El tío Spencer
[Cuento - Texto completo.]
Aldous HuxleyConozco a personas que pueden mirar con los ojos de la memoria la larga serie de sus vacaciones infantiles y contemplar paisajes siempre diferentes: onduladas llanuras cubiertas de césped o arriscadas montañas suizas; un mar soleado y azul o la orilla, siempre turbulenta, del océano grisáceo; altozanos crecidos de helechos bajo un cielo nuboso, con una lejana mancha de sol posada sobre un monte, alegre como la felicidad, y, como la felicidad, remota, precaria y mudable, o las serenas aguas de Como, los cipreses y las rosas de Oriente.
Les envidio esta variedad de sus recuerdos. Pues es deseable el haber visto algo del mundo con ojos de niño, desinteresados y poco críticos, que no se fijan sobre lo útil, o bello, o interesante, sino tan solo sobre lo que para un ser que mide un metro y treinta centímetros y no posee conocimiento alguno acerca de la vida o del arte parece tener importancia inmediata. Los mendigos, los paraguas verdes bajo los cuales se cobijan los cocheros, y la bóveda de Brunelleschi, los latrocinios del hotelero y los sepulcros de los Médicis, es lo que impresiona al niño viajero. Tales impresiones, verdad es, no tienen gran valor para nosotros cuando alcanzamos la madurez. (La famosa sabiduría de los niños es más bien fabulosa, y el hombre que estudia el alma de los niños con la esperanza de descubrir los misterios de la de los hombres tiene tantas probabilidades de hallar algo de importancia como quien cree que conseguirá explicar a Beethoven considerando los orígenes salvajes de la Música y de la Religión, o estudiándole en conjunción con el instinto sexual). Sin embargo, es buena cosa haber recibido tales impresiones de niño, aunque no sea más que para comparar (y de esta manera destilar una moraleja filosófica) lo que en determinado lugar vimos cuando teníamos seis o siete años con lo que allí descubrimos a los treinta.
Mis vacaciones carecieron de toda variedad. Desde que fui a mi primer colegio preparatorio hasta el día en que mis padres regresaron definitivamente de la India —tendría yo entonces unos dieciséis o diecisiete años—, todas las pasé con mi tío Spencer. Durante muchos años los únicos lugares de la superficie terrestre de que tuve conocimiento fueron Eastbourne, en donde estaba mi colegio; Dover (limitado al puerto y a la estación), en donde solía embarcar; Ostende, en donde me esperaba tío Spencer; Bruselas, en donde cambiábamos de tren; y, por fin, Longres y Limburgo, en donde mi tío era propietario de una fábrica de azúcar, la cual, su madre y abuela mía, había heredado a su vez de su padre belga. Allí vivía mi tío.
Asomado a la borda del vapor, según éste avanzaba lentamente de popa a lo largo del angosto canal del puerto de Ostende, solía yo escrutar afanosamente la multitud que aguardaba sobre el muelle, procurando descubrir entre el gentío la pequeña y familiar figura de mi tío. Y allí estaba invariablemente, agitando su pañuelo de seda y multicolor, gritándome saludos y recomendaciones que yo no podía oír, estorbando a mozos y empleados, inquieto, con una impaciencia que apenas podía dominar detrás de la barrera. Por fin, medio aplastado y casi asfixiado entre hombres y mujeres —a quienes el proceso de desembarcar transformaba, como por malévola magia digna de Circe, en bestias ciegas, irracionales y feroces—, lograba llegar al muelle, con mi pequeña maleta en una mano y sujetándome con la otra el sombrero. Si era verano, se trataba de un sombrero de paja, de cinta abigarrada, que mostraba los «colores» de mi colegio; si era invierno, era un absurdo sombrero hongo, cuya amelonada copa, encasquetada hasta las orejas, me daba el aspecto de la caricatura de un niño que se las echa de persona mayor.
—¡Vaya, vaya! ¡Ya estás aquí! —decía mi tío Spencer, al tiempo que me arrebataba el maletín—. Habéis llegado con once minutos de retraso.
Nos alejábamos apresuradamente hacia la Aduana, como si nuestra vida dependiera de llegar a ella antes que los demás bestializados viajeros.
La primera vez que salí del colegio preparatorio para pasar las vacaciones con mi tío, tendría éste unos cuarenta años. Era delgado, más bien bajo, muy rápido, ágil e impulsivo de movimientos, de pies pequeños y manos delicadas de poco tamaño. Tenía la cara estrecha, de facciones acusadas, expresiva y aquilina; los ojos, oscuros y de brillo extraordinario, en hondas cuencas, bajo cejas muy prominentes; el pelo lo tenía negro, y lo llevaba largo y peinado hacia atrás. Le comenzaba a grisear por los lados, y hacía el efecto de tener dos alas grises plegadas contra el cráneo encima de las orejas, hasta el punto de que al mirarle recordaba a Mercurio con su alado gorro.
—¡Date prisa! —me decía mientras yo corría en pos de él—. ¡Date prisa!
Naturalmente, la prisa era completamente inútil, pues después de ser examinado mi maletín, teníamos que aguardar la llegada de mi baúl facturado. Esta espera constituía para mi tío una verdadera tortura. Pues aunque teníamos reservados los asientos en el expreso de Bruselas, y aunque sabía él que el tren no saldría sin nosotros, esta certidumbre intelectual no bastaba para calmar su apasionada impaciencia ni para contrarrestar sus temores instintivos.
—¡Qué calma más espantosa! —repetía sin cesar—. ¡Qué calma!
Miraba por centésima vez su reloj, y tomaba a preguntar al centinela apostado a la entrada de la Aduana.
—Dites-moi, le grand bagage…?
Hasta que el hombre, exasperado por estas preguntas, contestaba con grosero desabrimiento. Entonces, ofendido mi tío, le llamaba mal élevé y grosier personnage, lo que provocaba profunda ira en el centinela, pero desahogaba a mi tío; pues después de uno de estos exabruptos era capaz de esperar pacientemente unos cinco minutos y de olvidar su preocupación por el baúl, hasta el punto de comenzar a hablarme de otros asuntos, preguntándome por mis progresos durante el curso, mi puntuación media en el cricket, si me gustaba el latín y si Don Truenos, como llamábamos al director del colegio a causa de su bien timbrada voz de barítono, continuaba teniendo tan mal genio como de costumbre.
Pero pasados cinco minutos, si el baúl no había aparecido, mi tío comenzaba a mirar una vez más su reloj.
—¡Es un escándalo esta lentitud! —decía. Y dirigiéndose a otro empleado, añadía—: Dites-moi, Monsieur, le grand bagage…?
Mas cuando nos encontrábamos instalados en el tren y nada le impedía dar rienda suelta a la amabilidad y la simpatía de su buen natural, mi tío Spencer se mostraba encantador y gentil, dedicándose a mí por completo.
—¡Mira! —decía; y sacaba del bolsillo del gabán un paquete húmedo y de gran tamaño, de cuya existencia ya mi nariz me había advertido.
—¿A qué no sabes lo que hay aquí?
—Quisquillas —respondía yo sin dudarlo.
Y quisquillas eran; un kilo. Sentados el uno enfrente del otro, en sendas esquinas del compartimiento de primera clase, con la mesita plegable entre los dos y las rosadas quisquillas sobre ella, íbamos comiéndolas con gusto indescriptible, y arrojando los róseos caparazones, las colas y las cabezas, luego de succionarlas, por la ventanilla. Las llanuras flamencas pasaban velozmente ante nuestros ojos. Las hileras dobles de álamos, plantadas a lo largo de los canales y en las márgenes de los caminos, nos acompañaban, si nuestra marcha coincidía con la suya, o si las cruzábamos verticalmente, nos ofrecían durante un segundo una vista de la llanura del Hobbema. Ahora, las espadañas y torres de Brujas nos saludaban desde lejos; una docena más de quisquillas y entrábamos rugiendo en su estación, tenebrosa y ojival, en honor de Memling y del pasado gótico. Para cuando habíamos comido otro hectogramo de quisquillas, el barrio moderno de Gante nos recordaba que el Arte solo tiene cinco arias y ha sido inventado en Viena. En Alost humeaban las chimeneas de las fábricas; y antes que nos diéramos cuenta del lugar en donde nos encontrábamos, llegábamos a las afueras de Bruselas, con doscientos o trescientos gramos de mariscos aún sobre la mesa.
—¡Date prisa! —me decía mi tío, amenazado de un nuevo paroxismo de prisa—. ¡Tenemos que acabar antes de llegar a Bruselas!
Durante las últimas cinco millas las comíamos sin descanso, con caparazón y todo; apenas teníamos tiempo para escupir las cabezas y las colas.
—No hay nada como las quisquillas —decía mi tío Spencer invariablemente, cuando el tren entraba lentamente en la estación de Bruselas y salían por la ventanilla las últimas colas y las postreras antenas envueltas en el papel—. No hay nada como las quisquillas cuando el cerebro está cansado. Es el fósforo que tienen, ¿sabes? Después de tus exámenes de final de curso, te sentarán bien —decía dándome unas cariñosas palmaditas en la espalda.
¡Cuántas veces he repetido con fe inconmovible las palabras de mi tío! «Es el fósforo», les aseguro a mis amigos cansados cuando les insto a que coman a base de mariscos y crustáceos. Me salen estas palabras espontáneamente; la opinión de que ostras y camarones son remedio eficaz del agotamiento cerebral es una de mis creencias fundamentales e instintivas, por así decirlo. Pero algunas veces, cuando digo esas palabras, pienso súbitamente en mi tío Spencer. Vuelvo a verle sentado frente a mí, en un asiento de esquina del expreso de Bruselas, con sus ojos refulgentes, su cara afilada, que se mueve expresivamente al hablar, mientras los dedos nerviosos van arrancando los róseos caparazones, o con gesto displicente arrojan cabezuelas bigotudas sobre el paisaje flamenco que comienza al otro lado de la ventanilla. Y cuando le recuerdo, mi fe en las palabras que acabo de pronunciar disminuye; y me pregunto, con algo parecido al desasosiego, cuántos otros vestigios del espíritu de mi tío perdurarán todavía en mi alma sin saberlo yo.
¡Cuántas de nuestras creencias —más graves que esa según la cual los camarones estimulan un cerebro cansado— tienen un origen fortuito y mucho más indigno de fe que mi tío Spencer! Nos encontramos incluso con hombres de inteligencia indudable que mantienen ciertas opiniones acerca de asuntos determinados, las cuales les fueron inculcadas durante su niñez por niñeras o mozos de cuadra. Y hasta los últimos momentos de nuestra adolescencia, y aun después, seres queridos y admirados, cuyas palabras se imprimen irresistiblemente sobre nuestras mentes, logran hacer generar en nosotros creencias que la razón no osa examinar, y que aunque estén en desacuerdo con el resto de nuestras opiniones, persisten junto a éstas, sin que nunca advirtamos la contradicción entre los dos sistemas de pensamientos. Así ocurre que un muchacho de ideas independientes, hijo de un distinguido funcionario de la India, será vehemente apóstol de la libertad y del derecho a la independencia de los pueblos, y simultáneamente defenderá la tesis de que los indios son, y siempre serán, totalmente incapaces de gobernarse a sí mismos. Y un crítico de arte con muy sesudas ideas sobre Vlaminck y Marie Laurencin elogiará como magistral y con entusiasmo elocuente —y lo hará sinceramente— la obra de un artista cuya pintura sin nervio y presuntuosa de los paisajes de Toscana solía encantar de joven a una vieja ya fallecida, a quien el crítico quería y admiraba profundamente.
Cuando yo era muchacho, mi tío Spencer era para mí uno de esos seres admirados cuyas opiniones poseen valor ultraterreno para sus admirados oyentes. Durante muchos años, mis más fervientes creencias fueron las suyas. Las opiniones que fui formándome por mi cuenta las sostenía con menos seguridad y ardor, pues eran, después de todo, frutos de mi juicio y de mis observaciones, progenie enteca de mi raciocinio, mientras que las opiniones heredadas de mi tío —tales como las virtudes reparadoras de los camarones— nada tenían que ver con mi razón, sino que fueron plantadas directamente en las profundidades de mi subconsciencia, en donde dijérase que se habían adherido como rémoras a la misma quilla y casco de mi mente. Tengo la esperanza de haber logrado deshacerme de casi todas; pero ha sido labor larga y dolorosa. Es posible, empero, que aún quede buen número de ellas, tan profundamente ocultas y tan esencialmente integrantes de mi ser, que no me es posible darme cuenta de su existencia. Y bajaré a mi tumba expresando juicios, sosteniendo opiniones y considerando ciertas cosas y actos de cierto modo. Y el modo, las opiniones y los juicios no serán míos, sino de mi tío Spencer. Las tenebrosas cámaras de mi mente jamás lograrán liberarse de la presencia del duende fulguroso, inconsistente e inquieto de mi tío.
Hay gentes cuyos hábitos mentales cualquier muchacho pudiera adoptar con notoria ventaja para él. Pero mi tío Spencer no era de ellos. Su muy dinámica mente saltaba velozmente de una cosa a otra de manera harto indisciplinada y asistemática para que pudiera aceptársela como mentora segura de un entendimiento inexperto. Su veloz lógica se mostraba demasiado dispuesta a sacar conclusiones de premisas falsas, que aceptaba como verdaderas con prontitud y entusiasmo excesivos. Vivía en soledad, por lo cual ha de entenderse soledad mental, pues aunque no era ningún recluso y participaba en todas las funciones sociales que podía, la Comunidad de Londres no era capaz de ofrecerle compañía de un alto nivel intelectual. Esta soledad le permitía dar rienda suelta a la ingénita extravagancia de su intelecto. Al no tener a nadie que le frenara o dirigiera, se lanzaba irreflexivamente por caminos intelectuales que no le conducían a ninguna parte, excepto a para meras plagadas de errores. Cuando, pasados muchos años, solía yo entretener mis ocios los domingos por la tarde escuchando las peroratas de los oradores callejeros de Marble Arch, recordaba con frecuencia a mi tío Spencer. Pues éstos, como mi tío, vivían en soledad mental, aislados de las ideas del mundo contemporáneo, ignorantes por completo de la existencia de la ciencia sistemática y organizada, o conocedores de ella de manera imperfecta que para nada les servía, sin saber en dónde encontrar los almacenes que acumulan los conocimientos humanos. He hablado en el parque con estudiantes bíblicos, a quienes he oído decir con orgullo que durante el día remendaban zapatos o vendían queso, y de noche estudiaban arameo y las obras de los exegetas. Y me han hecho sentir vergüenza de mi pereza y del poco fruto que he sacado de mis oportunidades. Estos humildes eruditos, que buscan heroicamente la luz de la sabiduría, son figuras nobles y conmovedoras; pero, ¡ay, qué frecuentemente son también patéticamente ridículas! Pues los exegetas que mis estudiantes bíblicos acostumbraban leer y considerar, siempre eran autoridades anticuadas, carentes de valor hacía ya setenta y cinco años, eruditos de la fenecida escuela de Tübingen o intérpretes literales e iluminados. Sus autoridades eran siempre anteriores al establecimiento de la investigación histórica moderna; su filosofía era fabulosa y trasnochada; su geología aducía pruebas irrefutables de la existencia de la Atlántida; su fisiología, cuando eran ateos, era de anticuada orientación mecanística, y cuando eran creyentes, sencillamente providencial. Toda su voluntariosa laboriosidad, todos sus años de lucha heroica, eran completamente inútiles. Inútiles para el aumento de los conocimientos humanos, pero no inútiles para ellos, puesto que su trabajo y su ambición desinteresada les habían proporcionado muchas horas de felicidad.
Espiritualmente considerado, mi tío Spencer era primo hermano de estos oradores y críticos callejeros de Hyde Park. Compartía con ellos su pasión por la sabiduría y las ideas profundas; pero no contento, como ellos, con dedicarse concentradamente a un solo asunto, como la Biblia, se rendía a la tentación de las más varias disciplinas. El campo de su interés abarcaba los amplios dominios de la Historia, de la Ciencia (o de lo que mi tío creía que era la Ciencia), la Filosofía, la Religión y el Arte. También estaba dotado de gran industria, aunque su sistema de trabajar era indisciplinado, inconstante y poco sostenido, pues se lanzaba apasionadamente al estudio de un asunto para luego abandonarlo y correr en pos de cualquier otro que se le antojaba más interesante en aquel momento. Como ellos, aunque en menor grado, pues fue su educación mejor (aunque no mucho mejor, ya que nunca se había sentado en aulas más provechosas que las de uno de nuestros más famosos, elegantes y absurdos colegios), demostraba una vastísima ignorancia del pensamiento contemporáneo y una fe ciega en autoridades que cualquier hombre educado de manera más sistemática calificaría de anticuadas y evidentemente inútiles. A todo esto añadía una profunda ignorancia hasta de los métodos mediante los cuales es posible conseguir conocimientos más exactos, o por lo menos más «modernos» o de moda, acerca del Universo.
Mi tío Spencer tenía opiniones formadas y poseía conocimientos acerca de cualquier tema que su interlocutor quisiera mencionar; pero sus conocimientos eran casi invariablemente errados, y los juicios que sobre tales datos formaba eran fantásticos. ¡Qué cosas le he escuchado en el expreso de Bruselas, separados el uno del otro por el coralino montón de quisquillas sobre la mesita plegable! Aún recuerdo fragmentos de su conversación:
—En Lombardía crecen cipreses plantados por Julio César.
—La raza humana desciende de los pigmeos. Adán fue negro y medía cuatro pies.
—Similia similibus curantur. ¿Sabes ya bastante latín para entender lo que eso quiere decir?
Mi tío Spencer era apasionado partidario de la homeopatía, y las palabras de Hahnemann eran para él una especie de fórmula mágica parecida a las jaculatorias paganas desprovistas de sentido, que repetida una y otra vez le producía gran satisfacción espiritual.
Me acuerdo aún de que una vez, según pasábamos por la fabulosa estación nueva de Gante —la única que, quince o dieciséis años más tarde, había yo de contemplar destruida por el invasor derrotado—, vimos un pelotón de soldados en el andén, lo que le llevó a explicarme cómo cierto profesor alemán había demostrado matemáticamente, mediante la ciencia balística y la teoría de las probabilidades, que la guerra se había hecho imposible, pues los modernos rifles de tiro rápido y las ametralladoras estaban tan perfeccionados, que resultaba «cien-tí-fi-ca-men-te imposible», como decía mi tío, que un grupo de hombres lograra conservar la vida en una milla a la redonda de un número suficientemente elevado de ametralladoras que se movieran en semicírculo y dispararan sin cesar. Mientras fui muchacho, nunca me abandonó la consoladora seguridad de que la guerra había pasado a la Historia.
Algunas veces me hablaba seriamente, por encima de los camarones, acerca de las cosmogonías de Boehme o de Swedenborg. Pero tales temas eran demasiado abstrusos y no los asimilé en absoluto. A pesar de la gran influencia que mi tío tenía sobre mi mente, nunca logró inyectarme sus entusiasmos místicos. Estas orgías mentales fueron las calaveradas de joven de mi tío. Como reacción contra la severidad ortodoxa en que fue educado, en lugar de lanzarse al vicio, a la crápula y al ateísmo, cayó en manos de Swedenborg. Había conservado, como herencia de la prosperidad del siglo XIX, que conoció de joven, un optimismo sencillo, una gran fe en el progreso y en la superioridad de lo moderno sobre lo antiguo, junto con una ignorancia muy útil sobre las cosas cuyo análisis demasiado pausado pudiera resultar conturbador. Esta filosofía la absorbí yo fácil y copiosamente con los pequeños crustáceos; mis ideas acerca del Universo y del destino del hombre eran en aquellos tiempos tan rosadas como las quisquillas.
Hasta las siete o las ocho no llegábamos a nuestro destino. El coche de mi tío, landó o berlina, según la estación del año y el tiempo que reinara, nos aguardaba en la estación. Subíamos a él y nos alejábamos rodando sobre las llantas de goma en un silencio que casi parecía mágico en comparación con el estrépito que hacían los coches de alquiler y los carros sobre el empedrado de la rué de la Gare, calle larga y melancólica. Incluso en invierno nada se veía en ella, excepto algún farol aislado, pintado de verde, rodeado de un pequeño universo de acera, pared de ladrillo y una ventana cerrada, universo creado por la luz del farol, de la cual dependía en las tinieblas que lo rodeaban. La rué de la Gare era una calle deprimente, demasiado larga y demasiado recta. En verano, cuando las melancólicas casas de ladrillo que la formaban se mostraban a la luz del crepúsculo, cuando el polvo y los papeles la recorrían impulsados por las bocanadas de viento con olor a rancio, entonces la calle parecía aún más larga y desagradable. Pero el contraste entre su sordidez y la Grand’Place, fresca y amplia, en la cual desembocábamos luego de lo que parecían mil revueltas preparatorias y estudiadas a lo largo de las calles antiguas, resultaba doblemente agradable y consolador. Como un barco que sale de la angostura tenebrosa de un canal formado por altísimos acantilados a un vasto lago soleado, igual entraba nuestro coche en la Grand’Place. El momento era solemne; lo aguardábamos conteniendo la respiración. Tenía algo de teatral; como si flotásemos sobre el pausado gemir de oboes y trombones y rodeados por la ansiedad trémula y amorosa de los violines, deslizándonos en silencio, sin tropiezo, gracias al funcionamiento perfecto de los recursos y artilugios escénicos, para llegar a un vasto e infinito escenario, en el cual, tan pronto como llegáramos a su centro, comenzarían a ocurrir súbitamente las cosas más peregrinas y asombrosas: un derramarse integral de la orquesta, desde el contrabajo y el trombón al flautín, desde los fagots al címbalo, que acompañaría a tenor y soprano en un dúo jamás escuchado en ópera hasta aquel instante.
