lienzo sin una sola mácula; figuraos un pajarito de plumas blancas, al que ni por casualidad le encontraríamos una de medio color, y tendréis apropiada imagen de lo que eran el alma y el corazoncito y los sentidos y las potencias de Inés.

Con todo eso, y dado que a fuer de biógrafo puntual y exacto no quisiera errar ni en una coma, he de confesaros que allá en el más escondido camarín del pensamiento de la niña había… ¿qué? ¿El pelito invisible que rompe el cristal? ¿El globulito de ácido que corroe el acero? Menos que eso… Una curiosidad.

Es el caso que yendo Inés cierta tarde de paseo por las orillas del riachuelo, festoneadas de anémonas, espadañas y gladiolos, en un remanso formado por dos peñascos que casi se tocaban, vio que hacia la base de las rocas abríase la bocaza de una cueva oscura. Mirando estaba al antro y cavilando qué podría ocultar en su seno, cuando del agujero se destacó una figura humana, un anciano de melena gris, túnica morada, gorro puntiagudo, varilla en cinto y, en suma, toda la traza de un nigromante de comedia. Acercóse el brujo a la niña, y con sonrisilla de malignidad le entregó un cofrecito de preciosa filigrana, incrustado de corales y esmaltado de raros signos negros y desconocidos caracteres. Inés, que no podía más de miedo, iba a rehusar la dádiva del brujo, pero éste, con razones muy perfiladas y tono de autoridad, le mandó que se guardase el cofre, añadiendo que era un obsequio que le destinaba, ya que se había acercado tanto a la cueva, donde no entraba ningún ser humano.

-El cofrecito -añadió- es de por sí un tesoro; pero contiene otro más intestimable aún; como que encierra el tesoro de tu inocencia. No pierdas nunca ese cofre, no lo abras, no lo rompas, no lo regales, no lo vendas, no te apartes de él un minuto, y adiós, y que seas muy feliz, Inesilla. ¡Ay! Desde que te he visto…, créelo, me pesan más las tres mil navidades que ayer cumplí.

Volvióse el mágico a su caverna, e Inés regresó a su casa con el cofrecillo muy agarrado, sin atreverse ni a mirarlo casi. Le parecía tan bonito y tan frágil, que temía se fuese a evaporar. Lo depositó en sitio seguro, y desde aquella misma hora la inevitable curiosidad empezó a tentarla, dictándole monólogos del tenor siguiente:

-Bueno, ya sé que no debo abrir ni romper ese cofrecito. Corriente: no lo abriré, ni lo romperé. Pero ¿y si Dios quiere que se abra solo? Lo que es entonces…, entonces sí que, pese a quien pese, me entero de lo que hay guardado en él. ¿Se abrirá? Dios mío, ¡que se abra! La estantigua del brujo aquel me dijo que el cofre encierra mi inocencia. Eso precisamente es lo que me hace rabiar. Si me hubiese dicho que encerraba una flor, una alhaja, una mariposita, una cinta, un pomo de esencia…, ¡bah!, entonces, un comino se me importaría verlo. ¡Pero mi inocencia! Si no tuviese curiosidad, sería yo de palo. ¿Cómo será una inocencia? Nunca me enseñaron por ahí inocencia alguna. ¿Será verde? ¿Será azul? ¿Será colorada? ¿Será larga? ¿Será redonda? ¿Será linda? ¿Será horrible? ¿Pícara? ¿Tendrá veneno? ¿Será un gusano? ¿Será…? ¡Válgame Dios! ¡Pues si ya me ha levantado jaqueca la inocencia maldita!

En estos dares y tomares y cavilaciones y discursos andaba Inés, y todos venían a parar en ganas de mandar a paseo las prohibiciones del mágico y abrir el cofrecillo, en vista de que ninguna probabilidad tenía a su favor la hipótesis de que solo y por su propia virtud se abriese. No obstante, el recelo la contenía y el encantado cofre permanecía intacto.

Ahondando más en sus meditaciones, Inés se resolvió a salir de dudas sin infringir la ley, y empezó a preguntar a sus amigas y amigos qué hechura tenía la inocencia, de qué color era y para qué servía. Con gran sorpresa y mayor disgusto notó que nadie le respondía acorde, ni le proporcionaba el menor dato que pudiese guiarla a su indagación. Unos fruncían la boca, bajaban la vista y se quedaban perplejos; otros se reían, mitad con fisga y mitad con lástima; alguno la reprendió por venirse con tales preguntas, impropias de una niña formal y honrada, con lo cual, Inés, muy compungida, lloró de vergüenza, ignorando qué clase de delito había cometido para que la tratasen así.

Convencida ya de que nadie le diría más que chirigotas o cosas duras, atormentada por el enigma que se cifraba en el cofrecillo, la niña se desmejoró, se sintió atacada de inquietud febril, y, a ratos, de ese marasmo profundo que sigue a las reacciones violentas de la voluntad. Porque no hay cosa de más tormento para el espíritu que la acción concebida, deseada y no ejecutada, y ése es el mal terrible de Hamlet: la indecisión. En verdad os digo que si Hamlet fuese mujer, no se vuelve loco por estancación de la voluntad. La mujer es más resuelta: quiere y hace. Inés, al sentirse enferma, quiso sanar, y una mañana sola, trémula, rompió la cerradura del cofrecillo del mago.

Alzó la tapa, aquel velo de Isis… ¡Oh asombro! En el fondo del cofrecillo no había cosa alguna… Repito que nada; ni rastro, ni ostugo, ni señal del cacareado tesoro. La atónita Inés únicamente creyó ver que por el aire se dispersaba una leve y blanquecina columna de humo… Al mismo tiempo, los desconocidos caracteres de esmalte negro que adornaban los frisos del cofrecillo se aclaraban hasta convertirse en signos del alfabeto que poseía Inés, la cual, abriendo mucho los ojos, leyó de corrido:

«Cuando sepas lo que es la inocencia, será que la perdiste.»



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