Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

El tetrarca en la aldea

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Hay conversaciones que desde que el mundo es mundo se suscitaron y se suscitarán, y que tiene un desarrollo ya previsto, pudiéndose vaticinar de antemano las vulgaridades que han de decirse sobre la materia, porque de tiempo inmemorial vienen repitiéndose y rebatiéndose los mismos argumentos.

Posee este género de conversaciones la propiedad de inspirar frases enfáticas, de falsear la naturaleza, imponiendo la ostentación de sentimientos convencionales; y de aquí su eterna monotonía, porque si el hombre verdadero siente con infinita variedad y riqueza de matices, el hombre artificial, modelado por las preocupaciones, marcha en línea recta, con movimiento automático.

Una de estas pláticas a que aludo es la línea de conducta del marido con la mujer infiel… ¡Qué de resoluciones trágicas, qué de energías, qué de majestuosa altivez muestran entonces los hombres! Cada quisque puede dar lecciones de dignidad a Otelo: el médico aquel de la sangría suelta se queda tamañito. Sin embargo -así como la observación positiva del desafío demuestra la gran superioridad numérica de los prudentes, la observación, también positiva, del conflicto conyugal revela que esas vengativas terriblezas son un derroche de voluntad al alcance de muy contadas fortunas. La resignación es la nota más común, sobre todo la resignación teñida de color de indiferencia o ignorancia.

-Lo que escasea -me decía un amigo aficionado a indagar historias- es la resignación envuelta en ingeniosa ironía, y voy a contarle a usted un caso característico, por haber ocurrido entre gente aldeana, pero gente aldeana de aquella terra nuestra, donde cada labriego es un sutil diplomático en ciernes.

El tío Marcos Loureiro emigró porque no podía sobrellevar el peso de las contribuciones ni sostener con su labor agrícola a la mujer y a los tres rapacinos. En Montevideo, con harta fatiga, fue atesorando un modestísimo peculio suficiente para vivir con cierto desahogo, a lo villano, en su querido rincón: lo bastante para que no le faltase -como ellos dicen- pan y puerco todo el año.

Con patriarcal sencillez, Marcos se daba ya por contento; mas principió a recibir de su aldea cartas de cierto compadre Antón, muy razonadas, disuadiéndole de volver tan pronto y animándole a traer algo más que «una pobreza».

Aseguraba también el compadre Antón que la familia de Marcos ya no pasaba necesidad alguna, porque el amo, el señor conde de Castro, les había rebajado en más de la mitad el arriendo del lugar que llevaban, y la comadre Sabel, con su trabajo, ganaba lo suficiente para que ni ella ni los chiquillos careciesen de abrigo y caldo «de pote».

Es de advertir que el compadre Antón hablaba oficialmente, porque a la comadre Sabel le estorbaba lo negro, y por medio de Antón se comunicaba con el ausente esposo. Pareció el consejo muy discreto, y Marcos siguió reuniendo patacones; pero transcurridos cinco años, y dueño ya de un capitalejo tan humilde en América como considerable en la aldea de Castro, comenzó a escamarle el empeño de tenerle a distancia que mostraba el tío Antón. No era Marcos ningún bolonio, y la suspicacia natural del labriego se despertó y dio en atar cabos y devanar cavilaciones.

Resolvió, pues, volver secretamente a su hogar, y así como lo resolvió lo hizo, desembarcando en Marineda de Cantabria y tomando al punto el coche de línea que le llevó, no sin peligro de sus huesos, a Compostela. Allí se echó a la calle con propósito de ajustar un jamelgo para andar las cuatro leguas que faltaban hasta Castro.Iba Marcos regodeándose con su plan que consideraba excelente. Si en su casa todo marchaba en orden, ¡magnífica sorpresa la de verle llegar tan bien portado y hasta con su cadena de oro de tres vueltas! Y si había allá «choyo»…, ¡magnífica sorpresa también!

Saboreando sus propósitos, al revolver de una esquina tropezó con un aldeano, que, al verle, pegó involuntario respingo y trató de escabullirse, ocultándose en un portal; mas no le valió la treta, porque Marcos echó a correr detrás del fugitivo, le agarró por la faja de lana de colores y obligó al compadre Antón -pues él era- a volverse y reconocerle. Cogido ya el labriego, hizo a mal tiempo buena cara y saludó a Marcos mostrando cordialidad. Al enterarse de que Marcos proyectaba salir para Castro inmediatamente, tuvo Antón nuevos conatos de fuga, igualmente frustrados, porque el marido de Sabel, con suma firmeza, declaró a su compadre que no se descosería de su lado por un imperio.

«Te veo, viejo encubridor -pensaba Marcos-. Quieres adelantarte para avisar y que yo encuentre todo aquello amañadito. No me chupo el dedo. Así duermas hoy aquí, contigo duermo yo. No te valen las triquiñuelas. A Castro hemos de llegar más juntos que la oblea y el papel.»