Pero cuando llegaba el momento, nuestra entrada no resultaba tan dramática. Se daba uno cuenta de que se había equivocado de ópera; aquello no era Parsifal ni Rigoletto, era Peleas, o quizá Romeo y Julieta en el pueblo. Pues nada tenía la plaza de Londres de wagneriano o de fulgor italiano. La luz del crepúsculo era rosada y bañaba las torres; las sombras de los paseantes se alargaban hasta cubrir con su longitud casi la mitad de la plaza, y en la vastedad de ésta el crepúsculo encontraba sitio suficiente para mostrarse callado y hacer sentir su frescura. La iglesia gótica tenía una aguda aguja; el seminario, junto a ella, una torre, y el «Hotel de Ville», pequeño y del siglo XVII, un esbelto campanario, que se alzaba en medio de aquel gran espacio abierto como si no temiera que le miraran desde todas partes. Todo ello era un milagro de arquitectura alegre y severa. Las casas que daban a la plaza tenían, cierto es, caras bien sencillas, burguesas e ingenuas; pero no por ello desprovistas de cierta belleza ni carentes de una elegancia provinciana y natural. Entrábamos, digo, flotando, y las notas suspensas de los oboes, en lugar de acabar en un estallido de armonía polifónica y grandiosa, se alargaban jugosamente en aquella belleza nocherniega, se deleitaban apaciblemente en la rosada media luz y meditaban entre las sombras graciosamente estiradas; los violines cesaban de temblar, emocionados, e hinchiendo sus voces la hacían subir, como ascienden la luz y las torres aguzadas, hacia el sereno firmamento.
Si el reloj daba la hora en el momento en que entrábamos, ¡qué encantadoramente armonizaban las notas del carillón con la música imaginaria! A la hora en punto las campanas de la alta torre municipal tocaban un minué y luego un trío, campanudo y cortesano como la primera pieza de un Boccherini infante, el cual duraba hasta que pasaban tres minutos de la hora. Marcaba las medias con una tonada patriótica de no menor duración. Pero al dar los cuartos, las campanadas se limitaban a iniciar una canción. Luego de tres o cuatro compases, la música se interrumpía, y el oyente quedaba preguntándose cómo continuaría aquello, atribuyendo al fragmento mutilado un soberbio florecimiento en el silencio musical y melancólico, una contumacia inesperada que lo tornaría en un todo de encanto distinto al de las piezas tocadas en su integridad, el cual consistía precisamente en su anticuada mediocridad, en la dulzura airosa, quebrada y temblona de las campanas que las tocaban y en los defectos del mecanismo, que daban al ritmo la extraña e imprevisible irregularidad de un pianista infantil que, con la lengua presa entre los dientes y los ojos saltando desasosegados desde las notas impresas a las teclas, ataca trabajosamente la inmaculada regularidad de El alegre labriego.
Esta música de carillón, regular y reiterada, era —y es, pues el invasor respetó las campanas— una característica esencial de Londres, tan personal como la triple silueta de sus torres vista desde lejos entre los álamos, al final de la llanura anchurosa y despejada.
El forastero que oye en Londres por primera vez estos aires musicales y el entrechocar de sus afiladas armonías, que llueven sobre él desde el cielo, nota vibrante tras nota vibrante, mezclándose y confundiéndose en la atmósfera y rodeando la perfilada silueta armónica de un trémulo halo de desacordes, lo escucha con una alegre risa de sorpresa encantada. Al cabo de una o dos horas, el minué, el trío y la tonada patriótica resultaban de sobra conocidos; mientras que los mutilados trozos que anuncian los cuartos se hacen más y más enigmáticos cada vez que se escuchan, más preñados de significado oculto, más dudosos de continuación y más irritantes. La luz rosada va apagándose en las tres torres; los enrevesados artificios góticos de la iglesia se van fundiendo en una única silueta oscura contra el firmamento anochecido; pero el minué y el trío persisten en caer desde la oscuridad infinita, flotando inciertamente sobre los tejados y a lo largo de los campos de la llanura. La tonada patriótica continúa, incluso después de escondido el sol, conmemorando los grandes acontecimientos de 1830. Y los fragmentos intermedios, como apresurados apuntes en el librillo de un genio, siguen suscitando en la mente, con sus esbozados temas de veinte notas, melodías admirables y la posibilidad de mil quinientas variedades. A medianoche, las campanas siguen tañendo; a la una y media, el forastero vuelve a despertar sorprendido; vuelto a la vida a las cuatro menos cuarto, sus especulaciones acerca de las posibles continuaciones de la Sinfonía incompleta le conservan despierto el tiempo suficiente para que escuche el minué y el trío a las cinco, y para que se pregunte cómo le es posible dormir a quien vive en Longres. Pero al cabo de un par de días, él mismo da respuesta a su pregunta durmiendo sin interrupción, a pesar de las ideas musicales entresacadas del libro de apuntes de Beethoven, de las evocaciones más concretas de la niñez de Boccherini y de la Revolución de 1830. La enfermedad crea su propio antibiótico, y la costumbre de escuchar el carillón provoca gradualmente un estado de sordera especial, de la cual gozan crónicamente los habitantes de Longres.
Incluso de muchacho, cuando el insomnio me era desconocido, las campanas me resultaban profundamente enojosas durante mis primeros días de estancia en Longres. La casa de mi tío daba a la Grand’Place, y mi ventana, en el tercer piso, quedaba a unos cuarenta metros del campanario del Ayuntamiento, fuente de música aérea. Boccherini, con sus tres años de edad, bien hubiera podido estar en mi habitación cuando el viento soplaba del Sur, tocando su minué junto a mis orejas. Pero al cabo de dos noches podía martillar sus notas cuando quisiera: ninguna campana de Longres era ya capaz de desvelarme.
Lo que me despertaba todos los sábados por la mañana, a eso de las cuatro y media o las cinco, eran los cerdos, camino del mercado. Fuera menester pasar en Longres un mes compuesto solamente de sábados para adquirir la especial sordera mental capaz de despreciar el estrépito de las ruedas de los carros sobre los guijarros y los chillidos y gruñidos de dos o tres millares de puercos. Y cuando uno miraba por la ventana, ¡qué espectáculo! Toda la plaza aparecía dividida en porquerizas formadas por vallas, y cada una de éstas era un mar turbulento de cerdos rosados y desnudos, que vistos desde la altura parecían una inmensa masa de élan vital bergsoniano en estado de ebullición perpetua. Compradores y vendedores iban y venían por entre las porquerizas, hablando, regateando, punzando con la punta del bastón el tocino y el jamón en potencia. Y cuando el trato quedaba hecho, el dueño entraba en el improvisado corral, perseguía a la víctima y, agarrándola por una correosa oreja y por el fino cordón del rabo, la transportaba a un carro guarnecido de una red, entre gruñidos que acababan por dejar paso a la armonía de un grito sostenido y agudísimo, o quizá la llevaba a otro corral situado a poca distancia. Mi educación inglesa me hacía considerar las molestias causadas a un animal como acciones casi más vituperables que la crueldad para con el prójimo, y recuerdo el horror que el espectáculo me producía. Y otro tanto parece ser que le aconteció al Ejército alemán de ocupación, pues entre 1914 y 1918 estuvo prohibido el alzar del suelo del mercado de Longres a ningún cerdo por oreja y rabo, y quien lo hacía sufría una multa de veinte marcos la primera vez, de cien la segunda y una condena a trabajos forzados en las líneas de comunicación por la tercera. De todas las medidas vejadoras del invasor, sería difícil hallar una que irritase tan profundamente como ésta a los labriegos de Limburgo. Nerón era poco popular con las gentes de Roma, pero no a causa de sus crímenes y vicios, ni por sus tiranías y crueldades, sino porque edificó en el centro de la ciudad un palacio de tal vastedad que estorbaba la entrada a varias carreteras principales. Si le odiaban los romanos, era porque su palacio dorado los obligaba a dar un rodeo de medio kilómetro cada vez que querían ir de tiendas. Las pequeñas libertades a que estamos habituados, el derecho de hacer lo que siempre hemos hecho en asuntos baladíes, suelen ser más apreciados que otras libertades más importantes, más abstractas y menos inmediatas. E igual ocurre que la mayor parte de los hombres prefieren correr el riesgo de enfermar de tifus que tomar unas cuantas precauciones tediosas a las cuales no están acostumbrados. Pero en este caso particular la cosa tenía otra trascendencia: ¿cómo puede transportarse un cerdo si no es agarrándolo por una oreja y el rabo? O se derriba al animal y se le levanta luego agarrándolo de las cuatro patas —operación que apenas es posible, pues el centro de gravedad de un guarro está tan cerca del suelo, que es casi imposible derribarlo—, o es menester rodearlo con los brazos —y esto es lo que las gentes de Longres se veían obligadas a hacer, con gran disgusto— y llevarlo fuertemente apretado contra el seno, con lo que se corre el riesgo de recibir un mordisco en la oreja y se tiene la seguridad de apestar durante el resto del día.
El primer sábado después de la evacuación alemana, los cerdos pasaron una mañana desagradable. Llevar un cerdo suspendido de oreja y rabo era un símbolo visible de la libertad recobrada. Los apenados gruñidos de los cochinos se mezclaron con los vítores de la población y con los trémolos y las armonías disonantes de las campanas, despertados por el carillonero de su silencio de cuatro años.
A las diez acababa el mercado. Desaparecían las vallas, y a no ser por los vestigios que quedaban sobre el empedrado, en cuya limpieza se ocupaban ya los lavadores municipales, hubiera yo podido creer que la escena que había contemplado desde la ventana a la fulgente luz mañanera fue un episodio de una pesadilla soñada.
Pero la plaza tomaba un aspecto más fantástico y de ensueño cuando tenía lugar anualmente, durante la segunda mitad de agosto, la tradicional kermesse . Entonces toda la inmensa plaza se cubría de casetas, de tiovivos que giraban y fulguraban al sol, de pináculos adventicios que competían en altura con las torres permanentes y seculares de la ciudad y desde cuya parte más alta se deslizaba uno, gritando irremediablemente con delicia y terror, por un pulimentado tobogán acaracolado hasta el nivel de la calzada. La plaza aparecía engalanada con globos de alegres colores, con banderas, letreros y anuncios de abigarrada pintura. Un mar policromo batía tumultuosamente contra los grises muros de la iglesia, contra las casas enjalbegadas, contra los ladrillos del seminario, color pardusco, y el estucado y amarillento Municipio. Y un estrépito amorfo, resultante de la fusión de cuatro o cinco órganos, de las voces del gentío, de trompetas y pitos y platillos percutidos con entusiasmo, de tambores redoblados, de gritos, de llantos infantiles y sonoras risas rústicas, llenaba el ámbito placero hasta los bordes de los tejados; un ruido tan continuo y amorfo, que al cabo de escucharlo desde mi alta ventana, me parecía no existir el tal, sino una nueva clase de silencio, en el cual el tintineo del minué de Boccherini, la tonada patriótica y las sinfonías fragmentarias devenían, por algún oscuro motivo, completamente imposibles de escuchar.
Al caer el sol brotaban las llamas blanquísimas de los mecheros de acetileno y las rojizas de los de gas, cada una de las cuales tallaba en la masa oscura de la noche un día diminuto y particular, en el cual el jolgorio persistía con aumentado estrépito. Las luces artificiales iluminaban las torres y las escalaban hasta la mitad para mezclarse allí con los rayos de luna caídos de lo alto, de tal manera que, contempladas las espadañas desde mi ventana, dijéranse pertenecer en parte a la tierra y en parte al pálido silencio de las alturas. Mas poco a poco, según la noche iba consumiendo sus horas, la luna iba recobrando sus dominios; disminuía el ruido y eran apagadas las luces una a una, hasta que la luna quedaba imperando en soledad, pues las pocas y verdosas llamas de gas que perduraban no pretendían disputarle su autoridad suprema. Suyas eran ya las torres hasta las raíces, y las casetas y los tiovivos embozados en sus lonas, y los toboganes y los columpios, todos vestidos de la librea negra y plateada de la luna señora. Volvían a escucharse las campanas, que en honor de la luna parecían cantar con acento más dulce, más claro y más melancólico.
No siempre contemplaba yo la feria desde mi ventana. Desde el momento en que comenzaban a girar los tiovivos, lo cual ocurría en cuanto acababa la misa de once el penúltimo domingo de agosto, hasta el momento en que recobraban su quietud nocturna, solía yo deambular sin pausa por entre las delicias de la feria. ¡Y qué feria! ¡Qué esplendor el suyo, qué perfección mecánica la de sus columpios, montañas rusas, tiovivos, terrezuelas y demás atracciones! ¡Qué asombrosa riqueza y variedad las de sus barracas! ¡Y qué maravillosa modicidad la de sus tarifas!
Cuando se cansaba uno de resbalar y de columpiarse, de ser golpeado y agitado, era posible ir a ver, por un penique, al hombre que se arrancaba el pellejo a puñados para luego aderezarlo con imperdibles, formando vistosos pliegues y adornos. O podía admirarse a la mujer sin brazos, que abría una botella de champaña con los dedos de los pies y bebía a vuestra salud elevando la copa a los labios con iguales medios. En otra caseta, sobre cuya entrada ondeaban, como símbolo concreto de buena fe, un par de inmensos pantalones femeninos, aparecía sentada la mujer cañón, tan gorda que podía (y lo hacía por cuatro sous extra, si se ha de dar crédito a la noticia que lo anunciaba), según rezaban las frases flamencas, que prefiero dejar en la oscuridad del dialecto; heur gezitch bet heur tiekes wassen.
Cabe la barraca de la mujer cañón había otra mucho más amplia, en la cual el renombrado Monsieur Fígaro, con su esposa y siete hijos, daba ocho o nueve veces diarias una versión dramática de la Pasión de Nuestro Salvador, a cuya representación hasta los sacerdotes estaban autorizados para asistir. La familia Fígaro era conocida del uno al otro confín de la nación desde hacía no sé cuántos años, cuarenta o cincuenta al menos. Pues tratábase de varias generaciones de Fígaros, y si siete niños, encantadores y auténticos, continuaban pisando las tablas escénicas, no ha de suponerse por ello que los siete hijos e hijas originales del viejo Monsieur Fígaro habían conservado milagrosamente una juventud perpetua, sino que, casados y avanzados en años, habían dado el ser a sucesivos pequeños Fígaros de su propiedad, por así decirlo, que a su vez procrearon otros. Y así ocurría que el primero y ya provecto Monsieur Fígaro contaba entre los componentes de su hipotética prole a más de un bisnieto. Tan famoso era Monsieur Fígaro, que se cantaban acerca de él coplas, de las cuales, por desgracia, únicamente retengo en la memoria dos líneas:
Et le voilá, et le voilá, Fi-ga-ro,
Le plus comique de la Bélgique, Fi-ga-ro!
Pero por qué motivos y en qué época remota fue llamado le plus comique de la Bélgique, jamás pude descubrirlo. Pues el único papel que vi representar al venerable anciano fue el de Caifás. Aquella interpretación de la Pasión es la más conmovedora, o al menos la de mayor y más espeluznante verismo, que recuerdo entre todas las que me ha sido dado presenciar durante mi vida. Hasta tal punto, que las voces de los actores quedaban ahogadas por los sollozos del público, y algunas veces por el penetrante grito de un niño que creía que estaban verdaderamente traspasando con clavos al agraciado y juvenil Fígaro de la tercera generación que tenía a su cargo el papel del Señor.
Yo no dejaba nunca, durante mis primeras ferias, de ir a admirar una vez, y hasta dos y tres, a la familia Fígaro sobre las tablas. Debíase esta asiduidad, en parte, a que desde los nueve a los trece años fui profundamente devoto, y en parte, a que el papel de Magdalena lo representaba una niña de unos doce o trece años, de quien me enamoré terrible y apasionadamente, como tan solo un niño puede enamorarse. Hubiera renunciado a múltiples fortunas y a varios años de vida por tener el valor suficiente para ir a la puerta trasera de la barraca, ya acabada la función, y hablar con la niña. Pero me faltó osadía. Con objeto de justificar mi cortedad, solía decirme que fuera irrespetuosidad palmaria el inmiscuirme en una vida particular que yo juzgaba tan sagrada como la vida pública de la Magdalena, un acto sacrílego comparable al de entrar tocado en el templo. Además, me consolaba diciéndome que de poco me serviría el encontrarme cara a cara con mi amor, pues era más que probable que únicamente hablase el flamenco, y mi sabiduría lingüística, amén de mi idioma, se extendía tan solo a un francés rudimentario y al latín suficiente para entender lo que mi tío quería significar diciendo Similia similibus curantur. Mi pasión por aquella Magdalena duró tres ferias pero desapareció, o más bien terminó fulminada, cuando durante mi cuarta feria acudí anhelante a ver la función de Monsieur Fígaro y vi que la pequeña Magdalena, próxima a cumplir los dieciséis años, se había convertido, cual suele acontecer a las muchachas de esa edad, en un ser de gordura y estupidez rayanas en lo grosero. Mi amor, muerto en el teatro, se trocó en aversión cuando pasados dos días la vi una mañana, antes de la función, paseando en la plaza con una blusa azul oscuro de cuello marinero, un faldón también azul que le llegaba hasta las rodillas y un par de botas de estridente color amarillo que le subían hasta la mitad de las gruesas pantorrillas y las apretaban tan estrechamente que la carne sobrante rebosaba por la parte superior y ocultaba el borde de las botas. Al año siguiente, una bisnieta del anciano Monsieur Fígaro, que apenas tendría siete u ocho años, se hizo cargo del papel de la Magdalena. Mi Magdalena había abandonado la compañía, probablemente para casarse. Todos los Fígaros casaban jóvenes, pues era importante que no hubiera interrupción en el suministro de apóstoles mozos y santas mujeres juveniles. Pero para entonces había desaparecido por completo mi interés en ella, en su familia y en sus representaciones sagradas, pues coincidente con mi quinta feria, si no recuerdo mal, comenzó mi período de ateo, aunque mi ateísmo aún era compatible con el alegre optimismo de mi tío Spencer acerca del Universo.
Mi tío, aunque no le hubiera gustado escuchar tal cosa a nadie, disfrutaba con la feria casi tanto como yo. Agosto era para él el mes mejor del año. Sus treinta y un días le daban menos causas de preocupación, de impaciencia y de enfado que ningún otro. Y así, dejado en paz por un mundo maligno, se encontraba libre para conducirse con toda la animación, alegría y bondad de que era capaz. Y era asombrosa la capacidad que tenía para el ejercicio de esas virtudes. Si hubiera podido vivir en una de esas felices islas en donde la Naturaleza provee cocos y plátanos para todos; en donde el sol brilla a diario y en las cuales unos tatuajes discretos es vestimenta suficiente; en donde el amar es fácil, el comercio desconocido y jamás se ha oído hablar del pecado o del progreso; si mi tío hubiera podido vivir en una de esas islas afortunadas, ¡qué felicidad esencial y qué santidad admirables fueran las suyas! Pero las preocupaciones y los disgustos solían empañar su alegría y atascar las naturalezas salidas de su bondad. Y su natural rápido, nervioso e impulsivo —hontanar burbujeante de alegría amante en los agostos de su vida—, hervía de impaciencia y manaba bilis conturbadora que topaba con la aviesa pasividad de la materia o con la necedad e hipocresía de lo humano.
Su peor época coincidía con las vacaciones de Navidad, pues este período de buena voluntad universal era también, por desgracia, el de mayor actividad en las fábricas de azúcar. Al caer las primeras heladas se recogía la remolacha, y durante tres o cuatro meses, trescientas mil carnosas raíces flotaban diariamente por el laberinto de canalillos que conducían a las máquinas lavadoras y a las formidables cortadoras de la fábrica de mi buen tío. Por cada orificio del inmenso edificio salía un olor dulzón a remolacha cocida, mezclado con el más pungente que despedían los productos secundarios, como la fibra vegetal, que estrujada de jugo era convertida en los pisos altos en pienso ganadero y en las corralizas traseras era trocada en abonos. La actividad durante esos meses de la campaña remolachera era febril y delirante. Una salvaje orgía de trabajo que tenía lugar día y noche, con tres turnos, durante veinticuatro horas diarias. Terminado ese período era cerrada la fábrica, que permanecía durante el resto del año solitaria en medio de los campos, allende los arrabales de la ciudad, desolada como una abadía en ruinas, muerta y muda.
Durante la campaña remolachera, mi tío casi perdía la cabeza. Rodeados por círculos lívidos de agotamiento, sus ojos brillaban como los de un maníaco. Su cara afilada, únicamente mostraba la piel estirada sobre los huesos protuberantes. La contrariedad más pequeña le hacía maldecir y dar patadas impacientes sobre el suelo. Recuerdo que unas vacaciones de Navidad algo le ocurrió a la maquinaria de la fábrica, y las cortadoras y lavadoras estuvieron paradas cinco horas. Mi tío estaba desconocido cuando vino a mediodía para comer. Dijérase que un demonio le había poseído, y únicamente pudo ser arrojado de él tras espantable combate. Estoy convencido de que si la avería hubiera durado una hora más, mi tío habría perdido la razón.
Indudablemente, mi tío no estaba de buen temple en Navidad. Pero cuando llegaban las vacaciones de Pascua florida, ya estaba en plena recuperación. El enloquecedor proceso de fabricación del azúcar dejaba paso al más apacible de venderlo. El buen natural de mi tío hallaba oportunidad de recobrarse. Al llegar agosto, terminación de un verano sosegado, mi tío estaba perfectamente, y la feria le hallaba en su más apacible y dulce estado de ánimo. Mas en setiembre, una animosa ansiedad profética empezaba a ser patente: era menester poner a punto la maquinaria, estudiar el estado del mercado obrero, y cuando el día 20 emprendía mi viaje de regreso al colegio, me despedía de un hombre ceñudo, melancólico y taciturno, que viajaba conmigo desde Longres a Ostende, por Bruselas, y que preocupado por sus pensamientos, me decía adiós afectuosamente desde el muelle, mientras el barco surcaba lentamente la calma ficticia del puerto hacia el amenazador y caprichoso canal de la Mancha.
Mas durante la feria, como ya he dicho, mi tío se mostraba admirable. Gozaba de todo en igual medida que yo y se pasaba largas horas vespertinas deambulando conmigo por entre las casetas y atracciones de la Grand’Place. Creo que lamentaba que su dignidad como exaltado ciudadano de Longres no le permitiera subir conmigo a los tiovivos, los columpios y las montañas rasas. Pero las visitas a las casetas le resultaban compatibles con su dignidad y no dejábamos de entrar en todas. Aunque decía hallar la exhibición de seres insólitos y monstruosos muestra de pésimo y deplorable gusto, no dejaba de llevarme a verlos todos. Uno de los principios cardinales de sus teorías educativas era que los jóvenes deben ser puestos en contacto lo antes posible con las que él llamaba las Realidades de la Vida. Y como evidentemente nada pudiera ser más real que la mujer manca o el hombre que se sujetaba el pellejo con imperdibles, era importante que yo conociera su existencia sin dilación, a pesar del mal gusto de tales exhibiciones. En obediencia a ese mismo principio, unas vacaciones de Pascua mi tío me llevó a visitar el manicomio. Pero la impresión que me hizo aquel edificio inmenso, con aspecto de cárcel, y sus extraños ocupantes (uno de los cuales acostumbraba danzar alrededor mío y manosearme la cara y pellizcarme cariñosamente las pantorrillas), fue tan fuerte y desagradable, que no pude dormir en varias noches, y si lo hacía, me atormentaban tan espantosas pesadillas, que me despertaba gritando y sudando en la oscuridad. Esto hizo que mi tío desistiera de llevarme a ver la sala de disección del hospital.
Entre las casetas de los fenómenos, los tiros al blanco y los juegos de destreza, había puestos en donde podían comprarse bebidas y gollerías. Había un comerciante, por ejemplo, que hacía gran negocio vendiendo por dos sous todos los mejillones crudos que el comprador fuera capaz de engullir sin toser. Cavilante, a causa de los impulsos contradictorios nacidos, respectivamente, de su fe en las virtudes medicinales de los mariscos y de su miedo al tifus, mi tío dudaba si debía permitirme que me gastara un penique. Acababa por concederme permiso para hacerlo. («Es el fósforo que tienen, ¿sabes?»). Ponía yo mi moneda sobre el mostrador, tomaba un mejillón, me lo metía en la boca y tosía violentamente. Estaban tan salados como si fueran originarios del mar Muerto. El astuto vendedor hacía un negocio excelente. No obstante, vi en su cara en ciertas ocasiones una expresión de angustia, pues no todos sus clientes eran tan susceptibles como yo. Había mocetones campesinos capaces de engullir hasta media estera de mejillones sin pestañear. Aunque la sal siempre acababa por vencer al gaznate más resistente.
Como alimento, resultaban más satisfactorias las frituras de manzanas, que eran preparadas a miles en un gran cobertizo de madera que se apoyaba temporalmente contra el Ayuntamiento. La gente de pro, como mi tío y yo, comían la fritura en el relativo aislamiento de un cierto número de cubículos adosados al cobertizo. Mi tío se dirigía resueltamente a nuestro cubículo, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, y me pedía que siguiera su ejemplo y que no demostrara curiosidad por los ocupantes de los demás cubículos, ante cuyas puertas pudiéramos pasar antes de alcanzar el nuestro; me explicaba que al hacerlo de otra manera corría el peligro de que algunas de las familias ocupadas en comer manzanas fritas fueran Negras —Negras, se entiende políticamente, y no consideradas por la etnología—, mientras que nosotros éramos Liberales. Por tanto (pero yo, forastero en Longres, nunca pude apreciar la fuerza de esta deducción), aunque habláramos en el café con Negros varones, y mantuviéramos con ellos relaciones comerciales y aun amistosas, era completamente imposible que conociéramos a las mujeres Negras, ni siquiera en un cubículo y amparados por la virtud de las manzanas fritas. Y por eso no debíamos mirar al interior de las diminutas habitaciones, no fuéramos a ver en ellas a algún apreciado amigo, quien se encontraría en la embarazosa situación de no poder presentamos a su mujer o hijas. Esta ley la acepté sin entenderla, y la juzgué admirable, hasta el día en que descubrí que me prohibía el conocimiento de una siquiera de las once seductoras hijas de Monsieur Moulle. Entonces me pareció una ley estúpida.
Mi tío no gustaba de detenerse ante los puestos de caramelos y bombones. No por cicatería, pues era generoso, y no por pensar que el comer caramelos me sentaría mal, pues tenía creencias profesionales acerca de las virtudes del azúcar. El hecho es que las mercancías expuestas le causaban embarazo. Pues en la feria comenzaban a verse ya algunos de esos objetos de chocolate que desde el día de San Nicolás hasta el día de Año Nuevo llenan los escaparates de todo dulcero en Bélgica. Mi tío había pasado en Longres la tercera parte de su vida; pero al cabo de tantos años, aún era completamente incapaz de disculpar o entender la coprofilia de sus habitantes. El espectáculo de un pequeño pot de chambre de chocolate en el escaparate de una bombonería le teñía las mejillas de rubor, y cuando le pedía yo en la feria que me comprase unas barras de alfeñique o unas bétises de Cambrai, se hacía el desentendido y proseguía su camino. Y esto porque había visto en uno de los estantes más altos del puesto una larga ringlera de vasijas achocolatadas, cuyo aspecto equívoco le hubiera causado indecible angustia si yo hubiese hecho algún comentario ingenuo acerca de ellas mientras el vendedor pesaba la golosina. Y no es que yo hubiera aludido a ellas. Era tan inglés como mi tío, y aún más, pues estaba distanciado de nuestra antepasada flamenca por una generación más que él, aunque la mezcla de sangre nada pudo en contra de su educación anglosajona. Aquellas vasijas morenas también me asombraban y escandalizaban a mí por su inmodestia. Si mi compañero hubiera sido otro muchacho de mi edad, habría señalado a los objetos inmencionable y dejado escapar una risita significativa. Pero acompañado por mi tío, guardaba acerca del asunto un silencio elocuente y preñado de intención; simulaba no verlos, pero tan patentemente culpado era mi silencio, que constituía un estentóreo comentario que llenaba de zozobra a mi infortunado tío. Si hubiéramos podido hablar de ellos, si hubiéramos podido lamentar francamente su existencia y vilipendiar a sus fabricantes, hubiese sido mucho mejor. Pero, evidentemente, no podíamos hacerlo por algún oscuro motivo.
No obstante, con los años aprendí, pues aún era mozo y maleable, a sentir menos pasmo y menos sorpresa dolorida ante los pequeños receptáculos de chocolate y ante las demás manifestaciones de la inmemorial coprofilia de los flamencos. Acabé por aceptarlos como cosa natural, igual que los indígenas, hasta el punto de que cuando san Nicolás atiborraba las tiendas con estos símbolos escatológicos, podía yo comerme una o dos vasijas de aquéllas entre horas, con gusto tan grande como el de cualquier rapaz belga e indiferencia igual a la suya. Pero si mis golosinas de chocolate estaban moldeadas en aquella guisa, las consumía a escondidas de mi pariente. Al pobre le hubiera horrorizado el verme en tales ocasiones.
Por eso, en semejantes coyunturas tomé la costumbre de refugiarme en el cuarto del ama de llaves. En cualquier caso, durante la época de Navidades, en plena campaña azucarera, resultaba preferible sentarme junto a la alegre Mademoiselle Leeauw que a la vera de mi tío Spencer, taciturno, irritable y poseso. Desde un principio, Mademoiselle Leeauw fue una de mis amigas más fieles y dignas de confianza. Cuando la conocí tendría unos treinta y cinco años, y aunque estaba avejentada por una vida de trabajo, aún conservaba en cierto grado la belleza rubia, decidida y regular que poseyó de muchacha. Era hija de un modesto labrador afincado cerca de Longres, y recibió la educación corriente en los pueblos, aunque suplementada en los últimos años por la sabiduría que pudo transmitirle mi tío, quien se ocupaba, con su usual anarquía de criterio y acostumbrado entusiasmo, en cultivar el entendimiento de la mujer. La prestaba libros de su biblioteca y dábale conferencias que versaban sobre aquellas materias que monopolizaran su entusiasmo en cada momento. Mademoiselle Leeauw, al contrario que la mayoría de las mujeres con tales antecedentes, sentía una curiosidad insaciable acerca de la sabiduría misteriosa y fantástica que los ricos y los ociosos conservan encerrada en sus bibliotecas; y no solamente en sus libros (pues ¿acaso no había servido ella muy muchacha en la casa del famoso coleccionista el conde de Zuitigny?), sino también en sus cuadros. Algunos de éstos, me decía Mademoiselle Leeauw, estaban tan mal pintados, y eran de tal descabellado dibujo, tan dispares con la realidad (aunque el conde pagó por ellos crecidas sumas), que pudiera haberlos pintado un niño. Y en las vasijas chinas, y hasta en el diseño de las alfombras, también se almacenaba la sabiduría. Leía con alacridad todo cuanto mi tío le daba, escuchaba embebecida sus palabras; y de resultas de esta asiduidad surgieron en el océano sin límites de su ignorancia, unas islillas de muy extraña sabiduría, diminutos puntitos en la vasta extensión. Llamábase una, por ejemplo, Homeopatía; otra, Construcción-de-bóvedas (asunto sobre el cual mi tío era capaz de hablar durante varias horas seguidas con una erudición tan copiosa como perversa; su tesis era que cualquier albañil capaz de construir el corvo techo de un horno podía edificar cúpulas como las de San Pedro, San Pablo y Santa María dei Fiore, y que, por tanto, las alabanzas dedicadas a Miguel Angel, a Wren y a Brunelleschi eran completamente inmerecidas); una tercera llamábase Antivividisección. Era la cuarta la isla de Swedenborg…
El resultado de las enseñanzas de mi tío fue el convencer a Mademoiselle Leeauw de que los conocimientos de los ricos eran bastante más fantásticos que lo que ella supusiera, y versaban sobre asuntos irreales y totalmente ajenos a la vida verdadera, artificiales y arbitrarios, igual que las actividades sociales de los mismos ricos, que se pasan la vida en las casas de los demás, comiendo a costa ajena y víctimas del tedio.
Esta convicción acerca de la absoluta futilidad de la sabiduría no disminuía su entusiasmo en aprender lo que podía enseñarle mi tío Spencer, a quien consideraba como único y compendio peripatético de todos los humanos conocimientos. Y encantaba a mi pariente con su respetuosa atención, comprensión rapidísima —pues era mujer de gran inteligencia natural— y el entusiasmo que mostraba por cada nuevo descubrimiento. No le decía a mi tío su opinión sobre la sabiduría, lo cual constituía una especie de broma curiosa y baladí, sin relación con la vida, y que merecía la pena de adquirir por razones iguales a las que hacen aconsejable aprender a manejar correctamente el tenedor en la mesa; es decir, por ser uno de los secretos de los ricos. Aunque admiraba verdaderamente a mi tío, no tomaba en serio nada de lo que éste le enseñaba, y a pesar de que cuando se encontraba junto a él creía en una dosis de una millonésima parte de grano y en las potencias espirituales, persistía, si se encontraba revuelta o si yo había comido con exceso, en recurrir a la tradicional cucharada de aceite de ricino; asimismo, aunque junto a él fuera convencida discípula de Swedenborg, en la iglesia se ajustaba a la más severa ortodoxia; aunque en su presencia tuviera la vividisección por práctica monstruosa, seguía rememorando conmigo los días felices de su niñez, allá en la granja, cuando su padre degollaba el cerdo, mientras su madre sujetaba al animal por las patas traseras, su hermana bailaba sobre el cuerpo para hacer fluir la sangre y ella misma tenía el cubo bajo la arteria seccionada.
Si a los ojos de mi tío su ama de llaves era tal y como él quisiera y no como ordinariamente era, no ha de suponerse que ella fingiera conscientemente en su presencia. La mujer tenía una de esas naturalezas rápidas y sensibles que se ajustan de manera casi automática al medio ambiente social en el cual se hallan en cada instante. Así, junto a personas bien educadas, sus modales eran excelentes; pero los labriegos de cuyo tronco era ella retoño la hallaban tan bien dotada de aficiones indelicadas y tan bien provista de grosera e inocente zafiedad como ellos mismos. En el fondo continuaba siendo una campesina por completo; pero la parte más egregia y consciente de su espíritu estaba, por así decirlo, sujeta a la base muy débilmente, lo cual le permitía prestar su atención, ora a esto, ora a lo otro, sin dificultad alguna y según las circunstancias. Mi tío la apreciaba no solo como mujer capaz e inteligente, lo cual era siempre en cualquier compañía, sino también porque, habida cuenta de su origen y de su clase, era de modales admirables y refinados, lo que únicamente resultaba verdadero cuando se encontraba con mi tío o sus padres.
Conmigo Mademoiselle Leeauw, se conducía con total naturalidad y como verdadera flamenca. La rápida y pudiera decir instintiva facilidad con que formaba opinión de una persona le hicieron ver que mi vergüenza ante temas coprológicos, por ser más reciente que la de mi tío, era mucho menos fuerte y arraigada. Al mismo tiempo advirtió que no sentía yo gusto natural por lo grosero, ni inclinación hacia lo que pudiéramos llamar flamenquismo. Delante de mí, por tanto, se conducía con naturalidad de flamenca, lo que tendía a corregir mi absurda delicadeza artificial, sin correr el riesgo de fomentar en grado indebido y penoso mis prejuicios ingénitos en la dirección contraria. Y pude observar que siempre que Matthren (o Tchembre, como le llamaban), el hijo de su primo, venía a la ciudad y visitaba a su tía, Mademoiselle Leeauw se conducía ante él casi con tanto cuidado y tanta mesura como si estuviera en presencia de mi tío. No ha de suponerse que Tchembre compartiera la hipersensible susceptibilidad de tío Spencer. Antes al contrario, hallaba tan desmedida delicia en cuanto fuera excrementicio, que ella juzgaba prudente no darle satisfacción, por la misma razón que encontraba avisado no fomentar mis prejuicios nacionales a favor de una reticencia exagerada acerca de estos y parecidos asuntos. Tengo por cierto que acertaba en ambas cosas.
Mademoiselle Leeauw tenía una hermana mayor llamada Louise (Louisette en el idioma de Longres, en donde añadían casi invariablemente el sufijo diminutivo a todos los nombres). Louisette, como su hermana, había permanecido soltera. Y si se tiene en cuenta su fealdad, pues se parecía a su hermana como una caricatura traviesa se parece al original, es decir, mucho y nada simultáneamente, la disparidad cobraba singular énfasis en este caso, debido a que la Naturaleza había echado mano para el modelado de ciertas facciones de elementos atávicos distintos y menos afortunados que los empleados en la cara fraterna; si se tiene en cuenta su fealdad, digo, la cosa no era de extrañar. Aunque pudiera serlo, si se recuerda la dote que tenía. Louisette no era rica; pero tenía quinientos francos al año poco más o menos, igual que su hermana, desde que murió su padre y la granja se vendió, a lo que hay que añadir otros doscientos heredados de una anciana tía de su madre. Estas rentas le bastaban para vivir sin trabajar, en holganza que ocupaba principalmente con ejercicios religiosos.
Hay en los aledaños de Longres una pequeña colonia de beguinas, ya de antiguo abandonada por las religiosas, las cuales, dispersadas hoy por todo el ámbito nacional de Bélgica, forman una comunidad reducida y casi extinta. La abandonada colonia religiosa la pueblan hoy gentes pobres y ordinarias. Las casitas, de aleros muy pronunciados, están edificadas en torno de una gran plaza crecida de hierba, en el centro de la cual se alza una iglesia sin culto. Louisette vivía en una de estas casitas, en parte, porque el alquiler era muy módico, pero también porque le complacía el ambiente marcadamente religioso del lugar. Al asomarse a la ventana de su casita de aguzado tejado y contemplar la plaza claustral, casi podía creerse beguina verdadera. Todas las mañanas, muy temprano, iba a misa, y los domingos y días de fiesta su asiduidad al templo alcanzaba casi el límite de saturación.
Venía frecuentemente a casa de mi tío. Camino de la iglesia, y al volver de ella, nunca dejaba de entrar para charlar un rato con su hermana. Algunas veces recuerdo que traía consigo un gran saco de paño verde, lleno de extraños tesoros, y entonces cruzaba la plaza con pasos rápidos y temerosos, lanzando a derecha e izquierda miradas de recelo, como el viajero que atraviesa un descampado infestado de bandidos. El saco contenía el cetro y la corona de plata de Nuestra Señora, la diadema dorada del Niño, el halo de San José, el enjoyado libro de plata perteneciente a no recuerdo cuál de los Doctores de la Iglesia, los lirios de santo Domingo y un cierto número de corazones de plata de los que brotaban llamas argentíferas. Louisette, cuyo celo conocía y alababa el señor cura, gozaba del insólito privilegio de estar encargada de la limpieza de las joyas propiedad de las imágenes veneradas en la iglesia. Unos días antes de cualquier fiesta sonada, las imágenes se veían robadas de sus finos adornos y el botín le era entregado a Louisette, quien, temerosa de ir con su preciosa carga hasta su casita de beguina, entraba en casa de mi tío, vecina de la iglesia. El saco era vaciado sobre la mesa del cuarto de Antoinette, y los tesoros, increíblemente sucios tras varias semanas o meses de abandono, quedaban a la vista. Hacían entonces una pasta con jaboncillo de sastre y ginebra, la cual aplicaban las dos hermanas con unos cepillos de uñas a las coronas y los corazones, o, si se trataba de joyas afiligranadas, con un cepillo de dientes reservado para tal empleo. Luego, la plata era enjugada con un trapo y pulida con un trozo de cuero.
Mi orgullo de varón me impedía compartir las que se me antojaban tareas femeniles; pero me gustaba permanecer allí, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, contemplando a las dos hermanas afanadas entre aquellos símbolos preciosos y sagrados, y procurando entender todo lo que mis escasos conocimientos del flamenco y de la vida me permitían de la charla de Louisette, que brotaba sin cesar de sus labios, en un tono monótono e invariablemente con intenciones críticas.
Louisette siempre me inspiró cierto respeto. Carecía del encanto y de la virtud que adornaban a su hermana, la cual virtud únicamente se llama dulzura. La encontraba áspera, de humor agrio e inclinada a la malevolencia. Pero bien puede ser que la juzgara equivocadamente, pues he de confesar que nunca supe sobreponerme a su fealdad. Era ésta una fealdad aguzada, ganchuda, de bruja, que por aquel entonces hallaba yo singularmente repulsiva.
¡Qué difícil es, incluso con la mejor voluntad del mundo, y hasta para un hombre maduro y razonable, el juzgar al prójimo sin dejarse influir por el aspecto exterior del juzgado! La belleza es una carta de recomendación a la que es casi imposible no atender, y muy demasiadas veces achacamos al espíritu la fealdad del rostro. O, para ser más preciso, no nos esforzamos en mirar detrás de la careta opaca de la faz, sino que huimos de los que son mal parecidos sin antes procurar enterarnos de su valía verdadera. El hombre maduro es lo suficientemente razonable y recio de voluntad para ahogar, o al menos disimular, el desagrado instintivo que la contemplación de la fealdad le produce; pero no ocurre igual con el niño. A los tres o cuatro años de edad, los niños escapan llorando de un cuarto al ver a un desconocido cuya cara encuentran desagradable. ¿Por qué? Porque el hombre feo es «un hombre malo». Y alcanzada mayor madurez al cabo de muchos años, aunque aprendemos a dominar nuestros gritos al ver a un visitante mal encarado, hacemos cuánto podemos, por lo menos al principio o hasta que su conducta haya demostrado palmariamente que su cara no refleja su carácter, hacemos cuánto podemos, digo, para no tener comercio alguno con él. Por tanto, si Louisette nunca me gustó, acaso la culpa no fuera suya, sino que mi muy acentuado horror ante la fealdad, tal vez me llevara a atribuirle características desagradables de las que verdaderamente carecía. Me parecía, pues, áspera y de carácter agrio; quizá no lo fuera; pero el hecho es que así me parecía. Eso explicaba que nunca llegué a conocerla, ni procuré conseguirlo, como conocía a su hermana. Ni siquiera después del suceso extraordinario que, uno o dos años después de mi primera visita a Longres, había de cambiar fundamentalmente su vida, hice ningún esfuerzo para entender a Louisette. ¡Cuán profundamente deploro hoy mi descuido! Pero, al fin y al cabo, fuera necio el culpar a un niño por no tener iguales normas de criterio que un varón sesudo. Hoy, al considerar retrospectivamente el carácter y la conducta de Louisette, los hallo inmensamente curiosos y dignísimos de estudio. Pero hace veinte años, cuando la conocí, su fealdad me asombró desde un principio, y aún después de vencida mi repulsión, hizo que siempre la viera rodeada por su aura ponzoñosa que mi interés no logró jamás atravesar. Añadiré que el suceso que hoy juzgo extraordinario, me pareció entonces casi normal y desprovisto de interés especial. Y como Louisette falleció antes que mi opinión tuviera tiempo de cambiar, únicamente puedo expresar acerca de su carácter un juicio pueril y relatar escuetamente los hechos tal y como llegaron a mi noticia.