Apenas se convenció el tío Antón de que el compadre no le soltaba, como era menos terco que ladino, resignóse, ajustó el caballo para Marcos, arreó su propia cabalgadura, y tres horas antes de ponerse el sol salieron carretera adelante.

Ya se comprende que Marcos ni soñaba en que el compadre, con aquel pescuezo que parecía corteza de tocino rancio y aquella cara de polichinela entrado en edad, pudiese ser el ladrón de su honra; además, Marcos sabía que el tío Antón estaba más pobre que las arañas, más viejo que el pecado, y que como no se aficionase de una ternera o de un saco de maíz, lo que es de otra cosa…

Seguro, pues, del papel que en el reparto de aquel drama podía corresponderle al tío Antón, Marcos se propuso sacarle la verdad del cuerpo durante el camino, y, en efecto, a cosa de legua y media, ya el esposo de Sabel no ignoraba el nombre y condición del ofensor, que no era otro que el mayordomo del conde de Castro. Exigirían un libro entero, si se hubiesen de escribir, los circunloquios, amonestaciones, consejos, palabras calmantes y reflexiones filosóficas, a lo Sancho, que el viejo compadre le endilgó al ultrajado marido. Oyó este con sorna, mirando de reojo al consejero y calculando los perdones de renta y otras ventajas que a cuenta del señor conde de Castro habían premiado el servicio de tenerle a él, Marcos Loureiro, tanto tiempo allá por tierras de ultramar. Cuando el tío Antón hubo terminado su insinuante arenga, Marcos se encogió de hombros, y, sin mover un músculo de la cara, dijo por toda respuesta:

-Demasiado sabemos lo que son las mujeres.

-En eso estamos -confirmó el vejezuelo-; pero, a las veces, el hombre, cuando ve delante ciertas cosas, vásele el seso de la cabeza, compadre.

-El seso mío no se va tan fácil, y ver no he de ver cosa mala.

-Veráslas, hombre, así que entres por la puerta.

-Pues me da la gana de verlas, y no se me adelante, que hemos de llegar con las cabezas de las bestias juntas así.

Diciendo y haciendo, Marcos puso su jamelgo tan cerca del cazurro vejete, que la espuma de un freno manchó al otro; y, callando los dos, prosiguieron el viaje hasta avistar la aldea, a la hora del anochecer.

A favor de las sombras que empezaban a tender su crespón, dejaron los caballos atados a unos árboles y entraron a pie y recatadamente, pegados a las choza, en la aldeílla. Marcos reconoció su casa y se fue a ella derecho, arrastrando al tío Antón, que ya temblaba como un azogado.

Por la rendija de la ventana salía luz.

-No mire, compadre; no mire -decía el viejo al marido; pero éste, aplicando un ojo a la abertura, se estremeció ligeramente, a pesar de su estoicismo de salvaje, porque había visto a su mujer (a quién dejó enfermiza y amarillenta) fresca, redonda, sanota, con una criatura de pocos meses colgada del blanco pecho… Aquellas eran, sin duda (ahora lo comprendía), las «cosas malas» que sin remedio tenían que metérselas por los ojos, pues el suprimirlas no parecía grano de anís…

Marcos se apartó de la ventana y pegó en la puerta tres golpes secos y sonoros. El tío Antón comenzó a rezar el credo. Sabel dejó el niño en la cuna y salió a abrir. Cuando reconoció a su marido no gritó; al contrario; se quedó hecha una estatua, extendiendo los brazos como para impedirle entrar.

Abarcó el esposo de una sola ojeada el aspecto de la vivienda, y lo encontró excelente. Antes de que él se marchase eran allí desconocidos los lujos de colchones, colchas, cunas, mesas, sillas, armarios y buen quinqué de petróleo; nunca Sabel había vestido de lana rasa como entonces, ni calzado rico borceguí de becerro, ni usado tan finas ropas como las que se entreparecían al través del justillo aún desabrochado.

¿Recordó Marcos que al partir él quedaba desnuda y hambrienta su familia?

¿Hizo memoria de ciertos deslices propios allende los mares?

¿Fue distinta sugestión, nada altruista, aunque sobrado humana, la que se le impuso?

Ello es que, penetrando en la casa, pasó a donde antaño estaban las camas de los tres hijos y, al contar cinco cabezas de mayor a menor y ver la del mamoncillo en su cuna aparte, llegóse a su mujer, le tomó la barba y la acarició un momento; después movió la mano derecha de alto abajo, amenazando en broma, con media sonrisa, y murmuró:

-¡No sé qué te había de hacer? ¿Y si yo fuese otro?



Más Cuentos de Emilia Pardo Bazán