Ocurrió que en la segunda o tercera feria que disfruté, vino a Longres una novedad. Y era original lo que en aquella barraca se exhibía, no solamente para mí, pues esto fuera pequeña maravilla, ya que todo me parecía extraordinario —la mujer cañón, los comedores de fuego, los contorsionistas, y hasta los enanos y gigantes—, sino también para los proyectos ciudadanos de Longres, de quienes hubiera podido esperarse el conocimiento de cuantas maravillas, rarezas, monstruosidades y abortos de la Naturaleza, el mundo pudo alumbrar y exhibir en la Grand’Place. Tratábase de irnos bailarines demoníacos, que se decían tibetanos, por la impresión de cosa exótica y misteriosa que tal calificación pudiera tener, pero que eran, en realidad, dos indios expatriados y una pareja de franceses morenos del Mediodía, que pudieran pasar, con algo de buena voluntad, por compatriotas arios de los dravidios de oscura tez. Y no es que la nacionalidad y la pigmentación de los danzantes tuvieran importancia, pues en el escenario usaban inmensas caretas, o más bien grandísimas cabezas postizas, horrendas de mueca, crecidas de cuernos y diabólicas de aspecto, que los anuncios decían ser las que se empleaban durante las danzas rituales ejecutadas en presencia del Lama Dalai en el convento principal de los Lhasas. Cotejando mis recuerdos de entonces con el conocimiento que hoy tengo del arte de Oriente, imagino que las tales cabezotas habían salido de alguna tienda marsellesa de un vendedor de artículos de guardarropía teatral, pues de Marsella llegaron los bailarines. Pero esto no quita que fueran sorprendentes y espeluznantes. En cuanto a los bailes, no dejaban tampoco de ser de salaz simbolismo y típicamente orientales de manera convencional, aunque fueran en gran medida inventados por los dos franceses, autores de la pantomima, a cuyo cargo corría todo el contenido dramático de los bailes, mientras que los indios, atónitos y admirados, contribuyeron solamente con unos recuerdos del culto de Siva y de la adoración ritual de los benéficos lingas.
Esta colaboración entre Oriente y Occidente era la que aseguraba el éxito a la función; el contenido occidental satisfacía por responder a los conceptos reconocidos por el público; el oriental daba a lo archiconocido un aire de novedad falso, pero convincente, y casi un significado nuevo.
Encantado por la oportunidad de ver lo que suponía ser unos cuantos ejemplos característicos de los ritos paganos del Oriente misterioso, y siempre deseoso de mejorar mi educación iniciándome en los secretos de la Realidad, mi tío me llevó a ver los bailes. Pero la pantomima dramática de los dos franceses representaba una clase de Realidad que en manera alguna merecía el beneplácito de mi tío. Se levantó inopinadamente, mediado el primer baile, diciendo que creía que el circo sería más divertido, lo cual era muy cierto por lo que a mí hacía. Pues no tenía yo edad para apreciar ni la belleza plástica ni el extraño significado moral de los bailes de aquellos demonios.
—El mamismo —me dijo mi tío según discurríamos por entre barracas y vertiginosos aparatos— ha degenerado deplorablemente de su antigua pureza brahmánica.
Y acto seguido comenzó a explicarme, alzando la voz para ser oído a pesar del bramar de los órganos de los tiovivos, los principios del brahmanismo. Mi tío sentía una gran flaqueza por las religiones orientales.
—¿Qué te han parecido los bailes? —me preguntó Mademoiselle Leeauw cuando regresamos para cenar.
Respondí que mi tío juzgó que yo encontrarla más divertido el circo. Antoinette movió la cabeza con mudo asentimiento, con significativo gesto de comprensión.
—¡Pobre hombre! —dijo.
Luego continuó diciendo que qué le parecerían los bailes a Louisette, quien iba a verlos por la noche.
Nunca supe exactamente lo que ocurrió, pues el suceso estuvo siempre rodeado de misterio y silencio, y mi curiosidad acerca de Louisette era demasiado débil para que pudiera atravesar la capa de misterio. Lo único que sé es que dos o tres días después, cuando ya acababa la feria, Albert Snyders, el joven hijo del abogado, se me acercó en la calle y me preguntó con la alborozada expresión de quien dice algo que sabe que su interlocutor encontrará desagradable:
—¿Qué te parece de los manejos de tu Louisette con ese negro?
Respondí, con toda veracidad, que nada había oído acerca de tal cosa, que en cualquier caso Louisette no era mi Louisette ni nada teníamos que ver con ella, y que me daba un ardite de cuanto hiciera o pudiera acontecerle.
—¿Que no has oído nada? —dijo Snyders sin poderlo creer—. ¡Pero si ese negro va a casa de ella todas las noches, y ella le da ginebra, y cantan juntos, y la gente ve en las cortinas las sombras de los dos bailando! No se habla de otra cosa.
Me temo que Snyders se llevó un chasco. Quiso irritarme y verme enfurecido, y le fallaron sus cálculos por completo. Dos fueron sus errores: el primero, su suposición de que yo consideraría a Louisette como cosa de la familia, simplemente porque era hermana del ama de llaves de mi tío; el segundo, atribuirme un conocimiento del mundo suficiente para poder darme cuenta de la naturaleza escandalosa de la conducta de Louisette. Y la verdad era que Louisette me era antipática no me interesaba lo que pudiera hacer, y, además, no veía nada extraordinario en lo que se decía que había hecho.
Confrontado con mi calma impertérrita, Snyders se retiró cabizbajo. Pero antes de hacerlo se vengó diciéndome que debía yo de ser muy estúpido y un niño bobo si no podía darme cuenta de lo que aquello significaba. Lo de niño bobo me pareció más insultante.
Cuando repetí a Antoinette las palabras de Snyders, me dijo que debieran darle una paliza, y con verdadero susto flamenco comenzó a especificar con gran lujo de detalles cómo, con qué instrumento y en dónde debiera ser daba la paliza. No volví a pensar en el asunto. Pero acabada la feria, y recobrados por la Grand’Place su silencio y su soledad ordinarios, vi vagar por las calles sin dirección fija a un hombre gordo y de color café, a quien los rapaces de Longres, como los tres groseros chicos de Struwwelpeter, perseguían desde lejos, retorciéndose de risa. Aquel año regresé a Inglaterra antes de lo acostumbrado, pues estaba invitado a pasar las tres semanas últimas de las vacaciones en casa de un compañero de colegio, desgraciadamente en Hastings, por lo que mi visita no aumentó de manera apreciable mis conocimientos acerca de la superficie terráquea. Cuando volví a Longres en Navidad, descubrí que Louisette ya no era Louisette simplemente, sino la recién casada esposa de un marido color café. Madame Alphonse, la llamaban, pues nadie se molestaba en pronunciar el nombre verdadero del bailarín indostánico. Se sabía que era algo que empezaba por «Al», y nada más. Monsieur y Madame Alphonse. La noticia no me causó gran impresión cuando llegó a mi conocimiento.
Pero aunque hubiera sentido curiosidad por saber más detalles, el episodio continuaba envuelto en austero silencio. Antoinette no me habló nunca de ello. Y mi tío, que no estaba interesado en esa estofa de Realidad, que incluso la condenaba, parecía aceptar en silencio su existencia. No dudo que el asunto fue largamente comentado por los chismosos de Longres, y me es fácil imaginar en qué vena, teniendo en cuenta las abundantes críticas y censuras de Louisette. Pero nunca oí hablar de ella; lo cual entiendo no fue accidente fortuito, sino más bien debido a encontrarme yo bajo la égida de Antoinette, de quien las gentes se mostraban temerosas. La historia continuó siendo para mí no más insólita que la relatada en su jocoso verso por Edward Lear:
There was an old Man of Jamaica,
Who casually married a Quaker;
But she cried out, Alack, I have married a black!
Which distressed that old Man of Jamaica.
Y bien puede ser que ésa sea la manera mejor de considerar tales incidentes, sin hacer preguntas, sin curiosidad fisgona. Pues todos sentimos curiosidad excesiva acerca de los asuntos del vecino. Sobre todo, si se trata de asuntos amorosos. ¡Qué prurito y comezón sentimos por enterarnos de si Mr. Smith hace el amor a su secretaria, y si su esposa busca consuelo para ello; de si tal o cual ministro es, realmente, tan rijoso como se dice! Y en tanto ocurren a nuestro alrededor los más increíbles milagros: alzamos una piedra, la soltamos y cae al suelo; el sol brilla; las abejas visitan las flores; germinan las semillas; en el término de nueve meses, una célula multiplica su peso varios miles de veces y se trueca en un niño; y los hombres piensan y crean el mundo en que viven. Tales milagros nos dejan casi completamente indiferentes.
Pero si se trata de las maneras en las cuales los diversos individuos satisfacen las ansias de un instinto determinado, no obstante la tremenda monotonía de los hechos, no obstante sernos sobradamente conocida la consumación ineluctable, experimentamos una curiosidad siempre remozada. Tal vez algún día llegaremos a hastiarnos de los libros cuyo tema es siempre ese instinto. Algún día, puede ocurrir, el novelista de éxito escribirá acerca de las relaciones del hombre con Dios, con la Naturaleza, con sus propios pensamientos y la tenebrosa realidad en la que se mueven, y dejará de considerar las relaciones de varón y mujer. Pero mientras llega ese día…
Qué etapas recorrió la solterona para andar el camino entre su antigua devoción y su actitud de áspera censura del amor y su pasión por el dravidio, únicamente puedo suponerlo. Lo más probable es que no hubiera tales etapas, y que la conversión fuera fulminante y repentina, como Ja ocurrida en el camino de Damasco, y, como aquélla, preparada secreta e inconscientemente con gran antelación al suceso. Es indudable que fue el puro salvajismo, la naturaleza pagana y la bestialidad triunfante de las danzas lo que la arrastró, lo que rompió todas las barreras continentes tras las cuales la humana naturaleza había permanecido embalsada durante tanto tiempo. En cuanto a Alphonse, los motivos que le impulsaron son evidentes. La experiencia le decía que la profesión de bailarín endiablado era agotadora, precaria y poco productiva. Iba engordando, su corazón ya no era tan fuerte como antes, y el hombre principiaba a advertir la pesadumbre de los años. Louisette y su renta le parecieron providenciales. ¿Qué importaba que fuera fea? El hombre no vaciló.
Monsieur y Madame Alphonse alquilaron una tiendecita en la calle Neuve. Antes de abandonar la India y convertirse en bailarín, Alphonse fue zapatero remendón en Madrás, y como tal podía contaminar a un brahmín a veinticuatro pies de distancia. Convertido en comedor de carne de buey, y por tanto en renegado, la distancia a la cual resultaba eficaz su capacidad infecciosa aumentó a sesenta y cuatro pies. Afortunadamente, en Longres no había brahmanes.
Era un hombre grandullón, recio, chato y de tez brilladora; su sonrisa era constante, y recordaba un acordeón abierto. Muchos fueron los pares de botas que le llevé para que les pusiera medias suelas, porque Antoinette, aunque horripilada por la idea de tener por cuñado a un negro, pues así le llamaba, y aunque regañó con su hermana a causa de su locura demente y monstruosa, y se resistía a reconciliarse con ella, insistía en que todos nuestros zapatos y botas fueran remendados por el nuevo zapatero. Esto, como ella decía, era natural. Los deberes de los miembros de una misma familia para con los demás estaban, según Antoinette, por encima de cualesquiera desavenencias personales que pudieran sobrevenir.
Mi tío Spencer iba con frecuencia a la tienda del remendón, y allí se pasaba sentado las horas muertas, mientras Monsieur Alphonse martillaba sobre la horma, escuchando anécdotas sacadas del Ramayana o el Mahabharata, y mi tío discurría sobre la filosofía brahamina, acerca de la cual, naturalmente, sabía mucho más que un mísero sudra como Alphonse. Mi tío solía regresar de estas visitas de humor excelente.
—Su cuñado es un hombre interesantísimo —le decía a Antoinette—. Estuvimos hablando de Siva. Muy interesante.
Pero Antoinette se encogía de hombros:
—Mais ç’est un nègre —murmuraba.
Podía mi tío asegurarle cuanto quisiera que los dravidios no son negros, y que era probable que por las venas de Alphonse corriera buena sangre aria. Era inútil. Antoinette ni se dejaba convencer ni le prestaba oído. Podían los ricos creer en tales cosas, pero un negro era negro, y lo demás eran filfas.
Monsieur Alphonse era hombre de muy variadas aptitudes, pues por añadidura a cuánto queda dicho, sabía leer las rayas de la mano, lo cual hacía con una gravedad y una certidumbre magistrales, que casi bastaban para hacer verdaderos sus vaticinios. Esta sabiduría oriental y mágica la adquirió en los caminos de Marsella a Longres, de un charlatán que formaba parte de la compañía de histriones trashumantes con la cual vino Alphonse. Pero Monsieur Alphonse ejecutaba sus trucos con estilo de profeta mayor, con lo que la gente atribuía a su quiromancia toda la autoridad mágica del Oriente misterioso. Monsieur Alphonse no profetizaba a cualquiera. Pudo advertirse que lo hacía casi exclusivamente a sus parroquianas, como si únicamente le interesara la suerte de las mujeres. Por mucho que le insinué que me gustaría que me dijesen la buenaventura, y aunque le pedí sin rodeos que mirase las rayas de mi mano, nada logré. Se excusaba o por estar demasiado ocupado o por no encontrarse inspirado el espíritu profético. Mas si en aquel preciso instante entraba en la tienda alguna mujer joven, inmediatamente sus ocupaciones disminuían y el espíritu profético retornaba a él. Y sin aguardar a que la muchacha se lo pidiera, él le tomaba la mano, la estudiaba, le daba golpecitos, seguía con su índice abultado y moreno las rayas, y, de vez en vez, alzaba hacia la examinada sus ojos oscuros, que parecían más negros y expresivos a causa de la córnea azulada en la que estaban engastadas las pupilas, y abría el acordeón de su sonrisa. Y probablemente auguraba amores, amores en abundancia, con hombres morenos y magníficos, bendecidos con una prole copiosa; benévolos desconocidos morenos y villanos rubios; inesperadas peripecias y larga vida; en suma: todo cuanto el corazón puede apetecer. Esto lo decía sin cesar de dar palmaditas sobre la mano en que leía estos portentos, la cual destacaba su blancura entre las suyas de dravidio moreno; sin dar descanso a sus ojos, que se revolvían sobre el esmalte azulado de su engaste, mientras a todo lo ancho de sus mofletes jugaba el acordeón de su sonrisa, abriéndose y cerrándose.
Mi orgullo y mi tierno sentido de la justicia se sentían profundamente heridos en estas ocasiones. La falta de seriedad de un hombre que no tenía tiempo para leer las rayas de mi mano, pero que lo encontraba para leer con toda calma las de otros, se me antojaba reprensible en abstracto e insultante de manera personal. Ya por aquel entonces decía yo no creer en la quiromancia; esto es, los vaticinios de Monsieur Alphonse me parecían absurdos. Pero el interés que experimentaba por mi propia personalidad y por mi suerte era tan grande, que me parecía como si cualquier cosa que se dijera acerca de ellas hubiera de tener una importancia especial. Si el remendón me hubiese tomado la mano y hubiera dicho: «Eres generoso; tu inteligencia es tan grande como tu corazón; sufrirás una grave enfermedad a los treinta y ocho años; pero luego gozarás de una vida saludable y alcanzarás una edad muy avanzada; labrarás una gran fortuna siendo aún joven, pero has de cuidarte de las desconocidas de pelo rubio y ojos azules», al escuchar esto yo hubiera decidido hacer una excepción y hubiese dicho que algo de verdad había en la quiromancia, probablemente. Pero Monsieur Alphonse nunca me tomó la mano y nunca me dijo una palabra. Esto me parecía una ofensa cruel y, al mismo tiempo, causa de asombro. Pues juzgaba cosa muy extraordinaria que un asunto tan evidentemente fascinador e importante como mi carácter y porvenir, no le interesara a Monsieur Alphonse tanto como a mí. Que prefiriera perder el tiempo con el destino ramplón y la personalidad gris de todas aquellas mujeres, me parecía inconcebible y vejador.
Otra persona compartía conmigo esta opinión: Louisette. Si salía alguna vez de la pequeña trastienda (y surgía de ella continuamente a través del umbral oscurecido, como el cuco del reloj al dar las doce), y encontraba a su marido echándole la buenaventura a alguna parroquiana, su cara de bruja adquiría una expresión de más pronunciada malevolencia.
—¡Alphonse! —decía muy significativamente.
Y Alphonse dejaba caer la mano que estudiaba, miraba hacia la puerta y, revolviendo sus ojos esmaltados, arrugaba sus carrillos mofletudos con una encantadora sonrisa que hacía brillar sus dientes marfileños, y decía una frase amable.
Pero no se borraba el ceño de Louisette.
—Si tienes que leerle a alguien la palma de la mano —decía así que la parroquiana se iba—, ¿por qué no se la lees al señorito? —preguntaba señalándome—. Estoy segura de que le gustaría.
Mas yo, en vez de agradecérselo, en vez de decir que me gustaría, y de ofrecer mi mano, sacudía perversamente la cabeza y decía:
—No quiero molestar a Monsieur Alphonse.
Al mismo tiempo deseaba con toda el alma que el zapatero insistiera en hablar de mi persona, exquisita y portentosa. Mi orgullo no me permitía el deber mi ventura a Louisette; no quería aprovecharme de su enojo y del deseo que Alphonse tenía de aplacarlo. Además de mi orgullo, me impulsaba a obrar de tal manera esa perversidad extraña e indefinida que nos empujaba a hacer muchas veces lo que no deseamos —como cuando cortejamos a una mujer que no nos gusta y cuya intimidad de sobra sabemos que nos acarreará solamente aburrimiento— y nos lleva a rechazar cabezonamente el llevar a cabo lo que hemos deseado con pasión, sencillamente porque la oportunidad de ejecutarlo no se nos ha presentado tal y como lo habíamos figurado, o porque la persona que se ofrece a satisfacer nuestro deseo no insiste lo suficiente en complacernos. Alphonse, que no sentía ninguna curiosidad por mi suerte futura, ni hallaba deleite en sobar mi mano pequeña y poco limpia, aceptaba en estas ocasiones mis negativas al pie de la letra, y comenzaba a trabajar con refrescado entusiasmo. Y yo abandonaba la tienda, enojado conmigo mismo por haber dejado escapar la oportunidad que había estado a mi alcance; furioso contra Louisette por habérmela brindado de tal manera que el aceptarla fuera humillante, y contra Alphonse por su necedad, que no le permitió advertir lo mucho que yo deseaba que me leyesen la fortuna, y por su poca cortesía, al no insistir a pesar de mi negativa.
Pasaron los años. Mis vacaciones fueron sucediéndose con regularidad, y también las estaciones. El verano, los álamos de rico follaje y el buen talante de mi tío eran sucedidos por el frío, la campaña azucarera, los símbolos escatológicos de chocolate, los días cortos, y las tinieblas morales de la neurastenia anual de mi tío Spencer. Entre ambos extremos llegaban las vacaciones de Pascua, con la esperanza verde pálido de retoños y pimpollos, y templada por la primavera y la relativa amabilidad de mi tío. Además de las vacaciones, se sucedían los cursos. Dejé de ir a Eastbourne. Mi conocimiento de nuestro planeta aumentó; me convertí en estudiante de un colegio famoso.
Recuerdo que a los quince años pasé un período de pedantería que me hizo adoptar una solemnidad desproporcionada a mis propios años. Muchos niños no saben lo jóvenes que son hasta alcanzar la mayoría de edad, y no son menos los muchachos que viven pendientes de su dignidad, siempre temerosos de ser despreciados por su inexperiencia. En esta época escribí desde Longres a uno de mis compañeros de colegio una carta, la cual él conservó por fortuna, lo que nos permitió leerla pasados algunos años y reírnos y admirarnos de aquellos ancianos graves y académicos que fuimos de muchachos. Mi amigo me había escrito describiéndome la boda de una hermana suya, y yo le contesté en estos términos:
«¡Qué velozmente, mi querido Henry, el manto de púrpura y las antorchas del himeneo dejan su lugar a la nenia, la urna funérea y el ciprés! Mientras tus días pasaban entre jocundidades connubiales, fueron los míos entenebrecidos por los horrores anejos a la muerte. Así es la vida».
La reflexión filosófica del final aparecía subrayada.
Los horrores de la muerte tuvieron más efecto sobre mis sonoras antítesis que sobre mi vida. Pues aunque el suceso me hizo cierta impresión, por ser la primera vez que una cosa de tal índole ocurría dentro de mi órbita personal, no puedo decir que me afectara hondamente la muerte de Louisette, demasiado vieja ya para ensayar el experimento de dar a luz una hija, mitad dravidia y mitad flamenca, que murió con ella. Mi tío, siempre deseoso de darme a conocer la Realidad, me llevó a ver el cadáver. La muerte logró atemperar en cierto grado la fealdad de Louisette. En presencia de aquel reposo absoluto, experimenté súbita vergüenza de haber sentido tan poca simpatía por Louisette. Quise poder explicarle que, de haber yo sabido que iba o morir, me hubiese mostrado más cordial con ella y habría procurado que me fuera más simpática. Y de repente, me encontré llorando.
En el cuarto trasero el piso bajo, Alphonse también lloraba, ruidosa, lamentablemente, como era su deber. Tres días más tarde, cumplido suficientemente su deber y satisfechos los convencionalismos, mostró de pronto una gran conformidad filosófica con su pérdida. Las modestas rentas de Louisette eran suyas ahora, y añadido a ellas lo que él ganaba con lezna y tirapié, podía vivir con estilo casi principesco. Una o dos semanas después del funeral, comenzó la feria. Sus antiguos camaradas, que desde la última vez que estuvieron en Longres habían recorrido varias veces Europa bailando del uno al otro confín, aparecieron inesperadamente en la Grand’Place. Alphonse se dio el gusto de representar el papel de huésped generoso, y todas las noches, así que acababa la función, los diablos se descornaban para congregarse ante vasos y botellas en la trastienda de Alphonse, para recordar alegremente los tiempos pasados, y felicitar, no sin algo de envidia, a su compañero por su prodigiosa buena suerte.
En los años que precedieron a la guerra fui poco a Longres. Mis padres ya habían regresado de la India y yo pasaba las vacaciones a su lado. Cuando las vacaciones se transformaron de escolares en universitarias y tuve edad suficiente para campar por mi cuenta, empleé casi todo mi tiempo libre viajando por Francia, Italia o Alemania, y muy raras veces, tal vez camino de Milán, o al regresar de Colonia o de dos semanas pasadas visitando las pinacotecas holandesas, fui a la casa de la Grand’Place, en donde había pasado tantos y en general tan felices días. Seguía queriendo a mi tío; pero ya no le admiraba, y sus opiniones, lejos de arraigar y hacerse frondosas en mi mente como antaño, me parecían, en su mayor parte, juzgadas a la luz de mis conocimientos y experiencia, demasiado fantásticas para que valiera la pena contradecirlas y refutarlas. Ahora le escuchaba con toda la intolerancia de la mocedad por las opiniones de sus mayores (y mi tío, aunque solamente tenía cincuenta años, me parecía fosilizado y antediluviano), asintiendo a todo cuanto predicaba con una sonrisa que a cualquier persona más recelosa y menos dominada por ideas fijas le hubiera parecido desprecio impertinente. Por aquel entonces, mi tío venía aficionándose más y más a las ciencias ocultas. Cada vez hablaba menos de la construcción de bóvedas y más de las potencias espirituales de Hahnemann, más de Swedenborg y de filosofía vedántica, en la cual había adoctrinado concienzudamente a Alphonse. Y mostraba gran entusiasmo por otra cosa: los caballos calculadores de Elberfeld, que hacían gran ruido en el mundo por entonces, gracias a su sorprendente habilidad para extraer raíces cúbicas mentalmente. Fuertemente imbuido de la filosofía materialista y dominado por el irreflexivo y espontáneo escepticismo que entonces privaban en todo hombre joven que se las diese de inteligente, las preocupaciones mistagógicas y religiosas de mi tío me parecían maravillosamente divertidas y grotescas. Hoy las juzgaría menos ridículas, pues ahora es el fácil credo de mi juventud el que se me antoja extraño por demás. Hoy le es posible, por no decir casi necesario, al hombre de ciencia ser además místico. Pero en aquella época podía resultar disculpable el creer que el misticismo únicamente podía coexistir con los conocimientos pintorescos y la fantástica extravagancia mental de mi tío Spencer. Vive uno para aprender.
Durante estas visitas, confesaré que no me encontraba muy a gusto con Mademoiselle Leeauw. Para Antoinette yo continuaba siendo el mozalbete que solía ir año tras año a pasar las vacaciones en Longres. Me hablaba siempre de los felices sucesos del pasado, acerca de los cuales sus recuerdos eran de esa fidelidad extraordinaria y detalladísima con la que quienes no ejercitan sus mentes con preocupaciones inteligentes y leen poco, admiran siempre a sus prójimos más estudiosos. Cautivado yo por las delicias recién descubiertas en el estudio de la Historia, la Filosofía y el Arte, me resultaba difícil sentir interés particular por mi pasado infantil. Antoinette me preguntaba si se patinó el año 1905 en los canales; si recordaba el verano en que un tábano avieso me picó y tal era su ponzoña que se me hinchó un carrillo como un globo y hube de guardar cama. Era posible. Al serme recordadas tales cosas, las veía con mi memoria, aunque muy vagamente. Pero ¿qué interés podían tener tales hechos cuando me invitaban a la reflexión los frescos de Miguel Ángel, Platón y las novelas de Dostoyevski? ¿Qué importancia podrían tener en relación con David Hume, por ejemplo? ¡Qué insípidas, consideradas en conjunto, con los dichos de Zaratustra, la obertura de Coriolano o las estrofas de Arthur Rimbaud! Pero para la pobre Antoinette eran toda la vida. Tenía yo la sensación constante de que no estaba mostrándome suficientemente comprensivo con ella. Pero ¿era la culpa mía? ¿Podía volver a ser lo que había sido o cambiarla a ella fulminantemente?
A principios de agosto de 1914 estaba en Longres, camino de las Ardennes, en donde pensaba pasar uno o dos meses apaciblemente dedicado a lecturas serias con tres amigos, antes de seguir a Italia en setiembre. Convencido de la validez de aquella demostración de cierto profesor alemán que había probado, usando las leyes matemáticas de las probabilidades y la balística, que la guerra moderna era imposible, mi tío no hacía caso de los ominosos rumores que corrían. Aquello no era más que otro episodio como el de Agadir y no pasaría nada. En cuanto a mí, absorto en Variaciones de la experiencia religiosa, de William James, tampoco me preocupé, y ni siquiera leía los periódicos. Por aquel tiempo compartía la fe de mi tío acerca de la imposibilidad de una guerra. Carecía de experiencia que refutase tales creencias y, además, éstas venían como anillo al dedo a mis aspiraciones y a mi credo político, pues entonces era yo apasionado sindicalista e internacionalista.
Y, de súbito, todo se nos vino encima.
Sin embargo, mi tío continuó optimista. A las dos semanas de lucha, profetizaba, se vería que el profesor alemán estaba en lo cierto, y la guerra tendría que cesar. En cuanto a mí, recuerdo que mi estado de ánimo era de una pueril exaltación, mucho más fuerte que mi horror. Me sentía como en víspera de ferias, cuando veía desde mi ventana los grupos de saltimbanquis y feriantes que aprestaban sus casetas y puestos en la plaza. Por fin iba a ocurrir algo. Esa exaltación irrazonable supongo que es un fenómeno corriente al comenzar cualquier guerra. Un aire embriagador y de fiesta sopla en calles y plazas. La guerra siempre es popular en sus comienzos.
No regresé a Inglaterra inmediatamente, sino que permanecí en Longres unos cuantos días con la vana esperanza de «ver algo», o de que los hechos diesen la razón a mi tío y la guerra acabara en unos días. Mi esperanza de «ver algo» se cumplió, aunque el «algo» no fue un espectáculo brillante y romántico como yo imaginara. Lo que vi fue unos grupos de refugiados venidos de los pueblos cercanos a Lieja: hombres sin afeitar, mujeres demacradas, con las mejillas polvorientas surcadas por regueros secos de lágrimas, y niños y niñas que caminaban con paso inseguro, como si estuvieran dormidos, idiotizados y mudos de cansancio. Mi tío recogió en su casa a una de estas familias, diciendo que pasados irnos días, cuando todo acabara, podrían regresar a su hogar. Y cuando Antoinette le repetía indignada los relatos de pillaje y fusilamiento, mi tío no los creía.
—Estamos en el siglo XX —decía—. Esas cosas no ocurren ya. Esa pobre gente está demasiado cansada y asustada para saber lo que está diciendo.
Regresé a Inglaterra durante la segunda semana del mes de agosto. Mi tío casi montó en cólera cuando le aconsejé que me acompañara. En primer lugar, repuso, todo acabaría dentro de unos días; en segundo lugar, estábamos en el siglo XX, que es probablemente lo que dijeron los cretenses el año 1500 a. J. C., cuando después de veinte siglos de paz, prosperidad y civilización progresiva, fueron amenazados por los bárbaros nórdicos; y en tercer lugar, tenía que permanecer en Longres cuidando sus intereses. No insistí. Hubiera sido inútil.
—Adiós, muchacho —me dijo.
Y advertí un insólito acento emocionado en su voz cuando pronunció la palabra adiós.
El tren arrancó lentamente. Asomado a la ventanilla, pude ver a mi tío en pie sobre el andén, agitando su sombrero. Tenía ya el pelo completamente blanco; pero su rostro se conservaba lozano y sus ojos de igual brillo y oscuridad, su cuerpo tan erguido y ágil como cuando lo conocí.
—¡Adiós, adiós!
No le volvería a ver hasta pasados cinco años.
Lovaina ardió el 19 de agosto. Los alemanes entraron en Bruselas el 20. Longres, aunque más al Este que Lovaina, no fue ocupado hasta pasados dos o tres días, pues quedaba desviada la ciudad del camino directo de Bruselas y del interior. Una de las primeras decisiones del comandante alemán fue arrestar a mi tío y a Monsieur Alphonse. No porque hubieran hecho algo; le molestaba su existencia. El hecho de que fueran súbditos británicos los hacía sumamente sospechosos.
—Aber wir sind —protestó mi tío en su rudimentario alemán— im zwanzigsten jahrhundert. Und der krieg wird nicht lang…
Vacilaba, buscando inútilmente la palabra, y acababa por continuar en su propio idioma, feliz de poder terminar su protesta con elocuencia:
—Y en cualquier caso, la guerra no va a durar ni una semana.
—Así lo espero —le contestó sonriente el comandante alemán en excelente inglés—; pero mientras tanto, mucho me temo que…
Mi tío y su camarada británico fueron encerrados temporalmente en el manicomio. Unos días más tarde fueron enviados a Bruselas bajo escolta. Según me contó más tarde mi tío, Monsieur Alphonse soportó todo con verdadera paciencia oriental. Mudo, obediente y sin quejarse, se quedaba allí en donde sus capturadores le ponían, como un gran lío pardusco que un viajante de comercio hubiera dejado en el andén al ir a la fonda para tomar una copa y un emparedado. Y con docilidad superior a la de cualquier paquete, iba a dónde le decían o le llevaban sin resistirse.
—Ojalá pudiera yo haber seguido su ejemplo —me dijo mi tío—. Pero me fue imposible. Me ardía la sangre.
Y mis recuerdos de las campañas azucareras me permitían formarme una idea acerca de la profundidad y la violencia de la impaciencia e irritación de mi tío.
—Estamos en el siglo XX —les repetía incesantemente a sus guardianes—, y yo no tengo nada que ver con esta guerra imbécil. ¿Adónde demonios nos llevan? ¿Cuánto tiempo vamos a tener que estar esperando en esta cochina estación, sin comer?
Hablaba como un hombre rico que está habituado a comprar toda clase de comodidades y de respetos. Los soldados, dotados de la paciencia de los pobres, estaban acostumbrados a que los mandasen ir de aquí para allá, a esperar indefinidamente, allí donde se les ordenaba aguardar, y no entendían esta irritación desmedida ante lo que a ellos les parecía la cosa más natural del mundo. Mi tío, al principio, les divirtió; mas como su furia fuera aumentando y durando excesivamente, acabó por enojarlos. Al final, uno de sus guardianes le dio un gran puntapié en el trasero para que callara de una vez. Se volvió mi tío y se abalanzó como un energúmeno contra el soldado; pero un compañero de éste le metió el fusil entre las piernas y mi tío cayó al suelo pesadamente. Se levantó. Los soldados reían con estrépito. Alphonse, como un paquete, permanecía exactamente en el mismo lugar en donde le habían dejado, inmóvil, sin expresión, con los ojos cerrados.
Los alemanes habían instalado en el piso superior del Ministerio del Interior una especie de campo provisional de concentración. Todas las personas sospechosas, tales como extranjeros dudosos, indígenas, recalcitrantes, y cualquiera de quien los invasores sospecharan que tenía una influencia peligrosa sobre los demás, eran enviadas a Bruselas y encerradas en el Ministerio del Interior, en donde deberían permanecer hasta que las autoridades tuvieran tiempo de estudiar su caso. En esta cárcel provisional fueron encerrados mi tío y su compatriota dravidio una tarde asfixiante de finales de agosto. En cualquier año corriente, pensó mi tío, la kermesse de Longres hubiera estado en su apogeo. La mujer cañón estaría lavándose la cara con el pecho; los Fígaros, representando una vez más la Pasión del Señor; la mujer sin brazos, brindando con los dedos de los pies, y el vendedor de mejillones, escuchando con atención la aparición del primer síntoma de una tos. ¿En dónde se encontraba toda aquella buena gente aquel año? ¿Y dónde estaba él mismo? Miró a su alrededor sin poder creer a sus ojos.
En las buhardillas del Ministerio del Interior se apiñaba un concurso extraño y heterogéneo. Había allí aristócratas belgas, que los invasores juzgaban peligroso dejar en sus castillos entre la gente campesina. Había una condesa rusa y un anarquista de igual nacionalidad, encarcelados por su origen. Había una cantante de ópera, que pudiera ser una espía internacional. Y una transformista rubia, imitadora de estrellas, que había estado trabajando en un teatro de Lieja, cuyo crimen, como el de mi tío y el del dravidio, era ser ciudadana británica. También se encontraban allí cierto número de franceses y francesas, apresados fuera de sus fronteras. Y un organillero que persistió en seguir tocando la Brabançonne después de avisado para que parase, y copia de belgas de todas clases y de uno y otro sexo, culpables de cualquier crimen, o quizá de aspecto sospechoso simplemente, que ahora aguardaban su destino, el cual les sería comunicado en cuanto las autoridades encontrasen tiempo para ocuparse en interrogarlos.
Mi tío y el dravidio fueron arrojados con indiferencia en medio de aquella heterogénea compañía. Cerróse la puerta detrás de ellos, y quedaron abandonados allí como dos recién llegados al Averno, para que se las arreglaran lo mejor que pudieran.
El último piso del Ministerio estaba dividido en una estancia de gran tamaño y en varias pequeñas, las cuales se hallaban en su mayoría llenas de clasificadores y archivadores que encerraban los papeles producto de muchos años de actividad burocrática.
En las piezas más pequeñas, los prisioneros colocaron los jergones de paja que les fueron adjudicados por sus carceleros. Los hombres dormían a un extremo del pasillo y las mujeres al otro. El salón grande, en el cual debió de trabajar el personal del Registro del Ministerio, aún contenía cierto número de mesas de escribir y de sillas. Ahora lo utilizaban los prisioneros como comedor, cuarto de estar y lugar de recreo. No había cuarto de baño y todas las facilidades higiénicas se reducían a un lavabo y a un chalet de nécessité, según término característico de mi tío. La vida en los altos del Ministerio del Interior era demasiado placentera.
Mi tío advirtió que los prisioneros que no estaban sumidos en sopor, o que no padecían una preocupación enfermiza por lo que la suerte les depararía, conservaban una alegría casi demasiado bulliciosa. Al parecer, era preciso tomar aquello o como una broma prodigiosa o como la más espantable pesadilla. No había términos medios. Indudablemente, con el tiempo, las dos extremadas actitudes irían cediendo en intensidad y convirtiéndose en resignación calmosa. Pero la prisión había durado todavía demasiado poco; la situación era demasiado nueva, irreal y fantasmagórica y el futuro se presentaba demasiado incierto.
Los alegres se mostraban graciosos, reían recio y tramaban mil bromas. Lograron crear en aquella cárcel un ambiente de colegio. Los que llevaban confinados más tiempo, y algunos estaban allí hacía casi una semana, desde el día en que los alemanes entraron en Bruselas, asumieron el derecho indiscutible de los «antiguos» de hacer sentirse a los más modernos incómodos y novatos. Cada novato fue sometido a un interrogatorio feroz, semejante al que ha de soportar un chico nuevo al llegar al colegio. Algunas veces, cuando la víctima era de especial ingenuidad, le gastaban alguna novatada adicional.
El jefe del partido de la alegría era un periodista belga de mediana edad, hombre vigoroso. Recio, de bigote puntiagudo y tez roja, con un vocejón estentóreo y una capacidad ilimitada para reír y conversar como un personaje de Rabelais. Al aparecer el apacible dravidio, el periodista casi aulló de alegría. Tan interesado se mostró con Alphonse, que mi tío escapó con un interrogatorio suave y meros indicios de bromas pesadas. Quizá fue esto afortunado, pues mi tío no se encontraba en vena de tolerar bromas, ni siquiera de un compañero de infortunio.
El periodista organizó inmediatamente una farsa, de la que iba a ser víctima el pobre Alphonse. Se sentó a una de las mesas de escribir como un juez e hizo que trajeran al dravidio, a quien dio a entender que hablaba con el comisario alemán encargado de su caso. Alphonse contó toda su historia durante el interrogatorio. Nacido en Madrás; zapatero profesional. Un escribiente iba tomándolo todo según el examinado declaraba. Cuando habló de las danzas demoníacas, el magistrado le obligó a hacer una demostración inmediatamente y allí mismo. Todo lo referente a su matrimonio con Louisette fue examinado con minuciosidad que no perdonó ningún detalle. Convencido de que su libertad, y tal vez hasta su vida, dependían de su sinceridad, Alphonse fue respondiendo a todas las preguntas de la manera más verdadera que pudo.
Al final, tosió el periodista para aclararse la voz, resumió todo lo escuchado y pronunció gravemente el veredicto: inocente. El prisionero sería puesto en libertad inmediatamente. Y tomando un pliego de papel sellado, escribió en él: laissez passer. Luego lo firmó, Von der Golz, y después de abrir un cajón de la mesa, rebuscó entre los sellos que allí había y eligió uno que en días más felices se utilizó para ser estampado sobre ciertos diplomas agrícolas. Sobre el grueso manchón de lacre rojo apareció la efigie de una vaca, sin cuernos, alrededor de la cual rezaba una leyenda: Pour l’amélioration de la race bovine.
—Tome —dijo el periodista en voz sonora y alargándole el papel sellado—: Puede marcharse.
El pobre Alphonse cogió el laissez passer y, haciendo reverencias cada pocos pasos, se fue retirando de espaldas hasta salir del cuarto. Cogió su sombrero y su hato con enorme alegría, corrió a la puerta y llamó en ella dando golpes. El centinela que había fuera abrió para ver qué ocurría. Alphonse le mostró su pasaporte.
—Aber wass ist das? —preguntó el soldado.
Alphonse le mostró el sello; para la mejora de la raza bovina. Y luego la firma: Von der Golz. El centinela, creído que él y no el dravidio era quien estaba siendo embromado, tomó la cosa a mal. Dio un empujón a Alphonse y le metió en el encierro. Cuando el pobre hombre avanzó nuevamente, protestando y murmurando súplicas para explicar al centinela su error, el soldado alzó el rifle y le dio un culatazo en la barriga que hizo retroceder a Alphonse doblado y tosiendo por el corredor. La puerta se cerró de golpe. Fue en vano que Alphonse, ya recobrado el resuello, alborotara y gritara. La puerta no se volvió a abrir. Allí le encontró mi tío, llamando a la puerta, escuchando, volviendo a llamar. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Le costó gran trabajo a mi tío el convencer a Alphonse de que todo había sido una broma. Al fin, consintió en que le condujeran nuevamente a su yacija. Se tiró sobre ella en silencio y cerró los ojos. Conservaba en la mano derecha el pasaporte, fuertemente sujeto, como documento precioso, entre sus dedos morenos. No quería desprenderse de él todavía. Quizá si conciliaba el sueño despertaría para descubrir que lo ocurrido había sido una pesadilla. El documento ya no sería una broma, y cuando lo exhibiera a la mañana siguiente…, ¡quién sabe!, tal vez el centinela presentara armas y él pudiera bajar la escalera. Entonces todos los soldados del patio saludarían y él saldría a la calle bañada de sol, agitando en el aire la firma y señalando el gran sello rojo…
Permaneció echado en absoluta inmovilidad, con los brazos cruzados sobre su cuerpo. El papel colgaba sujetado por los dedos. Firme y enérgica, como únicamente puede serlo la firma de un general, se veía la escritura que cruzaba todo el pliego: Von der Golz. Y en la esquina inferior derecha aparecía la imagen de la vaca sagrada, como símbolo de salvación llegando de allende los mares y los siglos. Pour l’amélioration de la race bovine. Pero ¿no fuera más sensato, habida cuenta de las circunstancias, comenzar por la raza humana?
Le dejó mi tío para ir en busca del periodista y protestar de la broma brutal. Le encontró sentado en el suelo, pues no había sillas para todos, enseñando a la transformista rubia palabrotas francesas.
—Y si alguna vez se encuentra usted ante Von der Golz —estaba explicándole—, esto es lo que debe decirle.
Y acto seguido soltó una ristra de insultos, que la pequeña transformista repitió cuidadosamente, desfigurando con su acento inglés las palabras pronunciadas con su voz clara y aguda:
—Sarl esspayss de coshaw..
El periodista soltó una carcajada estruendosa, encantado, y se dio unas sonoras palmadas en los muslos.
—Permítame —dijo mi tío interrumpiendo la lección.
Se había ruborizado ligeramente. No le gustaba oír hablar mal, y aquellas palabras, en boca de una mujer joven y al parecer compatriota suya, le parecían doblemente desagradables.
—Permítame.
Y entonces le rogó al periodista que no volviera a gastar bromas a Alphonse.
—Las toma demasiado en serio —le explicó.
Al escuchar la descripción de la desesperada angustia del dravidio, la transformista se conmovió hasta el punto de casi llorar. Y el periodista, que, como todos nosotros, tenía un corazón de oro cuando recordaba su existencia, y que como todos nosotros necesitaba de constantes recordatorios, pues el propio gusto y los propios intereses le impedían con frecuencia acordarse de sus buenos sentimientos, el periodista se mostró profundamente arrepentido de lo que había hecho; dijo que jamás pudo ocurrírsele que Alphonse tomara en serio la farsa y prometió dejarle en paz de allí en adelante.
Pasaron los días. La pesadilla se hizo crónica. Tres veces al día el parco rancho carcelero, bien poco apetitoso, llegaba y era consumido. Dos veces al día un oficial, al frente de un pelotón, giraba una visita de inspección. Por las mañanas era obligado hacer cola para lavarse; pero por las tardes sobraba tiempo para todo y los prisioneros procuraban entretener sus forzosos ocios con juegos, o charlando, o leyendo los expedientes antiguos archivados allí, o dando paseos por el corredor, veinte pasos hacia allí, veinte pasos hacia acá, recorriéndolo una y otra vez, hasta que el paseante había cubierto con la imaginación la distancia entre dos lugares bienamados. Arriba y abajo, arriba y abajo. Mi tío solía pasear algunas veces por la carretera sombreada por los álamos que va desde Longres a Wareo; otras, su paseo le llevaba desde Charing Cross, por el Strand, por debajo del puente del ferrocarril, para luego subir a la cuesta hacia San Pablo, llegar al Banco e ir desde allí por calles tortuosas hasta la Torre, el río y los barcos; otras veces iba andando con su hermano desde Chamonix a Montavert; desde Grenoble, por el puerto, a la Grande Chartreuse. Y aún otras, el paseo era menos cansado, pues acompañado de su madre, muerta muchos años antes, discurría por las praderas del bosque de Windsor, en donde es tan verde el césped a principios de verano, que cada brizna de hierba parece una esmeralda iluminada interiormente; y aquí y allá, entre los robles y rododendros de oscuras hojas, encendían infinidad de lamparillas rosadas.
Por las tardes, los más animados, capitaneados por el periodista, organizaban diversiones para entretenimiento de los demás. El periodista recitaba versos compuestos por él mismo acerca del Kaiser. Uno de los franceses hacía juegos de manos, con naipes, pañuelos y monedas. El cantante de ópera atronaba con su voz de tenor al entonar La donna é mobile u O solé mió, y cuando el público pedía algo más serio, Dieu s’avance a travers la lande, de César Franck. Pero esta última canción la cantaba de manera tan «operística», que mi tío, que hallaba singular gusto en ella, apenas la podía reconocer. El número preferido era el de «la célebre diva Emmy Wendle», como la llamaba el periodista al anunciarla. El entusiasmo se desbordaba al aparecer Emmy vestida con una chupa de colegial, cuello vuelto almidonado, pantalones de rayadillo, un sombrero de copa y un junquillo en la mano. Bailaba dos o tres danzas zapateadas y luego cantaba una canción, cuyo coro era el siguiente:
Somos los dandies que
conquistan a las muchachas,
todas las veces;
las de rizos muy rizados,
las de tez de melocotón
y las perlas todas las veces.
Cuando acabados sus números se quitaba el sombrero de copa, quedando en posición de firmes como un soldado, la expresión de su carita chata se tornaba grave y sus ojos zarcos se fijaban sobre visiones ultraterrenas. Y entonces cantaba con su voz vulgar, sin música alguna, como la de los golfillos callejeros, una pasmosa versión inglesa de la Brabançonne, que provocaba algo que trascendía lo que puede llamarse entusiasmo. Pues advertían los hombres que brotaban lágrimas de sus ojos y las mujeres lloraban sin recatarse. Al acabar la canción, todos jaleaban violentamente, aplaudían y agitaban pañuelos, reían, gritaban imprecaciones contra los alemanes, daban vivas a Bélgica y corrían junto a Emmy, para estrecharle la mano o darle palmadas en la espalda, como si en realidad fuera un muchacho, o la besaban, pero no como si fuera una muchacha vestida con unos pantalones un tanto estrechos, sino como símbolo del país, como personificación visible y cautivadora del patriotismo y la desventura de todos los allí congregados.
No bien la diversión de la velada acababa, los congregados comenzaban a dispersarse. Echados sobre las duras colchonetas extendidas en el suelo, los prisioneros dormían inquietamente o permanecían despiertos en la noche bochornosa, escuchando los pasos de los centinelas en el patio y oyendo en el silencio extraño de la ciudad invadida el ruido isócrono de un regimiento que pasaba por la calle desierta, el retumbar de ruedas de acero y el zapateado bestial de cascos equinos cuando la artillería pasaba camino de un frente lejano.
Fueron pasando los días. Mi tío pronto se acostumbró a aquel extraño infierno en miniatura al cual había sido arrojado. Ya se lo conocía de memoria. Un cuarto inmenso, insoportablemente caldeado por el sol que caía sobre el tejado. Hombres en mangas de camisa, sentados algunos en sillas, otros sobre las mesas y los demás en el suelo. Unos pocos acodados sobre el alféizar de la ventana procuraban regalar sus ojos mirando árboles del parque que se extendía al otro lado de la calle y respirando un aire más puro que el ambiente de la improvisada prisión, que hedía a sudor, a tabaco y a sopa de berzas.
Desde un principio los prisioneros se habían dividido en pequeños grupos. Igualados por el infortunio, aún conservaban sus diferencias sociales. El organillero y los artesanos y campesinos se sentaban siempre juntos en una esquina y sobre el suelo, jugando a las cartas con una grasienta baraja, fumando y, no obstante las repetidas protestas y los sinceros esfuerzos que hacían para contenerse, escupiendo en el suelo.
—¡Mía! —decía con acento de triunfo el organillero al echar el as de corazones—. ¡Mía! —y para subrayar su gozo escupía abundantemente. Entonces recordaba demasiado tarde que no debía hacer tal cosa y, mirando en rededor suyo, musitaba unas excusas. Se levantaba y procuraba hacer que desapareciera el gargajo frotando el suelo con su bota. Luego se acercaba a la ventana y, no porque hubiera necesidad de ello, pues acababa de escupir, sino para indicar que sus modales eran buenos, lanzaba un segundo escupitajo hacia la calle.
Formaban grupo aparte los aristócratas. Había un conde menudo y viejo con una cara que parecía una tetera, debido a sus mofletes brillantes y rotundos, y a su nariz larga, afilada y poco expresiva; y otro conde joven y con monóculo, que se mostraba exquisitamente amable con todos y que, sin embargo, permanecía ausente de aquel lugar y aislado de los demás por el muro de su cortesía; a pesar de sus arrogantes modales, bien a las claras estaba lo mucho que deseaba que su posición social no le impidiera juntarse con sus iguales de espíritu. El viejo conde reía cortésmente siempre que el periodista o cualquier otro del grupo alegre hacía un chiste; el joven fruncía la cara con gesto adusto, hasta que la única superficie que conservaba tersura en ella era su monóculo. Pero, en realidad, deseaba hondamente el unirse a las bromas y a la alegría. Se asociaban con los dos condes tres o cuatro ciudadanos ricos e importantes, entre los cuales se contó al principio mi tío. Pero otros intereses le harían muy pronto abandonar tal compañía casi por completo.
Fuera de los límites de este círculo vagaba algunas veces la condesa rusa. Esta señora solía pasarse la mayor parte del día en el cuartucho donde dormía, echada sobre su yacija, fumando cigarrillos. Tenía opiniones muy concretas acerca del respeto que a su rango era debido y pretendía que el lavabo quedase evacuado en el mismo instante que ella precisara usarlo. Cuando le dijeron que tendría que hacer tumo, montó en cólera. Si se aburría de estar sola, salía para buscar a alguien con quien hablar. Una vez llevó aparte a mi tío y le contó con gran lujo de detalles muy íntimos todo lo referente al noveno y más grande amor de su vida. Desde aquel momento, siempre que mi tío la veía aparecer y pasear sus grandes ojos oscuros y un sí es no es saltones por la habitación, procuraba mostrarse embebido en su charla con algún otro prisionero.
El compatriota de la condesa, el anarquista, era un sujeto de aspecto obrero, de barba negra y de nariz que recordaba el guarismo seis. No pertenecía a ninguno de los grupos formados, se mostraba encantado con la guerra, la cual profetizaba él con alegría que destruiría la llamada civilización, y se esforzaba en conducirse con todos de la manera más antipática posible, muy en particular con la condesa, a quien podía insultar confidencialmente en ruso. Obediente a estos mismos principios democráticos, se había adueñado del único sillón de brazos que había en la cárcel (que debió de ser el trono de un subdirector general, por lo menos) y se negaba a cederlo aunque fuera para una señora o para un enfermo. Permanecía sentado en él todo el día, lo colocaba entre su colchón y la pared durante la noche y lo llevaba consigo cuando iba al lavabo o al chalet de nécessité.
La gente alegre se había agrupado, al estilo planetario, alrededor de la radiante jocundia del periodista. Su pasatiempo favorito era buscar en los archivos expedientes curiosos que pudiera leer, adornados de comentarios adecuados y enmiendas improvisadas, al grupo que le escuchaba. Pero la broma que más le satisfacía tenía lugar ritualmente todas las mañanas, cuando rebuscaba entre las ejecutorias de nobleza de toda la aristocracia belga (que había descubierto ordenadamente empaquetadas en un armario del corredor), y allí elegía entre los nombres más nobles irnos cuántos títulos de resonante condición, los cuales se llevaba consigo a «la casita de necesidad». Se contaban entre sus discípulos cierto número de burgueses franceses y belgas; un oficinista inglés, antipático y lleno de barrillos, a quien la guerra había sorprendido durante sus vacaciones en el extranjero; la condesa rusa, en ciertas ocasiones la transformista, sin gran regularidad, y el tenor.
Con este último, mi tío, que era gran amador de la música e incluso nada despreciable pianista, ensayó varias veces el hablar acerca de su arte favorito. Pero pronto hubo de descubrir que el cantor únicamente se sentía interesado por la música en cuanto ésta afectaba a los tenores. En consecuencia, jamás había oído hablar de Bach o Beethoven. Sin embargo, poseía grandes conocimientos acerca de Leoncavallo, Saint-Saéns, Gounod y Puccini. Era un hombre de aspecto impresionante, de cara agraciada y grande y dotado de una sonrisa condescendiente, típica del hombre que nos indica al hablarnos que con ello nos hace gran merced. Daba a entender que con las damas tenía éxitos notables, mas su temor de hacer cualquier cosa que pudiera perjudicar su voz era casi tan poderosa como su natural rijoso y su vanidad y se pasaba la vida, como un ermitaño de la Tebaida, en continuo conflicto. Aunque exteriormente se decía miembro del partido de la alegría, el tenor sentía una honda preocupación por su porvenir. Solía discutir en privado con mi tío los horrores de la situación.
Más pronunciada y evidente era la melancolía de un pequeño profesor de latín, de pelo gris, que se pasaba el día paseando arriba y abajo por el corredor como un lobo enjaulado, con expresión preocupada y añoradora. El pobre Alphonse, sentado en el suelo y con la espalda apoyada sobre la pared, era otro de los tristes y solitarios. Algunas veces miraba pensativamente en rededor suyo, contemplando a sus compañeros de prisión ocupados en sus quehaceres, con el aire de un habitante de la eternidad que contempla los increíbles afanes de quienes viven el tiempo. Otras veces se pasaba varias horas meditando con los ojos cerrados. Si en tales ocasiones alguien le hablaba, volvía a la vida como venido de lugares remotísimos.
En cuanto a mi tío, todos los allí presentes fueron perdiendo realidad para él poco a poco. Se alejaban y parecían perder la sustancia, y según los demás se desdibujaban, la figura de Emmy se hacía más grande, más luminosa y más cercana. Desde el primer momento en que la vio, sentada en el suelo, tomando lecciones del periodista en el arte de la vituperación, mi tío se había fijado en ella de manera muy especial. Según se acercó a ellos aquel día, le había sorprendido agradablemente el aspecto infantil e inocente de la muchacha, la naricilla remangada, los ojos azules, el pelo dorado, de rebeldía tan rizada e insistente que tenía que llevarlo cortado como el de un muchacho, pues ni la brillantina ni las horquillas hubieran bastado para domar la naturaleza levantisca de su melena. Incluso en su vida privada y femenina había algo que aumentaba su aspecto infantil, y recordaba su arte de transformista e imitadora de artistas masculinos. Al acercarse a ellos, le oyó aquel mal pronunciado dicterio francés, seguido de una sarta de locuciones aún menos correctas, todas las cuales salían de aquellos labios. Sorprendente, escandaloso. Pero momentos más tarde, cuando contaba él lo muy a pechos que el pobre Alphonse había tomado la broma, Emmy también dijo cosas encantadoras y con tanto sentimiento en su voz londinense, con tanta expresión de simpatía y piedad en su rostro, que mi tío Spencer hubo de preguntarse si había oído bien o si aquellos sucios dicterios que antes escuchara, fueron, en efecto, pronunciados por criatura tan delicada y bondadosa.
El muy agitado estado en que mi tío había vivido desde el momento de su detención y la novedad pasmosa y terrible de su situación, no cabe duda que le habían predispuesto en cierta medida a enamorarse. Pues ocurre frecuentemente que una emoción, siempre que no sea tan fuerte que nos impida darnos cuenta de todo lo demás, nos estimula a sentir otras. Así, el peligro, cuando no es tan agudo que cause pánico, tiende a unirnos a aquéllos con quienes compartimos el riesgo pues los sentimientos compasivos, de simpatía y hasta amorosos, resultan estimulados y avivados por la aprensión.
De igual manera, el dolor nos hace sentir con frecuencia una como necesidad de afecto, y, aunque no nos guste confesarlo, algo semejante al deseo. Y de esta manera la pasión dolorosa se convierte por etapas casi imperceptibles, y algunas veces de manera fulminante, en pasión amorosa. Normalmente, la actitud de mi tío para con las mujeres era extremadamente reservada. Una vez, cuando era joven, estuvo enamorado y prometido para casarse; pero la dama de sus pensamientos le dejó para irse con otro. Desde aquel instante, en parte por miedo de que se repitiera el desengaño, y en parte por una especie de fidelidad romántica a la que tan infiel se mostró, había evitado a las mujeres, o por lo menos había procurado no volver a enamorarse, conservándose célibe de la manera más rigurosa. Pero la agitación de los últimos días había desordenado todos sus hábitos y hasta su filosofía. La aprensión que experimentaba ante el peligro, una indignación que era muy distinta cosa de aquella periódica irritación que solía acometerle durante las campañas azucareras, y el profundo desconcierto que experimentaba, le habían dejado sin sus habituales defensas y en estado de susceptibilidad anormal. Y cuando vio en medio de la horrenda pesadilla aquella encantadora cabecita infantil y escuchó sus amables palabras de condolencia para con el dravidio, se conmovió extrañamente. Emmy le causó una impresión más profunda que ninguna otra mujer desde que le abandonó en su juventud su novia ingrata.
Todo contribuía para fomentar el interés de mi tío por Emmy, todo, y no solo su estado emotivo, sino también el lugar en que se hallaba y el momento y las circunstancias externas. Hubiera podido ir a verla trabajar en el teatro todas las noches durante un año, y aunque tal vez encontrara aceptable su actuación —lo que de hecho no hubiera ocurrido, pues la habría juzgado de bastante mal gusto— y aunque la hubiera hallado a ella bonita y encantadora, jamás se le hubiese pasado por la imaginación el procurar conocerla o mezclar su vida con la de Emmy Wendle. Pero allí, en aquella prisión detestable, Emmy llegó a significar para él algo muy distinto, llegó a personificar todo lo que es gracioso, amable, dulce y comprensivo; todo lo que no era guerra. La actuación de Emmy, cierto es, era tan vulgar y de tan escaso gusto como en Longres, pero allí le parecía tener la disculpa de estar dedicada a los afligidos, y cuando al final entonaba la Brabançonne, lo hacía de manera muy impresionante. Emmy adquirió la grandeza del momento, la de las emociones a las que daba expresión con aquella voz de golfillo callejero: cantaba la exaltación, las agonías de la mente humana, que no puede ser esclavizada.
Solemos atribuir al símbolo algo de la naturaleza sagrada de la cosa o idea que representa. Dos trozos de madera que forman cruz, dejan de ser trozos de madera corriente, e incluso los peores reyes han estado rodeados siempre de algo semejante a un aura divina. Muy similarmente, en cualquier crisis de nuestras vidas, el objeto más baladí y la persona más insignificante pueden llegar a ser, por algún motivo, tan grandes como es grande el momento vivido.
Incluso el incidente de los vituperios franceses había contribuido a suscitar el interés de mi tío por la persona de Emmy. Pues si era mansa, inocente y joven; si personificaba con su cuerpo pequeño y amable todo el infortunio y todo el valor de un país, y hasta del mundo entero, también era frágil, femenina, y débil; susceptible a las malas influencias y expuesta a la corrupción. El recuerdo de aquellas frases groseras dichas con candidez e inocencia (como pueden los más pacatos decirlas si las expresan en un idioma que les es extraño, alrededor de cuyas palabras la costumbre aún no ha cristalizado esa riqueza de asociaciones que dan a los vernáculos su significado peculiar y variable con el tiempo), llenaba a mi tío de alarma, y le inspiraba celo misionero para salvar aquel ser naturalmente bello, y hasta grande, de la corrupción.
Por su parte, Emmy, al menos durante los primeros días de sus relaciones, se sentía encantada con mi tío. Era inglés y hablaba su idioma; era además un caballero, lo cual no pudiera decirse del escribiente del Banco, no menos inteligente que mi tío. Y lo que era más importante para Emmy en su presente estado mental, no procuraba coquetear con ella. En aquellos momentos Emmy no deseaba admiradores. En tales circunstancias le hubiera parecido mal, feo y poco digno pensar en escarceos amorosos. Cantaba la Brabançonne con demasiado fervor religioso para tal cosa; los momentos eran demasiado solemnes y demasiado extraordinarios. Es verdad que, a pesar de la solemnidad del momento y del ardor de sus pensamientos patrióticos, si hubiera habido en el piso alto del Ministerio del Interior un muchacho aceptable, tal vez hubiese llegado a enamorarse con un fervor casi tan religioso como el de sus otros sentimientos. Pero, desgraciadamente, no se veía por allí ningún joven aceptable. El empleado bancario tenía demasiados barrillos y no era un caballero; el periodista era harto viejo y muy sobrado de carnes. Los dos procuraron coquetear con ella, pero sus insinuaciones se le antojaron a Emmy tan importunas como si hubiesen sido hechas en un lugar sagrado. Con mi tío se encontraba perfectamente segura. Y no era solamente que mi tío tuviese el pelo blanco. Emmy había vivido lo suficiente para saber que no era este símbolo garantía de conducta decorosa, sino más bien al contrario; su confianza se debía a ser mi tío evidentemente un caballero, a las señales que en él apreciaba de hombre apartado del mundo y al atemperado idealismo estampado claramente en su cara.
Al principio, se dirigió a mi tío casi exclusivamente para escapar de las atenciones tediosas y desprovistas de decoro tanto del escribiente como del escritor. Pero pronto comenzó a gustarle la compañía de mi tío por sí mismo. Empezó a sentir interés por lo que decía y a escuchar gravemente la conversación invariablemente seria de mi tío, pues jamás hablaba sino sobre temas intelectuales y beneficiosos, ya que era incapaz de cháchara insustancial.
Durante los primeros días, Emmy le trató con la respetuosa cortesía que le parecía ser debida a un hombre de su edad, posición y carácter. Pero más tarde, cuando comenzó él a seguirla con adoración abyecta, se permitió ella mayores confianzas. Fue inevitable, pues no puede uno esperar que le trate como persona anciana e importante quien merece nuestras miradas perrunas y admiradoras. Le llamaba ella «Tío Spenny», le daba órdenes y le hacía llevar y traer como si de un animal enseñado se tratara. Mi tío, naturalmente, solo experimentaba delicia al obedecerla. Le causaban gran encanto las confianzas que ella se tomaba. El período de su agradable confianza salpicada de bromas (período de transición entre el respeto primero y la crueldad que vino después) fue el más feliz de sus relaciones, en opinión de mi tío. El buen hombre amaba y se sentía, ya que no correspondido, por lo menos tolerado con buen humor.
Cualquier otro hombre se hubiera permitido libertades parecidas a las de Emmy, y se hubiese mostrado juguetón, galante y atrevido. Pero mi tío Spencer conservó su acostumbrada gravedad y ternura. La única confianza con la que correspondió a aquello de «Tío Spenny» y a lo demás fue dirigirse a ella utilizando su nombre de pila en lugar de llamarla Miss Wendle, como había hecho solemnemente hasta la fecha. Sí; Emmy se encontraba perfectamente segura con mi tío. Quizá casi demasiado segura.
Ya he dicho que la conversación de mi tío era siempre grave y seria. Por aquel entonces se acentuó su seriedad; pues la catástrofe primero, y luego su pasión, le habían hecho aumentar la frecuencia de sus graves reflexiones. Era mucho lo que necesitaba ser reconsiderado a la luz de todos los acontecimientos que habían tenido lugar durante las últimas semanas. Desde las teorías del profesor alemán al problema del Bien y el Mal; desde la idea del progreso (pues, después de todo, ¿no estábamos en el siglo XX?) a la austera teoría y la extraña novedad del hecho del amor; desde el internacionalismo, a Dios. Todo tenía que ser examinado nuevamente. Y llevaba a cabo este nuevo examen en voz alta y en presencia de Emmy. La bondad, por ejemplo, ¿era relativa y contingente a las convenciones sociales, y debía ser medida de acuerdo con normas puramente locales y adventicias?, ¿o había algo absoluto, irreductible y fundamental, acerca de las ideas morales y Dios? ¿Podía Dios ser absolutamente bueno? ¿Existía realmente diferencia esencial entre el siglo XX y los demás? ¿Era posible que los hechos acordaran afinadamente con el ideal? Era menester hacerse nuevamente todas estas preguntas conturbadoras y contestarlas satisfactoriamente.
Es característico de mi tío que las contestara todas, incluso después de tener bien en cuenta todo lo que había ocurrido, con un matiz optimista, igual que había hecho antes de sobrevenir la catástrofe; y lo que es más, con más profunda convicción. Antes, había aceptado su alegre idealismo con demasiada facilidad. Lo había heredado del siglo en que nació. Lo había absorbido de la gente mayor y de la prosperidad, siempre en aumento, en cuya compañía había sido educado. Las circunstancias estaban haciendo esta alegría irresponsable bastante estúpida. Pero precisamente porque tuvo que considerar sus objeciones al optimismo, sus argumentos contrarios a la esperanza, y hacerlo, no en un vacío teórico, sino de manera práctica y en medio de calamidades personales y universales (éstas resultan muy tolerables cuando uno se encuentra en situación placentera, pero cobran realidad y se hacen conturbadoras si uno participa en cierta medida del sufrimiento), es por lo que ahora se convenció más profundamente, de la verdad de lo que había creído antes, pero a la ligera. Ahora lo comprendía, casi por casualidad. Muy pronto, ciertas ocurrencias habían de perturbar sus nuevas convicciones.
Emmy le escuchaba extática. Las circunstancias, el momento y el lugar la inclinaban a reflexionar seriamente. Los discursos de mi tío eran exactamente lo que necesitaba en aquellos momentos. Supersticiosa por naturaleza, vivía perpetuamente bajo la protección de un cerdito de oro y de una cruz de coral que pertenecieron a su madre. Cuando la suerte se le mostraba contraria, iba a la iglesia y consultaba con adivinos. Aquella vez que se rompió la pierna y tuvo que renunciar al magnífico contrato que le hubiera llevado a los escenarios australianos, no cabía duda que fue porque durante la temporada próspera, que antecedió al accidente, había estado remisa en el cumplimiento de sus deberes religiosos; y esto la llevó a rezar y hacer firme propósito de enmienda. Cuando mejoró, la providencia le hizo llegar una oferta de un contrato para trabajar en provincias, como muestra de que su arrepentimiento había sido aceptado y de que estaba perdonada. Y ahora, aunque en apariencia pertenecía al grupo más alegre y bullicioso de los encarcelados en el Ministerio del Interior, muy graves pensamientos ocupaban su mente en secreto. Por las noches, acostada sobre su colchoneta, se preguntaba en la oscuridad a qué se debería todo aquello; la guerra, la mala suerte que tuvo al ser cogida prisionera por los alemanes. ¿Qué quería decir? ¿Es que Dios estaba enojado con ella nuevamente?
Pero pronto dio con el motivo. Todo se debía, se dijo, a aquel asunto del mes de junio pasado, cuando estaba trabajando en Wimbledon. Todo se debió a aquel muchacho que la esperó a la salida y que la convidó a cenar. Y ella había aceptado, en contra de todas sus reglas, porque le pareció su voz de muy agradable timbre y casi tan exquisita como la de un actor de un teatro de primerísima fila.
—Vine a ver las marionetas —le dijo él—. No sé por qué, las marionetas no van nunca a los teatros del centro, ¿verdad? Pero me he quedado para verla a usted.
Fueron en un taxi desde Wimbledon a Piccadilly.
—Algún día —le dijo ella, señalando al teatro «Pavilion»— verá usted ahí mi nombre escrito con letras enormes en luz eléctrica: Emmy Wendle.
¡Cien libras a la semana y un verdadero teatro del centro! ¡Qué sueño!
Tenía el muchacho modales admirables y era muy bien parecido cuando se le veía a la luz. Bebieron champaña durante la cena.
En la oscuridad del Ministerio del Interior, Emmy se ruborizó con vergüenza retrospectiva. Hundió la cara en la almohada como si la quisiera guardar de miradas escudriñadoras. No era de extrañar el enojo divino. Angustiada, besó la pequeña cruz de coral. Tiró de la cinta azul de la cual pendía el cerdito de oro que se escondía en el dulce abrigo de su seno; sujetó la mascota fuertemente en su mano, como si quisiera extraer de ella algo del poder feliz que misteriosamente almacenaba en su interior, semejante al poder del imán para atraer a sí las limaduras de acero.
A pocos pies de distancia, la condesa rusa respiraba sonoramente. El rumor estentóreo hizo estremecerse a Emmy recordando la maldad que dormía cerca de ella. Pues si era cierto que ella había dejado de ser técnicamente una chica decente, ahora que la suerte había cambiado, se sentía avergonzada de ello y comprendía que había hecho mal. Pero la condesa, si el sueño no la hubiera vencido, hubiese continuado toda la noche vanagloriándose de sus amantes. Para Emmy, perteneciente a la clase media, la franqueza de la condesa, su carencia de prejuicios corrientes, su desprecio aristocrático de la opinión de los demás y su teoría (teoría que comparten todas las mujeres ociosas y todos los hombres ociosos que no encuentran nada mejor que hacer) según la cual la única finalidad de esta vida es hacer el amor, de manera complicada, espaciosa, y con la mayor cantidad posible de gente, le parecían profundamente escandalosos. No era lo malo que la condesa no fuera una chica decente, o mejor dicho, una viuda cuarentona decente. Lo que a Emmy le parecía terrible era que hablase de ello como si el no ser bueno fuese natural y hasta meritorio. No era de extrañar que Dios estuviese airado.
Para Emmy, mi tío Spencer (o quizá debiera llamarle su tío Spenny) había sido enviado para confortarla y ayudarla en medio de su miseria y arrepentimiento. Sus indisciplinadas especulaciones no eran particularmente significativas en relación con sus propias dificultades, ni entendía ella siempre de qué estaba hablando. Pero algo tenían todos sus discursos, versaran sobre lo que versaran, que Emmy encontraba inspirador y consolador. Así, cuando mi tío citaba a Swedenborg para demostrar que, a pesar de todas las apariencias y de cuanto estaba ocurriendo, no había motivo de queja, Emmy se sentía muy consolada. Algo tenía mi tío que le hacía asemejarse a un pastor de primera fila, algo así, por expresarlo de alguna manera, como un pastor «del centro». Cuando mi tío hablaba con ella, Emmy se encontraba mejor y más segura.
Era tanta la confianza que mi tío le inspiraba, que un día, mientras el periodista gastaba alguna broma ruidosa que ocupaba la atención de todos los demás, Emmy se llevó a mi tío a una de las ventanas y le contó todo, o casi todo, lo referente al episodio causa del enojo divino. Mi tío le dijo que en el cielo no se ven las cosas tal como ella suponía, y que si en las alturas celestiales se había decidido que era necesaria una guerra europea, no sería esta necesidad nacida de la conveniencia de buscar una excusa para conseguir el encarcelamiento de Emmy Wendle en el piso alto del Ministerio del Interior de Bruselas, por muy reprobable que su conducta hubiera sido. En cuanto al pecado en sí, mi tío procuró convencerla de que no era tan grande como ella juzgaba. Lo que mi tío ignoraba es que si ella lo consideraba grave, tal apreciación se debía exclusivamente a que se encontraba en la cárcel y, por tanto, deprimida.
—No, no —le dijo para consolarla—; no debe usted tomarlo tan a pechos.
Pero el conocimiento de que aquella criatura exquisita, inocente y joven, había pecado una vez, y si lo había hecho una vez, quizá lo había hecho dos, y hasta tal vez (los pensamientos de mi tío, desbocados febrilmente en la soledad nocturna, especulaban sin mesura) cincuenta, le causaba profunda congoja. Era verdad que él se la había imaginado rodeada de influencias perniciosas como la del periodista; pero existía una profunda diferencia entre ser enseñada a pronunciar frases malsonantes en francés y el pecar positivamente contra la virtud. No le había pasado por las mientes a mi tío que Emmy hubiera podido pasar de la etapa de las frases malsonantes. Y ahora había sabido por ella misma que había traspasado esa frontera.
Pasados algunos años, cuando nos volvimos a encontrar mi tío y yo, recuerdo que, después de un silencio, me preguntó, haciendo un esfuerzo y como si venciera su repugnancia, que cuáles eran mis opiniones acerca de las mujeres «y todas esas cosas». Mis sentimientos acerca de este asunto eran en aquel preciso instante acérrimos, sarcásticos y cínicos, como conviene a quien ha conocido el éxito total en la lid amorosa con respecto a las mujeres que no le importan y que ha fracasado lamentable y persistentemente con el único ser que en su juicio mereciera la pena.
—Entonces, ¿de veras crees que hay mucho de eso y que ocurren estas cosas con frecuencia? —me preguntó mi tío.
De veras, así lo creía yo.
Suspiró y cerró los ojos como si quisiera ocultarme que estaba pensando en Emmy. ¡Ah!, ¡qué apasionadamente había esperado que yo demostrase a priori que Emmy era necesariamente buena!
Existen ciertas gentes sensitivas e idealistas, quienes, al descubrir que el mundo es lo que es, reaccionan de manera repentina y violenta hacia el cinismo. Caen desde las altísimas esferas de una ideal pureza al barro contra el cual frotan sus narices, del cual comen y en el cual se revuelcan y bañan. Se laceran sus más sutiles sentimientos y hallan delicia en la tortura; se deleitan en envilecer todo aquello que antes consideraban bello y noble, y examinan escrutadoramente y con atención asqueada las entrañas repulsivas de aquellas cosas cuya piel tersa y amabilísima adoraron antes.
Swift fue, evidentemente, una de estas personas, quizá la más grande de todas. Nuestras islas aún dan el ser a gentes de esta naturaleza, y quizá más copiosamente las últimas dos o tres generaciones. El siglo XX se especializó en el idealismo romántico y optimista que postula que el hombre, en general, es bueno y gradualmente se va haciendo mejor. El idealismo de los hombres de la Edad Media era más sensato, pues empezaba por insistir en que el hombre es, en su mayor parte, y esencialmente, malo y pecador por instinto y por herencia. Sus ideales y su religión eran antídotos divinos y artificiales contra el pecado original. Comenzaban por ver lo peor y ningún horror los asombraba, sino únicamente el milagro de dulzura y de luz que a veces acontecía. Pero sus descendientes del siglo romántico, optimista y humanitario, en el cual nació y fue educado mi tío, daban satisfacción a su idealismo de manera muy distinta. Comenzaban por ver lo bueno, primero; insistían en que el hombre es por naturaleza bueno, espiritual y digno de amor. Una persona joven y sensible, educada en este credo alegre, en cuanto se ve confrontada por un ejemplo característico del pecado original, se siente atónita, escandalizada, y quizá la desilusión la arroje en brazos de la desesperación. Las circunstancias y el temperamento habían permitido a mi tío conservar su optimismo romántico durante mucho más tiempo de lo que es corriente.
El tardío reconocimiento de la existencia del pecado original perturbó la mente de mi tío, pero los efectos no fueron inmediatos. Por el momento, mientras permaneció en la presencia embriagadora y deliciosa de Emmy, y mientras ésta continuó mostrándose amable con él, no pudo convencerse de que fuera partícipe del pecado original. Y hasta cuando se vio obligado a admitirlo, aquella cara de niña, que rebosaba ingenuidad, se le antojaba ser suficiente excusa. Fue más tarde —especialmente luego de separarse de ella— cuando el veneno comenzó a dejar sentir sus efectos lentamente, llenando a mi tío de amargura. Al principio, la confesión de Emmy únicamente sirvió para aumentar su pasión. En primer lugar, porque le pareció que la muchacha estaba más necesitada de protección de lo que él había imaginado, y luego, porque al satisfacer de manera dolorosa y parcial la curiosidad que le inspiraba la vida de la transformista, aumentó su deseo de conocerla más completamente y de entrar a formar parte de ella. Al mismo tiempo, la revelación suscitó en él celos retrospectivos y terror de futuros posibles peligros. Su pasión se transformó en enfermedad dolorosa. Iba tras Emmy con devoción incesante y abyecta.
Consolada en parte por los cuidados espirituales de mi tío, y en parte por la acción paliativa del tiempo, de aquellos primeros remordimientos, tristeza y condenación propia, Emmy comenzó a recobrar su habitual buen humor. Mi tío se le hizo menos necesario para consolarse. Sus incomprensibles discursos empezaron a aburrirla. Y, al mismo tiempo, las bromas de los más alegres se le antojaron más graciosas, y las galanterías del periodista y el escribiente le parecieron menos repulsivas, porque, ahora que el estado de su ánimo había cambiado, las encontraba menos indecorosas e incongruentes. Mientras perduró su remordimiento, la devoción de mi tío, nada demostrativa y siempre discreta, le pareció admirable y oportuna. Pero al recobrar sus ánimos comenzó a hallarla bastante ridícula y tediosa, pues no le correspondía ella con su amor.
—¡Si se pudiera ver usted la cara en este momento, tío Spenny! —le decía.
Y curvaba la boca hacia abajo y abría los ojos hasta lograr que su mirada recordase la de un pez respetuoso. Luego, la mueca hecha para que sirviera de espejo a mi tío y para que en ella viera los efectos de su adoración, desaparecía para dejar lugar a la risa.
—¿De veras pongo esa cara? —preguntaba él.
—De veras. Y no es muy agradable sentirse mirada así día y noche, ¿verdad?
Algunas veces, y esto le resultaba intolerablemente doloroso a mi tío, Emmy llamaba a alguna otra persona para que fuera testigo de sus bromas y la acompañara a reírse de mi tío. Y a su risa se unía la del escribiente, o la del periodista, o la del tenor. Las bromas, que al principio fueron cariñosas, se hicieron crueles.
Es muy posible que Emmy hubiese quedado consternada si hubiera sabido lo mucho que estas cosas herían a mi tío. Pero éste jamás se quejó. Lo único que Emmy sabía era que mi tío Spencer era ridículo. La tentación de gastarle bromas desagradables se le hacía irresistible.
Ya le resultaba preferible la compañía del escribiente, del periodista o del tenor. Con el escribiente hablaba de actores y actrices conocidos en Londres, de artistas de music-hall y de estrellas de cine. Es verdad que no era un caballero, pero cuando hablaba de estas cosas demostraba ser un chico muy bien informado. El tenor le reveló el universo rutilante y casi desconocido de la ópera, un universo de arte tan excelso y abrumador, que quedaba por encima incluso del arte de los teatros «del centro». El periodista le contaba chistes sabrosos acerca del mundo de la farándula en Bruselas. Mi tío permanecía sentado junto a ellos, escuchando en silencio, separado en realidad por todo un océano, mientras Emmy y el escribiente se mostraban conformes en que Clarice Mayne era deliciosa, George Robey, desternillante, y Florence Smithson, una artista de cuerpo entero. Si le preguntaban a mi tío por su parecer, se veía obligado invariablemente a confesar que no había visto trabajar nunca a los artistas mencionados. Emmy y el escribiente mostraban su desprecio, y el tenor, con sarcasmo feroz, le preguntaba que cómo era posible que un hombre que se las daba de aficionado a la música jamás se hubiera tomado la molestia de ir a escuchar a Caruso. Mi tío se sentía demasiado desgraciado para explicarlo, y callaba.
Pasaron los días. De tarde en tarde llamaban a uno de los prisioneros para ser sometido a examen por las autoridades alemanas. El viejo aristócrata que parecía una tetera fue puesto en libertad una semana después de llegar mi tío. Y unos días después desapareció el displicente conde del monóculo. Luego se fueron casi todos los labriegos. Llamaron más tarde al anarquista ruso, le interrogaron largamente y le devolvieron a la prisión, a la cual llegó para descubrir que su sillón había sido confiscado por el periodista.
A las cuatro semanas de ingresar en la cárcel, Alphonse cayó enfermo. El desgraciado no se había sobrepuesto nunca a los efectos de la broma estúpida que le gastaron el día de su llegada. Dominado por la melancolía y por el miedo, tanto más terrible por su vaguedad, el pobre hombre permanecía cavilando en su rincón, sin poder comprender quién le había encarcelado, ni poder saber qué le depararía la suerte, aunque tenía la convicción, que no era posible hacerle abandonar, de que al final de cuentas acabarían por darle una muerte lenta y atroz. Aún conservaba la orden de libertad firmada por Von der Golz y sellada con el sello de la vaca sagrada; pues aunque tenía la certeza intelectual de que el tal documento carecía en absoluto de valor, mantenía la débil esperanza de que algún día resultara ser un eficaz talismán, y en cualquier caso, la imagen de la vaca sagrada le consolaba. De vez en cuando, sacaba el papel del bolsillo, lo desdoblaba y contemplaba largamente, con sus grandes ojos tristes, la sagrada efigie: Pour l’amélioration de la race bovine; y brotaban las lágrimas de sus ojos, que quedaban suspendidas entre las pestañas, hasta que su acumulación las hacía correr por las morenas mejillas.
Aquellas mejillas ya no eran tan rotundas como antes. La piel había perdido su tersura, y los antes refulgentes carrillos ya no brillaban. Se iba consumiendo miserablemente. Mi tío hacía todo cuanto podía por alegrarle y consolarle. Alphonse se lo agradecía, pero se negaba a consolarse. Ya había perdido hasta el interés por las mujeres, y cuando Emmy se enteró por mi tío de que Alphonse era algo profeta y le pidió que le leyera las rayas de la mano, el indio la miró sin interés alguno, como si se tratara de un hombre y no de una imitadora de hombres, y sacudió la cabeza.
Una mañana se quejó de estar demasiado enfermo para levantarse. Tenía la cabeza ardiente, tosía y respiraba aprisa y con dificultad. Le dolía el pulmón derecho. Mi tío procuró pensar en lo que Hahnemann hubiera recetado en tales circunstancias, y llegó a la conclusión de que lo indicado era una milésima de gramo de aconitina. Desgraciadamente, en toda la cárcel, no fue posible encontrar ni siquiera una millonésima de gramo de aconitina. El resultado de las indagaciones fue encontrar un tubo de pastillas de aspirina y un paquete de rapé de cocaína, de la condesa rusa. Decidieron que lo mejor sería darle al dravidio una dosis de ambas cosas y esperar la llegada del médico.
A mediodía informaron al oficial alemán que vino a hacer la acostumbrada visita de inspección del estado en que se encontraba Alphonse, y prometió mandar al médico inmediatamente. Pero el médico no se dejó ver hasta la mañana siguiente. Mientras tanto, mi tío se nombró enfermero del doliente. El hecho de ser Alphonse viudo de la hermana de su ama de llaves hizo que mi tío se sintiera responsable del pobre indio. Además, bendijo la oportunidad de encontrar una ocupación concreta que le permitiera olvidar, siquiera fuera de manera temporal, su contrariada pasión.
Alphonse se sintió seguro desde el primer instante de que iba a morir. Le comunicó a mi tío su próxima desaparición, no solamente con gran conformidad, sino con verdadera satisfacción. Pues le parecía que al morirse burlaría a sus enemigos, quienes tenían determinado darle muerte en el momento que juzgaran oportuno y de manera espantosa. En vano le aseguró mi tío que no iba a morir y que no tenía dolencia grave. Alphonse insistió en su opinión:
—Dentro de ocho días habré muerto —dijo.
Y cerró los ojos y calló.
Cuando acudió el médico al día siguiente diagnosticó una pulmonía lumbar aguda. Alphonse, a pesar de su fiebre, logró sonreír a mi tío con expresión casi triunfal. Aquella noche la pasó delirando y disparatando en un idioma desconocido para mi tío. Toda la noche la pasó el enfermero escuchando el incomprensible delirio del indio. Y de repente, al verse en presencia de aquel hombre de otra raza que la suya, que hablaba en un idioma desconocido palabras misteriosas que ni él mismo escuchaba o entendía, mi tío se halló invadido por un indecible terror y se encontró espantablemente solo. Se sintió como prisionero dentro de sí mismo, como si fuera un islote rodeado por todas partes de mares insondables y de soledad sin límites. En tanto que el indio hablaba, unas veces en voz suave, persuasiva y cariñosa, otras con acentos de ira, o intercalando entre sus frases carcajadas ruidosas, mi tío pensaba en los millones de hombres y mujeres que se encuentran solos en el mundo y en él presos solitarios. Pensó en los amigos que no se comprenden jamás, a pesar de toda una vida de amistad; en los amantes que se abrazan, y que no obstante están a infinita distancia el uno del otro. Y entonces comprendió la naturaleza desesperada de su apasionado amor, y de todos los amores, puesto que todos tienden a conseguir lo que la naturaleza de las cosas hace que sea imposible alcanzar: la fusión y compenetración de dos vidas, de dos historias distintas, de dos individualidades solitarias y condenadas irremediablemente a no unirse nunca.
El indio reía a carcajadas.
Mas el no poder alcanzar una cosa no ha sido nunca motivo para dejar de desearla. Al contrario, más bien tiende a suscitar y avivar el deseo. Así ocurre que nuestro amor por otras personas y nuestro deseo de encontrarnos en su compañía aumenta al morir las personas amadas. Y la imposibilidad de comunicarnos con alguien, de nuevo puede convertir en amor o estima la indiferencia que sentíamos, y hacemos considerar como deseable la compañía que antes nos producía hartura y tedio. De una misma manera, el amador que comprende que no puede alcanzar lo que ansía, y que cada paso que dé para poseer al amado le revelará nuevos y vastísimos terrenos imposibles de conquistar, no por ello desfallece ni halla en esto medicina para su pasión; antes al contrario, se exacerba su deseo y se aguza hasta quedar mudado en desesperación, que le hace considerar el objeto amado como mil veces más precioso y deseable.
El indio seguía delirando, un fantasma más entre los creados por su imaginación, y tan ensimismado en su delirio, que dijérase que hablaba desde el otro mundo. Y Emmy, ¿no estaba tan remota como el indio? ¿No era imposible su conquista? Pero esto aumentaba su encanto y la hacía más deseable; al rodearse de misterio aumentaba su hechizo. Un hombre más brutal y de mayor experiencia que mi tío hubiera concentrado todos sus esfuerzos en seducir a la muchacha, sabedor de que una vez satisfecho el deseo físico, dejaría probablemente de sentir interés por su alma y su pasado. Pero a mi tío ni siquiera se le ocurrió pensar en la posesión física, pues su amor había tomado la forma de un deseo inmenso, de un ansia de unión imposible, no de cuerpos, sino de almas y de vidas. Es verdad que lo que hasta la fecha había sabido del alma y de la historia de Emmy no resultaba demasiado animador. Pero para él, su estupidez, su gusto por el placer y su frivolidad eran cualidades extrañas y misteriosas, amables a pesar de su naturaleza desacostumbrada; y si algunas veces las juzgaba como defectos, las excusaba y disculpaba inmediatamente, achacándolas a una puerilidad deliciosa o a una educación desgraciada. Mi tío había conocido a pocas mujeres en su vida, y desde luego, nunca se había cruzado en su camino una como Emmy. La solicitud que mostró por Alphonse el primer día de la enfermedad de éste convenció a mi tío de que Emmy, en el fondo, era buena; y si se había mostrado cruel para con él, esto se debía indudablemente a un error y a las malas influencias que la rodeaban y de ningún modo a un natural avieso. Tampoco había que olvidar cómo cantaba la Brabançonne. Entonces resultaba más noble y conmovedora. Para poder cantar de aquella manera era menester tener un alma nobilísima. Al pensar así olvidaba mi tío que no hay ninguna característica que pueda considerarse incompatible con otra, y que el pecado capital puede encontrarse en compañía de la virtud cardinal que le es específicamente contraria. Desgraciadamente, esta clase de sabiduría la olvidamos invariablemente en el preciso momento en que pudiera sernos de alguna utilidad. Solemos aprenderlo cuando aún estamos poco menos que en pañales; yo, al menos, recuerdo haber leído en mi colegio elemental, estudiando el Epitome de Historia Inglesa, por el profesor Omán, del «heroico, pero perdulario duque de Ormond», y de un gran rey inglés que era, sin embargo, «un pedante torpe de habla, tartamudo, que tenía la lengua demasiado grande para el tamaño de su boca». Pero aunque teóricamente está uno harto de saber que un duque puede ser calavera además de valiente, y que la sabiduría de la majestad puede estar acompañada de un habla defectuosa, en la práctica uno continúa creyendo que porque una mujer sea bonita ha de ser bondadosa, y que porque rechace nuestras insinuaciones primeras ha de ser indudablemente, de virtuosa honestidad; sin pararnos a pensar que la gentileza de su porte puede ocultar una crueldad inflexible y un inmenso egoísmo, mientras que la modestia de su semblante bien puede ser una treta para apresar con mayor certeza a su víctima. Tan solo cuando nos hallamos ante una persona de aspecto antipático recordamos que las acciones más odiosas son compatibles con sentimientos de la más auténtica nobleza, y que una mujer o un hombre que se conduce de determinada manera, a pesar de sostener opiniones contrarias a su proceder, no es necesariamente ni un hipócrita ni un falsario.
¡Ah, si pudiéramos tener presente todo esto cuando nos encontramos junto a personas que nos atraen con su simpatía!
Deseando a Emmy con la violencia que la deseaba, mi tío Spencer no hubiera encontrado dificultad en persuadirse a creer, no obstante, sus recientes crueldades para con él, que el espíritu que ansiaba unir al suyo era interesante y de gran belleza; y en realidad no hubiera encontrado la cosa difícil en absoluto, a no ser por aquella desgraciada confesión que ella le hizo. Ésta, aunque le halagó como muestra de la confianza que ella tenía en su discreción y sabiduría, le había causado perplejidad muy profunda, y continuaba perturbándole cada día más. Pues de toda su historia pasada, de toda la historia que él ansiaba fundir con la suya propia, como si junto a ella hubiese vivido siempre, aquel episodio era casi el único capítulo que le era conocido. Su confesión se lo había revelado como un rayo tenue de luz que lució en la oscuridad que envolvía el resto. Y ¡qué episodio! Cuanto más pensaba sobre él mi tío, más desgraciado se le antojaba.
El hombre brutal a que hemos hecho referencia, que para nada se asemejaba a mi tío, hubiera interpretado el incidente como presagio feliz de su propio porvenir. Pero como no deseaba, al menos de manera consciente, la clase de éxito que auguraba, el conocimiento del episodio solamente le producía tristeza. Pues por mucho que mi tío culpara en su fuero interno a las circunstancias y al hombre causa de la caída, no podía exonerar por completo de culpa a Emmy. Ni podía fingir que creía que Emmy no hubiera participado en cierto modo, aunque tal vez solamente físico, en la acción reprobable. Y tal vez participó en ella de muy buen grado. Mas aunque así no fuera, el pensamiento de que había sido envilecida, por muy a su disgusto que la cosa hubiera ocurrido, y mancillada por contactos salaces, le resultaba indeciblemente penoso. Mientras el indio deliraba en aquel tenebroso silencio, únicamente alterado por la respiración breve y fatigosa y por algún quejido suspirado, o una tosecilla seca, mi tío continuó pensando sin cesar. Su pensamiento iba oscilante desde la convicción profunda de la pureza de su amada al temor de que estuviera corrompida por completo. Vio con la imaginación su carita de niña y la expresión extática que reflejaba cuando cantaba la Brabançonne, y después la dulce expresión de su rostro al apiadarse de la desgracia de Alphonse; pero a esto sucedían escenas de abrazos eternos, besos apasionados e innumerables. Y viera lo que viera, continuaba amándola.
Al día siguiente, el indio continuaba con fiebre alta. El médico, al examinarlo, anunció que había comenzado la hematización roja de ambos pulmones. Era un caso grave que debía ser hospitalizado; pero él no tenía autoridad para disponer esta medida. Se limitó a recomendar que le trataran con esponjas templadas para reducir la fiebre.
Mi tío, luchando contra las defectuosas condiciones sanitarias de la prisión, hizo todo lo que pudo. No le faltaron ayudantes voluntarios. El que más y el que menos se mostró dispuesto a ayudar en lo que fuera menester, y ninguno se ofreció con tanto ardor como Emmy. El ocio forzado de la cárcel, aunque aliviado por los chistes del grupo de los alegres, por discusiones teatrales y por las galanterías intencionadas del periodista y el escribiente, le resultaba desagradable. Y la oportunidad de hacer algo, y sobre todo de hacer algo útil (pues al fin y al cabo estábamos en güera), le produjo verdadera satisfacción. Sentada junto al petate del dravidio, le hablaba, le daba que pedía, llevaba a cabo los desagradables menesteres que es preciso hacer en las habitaciones de los enfermos, daba órdenes a mi tío y a los demás, y parecía completamente feliz.
Por su parte, mi tío veía todo esto con singularísimo placer, diciéndose que aquélla era la verdadera Emmy. Ahora ya no era posible dudar: Emmy era bondadosa, amable, un verdadero ángel de compasión y, por tanto (a pesar del duque calavera y heroico del profesor), pura; por tanto, interesante; por tanto, merecedora de todo el amor que él pudiera ofrecerle. Olvidó la confesión escuchada, o dejó de darle importancia; ya no le atormentaban las imágenes que el pensar demasiado sobre ello solía suscitar en su fantasía. Lo que más contribuyó a convencerle de su bondad esencial fue que Emmy había vuelto a mostrarse amable con él. Ocupado su vigor juvenil por completo en hacer algo práctico (pero no lo bastante duro para agotarla o para ponerle los nervios de punta), ya no sentía necesidad de desahogarse con risas y burlas, como le ocurrió al curar del ataque de melancolía que la deprimió tan profundamente durante los primeros días de su encarcelamiento. Ahora eran compañeros de fatigas.
En tanto, el dravidio empeoraba y se debilitaba cada día más. El médico llegó a enojarse seriamente:
—No tiene derecho a estar tan mal como está. Ni es viejo, ni es alcohólico, ni es sifilítico, y tiene una naturaleza buena. Se está muriendo porque le da la gana, sencillamente. A este paso no podrá sobreponerse a la crisis.
Cuando Emmy oyó esto, la expresión de su cara se hizo grave. No había visto nunca la muerte de cerca —deficiencia notoria de su educación, que de haber estado a cargo de mi tío, éste remediara indudablemente—. Pues la muerte era una de las Realidades de la vida con la cual todo ser humano) debiera familiarizarse lo antes posible. Por el contrario, el amor no era en su parecer uno de las Realidades deseables. Nunca se le ocurrió preguntarse el porqué de esta distinción arbitraria. Y no había razón para ello: era así, y nada más.
—Dígame, tío Spenny —le dijo en voz baja cuando el médico se hubo ido—: ¿qué les pasa, de veras, a los que se mueren?
Complacido por esta señal del remozado interés de Emmy por temas graves, mi tío explicó lo que Alphonse creía que le ocurriría.
A mediodía, mientras comían la perpetua sopa de coles y la pésima carne cocida, el escribiente, con el mal gusto que le caracterizaba, preguntó sonriendo:
—¿Qué tal está el negrito?
Emmy le miró con repulsión y notorio enfado:
—No tiene maldita la gracia hablar así.
Y luego, bajando la voz reverentemente, añadió:
—El médico dice que se va a morir.
Nada desconcertado, el escribiente repuso:
—¡Ah! ¿Las va a liar? ¡Pobre negrito!
Emmy calló. El silencio fue general. Dijérase que alguien hubiese hecho un ruido grosero en la iglesia.
Más tarde, en la intimidad del cuartito en donde el dravidio se moría plácidamente, rodeado de archivos y papelotes polvorientos, le dijo Emmy a mi tío:
—¿Sabe usted lo que le digo, tío Spenny? Que es usted un hombre muy bueno. De veras.
Mi tío se sintió demasiado abrumado para responder, y se limitó a repetir varias veces:
—¡Emmy, Emmy!
Luego tomó la mano de la muchacha y la besó dulcemente.
Aquella tarde continuaron hablando de todas las cosas que posiblemente les pueden ocurrir a los que se mueren. Emmy le contó a mi tío lo que había pensado dos años antes, cuando estando trabajando en Glasgow, muy al principio de su carrera profesional, recibió un telegrama comunicándole que su padre había fallecido de repente. Bebía demasiado, le explicó. Y cuando no estaba en sus cabales, se portaba mal con su madre. Pero ella le había querido mucho, y cuando recibió el telegrama había estado pensando y pensando…
Mi tío la escuchó con gran atención, feliz de conocer otro episodio de su vida pasada; y olvidó el otro incidente que el rayo luminoso de su confesión le había revelado.
Aquella noche, ya tarde, después de permanecer inmóvil durante un largo rato. Alphonse se rebulló de pronto, abrió sus ojos negros y comenzó a hablar: primero, en aquel idioma incomprensible de su delirio; después, al darse cuenta de que no le entendían, en su extraño y peculiar francés:
—Lo he visto todo —dijo—. Todo.
—¿El qué? —le preguntaron.
—Todo lo que va a ocurrir. He visto que esta guerra va a durar mucho tiempo… mucho. Más de cincuenta meses.
Y acto seguido comenzó a profetizar las más terribles calamidades.
Mi tío, que estaba completamente seguro de que la guerra de ningún modo podía durar más de tres meses, se mostró incrédulo. Pero Emmy que no tenía ninguna idea preconcebida acerca del asunto y sí una intensa fe en los oráculos, impidió con impaciencia que mi tío procurara hacer callar al dravidio.
—Díganos lo que nos va a pasar a nosotros, Alphonse.
Emmy no se interesaba gran cosa por la suerte que pudiera correr la civilización.
Mi tío protestó débilmente:
—No, no…
Pero el indio no le hizo caso.
—Yo voy a morir, y usted —dijo dirigiéndose a mi tío— será puesto en libertad y luego encarcelado de nuevo. Pero no aquí. En otro sitio. Está muy lejos. Y durante mucho tiempo. Mucho tiempo. Será usted muy desgraciado.
Sacudió la cabeza y continuó:
—No lo puedo remediar, aunque ha sido usted tan bueno conmigo. Eso es lo que veo. Pero el hombre que me engañó —y aludía con estas palabras al periodista—, a ése le soltarán muy pronto y vivirá en libertad; en la libertad que reinará aquí, que será poca. Y el que se sienta en el sillón, volverá a su país. Y el que canta conocerá la libertad, como el hombre que me engañó. Y el hombre pequeño y gris será enviado a otra prisión, en otro país. Y la mujer gorda de la boca roja será enviada a otro país, pero no estará presa. Creo que allí se casará… otra vez.
Las descripciones aludían, sin duda, al profesor de latín y a la condesa rusa. Siguió hablando:
—El hombre de la cara con granos —evidentemente el escribiente— será enviado a otra prisión en otro país; y allí morirá. Y la mujer triste que se viste de negro…
Pero Emmy no pudo aguantar más tiempo, y le interrumpió diciendo:
—¿Y yo? ¿Qué me pasará a mí?
El dravidio cerró los ojos y permaneció en silencio durante algún tiempo:
—La pondrán en libertad —respondió al cabo—. Pronto. Y llegará el día en que será usted esposa de este hombre bueno —señaló a mi tío y continuó—: Pero eso no ocurrirá todavía. No ocurrirá hasta que pase mucho tiempo, hasta que todas las batallas acaben. Tendrá usted hijos… tendrá buena suerte.
Se hizo su voz más débil. Cerró los ojos y suspiró, como si estuviera agotado. Pero logró murmurar:
—No se fíe de los desconocidos de pelo rubio… —dijo, repitiendo una vez más su antigua cantilena. Y no añadió más.
Quedaron Emmy y mi tío mirándose en silencio.
—¿Qué quiere decir todo eso, tío Spenny? ¿Será verdad? —logró decir al fin en voz baja.
Dos horas más tarde, el indio estaba muerto.
Mi tío durmió, o mejor dicho no durmió, aquella noche en el cuarto grande. El cadáver yacía solitario entre los archivos. Las palabras del indio resonaban perpetuamente en el cerebro de mi tío: «Y llegará el día en que será usted esposa de este hombre bueno». Tal vez, se dijo, al borde de la muerte, el espíritu comienza a ensayar sus alas en el nuevo mundo. Quizá comienza a ver algunos de los secretos que le van a ser revelados. Mi tío no veía nada incoherente en tal teoría. En su universo cabía perfectamente lo que es llamado comúnmente, y tal vez con error, milagro. Tal vez aquellas palabras del indio fueran, se dijo, una promesa, mera enunciación de un hecho futuro. Echado de espaldas, con los ojos fijos sobre el estrellado cielo que se veía por la ventana, meditó sobre el problema del destino fatal y del libre albedrío, con el cual los diablos de Milton solían pasar sus infernales ratos. Como una coda persistente, las palabras se repetían una y otra vez: «Serás la esposa de este hombre». Las estrellas fueron moviéndose lentamente, sobre el cuadrado de cielo que la ventana dejaba ver. Mi tío no concilió el sueño.
A la mañana siguiente se recibió orden de que fueran puestos en libertad el tenor y el periodista. Los dos se despidieron alegremente de sus compañeros de prisión. La puerta se cerró tras ellos. Emmy se volvió hacia mi tío con una mirada aterrada; las profecías del indio habían empezado a cumplirse. Pero ninguno de los dos dijo nada. Dos días más tarde, el escribiente fue trasladado a un campamento de prisioneros en Alemania.
Y pasado algún tiempo, una mañana, mandaron que se presentara mi tío. La orden llegó de repente y no le dieron tiempo para despedirse de nadie. Fue interrogado por la autoridad competente, que le halló inofensivo. Se le permitió regresar a Longres, en donde debería permanecer en libertad vigilada. Ni siquiera le permitieron regresar a su prisión para despedirse. Un soldado le trajo del Ministerio todos los efectos de su propiedad. Le metieron en un tren, y le ordenaron que se presentara al comandante de Longres en cuanto llegara.
Antoinette recibió a su señor con lágrimas de gozo. Pero mi tío no halló gusto alguno en su recobrada libertad. Emmy continuaba prisionera. Naturalmente que no tardaría en ser puesta en libertad… Y entonces comprendió con horror que Emmy no sabía su dirección. Le habían libertado con tales prisas, que no tuvo tiempo de convenir con ella lo necesario para volver a verse. Ni siquiera la había visto la mañana en que recobró la libertad.
Dos días después de llegado a Longres, le pidió permiso al comandante de la plaza, a quien tenía que presentarse a diario, para ir a Bruselas. Le preguntaron que para qué, y mi tío respondió la verdad; que para visitar a una amiga que había quedado en la cárcel de la que acababa de salir él. Le negaron el permiso sin más preguntas.
Pero a pesar de la negativa, mi tío fue a Bruselas. El centinela que había a la puerta de la cárcel le detuvo por sospechoso. Le volvieron a enviar a Longres. El comandante le habló amenazadoramente. A la semana siguiente, mi tío volvió a probar suerte. Sabía que aquello era sencillamente una locura, pero era preferible cualquier idiotez a no hacer nada. Le volvieron a detener.
Esta vez le condenaron a ser internado en un campo de concentración alemán. Las profecías del indio iban cumpliéndose con extraordinaria exactitud. Pues la guerra duró más de cincuenta meses. Y el escribiente de los barrillos, a quien mi tío volvió a encontrar en el campamento de prisioneros, murió en efecto.
Por qué me eligió mi tío para confidente, no lo sé.
Después de todo, siempre me había conocido niño, y fue casi mi padre. Pero tal vez la razón sea que pensara que yo podía aconsejarle mejor en estos asuntos que mi padre y hermano suyo, o que Mr. Bullinger, el erudito sobre asuntos referentes a Dante, o que cualquiera de sus otros amigos. Puede que hubiera sentido vergüenza de hablarles de tales cosas. Y puede que le pareciera, además, que no lograría gran cosa acudiendo a ellos, y que yo, a pesar de mi juventud, o precisamente debido a ella, tendría mayor experiencia en estos problemas que sus amigos. Pues yo diría que ni mi padre ni Mr. Bullinger sabían gran cosa acerca de las imitadoras de estrellas masculinas.
En cualquier caso, por uno u otro motivo, a mí fue a quien consultó acerca de todo lo que queda relatado, en la primavera de 1919, durante su estancia en Sussex, adonde fue para restablecerse de los amargos días de prisión. Solíamos dar juntos largos paseos, ya fuera por los campos despejados y ondulantes o entre las grises columnas de los bosques de hayas. Poco a poco, venciendo vergüenzas y pasando de una a otra confidencia, mi tío me contó toda la historia.
Este relato llevó consigo interminables discusiones. Pues hubimos de decidir, en primer lugar, si existía una teoría científica que explicase las profecías; si existía un futuro absoluto que hubiera de ser vivido. Y aún con mayor detenimiento tuvimos que discutir sobre la mujer, si realmente «eran así», o si eran, de acuerdo con los deseos de mi tío, ángeles admirables. ¡Y a qué profundidades de cinismo había aprendido mi tío a descender durante las largas horas de amargas meditaciones pasadas en la prisión!
Pero más importante que nuestras especulaciones acerca del posible carácter de Emmy, era el descubrir en dónde se encontraba. Más urgente que decidir si podía uno fiarse verdaderamente de las profecías en general, era poner los medios oportunos para que se cumpliera aquel vaticinio en particular. Durante muchas semanas, mi tío y yo nos dedicamos a jugar a policías.
He pensado algunas veces que probablemente, cuando llevábamos a cabo nuestras pesquisas en compañía, presentábamos un aspecto bastante parecido al de la famosa pareja: mi tío, con los ojos brillantes, cadavérico, de cara afilada y genial, sería el Sherlock Holmes del equipo; yo, con mi cara redonda y colorada, podría pasar por un doctor Watson algo mozo. Pero de hecho, era yo, y lo digo sin petulancia, el más eficaz investigador de los dos. Mi tío era demasiado desconocedor del mundo para saber en dónde buscar a una amante desaparecida; como era demasiado ignorante, desde el punto de vista científico, para saber cómo o dónde puede descubrirse algo acerca de asuntos más abstractos.
Fui yo quien le llevó al Museo Británico y le hizo repasar todos los números atrasados de los periódicos teatrales para ver si Emmy se había anunciado en alguno de ellos buscando trabajo. Fui yo, el aparente Watson, quien pensó en recurrir a los agentes teatrales y a los conserjes de los teatros de segunda fila. Sagaz de aspecto, pero en realidad inocente en grado sumo, mi tío me seguía, admirado de mis conocimientos acerca de aquel extraño mundillo.
Pero he de confesar que fracasamos completamente. Ningún agente teatral había sabido de Emmy Wendle desde 1914. Ningún periódico anunciaba su nombre. Los conserjes de los music-halls se acordaban de ella como si se tratara de alguna cosa antediluviana.
—¿Emmy Wendle? —decían—. ¡Ah…, sí…!
Se rascaban la cabeza, procurando pasar del recuerdo del nombre al de la persona, como un paleontólogo que estuviera reconstruyendo todo el diplodoco partiendo de un único hueso fósil.
Dos o tres veces dieron distintas direcciones. Pero las patrañas de las casas de huéspedes en las cuales Emmy se había alojado no se acordaban de ella. Y aquella tía de Ealing, en quien tantas esperanzas pusimos, decidió, dos o tres meses antes de comenzar la guerra, no volver a tener relación alguna con Emmy. La mala opinión que por aquel entonces se formó de su sobrina se confirmó e intensificó gracias a nuestras impertinentes preguntas. Nos dijo que no sabía absolutamente nada de su sobrina, y que no quería saberlo, a lo que añadió que nos agradecería que dejásemos en paz a la gente decente como ella. Derrotados, volvimos a subir a nuestro taxi, mientras los vecinos de la miserable callejuela nos miraban como si fuéramos visitantes de otro planeta, y nuestro taxi, un carro habitualmente usado por las hadas.
—Tal vez ha muerto —dijo mi tío Spencer en voz baja al cabo de un rato de silencio.
—Puede —le dije brutalmente— que se haya casado y que se haya retirado del teatro.
Mi tío cerró los ojos y dejó escapar un suspiro mientras se pasaba la mano por la frente. ¿Qué espantosas imágenes bullían dentro de su cabeza? Hubiera preferido creerla muerta.
—Y sin embargo, el indio… —murmuró—, el indio siempre tenía razón; la tuvo en todo lo que dijo…
Y puede ocurrir que todavía la tenga. ¿Quién sabe?
*FIN*